XI Miedo

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XI Miedo

Tomás miraba los montículos de cuadernos que ocupaban la mitad de su escritorio. Sus ojos vagaban por las tapas negras, algunas con manchas, con señales del manoseo. Levantó los ojos. Los dejó vagar al frente, por la chimenea, la mesa con sus libros, la lámpara, la butaca, el cuadro de su padre en la pared opuesta al rincón de leer, el mueble bajo el cuadro con fotos de la familia. Los ojos, sin más que mirar, volvieron al escritorio, a los cuadernos negros apilados. Parecía que solo los ojos tuvieran vida porque se movían. En su mente y en su cuerpo, una quietud y un silencio de muerte. Levantó un brazo sin proponérselo y puso la mano encima de uno de los cuadernos. También sin darse cuenta, sus dedos empezaron a acariciar la tapa. Los ojos, cansados de las tapas negras, volvieron a buscar imágenes. La lámpara, la enorme lámpara de leer estaba apagada. Miró al techo. La del techo también. Solo la luz del sol entraba por la ventana de al lado del escritorio con una selva de hojas verdes, dos ciruelas amarillas entre el follaje, más abajo. Miró su mano sobre el cuaderno, los dedos que no dejaban de acariciar la tapa. ─ Tú me dirás qué hago ─ dijo. Pero nadie le contestó. Se había hecho el silencio, y en ese silencio, el tiempo no pasaba porque no lo notaba nadie. Hasta que lo rompió el ruido de golpes en la puerta. ─ Adelante ─dijo y repitió más fuerte porque ni él mismo se había oído─. Adelante Entró Max como una bala. Se sentó en una silla frente al escritorio. ─ No te lo vas a creer. ─ ¿El qué? Max ya había empezado a contar el qué. Había ido a hablar con la doctora Blanch y con Ramón Aytés.


─La mama se fue a hacer una analítica. Se debía sentir mal. ¿Te dijo algo? ─No. ─Y cuando le llegaron los resultados a la Blanch, se presentó en casa. La mama se estaba muriendo. ─ ¿Cómo? ─ Que la doctora Blanch le dijo a la mama que se estaba muriendo. Así, sin contemplaciones. Porque le dijo que tenía que ir al hospital enseguida y la mama dijo que no podía. ─ ¿Pero que tenía? ─ De todo, le estaba fallando todo. Aquí está el informe. Max se sacó de un bolsillo varios papeles y los tiró encima del escritorio. ─ Ya lo leerás. La mama le prometió a la doctora que llamaría a la ambulancia a primera hora de la mañana, pero que antes tenía cosas que hacer. La doctora le dijo que no podía asegurarle que pasara de esa noche. Y la mama, esto no hay quien se lo crea, fue al banco, fue al hotel, puso encima de su escritorio una carpeta con todos los papeles de la casa, de la incineración, teléfonos, los papeles del seguro de CEDRO, yo que sé. Lo del hotel ya fue lo más. Le pidió a Ramón precio del cordero. Ramón le dijo que el cordero y el vino me lo dejaba a precio de coste y que el hotel ponía el catering y la ensalada gratis. ¿Te lo puedes creer? ─ De tu madre, sí ─dijo Tomás con un asomo de sonrisa. ─ ¿Y de Ramón? A mi me viene una vecina del pueblo con ese rollo y creo que se ha vuelto loca. Ramón se la tomó en serio. ─Ya te dije que tu madre estaba perfectamente cuerda y se notaba. Ramón reaccionó como un amigo. ─Eso sí. Y sus padres, muy bien todos. Vinieron al funeral. Y no te lo pierdas. Los de Lo Pont dijeron que la ensalada la ponían ellos, que la mama comía allí todos los días y tenían derecho. ¿Te lo puedes creer? Y el vídeo. Hasta el vídeo. ─¿Qué vídeo?


─Lo tenía todo escrito. Y el vídeo encima de la carpeta. Lo grabó el año pasado. ¿Se sentiría mal? ─No lo sé. No nos gustaba hablar de enfermedades, a ninguno de los dos. ¿De qué iba el vídeo? ─La mama. Toni llevó la tele al jardín y pusieron el vídeo y sale la mama, como si nada, despidiéndose de la gente por su nombre, diciéndole cosas a sus ex alumnos y al final les pide a todos que canten “You’ll never walk alone”, y encima pone el karaoke con la letra. ¿Te lo puedes creer? Y los ex alumnos cantando. ─Era la canción con que terminaban los festivales de fin de curso. ─Ya. Será muy bonito, tío. Todo lo que quieras. Pero si le hubiera hecho caso a la doctora Blanch ahora estaría aquí. ─O no. A lo mejor hubiera pasado las últimas horas de su vida en un hospital con agujas y tubos y cualquier cosa, sabiendo que a lo mejor todo eso no serviría de nada, sabiendo que la aventura se acababa de una forma trágica, horrible. Tu madre no se merecía morir así, irse así. Se fue organizando una fiesta, ¿no lo ves? ─ Joder, tío. Dice la doctora Blanch que seguramente se tiró en la cama vestida porque ya no pudo más. ─ No pienses en lo que te dijo la doctora Blanch. Piensa en lo que te quiso decir tu madre con ese ultimo esfuerzo. ─ No capto. ─ Piensa. ─Qué te digan que te estás muriendo y en vez de volar a urgencias te pongas a gastar las últimas fuerzas que te quedan, ¿eso no es suicidio? ─Eso es irse como a uno le da la gana. A tu madre le dio la gana dejarte todo arreglado para poder irse tranquila. Y el último mensaje te lo dio en la canción. Según su fe, nunca caminaremos solos. ─ Muy americano. ─ Bueno. Tu madre fue cogiendo lo mejor de todos los sitios donde le tocó estudiar. Y lo trajo aquí, hasta el final. ¿Qué hicieron después del vídeo?


─ Comer. Hasta yo comí porque se me metió su voz en los oídos diciéndome que tenía que comer más, que estaba muy flaco. ─ Ya. ─ Lidia está haciendo una espaguetada porque dice que es lo que mejor me como y porque mi mamá quiere que coma mucho. Me trata como si fuera un nene. Y tú también. A ver si nos vamos a volver todos locos. ─ Pues déjame decirte una cosa. Viendo lo que la gente considera normal y cuerdo, yo, como tu madre, loco y anormal. Me molestaría mucho que alguien me dijera que soy normal. Lo consideraría un insulto. ─ No se puede vivir al margen. ─ A ti te parece ahora que no se puede. Estás luchando por abrirte camino entre el montón. Es tu vida y eres tú quien tiene que orientarla. Lo que sí tienes la obligación de aceptar es que cada cual tiene derecho a orientar su vida según le parezca. ─ Eso es anarquía. ─ Eso es respetarse a uno mismo. ─ ¿Y a los demás? ─ A los otros se les respeta por empatía. ─ Dices lo mismo que la mama. ─ Tuve una buena maestra. ─ Yo no. O sí, pero no fui buen alumno. No me tomaba en serio lo que decía. No le daba importancia. No sé. ─ Sabrás. Irás sabiendo. Sólo espero que no seas tan lento como yo. Max sintió la necesidad imperiosa de caminar. La hora que faltaba para la comida era demasiado tiempo para pasarlo sentado. ─ Me llevo a Agapito, tío. Agapito saltó de la butaca en cuanto oyó su nombre y de dos zancadas se puso en la puerta. Max y el perro se atascaron intentando salir a la vez. Tomás se quedó sonriendo.


─ Culo de mal asiento, como su abuelo. Hasta Agapito se vuelve más loco cuando está él. Volvió los ojos a los cuadernos negros. ─ Y yo tan lento, cada vez más lento. Después del desayuno, Max le había pedido que le dejara quedarse unos días. No quería quedarse solo en su casa. Tomás le dijo que nunca volviera a preguntarle si podía quedarse. “No estás huérfano”, le dijo, y se sorprendió de sus propias palabras. Max le miró en silencio, sorprendido también. “Y esta es tu casa”, remató para liberar la emoción. Max le pidió que le acompañara a su casa a buscar ropa. Tomás le acompañó. Mientras Max hacía su maleta, Tomás se quedó esperando en el despacho de María, sentado en una silla frente al escritorio. Al principio, dejó vagar los ojos por la habitación. Los detuvo en un mueble más pequeño que los de la biblioteca. Encima del mueble, fotos. A María le gustaban mucho las fotos, y a él le acabaron gustando también porque María fue poniendo fotos en Casa Mariot después del fallecimiento de la abuela para que Tomás se sintiera más acompañado. Allí estaba María de pequeña con sus padres, la última foto de estudio que se le hizo al tío Pep, una foto de Max a los treinta años en la que se veía que sus facciones eran un calco de las de su abuelo. Tomás tenía copia de todas esas fotografías en su despacho. Todos eran los suyos, pero ahora solo le quedaba uno. Más abajo, dos estantes con carpetas, carpetas con manuscritos terminados y proyectos que María ya no podría terminar. Más abajo, un armario con puertas. Tras esas puertas estaban los diarios de María en cuadernos negros. Años de su vida, día a día. Allí habría de todo. Versos, pensamientos, notas, listas de cosas que hacer, de la compra. “A lo Thomas Mann”, le contó María. Los diarios de Thomas Mann habían sido su libro de cabecera durante muchos años. María iba a todas partes con su cuaderno de tapas negras y empezaba a escribir en cuanto se le pasaba por la cabeza algo que no quería olvidar. Tomás sintió ganas de abrir el armario para ver esos cuadernos, sólo verlos, sin tocarlos, pero no se atrevió. No tenía derecho a violar la intimidad de María, ni siquiera a consentirse el deseo de violarla. Y sin embargo, cuando bajó Max con mochila y maleta, un impulso más fuerte que su voluntad hizo que Tomás le espetara.


─ He estado pensando en los diarios. Están ahí. Apuntaba notas, de todo. Me lo dijo tu madre y estaba pensando que tiene que haber mucha cosa con valor literario y que es una pena que se queden ahí, a lo mejor hay cosas que merecen publicarse, quiero decir, tenía proyectos y lo apuntaba todo. ─ Llévatelos, tío ─le cortó Max─. Yo no sabría qué hacer. La literatura no es lo mío, ya lo sabes. ─ ¿De verdad? De verdad, Max le ayudó a llevar todos los cuadernos al coche y a llevarlos del coche a su despacho en Casa Mariot. Y allí estaban, encima del escritorio. Y él mirándolos idiotizado y acariciando uno con los dedos como si estuviera en Braile. Sin atreverse a abrirlos, a violar la intimidad. “Tomás, si un día te das cuenta de lo que has dejado de hacer por exceso de escrúpulos, te vas a horrorizar”. ─ Ya me horrorizo, ya –le dijo─. Me he horrorizado muchas ves. Ayer, sin ir más lejos. Presencia de Dios, me agobiaba la presencia de Dios, Dios mirándome a todas horas, condicionando todo lo que hacía. Me lo creí todo a pie juntillas. Me creí que hablaban en nombre de Dios, Me creía que era Dios el que me hablaba a través de ellos. Tú pudiste cortar esa cadena infernal. Yo no pude. Cuando quise ya era tarde. Se me había grabado en la mente. “¿Te acuerdas cuándo y cómo la corté de cuajo?” ─ Claro que me acuerdo. En el bautizo de tu hijo. “Me negué a meterle o dejar que otros le metieran en la cabeza la idea de Dios y de Satanás que había convertido mi infancia y mi juventud en un suplicio”. ─ A lo mejor yo hubiera podido reaccionar si hubiera tenido un hijo. “Y ahora, ¿no lo tienes?” Tomás volvió a escuchar en su memoria sus palabras de esa mañana. “No estás huérfano”. Menudo padre, sin ilusión, condenado a contemplar hasta el final el fracaso de su vida, por escrúpulos, por imbécil. Se quedó un momento en silencio. Se levantó de la butaca. Abrió con furia el cuaderno que tenía más a mano. Fue abriendo el primer


cuaderno de cada montón hasta que encontró la fecha que buscaba: “Notas. 2017-2018”. ─ Tengo miedo. “Que no te paralice”. ─ No. Esta vez, no. Te lo juro. Se dejó caer en la butaca. Abrió el cuaderno y empezó a leer. “Ayer decreté tomarme vacaciones de la política para dedicarme a Los Mariot”, leyó.


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