Los Mariot. Primera parte.Maria

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Los Mariot MarĂ­a Mir-Rocafort


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Introducción Cuando aterricé en el Miami de los años 50, una de las cosas que más me impresionó del colegio en el que me habían metido fue la sala de televisión. Recuerdo vívidamente la primera tarde noche en que nos llevaron allí a las internas que quisimos ver el prodigio. Del aparato abombado salieron unos instrumentos de viento llenando el ambiente de inquietud con unas notas que anunciaban peligro. En la pantallita, una placa de policía, luego el título, “Dragnet” y una voz que decía: “La historia que están a punto de ver es verídica. Sólo los nombres han sido cambiados para proteger a los inocentes.” Cuando empecé a concebir Los Mariot sólo tenía una idea clara; no quería que fuera una historia de mi familia. Esa historia ya la había escrito en 2009 en Fassman, la biografía. El poder de la voluntad. Quería que fuera una novela. Y si quería que fuera una novela, ¿por qué ponerle el nombre por el que se conoció a mi familia en su pueblo hasta que mi abuelo vendió la casa que llevaba ese nombre y mi padre fundó otra que hoy se conoce como Casa Fassman? Algo en los repliegues de mi subconsciente me estaba traicionando. Un día apareció un narrador como un Deus ex machina. Y otro día, apareció un personaje significativo al que conozco muy bien. Fue entonces cuando la memoria me devolvió aquella introducción de Dragnet. Digo, pues, que la historia que van a leer es verídica, más o menos, y que los nombres, casi todos, han sido cambiados para proteger a casi todos


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los inocentes. Aunque eso de inocentes resulta inexacto. Habiendo, desde el principio de la humanidad, culpables de pervertir y machacar a sus congĂŠneres y descendientes agregando eslabones a la cadena de pesares que afligen a toda existencia humana, no hay culpable que no merezca un eximente ni inocente que no tenga un cierto grado de culpabilidad. En esto, los Mariot no difieren de cualquier otra familia, aunque sus miembros resulten, en todo lo demĂĄs, muy distintos a lo que las mentes convencionales considerarĂ­an convencional.


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PRIMERA PARTE María


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I Un día especial

Tomás bajó un escalón seguido por Tomasito, el gato, y Agapito, el perro. Serían las ocho y pocos minutos. No llevaba reloj porque el hábito le daba las horas. Las ocho era la hora de levantarse de la cama, ponerse la bata, echarse agua en la cara, cepillarse los dientes para quitarse el mal gusto de la boca

y empezar el viaje por las escaleras.

peinarse. El pelo, todavía abundante

No le hacía falta

y con algunas vetas grises

jaspeando el blanco, era tan dócil que se arreglaba con las manos. Con las manos se lo arreglaba antes de bajar por si encontraba a alguien cuando abriera el portón de la entrada. Bajó otro escalón poniendo un pie y luego el otro al lado, y otro escalón poniendo un pie y al lado, el otro; la mano en la baranda. Podía bajar escalón a escalón con un pie detrás de otro sin dificultad. Estaba flaco. Pero no tenía prisa. Cuando un pie quería bajar sin hacer escala, le frenaba el recuerdo del hospital. Caerse por las escaleras por llegar rápido sería

una

soberana

estupidez,

se

decía

cuando

le

apremiaba

la

impaciencia. Agapito no entendía su parsimonia. Con la envergadura y energía de un cobrador de pelo liso de dos años, el perro no se acostumbraba al ritual de


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la bajada de la escalera. O sí, pero a su modo. Tenía su propio ritual. Agapito adelantaba a Tomás por la izquierda y se lanzaba escalera abajo a trote desbocado; miraba desde abajo a los que bajaban escalón a escalón y corría escaleras arriba y volvía a bajar y volvía a subir hasta que los tres llegaban a término. Tomás apretaba la baranda no fuera el perro a errar la dirección llevándoselo por delante. Tomasito casi nunca se movía hasta que el pie del amo bajaba otro escalón. Pero había días en que al gato le daba por bajar un escalón antes que él, y entonces resultaba más peligroso que el perro porque se paraba a esperarle en el escalón siguiente con riesgo de hacerle tropezar. Tomás tenía que empujarle con el pie para sacarle de en medio; un empujón muy suave para no espantarle. A veces, la falta de entendimiento del perro y el gato le hacían soltar un bufido de impaciencia. No le cabía duda de que los dos tenían cierto grado de autismo. Vivían en su mundo prescindiendo de todo lo que no fuera su santa voluntad. Pero la verdad era que a Tomás le parecía bien respetarla por más inconvenientes que le causaran. Le gustaba verles libres, sin otra atadura que la necesidad de agua y comida; necesidad que les duraba muy poco porque Tomás la satisfacía de inmediato a cualquier hora, dejando lo que estuviera haciendo cada vez que Agapito se le subía encima lamiéndose el morro o Tomasito le increpaba a maullidos. Muchas veces se decía que esos bichos le habían entrenado a él, y le gustaba pensarlo porque el pensamiento le sacaba una sonrisa. En esas estaban cuando Tomás llegó al rellano y se detuvo, como siempre. Todos los días echaba un vistazo al ventanuco que daba a un


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pasillo lateral del jardín. El ventanuco siempre estaba abierto. Por él entraba el frío en invierno y el calor en verano y, a partir de la primavera, algunas hojas de un gran almez. Cuando el otoño dejaba las ramas desnudas, eran las ramas desnudas las que se colaban dentro de la casa con las hojas de la enredadera que subía por el muro. De día entraba el bullicio de los habitantes del jardín que, montaña arriba, se convertía en bosque; pájaros, insectos, ratones, ratas también, pero Tomás no las llamaba así porque no le gustaba la palabra. De noche, el de los habitantes nocturnos; búhos, ratones, topos, jabalís. En noches de tormenta, los golpeteos del postigo resonaban en la casa como barullo de fantasmas furiosos. Tomás no podía ver el jardín porque el ventanuco estaba demasiado alto, lo que una y otra vez le hacía preguntarse a quién se le ocurría abrir ventanas por las que nadie se podría asomar. Pero en cuanto su cara percibía el aire fresco y su nariz los olores de la tierra, su imaginación le proyectaba los arbustos, los árboles, los pájaros, el sol siempre mortecino en ese corredor umbrío; la luna menguante, creciente, llena, su luz variando los tonos de los colores de la noche. Era como si estuviese afuera. Agapito y Tomasito también miraban hacia el ventanuco, y Tomás se preguntaba muchas veces si estarían imaginando lo mismo que él; si también se imaginaban en el jardín siguiéndole. Aunque lo más probable era que se preguntaran por qué demonios ese tonto se paraba siempre allí cuando ellos, cada cual por sus propios motivos, tenían prisa por llegar abajo.


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Lidia, la señora que limpiaba la casa, no entendía por qué al viejo le gustaba tener ese ventanuco siempre abierto, pero fue lo que el viejo le contestó cuando le preguntó por qué no quería cerrarlo. “Porque me gusta así”, le dijo, con esa cara de niño chiquito, decía Lidia, que hacía que se le perdonara todo. Cuando llovía por la noche, Lidia se encontraba un charco en el rellano a la mañana siguiente, y si seguía lloviendo, era desesperante porque el agua volvía a entrar cuando acababa de secar el suelo. “Déjelo, Lidia, el viento lo secará”, le dijo el viejo cuando se le quejó. Y ella lo dejó así para fastidiarle. Pero el viejo nunca se fastidiaba. En ese pueblo había mucha gente rara, pensaba Lidia, pero el viejo era el perro más verde de todos los perros verdes del pueblo. Un día no pudo más y se lo dijo. No que fuera un perro verde, a eso no se atrevía. Le dijo que era rarísimo. El viejo se la quedó mirando como si hubiera descubierto algo y se quedó pensando. Lidia siguió haciendo lo que estaba haciendo, nerviosa por si le había ofendido. Pero no se ofendió. “Eso dicen”, dijo el viejo. “Será verdad”. Y le sonrió con esa sonrisa que tenía de buena gente. Que era raro, no se podía negar, pero que era buena gente, tampoco. A partir del día del primer charco, Tomás recordaba la extrañeza de Lidia y su expresión cada vez que pasaba por el ventanuco abierto y llovía. La pobre no se resignaba a ver algo tan imposible de explicar. “¿Por qué no lo cierras?”, se dijo al darse cuenta de que el asunto alteraba a la mujer. “Porque sería cerrarse una ventana al mundo”, se contestó. La respuesta


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le sonó tan grandilocuente y mentirosa que le hizo sonreír. ¿Por qué mentirosa? Era una de sus ventanas, no la única, pero una de ellas, sí. Tomás bajó el último escalón y, como siempre, Agapito se lanzó hacia el portón de la entrada, frenó milímetros antes de estrellarse, levantó las patas delanteras y se puso a rascar la madera del portón exigiéndole a Tomás que acelerara el paso por el vestíbulo y le abriera de una puñetera vez.

Las puertas arañadas descompensaban a Lidia más que el

ventanuco. Puertas de madera de verdad, tenían que ser carísimas, y el perro las echaba todas a perder. “Agapito necesita arañarlas para comunicar que quiere entrar o salir”, le explicó el viejo. “A mí no me sirven para nada”, le dijo. Como después de tantas otras frases misteriosas del viejo, Lidia se quedó sin saber qué decir. A Tomasito también le entraba la prisa, pero en sentido contrario. Arrancaba a correr por el pasillo que seguía detrás de la escalera hasta la puerta de la cocina, y empezaba a maullar, un maullido que ya no cesaría hasta que le dieran el desayuno. Como siempre, Tomás ignoró el hambre del gato y caminó hacia el portón. A veces tenía la deferencia de decirle a Tomasito que esperara un momento, que lo primero era lo primero y que después de lo primero siempre volvía para darle los hígados de pollo con los que acostumbraba desayunar. Pero sabía que era inútil. Pidiéndole al gato que se callara y tratando de explicarle que su ansia de comer se vería satisfecha al cabo de apenas un minuto, lo único que conseguía era que el gato aumentara


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el volumen de sus maullidos hasta hacerse insoportable. Pero lo primero era lo primero, se decía un día tras otro para no ceder. Tomás abrió el portón con dificultad. Cada vez con más dificultad, se dijo, no porque el portón se hiciera más pesado. Era él que cada día se hacía más viejo. Mal pensamiento ese que últimamente le despertaba la melancolía; algo triste que, si fuera un líquido en la boca, tendría gusto amargo. La luz pálida del sol, la verde del césped, la oscura de los árboles le saludaron otra mañana. Para Tomás, el día no empezaba hasta que abría el portón y sus ojos se dirigían a una gran roca clavada en el centro de una glorieta, en medio del jardín. La roca, rodeada por un parterre de pensamientos, le quitaba la amargura. Le gustaban las flores y saber que ellos estaban allí, aunque sabía que en realidad no estaban. “Bon dia, padrina, papa”, decía Tomás en voz alta mirando la roca desde la entrada, sin salir de la casa. Eso era lo primero, un rito diario para empezar el día en paz; con la paz de saber que ese día sería como todos los demás. Cumplido el rito, volvía a entrar, a ocuparse del hambre de Tomasito y a volver a subir para ducharse y vestirse, y a volver a la cocina para desayunar con Agapito, y después al despacho, a lo mismo de cada día. ─Bon dia, padrina, papa ─dijo. Pero en vez de entrar otra vez en la casa, empezó a bajar los escalones hacia el jardín.


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Agapito, que ya había corrido montaña arriba, de algún modo se dio cuenta de que Tomás estaba en el jardín y volvió a bajar a trote lanzándosele encima. Una de las grandes alegrías del perro era ver a Tomás dispuesto a dar una vuelta por el jardín, lo que ocurría primavera, verano y otoño. Agapito saludó a su segunda primavera con una alegría desbocada. ─Un día me vas a matar ─le dijo al perro quitándose sus patas del pecho. Y como cada vez que se lo decía, se recordó que lo más prudente era comprarse un bastón para no perder el equilibrio con las frecuentes embestidas del perro, pero luego lo olvidaba. Tomasito también percibió, desde la puerta de la cocina, que algo pasaba y salió a ver qué estaba retrasando su desayuno. Agapito empezó a jugar con él retándole con las patas y empujándole con el hocico. El gato le bufó, pero siguió maullando. Tomás cruzó el camino y fue hacia la roca. Salvó con precaución el murillo de piedra que rodeaba la glorieta y fue poniendo las zapatillas en el césped con cuidado de no pisar las flores. Dio la vuelta para ver la roca por la cara que recibía a las visitas. Allí, una placa convertía a la roca en un monumento. Tomás empezó a leer la placa como si no la hubiera leído nunca. Tomás Mariot i Montfort. 1914-1964. Pilar Montfort i Puig. 18741965. Más abajo, ya no quedaba lugar para otro nombre. Tendría que cambiarla por otra más grande y hacer poner el suyo. Tomás Mariot i Handal. 1946-, leyó como si ya estuviera grabado.


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─Tomás Mariot i Handal 1946 guion ─volvió a leer en voz alta. La otra fecha seguía siendo una incógnita, aunque no por mucho tiempo. Pronto sus cenizas también estarían alimentando a los pensamientos del parterre. Pero, ¿por qué pronto? Aún podían quedarle diez años, y hasta veinte teniendo en cuenta la longevidad de la abuela. De pronto reparó en dónde estaba y por qué había salido de la casa contra su costumbre y por qué estaba allí recordando finales y previendo el suyo. Era su cumpleaños. A su conciencia se le había pasado, pero, por lo visto, a su inconsciente, no. ─Qué cosas ─dijo en voz alta. Setenta tacos. Però si tú als nouranta dos, padrina, pot ser jo... ─De todos modos, diez o veinte años pasan sin que uno se dé ni cuenta ─se dijo─. Setenta, como si fueran diez, pero no son diez, son setenta, y uno se acerca al final de algo y al principio de otra cosa, tal vez. ¿Y si no? Qué más da. Uno no se va a enterar, decía María. Un escalofrío le estremeció todo el cuerpo. La mente se le quedó en blanco, últimamente se le quedaba en blanco cuando le surgía la idea del apagón final, eso que la gente llamaba muerte como si la muerte fuera algo. “La muerte no existe, no existe”, se repitió para convencerse de que pensar en la muerte en ese momento le podía resultar fatal. ─Bon día, padrina, papa ─repitió mirando a la piedra, y allí estuvo un rato, con la mente en blanco, en negro.


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Tomasito se subió al parterre maullando. Tomás le miró sin verle. Los ojos se le fueron al cielo. ─Va hacer buen día ─dijo. Cielo azul pálido, empezando a encenderse. Algunas nubes perfectamente blancas con ribetes de luz. ─De primavera, claro. Ayer parecía de invierno. Hasta hace un poco de calor. Volvió los ojos a la roca. Los ojos miraban, pero no veían. ─Vosotros aquí porque yo quise ─le dijo a las cenizas de los que estaban allí. ─Y yo aquí, con vosotros. Las cejas se le levantaron, la boca se le entreabrió. “¿Y si no me pone aquí? ¿Y si vende la casa?”. Ese pensamiento, otra vez. Aparecía con miedo, y la sensación era tan desagradable que la mente se le iba a otra cosa, como si huyera. ─Els pensaments necesiten terra, padrina ─ dijo en voz alta─. Tengo que decírselo a Emi. Tierra o lo que sea. El jardinero del ayuntamiento les echa algo a las flores por estas fechas. No el coneixes. És un alemany. Està mig boig. ¿Y quí no? Algo le rozó el tobillo. Bajó los ojos. Tomasito se estaba quedando ronco de maullar. Agapito había desaparecido. “Ya está bien por hoy”, pensó. “Qué paliza”.


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─Vamos, hijo ─le dijo al gato─. No te desesperes. Hoy es un día raro, un día especial. El gato subió el volumen de sus maullidos, como si hubiera recobrado la esperanza casi perdida. Tomás le sonrió con esa tristeza amarga que era como un líquido que le llenaba el cuerpo. “¿Tristeza?”, se preguntó. “¿O es otra cosa?” Otra vez pasó el murito con precaución. Le pareció que estaba más alto; que tenía que levantar más la pierna para pasarlo; que el pie caía del otro lado con más peso. De hoy no pasaba que se comprara un bastón. ─Setanta, padrina ─dijo en voz alta arrastrando los pies hacia la casa─. Sembla mentida. ¿Por qué tenía que parecerle mentira?, se preguntó. Porque no se daba cuenta de que se había hecho viejo si no se miraba al espejo, cosa que solo ocurría cuando se afeitaba los pocos pelos que le quedaban en la cara. Se miraba, pero casi nunca se veía. Y cuando se veía, un viejo con cara de niño perplejo le sorprendía como si esa cara no fuera la suya. También le había sorprendido muchas veces, en su madurez, haberse hecho adulto. Eso sí que parecía mentira. ─Ya voy, ya voy ─le dijo al gato─. El día que yo me vaya no sé quién va a cargar contigo. “I si no em posa amb tu, padrina?” volvió a pensar. ─Joder ─se dijo en voz alta─. Déjame en paz.


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El gato entró en la casa y se perdió vestíbulo adentro, maullando. Tomás le siguió, arrastrando los pies.


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II Una mañana rara

A las diez y unos minutos, Lidia abrió la puerta de la cocina. Iba a entrar a dejar sus cosas cuando una escena insólita la hizo frenar. El viejo estaba allí, sentado a la mesa y en bata. A la mujer le pareció raro, tan raro que se quedó en la puerta sin atreverse a entrar. Siempre le había parecido rara la cocina, con esa chimenea enorme que no se encendía nunca, con esa cantidad de trastos colgados de la pared que se llenaban de polvo, con esa mesa en el medio que debía ser para que comiera un batallón, con esas baldosas rojas en el suelo que chupaban tanta agua para limpiarse que parecía que tuvieran sed. Y tan oscura, con las paredes de piedra y esas lámparas del techo que había que subirse a una escalera y estirar los brazos a todo lo que daban para limpiarlas. Era como del pasado, y por eso se sentían cosas cuando uno estaba allí, como si alguien del pasado se fuera a presentar. Le daban como escalofríos de repente. Gracias a Dios, el viejo comía poquito. Se le hacía la comida en un santiamén, y había que servírsela en el comedor, y él mismo se lavaba el plato y los cubiertos de la cena. El viejo tenía un codo en la mesa y la cara apoyada en una mano. Parecía dormido.

¿Dormido? No roncaba. ¿Respiraba? Parecía que no. Estaba


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quieto, todo quieto, hasta la bata. “¿Estará...?”, pensó, pero sin atreverse a terminar el pensamiento. Mira que si le pasaba como a Daniela la semana pasada. A la pobre mujer no se le quitaba el ataque de nervios. “¿Qué hago?”, se preguntó. “Buscar el móvil en el bolso y llamar a alguien”, se contestó en el acto.

“Pero, ¿y si el viejo no está muerto y

monto un follón para nada? Qué vergüenza”. El gato estaba en su silla durmiendo a pata suelta y decían que los gatos olían la muerte y se ponían encima de los que estaban para morirse. Aunque ese gato no era como los otros. Sólo se movía para comer. Había una taza en la mesa. El viejo se había hecho un café, pero nada más. No había desayunado. El suelo estaba limpio. El viejo siempre desayunaba con Agapito y le echaba las galletas con paté al suelo. Agapito no estaba, no había ido a recibirla como todos los días. Pero los perros aullaban cuando había un muerto en la casa. En su pueblo aullaban, pero en ese pueblo tan raro, vete a saber. Pobre viejo, solo, sin nadie. ¿Y a quién iba a llamar? A la prima esa interesada, ni loca. No le iba a dar el gusto. ¿A Max? Ni hablar. Ya tenía bastante el pobre. ¿A Rafael? No iba a poder dejar la tienda. A la doctora, al menos sabría qué hacer. ¿Y qué le decía? Que el viejo estaba en bata donde no tenía que estar a esa hora y que no se movía. Igualito que en el sueño, recordó con un correntazo en la espalda. Su abuelo no se había levantado a la hora de siempre y fue y le preguntó qué le pasaba y el abuelo le contestó, es que estoy muerto. Y se despertó del susto, bañada en sudor. ¿Y si aquel sueño era un aviso? Ay, virgen, se dijo, sintiendo que se le doblaban las piernas. Ay, Señor. ¿Y ahora qué hago? ¿Y si


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llamaba a Daniela? Tampoco. A esa le daba un patatús y la tendrían que internar. Tenía que llamar a la doctora, no había otra. Se descolgó el bolso del brazo, sacó el móvil sin dejar de mirar a Tomás. ¿Pero cómo iba a llamar a la doctora? No sabía el teléfono del CAP de memoria ni lo tenía apuntado. ¿Cómo era el de emergencias? El codo de Tomás empezó a deslizarse por la mesa. Lidia se olvidó del móvil, de sus piernas. El brazo del viejo se había movido, seguro. Ladeó la cabeza para verle mejor. Se había movido el brazo; la cara, no, pero el brazo, sí. Si la cabeza se le caía con el brazo, estaba, si no, no. Y de repente se le humedecieron los ojos. Pobre viejo, solo. Le recordaba a su abuelo. No se le parecía en nada, pero se lo recordaba, no sabía por qué. Y de repente como un miedo. ¿Y si está? Daba como una cosa ver a un muerto. Hasta en sueños daba cosa, aunque fuera el abuelo. Sintió un impulso de echarse atrás. Y vergüenza por sentirlo. El codo de Tomás llegó al borde de la mesa y cayó. Tomás levantó la cabeza de golpe. Lidia exhaló un grito ahogado. Tomás se asustó. ─Lidia. ─Está vivo. ─ ¿Quién? ─Usted, ¿quién va a ser? ─Me ha asustado. ¿Y por qué no iba a estar vivo? ¿Y usted qué hace aquí? ¿Qué hora es?


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─Más de las diez. Usted sí que me ha pegado un susto de muerte. ─ ¿Yo? ¿Por qué? ─ ¿Cuánto hace que trabajo aquí? ─No sé. ¿Tres años? ─Cuatro. ¿Yo le encontré a usted en la cocina en bata muchas veces? ─No, nunca ─dijo mirándose la bata. ─Pues por eso mismo. Que no es normal. La mano de Tomás se le fue a la barbilla. Estaba mojada, un hilillo de saliva le bajaba por la comisura. Se vio; vio a un viejo en bata babeando. Qué vergüenza y qué pena. ─No, no es normal –dijo como aceptando una derrota mientras buscaba un pañuelo en el bolsillo de la bata. Y eso después de haber observado toda su vida la sentencia favorita de su abuelo: “Un hombre puede perderlo todo menos la dignidad”. Lidia se acercó al viejo con prevención. Decían que a veces los que se acababan de morir no sabían que estaban muertos y no se iban. Ella había visto más de uno, en sueños. Como en el sueño de anoche, a su abuelo. Y a veces también despierta, se acordó. Como aquel día por el camino de la casa, aquel hombre del pueblo que la saludó y todo y después resultó que se había muerto una hora antes. Cuando se enteró, casi se muere ella.


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Se acercó más al viejo para observarle. El viejo se estaba limpiando la boca con un pañuelo. Le dio una pena de llorar. ─ ¿Se siente bien? ─le preguntó. Tomás levantó los ojos hasta el cuello de Lidia por no atreverse a mirarla a los ojos. ─Yo sí ─contestó perplejo. ¿Se sentía bien? Lidia le vio con esa cara como de niño chiquito que no sabe lo que le pasa. Cuando el viejo ponía esa cara, ella se ponía tierna. ─Entré a darle el desayuno a Tomasito y me apeteció un café ─dijo Tomás como pidiendo perdón─. Me senté a tomármelo y parece que me quedé dormido. Lidia le miró fijamente. ─Oiga, no es por nada ─le dijo. A veces cuando alguien se olvida de lo que tiene que hacer y se queda dormido, es un aviso. ─ ¿Un aviso de qué? ─De un ataque del cerebro. ─Ya. Bueno. Cuando le pasa a un viejo. Porque eso le pasa a todo el mundo, pero solo alarma cuando le pasa a un viejo. ─Bueno, sí. Yo por no ofender, pero a una edad, eso puede ser un aviso. ¿Le duele la cabeza?


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¿Le dolía la cabeza? No. ─No. Me duele el cuello, y me van a doler las piernas cuando me levante de aquí. Pero no es ningún aviso ─sonrió con pena.

Es la edad. Hoy

cumplo 70 años. Lidia se olvidó del susto. ─Es verdad que usted cumple el mismo día que mi abuelo. No me acordaba. Será por eso que me lo recuerda. Le hubiera dado un beso, pero no se atrevía. ─Pues muchas felicidades. Y entonces volvió a recordar el sueño. ─Pero, oiga, de verdad, cuídese. A veces pasan cosas para avisar. ─Muchas gracias. Ya me cuido, pero el tiempo pasa. Vaya ripio, pensó Tomás. ¿Cómo no va a pasar? Ripios, lo que le faltaba. Viejo, baboso y ripioso. ─ ¿Ya fue a la doctora? Le dijeron que fuera cuando le dieron el alta. Pero hablar de médicos y enfermedades, no. Hasta ahí podía llegar y todavía no había llegado. A eso, no. ─Lidia, si quiere tómese el día libre. Puedo comer por ahí. ─ ¿Y por qué? ─Porque es mi cumpleaños.


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-¿Y lo voy a celebrar yo dejándole íngrimo y solo? Qué cosas se le ocurrían al viejo. ─Mire, usted se queda ahí quietecito y yo le hago un buen desayuno para que eche pa’ lante. Tomás se miró. ─Imposible. ─ ¿Por qué? ─Mire como estoy ─Con bata. ¿Y eso que tiene? ─Es una falta de cortesía. ─ ¿El qué? ─Desayunar así, en bata y pijama, delante de usted. Lidia soltó la risa. ─ ¿Y eso qué tiene? ¿Usted se cree que mi marido y mi hijo se visten para desayunar? Ni bata se ponen. Ya empezaba a meter la pata, se dijo Tomás. ─Bueno, falta de cortesía, no. De dignidad. “Y ahora vas y lo arreglas,” se volvió a recriminar.


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─No quiero decir que su marido y su hijo no sean dignos. Lo digo en otro sentido. Dignidad es un concepto algo complejo. Unos lo toman por una cosa, otros por otra, ¿comprende? Lidia comprendió enseguida que el viejo se iba a poner a explicarle una de esas cosas filosóficas que le tomaban horas, y fue a colgar el bolso y a ponerse el delantal. Tomás intentó levantarse, pero no pudo. Era como si el cerebro se le hubiera desconectado de las piernas. O como si la voluntad se le hubiera adueñado de todas sus facultades y hubiera decidido no moverse de allí. ¿Un aviso? Los ojos se le fueron a la espalda de Lidia, espalda floreada, más que flores, una manchas grandes rojas con bordes negros, como amapolas aplastadas.

¿Qué tiene estar en bata? Se vio en el hospital,

sentado en la cama junto a un desconocido que también estaba comiendo en la cama de al lado, también sentado como él; un viejo con una bata blanca, más bien un camisón, que se le caía por un lado enseñando un hombro huesudo, apergaminado. Tomás le miraba y se veía, mañana, tarde y noche, comiendo de cualquier manera en una bandeja de plástico. Él también era un viejo huesudo y apergaminado, y a lo mejor el otro viejo le miraba y también se veía a sí mismo.

Meterle a uno en una

habitación con otro viejo para que se viera como en un espejo era una crueldad. Tomás empezó a ver escenas del hospital, una secuencia deprimente que le venció las cejas, los labios, metiéndole en uno de esos pozos negros en


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los que le metían los malos recuerdos cuando la imaginación empezaba a proyectarle escenas desagradables y no paraba hasta que algo o alguien le devolvía al presente. Le devolvieron los maullidos de Tomasito y la voz de Lidia peleándose con él. ─ ¿Pero usted no estaba durmiendo ahí a pata suelta la juerga de anoche? ─gritó Lidia─.

A mí no me pida. Usted ya desayunó. ¿Usted le dio

desayuno a este, verdad? ─preguntó a Tomás. ─Sí, claro ─contestó─. ─Si no, no se hubiera echado a dormir. ─Pues ya ve. Este me ve moviéndome por la cocina y ve comida. Tomás sonrió mirando al gato. El gato miraba a Lidia y le hablaba. Tomasito siempre repetía lo mismo, como el cuervo de Poe. Más de una palabra y no se le entendía, pero seguro que si le grabaran el sonido, resultaría una constante repetición de la misma frase: “Hasta que no me des, no me calló”. ¿Quién le daría cuando él no estuviera? Vio a la casa vacía, el gato maullándole a las sombras, un cuervo negro riéndose de su desesperación, gritándole “Nunca más, nunca más, nunca más”. El nunca más le recorrió los nervios como una corriente eléctrica. Cállate, se gritó por dentro, cállate, mientras empezaban a salirle las lágrimas, lágrimas de dolor, de furia. Cállate de una puñetera vez, se repitió limpiándose los ojos con el pañuelo. Sólo faltaba que Lidia le viera y empezara a animar y a aconsejar. Lidia le puso delante una taza de café mirándole con la mezcla de pena y curiosidad con que se mira a un muerto, pensó Tomás.


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─Ahora se toma su cafecito tranquilo y se come lo que le ponga y después se va a cambiar con calma. Nunca más, decía el cuervo. ¿Nunca más qué? “Que te calles”. Se fijó en el maullido lastimero del gato para hacerse callar. Tomasito le dio pena. ─Dele algo, Lidia. Total. ─Total que a usted le sale este gato más caro que a la millonaria esa que le dejó la herencia al gato. Venga, pesado, que eres un pesado, un pesado y un sinvergüenza. Suerte que tienes el amo que tienes que es un ─se detuvo antes de decir pendejo─. Un buenazo. Seguro que anoche no vino a dormir. ─Sí, anoche sí. Durmió en la butaca de Agapito. Y ahora que lo dice. ¿Y Agapito? ─No lo he visto. ─No ha desayunado, pobre. Le alteré el horario. ─Tómese el café que se le va a enfriar. Yo se lo busco. No hizo falta. El perro entró en tromba antes de que Lidia llegara a la puerta de la cocina. Agapito se pasaba el día deambulando por el jardín, por la montaña. De repente, como si se acordara de que esa casa era suya y de que en la casa estaba Tomás, al que le debía, al menos, un poco de atención a cambio de la comida y los abrazos que le daba, Agapito entraba a galope casa adentro hasta llegar al despacho y se lanzaba hacia Tomás poniéndole las dos patazas en el brazo. Tomás casi


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nunca le oía llegar. Por más que eso se repitiera tres o cuatro veces al día, no había forma de evitar el sobresalto. Tomás giraba la butaca y abrazaba a Agapito y le decía alguna cosa mientras le rascaba el lomo. “Pito, Pito, un día me vas a matar de un susto”. ─Agapito, pobre, no has desayunado ─dijo Tomás abrazando al perro y mirando a Lidia a ver si se compadecía. ─Ahora le traigo su paté y sus galletas, pero se las echa en la bandeja de aluminio que le dejé. La sonrisa de Tomás fue perdiendo tristeza. Sus días comenzaban con los maullidos de Tomasito y las patas de Agapito sobre sus hombros pidiendo caricias. Los días en que no regresaban por la mañana tras pasarse la noche buscando hembras, a Tomás la mañana se le unía a la noche de malos recuerdos y no amanecía. ¿Y si se habían perdido? ¿Y si los había matado algún bicho o algún animal con cara de persona? ¿Y si no volvían? Pero hoy estaban allí los dos. ¿Para qué dar más vueltas? Que algo saliera bien era un regalo que se debía disfrutar y agradecer sin más. “Feliz cumpleaños, amigo”, se dijo. Pero que se fuera la tristeza no significaba que viniese la alegría. La alegría era incompatible con el dolor. Volvió a abrazarse al cuello de Agapito. Si la alegría no era posible, si no podía ser posible nunca más, al menos un alivio. Lidia trajo las cosas del desayuno de cada día.


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─Échele las galletas aquí, ¿vale? ─dijo acercándole el paté, las galletas, un cuchillo

y una bandeja de aluminio─. Le compré esta bandeja en los

chinos para no encontrarme el suelo lleno de paté. ─Y de agua ─le contestó. ─ ¿Cómo? ─Nada. Que tiene usted la paciencia de Job. ─ ¿Qué yo tengo paciencia? ─Eso. -No se crea. Pregúntele a mi marido y a mi hijo. Lo que pasa es que usted es como es y yo le entiendo. Pero me le pone las galletas en la bandeja. ─ ¿Qué bandeja? ─Esta de aluminio que le compré en los chinos. Se la puse aquí, en el suelo, al ladito de la silla. ─Perdone, Lidia. Hoy estoy despistado. Tengo la cabeza en otra parte. ─Cuando no es Pascua en diciembre ─dijo la mujer sabiendo que al día siguiente, el viejo no se iba a volver a acordar de la bandeja. apostaría un dedo.

Se


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III Con los muebles en su sitio

Se miró en el espejo del baño. Un viejo con las cejas y los labios tristes. Aunque, más que de tristeza, su expresión parecía de perplejidad. Cuando no es Pascua en diciembre, decía Lidia y tenía razón. No se enteraba de nada. No se había enterado nunca de nada. Las cosas sucedían a su alrededor, en los mundos de los libros, de la radio, de la televisión que ponía en el ordenador para ir mirando otras cosas mientras oía algún programa, porque sentarse en la sala sin hacer nada más que mirar imágenes, le aburría; tanto que se ponía a pensar en cualquier cosa y no se enteraba de lo que estaba mirando. De todos modos eran otros mundos con otros que no eran él que vivían vidas que no eran la suya. A esa gente le pasaban cosas. A él, solo le pasaban las cosas que contaba esa gente. Conocía mejor los problemas y las luchas de los georgianos que los de sus vecinos. Había caminado más las calles de Tiflis que las de su propio pueblo. Había caminado infinitamente más su imaginación que sus propias piernas. Empezó a desnudarse. ¿Por qué Tiflis? En su memoria sonaron los primeros acordes de su concierto. Y al piano, ella, una mujer que no había conocido ni conocería nunca personalmente, de la que nunca había podido esperar que fuera como él se imaginaba que debería ser. Por eso no había


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habido otra durante tantos años. Pero ya no podía presumir de fidelidad. Había pensado en Tiflis, no en Buenos Aires. Algo había cambiado desde que en su diabólico ordenador aparecieron otros dedos que corrían por el piano como los de ella, y unas cejas y unos ojos que delataban la misma pasión, pero con la cara de otra mujer, joven, hermosa. Marta, eternamente joven en las carátulas de sus discos, había envejecido con él y la pasión que sentía en su juventud al imaginarla se había vuelto la ternura del amor perdurable cuando el ordenador se la devolvía anciana, pero dotada del mismo talento, probablemente eterno. La pasión ahora se la despertaba un talento como el suyo, pero con otra cara. Y sin embargo hoy, después de mucho tiempo sintiendo una cierta vergüenza por su infidelidad cada vez que un piano empezaba a sonar en su memoria y en ese piano veía a la otra, era a Marta otra vez a la que ahora veía tocando el moderato del concierto milagroso. ¿Otra señal de la edad? Hoy podría conocer a Marta en algún recital y declararle su amor eterno sin vergüenza. A la joven, le daba vergüenza hasta nombrarla. ¿Qué le diría si la tuviera delante en el vestíbulo de un teatro, tras una de esas mesas en las que se ponía a firmar autógrafos después de los conciertos? Se vio ante la mesa, extendiéndole su cuaderno de notas con la mano huesuda, temblorosa; estirando las rayas pálidas en las que se habían convertido sus labios para conseguir un remedo de sonrisa seductora. “Me enamoré perdidamente de usted la primera vez que la vi tocar en un vídeo”, le diría. Y ella, con esos ojos pletóricos de humanidad y esos labios carnosos

y

rojísimos,

le

dedicaría

una

sonrisa

tierna,

con

la


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condescendencia con que se sonríe a un abuelo. Patético; el patetismo de esos primeros acordes resonando en un pozo negro. El pozo del que había conseguido salir Rachmaninoff; el pozo en el que él había ido

cayendo

durante años, lentamente, como en una pesadilla, esperando el fondo inevitable hasta que una melodía, como una cuerda milagrosa, había empezado a izarle hacia la luz. ¿Que Rachmaninoff era romanticón y melifluo? ¿Que su segundo concierto no podía compararse con la sexta de Beethoven? ¿Que por eso había conseguido la popularidad de un tango, orgullo

de

criadas

y

porteras?

Aquel

amigo

endiosado

por

sus

conocimientos, que le daba la lata defendiendo a Beethoven y a Nietzsche cada vez que encontraba un resquicio por donde hacerlos venir a cuento, tenía que paliar su amargura con ginebra y prostitutas; ruina para el cuerpo, el bolsillo y el alma. A él le bastaba el segundo de Rachmaninoff. Volvió a mirarse en el espejo. El cuerpo le fallaba, pero la mente, no. En los peores momentos, Rachmaninoff le lanzaba esa cuerda, una y otra vez, señal de alerta, promesa de salvación. Se metió en la bañera mientras en la memoria la orquesta se lanzaba al primer tema y los dedos de Marta jugaban con los arpegios. Se metió apoyándose en la pared con una mano, sin agarrarse a las barandas que había hecho poner al día siguiente de salir del hospital. Abrió el agua y empezó a ducharse de pie ignorando la silla que le daba seguridad, viendo a Marta con su melena gris, descuidada, pero en aquella plaza de Tiflis donde había visto a la otra una noche mientras cenaba en su escritorio.


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Nunca dejaría de sorprenderle la capacidad de la imaginación. ¿Cómo se llamaba aquella plaza? A ese otro yo de adentro no le habría parecido el nombre tan importante como para guardarlo o tal vez sí lo había guardado, pero tardaba en recuperar la información y de repente la hacía aparecer cuando él ya había olvidado cuándo y por qué la necesitaba. Como un ordenador lento, viejo. Viejo y chiflado. ¿Dónde había visto a Marta tocar el 2 de Rachmaninoff? En ninguna parte. No había encontrado ningún vídeo de ese concierto con ella al piano por más que lo había buscado. ¿Por qué la veía ahora tocando con esa concentración que le desesperaba porque sabía que nunca podría penetrar entre sus cejas para llegar a las profundidades de su alma, que nadie podía penetrar en la piel de otro? Porque se había hecho viejo y la memoria se entretenía fabulando el pasado. ¿Aviso de demencia senil? O de ataque del cerebro, como había dicho Lidia. Aunque seguía teniendo la memoria inmediata en perfecto funcionamiento. Casi nunca dudaba al querer recordar lo que había desayunado, comido o cenado el día anterior. Café con leche esa mañana, pero antes de subir a arreglarse. Después Lidia. Está vivo, sonó el grito ahogado en su memoria. La pobre mujer se había pensado que estaba muerto. ¿Y si estuviera muerto? Sonrió, pero la sonrisa se le fue apagando. ¿Y si estuviera muerto? ¿Y si Lidia había visto un fantasma? ¿Y si fuera un fantasma, uno de esos muertos que no saben que se han muerto y siguen vagando por lo que era


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su mundo, desorientados? A lo mejor Lidia le veía porque de verdad era vidente, como un día le dijo que le había dicho una mujer de su pueblo. O a lo mejor Lidia también estaba muerta. A lo mejor se había muerto esa mañana de cualquier cosa y había venido a su trabajo como cada día porque no se daba cuenta de que estaba muerta, y resultaba que estaban muertos los dos porque él la veía, y de vidente no tenía nada. Como en aquella película. Los sirvientes, muertos, habían vuelto a trabajar a la casa donde habían servido toda su vida para seguir sirviendo a una señora con dos hijos, muertos todos también. Pero si Lidia estuviera muerta no iría a ver a un viejo excéntrico, iría a su país a ver a su familia. Aunque algunos preferían amigos a los que habían podido escoger, antes que a la familia que les había tocado en suerte. ¿A quién prefería él? Sólo le quedaba Agapito. Y Tomasito, hasta cierto punto. Difícil establecer un vínculo afectivo con alguien que no le mira a uno cuando le habla. Si fuera un fantasma, tampoco Agapito le miraría porque no podría verle y sí, le había mirado mientras le daba sus galletas. ¿Y ella, dónde estaría? ─Bendito

sea

Dios

─exclamó

en

voz

alta

para

ahuyentar

malos

pensamientos─. Bendito sea Dios. Bendito sea Dios. Salió de la ducha sin agarrarse de las barandas, cogió la toalla y empezó a secarse con toda la fuerza de que era capaz mirando la alfombra del suelo, tratando de llenar su mente con el recuerdo de la película. Aquella señora tan desorientada y esa ama de llaves tan humana. La señora, deshecha, tratando de asimilar que estaba muerta, y el ama de llaves,


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que llevaba muchos años muerta, tranquilizándola con su experiencia y ofreciéndole una taza de té. Y entonces aparecieron los niños saltando de alegría, cantando, riéndose al saber que estaban muertos, disfrutando de la libertad que les daba la muerte y que ellos comprendían como nadie. La libertad de una nueva vida en otro universo, en otra dimensión. ¿La libertad del universo cuántico? Aunque ni el universo cuántico se libraba de los condicionantes del orden universal. ¿El orden universal? Se miró en el espejo. Lo de las partículas elementales le asustaba, seguramente porque no lo entendía. ¿Cómo podía alguien vivir sin saber si estaba aquí o allá; si ese que veía era él o su fantasma? ¿Cómo vivir con el horror de saberse viviendo en un caos ininteligible, inorganizable? Las matemáticas conseguían ordenar ese caos aparente. Lo ordenaban todo, pero a lo mejor también ese orden era producto de una realidad falsa, un orden imaginario creado por la necesidad perentoria de la mente de crear un orden necesario para seguir viviendo. El desorden podía matarle en vida. Todo en su mente estaba tan lógicamente ordenado gracias al esfuerzo de su voluntad, que huía de cualquier concepto que sugiriera caos, como de un peligro de pánico. El viaje al otro mundo también lo había conseguido calzar dentro de un orden. Por respeto a Dios y por amor a sí mismo, había logrado renunciar a la ideas de un paraíso, de un purgatorio, de un infierno, pero seguía imaginando la vida eterna como él la quería. Del modo que fuera, la otra vida tenía que ser seguir viviendo como vivía aquí


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y ahora, seguir repitiendo la misma rutina toda la eternidad, seguir siendo toda la eternidad el mismo que era en el momento de la desconexión del cuerpo. Y porque quería creérselo, se lo creía, y porque se lo creía no le daba ningún miedo ni pena irse al otro mundo. Lo único que le producía angustia y un cierto miedo era pensar que algo pudiera alterar su rutina, su concepto del orden; que algo alterara su rutina, su orden, siempre.

Aunque

ese

convencimiento

porque

revelaba

para una

superficialidad humillante. La vida de las almas tenía que ser distinta a la existencia en el espacio y el tiempo de este mundo, por supuesto. Si es que existía el alma y un universo fuera de este espacio marcado por el tiempo y la certeza de su final. Pero esa condición era algo que no estaba dispuesto a considerar porque le obligaría a vivir con miedo. Ella lo sabía. ¿Dónde. ¿Cómo? ─ Alabado sea Dios. Se retiró del espejo y buscó la bata para cortar el hilo de su lógica negra. Pero en cuanto empezaba la parte maligna de su alma a desenrollar la madeja, parecía que no hubiese forma de pararla. ¿Y si existía el alma? Y si la eternidad era como él quería que fuera, ¿tan satisfecho estaba consigo mismo que podría vivir toda la eternidad a gusto consigo mismo? Lo estaría si no fuera por ese agujero negro de su mente cargado de energía que empleaba en resucitar el pasado y en sumirle en cavilaciones angustiosas sobre el futuro. Si resultaba cierto que uno se iba de este mundo tal como estaba en el momento de la desconexión del cuerpo, le


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esperaba toda una eternidad de recuerdos dolorosos y presagios funestos. ¡Qué horror! ¿Y a ella? ─ Joder ─gritó. Se puso la bata y abrió la puerta del baño. Allí estaba Agapito, esperándole tras la puerta. Una de las rarezas del perro era no entrar al baño bajo ningún concepto por más que Tomás le llamara y la puerta estuviera abierta. ¿Tendrían los perros valores como el respeto y el pudor? No se podía negar del todo considerando que algunos tenían el valor de la fidelidad. ¿Tendría valores Tomasito? Lo que no podía negar era que el gato le ayudaba indirectamente casi tanto como el perro. Cuando sus cavilaciones y especulaciones se le hacían insoportables, imaginaba a Tomasito desenrollando a patadas un ovillo de lana y se le pasaba el mal humor. Tú siempre me cortas el hilo, le decía. ─Y tú también, hombre ─le dijo a Agapito, recordando que el perro sufría de celos patológicos, volviendo a atribuirle una facultad telepática que seguramente no tenía. ¿Se estaría volviendo loco? Agapito le miró con esa expresión que ponía cada vez que Tomás le hablaba, y que Tomás no lograba descifrar. Podía ser de “Te entiendo” o de “No te entiendo, pero te escucho que ya es mucho”. Por lo menos el perro nunca le dejaba con la palabra en la boca. Lidia, sí. Empezó a vestirse de espaldas al espejo del armario mientras Agapito le miraba echado en su butaca. Esos calzoncillos modernos parecían no sé qué, pero al menos no eran tan ridículos como los antiguos. Aunque una


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vez se miró y se vio más ridículo con esa especie de bragas negras que con los calzones blancos que llegaban por las rodillas. Se fue a la cama con los calcetines. Las piernas se le habían vuelto tan gandulas que tenía que sentarse para hacer cualquier cosa. Claro que si uno se ponía los calcetines de pie, lo más seguro era que acabase de culo en el suelo. “Deja de flagelarte”, volvió a repetirle en la memoria el padre Faustino. “Lo que no te deja avanzar hacia la perfección es la poca paciencia que tienes contigo mismo”. Si le hubiera entendido entonces, tal vez habría luchado por corregirse. Pero solo tenía trece años y quería ser santo, y a santo solo se llegaba ignorándose a sí mismo, decían. Volvió al armario. Sacó la ropa que necesitaba y se puso delante del espejo para demostrarse a sí mismo que aún le quedaba el valor de mirarse. Patas flacas, como de un pájaro raro, lampiñas, lampiño todo, blanco, con pinceladas amarillentas, azules. Las enfermeras le elogiaban las venas, tan fáciles de coger. Empezó a vestirse. El pantalón le cubrió las piernas de pena. Empezaba a parecer un hombre. Se puso la camiseta. Pronto podría prescindir de llevarla. Con sólo la camisa

se le marcaban los huesos, pero para eso

estaba la chaqueta. Se puso una camisa. Se puso el cinturón. Al menos podía alegrarse de no tener una de esas barrigas que llamaban cerveceras. Se puso una corbata. ¿Chaleco? Mejor que sí. Todavía no estaba el tiempo para quitarse el chaleco. Se miró en el espejo.


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Anticuado, seguro, viendo lo que se veía por ahí. Pero así había asistido a la facultad y así había vestido en clase durante toda su vida laboral. Cuando empezó a confundirse el progreso con el abandono de la dignidad y de la buena educación, él se negó a transmitir a sus alumnos el desprecio a todo lo divino y lo humano por no contribuir a la descomposición de la especie. “Vamos a seguir llamándonos de usted”, le había dicho al primer alumno que se atrevió a tutearle. “¿Por qué?”, le había preguntado el mocoso. Le respondió con otra pregunta. “¿Usted tiene tantos conocimientos como yo?” Y el mocoso: “No lo sé”. Y él: “Pues por eso, porque sé más que usted por el momento”. A alguien que decía no saber si sabía tanto como el maestro no valía la pena explicarle su teoría de la educación. Algunas veces la había compartido con sus colegas, pero si alguno llegó a dudar de que el dinosaurio tuviera razón, ninguno se atrevió a contradecir a los sabios descubridores de la educación moderna que aparecían con nombre y apellido en los temarios de sus oposiciones. Los pobres tenían pánico de perder su estabilidad, y hasta la idea de pensar por sí mismos, arriesgándose a perder la aprobación general, les hacía perder el equilibrio. Como a un viejo bajando escaleras sin barandas. Salió de la habitación después de coger las llaves y la cartera de la mesilla. Se enfrentó a la escalera con más seguridad como le ocurría siempre después de la ducha. Su estabilidad dependía de cosas sencillas: despejarse las telarañas de la mente con una ducha; salir de la habitación completa y correctamente vestido, las barandas de la escalera, caminar


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por los pasillos cerca de una pared en la que apoyarse en caso de que le fallaran las piernas, recordar unos versos. Los muebles en su sitio, en una sala silenciosa y amplia donde los altos ventanales dejan colar la claridad dorada. El poema no empezaba así, pero no pudo recordar cómo empezaba. La memoria le devolvió la portada del libro donde lo había leído y hasta el momento preciso en que lo había descubierto aquella tarde de otoño en que decidió llevárselo de la biblioteca del abuelo al cenador buscando leer algo distinto que le matara el aburrimiento. ¿Pero qué falta le hacía recordar la portada si no veía el título ni el nombre del autor, y recordar el momento si no le devolvía lo importante? El poema le había gustado tanto que se lo había aprendido de memoria. Ahora sólo recordaba esos versos. La memoria se le estaba desordenando. A lo mejor le esperaba el desorden, el caos. Llegó al final de la escalera y le acarició la cabeza a Agapito para agradecerle que le esperara. ─Qué desorden, amigo. Tú esperándome aquí cuando a esta hora tendrías que estar corriendo por la montaña. Pero uno no cumple setenta años todos los días. Al final, la voluntad cedía, se arrugaba como la piel y uno acababa repitiendo evidencias como un tonto. Los pies le llevaron al despacho.


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“Ga, ga, ga, ga, g”, se dijo burlándose de sí mismo, pero “maldita la gracia”. Pocos días atrás se había enterado de que una profesora de piano jubilada a la que había escuchado tocar varias veces, con emoción, aporreaba ahora el piano de la residencia de ancianos como una principiante. Aquello le había dolido como una injusticia. Como le había dolido enterarse de que aquel hombre de mente privilegiada

ya no

recordaba ni quien era. O sí. ¿No era posible que la mente desconectara del cuerpo antes de que el cuerpo desconectara el cerebro? ¿No era posible que aquellas mentes desconectadas, en apariencia, de la realidad, se hubieran ido a vivir antes de tiempo a la realidad paralela, la realidad de las almas sin ataduras, con la libertad de esos niños de la película? ─ ¿Y ahora adónde va? La voz de Lidia le hizo aterrizar, pero con cierto retraso. ¿Cómo que adónde iba? Estaba en la puerta del despacho, Lidia saliendo y él a punto de entrar. ¿Adónde iba a ir? ─Al despacho, como siempre. ─Lo acabo de fregar. ─Pero usted siempre lo friega cuando estoy comiendo. ─Porque usted siempre está adentro cuando llego. ─Es cierto. Pero, ¿adónde podía ir si no iba al despacho, como todos los días? ─ ¿Por qué no aprovecha el sol que hace y se da un paseo por el jardín?


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A veces Lidia le leía el pensamiento. En su pueblo tenía fama de vidente y bruja. Miró hacia el portón, abierto de par en par. La luz entraba y se desparramaba por el vestíbulo pintando en el suelo una mancha dorada. ─Pues ahora que lo dice, buena idea ─dijo sin convicción, mirando su despacho con nostalgia─. Pero, si no le importa, ¿podría entrar usted y me enciende la lámpara de la lectura? Lidia le miró estirando los labios y enseñando los dientes, diciéndole con los ojos que sus rarezas la tenían hasta la coronilla. Tomás la miró con cara de perrillo que acaba de hacer una trastada y ruega perdón. Lidia apoyó el mocho contra la puerta exagerando el ademán para que se notara su disgusto, entró en el despacho de puntillas y encendió la lámpara que iluminaba la butaca

donde Tomás

leía por las noches.

Tomás le pagó el favor con una sonrisa, pero Lidia no se dejó ablandar. De todas las manías del viejo, la que peor llevaba era verle gastar luz que por el día no hacía falta. “A mí sí me hace falta”, le había dicho el viejo. “Desde mi escritorio, cuando levanto la cabeza, veo la chimenea, la butaca, la lámpara, y me relaja; es un placer estético”. Y la lámpara de seis bombillas en el techo, prendida por las mañanas con lluvia o con sol. aunque el viejo tenía una lámpara en el escritorio, prendida también, toda esa luz debía ser para lo del placer ese, pero sólo servía para botar el dinero regalándoselo a los millonarios de las eléctricas. Pero ni modo, el dueño era él y podía hacer lo que le diera la gana con su dinero. Suerte


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que tenía de tenerlo que si no, ya iría como iba ella por su casa, apagando todas las luces que el marido y el hijo se dejaban prendidas como si fueran ricos. ─Pues bueno, me doy a dar una vuelta mientras se seca lo mojado. ─Me hace el favor de salir por la puerta de atrás. También fregué la entrada. Tomás salió por la puerta de atrás. Agapito, que ya no sabía por qué puerta salir, le siguió. Lidia era todo un carácter, pero no se le podía reprochar nada. A fin y al cabo, velaba por la limpieza y el orden de la casa. Los lirios del parterre que bordeaba ese pasillo del jardín aún no habían florecido, pero a punto estaban. Y las lilas que crecían por todas partes, gracias a las abejas, llenas de yemas a punto de brotar. Tomasito estaba estirado con la barriga al aire tomando el sol en las escaleras de la entrada. Agapito se le acercó a olisquearlo, pero el gato no le hizo ningún caso. La verdad, apetecía tomar el sol después de tantos días grises. Por todas partes, habían aparecido los lirios que antes sólo crecían en los pasillos, las flores amarillas de las achicorias, las flores de violeta. El jardín se había despertado de un día para otro. En los bancales de abajo, las flores blancas y rosas de ciruelos y cerezos habían brotado de golpe. Recordó aquel día de principios de otoño en que Emi le comentó que ya se había acabado la primavera y él, perplejo, miró alrededor como si nunca hubiera visto el jardín, los bancales. No se había dado cuenta de


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que la primavera había llegado y se había ido sin que él le hiciera ningún caso. Al frío del invierno se le habían unido los vientos y las lluvias de otoño sin solución de continuidad. En ese momento se percató de que estaba dejando pasar el tiempo como si no le importara llegar al final sin darse cuenta, y se sintió culpable por despreciar al mundo, a la creación, a sí mismo. Agapito enfiló montaña arriba a galope. Tomás le siguió con los ojos y miró lo árboles intentando enterarse bien de la llegada de la primavera. Todo muy bonito, sí, pero cuando uno nace con una mente que no puede callar ni un momento, la contemplación es imposible. Algunas veces se había preguntado si sería cierto que existía el silencio. La pregunta conseguía callarle unos segundos. Agapito volvió a bajar a toda carrera y Tomás predijo con certeza que iba a frenar con las patas en su pecho. Abrió las piernas para afincarlas en el césped. Se acordó del bastón. ─Ya sé lo que vamos a hacer ─le dijo al perro quitándose sus patas de encima. Vamos al pueblo a comprar un bastón. ¿Quieres venir? Tomás fue hacia la casa. ─ ¿Adónde va? ─preguntó Lidia desde una ventana del segundo piso. ─A buscar la cadena de Agapito. ─Se espera. Ya se la doy yo. Entre los dos me van a llenar el suelo de fango.


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Tomás miró al perro buscando complicidad. ─Ni se te ocurra entrar. Está de mala leche ─le dijo. Después de todo, no era un día tan raro. ¿Por qué iba a serlo? “Cállate”, le gritó su propia voz por dentro para que no siguiera adelante. Lidia salió con la cadena del perro. Agapito le saltó encima de alegría. El gato se despertó y entró en la casa como una exhalación, maullando. Lidia empujó al perro y siguió al gato empezando la sempiterna pelea con él. ─La madre que te parió, gato jodón. Tomás le puso la cadena a Agapito y la soltó para que el perro fuera a la suya sin tirarle al suelo. ─Vaja día, padrina ─le dijo a la roca─. “No es que sea malo” se dijo. “No me

puedo

quejar.

Pero

parece

que

un

espíritu

burlón

quisiera

revolucionarlo todo. Burlón, no, maligno, destrozándolo todo. Y no solo hoy”. Agapito le esperaba arañando la verja de la entrada. ─Bendito sea Dios ─murmuró.


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IV Ella

Salió de la farmacia con el bastón. La firmeza con la que agradecieron sus piernas la sensación de equilibrio le hizo lamentar no haberlo comprado antes. Quería hacerse creer que olvidaba comprarlo, y era cierto. La memoria se le había aliado a la voluntad porque no quería acordarse del adminículo. Le deprimía ver a antiguos compañeros de colegio y a aquellas chicas de su adolescencia que empezaban a lucir faldas estrechas moviendo las caderas, caminar ahora encorvados, echando el peso de sus cuerpos vencidos sobre un bastón. Él no lo necesitaba. Aún podía caminar con dignidad. Aunque cada vez le costaba más, pero no por la debilidad de sus piernas, sino por el miedo a caerse. El miedo a caerse le había obligado a caminar arrastrando los pies y con los ojos pendientes del suelo. Durante años, había seguido el consejo de su tío Pep y le había ido bien. Caminar con las manos unidas en la espalda y la cabeza erguida mantenía los hombros elevados y agilizaba las piernas. caída

absurda,

el

hospital,

el

miedo

inoculado

en

Hasta aquella sus

nervios

transformándole la vida, seguramente, para siempre. Agapito caminaba a su lado arrastrando la correa por la calle. Tomás se detuvo un instante a mirarle. Agapito le devolvió la mirada. Tomás le sonrió. Era curioso, casi increíble que desde su regreso del hospital, el


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perro caminara por el pueblo junto a él como si estuviera entrenado, sin siquiera apartarse cuando veía a otro perro. Era como si supiera que su carácter alborotado había estado a punto de costarle la vida al amo. Tomás levantó la cabeza. Al otro lado de la carretera, una perrita volvió a salir de uno de los edificios y Agapito volvió a dar un tirón brutal a la cadena y el cuerpo de Tomás volvió a estrellarse contra un coche que salía marcha atrás. Y de repente estaba en el suelo con montones de caras encima y manos que le tocaban y gritos de no le toquen. ¿Y Agapito? A él solo le importaba Agapito. ¿Dónde está mi perro? Y una voz dijo, yo lo tengo. Pero él siguió preguntando hasta que alguien se lo trajo y vio sus ojos de perplejidad, tal vez de miedo. Y entonces llegó la ambulancia y el chófer le reconoció, Mariot, tranquilo. Pero a él sólo le importaba su perro. Que alguien lleve a Agapito a mi casa, a Lidia. Una mujer se le acercó sujetando la correa del perro. Ahora mismo se lo llevo, Tomás, tranquilo. Volvió a mirar a Agapito. El perro se había sentado junto a él jadeando con la lengua afuera, mirando a todas partes menos al lugar del aciago accidente. O lo habría olvidado o no lo quería recordar, porque eso de que los animales no tenían memoria era un disparate. Lo que ciertamente no tenían era la tendencia a provocarse recuerdos desagradables, como él. Tomás echó a andar y Agapito con él. Pasó el puente procurando no mirar al río para no provocarse vértigo. De la terraza del último bar del pueblo le llegó un saludo. ─Qué, Tomas, ¿cómo va?


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─Vamos haciendo ─contestó con la respuesta rutinaria de la comarca que siempre le había molestado por connotar una cierta resignación. Desde la salida del hospital, se había resignado a acatar ciertas convenciones, nada más. Su voluntad seguía afirmándose en la negativa rotunda a permitir que los demás determinaran su vida. Pero aceptar ese vamos haciendo, ¿no era una manifestación de que en el fondo se había resignado a ir consumiendo el tiempo que le quedara sin ninguna perspectiva, sin ninguna ilusión? Se detuvo en seco. Agapito se había adelantado unos pasos. Volvió atrás cuando vio que Tomás no le seguía y se sentó a su lado a esperar. Tomás miró al camino que subía hacia la montaña a su izquierda. Un calambre le recorrió la espalda. ─ Alabado sea Dios ─murmuró. Volvió a desviar los ojos hacia la carretera. Unos cien metros arriba, el merendero. Se había propuesto pasear hasta allí. Era un buen paseo, con sitio para descansar y agua fresca y montaña para que Agapito pudiera corretear un rato. Pero no podía seguir. No podía seguir avanzando. Miró a la derecha. Al otro lado de la carretera empezaba el camino de Las Vernedas, alisedas que ofrecían verde primaveral para serenar el alma, rumor de aguas que le hacían murmurar la única oración que conservaba de sus tiempos del colegio y que repetía a diario. Por prados de fresca hierba me apacienta. Hacia las aguas de reposo me conduce y conforta mi


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alma. También allí podría bajar al río y sentarse en una roca a descansar mientras Agapito correteaba y se bañaba. Pero el cuerpo no se le quería mover. Ni el cuerpo ni la mente. De pronto se había hecho el silencio. El silencio, el vacío absoluto de sensaciones, de emociones, aquel día, al volver del hospital. La mente en blanco, en negro. Como si se hubiera desconectado del cuerpo y no hubiera vida después de la vida. Y luego, ni un lamento; un aferrarse a la supervivencia

llenando

la

mente

de

cavilaciones,

elucubraciones,

reflexiones mil veces reflexionadas; un dejar que la memoria volcara recuerdos sin ton ni son, menos

los recuerdos que no podía recordar

porque recordarlos podía matarle en vida. “Tomás”. La voz sonó tan clara en su memoria como si la hubieran escuchado sus oídos. Se apoyó con las manos en el bastón. Miró la carretera. ─Aunque camine por el valle de las sombras de la muerte, no temeré ningún mal ─murmuró. “Tomás”. La garganta se le anudó. Le ardieron los ojos. Miró al camino por el que no quería subir. “No se puede vivir muriendo. No vale la pena”, decía ella, era su lema.

Sintió, como una certeza que se siente sin pasar por la

conciencia, que no podía seguir engañándose hasta el final. “¿Quieres o no quieres seguir viviendo?”


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Respiró todo lo hondo que pudo para que el aire le deshiciera el nudo que no le dejaba respirar. El aire le oprimió el pecho. Pero los pies ya le subían solos

por el camino; el brazo firme conduciendo el bastón, la mano

aferrada al puño. Siguió avanzando por el camino de tierra y piedras. Camino de cabras, decía ella. Pasó el campo donde pacían las vacas. No había vacas. Pasó la senda que llevaba a los huertos. A la izquierda, abajo, al otro lado del río, el pueblo, el terraplén, las terrazas, cada vez más abajo mientras más iba subiendo. Agapito había vuelto a tener un brote de hiperactividad. Subía por la montaña a su diestra, bajaba por la montaña a su siniestra. Salían gatos por todas partes y huían despavoridos al verle. Agapito les perseguía hasta que, arriba o abajo, se perdían entre los matorrales. Se adelantó a galope y se metió en un campo donde había caballos y potrillos. Tomás le miró sin energía para llamarle con autoridad. ─Eps ─le dijo sin gritar. Agapito frenó y le miró. Eps ─le repitió Tomás sin dejar de caminar. Agapito salió del campo y siguió a los caballos a galope sin volver a entrar. Eps era la única palabra que parecía entender, a saber por qué. La palabra le decía que algo estaba mal sin importar el tono en el que la


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dijera. Y Agapito obedecía. Descubrir la palabreja había sido todo un hallazgo. Siguió caminando, confiando su equilibrio al bastón, evitando las piedras como un ciego. Abajo, se acababa el pueblo. A Tomás se le acababan las fuerzas. Pero no había en el camino dónde sentarse, ni tan solo una roca. Piedras, sólo piedras y hoy, polvo y un sol que empezaba a abrasar. Debió haberse puesto el sombrero de sus veranos, pero no parecía que el sol iba a brillar con esa fuerza. Ayer mismo, nublado, y antes de ayer, llovía. Las montañas que rodeaban el valle aún tenían las cimas blancas. Como si la primavera hubiera decidido pasar de largo. Pero los bordes del camino estaban llenos de achicorias y las ginestas salpicaban toda la montaña. De repente, había venido la primavera o el verano o lo que fuera, de golpe. Hasta el tiempo había sucumbido al caos. Llegó a la encrucijada donde se bifurcaba el camino. Allí sí había una roca, pero Tomás supo, sin pensarlo, que si se sentaba, no se volvería a levantar. Agapito se había lanzado por el camino que bajaba al rio. Tomás respiró buscando fuerzas y plantó el bastón unos centímetros más adelante dispuesto a subir. Agapito volvió a aparecer, subió a galope y se perdió camino arriba hacia una verja de hierro. Allí le esperó. La verja estaba cerrada. Ella nunca la cerraba. ¿Cómo la iba a abrir? Empujándola. No le habían puesto la cadena ni el candado. Ni una excusa para echarse atrás. Sus piernas siguieron avanzando, ignorando el pánico que no le dejaba pensar, pero huir, tampoco. Y apareció la casa, esa casa


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de cuento de hadas, decían. Casa de piedra con un tejado de pizarra que se extendía a los lados como una pagoda. La puerta estaba cerrada. Ella nunca la cerraba de día. Agapito saltaba como un potrillo enloquecido. Corría a la puerta, la empujaba con sus patas. Volvía a Tomás, le empujaba con las patas en su pecho, seguramente para que le abriese la puerta. Decían que los animales no tenían memoria. Agapito siempre se había comportado en esa casa como si fuera suya, como si no hubiese olvidado que había nacido allí, en aquella butaca. Volvió a verla en la puerta abierta. Volvió a oírla. “Agapito”. Era lo primero que decía porque Agapito era el primero en llegar hasta ella, moviendo la cola, saltando. Volvió a verla sentada en el banco del porche para resistir las embestidas del perro y abrazarle y besarle. Pero la puerta estaba cerrada y Agapito desconcertado, y en su campo visual, el monumento que no quería mirar. Subió los tres escalones de la entrada y se sentó en el banco, junto a la puerta. Agapito le puso la cabeza en las piernas pidiendo caricias, pero sin entusiasmo. Levantó la cabeza. Y allí, a la izquierda, apareció la gran piedra coronada por un águila, los signos del zodíaco rodeando un escudo de hierro con el nombre Mariot en el centro, el busto en bronce del tío, la placa de los alumnos, y más abajo, al final, la tierra, un parterre cubierto de ramos de flores marchitas.


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Miró alrededor. Las plantas y los árboles habían aprovechado las pocas mañanas de sol. El césped había crecido y el verde brillaba. Las lilas que ella le había dado para su casa estaban, como en su casa, preñadas de yemas a punto de brotar. Y él allí, como el ciervo de yeso sobre una roca en medio del jardín, como la rana petrificada junto a la fuente de piedra. “No se puede vivir muriendo. No vale la pena”, decía ella. Se levantó. Plantó el bastón a la izquierda

para obligarse a avanzar.

Avanzó y se detuvo frente a la piedra. Su tío, en bronce, “Al profesor Fassman. De sus alumnos”, y abajo, la placa, igual a la de la roca de su casa porque se las había vendido y las había grabado el mismo joyero del pueblo.

Sus ojos se saltaron el primer nombre.

Abajo, “María Mariot-

Monfort i Gil. 1948-2018”. Se sentó en el murillo de piedra que rodeaba el rellano donde estaba plantado el monumento. Volvió a leer. María. Una y otra vez, María, como si ese nombre fuera una equivocación y algo por dentro le estuviera obligando a convencerse. Silencio absoluto por dentro, y de repente, fuera, un grito ronco, un sollozo de las entrañas. Luego sollozos con la voz aguda de un viejo, de una mujer, de un niño. Y le salieron lágrimas, lloraba como lloraba la gente, con sollozos, con lágrimas, como siempre había creído que era incapaz de llorar. ─No me lo dijeron ─gimió varias veces ─. Me lo dijeron cuando volví. Y yo no quería creerlo. No podía ser. Empezó a balancear el torso.


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─No me lo podía creer. Y mira. Cuántas flores. Flores muertas. ¿Cuántos días ya? ─Ahora sí que estoy solo ─le dijo a la placa con una voz de niño gimoteando─. Ahora sí que estoy solo de verdad. Ahora sí que me has dejado solo. Agapito bajó del monumento donde había ido a olisquear. Fue hacia Tomás. Le metió la cabeza bajo un brazo. Tomás le abrazó el cuello, balanceándose. Quedarse allí, con el perro, balanceándose, toda la eternidad, allí, sin más sobresaltos, ¿para qué más? Los ojos se le fueron al cenador, a la mesa y sillas de hierro negro que nunca le gustaron a María. Decía que eran de revista de jardín. Y él, por aliviarla, le decía que combinaban bien con las piedras del suelo. Las ramas de los pinos habían crecido tanto con los años que parecían juntarse en lo alto haciendo un techo verde por el que apenas se colaba algún rayo de sol. Se estaba bien allí. Allí se sentaban cuando hacia buen tiempo. Sentarse allí ahora, ¿para qué? A esperar. ¿El qué? ¿Qué se acabara todo de una vez? “Tomás. Tomás” ¿Y si no se acababa? Ella tenía tanta fe en que no se acababa que a veces se sentaba allí a hablar con su padre. La primera vez que se lo dijo, le preguntó. “¿Te contesta?” “Por fuera, no, hombre”, le contestó ella. “Sólo


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me faltaba oír voces. Pero por dentro, sí. Estoy segura de que por dentro, sí”. Se apoyó en el bastón y en Agapito para levantarse. Llegó al cenador arrastrando los pies. Se dejó caer en la silla de siempre. Agapito se fue a la silla donde siempre se sentaba ella. ─No está, Pito. Ya no está ─le dijo al perro, y la voz le volvió a salir en un gemido. Se quedó mirando la silla vacía, al perro sentado esperando que ella le acariciara la cabeza. Pero ella no estaba. Y entonces la vio en su memoria sonriendo con esa ironía sin aristas con que le escuchaba cuando él decía alguna cosa que a ella le parecía un disparate, una chiquillada. Y aunque sus oídos no la oyeron, no le cupo la menor duda de que le preguntó: “¿Estás seguro de que no estoy, Tomás?”


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V Seguro ─Uno no puede estar seguro de nada ─dijo Tomás con cierta presunción. ─Pues yo estoy segura de que sin estar seguro de nada no se puede vivir ─replicó María. Estaban en el otro cenador, el cenador con ínfulas de Casa Mariot, una glorieta entre columnas de piedra con techo de pizarra. Tomás tenía diecinueve años; María se acercaba a los dieciocho. Tomás acababa de terminar el primer año de carrera; María el segundo. Los dos estaban sufriendo el impulso incontrolable de compartir con el mundo entero la nueva información que entraba en sus cerebros y agitaba sus glándulas con la emoción de saber. Era una vanidad inofensiva, como la de esos estudiantes de primero de medicina que se ponían la bata blanca para bajar a la cafetería. María y Tomás habían comprobado ya que compartir con sus compañeros de facultad resultaba pesado, inútil, y al cabo de un rato,

aburrido. Compañeros de dos universidades diferentes en dos

mundos aparentemente distintos, pero en el fondo, tan iguales. Los que se suponían comprometidos con la transformación de la sociedad, aquí y allí,

no

compartían,

pontificaban

con

una

pedantería

insoportable,

despreciando cualquier cuestionamiento que saliera de otro intelecto que no fuera el suyo, y que, por eso, tenía que ser necesariamente inferior. Si


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se quedaban sin citas citables y nombres de autoridades con que avalar sus argumentos, recurrían a una sentencia que nadie se atrevía a rebatir: lo dijo Marx en tal sitio; Engels, o sea Marx también, en tal otro. María les comparaba con aquellos jóvenes que iban por todo el campus con la Biblia bajo el brazo, jóvenes que aseguraban conocer a Jesús personalmente y haber

recibido

de

él

todas

las

verdades

absolutas

del

universo,

incontestables por proceder de la mente divina. No había argumento posible contra la palabra de Dios dictada por Dios mismo y que podía leerse en tal capítulo, versículo tal. ─Pero tú crees que la Biblia ha sido revelada por Dios, ¿no? ─le preguntó Tomás, por preguntar algo. ─Claro, pero creo que sólo puede interpretarla el Magisterio de la Iglesia. ¿Tú no? A Tomás se le ocurrió de pronto que ese convencimiento no difería del que otorgaba a Marx la autoridad suprema para interpretar y explicar todos los fenómenos del mundo, pero no lo dijo. No era el momento para debatir creencias. No era el momento para forzar a María a razonar. Tampoco era el momento para argumentar sobre sus propias creencias. ─Claro, mujer. ¿Cómo no lo voy a creer? ─dijo por zanjar el asunto. ─Pues no te puedes imaginar los líos que se montan esos cristianos ─siguió María─. El año pasado hablaba con ellos, pero este, ni hablar. Acaba uno loco preguntándose cómo pueden varias personas interpretar un mismo texto de distintas maneras.


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─Cada cual es un mundo ─dijo Tomás, y se avergonzó de haber dicho esa tontería. Estaba diciendo tonterías, pero no podía evitarlo. No estaba de humor para hablar de religión. No estaba de humor para hablar de nada. María lo intuyó. Siempre intuía los estados de animo de Tomás y si tenía o no tenía ganas de hablar. Se puso a mirar

la enredadera que estaba

secando un chopo junto a la balsa del primer bancal de la montaña y cómo seguía creciendo un pino que parecía que iba a tocar el cielo. Cuando alguno de los dos o los dos a la vez no tenía ganas de hablar, no hablaban. Solo se hacían compañía. Nunca les había incomodado el silencio. En silencio, a Tomás se le disparó la memoria. María había sido siempre su conexión con el mundo, el mundo exterior a la estrecha parcela en que a él le había tocado vivir. En ese mundo inmenso aparecía de repente una india tocada con un bombín fumándose un puro sentada en una acera de Lima; unos negros vendiendo abalorios en el aeropuerto de Port-auPrince, que era como un corral de gallinas; unas gallinas que dormían en los árboles en un pueblo de Puerto Rico; un cementerio en Santiago de Chile al que se accedía por un funicular; los cerros llenos de chabolas que rodeaban a Caracas convirtiendo la miseria en un adorno sangrante. De pequeño, Tomás escuchaba todas esas historias creyendo que esas cosas pasaban en un mundo tan lejano como otro planeta; de mayor, con la certeza de que muchas de esas cosas no podían pasar aquí. ¿Adónde irían a parar unos chicos protestantes que se metieran en una universidad de


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España a predicar la Biblia? Las anécdotas que María le contaba cuando se fueron haciendo mayores sólo podían suceder en un mundo tan libre que daba vértigo. A Tomás no le excitaba la primavera; le excitaban las flores. Cuando empezaban a brotar las flores del jardín, él empezaba a descontar el tiempo que faltaba para que llegara María con sus historias porque en el país donde iba al colegio, las clases terminaban antes. María siempre llegaba con las primeras flores y con ella llegaban todas las historias del mundo. Hasta que a Tomás también le tocó ir al colegio interno para hacer el bachillerato, pero a pocos kilómetros de casa. Entonces era María quien tenía que esperarle porque sus clases terminaban más tarde. Pero Tomás siguió contando los días que le faltaban para verla cuando empezaban a brotar las flores del jardín del internado. María había visto, vivas y cimbreantes, cañas de azúcar como las que el constructor de Casa Mariot había esculpido en las columnas del primer piso; se había echado a la sombra de palmeras como las que adornaban las columnas del segundo y había bebido agua de sus cocos; había visto y olido las flores blancas del café y sus bayas rojas, petrificadas en los arcos de las ventanas. Fue ella quien, una tarde de junio, mientras se columpiaban en el balancín que miraba a la casa, le fue explicando aquella fachada extraña

que en aquel pueblo era lo nunca visto y lo que

probablemente nunca se volvería a ver. Tomás la escuchaba boquiabierto, subiendo las cejas hasta hacerse arrugas en su frente de niño. María


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disfrutaba con su asombro y pintaba sus recuerdos con los colores más chillones para asombrarle más. Tomás se volvió a ver a sus trece años en aquel balancín, oyendo boquiabierto la historia del bisabuelo y la explicación de la fachada de la casa que María le contaba. Se sabía desde siempre que el primer Juan Mariot había emigrado a Canarias y de allí, a Cuba. Se sabía que en Cuba se había casado con una criolla que se le había muerto muy joven. Se sabía que había vuelto forrado de dinero, que había traído de Barcelona a un arquitecto para que le construyera la casa y que se había casado con una joven del pueblo, madre del segundo

Juan Mariot, el abuelo. Todo

eso, Tomás se lo había oído contar a los mayores. Lo que nadie sabía era que el indiano había llegado enloquecido por el dolor que le causaba la pérdida de su mujer, el amor de su vida. Que en su desvarío, había querido reproducir en la fachada de su casa el cañaveral, el cafetal, las palmeras, para que su mujer no añorara su tierra. Eso se lo contó María aquella tarde. ─ ¿Pero no estaba muerta? ─la interrumpió Tomás. María le contestó, rotunda. ─Las almas nunca mueren. Tomás se lo pensó un momento. Se le ocurrió otra pregunta. ─ ¿Y por qué no se quedó el alma de la mujer en Cuba? ¿Por qué iba venir a este pueblo que dice tu padre que está en el culo del mundo?


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─Por amor, Tomás. El amor une a las almas para siempre. El bisabuelo volvió a su pueblo y el alma de la mujer que le amaba se vino con él. El amor es eterno. ─ ¿Y tú cómo lo sabes? ─Lo leí en un libro que se llama así. Pues así debía ser, aceptó Tomás, porque María sabía mucho más que él y porque, fijándose en

la fachada como nunca se había fijado, empezó a

ver las cañas bailando al viento, los cafetales preñados de bayas rojas y hasta al bisabuelo recitándole poemas de amor a su adorada a la sombra de una palmera mientras las olas del mar besaban la arena con su espuma. ─ ¿Te imaginas, María, al bisabuelo en una de esas playas, recitándole poemas de amor a su adorada a la sombra de una palmera mientras las olas del mar besan la arena con su espuma? ─Jo, Tomás, eres un poeta ─le dijo María, muy seria. A Tomás le dio un calentón en la cara tan fuerte que le aguó los ojos. Los fijó en la fachada y se los rascó con un puño fingiendo que le había caído algo adentro. Pero María no le miraba. Tenía la mirada fija en la fachada también, pero sin ver, imaginando. De pronto empezó a declamar. ─Dolor, dolor. Eterna vida mía. Ser de mi ser, sin cuyo aliento muero. ─ ¿Y eso que es? ─preguntó Tomás. ─Un poema de José Martí. Lo recita mi madre.


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Volvieron a quedarse en silencio. Tomás se repitió los versos, pero eran muy tristes. La atención se le fue a las columnas que flanqueaban el portón de entrada. Dos grandes sirenas soportaban el segundo piso con sus brazos extendidos por encima de sus melenas, y los brazos estirados proyectaban hacia adelante unas tetas muy grandes. Tomás se turbó y dijo, sin pensar. ─ ¿En Cuba hay sirenas en las playas? María soltó la risa. ─Serás cateto. ¿Cómo va a haber sirenas?

Las sirenas no existen, son

criaturas mitológicas. ─Ya lo sé. Nos lo dieron este año, con La Odisea. No quise decir eso. No soy tan cateto. Es que a veces me expreso mal. María le miró con curiosidad. Estaba rojo, congestionado. ¿Le había ofendido? No encontró qué decirle. ─Es que esas sirenas. Bueno, ya sabes que el bisabuelo casi se pega con un cura. Por las tetas. ─Por el escultor ─corrigió María. ─Bueno. El cura decía que el bisabuelo había traído ese escultor al pueblo para tentar a los hombres. Que era un enviado de Satanás y las sirenas, criaturas del infierno. María discrepó por dentro. En todo caso, el enviado de Satanás sería el dueño del hotel que le pidió al mismo escultor que le hiciera dos sirenas


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iguales en las columnas de su fachada en plena Plaza Mayor. Esas sí que tentaban con sus pechos a todos los viejos babosos del pueblo. Decía el abuelo que nunca se había visto tanto viejo en la Plaza Mayor fuera del día del mercado, el cura el primero. Pero esa anécdota la habían oído mil veces. La repetían en la casa cada vez que se reunía la familia y se ponían a recordar las genialidades de la familia. ¿Por qué volvía a recordarlo ahora Tomás, y con ese sofoco? ─No ─dijo Tomás─. Como dijiste lo de las esculturas. Que el bisabuelo las había mandado a hacer para que el alma del amor de su vida no añorara Cuba, digo yo, me pregunto por qué puso sirenas, para qué. ─A lo mejor a su mujer le gustaban los cuentos de sirenas. A Tomás se le ocurrió otra cosa. A lo mejor el bisabuelo mandó a hacer esas tetas porque le recordaban las tetas de su mujer cubana. En el pueblo todas las mujeres tenían las tetas aplastadas y las viejas las tenían por el ombligo. La bisabuela seguramente las tenía como las demás. María ya

tenía. Se le marcaban en la camiseta como dos bultitos, como las

tetillas de un limón. Costaba no mirarlas. Tomás no quería, pero quisiera o no, los ojos se le iban solos a los dos bultitos y le daba vergüenza que ella se

diera

cuenta.

Tomás

se

quitaba

los

malos

pensamientos

con

jaculatorias, como le mandaba su confesor, pero los bultitos de María no le recordaban las jaculatorias porque ni se le ocurría pensar que pudieran tener algo de malo. ─A lo mejor, bueno ─dijo.


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Y se quedó mirando los adornos vegetales de la fachada. De pronto soltó sin pensárselo. ─ ¿Te puedo preguntar algo? ─ ¿Y desde cuando me preguntas si me puedes preguntar? ─Bueno, es que es algo serio. Bueno, a lo mejor no tan serio. Fueron las cejas de María las que ahora se levantaron hasta arrugarle la frente. Tomás estaba raro, rarísimo. ─Tú, ¿ya eres una mujer? ─le preguntó. María se repitió la pregunta. ─No sé. Mi madre dice que soy una mujer y que hablo como una vieja de veinte años, pero las monjas dicen que soy una niña. ─Quiero decir que si ya te vino eso que les viene a las mujeres ─dijo Tomás fijando los ojos en la fachada de la casa para que no se le fueran a los bultitos de María. ─ ¿La regla? Sí, a los nueve años y medio. Se armó una que no veas. Hasta me llevaron al médico. Lo peor fue la loquera que le dio a las monjas porque no sabían si dejarme en el dormitorio de las pequeñas o ponerme en el de las mayores. Y en esas estaban cuando un día una de mi dormitorio se despertó chillando y llorando como una loca porque le estaba saliendo sangre de abajo y se tiró al suelo pataleando. Tuvieron que ir dos monjas a levantarla porque estaba gorda como una cerda tocina.


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María rompió a reír recordando la escena. Tomás sonrió porque, para reír, no le alcanzaban las fuerzas. María ya era una mujer y eso tenía que cambiar algo. No sabía el qué, pero lo que fuera le despertó de golpe una tristeza rara, como con miedo. ─Oye, ¿y los niños cómo saben que ya son hombres? ─le preguntó María. Tomás se frotó las palmas de las manos y se las secó en el pantalón y miró a las montañas. ─Porque sale pelo. En todas partes. Donde les sale a las mujeres también ─dijo─. Y pasan otras cosas, pero no te las puedo decir porque seria pecado y tendrías que irte a confesar. Y decirle al cura que has estado oyendo esas cosas, da vergüenza. Lo que más vergüenza le daba era confesarle a María que él todavía no era un hombre porque todavía no le pasaban las cosas que contaban sus compañeros. ─Pues si, mejor que no me lo digas. Tampoco hace falta. Ya veo que eres un hombre. Tienes bigote. Tomás se tocó el bigote. No se había dado cuenta. Y a lo mejor también le había salido pelo ahí. No se lo había mirado para no pecar contra la pureza. Se había entregado a la Virgen después de leer un tebeo sobre la vida de San Estanislao de Kostka, pero eso no quería decírselo a nadie, ni siquiera a María para que no pensara que era un copieta. Ella también se había entregado a la Virgen como otra santa que salía en los tebeos de


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“Vidas ejemplares”. Ella primero, y sí se lo había contado. Pero Tomás no lo había hecho por copiarla. Amaba a la Virgen de verdad. Del asunto de su transformación en hombre y mujer no se volvió a hablar porque María ya era una mujer y Tomás ya era un hombre y ya no había más que decir al respecto y los libros se habían puesto mucho más serios y daban mucho tema para compartir. Tomás volvió al presente, a sus diecinueve años, a la fachada de la casa que ya no le impresionaba, al cenador en el que empezaban y terminaban todos sus veranos hablando con María. María ya era una mujer, sin duda, pero pronto dejaría de existir en el mundo de las mujeres, sin haber cumplido los dieciocho años. Y él ya era un hombre, con diecinueve cumplidos, pero no sabía dónde ni cómo iba seguir existiendo. ─Y ahora, ¿con quién voy a compartir qué cuando no vuelvas el verano que viene? ─le preguntó Tomás forzando una sonrisa para quitar hierro. ─Podremos escribirnos. De todos modos, tú me dijiste el año pasado que ya estabas decidido a entrar en el seminario. El año pasado, se dijo Tomás. Hacía años que creía que tenía vocación porque se lo quería creer, porque el prefecto le repetía en el internado que Dios le llamaba, porque le ponían de ejemplo a los compañeros, porque las tías contaban extasiadas que iban a tener un sobrino sacerdote. Pero él daba largas. Creía que sí porque lo creían todos los demás, pero no estaba seguro. Hasta ese momento. Cuando María soltó en la mesa que se metía a carmelita colgando la carrera, colgándolo todo, las tías se


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pusieron a piar como cotorras histéricas. “¡Qué feliz sería la abuela si viviera!”, exclamó una.

“¡Qué feliz es ahora desde el cielo!, exclamó la

otra”. Los tíos no dijeron nada porque ya se habían marchado al café a jugar la partida. Tomás tampoco dijo nada porque el anuncio le había retumbado en la cabeza como si le hubiera caído una piedra del cielo. Ahora faltas tú, oyó que le decían, y de pronto, en ese mismo momento, como si hubiera recibido una iluminación, decidió que nunca entraría al seminario, jamás. Dios o las monjas le quitaban a María. Que Dios o los curas le dejaran a él en paz. ─El año pasado estaba casi seguro –le contestó Tomás─. Ahora estoy seguro de que uno no puede entrar en el seminario si no está absolutamente seguro. ─En eso tienes razón, pero ya sabes lo que tienes que hacer. ─Si me vas a recomendar la oración, no lo hagas. Ya me la recomienda el prefecto cada vez que voy a verle y me hacer ir cada semana. Perdona, me tengo que acostar. Tengo un dolor de cabeza que no veas. ─Tengo un dolor de cabeza que no veas ─dijo en voz alta, pero solo podía oírle Agapito y ese no se enteraba de nada. Qué se iba a enterar. ─Aquella tarde se me acabó la vida, María ─dijo en voz alta. “Pero si me echaron del convento a los ocho meses”, María contestó, y Tomás no hubiese podido decir si la había oído con los oídos del cuerpo o con los del alma.


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─Ya. Y después te casaste y te volviste a casar. Un disgusto y otro y otro y este, ahora. Ahora nadie te va echar de donde estás, nadie te va a dejar volver. Y otra vez, en el silencio, su sonrisa irónica. “¿Estás seguro de que no estoy aquí?” ─ ¿De qué, coño, voy a estar seguro? Y otra vez, en la memoria, su propia voz soltándole a María una definición de Pitágoras que le había impresionado: “el género más noble del ser humano se dedica a descubrir el significado y la finalidad de la vida misma”. ─ ¿Te acuerdas? Me dijiste que era un filósofo. Y me lo creí. Pero te equivocaste. Debo ser del género más mezquino porque ya no creo que la vida tenga ningún significado, ninguna finalidad.


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VI La luz

En cuanto el coche subió a la Plaza Mayor y se disponía a tomar la calle que subía detrás de la Iglesia, Tomás vio en su imaginación su casa, la fachada, a María. Le pidió al marido de Lidia que parara con voz de mando, casi un grito. El hombre frenó de golpe. Lidia salió por la puerta de atrás para abrirle y ayudarle a salir. Agapito saltó tras ella, le saltó encima en cuanto se abrió la puerta y de otro salto se le echó encima al chófer. Tomás salió del coche aceptando la mano que Lidia le extendía y apoyándose en el bastón. ─ ¿Adónde va? Le dejé la comida en el horno. ─No tengo ganas de ir a casa ahora. Ya comeré algo por ahí. ─No le van a servir. Son más de las seis. ─Ya. No me di cuenta. Como todavía hace sol. ─Pues menos mal que se me ocurrió dónde podía estar ─le reprochó Lidia─. Que si no, todavía le están buscando. ─Gracias por buscarme. Hoy no ha ganado usted para sustos, Lidia, lo siento.


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─Lo que me preocupa es que se volviera a quedar dormido. Tiene que ver a la doctora. ─Mañana, se lo prometo. Tomás miró la bajada de la plaza a la carretera. Demasiado empinada. Se vio aferrando una mano a la baranda, la otra al bastón; arrastrando los pies; de pena. Decidió bajar por las escaleras del porche de la

Calle

Mayor. ─Hoy por aquí, Pito. Agapito le siguió. Se había quedado dormido, con la cabeza encima de lo brazos cruzados sobre la mesa del cenador. Así se dormía en cualquier parte, de pequeño y de adolescente, cuando le daba el dolor del alma. El sueño hacía que los dolores se desvanecieran. Lo había leído en La Ilíada a los once años, y tanto le interesó, que se le grabó en la memoria y, tal vez en el inconsciente, porque cuando alguna pena le abatía, el sueño no tardaba en aparecer. Se lo traía el alma de Aquiles, se decía. Recordó uno de sus poemas de adolescencia, hoy perdido en alguna entrada de sus primeros diarios. Oh, héroe del dolor, empezaba. Su época clásica. Sonrió al niño de su recuerdo. Y entonces la memoria le devolvió a su héroe intentando abrazar en sueños el alma de su amado Patroclo. Y enseguida la cara de María. Nunca más la volvería a abrazar, ni en sueños.


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A María le gustaba la Calle Mayor. Las piedras centenarias contaban historias, decía. En las tribunas que sobresalían de algunas casas y casi se tocaban con las de la casa de enfrente, las cortinas protegían la intimidad de los que vivían dentro y excitaban la curiosidad. Un día, María se detuvo para mirar sin disimulo a una de esas tribunas. Tras una cortina entreabierta, asomaba la cara de una mujer que miraba a la calle. ─ ¿Lo ves? Tiene la misma curiosidad de todos y por eso se protege, como todos, de la curiosidad ajena ─dijo María. Vivir condenados a protegernos de todos los demás era su tema recurrente desde su juventud. Con la madurez se le volvió casi obsesivo. Un día se lo hizo notar. Ella le dio la razón, lo sabía. ─Cuando te has pasado más de cuarenta años anhelando encontrar una perfecta complicidad con otro, una relación sin

ningún recelo, una

sintonía perfecta, y finalmente aceptas que eso no es posible, empiezas a buscar la causa por si te lleva al remedio, y ya no paras. Una señora se detuvo ante Tomás y le preguntó como estaba. Tomás contestó con una respuesta convencional. Era una señora del pueblo, una cara que había visto mil veces, pero no recordó su nombre ni pudo localizarla en una tienda ni en una casa. Siguió su camino y ya iba a bajar las escaleras del porche hacia la carretera cuando

alguien le llamó.

Reconoció la voz. Era una amiga de María, la única que consideraba amiga en el pueblo desde los veranos de su adolescencia. Tenía que volverse. Se volvió de mala gana. No tenia ganas de hablar.


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─ ¿Cómo estás? Pregunta retórica. ¿Cómo iba a estar? Contestarla también con el repertorio convencional. “Bien, vamos haciendo”. Pero no le dio tiempo a contestar. La mujer le abrazó. Un abrazo era otra cosa. Aunque un pudor también

convencional

evitara

que

uno

se

dejase

llevar

por

los

sentimientos y se fundiera en otro cuerpo sin ninguna prevención, un abrazo era, al menos, la intención de fundirse, fundir dos sentimientos. Josefa le abrazaba para compartir su dolor. Cuando se separaron, los dos tenían lágrimas en los ojos. ─Ya ves ─dijo Tomás por decir algo. ─Parece mentira que se haya muerto. ─María no creía en la muerte. ─Es verdad. Decía que las almas estaban aquí. ─Sí. ─Yo también lo creo. Pero me parece mentira. Estaba tan bien. Si no hubiera sido por lo de los órganos, la gente estaría hablando. Algunos siguen hablando. ─ ¿Por qué? ─Sabes que Daniela la encontró vestida encima de la cama, con zapatos y todo.


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No lo sabía, no sabía ningún detalle, no había querido saber, pero ahora era distinto y era Josefa la que se lo estaba contando. ─ ¿Y que? ─Pues que entre eso y lo del hotel, los de siempre empezaron a decir que se había suicidado. ─ ¿Qué pasó en el hotel? ─Encargó el catering para el funeral el día antes. ─No sé nada. No me dijeron nada. Se creyeron que estaba grave y no me lo quisieron decir hasta que salí del hospital. Dos días después. Me lo dijo Lidia. No sabía nada. ¿Quería saber? ¿O mejor no saber? ¿Para qué servía saber? ─ ¿Qué es eso de los órganos? ─ Yo creo que tenía poderes, como su padre. Presintió su muerte. Una clienta empezó a coger fruta ante la tienda. Josefa tenía que ir a atenderla. ─Ya hablaremos. ─ ¿Cuándo? ─Te llamo en cuanto pueda escaparme un rato. Ni Josefa se podría escapar de la tienda y después, de su familia, ni le iba a llamar porque no tenía su teléfono. Cosas que se dicen, se dijo Tomás


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empezando a bajar hacia la carretera. Chorros de palabras al aire sin intención siquiera de comunicar. María lo sabía, lo pensaba, lo tenía asumido, decía. ¿Hasta qué punto? Tomás recordó la noche de aquel correo. Alguien había compartido en Facebook unas frases de una poeta argentina. A María le llegaron hasta la médula y quiso compartir su impresión con él por correo electrónico, como compartía pensamientos y sentimientos que el pudor le impedía decir personalmente. Estaba impresionada. En días sucesivos buscó el nombre de la poeta en Google, pidió al bibliotecario que le encargara sus libros. Volvió a escribirle otro correo repitiendo la frase que para ella condensaba todo el fragmento del diario de la poeta que la había conmovido aquella noche.

He pensado en mi soledad absoluta, en mí destierro de toda

conciencia que no sea la mía. Pero su entusiasmo por Alejandra Pizarnik duró muy poco. Dejó de mencionarla y hasta se le olvidó su nombre. Era él quien se lo recordaba de vez en cuando hasta que se lo dejó de recordar porque se dio cuenta de que María lo rechazaba. María le tenía terror a la enfermedad mental y abominaba del suicidio. Abominaba del suicidio. Al que se le pasó por la cabeza que María podía haberse suicidado no la conocía ni de lejos, y el que se puso a divulgarlo debía ser uno de tantos que alejan el aburrimiento con el infundio. Agapito se detuvo a oler a un perrito. Tomás soltó el eps por si acaso. Los amos del perrito sonrieron. Tomás les sonrió. Tomás y Agapito salieron a


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un cielo azul, todavía claro. Tomás miró a izquierda y derecha. Tenía la boca seca, la lengua pegada al paladar. Pero vestida y con zapatos. Alguna vez le había dicho que no quería que la encontraran de cualquier manera. La dignidad, preservarla hasta el final. ¿Pero vestida y con zapatos? ¿Y el catering? Pero era imposible que se hubiese querido ir a posta. Imposible. Jamás le hubiera hecho algo así, no ya a él, al hijo. Seguramente, él nunca le había importado tanto a María como María le importaba a él. Pero a su hijo, jamás le hubiera abandonado. Jamás. Suponerle a María un egoísmo tan brutal era el peor insulto. Lo habría sido en vida. Ahora, lo sería a su memoria. Imposible. María consideraba al suicidio el acto más extremo de inmoralidad, solo moralmente justificable en caso de enfermedad irreversible, de que ya fuera imposible vivir humanamente o de que una enfermedad mental impidiese razonar. No juzgaba a Pizarnik. No se podía juzgar a nadie por tomar una decisión así porque nadie podía ponerse en la piel del otro por empatía que sintiera. Pero los suicidas le producían rechazo, una aversión superior al pronunciamiento de una sentencia injusta. ¿Por qué? ¿No sería por miedo? ¿A sentirse arrastrada? Se sentó en la terraza del café, serio, tieso, haciendo un esfuerzo para que no se le notara ni en la cara ni en el cuerpo la conmoción que le estaban causando sus preguntas. Agapito se fue a la puerta del café amagando entrar. Tomás le soltó un eps. Agapito volvió a su lado y volvió a la puerta. Estaba nervioso.


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Nervioso no, hambriento, le corrigió la memoria. El pobre infeliz no había comido nada desde el desayuno. ─ ¿Se puede comer algo a esta hora? ─preguntó al camarero. Se podía comer una mini hamburguesa. Pidió dos y una copa de tinto. Llamó a Agapito, le hizo acostarse a su lado y le sujetó por el collar para que no se fuera otra vez. Menos mal que no maullaba. ¿Habría comido Tomasito? Empezó a saludar con cabeza y holas a los conocidos que iban pasando por la acera. Entre una distracción y otra, sus ojos deambulaban por la fachada del café. Ahí estaban las dos sirenas que antes habían adornado el hotel de la Plaza Mayor. Era para sonreír que esas dos criaturas de delirios marinos se hubieran convertido en una especie de símbolos en aquel pueblo de alta montaña. Marino se llamaba el paseo del río. Pero pobres sirenas. En su traslado del hotel al café habían sufrido algún desperfecto y ahora exhibían la cutrez de una restauración chapucera. De ellas, ya no llamaban la atención ni las tetas. ¿Quién las iba a mirar cuando en revistas, vídeos, películas y redes, jóvenes y viejos podían satisfacer sus instintos voyeristas o lo que fuera que les impulsaba a contemplar la desnudez ajena en toda su triste vulgaridad? Pero siempre resultaba menos penoso mirar las caras con rasgos pallareses de esas sirenas y las caras con rasgos pallarses de los viandantes que mirar a la puerta del café y recordarlo por dentro y sentir la pena de ver en lo que se había convertido. Había sido un gran salón, ahora partido por la mitad


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para dejarle el resto a unos apartamentos, y con decoración al último grito de Barcelona. Había sido un gran salón rodeado en un piso superior por unos palcos que miraban a las mesas de abajo, llenas de casi todo el pueblo en Fiesta Mayor. Era un palco donde se sentaban todos los Mariot existentes y hacia donde todos los chicos de abajo y de los lados miraban porque María era siempre la estrella venida del extranjero que a todos llamaba la atención, y no solo por eso. Era guapa, más que guapa. Sin ser una belleza, tenía en lo ojos, en las cejas, en los gestos de su cara algo que costaba entender, definir. A él le había costado muchos años y mucha atención. Y aún después de tanto tiempo, no podía encontrar las palabras precisas para definirlo. La palabra la encontró ella. Para ella, la palabra sí tenía un significado que expresaba con toda precisión lo que ella consideraba su tragedia personal. “Es la lucidez, Tomás. Ver, ver demasiado con una luz que hiere”. Era eso, su lucidez. Era que sus ojos lo veían todo y todo lo que veían los ojos de su cuerpo lo veían los ojos de su mente y lo procesaban y lo juzgaban con un razonamiento implacable. “El mundo se pudre, Tomás. La gente se está pudriendo sin darse cuenta. La están pudriendo”. María estaba perdiendo la esperanza. ¿La habría perdido del todo? Como Zweig y su mujer. Pero no podía ser. Estaba el hijo. Y estaba él. Por poco que le importara, le quería. Decía que le quería, y la sinceridad era tan sagrada para ella que estaba por encima de cualquier prevención social. ─Eh, Tomás, ¿cómo va?


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El vozarrón grave, ronco, le sobresaltó. ─Coño. No te vi pasar ─Estaba adentro. ¿Cómo va? ─Va. ─Fatal, fatal. Hacía tiempo que Xavier soltaba la palabra fatal con bis alargando las aes finales como si quisiera dar a su juicio la solemnidad de una sentencia inapelable. María soltaba el diagnóstico; “El mundo se pudre”, y Xavier soltaba la causa, fatal, todo fatal, todo en manos de un Destino que ya no iba a arrepentirse de acabar con la humanidad. Xavier se sentó en la silla de enfrente sin pedir permiso. ─ ¿Qué dices? ¿Qué iba a decir? Apenas hacía una semana que María se había ido. ¿Qué iba a decir? Le enfadó que Xavier no la mencionara. Había sido alumno suyo y María creaba con sus alumnos un vínculo a perpetuidad, sobre todo con los adultos. Le contaban sus cosas. Aún después de que Xavier dejara las clases, María le prestaba sus oídos cada vez que se encontraban y él tenía ganas de hablar. Y ahora ni una mención ni una condolencia, nada. ─ ¿Qué voy decir? –preguntó mirándole fijamente, sombrío. ─Fatal, fatal ─repitió Xavier con los ojos perdidos por algún horizonte.


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Tomás se dio cuenta de que Xavier ya no estaba allí. Durante años parecía tolerar el vino bastante bien. Pero hacía un tiempo que todo su cuerpo desprendía olor a alcohol destilado. Querría acelerar el final, tal vez. Suicidio pasivo, decía María cuando hablaban de él. Y ella no dejaba de fumar. ¿Suicidio pasivo también? ─Dicen que María se suicidó ─le espetó para no darle tiempo a fabricar una respuesta─. ¿Sabes algo? ─Son malos. Todo está podrido. ─Sí. Eso decía ella. ¿Sabes cómo murió? Xavier le miró a los ojos como si tratara de concentrarse. ─La mujer que le limpiaba la casa la encontró por la mañana en la cama, vestida. ─Sí, me lo dijo Josefa. ¿No sabes nada más? ─La costillada. No veas la que montó. Como cuando enterraron las cenizas de su padre. María era mucha María. Fue medio pueblo. Yo no fui. Están podridos. Todos. Todo está podrido. Llegó el camarero con la bandeja y Xavier se levantó. ─ Bueno, voy por ahí. Xavier se levantaba y se marchaba tan de repente como llegaba. Le vio alejarse a paso normal. Su cuerpo robusto acostumbrado a caminar de la mañana a la noche no delataba nada raro por detrás. Por delante, su cara


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tenía ya quistes y manchas sanguinolentas, estragos del alcohol. También había sido alumno suyo, de pequeño, uno de sus primeros alumnos en el colegio. Inteligencia superior al resto, curiosidad intelectual.

Para

algunos, buena suerte en la lotería genética, decía María; para otros, la perdición. ¿Qué podía pasar por la mente cuando la lucidez revelaba un fracaso definitivo sin posibilidad de volver a empezar? Tomás se comió la mini hamburguesa en tres bocados. Agapito se la zampó en uno solo. Tomás miró al perro con pena y sentimiento de culpa. Volvió a llamar al camarero. Otra mini hamburguesa y un café solo. Estaba cansado de saludar con la cabeza y con holas, cansado de estar sentado, pero no podía dejar al pobre Agapito así. ─ Es solo una tapa, Pito. Por la noche cenamos bien. Y lo mejor de la cena era que ya estaba hecha. Siguió con la vista a una pareja que entró en el café, ahora poco más ancho que un pasillo, con mesas y sillas de algún plástico, con cuadros abstractos en las paredes. Volvió a ver en su memoria el gran salón rodeado de palcos. Los chicos de abajo miraban al palco donde estaban sentados los Mariot, miraban a María, algunos con descaro. El tío Pep se lo decía, mira cómo te miran, con una sonrisa de orgullo. María respondía con un mohín de desagrado. No le gustaba ninguno. Y a él le gustaba que no le gustaran. Tenía miedo de perderla. Fue por eso que nunca quiso bailar ni con ella ni con ninguna en su presencia. María bailaba de todo a la perfección, con un sentido del ritmo que muy pocos tenían en esos


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parajes. A él le daba vergüenza no ser capaz de seguir el ritmo; le daba miedo desilusionarla. Por eso se sentaba en las gradas a mirarla mientras bailaba con otro bajo las luces y las banderitas de colores, y una vez, por un instante, sintió una felicidad tan intensa que deseó intensamente que el mundo se acabara allí en aquel mismo momento. Porque, aunque no era él quien le ceñía la cintura y no era su cuello el que sentía sus dedos, Tomás sabía que, al terminar el baile, ella volvería a sentarse a su lado y con él volvería a la casa que era la casa de los dos, y con él amanecería. Porque aunque no era él quien sentía el cuerpo en carne y hueso de María bailando junto al suyo, era él quien la abrazaba en cuerpo y alma en su imaginación. Tomás sonrió recordando ese momento de felicidad perfecta y el deseo de morirse para no perderla. Querría el amor ser cielo, mar, montaña, para no saber nada del tiempo ni del miedo. No sabe que es amor porque sí sabe. Los versos del último libro de María le sonaron en la imaginación como si se los hubiera leído ella. ─ Vamos a dar una vuelta, Pito. Luego a casa, te lo prometo. Pagó y se dirigió a la derecha para cruzar la carretera. No tenía ningunas ganas de seguir por las terrazas saludando a conocidos, controlando a Agapito con eps cada vez que aparecía un perro. Cruzó la carretera, siguió hasta el paseo del río. ─ Vamos hasta el final del pueblo y después a casa ─le dijo al perro.


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Bajaba el río henchido por las nieves y las lluvias. Verde María, le llamaba él al color de las aguas revueltas. Una tarde, María se puso a pintar en el estudio de pintura de su padre y estuvo horas combinando colores hasta conseguir el verde sucio del río tras un aguacero. El color no le gustó a nadie más que a Tomás y a ella. ─ ¿Por qué solo pintas cuando tu padre te insiste? ─le preguntó. ─ Porque no sé dibujar ─le contestó María. ─ Tu padre tampoco. Los dos rieron la maldad que no era un chiste. El tío Pep pintaba para desatascar su mente, decía, pero con el dibujo hacía trampas y jugaba muy mal con el color. Tomás se vio sonriendo a las montañas que cerraban el valle muy a lo lejos. El dolor punzante se le había licuado en el alma, se le había vuelto melancolía. A María le gustaba esa palabra, líquida, eufónica. Predicaba una tristeza suave, sin estridencias, hasta con algo de dulzura, decía. Al llegar a pocos metros del final del pueblo, se detuvo. Apoyó los brazos en la baranda del río y miró a la montaña donde estaba la casa de María, sin miedo. Y se le hizo por dentro un silencio sepulcral. En el despacho de María había luz. ¿A esa hora? Daniela, no. ¿Quién? No podía ser Max. Lidia dijo que se había ido como alma que lleva el demonio después del funeral de su madre. Dijo que decía, como loco, “Yo no me


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puedo quedar aquí”, y que un amigo se lo llevó a Barcelona porque no podía conducir. Miró tras él. ¿Cruzar a Les Brases y preguntarle a Lourdes si sabía quién? ¿Cómo iba a saberlo? Volvió a mirar a la casa. No alucinaba. Había luz. Estuvo unos minutos intentando pensar. Ni siquiera era de noche. ¿Para qué luz? ¿Y si era uno de esos turistas despistados que siempre aparecían por ahí confundiendo la casa con un refugio? ¿Y si se había metido en la casa? Las cosas de María tenían que estar intactas. En el despacho estaban su ordenador, sus libros, todos sus escritos. ─ Vamos, Agapito. Eps. Cuidado Cogió la cadena del perro y cruzó con él la carretera esquivando los coches que subían y bajaban. Abrió la puerta del restaurante sin soltar a Agapito. Preguntó por Lourdes a una camarera que estaba fregando el suelo. Lourdes estaba en su piso. Le pidió a la camarera que le dejara utilizar el teléfono. ─ ¿Dónde puedo atar a Agapito? Hay mucho coche. ─ Entre con él, señor Tomás. No hay nadie. ─ ¿Sabe el teléfono de los mossos d’esquadra? ─ Llame al 112


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Llamó al 112. Se le habían detenido todos los órganos del cuerpo, como si le hubieran criogenizado de golpe. Como

cuando Lidia le dijo, “Don

Tomás, una mala noticia, la señora María falleció”. La señora María no falleció, no podía fallecer, no iba

fallecer mientras él viviera, mientras

viviera Max, mientras siguieran vivas sus cosas, cosas que ningún extraño tenía derecho a tocar.


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VII Perros verdes

Cuando el coche de los mossos d’esquadra se alejó rumbo a la casa de María, Tomás se quedó en la puerta del restaurante apretando los dientes. Tenía que haber ido con ellos. Tenía que saber quién se había atrevido a entrar, si había robado algo. Los mossos tenían que haberle llevado, pero les estaba prohibidísimo llevar a un perro, dijeron. Y el que mandaba añadió, encima, que los perros tenían pulgas. ¿Era necesario decir eso? No podía dejar a Agapito atado a la puerta del restaurante arriesgándose a que se soltara o a que alguien se lo llevara. No podía dejarle suelto porque, con toda seguridad, seguiría al coche por el medio de la carretera y eso tampoco lo permitían los mossos porque una ordenanza prohibía que los perros fueran sueltos. Legalismos por todas partes y una absoluta falta de empatía, una absoluta incapacidad para tomar en cuenta las circunstancias individuales, individuo a individuo. “El mundo se está deshumanizando”, decía él. “Siempre ha habido muy pocos seres humanos”, decía María. Tenía que ver quién se había metido en la casa, quién había tocado sus cosas, si faltaba algo. Pero imposible caminar a su paso dos kilómetros y llegar a tiempo. Imposible correr. Los mossos se limitarían a sacar a quien


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fuera y se marcharían. ¿Y si fuera un okupa y no hubiera forma de sacarlo? Estaba pasando en Barcelona. Volvió a entrar en el restaurante. La furia se le había subido a los ojos. Pidió a la camarera que llamara a Lourdes. Es una urgencia, le dijo. La camarera ya sabía que era una urgencia y ya tenía cara de susto, y asustada le salió la voz cuando le dijo a Lourdes que bajara, que al señor Tomás le pasaba una urgencia. Lourdes bajó enseguida y en seguida accedió a llevarle a la casa de María con Agapito en su coche. Tomás y Agapito cruzaron la carretera corriendo. El coche de Lourdes estaba justo enfrente del restaurante, en el arcén que se acababa de ensanchar para hacer un aparcamiento. Lourdes se había hecho cargo de la prisa porque llegó y subió al coche y apretó el botón de abrir las puertas y encendió el motor casi al mismo tiempo. El coche salió marcha atrás y enfiló hacia el centro del pueblo. La camarera salió del restaurante blandiendo el bastón de Tomás. Tomás la vio, pero no le hizo caso. Acababa de reparar en las cejas caídas de Lourdes y en la crispación de su cara. Él no era el único en el mundo que sufría, pensó, y el pensamiento le alivió la indignación. Lourdes no hablaba. Su cejas mostraban la preocupación y la tristeza de dolores recientes que la hacían comprender y compartir. Llevaba el coche a una velocidad desaconsejable por la carretera y no la redujo al girar a la izquierda hacia el puerto ni al volver a girar entrando al camino de cabras ni al topar con las piedras. Tomás se lo agradeció en silencio, pero no se atrevió a decir nada. Tampoco se le ocurría nada que decir.


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Estaba oscureciendo. Las luces del pueblo empezaban a encenderse. A María le gustaba el camino de noche. Las luces al otro lado parecían delimitar otra realidad, una realidad paralela. Una realidad que no era la suya, aunque le importaba, pero no era la suya, decía. Lourdes dejó el coche en la glorieta del torrente, bajo la entrada al jardín. La patrulla de los mossos había subido hasta la casa. ─No contestan ─dijo el mosso que esperaba mientras el otro aporreaba la puerta. ─Hay luz en el despacho ─volvió a decirles Tomás que ya se lo había dicho en el restaurante. ¿No pensaban ni dar la vuelta a la casa? Agapito corrió hacia el pasillo de la izquierda entre la casa y el bancal de los ciruelos. Tomás le siguió a paso rápido. Los mossos siguieron a los dos. Y allí, en la tercera ventana, apareció la luz. Uno de los mossos se subió a una piedra de las que sobresalían en la pared. ─Hay alguien ─anunció y golpeó el cristal de la ventana. Tomás hubiera roto la ventana a golpes, le hubiera roto a golpes la cara al que estaba allí. El mosso bajó de un salto. ─Es un hombre. Me ha hecho señas de que va a abrir. El otro mosso se llevó la mano a la pistola y el compañero le imitó. Volvieron a la puerta. Ya estaba abierta.


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─Es Max ─anunció Lourdes. Agapito llegó antes y se le tiró encima. Max se tiró al suelo, se abrazó al cuello del perro y en él enterró la cara sin mirar a nadie. ─Es mi sobrino, bueno, mi primo ─dijo Tomás─. El dueño de la casa. Lo siento. Me dijeron que estaba en Barcelona. Los mossos dijeron algo y Tomás contestó que gracias. Lourdes preguntó si necesitaban algo más. Tomás se agachó buscando la cara de Max. ─ ¿Tienes el coche? ─le preguntó. ─En el garaje. Tomás se incorporó, le dijo a Lourdes que ya no necesitaban nada más, que muchas gracias y, dejándose llevar por el impulso, la abrazó. Lourdes aceptó el abrazo, miró a Max con una profunda tristeza, su propia tristeza. Por un instante, Tomás olvidó su dolor recordando el dolor de esa mujer, admirando su entereza, agradeciendo su empatía. Acababa de perder al que amaba, como él. Huérfanos para los restos, se dijo. Y se volvió hacia el niño que se aferraba al perro. Un hombre, había dicho el mosso. Un hombre, decía la partida de nacimiento. Pero un huérfano es siempre un niño, como él, como María. ─Max. Max no respondió. Acariciaba el lomo del perro compulsivamente tapándose la cara con su cuello.


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─Creí que estabas en Barcelona. ¿Por qué no me dijiste nada? ─Sí, hombre ─gritó Max sin mirarle─. ¿Para que la palmaras tú también? Joder, joder, joder. Tomás se sentó en el suelo ayudándose con las manos. Un recuerdo le sacó una sonrisa. Max era muy pequeño, unos ocho años, cuando le dijo a su madre que no sabía qué hacer porque los niños del colegio decían palabrotas y si él no decía palabrotas iba a ser diferente a los demás, pero en casa no podía decir palabrotas porque le reñían. María le dio uno de sus discursillos explicándole que había que adaptarse al ambiente siempre que fuera posible por lo que lo más aconsejable era que soltase palabrotas con sus compañeros, aunque sin ofender a nadie, y que en casa no las soltara para evitar problemas. Y un día ella misma empezó a soltar palabrotas. Se le habían puesto las cosas muy difíciles, y la memoria la ayudó recordándole que su padre recomendaba decir palabrotas para liberar la tensión. Tomás metió los dedos entre el pelo de Max y empezó a acariciarle la cabeza como Max estaba acariciando a Agapito. Entonces se dio cuenta de que a Max le temblaba el cuerpo. Estaba llorando sin hacer ruido. ─Joder, joder, joder –dijo Tomás, bajito. Al cabo de un rato, empezó a sentir frío en los brazos. ─Está refrescando, macho. ¿Y si cerramos la puerta?


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Max dejó al perro, se levantó y cerró la puerta. Se quedó mirando a Tomás desde su altura como si no supiera qué hacer. Tomás, de rodillas, estiró un brazo pidiendo ayuda. Max reaccionó y le ayudó a levantarse. ─No te vayas ─le dijo, casi gritando. Tomás vio en la penumbra de la habitación la cara pétrea del padre de María. Pómulos salientes, nariz recta, ojos hundidos bajo los arcos de las cejas. Pero eran los ojos de Max, muy abiertos, y los labios de Max, entreabiertos para aspirar el aire que parecía faltarle. Agapito le rascó una pierna pidiendo más caricias. Max empezó a rascarle la cabeza sin mirarle, mirándole a él con los ojos desorbitados, suplicantes. ─No te vayas ─insistió. ─Creo que lo mejor es que nos vayamos los dos, a mi casa. ─No sé. Max enfiló por el pasillo hacia el despacho. Tomás le siguió. ─No sé. No sé dónde está. ¿Dónde está, tío? “Max habla suponiéndole facultades telepáticas al que le escucha”, decía María, y a veces tenía razón. Pero en ese momento no hacía ninguna falta que Max dijera a quién se refería. ─Estará donde tú estés ─dijo sintiendo que era ella la que le había dado la respuesta─. Y donde mejor vas a estar es en casa. No he comido. Agapito tampoco. ¿Tú has comido?


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─ ¿Eh? No. Ella siempre estaba encima con lo mismo. ¿Has comido? Tomás sonrió. Tan fuera de lo normal en todo y como madre, una gallina clueca, como todas, como casi todas. Echó un vistazo al despacho sin entrar. Sus libros, su escritorio con carpetas abiertas. Estaba allí, pero no se quedaría allí. María iba a estar, sin duda, donde estuviera su hijo. ¿Y dónde iba a estar mejor que en Casa Mariot? ─ Pues vamos a casa a cenar. Venga. “Max no está bien”, le dijo a María por si podía oírle mientras conducía con los ojos de par en par intentando adivinar el filo del camino a la derecha para no acabar en el río. Max no podía conducir. Temblaba, no estaba llorando, pero temblaba. A ver si acabamos locos, se dijo. ─ ¿Tú crees? ─preguntó Max. ─ ¿El qué? Max no contestó. Preguntaba, pero no quería respuestas. ─Las cenizas están en el jardín de casa. ─Pero no creerás que el alma de tu madre se va a quedar donde estén las cenizas de su cuerpo. ─No sé. Yo no creo. Pero no sé. ¿Para qué tanto entierro y tanta historia, entonces? Si hubieras visto. Una pasada, cantaron y todo. ─ ¿Por qué volviste? Te llevó un amigo a Barcelona, ¿no?


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─No podía dejarla sola. Yo no creo, no sé. Pero por si acaso, yo que sé. Tomás le dejó hablar. Hablaba sin parar, pisándose los pensamientos, dejándolos a medias. “Max no está bien”, le dijo Tomás a María por si podía escucharle. “Ya me dirás qué hago”. “Ja em dirás què faig, padrina”, dijo por dentro cuando las luces del coche iluminaron la roca de Casa Mariot. Se detuvo ante el portón de la entrada a la casa. ─Baja. Voy a dejar el coche en el garaje. ─Voy contigo. Tomás le miró. Max tenía los ojos muy abiertos, como los abre el terror. ─ ¿Tienes miedo? ─No lo sé. ─ ¿A qué tienes miedo? ─No lo sé. Tomás volvió a arrancar el coche. Un maullido lastimero le hizo sonreír. ─Tomasito no se ha ido de juerga hoy. Tiene hambre. Tampoco ha comido.


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Dejó el coche delante del portón que se abría al pasillo derecho del jardín, al antiguo pajar, a las antiguas conejeras, al antiguo gallinero, a la antigua cochera hoy convertida en garaje. Todo con fecha de caducidad, se dijo, hasta su inteligencia, cediendo al uso de clichés modernos. ─Si no te importa que el coche duerma a la intemperie, lo dejo aquí. ─Que se joda. Agapito saltó sobre el gato sin tocarlo. Tomasito no le hizo ni caso. Era hora de pedir la comida que no le habían dado a su hora. Max le cogió en brazos y fue hasta el portón de la casa. Agapito les siguió, saltando para que bajara el gato o tal vez por el deseo imposible de que le cogieran en brazos a él. Tomás abrió el portón de la casa y dejó pasar a los tres. Se volvió a mirar a la roca. “ja em dirás què faig, padrina”, dijo por dentro. Y la abuela o lo que fuera le respondió devolviéndole a la memoria la tarde en que se sintió abandonado en un planeta en el que no había absolutamente nadie. Sin la abuela, la única madre que había conocido, el mundo entero y su vida misma ya no tenían sentido, pensó entonces, tantos años atrás. Pero había vivido, había seguido viviendo todos esos años, entre disgusto y disgusto, como todos. Por eso, lo primero que tenía que hacer era la cena. A saber cuánto tiempo llevaba Max sin comer. Y después de cenar, seguir viviendo; dejar que Max fuera descubriendo un día tras otro cómo seguir viviendo; seguir viviendo él mismo ya sin nada que descubrir; seguir viviendo porque sí, aunque sólo fuera por imperativo moral.


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Cuando llegó a la cocina, Max ya le estaba echando su tarrina al gato. Tomás fue a sacar del horno la comida que Lidia le había dejado. Max le apartó. ─Ves al despacho. Siéntate. Te aviso cuando esté. ─Hay comida en el horno. ─Ya lo hago yo. Tú, siéntate, ya te aviso. Más le valía salir de la cocina y meterse en el despacho. Max empezó a correr del horno a la nevera, de la nevera a la mesa, a los armarios sacando comida, ollas, sartenes, platos como si se le hubiera desatado por dentro una tormenta de hiperactividad. Hasta Agapito había desaparecido huyendo del vendaval. Tomás encontró al perro en el pasillo, echado. Agapito le miró con cara de desconcierto. ─Más vale que nos pongamos a cubierto, Pito. El perro siguió a Tomás y fue a acostarse en la butaca de lectura en cuanto se abrió la puerta del despacho. A veces se subía mientras Tomás estaba trabajando en el escritorio, si Tomasito no le había quitado el sitio antes. Pero se quedaba sólo unos minutos. En la butaca tenía que estar incómodo porque no se podía estirar. Tomás se quedó mirándole desde la puerta. Agapito había puesto la cabeza sobre un brazo de la butaca y levantaba los ojos hacia él. Parecía


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preguntarle “¿Qué pasa. ¿Es grave?” Grave tenía que ser para que todo se hubiera desordenado desde por la mañana. En esa casa se vivía bien haciendo cada cual lo que le daba la gana, comiendo a las mismas horas cada día, oyendo los mismos sonidos. Por la mañana cantaban los mismos pájaros y solo se oía la voz de Lidia peleando con el gato o dando instrucciones a Tomás. Por la tarde solo se oía música hasta que se hacía de noche y se cerraban las puertas y se subía a la habitación y en la habitación empezaban a sonar las voces de la radio. Pero hoy, nada era igual a todos los días. De la cocina llegaban ruidos de cacharros como si se hubiera colado en la casa un regimiento de cocineros enloquecidos. ─No estamos solos, Agapito ─le dijo al perro y la constatación le conmovió. “No es que me dé miedo no estar solo”, se dijo Tomás.

Max siempre

había sido un hijo. ¿Pero quién quiere vivir con un hijo hecho y derecho? Sí, tenía miedo, como Max, y como Max, no podía decirse miedo de qué. ¿Miedo de que la vida no volviera a ser como antes, de encontrarse con una vida nueva que tendría que aprender a vivir? A los setenta años. ¿Se podía aprender algo a los setenta años? María había empezado a estudiar francés y alemán a los sesenta y cinco. Pero aprender a vivir no era lo mismo. A vivir y a convivir. ¿A convivir? ¿Pero quién le había dicho que tendría que convivir con Max? Se lo había llevado esa noche porque el chico estaba mal. Pero eso no significaba que fuera a quedarse. Tenía su trabajo, su vida en Barcelona.


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─ ¿Qué haces en la puerta? ¿Por qué no entras? La voz de Max le sobresaltó. Hablaba a gritos. No pudo contestarle enseguida porque no tenía respuesta. ¿Por qué no entraba? Se inventó una. ─Por si podía ayudarte. ─Que no. Que te sientes a hacer tus cosas. Voy a poner la mesa. Max ya se alejaba hacia el comedor. ─No hace falta. Podemos comer en la cocina. ─A la mama no le gusta. Cierto. A María no le gustaba comer en la cocina y a él tampoco. “No le gusta”. Max lo había dicho en presente. ¿Un despiste natural o negación de la realidad? No estaba la cosa para elucubraciones psicológicas. Ya se vería. Miró su escritorio. ¿Sentarse a hacer sus cosas? Hoy no había hecho nada. Hoy no tenía nada que hacer. Otra vez el miedo. “El día que no tenga nada que hacer será que me he resignado a esperar el final”, le dijo María, no hacía mucho. María no podía vivir sin trabajar, trabajaba de la mañana a la noche. Cuando no estaba escribiendo, estaba pensando en lo que tenía que escribir; cuando leía, leía para escribir; a lo mejor también estaba pensando en lo que escribiría mientras hablaban. “Tengo que aprovechar

el

tiempo.

No

cuánto

me

puede

quedar”.

¿Un


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presentimiento? ¿Le habrían diagnosticado una enfermedad y no se lo había dicho a nadie? ¿Un cáncer terminal? ¿Principio de Alzheimer, como su madre? Entonces, a lo mejor sí, el suicidio, la muerte digna. María había firmado lo del derecho a una muerte digna hacía tiempo, después de leer un artículo. Tomás huyó despavorido hacia el comedor. Max estaba poniendo la mesa. ─Venga, déjame, ya la pongo yo. No estoy para ponerme a hacer nada. ─Vale. Vino, pon vino, a la mama no le gusta la mesa sin vino. Max desapareció otra vez camino de la cocina. Agapito se quedó paralizado en la puerta del comedor sin saber a cual de los dos seguir. ─Ves ─le dijo al perro─. Ves con el nene. El nene tenía bigote y perilla. Pero de pronto el tiempo había dejado de importar. “El tiempo es una entelequia, Tomás. Un invento, como los números. La necesidad de ordenar el caos, de engañar el pánico al caos”. Tomás quitó el mantel de diario que Max había puesto. Lo dobló y volvió a meterlo en el aparador. Abrió otro cajón y sacó el mantel blanco bordado, las copas y la vajilla de las grandes ocasiones. Max llegó con una bandeja grande llena de fuentes de loza; la comida que había hecho Lidia, dos tortillas, los chuletones de carne magra que era la carne preferida de su madre, tomates con dados de queso, su ensalada preferida también.


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─Jo. Parece navidad ─exclamó al ver la mesa. ─Pues será navidad. ¿Qué más da? El tiempo lo creó el hombre, ¿por qué no va a poder el hombre hacer con él lo que quiera? ─Eso lo dice la mama. ─Y tiene razón. Además, ahora que me acuerdo, hoy es mi cumpleaños. Mira por donde, una fiesta. Max fue a abrazarle. Paró en seco, como si los brazos de Tomás desprendieran corriente. ─ ¿Tú ya estás bien? ─Claro que estoy bien. Sólo fue una fractura de la clavícula. Me tenían en observación por un leve golpe en la cabeza, nada más. Otra vez los ojos de Max dilatados por el terror; terror a la muerte, a la muerte de los demás; a ese vacío de la soledad absoluta que se siente cuando uno cobra conciencia de que está solo. Tomás le abrazó con fuerza. Max devolvió el abrazo y fue a su silla con tal ímpetu que casi la derriba. ─Venga, a cenar ─dijo Tomás─. Aquí hay más de uno que se está muriendo de hambre. Cuatro chuletones. Él no se comía dos ni en sueños, menos por la noche. Cogió un chuletón y se lo puso a Agapito en el suelo. Siempre se sentía


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culpable por ensuciarle el suelo a Lidia, pero el sentimiento le aparecía después de haberlo ensuciado. ─ ¿Y Tomasito? ─Subió a la habitación después de comer. ─Ya vendrá en cuanto le lleguen los olores. ─Tío, me ha dado algo raro. ─ ¿Qué? ─No te rías. Ganas de rezar, ¿puedes creer? ─ ¿Qué tiene de raro? ─Yo no creo. ─Bueno, tu madre tampoco creía que Dios fuera providente y aún así le daba las gracias por todo lo que tenía. Decía algo parecido a lo del tiempo. Si Dios nos creó incapaces de concebirle, ¿por qué no podemos hacernos de Él la idea que queramos? Si te apetece rezar, reza. ─No me acuerdo bien. Era algo así como, nosotros que tenemos y podemos, te damos gracias, Señor. ─Sí, era lo que le decía tu madre desde que era joven. Me dijo que se lo habían enseñado en América. De pequeña, repetía el rezo de las tías. ─ ¿Cómo era de pequeña, tío? ¿Cómo era?


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─Como tú, un perro verde. Y como yo ─respondió sonriendo. ─ ¿Somos muy raros, verdad? ─Depende de quién nos juzgue.


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VIII Creadores

De la primera vez que Tomás pasó un verano con María sólo le quedaba un recuerdo; una escena oscura, sin ningún decorado, sin ninguna cara, solo una voz, la voz de María. “Tú serás el cuco y yo seré la cuca”. ¿A qué estarían jugando? Tampoco recordaba el momento en que esa voz salió de una cara, el momento en que esa cara se le quedó en la memoria. ─ Tenía unos ojos grandes, negros, muy negros ─le dijo a Max─. Y muy serios. Era muy seria. ─ Se ve en la foto que tienes en el despacho. La mama la tiene también. Sí, tenía una foto, una foto de estudio. María en medio de sus padres. Sus padres posaban mirando a la cámara; estaban acostumbrados a posar. María, de pie sobre el banco en el que sus padres estaban sentados, con los brazos extendidos, apoyados sobre el cuello de los dos, miraba a la cámara con expresión de disgusto o de perplejidad.

Debía tener unos

cuatro o cinco años, pero con esa expresión adulta de los niños sin infancia. ─Pero a mi me parecía divertida ─Tomás sonrió─. Contaba cosas increíbles. Algunas las había vivido de verdad. Otras, se las inventaba.


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─ ¿Cómo sabías que se las inventaba? ─ Porque me lo decía ella misma. Decía que con la imaginación uno podía vivir lo que quisiera donde quisiera. Y así aprendió Tomás a leer, a viajar, a relacionarse con personas que nunca conocería personalmente. ─A mi me decía lo mismo. ─Sí, y a ella se lo decía su madre. María admiraba la imaginación de su madre. Pero come, si no comes, no te cuento. ─ ¿Escribía? ─ ¿Tu abuela? No. Solo imaginaba, creaba sus mundos y luego contaba lo imaginado, a veces como si fuera verdad. ─Entonces, mentía. ─Se engañaba. ─ ¿Y la mama? ─Tu madre, no. Si decía una mentira, sabía que era una mentira. A veces se quejaba de no poderse engañar. ─No lo entiendo. ─A tu abuela el autoengaño le sirvió para sobrevivir a la guerra, a una adolescencia espantosa, a la muerte de un hijo. La incapacidad de


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engañarse obligó a tu madre a sufrir las circunstancias que le tocaron en suerte sin paliativos. ─Era infeliz. ─No según el concepto que tenía de la felicidad. ─Ya lo sé. Vivir satisfecho con uno mismo. Pero eso es teórico, tío. La felicidad es un sentimiento. Creo que se engañaba, y si no se engañaba, mentía diciendo que era feliz. ─Es un juicio tuyo. ─Ya. Y si era feliz, ¿me puedes decir por qué se fue? Tomás fijó los ojos en los ojos de Max. ¿Tendría la misma duda sobre la muerte de su madre? ¿Convenía hablar del tema? ─Qué tontería. Nadie es eterno ─respondió volviendo los ojos al plato, su atención a cortar la carne─. Nadie puede evitar ese momento cuando llega. Tu madre, desde luego, lo hubiera postergado todo lo posible. ─ ¿Estas seguro? Tomás soltó el cuchillo. El ruido contra el plato le sobresaltó. Le sobresaltó el silencio, la idea del silencio. Había silencios muy malos, silencios que podían hacer mucho daño. ─Vale ─se enfrentó a Max─. Alguien te ha metido en la cabeza lo del suicidio.


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─Contrató el catering en el hotel, un día antes. ─ ¿Puso fecha? ─No. Dijo que quería dejarlo arreglado para cuando se fuera, por si acaso. ─ ¿Y tú no sabes que tu madre tenía siempre el por si acaso en la punta de la lengua, que cuando se le ocurría que podía pasar algo malo lo decía para que no pasara? Era una superstición. ─ Es cierto, pero demasiada casualidad que al día siguiente o esa misma noche, ¿no? Tomás cogió la bandeja de tomates, se sirvió un poco en el plato para la ensalada, picó un dado de queso. Necesitaba tiempo para pensar, para montar una respuesta. ─ ¿No te parece demasiada casualidad? –Max insistió. No podía seguir dando vueltas. Soltó el tenedor y miró a Max fijamente. ─Ni se te ocurra dudar. Ni se te ocurra. No le hagas eso a tu madre. No le puedes hacer eso. Si fue casualidad, pues lo sería. ─ ¿Y qué otra cosa podría ser? ─Tu abuelo presentía la muerte de la gente. A lo mejor, tu madre. Max le interrumpió. ─Yo no creo en esas cosas, tío.


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─Porque no quieres. Creer es un acto de la voluntad. Lo que no puedes negar son los hechos. Escúchame. Los ojos de Tomás se fueron a la pared; el pensamiento a donde María pudiera escucharle. “¿Cómo articular?”, le preguntó. Tenía que poder articular lo que tenía en la mente. Volvió a mirar a Max a los ojos. ─Tú sabes que tu madre creía en Dios. ─Sí. ─Y creía que Dios había creado al hombre por amor. ─No, no hablábamos de Dios. ─Pues ahora te lo digo yo. Tu madre creía que Dios nos había creado por amor, un amor incomprensible para el ser humano, un amor infinito que no somos capaces de concebir. ─Los hechos objetivos que demuestran que eso no es posible sí que son infinitos. ─Escúchame. No digo que Dios exista ni que nos creara por amor. No estamos discutiendo eso. Digo que tu madre lo creía, lo creía con tanta firmeza como creía en su existencia. ¿Me sigues? ─Sí. ─Y creía que por ser de la estirpe de Dios estamos todos destinados a ser creadores.


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─Eso lo escribió en un libro. ─Sí pero no sólo lo escribió, lo creía a pie juntillas. Y creía que el hombre. como Dios, solo podía crear por amor. ¿Entiendes? ─Sí. ─Y creía a pie juntillas que si alguien podía atisbar el misterio del amor, era imposible que no amara. ─No sé a dónde quieres ir a parar. Max empezó a cortarse el primer trozo de carne. No quería discursos. ─Tu madre amaba, amaba este mundo, amaba la vida, amaba hasta a los seres menos estimables. Toda conducta tenía para ella una excusa. Perdonar era encontrar una justificación, decía. Max se impacientó. ─Eso lo sé, tío, lo escribió ─ No puede haber culpables porque no hay inocentes, dijo en un verso. Bonito. ─Bonito y cierto, pero no es eso de lo que estamos hablando. Tu madre amaba a todo ser vivo, por convicción y por sentimiento. Y si amaba a todo ser vivo, cuanto más amaría a los más próximos, como tú, como yo. ¿Verdaderamente crees que tu madre habría sido capaz de causarte un dolor que te durara toda la vida? Max se quedó en silencio, jugando con el tenedor y los cubitos de queso. A Tomás el silencio le despertó la esperanza. A lo mejor había dado en el


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clavo. La respuesta era indiscutible. Se animó a llevarse un pedazo de carne a la boca. Ahora tenía que dar impresión de normalidad, de que no había más que hablar sobre el asunto. ─ ¿Y si perdió el juicio? Los psiquiatras dicen. ─Unos psiquiatras dicen una cosa y otros, otra. La psiquiatría es una paraciencia porque busca en el cerebro lo que está en el alma. Pero no estamos hablando de eso. Hablé con tu madre el día antes de mi caída. Estaba perfectamente cuerda. Iba para tu casa cuando me caí. Si hubiera llegado, hubiera encontrado el cuerpo yo, no Daniela. ─ ¿Y por qué ibas a casa por la mañana y tan temprano? Daniela la encontró a las 10. ¿Por qué? También se lo preguntó aquella mañana cuando sintió un impulso incontenible de ir a Casa Fassman. ─No lo sé. Tenía que ir. No lo sabemos todo, Max. Casi no sabemos nada. “¿Fuiste tú?”, preguntó Tomás a María. “¿Me llamaste tú?” ─ Y el día antes, ¿fuiste por la tarde? ─No, ella vino aquí. ─ ¿Te contó lo del hotel? ─No. ─La mama te lo contaba todo.


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─Ya, pero si me lo hubiera dicho, me habría preocupado. Ella tenía que saber que me habría preocupado. Es lo que te dije, Max. Tu madre era incapaz de hacer daño a nadie a conciencia. Max se quedó mirando su plato. ─Eso es verdad. Tomás tuvo que controlar un suspiro de alivio. “Vaya la que has armado con el puñetero catering”, le dijo a María. “Y encima me pasas el marrón a mí. ¿A quién se le ocurre montar una fiesta para celebrar su funeral?” La memoria le proporcionó algunos nombres. ─Ya ─respondió como si se lo hubiera dicho ella─. Y tú no podías quedarte atrás. ─ ¿Qué? No era ella, era Max al que tenía delante. ─Nada, perdona. Los viejos que vivimos solos hablamos solos. A veces hasta por la calle. La gente cree que estamos gagá. ¿Y qué? ─Leí en un artículo que los que hablan solos suelen ser genios. ─Ya. Otro tipo de majaras. No sé si será por genial o por viejo, el caso es que hablo solo o con Agapito. Con Agapito es mejor porque no me contesta. Max empezó a comer y siguió comiendo como si de repente se hubiera dado cuenta de que tenía un hambre de días. El silencio del comedor le


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recordó a Tomás otras comidas en silencio, cuando solo estaban María y la abuela. La abuela le sonreía cuando sus ojos se encontraban y seguía comiendo sin decir nada. Era una sonrisa contagiosa porque pedía ser devuelta. María miraba la Última Cena de plata que reinaba en una pared, como si todavía pudiera ofrecerle algo por descubrir después de haberla escudriñado mil veces; la hornacina con la virgen y los candelabros; el aparador cubierto con un mantel bordado por la abuela; las baldosas del suelo; las baldosas con dibujo que cubrían media pared; la araña del techo. Los ojos de María nunca se quedaban quietos. Un día se lo dijo. ─No dejas de mover los ojos. Ni cuando miras fijo. ─Se llama nistagmo ─dijo María sin darle ninguna importancia. ─ ¿Quién? ─Lo de los ojos. Nistagmo. Es algo del cerebro. Dice el papa que me viene de cuando me operaron el oído. ─No lo sabía. Parece… ─A ver. ─Como si quisieras verlo todo. ─Menos mal. Un viejo me dijo en casa de mi madre que eso delataba que era muy apasionada. A mi me pareció estúpido ─rio. Tomás rio con ella y no dijo nada, pero pensó que el viejo tenía razón. El movimiento constante de los ojos y las piernas, que casi nunca se le


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quedaban quietas, parecía señal de una agitación interior, tal vez la agitación de las pasiones. ─Tienes un ciclotrón por dentro ─le dijo una tarde, cuando empezó a leer un libro de Saul Bellow que María había traducido y que se acababa de publicar. ─Estás leyendo el libro. Pues, la verdad, yo no veo al protagonista tan agitado como Bellow le quiere presentar, como con un ciclotrón por dentro. Qué va. La verdad es que después de traducirlo se me borró de la memoria, todo menos el título. Son más los que mueren de desamor. La novela me dejó fría. Los personajes me parecieron vulgares, incapaces de amar y menos de morirse de desamor. Sólo me impresionó el título. Son más los que mueren de desamor, se repitió Tomás recordando otra conversación con María cuando eran jóvenes. ─Siempre miras la casa con extrañeza, como si la vieras por primera vez ─le dijo. ─Todas las casas me son extrañas ─dijo María sin dramatismo, con la naturalidad con que se comunica un hecho. ─ ¿La de tu madre en Puerto Rico? ─Es del marido. ─ ¿Y la de tu padre en Barcelona? ─Es de su mujer.


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Las casas donde pasaba todo el curso escolar tenían que parecerle extrañas por fuerza; eran internados. Tomás no comprendió en aquel momento la sensación de extrañeza de María en las casas de sus padres. A él la casa no le parecía extraña. Era de los abuelos y los abuelos eran sus padres y por eso sentía la casa como suya. Le parecía extraño el nombre de su madre en

su carnet de identidad, Enaya, y su segundo

apellido, Handal. Enaya Handal era alguien que vivía o había vivido en Tánger porque en Tánger había nacido él y de Tánger le había traído su padre para dejarle con los abuelos. Tomás sabía desde pequeño que no debía preguntar por su madre porque a la abuela se le ponía la cara triste, y por su padre tampoco por el mismo motivo. El padre aparecía en Casa Mariot todos los veranos y pasaba un mes. Era un hombre simpático que enseguida le inspiraba confianza. Una vez, a los quince años, pensó que tenía derecho a saber algo de su madre y decidió preguntárselo a su padre cuando viniera a pasar las vacaciones. Pero ese año su padre llegó en un ataúd. Son más los que mueren de desamor, le repitió la memoria. ¿Su padre? ¿María? Pero María era amada. La amaba su hijo, la amaba él. ¿Sería que cierto tipo de amores no contaban? Un hijo, un hermano del alma tal vez no podían llenar cierto vacío. Reparó en Max. Se había comido todo lo comestible sin chistar y ahora dormía con la cabeza caída, la barbilla en el pecho. ─Max ─le llamó en voz baja.


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Max se despertó con un respingo. ─ ¿Eh? Café. Tomás sonrió como sonreía a los niños. ─ ¿A esta hora? Ni hablar. No dormiría. ─Entonces Duermebien. ¿Tienes Duermebien? ─ Tengo un té sin teína, no sé la marca. ─Vale. Ya miro. Recojo y te lo llevo a la sala del abuelo. ─No recojas. Ya recogerá Lidia mañana. Y si quieres nos lo tomamos aquí. ─No. A la mama le gusta tomar el café en la sala del abuelo. Cierto. Ella que en su casa merendaba, cenaba y tomaba lo que fuera en su escritorio, le gustaba utilizar todas las dependencias de Casa Mariot. Esta casa es un mundo, Tomás, le dijo un día. A él le tomó un cierto tiempo entenderlo, aunque tal vez nunca lo llegó a entender del todo. De la cocina le llegó el maullido de Tomasito. Otro que se había despertado, seguro que con hambre. Agapito estaba en la puerta del comedor, otra vez indeciso, sin saber si debía dejarle solo. ─Vamos, Pito ─le dijo─. Ahora toca la sala del abuelo. Como cuando ella estaba aquí. ─Perdona ─ le dijo a María en voz alta─. No me lo vuelvas a decir. Ya sé


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que estás aquí.


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IX La cajonera del abuelo

Todos los de la casa llamaban a esa habitación la sala del abuelo, menos María. María la llamaba la biblioteca. La verdad, no había libros suficientes como para ponerle ese nombre. La habitación no era muy grande y los libros llenaban sólo una estantería. La estantería era grande, eso sí, ocupaba toda una pared porque Tomás le había añadido un cuerpo para poner los libros que no le cabían en el despacho. Y cuando se entraba en la habitación, los libros eran lo único que captaba a los ojos. Lomos de colores, letras doradas, plateadas, rojas, negras, blancas. Dentro de ese colorido, miles de palabras, los esfuerzos para decir de otro modo lo que millones de escritores ya habían dicho, pensó Tomás un día y la ocurrencia le pareció tan profunda que se la soltó a María una tarde en que, por un misterio de la primera juventud, le dio por presumir de vena cínica. ─Con esa idea nadie escribiría nada nuevo ─ le replicó María. ─No se hace nada nuevo bajo el sol, dice el Eclesiastés ─ le replicó Tomás. ─ ¿Y por qué el Cohelet o Salomón o el que fuera que escribió eso consideró necesario repetir algo que no era nuevo?


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─ Vanidad de vanidades, todo es vanidad. Años después, María le dio la réplica final en unos versos. Vanidad, vanidad, que no nos falte para ignorar las rejas de esta jaula. “Algo tenías de razón”, le dijo a María con el pensamiento. “¿Pero no te contradecías aceptando que el único modo de soportar la vida era engañándose? Si llegabas a la conclusión de que el mundo era una jaula es que no ignorabas las rejas”. ─Qué tontería ─se dijo Tomás en voz alta─. Como si ahora importara quién gana una discusión. En una esquina, una cajonera vertical y al lado una mesa tan pequeña que sólo se podría escribir en un cuaderno a la vez. Frente a la mesa, una silla evidentemente incómoda. El abuelo no era de escribir otra cosa que cuentas. María nunca perdió la curiosidad por saber qué había en la cajonera, aunque nunca se le ocurrió intentar abrirla. Todos suponían que estarían los libros de cuentas del abuelo, menos María, porque la imaginación la llevaba mas allá, y la tía Lucía porque su imaginación era más práctica. Pero nadie se atrevió a forzar la cerradura ni a probar si le pertenecía alguna de las llaves del manojo de la abuela. Hubo jaleo. La tía Lucía nunca dejó de sacar el tema de vez en cuando después de la muerte de su padre. “Mare, i si hi ha paperetes de la Bossa?” Un día, mientras ayudaba a su madre a sacar del armario la ropa del abuelo recién fallecido, la tía Lucía encontró en una chaqueta una papeleta


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de la Bolsa por valor de once mil pesetas. El dinero se pudo cobrar. Desde entonces, vivió obsesionada por abrir la cajonera. “Mare, no em digui que no ens anirien be unes paperetes de la Bossa. No pot ser que el pare només en tingués una. Lo be que anirien per l’educació del Tomás. Pero la abuela nunca cedió a sus presiones ni a sus intentos de manipulación. La cajonera era del abuelo y él la había tenido siempre bajo llave. Lo que hubiera dentro era suyo y privado. Nadie tenía derecho a abrirlo. La tía Lucía seguía argumentando hasta que se cansaba. Era terca y no aceptaba un no. Pero la abuela ya no le respondía. Había dicho la última palabra y no consideraba necesario decir nada más. El manojo de llaves que la abuela llevaba siempre encima desapareció el día de su fallecimiento. Nadie pudo encontrarlo. Años después, cuando Tomás ya era un hombre, el tío Pep se lo sacó de un bolsillo y se lo entregó con toda naturalidad. ─Toma, esto es tuyo. Pero no le digas a nadie que te las di yo. Tomás se quedó boquiabierto. Ni siquiera atinaba a coger el manojo de llaves. ─ Venga, hombre ─le conminó el tío Pep─. Esta casa es tuya. Estas llaves las llevaba la abuela. Ahora son tuyas. ─Pues sí. Gracias ─dijo Tomás y se las metió en un bolsillo y se fue al despacho a toda prisa para guardarlas en un sitio seguro. Descartó meterlas en un cajón del escritorio aunque estarían bajo llave.


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Después de la muerte de la abuela y en vista de que las llaves no aparecían, a la tía Lucía se le ocurrió romper la cerradura de la cajonera con un cuchillo. Anunció su propósito en la mesa, una tarde de verano, cuando estaba casi toda la familia. ─Ni se te ocurra ─gritó el tío Pep con una voz que Tomás asoció a la de Júpiter tronante y que los dejó a todos sobrecogidos─. La madre respetó esa cajonera toda su vida. Ahora que no está, nadie le va a faltar. ¿Verdad, Tomás? Tomás asintió y negó con la cabeza sin saber qué decir y miró a todos como pidiendo perdón hasta que sus ojos toparon con los de María y se sintió obligado a sacar pecho. ─Esa cajonera no se toca ─dijo con toda la firmeza de que fue capaz. Los ojos de María le sonrieron o eso le pareció. Y se sintió orgulloso de sí mismo y se puso a comer para que no se le notara la emoción. Metió las llaves en un cajón secreto de la biblioteca con la reverencia con que tocaba cálices y patenas en su época de monaguillo, y nunca se volvió a acordar de ellas hasta que, años después, María le dio a leer una novela corta que acababa de escribir; La cajonera del abuelo. Lo más insólito del asunto era que María siempre le daba a leer lo que iba escribiendo y de esa novela no le había dicho absolutamente nada hasta terminarla. Tomás se estremeció como si, en vez de papeles, fuera el cráneo del abuelo lo que María le estaba dando.


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─ ¿Abriste la cajonera? ─ ¿Cómo la voy a abrir? Nadie sabe donde están las llaves de la abuela. ─Las tenía tu padre. Me las dio cuando se arregló lo de la propiedad de la casa ─le soltó Tomás sin acordarse de que se había comprometido a no decir quién se las había dado. ─No jorobes ─exclamó María con una cara de sorpresa que no podía ser fingida. Tomás leyó la novela de la cajonera con la boca abierta. ─Esto es ficción, ¿no? ─ le preguntó a María. ─Algunas cosas sí y otras no. Tomás sonrió. ─A ti la imaginación te crece con los años. Mira que imaginar que el abuelo era masón. ─Pues mira por dónde, eso no lo imaginé del todo. ─Entonces es que encontraste algo. Aquí nadie ha dicho nunca que el abuelo fuera masón. Abriste la cajonera. ─Te dije que no y me estás acusando de mentir. ─Yo no. Es que, quiero decir, no se me ocurre cómo has podido averiguar todo lo que has escrito.


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─Consultando archivos, preguntando aquí y allá. Si me hubieras hecho caso y te hubieras dedicado a escribir en vez de quemarte tratando de educar a niños con padres incorregibles, sabrías lo que es documentarse. ─Pues vaya si no te has quemado tú enseñando. ─Yo no me he quemado, Tomás, seguramente porque escribo. ─Ya, te entiendo, te entiendo perfectamente. Pero yo no sé escribir. El contenido de la cajonera, por ejemplo, a mi no se me hubiera ocurrido ni borracho. Nunca se le ocurrió a nadie. Todos pensamos siempre que ahí solo hay libros de cuentas. ─Todos creéis. Si os hubierais parado a pensar, os hubierais dado cuenta de que era inverosímil. El abuelo tenía todos sus papeles importantes ordenados en el despacho. Cuando murió, hacia mucho tiempo que había dejado de trabajar. ¿Por qué iba a guardar libros de cuentas bajo llave? Yo he encontrado algunas entradas de compras y ventas del abuelo en libros de cuentas de otra gente de la comarca. No tienen nada de particular. No creo que el abuelo los hubiera guardado tantos años con tanto secretismo. Por eso le invento a la cajonera cosas privadas y hasta secretas basadas en lo que pude averiguar, que no fue mucho. ─Pero a ti sí que te dio para mucho. Yo no tengo tanta imaginación. ─Lo que tienes, Tomas, es mucho miedo. Miedo, sí. María lo sabía. Y él también lo sabía, pero encontrar el remedio.

era incapaz de


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─ ¿Y tú no? ─Todos tenemos miedo. Venimos con miedo, vivimos con miedo y con miedo nos vamos. Es un regalo de la naturaleza que nos sirve para sobrevivir. ─Sí, eso ya lo sabemos ─la interrumpió─. Pero no estamos hablando de ese miedo. Es el otro. Miedo a elegir, a equivocarnos en cada elección. Miedo a que nos rechacen. ─Y a que nos acepten ─dijo María sonriendo con tristeza─. Y a ilusionarnos por miedo a desilusionarnos. Y cuando comprendes los estragos que causa el miedo, acabas teniéndole miedo al miedo. No hay modo de librarse. ─ Lo que dices da miedo. Daba miedo porque era cierto. Te morirás de miedo y dirán que te has muerto de otra cosa, decía el final de aquel poema. El causante, se llamaba. ¿Causa de la muerte de María? Yo no creo en la muerte, decía. ¿Un modo de engañarse? Sentado en la butaca que había hecho suya, se quedó mirando el agujero negro de la chimenea con la misma mirada hipnótica con que se miran las llamas. Negro, vacío y negro. Sólo la imaginación podía llenarlo. Pero la imaginación le fallaba, le fallaba la razón, la voluntad. Sólo la memoria se empeñaba en ocupar su mente, como la llama de una vela, débil, tal vez a punto de extinguirse, de convertirlo todo para siempre en un agujero negro.


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Max entró con una bandeja, la dejó en la mesa entre las dos butacas y fue hacia la chimenea. ─ ¿Qué haces? ─ le preguntó Tomás. ─ Fuego. ─ No hace frio. La calefacción todavía está encendida. ─ A la mama le gusta el fuego. ─ Sí ─asintió Tomás. Le gustaba, pensó, le gusta. Nada más que decir, que pensar. María sentada en la otra butaca, en esa sala para dos, mirando al fuego y él mirando al fuego también y, de vez en cuando, a María, preguntándose dónde estaría su pensamiento. Ahora la butaca estaba vacía, pero Tomás no se lo acababa de creer del todo y Agapito tampoco. Cuando María y Tomás se sentaban en esas butacas, Agapito se acostaba siempre sobre la alfombra junto a la butaca de María seguro de que allí le caerían más caricias. ─ Agapito te prefiere a ti ─le dijo una vez. Lo recordó ahora con una sonrisa triste. ─ Agapito recuerda que nació en casa y tal vez, cuando me ve, le recuerdo a su madre. Y de pronto fue Max el que ocupó la butaca.


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─El té se te enfría, tío. Tomás le sonrió. ─ ¿Por qué sonríes así? “Le estoy sonriendo a tu madre”, pensó, pero le pareció cruel decirlo, cruel para los dos. Se acercó a la mesita y le puso azúcar al té. ─Estaba recordando La cajonera del abuelo, la novela. ¿La leíste? ─Claro. La mama dijo que era inventado. ─En parte. ─Me dijo que era ficción, que se había inspirado en el misterio de la cajonera, pero que nunca la había abierto. ─A mi me dijo lo mismo y la creí, pero también me dijo que algunas cosas eran ciertas, que había investigado. ─Eso no me lo dijo. ─Seguramente pensó que no te interesarían los detalles. A los jóvenes no os interesan las cosas de los viejos. Max forzó una sonrisa y cogió su taza de té. Era evidente que no le interesaban. Ninguno de los dos estaba hoy para los misterios del abuelo. Tomás se puso a mirar el fuego. A María no le gustaban las chimeneas sin fuego. A María no le gustaban los agujeros negros.


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X Agujeros negros

Max dormía, como en la mesa. Pensó despertarle, pero ¿para qué? El cuerpo pedía reposo al dolor. Por lo menos había conseguido que reposara. Por lo menos eso, por ahora, se dijo, y se dio cuenta de que también se lo decía a ella. Se puso a mirarle. El parecido con su abuelo era asombroso. A ella no se parecía mucho. Ella se parecía más a su madre. Pero aún más asombroso era el dibujo que le había hecho su abuelo cuando Max tenía cinco años. Quienes

lo vieron en aquellos momentos

dijeron alguna palabra

halagüeña, pero la verdad era que el dibujo no se parecía al niño en absoluto. Era un adolescente de perfil con la frente despejada, cejas espesas, ojos hundidos, pómulos salientes, la nariz recta y ligeramente respingona en la punta. Nada que ver con el modelo. Diez años después, mientras celebraban el cumpleaños de Max en una comida en Casa Fassman, fue Tomás quien, al verle de perfil, recordó aquel dibujo. Le preguntó a María si lo conservaba, y sí, lo conservaba. Fue a buscarlo, lo trajo y los tres se quedaron atónitos, cada cual a su manera. El dibujo era la cara

actual de Max en pocos trazos, la cara que el abuelo le había

adivinado diez años antes. Max miró el dibujo, unió el entrecejo, apretó los labios y le devolvió el papel a Tomás fingiendo no darle importancia. Tenía auténtica fobia a todo lo que no tuviera una explicación normal.


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María levantó las cejas y miró a Tomás con una expresión que él conocía bien. Decía algo así como qué le vamos a hacer. Hubo un momento en que ante ciertas facultades inexplicables de su padre, María comprendió que no le quedaba más remedio que la resignación. Tampoco su padre se entendía, pero se aceptaba como era, como la naturaleza o lo que fuese le habían hecho ser. Y allí estaba Max ahora, casi veinte años después, con la misma cara de aquel adolescente y la frente surcada por las arrugas de su abuelo. El futuro no se puede predecir, no existe, había creído Tomás, y María estaba de acuerdo, hasta que la teoría de la relatividad y la física cuántica y las simetrías y la Biblia en verso que habían ido alimentando la biblioteca de sus conocimientos a lo largo de los años le dejaron tan perplejo, que apenas había segmento de la realidad sobre el que se atreviera a pronunciar una sentencia categórica. También en eso estaba de acuerdo María, pero ella tenía el camino de la fe abierto y sin obstáculos. Porque le daba la gana, decía, y contra eso no había argumento científico que pudiera oponerse. Para ella, el auténtico tesoro, el arma más poderosa voluntad.

del ser humano no era la inteligencia, era la

La voluntad podía crear dioses y reducir al hombre a la

condición de un monstruo infrahumano. La voluntad podía cargar a

la

vida con una sentencia de muerte inevitable y convertir al tiempo en verdugo, o librarla del lastre concediéndole la eternidad.


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─Cómo me gustaría haber tenido mi voluntad tan desarrollada como la tuya o haberme atrevido a dejarla hacer ─dijo Tomás moviendo los labios, pero sin voz para no despertar a Max─. Cuánto me he perdido por miedo. Se quedó en silencio mirando el ultimo tronco que ardía, un tronco delgado. Dentro de poco se acabarían de extinguir las dos últimas llamas que le rodeaban y la chimenea volvería a ser un agujero negro. Max había apagado las luces. No necesitaba, como él, la luz artificial para sentirse a gusto. María, sí. Pensó levantarse a encender la lámpara central, pero le apeteció iluminarse con el fuego. Hizo un esfuerzo para levantarse de la butaca y otro mayor para sacar un tronco del cesto de la leña y ponerlo en la chimenea sin hacer ruido. ─Éste dormiría aquí hasta mañana si le dejo. “Le hace falta dormir” le contestó lo que podía ser su pensamiento o la voz de María, ¿por qué no? Es la fe un derecho al que no voy a renunciar aunque todo desmienta lo que creo y a veces me parezca que todo lo desmiente. ─Ya lo ves ─dijo con el aliento, moviendo los labios─. Me lo sé de memoria. Se sabía de memoria casi todos los poemas de María. La memoria se los devolvía sin fallar más rápidamente que su ordenador. ─Será porque decías en verso lo que también pensaba yo ─le dijo.


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Los dos troncos que puso prendieron enseguida. Se quedó de pie mirando las llamas, con el codo apoyado en una esquina de la repisa de la chimenea, cuidando de no tirar las fotos que la ocupaban de lado a lado. ─No hay agujeros negros ─susurró. “No hay espacio-tiempo. No hay nada que no quieras que haya”, le respondió María, como le decía cada vez que sacaban el tema. ─Lo malo es cuando no hay lo que quieres ─replicó Tomás repitiendo lo que su mente le repetía una y otra vez. A lo que María siempre respondía: “No si buscas lo que quieres con la ilusión de encontrarlo. La ilusión siempre es buena”. ─La ilusión ─repitió─. Nunca me atreví a decírtelo. En algún momento, muy pronto, perdí la ilusión. ¿Cuándo? La ilusión de enseñar, por ejemplo, tal vez cuando llegó a la conclusión de que los niños no tenían ilusión de aprender. ¿No sería culpa suya por no saber despertarles esa ilusión? Intentó modernizarse leyendo la teoría y los métodos de los que se consideraban autoridades más modernas en educación. Pero no consiguió ilusionarse. ¿Cómo iba a ilusionar a sus alumnos? Hasta el día en que Max llegó a la clase.


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Volvió la cabeza hacia el hombre que dormía en la butaca con las piernas estiradas, la barbilla, oscurecida por la barba, apuntando al pecho. Y la memoria le devolvió al niño. Aquel primer día de clase, cuando le vio entrar en el salón, se emocionó como no se había vuelto a emocionar desde su primer día de maestro. Era su hijo, el único hijo que tenía y el único que iba a tener, de eso estaba seguro aunque nunca se había dicho por qué. Cuando le vio sentarse en uno de los pupitres de atrás y hacerse un lío buscando a prisa carpeta, libro y boli en la mochila, pensó en María y sintió vértigo. Qué responsabilidad. ─Y qué desastre ─dijo sonriendo. Esa cara que ahora dormía con las cejas fruncidas por a saber qué sueños tenebrosos

tenía

entonces

una

expresión

divertida,

a

veces

de

perplejidad, siempre de entusiasmo. Max sí tenía ilusión, una ilusión inagotable que le proyectaba al futuro saltando por encima de todos los obstáculos

y

fracasos

del

presente.

Era

un

milagro

que

hubiese

conseguido aprobar, su asignatura y todas las demás. La mente de Max se resistía a aceptar toda enseñanza reglada, deberes, trabajos. Se exigía un orden estricto, pero era un orden propio, una disciplina concebida por él mismo que tenía muy poco que ver con lo que exigían los demás. Tenía ilusión por aprender, pero por aprender sólo lo que quería aprender y cómo quería aprenderlo. Eso no aparecía en ningún libro de texto ni en ningún manual.


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─Ahora que lo pienso ─le dijo a María─. Tu padre también tenía ilusión y sus expectativas también eran caóticas, para los normales, digo. Max no solo heredó su físico, heredó su ilusión.

Y la ilusión de tu madre. Y la

tuya. Un buen legado. A Max le tocaron unos genes cargados de ilusión. ¿Y ahora? Se le ha derrumbado el mundo. Volvió a fijarse en el ceño fruncido, en los músculos de las mandíbulas que indicaban dientes apretados. El movimiento de las llamas parecía moverle las facciones. Max era incapaz de quedarse quieto. Cuando pensaba, sus ojos corrían por los mundos de su mente. Cuando dormía, la tensión de los músculos de la cara sugería batallas en el mundo de sus sueños. Max siempre tenía alguna batalla que librar. En el colegio, tomaba bajo su protección a los más pequeños y a los más débiles aún cuando él mismo era débil y pequeño. Cuando creció, no perdió la costumbre. “Ahora se pondrá a reconstruir su mundo con la misma voluntad y la misma ilusión de siempre”, le dijo la voz imaginada que podía ser su pensamiento o María porque los dos pensaban lo mismo. ─ Sí ─le respondió─. Es joven. Pero yo, sin voluntad, sin ilusión, ya me dirás qué hago. La voz de su pensamiento no le respondió, tal vez porque él mismo no tenía respuesta. ─Consumir el tiempo. Es lo que he hecho hasta ahora, ¿verdad? Leer, tomar notas inútiles, coleccionar fotos de lugares a los que nunca iré,


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aprovechar el invento de Internet para hacerme creer que tengo amigos que no conoceré nunca. Distraerme para no pensar, para no ver mi vida. ¿Así había existido? ¿No había habido nada en su vida que hubiera vivido con la conciencia o con la sensación de estarlo viviendo? Volvió a mirar el fuego, con la boca entreabierta, las cejas arqueadas, y de la boca, sin darse cuenta, le salió una palabra. ─Tú. Por dentro, silencio. Luego ideas inconexas. ─Tus ojos, tus cejas, tus labios, tu voz. Tú vida. Se quedó alelado mirando el fuego, pero viendo mucho más allá. ─Eso era mi vida, la tuya. Nada más. Estar contigo o esperarte a ti. Pero ¿cómo te lo iba a decir? Si ni a mí mismo. ¿Decir qué? Como hermanos, desde tan pequeños. Casi hermanos. Hermanos. Ni él mismo se había permitido pensar que su amor pudiera ser otra cosa. ¿Era otra cosa? Celos cuando se casó, las tres veces. Pero eran celos de amigo, se decía. Hasta que María comunicó que estaba embarazada. Fueron todas las penas del infierno ver cómo le crecía el vientre. Por la noche, en la cama, de pronto aparecía en su imaginación con un hombre encima y el alma le gritaba una de las jaculatorias de su infancia y el brazo saltaba a la mesa de noche y la mano buscaba el interruptor de la lámpara con desesperación y cogía el primer libro que


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encontraba y empezaba a leer en voz alta para ahuyentar los malos pensamientos. Pensar en María como mujer le parecía un pecado monstruoso aún cuando había dejado de creer en los pecados. “Qué estupidez”, le pareció oírla en su mente. ─Ya lo puedes decir, ya. Joder. De todos modos, pensó, aunque no hubiera sido tan estúpido, aunque no hubiera tenido la mente tan enferma; aunque se hubiera dicho a sí mismo lo que sentía y se lo hubiera dicho a ella, lo más probable era que ella le hubiese rechazado. ¿Por qué? Sonrió con amargura. La mente de María estaba abierta de par en par al mundo y más allá. Crecía, se desarrollaba. La suya se alimentaba de libros, de lo que otros habían pensado y escrito, y giraba, giraba, giraba, encerrada en el círculo del pueblo, o más bien en el círculo minúsculo de Casa Mariot. Si se lo hubiera dicho, si se lo hubiera dicho a sí mismo y se hubiera atrevido a decírselo a ella, ella le habría mirado con esa sonrisa en los ojos con que le miraba a veces y que a él le parecía maternal. “Te quiero, María”, le hubiera dicho. Y ella seguramente le hubiera respondido. “Yo también te quiero, mi Tomás”. Con el cariño de una madre, de una hermana. Un cosquilleo en la mejilla le hizo llevarse una mano a la cara. Estaba mojada. Giró todo su cuerpo hacia la chimenea para que Max no le viera,


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como si pudiese verle. Se sacó el pañuelo del bolsillo con sigilo y se limpió toda la cara con fuerza. No podía permitirse ni un signo de debilidad delante del niño. Sólo eso faltaría para acabar de derrumbarle. Levantó la cabeza y aspiró todo el aire que pudo. Sus ojos toparon con la foto de los abuelos que ocupaba lo alto de la chimenea; la foto enorme entre un gran marco dorado que el tío Pep tenía en su piso de Barcelona. María le había regalado una copia al morir su padre y había sugerido ese lugar como el más adecuado y había puesto a sus pies, en la repisa, fotos de toda la familia por parecerle lo más adecuado también. Tomás se quedó mirando

a la abuela. Recorriendo su cara, le volvió la

descripción de la fotografía. Una cara como esculpida en piedra: frente amplia, sienes hundidas, pómulos salientes, labios finos y apretados, mentón firme. Así la había descrito María en la biografía de su padre y no se podía describir mejor. Los ojos miran a la cámara desde el fondo de unas cavidades como abrigos rocosos. Mirada penetrante en la que se adivina la capacidad de comprender. La abuela lo comprendía todo. Hablaba lo justo, pero lo comprendía todo. ─Tu m’entens, padrina. Ajuda’m, si pots ─susurró. Al lado de la abuela, el abuelo miraba a la cámara con una ligerísima sonrisa. La sonrisa le suavizaba las facciones. Hasta parecía más blando que su mujer. Sólo en los ojos se podía intuir la firmeza de su carácter. Firmeza, dureza, dureza de roca, a veces, para algunos, inhumana. Nunca podría juzgarle porque se había ido antes de que Tomás tuviera


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conciencia. Al abuelo le conocía por los tíos, por lo que María le contaba que le había contado su madre, por lo que ella misma había averiguado para escribir aquella novela misteriosa y, más tarde, para dedicarle un capítulo largo en la biografía de su padre. Sus hijos le describían como inflexible y hasta cruel. Pero, por lo contado, para María y Tomás, ese hombre granítico había tenido siempre la sonrisa de esa foto, la de un anciano comprensivo, casi dulce. María conservaba un recuerdo, una de esas imágenes difusas del tiempo anterior al uso de razón. Recordaba que la abuela le daba un plato con trozos de pan y de tomate y un charquito de aceite para que se lo llevara al abuelo que estaba sentado entre el verde de plantas y árboles, probablemente en el cenador. María tenía la sensación de que esa escena se había repetido muchas tardes. ─ ¿Y yo? ─se le ocurrió preguntarse otra vez, como lo había preguntado cuando María le contó la anécdota. ─ ¿Dónde estaba yo? “Seguramente con la abuela. Dicen que eras la sombra de la abuela cuando eras muy pequeñito”, María le había contestado. ─ Su rabo ─corrigió─. Decía la tía Luisa que yo era el rabo de la abuela. Y volvió a escuchar la voz de María, dura con la dureza del abuelo que, según ella, le salía cuando algo o alguien le colmaba la paciencia. “La tía Luisa era una perfecta cretina”. La tía Luisa no estaba en la repisa. María tenía razón y la juzgaba con coherencia. Para poder perdonar los insultos gratuitos que la tía soltaba contra su madre, María la justificaba atribuyéndole una estupidez


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incurable. Esa justificación le había servido a Tomás para evitarse el odio y el rencor contra esa mujer que calificaba a su padre de enfermo repugnante. Era estúpida, tan estúpida que no valía la pena recordar sus comentarios y el dolor y la vergüenza que le producían cuando los soltaba en la mesa, siempre en la mesa, delante de todos. Años sin recordarlos, pensó, años sin recordarla a ella y su veneno gracias a María, gracias a ese concepto suyo del perdón que libraba a la víctima de males mayores. La tía Lucía sí estaba. Estaba en una foto del 52 junto a una mujer bellísima, la madre de María. Las dos envueltas en chaquetas de pieles, con sombreros, y un poco más adelante, en el medio, María, con un traje largo blanco, chaquetilla de angora

y un tocado en el pelo. Era la boda

en Madrid de la hermana de su madre y María llevaba las arras. Las llevaba en la fotografía, por lo que tuvo que haberse tomado antes de entrar en la iglesia. En medio de la ceremonia, agobiada por la madrina que no paraba de decirle que no se moviera, María tiró las arras al suelo con toda su fuerza, se dio media vuelta y se fue de la iglesia corriendo. La anécdota se comentó en Casa Mariot durante años. Tomás sonrió reviviendo en su imaginación la escena contada y recordando otros exabruptos de María. Cuando alguien le colmaba la paciencia, le salía el Mariot, decía. Junto a la foto de aquella boda, dos hombres maduros, su padre y el tío Pep, posaban con un brazo echado sobre el hombro del otro. Se veía enseguida que eran hermanos, tan parecidos entre sí, como parecidos a


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su madre. Dos hermanos, siempre, a pesar de todos los avatares, pensó Tomás. Mirando a su padre volvió a sentir la sensación de extrañeza con que le había visto siempre. Mirando al tío Pep volvió a sentir la familiaridad que había sentido muchas veces. El tío Pep no era un padre convencional ni de lejos, pero para María y para él, era un padre, le sentían los dos como un padre, un padre divertido, chiflado por saltarse todas las normas, un padre rotundamente anticonvencional y una persona absolutamente excepcional, decía María y tenía razón. El tío Pep nunca abandonó al hermano que un día llegó de Tánger cuando le daban por muerto con un hijo de cuatro años no se sabía de quién y una enfermedad cuyo nombre sólo la tía Luisa se atrevía a mencionar en público. De su hermano decía que tenía el cerebro corroído por la sífilis y que no se le debería dar permiso para salir del sanatorio. El padre de los recuerdos del hijo era un hombre afable, simpático, que le expresaba su cariño revolviéndole el pelo. Hasta en el carácter se parecía a su hermano, Pep. Un vecino del pueblo, amigo suyo de antes de la guerra, un día le contó a Tomás que su padre era un conversador interesantísimo, muy culto y muy irónico. Era maestro, pero sobre todo, era artista. Tomás se preguntó muchas veces si había querido estudiar magisterio

por el deseo

inconsciente de emular a su padre. En dibujo y pintura, imposible, se le daban muy mal. Mirando la fotografía se preguntó si

no le habría movido un deseo

inconsciente de prolongar la vida de su padre, de salvarla del fracaso irreversible a la que la había condenado la enfermedad. Su padre decía


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siempre que era muy feliz en el sanatorio. Tomás se había sentido siempre

feliz

recluido

en

Casa

Mariot.

¿Habría

querido

imitarle

inconscientemente con su reclusión voluntaria? En algo no le había podido imitar, en algo que tal vez había sido su único triunfo. A las monjas que le cuidaban con mimo en el sanatorio, su padre había legado dibujos, acuarelas, óleos y murales. El hijo no iba a dejar a nadie legado alguno. Los ojos siguieron hasta la fotografía de al lado. Otra vida fracasada, otra horrenda manifestación del absurdo. La cara sonriente de la prima Nuri guardaba el misterio del instrumento más profundamente humano de todos los instrumentos musicales. Sus labios se abrían para cantar y su voz parecía salir de un mundo superior al de la tierra. Aquella sonrisa estaba a un paso de dirigirse al público de un gran teatro para agradecer los aplausos. Y pocos meses después de esa sonrisa, murió. “La muerte no existe”, repitió María en su mente. “Están vivos. ¿No ves que están vivos? Les acabas de resucitar”. ─ ¿Y el día que no esté? ¿El día en que ya no pueda ni resucitarte a ti? Como si las manos de María hubieran agarrado sus hombros y le movieran a volverse, se volvió. Max respiraba profundamente, la cabeza caída sobre el pecho. ─Joder, María ─dijo en voz alta─. Qué estúpido soy. Max saltó.


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─ ¿Qué? ─ gritó. ─ Que habrá que irse a la cama, ¿no? ─le contestó. En la cama, con la luz apagada y los ojos muy abiertos, Tomás volvió a ver las fotos en su imaginación. Los Mariot, pensó. Faltaba la tía Pilar, en una foto tan grande como la de los abuelos y con el mismo marco dorado, colgada encima de la mesita, junto a la cajonera. Faltaba el tío Juan del que no habían podido encontrar una foto, pero le representaba un paisaje pintado por él junto a la chimenea de la sala. Faltaba Jacinto, que se fue antes de que se manifestara la rareza de sus genes. Los Mariot, se repitió mientras se le empezaban a cerrar sus ojos y en su imaginación aparecían caras familiares, extrañas. ─ ¿Por qué no escribes? La voz de María le sobresaltó. Miró a su alrededor. Siluetas de muebles en las sombras. ─ ¿Por qué no me dictas? ─ le contestó.


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XI Miedo

Tomás miraba los montículos de cuadernos que ocupaban la mitad de su escritorio. Sus ojos vagaban por las tapas negras, algunas con manchas, con señales del manoseo. Levantó los ojos. Los dejó vagar al frente, por la chimenea, la mesa con sus libros, la lámpara, la butaca, el cuadro de su padre en la pared opuesta al rincón de leer, el mueble bajo el cuadro con fotos de la familia. Los ojos, sin más que mirar, volvieron al escritorio, a los cuadernos negros apilados. Parecía que solo los ojos tuvieran vida porque se movían. En su mente y en su cuerpo, una quietud y un silencio de muerte. Levantó un brazo sin proponérselo y puso la mano encima de uno de los cuadernos. También sin darse cuenta, sus dedos empezaron a acariciar la tapa. Los ojos, cansados de las tapas negras, volvieron a buscar imágenes. La lámpara, la enorme lámpara de leer estaba apagada. Miró al techo. La del techo también. Solo la luz del sol entraba por la ventana de al lado del escritorio con una selva de hojas verdes, dos ciruelas amarillas entre el follaje, más abajo. Miró su mano sobre el cuaderno, los dedos que no dejaban de acariciar la tapa. ─ Tú me dirás qué hago ─dijo.


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Pero nadie le contestó. Se había hecho el silencio, y en ese silencio, el tiempo no pasaba porque no lo notaba nadie. Hasta que lo rompió el ruido de golpes en la puerta. ─Adelante ─dijo y repitió más fuerte porque ni él mismo se había oído─. Adelante Entró Max como una bala. Se sentó en una silla frente al escritorio. ─No te lo vas a creer. ─ ¿El qué? Max ya había empezado a contar el qué. Había ido a hablar con la doctora Blanch y con Ramón Aytés. ─La mama se fue a hacer una analítica. Se debía sentir mal. ¿Te dijo algo? ─No. ─Y cuando le llegaron los resultados a la Blanch, se presentó en casa. La mama se estaba muriendo. ─ ¿Cómo? ─Que la doctora Blanch le dijo a la mama que se estaba muriendo. Así, sin contemplaciones. Porque le dijo que tenía que ir al hospital enseguida y la mama dijo que no podía. ─ ¿Pero que tenía? ─De todo, le estaba fallando todo. Aquí está el informe.


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Max se sacó de un bolsillo varios papeles y los tiró encima del escritorio. ─Ya lo leerás. La mama le prometió a la doctora que llamaría a la ambulancia a primera hora de la mañana, pero que antes tenía cosas que hacer. La doctora le dijo que no podía asegurarle que pasara de esa noche. Y la mama, esto no hay quien se lo crea, fue al banco, fue al hotel, puso encima de su escritorio una carpeta con todos los papeles de la casa, de la incineración, teléfonos, los papeles del seguro de CEDRO, yo que sé. Lo del hotel ya fue lo más. Le pidió a Ramón Aytés el precio del cordero. Ramón le dijo que el cordero y el vino me lo dejaba a precio de coste y que el hotel ponía el catering y la ensalada gratis. ¿Te lo puedes creer? ─De tu madre, sí ─dijo Tomás con un asomo de sonrisa. ─ ¿Y de Ramón? A mi me viene una vecina del pueblo con ese rollo y creo que se ha vuelto loca. Ramón se la tomó en serio. ─Ya te dije que tu madre estaba perfectamente cuerda y se notaba. Ramón reaccionó como un amigo. ─Eso sí. Y sus padres, muy bien todos. Vinieron al funeral. Y no te lo pierdas. Los de Lo Pont dijeron que la ensalada la ponían ellos, que la mama comía allí todos los días y tenían derecho. ¿Te lo puedes creer? Y el vídeo. Hasta el vídeo. ─ ¿Qué vídeo? ─Lo tenía todo escrito. Y el vídeo encima de la carpeta. Lo grabó el año pasado. ¿Se sentiría mal?


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─No lo sé. No nos gustaba hablar de enfermedades, a ninguno de los dos. ¿De qué iba el vídeo? ─La mama. Toni llevó la tele al jardín y pusieron el vídeo y sale la mama, como si nada, despidiéndose de la gente por su nombre, diciéndole cosas a sus ex alumnos y al final les pide a todos que canten “You’ll never walk alone”, y encima pone el karaoke con la letra. ¿Te lo puedes creer? Y los ex alumnos cantando. ─Era la canción con que terminaban los festivales de fin de curso. ─Ya. Será muy bonito, tío. Todo lo que quieras. Pero si le hubiera hecho caso a la doctora Blanch ahora estaría aquí. ─O no. A lo mejor hubiera pasado las últimas horas de su vida en un hospital con agujas y tubos y cualquier cosa, sabiendo que a lo mejor todo eso no serviría de nada, sabiendo que la aventura se acababa de una forma trágica, horrible. Tu madre no se merecía morir así, irse así. Se fue organizando una fiesta, ¿no lo ves? ─Joder, tío. Dice la doctora Blanch que seguramente se tiró en la cama vestida porque ya no pudo más. ─No pienses en lo que te dijo la doctora Blanch. Piensa en lo que te quiso decir tu madre con ese ultimo esfuerzo. ─No capto. ─Piensa.


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─Qué te digan que te estás muriendo y en vez de volar a urgencias te pongas a gastar las últimas fuerzas que te quedan, ¿eso no es suicidio? ─Eso es irse como a uno le da la gana. A tu madre le dio la gana dejarte todo arreglado para poder irse tranquila. Y el último mensaje te lo dio en la canción. Según su fe, nunca caminaremos solos. ─Muy americano. ─Bueno. Tu madre fue cogiendo lo mejor de todos los sitios donde le tocó estudiar. Y lo trajo aquí, hasta el final. ¿Qué hicieron después del vídeo? ─Comer. Hasta yo comí porque se me metió su voz en los oídos diciéndome que tenía que comer más, que estaba muy flaco. ─Ya. ─Lidia está haciendo una espaguetada porque dice que es lo que mejor me como y porque mi mamá quiere que coma mucho. Me trata como si fuera un nene. Y tú también. A ver si nos vamos a volver todos locos. ─Pues déjame decirte una cosa. Viendo lo que la gente considera normal y cuerdo, yo, como tu madre, loco y anormal. Me molestaría mucho que alguien me dijera que soy normal. Lo consideraría un insulto. ─ No se puede vivir al margen. ─ A ti te parece ahora que no se puede. Estás luchando por abrirte camino entre el montón. Es tu vida y eres tú quien tiene que orientarla. Lo que sí


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tienes la obligación de aceptar es que cada cual tiene derecho a orientar su vida según le parezca. ─Eso es anarquía. ─Eso es respetarse a uno mismo. ─ ¿Y a los demás? ─A los otros se les respeta por empatía. ─Dices lo mismo que la mama. ─Tuve una buena maestra. ─Yo no. O sí, pero no fui buen alumno. No me tomaba en serio lo que decía. No le daba importancia. No sé. ─Sabrás. Irás sabiendo. Sólo espero que no seas tan lento como yo. Max sintió la necesidad imperiosa de caminar. La hora que faltaba para la comida era demasiado tiempo para pasarlo sentado. ─Me llevo a Agapito, tío. Agapito saltó de la butaca en cuanto oyó su nombre y de dos zancadas se puso en la puerta. Max y el perro se atascaron intentando salir a la vez. Tomás se quedó sonriendo. ─Culo de mal asiento, como su abuelo. Hasta Agapito se vuelve más loco cuando está él. Volvió los ojos a los cuadernos negros.


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─ Y yo tan lento, cada vez más lento. Después del desayuno, Max le había pedido que le dejara quedarse unos días. No quería quedarse solo en su casa. Tomás le dijo que nunca volviera a preguntarle si podía quedarse. “No estás huérfano”, le dijo, y se sorprendió de sus propias palabras. Max le miró en silencio, sorprendido también. “Y esta es tu casa”, remató para liberar la emoción. Max le pidió que le acompañara a su casa a buscar ropa. Tomás le acompañó. Mientras Max hacía su maleta, Tomás se quedó esperando en el despacho de María, sentado en una silla frente al escritorio. Al principio, dejó vagar los ojos por la habitación. Los detuvo en un mueble más pequeño que los de la biblioteca. Encima del mueble, fotos. A María le gustaban mucho las fotos, y a él le acabaron gustando también porque María fue poniendo fotos en Casa Mariot después del fallecimiento de la abuela para que Tomás se sintiera más acompañado. Allí estaba María de pequeña con sus padres, la última foto de estudio que se le hizo al tío Pep, una foto de Max a los treinta años en la que se veía que sus facciones eran un calco de las de su abuelo. Tomás tenía copia de todas esas fotografías en su despacho. Todos eran los suyos, pero ahora solo le quedaba uno.

Más abajo, dos estantes con carpetas, carpetas con

manuscritos terminados y proyectos que María ya no podría terminar. Más abajo, un armario con puertas. Tras esas puertas estaban los diarios de María en cuadernos negros.

Años de su vida, día a día. Allí habría de

todo. Versos, pensamientos, notas, listas de cosas que hacer, de la


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compra. “A lo Thomas Mann”, le contó María. Los diarios de Thomas Mann habían sido su libro de cabecera durante muchos años. María iba a todas partes con su cuaderno de tapas negras y empezaba a escribir en cuanto se le pasaba por la cabeza algo que no quería olvidar. Tomás sintió ganas de abrir el armario para ver esos cuadernos, sólo verlos, sin tocarlos, pero no se atrevió. No tenía derecho a violar la intimidad de María, ni siquiera a consentirse el deseo de violarla. Y sin embargo, cuando bajó Max con mochila y maleta, un impulso más fuerte que su voluntad hizo que Tomás le espetara. ─He estado pensando en los diarios. Están ahí. Apuntaba notas, de todo. Me lo dijo tu madre y estaba pensando que tiene que haber mucha cosa con valor literario y que es una pena que se queden ahí, a lo mejor hay cosas que merecen publicarse, quiero decir, tenía proyectos y lo apuntaba todo. ─Llévatelos, tío ─le cortó Max─. Yo no sabría qué hacer. La literatura no es lo mío, ya lo sabes. ─ ¿De verdad? Max le ayudó a llevar todos los cuadernos al coche y a llevarlos del coche a su despacho en Casa Mariot. Y allí estaban, encima del escritorio. Y él mirándolos idiotizado y acariciando uno con los dedos como si estuviera en Braile. Sin atreverse a abrirlos, a violar la intimidad. “Tomás, si un día


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te das cuenta de lo que has dejado de hacer por exceso de escrúpulos, te vas a horrorizar”. ─Ya me horrorizo, ya –le dijo─. Me he horrorizado muchas ves. Ayer, sin ir más lejos. Recordando sus conclusiones de ayer se avergonzó y saltó a otra cosa para que María no se diera cuenta. ─Presencia de Dios, me agobiaba la presencia de Dios ─dijo─. Dios mirándome a todas horas, condicionando todo lo que hacía.

Me lo creí

todo a pie juntillas. Me creí que hablaban en nombre de Dios, Me creía que era Dios el que me hablaba a través de ellos. Tú pudiste cortar esa cadena infernal. Yo no pude. Cuando quise ya era tarde. Se me había grabado en la mente. “¿Te acuerdas cuándo y cómo la corté de cuajo?” ─ Claro que me acuerdo. En el bautizo de tu hijo. “Me negué a meterle o dejar que otros le metieran en la cabeza la idea de Dios y de Satanás que había convertido mi infancia y mi juventud en un suplicio”. ─ A lo mejor yo hubiera podido reaccionar si hubiera tenido un hijo. “Y ahora, ¿no lo tienes?”


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Tomás volvió a escuchar en su memoria sus palabras de esa mañana. “No estás huérfano”. Menudo padre, sin ilusión, condenado a contemplar hasta el final el fracaso de su vida, por escrúpulos, por imbécil. Se quedó un momento en silencio. Se levantó de la butaca. Abrió con furia el cuaderno que tenía más a mano. Fue abriendo el primer cuaderno de cada montón hasta que encontró la fecha que buscaba: “Notas. 20172018”. ─Tengo miedo. “Que no te paralice”. ─No. Esta vez, no. Te lo juro. Se dejó caer en la butaca. Abrió el cuaderno y empezó a leer. “Ayer decreté tomarme vacaciones de la política para dedicarme a Los Mariot”, leyó.


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XII Los Mariot

¿Los Mariot? ¿Una historia de la familia? Tenía que estar en una carpeta. No se había traído las carpetas. ¿Y cómo se las iba a traer? Ni siquiera sabía dónde meter todos esos cuadernos. ¿Qué iba a hacer con todas las carpetas? Giró la butaca hacia la biblioteca; físicamente a sus espaldas y mentalmente siempre ante sus ojos. Recorrió las estanterías. No quedaba lugar ni para un libro más. Volvió a girar la butaca. El mueble con las fotos, tantas fotos. ¿Dónde iba a meter todas esas fotos? Y en ese mueble estaban todos sus documentos, los de la casa, todo clasificado, los cajones llenos. Tantos años guardando; sus años y los de la abuela. Años necesitaría para mirarlo todo y decidir qué tirar. ¿Con qué criterio? Engorro insoportable, de todas maneras. ─¿Qué hago? Joder. “¿Dónde están las carpetas?” ─En tu casa, coño, ¿dónde van a estar? “Pues eso”. ─ ¿Pues eso? ¿Qué trabaje en tu casa?


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María no le contestó. Claro, ¿dónde iba a trabajar mejor? Pero romper la rutina, alterarlo todo. ¿Todo qué? ¿Qué era todo? Leer los periódicos en el ordenador. Enterarse de otras noticias y de las reacciones de la gente en Twitter, en Facebook. Comentar algo de vez en cuando, muy de vez en cuando, entreteniéndose con el jueguito de la economía de palabras. Leer los mensajes que le llegaban y a los que nunca contestaba ni contestaría. Su tiempo de establecer relaciones personales había pasado, se había llevado las ganas. Buscar información en Wikipedia para refrescar la memoria, para llenarla con nueva información. ¿Para qué? Releer una y otra vez los mismos libros porque ya no le apetecía atreverse con algo nuevo. Imprimir fotos de bibliotecas de todo el mundo y pegarlas en un álbum por no perder costumbres del siglo pasado. De fondo, Marta Algerich y Khatia Buniatishvili, a veces Kiri Te Kanawa poniendo

banda

sonora a los patéticos esfuerzos de un viejo por llenar su tiempo y fingirse útil ante sí mismo para hacerse creer que su vida todavía valía la pena. Viejo gris de cielo plomizo, sin sol, sin lluvia. De vez en cuando, entretenerse un rato mirando a Khatia mientras tocaba, una concesión a su sentido de la vista y a otras sensaciones de otros tiempos. Pero la conciencia se burlaba pronto de él llamándole viejo verde y pasaba a Facebook o a Twitter, avergonzado, para entretener los ojos, para escuchar la música sin que los ojos restaran placer a los oídos, sin que los apetitos viles pervirtieran el placer puro de escuchar. Total, ¿qué había en su rutina que mereciera salvarse? “¿Qué hay en tu rutina que merezca salvarse?”


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─Nada ─le contestó─. “¿Entonces?” ─ ¿Entonces qué? “Tú sabrás”. ─Cambiarla. Hacer otra cosa, vale. Pues no sé. No había otra cosa. “¿Y ahora?” ─ ¿Ahora tus diarios, Los Mariot, lo que me encuentre? Seguro que encuentro algo de lo que no me hablaste. No me dijiste nada de “Los Mariot”. Aunque poco habrá que leer. No te dio tiempo a escribir mucho. Si estuviste dos años investigando y escribiendo notas para la biografía de tu padre, supongo que en pocos meses no habrás ni empezado un manuscrito. De todos modos, ¿qué voy a hacer yo con todo eso? Solo soy un maestro. “Lo que quisiste ser”. Pues, no. Tomás quería ser otra cosa, pero había que ganarse la vida, como ella con sus clases de inglés. Lo que de verdad quería ser no se lo decía abiertamente ni a sí mismo porque le daba vergüenza. ─ No, yo quería ser otra cosa, pero estaba tan alta, tan alta que no la podía alcanzar. Tú me lo dijiste muchas veces, sin saber que me

daba

vergüenza. Eres un poeta, decías, y yo sonreía y procuraba cambiar el tema. Siempre creí que te burlabas.


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“¿Me burlaba?” Una búsqueda rápida en su memoria de las contadas veces en que le había enseñado un poema suyo, no le permitió encontrar

ni una sola

expresión de María que sugiriera burla. Encontró expresiones serias, a veces de enfado, hasta de desesperación. ─Ahora que te has jubilado, ya no tienes la excusa de la falta de tiempo ─le dijo María una tarde después de leer uno de sus poemas. ─Ahora tengo otra mejor. No soy bueno ─le replicó. A María se le demudó la cara. ─ ¿Cómo, coño, puedes valorar a un poeta como se valora a un futbolista? ─saltó─. ¿Bueno, malo? Eso solo lo deciden los críticos petulantes. En la poesía no caben los valores del montón. Lo sabes perfectamente. Sabía lo que pensaba Hölderling sobre la poesía y cómo conducía, por una vía sin retorno, a la locura. Y lo que pensaba María. Luchar como una fiera por la supervivencia a plena luz del día. y a lo oscuro, en secreto, ganarse la vida. Y lo que sentenció en aquel poema humorístico. En fin, lo dijo el griego, poesía es la vida, y la vida, un puro pataleo en el que todo vale. Poesía será lo que tú quieras. ─ ¿Y si lo que me pasa es que nunca he sabido lo que quiero? “¿Y si lo que te pasa es que nunca has dejado de buscar excusas para no preguntarte siquiera qué, coño, es lo que quieres?”


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Tomás sonrió con tristeza. ─Eso decías, que lo más fácil de encontrar en este mundo eran las excusas y las justificaciones. ¿Es eso lo que estoy buscando? María no le contestó. ─ Lo que he estado buscando siempre ─se contestó a sí mismo. Tomás se miró la mano que tenía sobre la primera página del último cuaderno. La mano quería seguir pasando paginas hasta el final. Tal vez en el final encontraría respuestas. ─ ¿Con qué derecho? ─se dijo─. Cállate ─le ordenó a su conciencia y la voz le salió como un gruñido. Abrió el cuaderno por el final concentrando en la mano toda su voluntad. Página en blanco. Empezó a pasar páginas en sentido contrario, sin prisa. El tiempo ya no importaba. ¿O sí? A María se le había acabado el tiempo antes de empezar lo que seguramente habría terminado, como terminaba todo lo que empezaba. ─Don Tomás. ─Coño ─saltó. ─Perdone ─le dijo Lidia─. Es que la comida ya está servida. ─Perdóneme usted. Estaba concentrado. No oí la puerta. ¿Y el niño? ─ ¿El niño?


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─Max, ya me entiende. ─Ya. Es que ahora tiene tres peludos, con perdón. Max, en el baño, como siempre. Cada vez que pongo la comida se va al baño haciendo esperar a quien sea. Ya lo sabe. Pero empiece usted. Los espaguetis fríos no valen nada. Tomás sonrió. Era cierto. Uno de los pocos defectos de Max que sacaban a su madre de quicio. ─Voy enseguida. Yo no me lavo las manos antes de comer. No me educaron tan bien o, para ser justos, no me dejé educar tan bien. ─Pues ya podían haber educado al niño, como dice usted, para que se fuera a lavar las manos antes de que se ponga la comida. Tomás se levantó, aliviado por poder salir de allí, de su confusión, de tanto esfuerzo por engañarse y por dejar de engañarse. Lidia le siguió hasta el comedor. ─ ¿Y los chicos? ─Tomasito durmiendo la siesta a saber Dios dónde. Agapito, con el niño. Como decía... ─ ¿Qué? ─ No, nada, que me acordé de un dicho. ─ ¿Qué dicho?


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Lidia sintió que había metido la pata, pero ahora tendría que soltar el resto, ni modo. ─Que Agapito no le perdía al niño ni pie ni pisá. Tomás sonrió. ─Sí, uno de los dichos que María traía de Puerto Rico cuando iba a ver a su madre. Lidia, cuando quiera hablar de María, no se corte. Yo no la pienso desterrar. ─Bueno, por no ponerle triste. Los espaguetis ya deben estar asquerosos. ─A Max le gusta la comida fría. ─Ya lo sé, pero a usted no. Se sienta, que le meto los espaguetis en el microondas. Tomás entró en el comedor. La luces encendidas, la mesa puesta con un mantel de diario, esa bandeja de ensalada que Lidia ponía en el centro, tan bonita que hasta daba pena desordenarla, le alegraron los ojos. La hora de comer de todos los días, el orden de los cubiertos en la mesa, las servilletas bien dobladas le aliviaron el alma. La rutina era un alivio, como el que se sentía al volver a casa después de un viaje muy largo, fatigoso, lleno de peligros. Tomás se sentó en su silla a disfrutarlo. ─Perdona ─llegó el grito de Max a través de la puerta abierta. ─Me ca ─gritó Lidia─. No se me han caído al suelo de milagro. Alocao. Y ahora solo falta que el perro se me tire encima.


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─Perdona, perdona ─repitió Max y entró en el comedor riendo. ─ ¿Qué ha pasado? ─Choqué con Lidia. ─Y Agapito le ha puesto las patas encima, seguro. Lleva espaguetis, con la cantidad de carne que le pone a la boloñesa. Tomasito empezó a maullar. ─Otro que se ha enterado ─sonrió Tomás─. El que faltaba. Pobre mujer. Los gritos de Lidia empezaron a llegar desde la cocina, ─ ¿Has estado leyendo los diarios de la mama? ─le preguntó Max. ─Empieza. Ya deben estar fríos. Lidia se llevó los míos para calentarlos. ¿Quieres que te los caliente? ─ ¿No sabes que la comida me gusta fría? ─Es verdad. ─ ¿Leíste diarios? ─Empecé, pero no me dio tiempo a leer mucho. ¿Y tú? ¿Adónde habéis ido? ─Íbamos a Las Vernedas, pero me encontré a Vigara por el camino. Nos tomamos una cerveza. Me dio una idea, pero no sé. Montar una hípica. ─ ¿Dónde?


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─En casa. ¿A ti qué te parece? La llegada de Lidia con el plato de espaguetis le dio a Tomás tiempo para consultar. “¿A ti qué te parece?”, le preguntó a María. Recordó su buena disposición para recibir y contestar a las preguntas de los ex alumnos y admiradores de su padre que aparecían a visitar la casa. Pero eran visitas esporádicas que duraban unos minutos. Una hípica, con la llegada constante de clientes, era otra cosa. María apreciaba la soledad tanto como él. Además, caballos y turistas en esa casa. No lo veía. ─ ¿Te parece mal? ─preguntó Max. ─No. No sé. Así de sopetón. Debe ser engorroso cuidar caballos, alimentarlos, limpiarlos. ─Empezaríamos con cinco. Pero de todos modos, no concretamos, es solo una idea. Tomás volvió los ojos a los espaguetis que giraban con el tenedor. ─Ya. Bueno. Tomás dudó un momento. ¿Era el momento de contarle a Max la idea que se le había ocurrido a él o sería mejor dejarlo para más adelante? Vio en su imaginación, con toda claridad, la cara descompuesta de María cuando se la agotaba la paciencia. ─Parece que hoy estamos de ideas ─dijo, aparentemente concentrado en el enrollado de espaguetis─. A mi también se me ocurrió una idea cuando


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te fuiste. ¿Has visto cómo está mi escritorio, lleno de cuadernos? No encuentro dónde ponerlos. Además, si quiero estudiar a fondo los manuscritos de tu madre, tendré que consultar las carpetas. ¿Y dónde meto las carpetas? Max empezó a comer. El tío casi nunca iba al grano y nunca se sabía cuándo iba a decir lo que quería decir. ─En fin ─siguió Tomás─, que se me ocurrió que para evitar tanto trasiego, trasiego que podría deteriorar cuadernos y carpetas, sería mejor dejar las cosas donde las tenía tu madre y desplazarme a trabajar en su despacho. Pero claro, si pones la hípica, necesitarás el despacho. ─ ¿Para meter a los caballos? ─Max rio. ─ Qué cosas se te ocurren, tío. ─ Para tener tus papeles y hacer cuentas y eso. ─Necesito despacho para seguir con el networking. No pienso dejar mi trabajo en Barcelona. Pero despacho tengo frente a mi habitación. ¿Se te ha olvidado? ─ No. Pero a lo mejor te hace ilusión trabajar en el despacho de tu madre. A Max se le desplomaron las facciones. ─ No. No quiero estar allí. No sé si me explico. Y siguió comiendo con furia. ─Te entiendo.


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─Yo, por mi, si pudiera. A ver. La idea de la hípica me gusta, pero no para vivir allí, ¿me entiendes? ─Creo que sí. ¿Vivirías aquí y trabajarías allí? ─Como tú, si te parece bien. A ver, no voy a dejar mis reuniones en Barcelona. Aquí vendría a dormir tres o cuatro días a la semana. ─A dormir, a ducharte, a comer, a vivir ─ respondió Tomás con una cierta ilusión─. Me parece genial. “¿Tienes algo que ver con esto?”, le pregunto a María, pero no pudo esperar a su respuesta. Max empezó a explicarle como empezarían a montar la hípica: vallas, establo, taller para Vigara. Fijó los ojos en los ojos de Max para concentrar su atención, pero le costaba seguirle. Se vio entrando en Casa Fassman, saludando a los abuelos que presidían el vestíbulo mirando desde la misma foto con marco dorado que adornaba la chimenea de la sala del abuelo. Se vio entrando en el despacho de María, sentándose en su butaca. Y el amago de ilusión cuajó y fue creciendo. Empezaría por el último diario y luego buscaría la carpeta que pusiera “Los Mariot” en la etiqueta blanca que distinguía a todas las carpetas. Y se compraría un cuaderno negro y empezaría a tomar notas. Y ella estaría allí,

mirándole en silencio como él la miraba mientras ella escribía y él

fingía estar leyendo un libro. “Porque es la fe un derecho al que no voy a renunciar”, se dijo, repitiéndose el verso que se repetía siempre que le amenazaba la noche negra.


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Max hablaba de la hípica con entusiasmo. También iba a ser un lugar de terapia para caballos enfermos o maltratados. Tomás sintió, con sorpresa, que por primera vez en muchos tiempo, sentía como si se empezara a entusiasmar. Terminaron de comer y fueron a tomar el café a la sala del abuelo. Max volvió a interesarse por lo que había leído el tío de los diarios de su madre. Tomás aprovechó la oportunidad para contarle por encima lo que pensaba hacer. Lo primero era llevar los cuadernos de vuelta a la casa. No era necesario que Max le llevara, sacaría su coche del garaje, que falta le hacía después de días sin encenderlo. ─Pues si no te importa, voy contigo. Tengo que traerme algunas cosas, sobre todo el portátil. ─Seguro que Agapito también se apunta. ¿Vamos ahora o quieres dormir siesta? ─No. Quedé con Vigara. Subirá a echar un vistazo al terreno a ver qué hacemos. Tomás se levantó de la butaca sin ninguna dificultad y fue hacia la puerta con decisión. Tenía trabajo. ─Tío. Max se había quedado atrás. Tomás se volvió, extrañado por el tono de su voz.


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─ ¿Sí? ─Gracias. ─ ¿Por qué? ─Por dejar que me quede aquí. ─Que vivas aquí. A ver si nos aclaramos. ¿Cómo te apellidas? ─Mariot. Ya lo sabes, me puse el nombre de mi madre primero hace años. ¿Por qué me lo preguntas? ─ ¿Y cómo se llama esta casa? Max sonrió. ─Mariot. ─Pues eso. Voy a sacar el coche. ¿Me ayudas a llevar cuadernos? Al pasar por la roca, Tomás volvió a saludar a su padre y a su abuela. “Segur que el Max em posa amb vosaltres”, les dijo y decidió ir al notario a la mañana siguiente sin falta para hacer el testamento que no había hecho por no saber a quién dejarle sus cosas. “Mira que soy lento”, le dijo a María en silencio. “Ahora ya solo te faltará montar una fiesta”, sintió que le contestaba. “Eso sí que no. ¿Te imaginas a la gente haciendo la digestión con la Sonata en si menor de Listz?” ─ ¿De qué te ríes? ─le preguntó Max. ─ De las cosas que se me ocurren.


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Max sonrió. ─La mama me enseñó a reírme de mis ocurrencias. ─Tu madre no se levantaba nunca de la cama sin hacerse reír, y siempre encontraba un motivo.


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XIII Como en casa Tomás entró en el vestíbulo de Casa Fassman. Los ojos se le fueron a la gran foto en marco dorado en la que los abuelos, desde la pared opuesta a la puerta, daban la bienvenida a los que entraban; la misma foto que adornaba la chimenea en la sala del abuelo de Casa Mariot. “Será como estar en casa”, les dijo. Los ojos siguieron la pared hasta el otro extremo. “No del todo”. La pared, todas las paredes de aquella sala no muy grande eran de piedra a la vista; de piedra las dos hornacinas que flanqueaban la chimenea con figuritas de búhos, el animal favorito de María, tal vez porque era el animal favorito de su padre. Sobre la segunda hornacina, la otra foto importante, del mismo tamaño y con el mismo marco dorado; la tía Pilar, siempre presente en la vida de todos, aún de los que habían nacido mucho después de su muerte. “Muerte, qué palabra más fea y más falsa”, recordó. “Después de que ella se marchara”, se corrigió. María la había colgado allí por respeto a su padre, el más fiel devoto de su hermana mayor. No compartía con él esa admiración ciega. En los actos de la tía Pilar que se contaban, María percibía un fanatismo inquietante, pero se obligaba a suspender el juicio por respeto; por respeto a su padre, a la abuela, a todos. Pilar era, para todos, la amiga de Dios que con su intercesión libraba a Los Mariot de todas sus culpas abriéndoles las puertas de la gloria.

Ni siquiera María había osado nunca manifestar la

más ligera duda sobre su santidad; hasta escribir la biografía de su padre,


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una biografía en la que se había exigido, por encima de todo, la honestidad. ¿Qué habría escrito en “Los Mariot”, si algo? Tomás miró hacia la ventana, al fondo, llena de luz y ramas y hojas verdes. Junto a la ventana, la mesa de comedor que María no utilizaba casi nunca cuando estaba sola. Otra ventana en la pared siguiente iluminaba una mesa de centro de cristal y madera frente a un sofá de piel. A través del cristal de la mesa se veían grandes álbumes de fotografías y algunos libros. “Como estar en casa, sí”, se repitió. Porque aunque no se parecía en nada al vestíbulo y a la sala de recibir de Casa Mariot, la atmósfera era la misma. Tal vez porque era algo que el tío Pep llevaba en sus genes y María y él. Los genes anormales de los Mariot en combinación con los anormales de la abuela. Tuvo ganas de sentarse en el sofá a mirar fotos, pero con tanto que hacer, no se lo podría justificar. Más adelante, según lo que encontrara. Miró hacia el techo. Las vigas de madera que parecían sostenerlo eran de adorno. El tío Pep quería que esa casa pareciera rústica, muy rústica. “Ay, amorcito, tan rústica, no” decía su mujer. Se sentía mucho más cómoda en Casa Mariot, aunque allí tampoco entendía la atmósfera. Para ella, era una casa burguesa como Dios mandaba y nada más. Y nada más que pensar y recordar porque Max entró cargado de cuadernos, como una ráfaga de viento. ─ ¿Te ayudo?


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─No, solo me falta un viaje. Le siguió hasta el despacho de María. Max puso los cuadernos en el escritorio de cualquier manera y volvió a salir corriendo. Iba a decirle que tuviera cuidado, pero ya no le hubiera oído. Fue a sentarse en la butaca de María. Los ojos se le fueron a los cuadernos y de pronto sintió el peso de una

pereza aplastante. ¿Pereza o miedo otra vez? ¿Sería, otra vez,

una excusa? Antes de ponerse a leer tendría que volver a ordenar los cuadernos en el armario. Y para ordenarlos, tendría que abrirlos para ver las fechas y ponerlos correlativos. Mejor no pensarlo si no quería agotarse antes de empezar. Se sentó. Corrió la butaca hacia el armario. Abrió el cuaderno que tenía más a mano, lo colocó en el anaquel del armario en el que estaban los cuadernos antes de precipitarse a sacarlos, y luego otro y otro, automáticamente, sin darse tregua para pensar. Max apareció con los cuadernos que quedaban y volvió a tirarlos en el escritorio. ─Ya están todos. ¿Necesitas algo más? ─le preguntó volviendo a la puerta. ─No. ─Entonces me voy a mi despacho. Tengo un Skype. ¿Me avisas cuando venga Vigara? ─Te aviso.


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Max volvió a desaparecer y sus pisadas retumbaron subiendo por la escalera. Las pisadas de María subiendo o bajando esa escalera sonaban firmes, pero lentas. Subía y bajaba los escalones como él últimamente; él por miedo a otra caída; ella, tal vez por debilidad. “Escalera ideal para viejos”, dijo María cuando Max quiso ponerle una baranda. No necesitaba baranda. La escalera, estrecha,

estaba encastada entre dos paredes y

María bajaba tranquilamente apoyando una mano en cada pared. Tomás sonrió recordándola. Cogió otro cuaderno. Revisó las fechas. Lo puso en su sitio. ─La verdad, la verdad ─le dijo─. Tengo muy pocas ganas de ordenar todo esto. “Con lo que te gusta ordenar”, sintió que le contestaba. ─Pues ya ves. ¿Sabes lo que creo que me pasa? Ansia de leer y, al mismo tiempo, ¿desaliento? “¿Antes de empezar?” ─Voy a tener que pedirle a Max que me haga uno de sus plannings. “¿Por qué no lo haces tú?” ─Tienes razón. Fui yo quien te convenció de que hicieras listas de todo lo que tuvieras que hacer y fuiste tú quien le metió a Max lo mismo en la cabeza. “¿Y a ti, quién te convenció?”


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─Tu padre. Qué cosas. Yo le hice caso enseguida. Tú, no. Tú casi nunca le hacías caso. A ti te convencí yo. Siempre te convencía yo. Me hacías caso. ¿Por qué? “Eras el único que no estaba chiflado”. A Tomás se le ensombreció la cara. ─No me digas eso. Era lo que decía la tía Luisa, que ella era la única normal. ¿Yo normal, como la tía Luisa? “Eres el único que no estás chiflado”, le decía María medio en broma. ─Porque no sabías lo que pensaba, lo que sentía. No lo sabía nadie. “Por el silencio se llega al cielo y se puede llegar al infierno”. ─Tenías razón. Silencio jesuítico. El valor del silencio, machacaban en aquellos retiros espirituales. “Que olían a azufre del infierno”. ─Que cosas se te ocurrían. “¿Tenía razón?” ─Siempre. Bueno, ya falta menos. Casi sin darme cuenta. Pero aquí no puede estar todo. Llevaste diario desde la adolescencia. Tiene que haber muchos cuadernos más. ¿Arriba? Solo de pensarlo se le aflojaban los músculos. Con lo que le estaba costando ordenar ese armario pequeño, la idea de buscar en todos los


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armarios del tercer piso o, del segundo piso y medio, como decía María, era para quitarle las fuerzas a cualquiera. ─Hoy no subo. Sería una excusa para retrasar el momento de ponerme a leer. Aquí están los más recientes, así que voy a empezar por aquí, de modo que. Un estruendo de ladridos le cortó el pensamiento. Vio pasar a Agapito como una exhalación por la puerta abierta. Detrás del perro, Max, también corriendo. Se asomó a ver qué pasaba. En la puerta, también abierta, de la casa, estaba Vigara con una yegua blanca. Tomás salió, a saludar, se dijo, aunque lo que le movía era el deseo de saber. Después del saludo de rigor, puso cara de tonto. ─Pues sí que ha ido rápido la idea. No habéis tardado ni un día entero en decidir lo de la hípica. ─No, tío ─gritó Max. ─No, Tomás ─gritó Vigara Agapito no paraba de ladrar. Entre los dos le explicaron a gritos que lo de la hípica se tenía que pensar y calcular y pedir permisos y eso. Habían quedado en que hoy Vigara traería a su yegua

porque había mucha hierba, en el jardín y en los

bancales. Mientras los dos chicos se pisaban las palabras y el perro se las pisaba a los dos, la mente de Tomás se alejó para contemplar la escena.


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Max y Vigara, con nueve años los dos, contando a gritos cualquier cosa, corriendo montaña arriba y montaña abajo. Volvió a verles aquella vez que estaba sentado en el cenador esperando el café que María iba a traerle. Max bajó derrapando por el camino que subía hacia la balsa con un palo en la mano. Detrás de él, Vigara corría con otro palo, gritando. ─Detente, cobarde, no escaparás a mi venganza. Max se detuvo. ─A ver quién es cobarde. Si te acercas, te quedas sin huevos. Tomás se alarmó. ─Max ─llamó. El chico fue enseguida y Vigara detrás. ─ ¿A qué estáis jugando? ─A la guerra. ─Ya sabes que a tu madre no le gusta. ─No le gusta la guerra, pero esto no es la guerra, es un juego. ─Ah, pues venga, a seguir jugando, pero mejor allá arriba. Si sale tu madre te va a preguntar lo mismo que yo, y bueno, no creo que le guste, ─No puedo subir. Las tropas de este han tomado la caseta. ─Pues subimos y los echamos ─gritó Vigara.


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─Son tus tropas, burro. ─Ya no. Lo cambiamos y ya está. Y se perdieron los dos, antes enemigos y ahora aliados, camino arriba, gritando. ─Huid, sabandijas, os vamos a aplastar. Tomás le contó a María lo que había pasado y tuvieron tema para toda la tarde. Influencia en los niños de las guerras y las escenas violentas en la tele. María no hacía caso nunca a los dos rombos porque prevenían contra las escenas de sexo, y estaba muy pendiente para cambiar de canal cuando, sin previo aviso a los padres, aparecían escenas violentas. ─

¿Te

das

cuenta

de

la

perversión

que

supone

censurar

las

manifestaciones de amor y aprobar las de violencia? ─dijo. ─Pero parece que los chicos distinguen perfectamente lo que es la realidad y lo que es un juego ─le replicó. ─ ¿Perfectamente? No lo creo. Les hacen adictos a chutes de adrenalina desde pequeños. Nadie puede saber dónde y cómo van a buscar la dosis cuando se hagan adultos. Ahora, esos dos adultos seguían jugando. Los dos, pura energía, ese exceso

de

vida

al

que

los

nombradores

de

trastornos

llamaban

hiperactividad. A María le preocupaba el supuesto trastorno, la habían preocupado desde el primer pediatra del niño hasta el último psicólogo


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que le vio. Tomás nunca lo consideró un motivo para preocuparse. Allí estaba, enérgico, animado, como ese amigo, hermano,

que le había

tocado en suerte y que le ayudaría a caminar hacia adelante. Dejó a Max gritándole al perro y a Vigara enterrando un hierro en el límite del jardín y a Max corriendo a enterrar otro y a los dos con los cables con que iban a hacer una valla, enrollados en un hombro, y a Agapito corriendo alrededor de ese perro blanco gigante. Si se enteraba de que era una hembra y le acababa gustando, lo iba a tener crudo, el pobre. ─Bueno ─le dijo a María volviendo al despacho─. A ti siempre te gustaron los caballos. “Max soñaba mucho con caballos, ¿te acuerdas?” ─Sí, hasta hace poco. Y mira qué casualidad. Pero mejor no se lo menciono. Esas casualidades le dan miedo. “Serendipias”. ─Eso. A ti no te daba miedo que de pronto irrumpiera algo inexplicable. ¿Por qué ibas a tenerlo?, me decías. Te habías librado de tantos peligros que no creías que nada de este mundo ocurriese por azar. “Somebody up there loves me”, repetías cada vez que se te abría una puerta o frenabas al borde de un precipicio. Pero tu Dios no estaba allá arriba, estaba en todas partes. El mío, ya no sé dónde está. Ni siguiera sé si tengo. “¿No lo sabes?”


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─Bueno, no lo sé. Estoy hablando contigo, quiero creer que me contestas, pero eso no me garantiza que sea cosa de Dios. No me garantiza nada. “Aterrizar de cuatro patas en la realidad”. ─¿Dónde dijiste eso? Ya no me acuerdo. Era algo de lanzarse de cabeza desde la Poesía al mundo de las barrigas. Tengo que leer. Tengo que empezar a leer.


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XIV Vivir Tomás empezó a leer el penúltimo cuaderno sin ganas y con una sensación desagradable. Era miedo disfrazado de pereza, se dijo esa noche al terminar la última página. Era miedo disfrazado de pereza y esas dos sensaciones disfrazaban la peor; el sentimiento de culpa. Era el miedo lo que no le dejaba leer el último cuaderno; miedo a encontrar en las últimas notas de María una confirmación de lo que no quería ni pensar. Lo que significaba que, en el fondo de su cerebro, de su mente, de su alma persistía la sospecha que su conciencia no le permitía que pensara. En el despacho de María había estado mirando, hojeando, perdiendo el tiempo para no enfrentarse a lo peor, a la conmoción que le agitaba por dentro. Al final, para sentirse un poco menos culpable, se llevó el penúltimo cuaderno a su casa para leerlo esa noche. Levantó los ojos. A los pies de su cama, Tomasito dormía estirado con ese abandono absoluto del que solo eran capaces los gatos. Agapito dormía en su butaca, la butaca en la que había nacido en Casa Fassman y que María le había regalado para que no la extrañara. Solo ella había podido percibir el apego del perro a esa butaca que se le había quedado pequeña y en la cual tenía que sentirse necesariamente incómodo. Nunca podía dormir en ella toda la noche de un tirón. De pronto bajaba y se estiraba en el suelo. Dormía un rato y volvía a subir a la butaca. Así, toda la noche de todas las


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noches. Agapito era raro; neurótico, tal vez. “Vete a saber si vio cómo capturaban o mataban a tiros a su madre y a sus hermanos, y se le quedó el trauma”, decía María. Y tenía sentido. Filomena se escapaba de Casa Fassman todos los días, y cuando tuvo a los cachorros, todos iban tras ella.

Hacían lo mismo que Agapito; corretear a los caballos y a las vacas

por los campos. Un individuo amenazó con matarlos si volvían a entrar en su campo, pero María no podía evitar que se fueran. La verja de Casa Fassman indicaba el principio del terreno, pero no cerraba nada. A un lado subía la montaña y al otro bajaba en pendiente hasta el río. El único modo de evitar que los perros se fueran de paseo era tenerlos atados o encerrados en la casa, y eso María no lo iba a hacer bajo ningún concepto. Prefirió creer que solo se trataba de una amenaza; que no podía haber entre los vecinos un ser tan infrahumano que fuese capaz de matar a una perra y unos cachorros que no le hacían daño ni a hombres ni a bestias con su correteo juguetón. Solo quedó Agapito. Un día se metió en la casa y ya no quiso salir más allá del jardín. Cuando los otros no volvieron ni aparecieron después de buscarlos por todas partes, María se lo dio a Tomás para que se lo llevara a Casa Mariot y le regaló la butaca para que el perrito no extrañara el olor de su madre. Agapito bajó de la butaca. Tomás le llamó señalando la cama para que subiera. El perro le miró, dudó un momento y se fue a echar en el suelo bajo la ventana de la izquierda, tocando la biblioteca; el lugar donde dormía más rato sin despertarse. A Tomás le hubiera venido bien abrazarse a su cuello un momento. Esos abrazos hacían que cavilaciones y


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penas desaparecieran. Era como si las ahuyentaran por arte de magia y se fueran tan lejos que tardaban en aparecer. Pero Agapito era muy suyo. Ponía cuello y cabeza cuando le apetecía, no cuando le apetecía a Tomás. Un rayo iluminó la ventana de enfrente y a los pocos segundos, un trueno estremeció la casa. Agapito levantó la cabeza y decidió que en la cama estaría mejor. Se subió y se acostó, cuan largo era, dándole la espalda a Tomás. Tomás le rascó la cabeza. ─Mira que eres cobarde, Pito. Y menos mal. Parece que la cobardía te salvó. El miedo es un mecanismo de defensa. Cierto que a veces detiene, paraliza, pero también puede salvar la vida. ¿Podría seguir viviendo si algo le confirmaba que María había agotado a posta las últimas fuerzas que le quedaban, que había decidido irse porque habían dejado de interesarle los que se quedaban aquí? Miró el reloj. Casi las tres de la mañana. Al rayo siguió una lluvia torrencial, pero no hacía tanto frío. Volvió a mirar la última página del cuaderno de 2017. Volvió a leer la última

oración.

Volvió

a

medio

sonreír.

Hubiera

reído

en

otras

circunstancias. En cada página, la lucha por no sucumbir a un día a día de problemas;

problemas

laborales

de

Max,

problemas

económicos,

problemas. Y en cada página un motivo para seguir luchando, para seguir viviendo. Última corrección de El reino nuestro, publicación, promoción en las redes, y enseguida empezar Lejos de todo. Dar a la vida un


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significado, una finalidad. Pensamientos, versos, notas para su blog de política. Y al final de tantas reflexiones profundas trufadas de asuntos triviales, un colofón brillante: “Y colorín colorado, este cuaderno se ha acabado”. “Quitar hierro a la existencia, ahuyentar con risas y sonrisas a los monstruos de verdad y a los imaginarios”, se recordó Tomás. María cortaba la proyección de recuerdos y pensamientos negros en su mente con una frase que obraba en su espíritu como un mantra: “¡Qué peste a melodrama!”. Era imposible huir de los dramas propios y de los ajenos si no quería uno emular a los monos sabios de la leyenda japonesa concentrando en uno mismo todas sus discapacidades, decía. Existir voluntariamente sordo, ciego y mudo ante las conmociones de la mente propia y del mundo exterior merecía el castigo de vivir sin vivir. Pero una cosa era interesarse por cuanto sucedía en el mundo y en el alma, y otra vivir obsesionado por lo que no tenía solución y amargarse la vida y amargársela a los demás. Tomás volvió a sonreír y una risa sorda le agitó el cuerpo recordando la crítica de María al “Vivo sin vivir en mi y tan alta vida espero, que muero porque no muero”. La escribió en segundo de bachillerato ocasionando un alboroto entre las monjas solo inferior al que montó en el convento, años después, cantando canciones de la República en el fregadero y tratando de convencer a las novicias mayores de edad y a las

profesas de que

votasen no al referéndum de la Ley Orgánica de Franco. Nunca dejó de


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agradecer a la Madre General que la echara en vez de denunciarla a la policía. La crítica al poema atribuido a Santa Teresa tenía como subtítulo Apología del suicidio. ─Apología del suicidio ─repitió Tomás─. Vivir sin vivir en mi. Morir porque no me muero. La mente se le quedó en blanco. Su oído interno oía una repetición, como un eco: “Vivo sin vivir en mí. Muero porque no muero”. ─Y una mierda ─rugió, despertando a Agapito. Saltó de la cama sin hacer caso a la resistencia de músculos y huesos. Se puso encima del pijama el primer pantalón y la primera camisa que encontró. Buscó el impermeable más abrigado en la parte del armario reservada a ropa de invierno. Corrió a ponerse calcetines y zapatos. Se metió las llaves en el bolsillo del impermeable. Agapito ya estaba a su lado con las orejas tiesas. ─Vámonos, Pito. Tengo que hacer algo importante. La luz que iluminaba el jardín no llegaba hasta la parte trasera de la casa. Tuvo miedo, un miedo normal, aviso para la supervivencia. El miedo le llevó la mano a la pared de la casa y a disminuir la velocidad de sus pasos para evitar un traspié, pero no le impidió seguir hasta el garaje. ─Algo importante, algo importante ─se repetía en voz baja.


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Cuando llegó a Casa Fassman, la lluvia seguía cayendo, fina, pero tupida. Se detuvo frente a la casa y un rayo cayó muy cerca iluminando una de las

columnas coronadas por una gárgola que enmarcaban el acceso al

porche de la entrada. El estallido del trueno puso a Agapito tieso. ─Tranquilo, Pito. Yo también me he asustado. El miedo puede hacer que uno vea monstruos. Pero aquí no nos puede pasar nada malo. Están el tío Pep y ahora, ella. ¿Quién más va a estar? La vieja fea se fue a su país y allí la palmó. Bueno, se fue o lo que sea. Debe estar allí. Salió del coche y Agapito, tras él. Subió los tres escalones de la entrada, sin correr, apoyándose en la columna. Iba a buscar la llave para abrir la puerta cuando cayó en cuenta de que no tenía llave. ─Tranquilo, tranquilo ─se dijo mirando a la ventana. La ventana, a la izquierda,

tenía la madera carcomida por dentro, el

gozne no entraba, y se abría con un empujón. A María le había pasado varias veces. Cerraba la puerta y se dejaba la llave dentro. Pero la última vez que le pasó, ya no se atrevió a subirse al borde que sobresalía de la pared, donde sólo cabía un pie de lado a la vez, e impulsarse con los brazos hasta el alféizar de la ventana. Tenía miedo de caerse y romperse una pierna o a sabe Dios qué. ¿O se sentiría demasiado débil? Tomás se quedó mirando la ventana un momento, bajo la lluvia, sin sentir la lluvia. Fue hasta el final del suelo de piedra y se subió al borde de la pared sujetando con fuerza las otras piedras que sobresalían.


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─Si me caigo, me encontrarán dentro de un rato ─dijo a toda voz─. No la voy a palmar. La palmo si vivo acojonado el resto que me quede de vida. Abro esta ventana por cojones. Ya está bien. Me cago en la leche. Llegó bajo la ventana, apoyó los brazos en el alféizar, se impulsó, se sentó en el alféizar y empujó el marco con todas sus fuerzas. La ventana se abrió. Abajo, el suelo. Se tiró sin pensárselo. Sólo sintió un ligero dolor en las piernas. Iba ya recto hacia la puerta que se abría al pasillo, cuando se acordó de Agapito. Corrió a abrir la puerta de la entrada. Y allí estaba el individuo, resguardándose de la lluvia bajo el tejado. ─Vaya morro. Tú, el mínimo esfuerzo. Me caigo al entrar y ni te enteras. Dejó la puerta abierta para que Agapito hiciera lo que le diera la gana y fue al despacho de María. Sacó el último cuaderno del armario. Se sentó en la butaca. Un escalofrío le agitó todo el cuerpo. Se dio cuenta de que estaba empapado. Se quitó el impermeable, lo lanzó sobre la silla de enfrente. ─Ahora me da una pulmonía y ya verás tú. Pulmonía. La palabra se repitió en su mente varias veces. ¿A que había sido una pulmonía? María acostumbraba a ir al estanco a última hora, cuando volvía de casa Mariot. Allí, muchas noches, cogía una silla y se ponía a hablar con Robert de política. A veces estaban hasta las diez. Luego atravesaba el puente para llegar hasta el coche, que dejaba en Lo


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Pont para obligarse a caminar. Eso en invierno o en una primavera que seguía siendo invernal. Para coger una pulmonía. “¿Quieres abrir el puto cuaderno?” Fuera su mente o lo que fuera, la orden le retumbó por dentro como un grito. Abrió el cuaderno. Fue pasando hojas, leyendo aquí y allá. Llegó al final. Leyó. Con las dos cejas levantadas y la boca abierta, miró por la ventana. El cielo empezaba a amanecer de un gris sucio. Ya no llovía. Miró a su alrededor, pero sin ver nada. Se levantó, cogió el cuaderno y el impermeable, salió de la casa, subió al coche y a punto de encenderlo, vio a Agapito junto a la puerta moviendo la cola. Volvió a abrir el coche para dejarle subir. ─Joder, perdona. No me iba sin ti. O me iba, pero hubiera vuelto a buscarte. El coche bajó lentamente hacia el pueblo por el camino de Triago batiendo el agua de los charcos y saltando sobre las piedras que la lluvia había arrastrado montaña abajo. Entró en la carretera obligando a frenar a otro coche que bajaba del puerto. Pasó por el puente, giró hacia el terraplén, volvió a girar hacia la Plaza Mayor y allí tomó el camino del lado de la iglesia y subió hasta llegar a Casa Mariot. Como un caballo bien entrenado de los que permitían al cochero echar una

cabezada sabiendo que el


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animal le llevaría a destino, el coche había llegado a la casa sin que interviniera la conciencia de Tomás. Tomás volvió al mundo cuando vio que la casa tenía todas las luces encendidas en el primero y el segundo piso. Dejó el coche frente a la entrada, cogió el cuaderno. Agapito se lanzó afuera intuyendo, tal vez, que el amo estaba raro y podía olvidarse de él otra vez, dejándole en el coche. Ante el portón de la casa, a punto de meter la llave en la cerradura, Tomás vio la cara de Max en la ventana de la derecha, entre las cortinas, mirándole con cara de pánico. La puerta se abrió antes de que a Tomás le diera tiempo a abrirla. ─ ¿Dónde estabas, tío? ─En tu casa ─le contestó muy bajo, con una voz que a él mismo le extrañó. ─ ¿Qué pasó? Tomás extendió el cuaderno. Max ni lo miró. ─ ¿Qué te pasa, tío? ─ ¿Qué me pasa? ─Eso te pregunto yo. Tienes la cara como si... ─ ¿Cómo si qué?


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─No sé. Como si hubieras visto, no sé, a un extraterrestre o algo así. ¿Has visto algo? ─Esto. El último. Tomás volvió a extenderle el cuaderno. Max le dio la espalda y se adentró en el vestíbulo. ─No me digas nada ─gritó─. No quiero saber nada, tío. No quiero saber nada. Tomás le alcanzó y le agarró un brazo. ─Ven, coño ─la voz le salió como un gruñido. Abrió la puerta de su despacho y le hizo entrar. ─Siéntate. ─Que no quiero saber nada, tío. ¿No lo entiendes? ─Sí que lo entiendo. Sí que te entiendo. Y por no querer saber te quedarías con un peso en el alma que te iba a durar toda la vida. Pero yo no lo voy a permitir porque tu madre no lo hubiera permitido. A ver si lo entiendes tú. Tomás le extendió el cuaderno. ─Lee la última página. Max se dejó caer en una silla, se llevó una mano a los ojos y se los apretó conteniendo un sollozo.


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─Te lo leo yo. Tomás abrió el cuaderno y empezó a leer. La voz le salió clara, firme, como si leyera una sentencia. “Todo arreglado. Será lo que tenga que ser. ¿Preparada? No sé. Creo que sí. Max estará bien. Tiene a Tomás. Max. Mi vida valió la pena. Bien hecho, bien parido, persona muy persona”. Tomás se detuvo y carraspeó para aclararse la voz. “¿Sigo?” se preguntó o le preguntó a María. “Por qué no?” Siguió. ─Tomás, Tomás, mi vida, el amor de toda mi vida, mi recompensa después de tanto tumbo. No lo merecía, pero he intentado merecerlo al final. Si mañana despierto se lo diré. Hoy no puedo más”. Tomás levantó los ojos, miró a Max y desvió la vista. A Max le bajaban lágrimas por las mejillas. ─ ¿Eso es todo? ─preguntó. ─Ese es el final. ¿Pero no es bastante esto, para ti? Para mi, sí, mucho. Max medio sonrió. ─Joder, tío. No me extraña que se te haya quedado cara de tonto. ─Pues sí ─Tomás sonrió también─. A mi tampoco. ─ ¿Por qué no os casasteis? Muchas veces lo pensé.


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─Por caguetas ─contestó Tomás sin pensárselo─. Ya ves lo que hace el miedo, no te deja vivir. ─Ya. Es malo. Tengo miedo, tío. Tengo un miedo que no me deja vivir. Si supieras lo que me pasa. . ─Dime. Max miró al suelo. ─Tengo miedo de ver a la mama y, otra cosa de locos. ─Dime. ─Tengo miedo de que se te lleve. ─Ah, bueno. Normal. Te voy a contar una cosa. Cuando volvisteis a vivir en la casa y tu madre se quedó sola una semana mientras se arreglaban tus papeles del colegio, le pedí que se quedara aquí porque en su casa no había ni luz. Pero la primera noche insistió en irse después de cenar. Vete a saber por qué. El caso es que cuando llegó a la casa, tuvo miedo. Imagínate. La puerta chirriaba. Había una telaraña de una pared a otra del vestíbulo, y tu madre con una vela. De película de terror. Y de repente tuvo miedo de que se le apareciera su padre. ¿Sabes qué hizo? Habló con él a las claras. Le dijo, “Papa, tu sabes cómo te quiero, pero no me vayas a dar un susto”. Pues bien, tu abuelo la escuchó. Sólo se le aparecía en sueños. ─Sí, me lo contó porque a mi me daba miedo dormir solo en el tercer piso.


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Tomás sonrió. Se le habían aflojado las cejas. Se le había cerrado la boca. ─En el segundo piso y medio, decía tu madre. ─Sí. Y yo le hice caso. Hablé con el abuelo y le dije lo mismo. ─ ¿Pero no dices que no crees? ─Por si acaso. Tú siempre dices que no se puede estar seguro de nada. ─Cierto. Tú empezaste a decir que no creías en Dios cuando se te murió el abuelo. Yo creo que no dejaste de creer. Creo que te enfadaste con Dios y te vengabas diciendo que no creías en él. ─Puede. Ahora ya no sé en lo que creo o no creo. ─Bueno, pero haz como tu madre. Habla con ella, como ella habló con su padre. Dile que no te dé un susto apareciéndosete. Verás que se te quita el miedo de golpe. Y sobre el otro miedo, te voy a decir otra cosa. Tu madre empezó a tomar notas para escribir una historia novelada de la familia. Por lo que he visto hasta ahora, empezó el año pasado. Creo que quiere que la continúe yo. Así que no se me va a llevar, como tú dices. Por lo menos, hasta que termine. Tomando en cuenta que soy más lento que una tortuga tullida, tenemos para rato. ─Ya. Tómatelo con calma. No hay prisa. ─Claro que no. Nos queda mucho por hacer. Max se levantó de un salto.


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─Ahora te metes en la cama y te llevo un té muy caliente. No habrás dormido. ¿A qué hora te fuiste? ─A las tres o así. ─Sí. Oí ruido y me desperté. Vete a la cama, tío. Tienes que cuidarte. “Tengo que cuidarme”, se repitió varias veces camino de su habitación. “Ayúdame a cuidarme y a escribir y a todo”. Agapito entró en la habitación tras él y saltó a la cama. Tomasito se despertó maullando. ─El desayuno, abajo ─le dijo Tomás─. Aquí se duerme. Tomasito le miró, soltó un maullido, saltó de la cama y salió por la puerta, maullando. Tomás se sentó al lado de Agapito y le abrazó el cuello. ─ ¿Ahora sí me dejas? Ahora que estás mojado. Serás cretino. Se dio cuenta de que él también tenía la ropa húmeda. Decidió darse una ducha caliente rápida. Tomás nunca cantaba en la ducha, como decían que hacía mucha gente. A lo mejor, pensó una vez, porque su baño tenía magia. En cuanto abría la puerta y se miraba al espejo y se metía en la ducha, su memoria empezaba a llenarse de música. Había pensado poner una radio o un aparato de discos, pero desechó la idea porque no sería lo mismo. Por algo que solo podrían explicar quienes confundían la mente con el cerebro, su memoria guardaba las notas con rigor y se las devolvía con mimo. Los


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oídos de su alma escuchaban mucho mejor que los de su cuerpo porque tenían otra forma de escuchar. Se miró en el espejo. Cara de tonto, sí, de tonto feliz. Se sentó en la tapa del váter. Apoyó los codos en las piernas y se cogió la cabeza con las manos, tapándose los oídos para escuchar con toda su alma lo que la memoria acababa de regalarle sin pedírselo: el tercer nocturno de Liebestraum, y con la música, el poema de Freiligrath. ─Ama, ama mientras puedas ─recitó─. Llegará el momento en el que llorarás sobre su tumba. Levantó la cabeza. Sonrió. ─No hay tumba. No hay nada en las tumbas ─le dijo. ─Amor toda la vida. Vida siempre. Eso es lo que hay. Se levantó con la última nota, sonriendo. Se desnudó y se metió en la bañera. ─Tú eras, siempre fuiste muchísimo más guapa que Marta Algerich. Adónde va a parar ─le dijo a María─. Y que Khatia Buniatishvili también. Mucho más. Pero tocan divinamente, ¿verdad? El tercer nocturno de Liebestraum volvió a empezar.


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