KHALAF EL IMPOSTOR
una novela de
Marcus Polvoranca



Marcus Polvoranca
Marcus Polvoranca (Madrid, 1980) es licenciado en Sociología, escritor, editor, músico y artesano gráfico. Es autor de diversas novelas de misterio y ensayos sobre la España Mágica entre los que destacan los de la serie integrada bajo el título Reconquista Mágica (La Sierra del Dragón Ed., 2017-2021) y A la sombra del dragón: una aproximación hermética a la sierra de Guadarrama (Balazote Libros, 2023). Dirige desde 2012 la editorial La Sierra del Dragón, con la que ha publicado la mayor parte de su obra y la primera edición en castellano del considerado como primer tratado moderno de parapsicología: Miscelánea: apariciones, sueños, profecías y otros fenómenos anómalos, del británico John Aubrey.
Marcus Polvoranca
Diseño, maquetación y portada: Ángel Fernández Aranda
Primera edición: noviembre de 2024
Este libro no podrá ser reproducido, ni total ni parcialmente, sin el previo permiso escrito del editor.
Imagen de portada: Una emboscada mora, de Fernando Tirado (1862-1907)
© Marcus Polvoranca, 2024
© Editorial LA SIERRA DEL DRAGÓN, 2024 Alcorcón
www.lasierradeldragon.es
El hecho es que, en la época en la que Yahya amenazaba a Sevilla y Córdoba, había en Calatrava un esterero llamado Khalaf que se parecía mucho al ex califa Hisham II…
REINHART DOZY, Historia de los musulmanes en España
En aquella época, la vieja ciudad de Calatrava era un lugar muy diferente a lo que es hoy, en la actualidad, cuando apenas quedan de ella montones de escombros y algún que otro vestigio aislado de su antigua magnificencia. Estaba rodeada de campos fértiles, bien cultivados; había animación por sus calles, por todas sus plazas ‒las del recinto fortificado y las que se exten-
Khalaf, el impostor
dían al otro lado del foso, por los populosos arrabales‒; había gentes de toda clase, de toda condición; productos llegados de todos los rincones de la Tierra; buenos guerreros; algún que otro poeta; hombres bastante sabios ‒aunque la mayoría presumiera de serlo sin razón alguna, como sucede siempre en estos casos‒, y una próspera comunidad judía que habitaba en el extremo más alejado del alcázar, hacia la parte de la muralla que daba a poniente. Había también una madraza, dirigida por ulemas doctos y piadosos, y un nutrido grupo de comerciantes y artesanos que trabajaban laboriosamente en sus talleres.
Uno de los más populares, de entre estos últimos, era Khalaf el esterero.
Su fama nada tenía que ver con la buena o la mala calidad de sus productos; tampoco con ninguna de aquellas anécdotas extraordinarias, de carácter atípico, que, propagadas con la dosis justa de malicia ‒eso que llamamos «chismorreos»‒pueden acabar con el prestigio de una vida entera en apenas unos segundos o elevar a la gloria y los altares al ser más abyecto y despreciable que uno pueda imaginarse. Aquella popularidad, decimos, estaba más bien ligada a los misterios que rodeaban el pasado de aquel hombre que por aquel entonces contaba cerca de cuarenta años, no tanto
Marcus Polvoranca
por su condición de extranjero ‒que lo era, y que desde luego tenía su importancia dentro de aquella comunidad que hoy en día habríamos calificado perfectamente de «provinciana»‒ como a la manera llamativa, y un tanto escandalosa, con la que tiempo atrás se había logrado introducir en la sociedad de Calatrava.
Aquello había ocurrido hacía cerca de una década; todos lo recordaban perfectamente. Todavía se seguía hablando de vez en cuando de la multitudinaria caravana comercial que cierto día se había detenido allí para descansar de su largo camino hacia los territorios cristianos del Norte y que había aprovechado para ofrecer a los habitantes de la «Isla de los Árabes» ‒como también era conocida la ciudad en aquellos tiempos‒ sus numerosos productos y mercancías exóticas procedentes del lejano Oriente que tanto solían entusiasmar por aquellas latitudes.
Khalaf era uno de los muchos porteadores que acompañaban a aquel nutrido grupo de comerciantes; nadie ‒ni en aquel entonces ni luego después‒lograría explicarse jamás qué razones habrían podido llevar a uno de sus más respetados vecinos, el bueno de Omar, a entablar amistad con aquel completo desconocido con el que nada parecía vincularle; el pasmo, el asombro irían a más al conocerse
que, tras varios días en los que ambos habían sido vistos charlando y manteniendo largas conversaciones animadas en el mercadillo improvisado que la caravana había instalado en una explanada próxima a las murallas, el artesano había terminado por ofrecerle al porteador un puesto de trabajo en su taller.
Las malas lenguas hablaron entonces de magia, de algún hechizo perpetrado por el desconocido para someter la voluntad del esterero. Montones de jóvenes de las mejores familias de la ciudad habían optado a ese mismo puesto y habían sido rechazados por las más diversas razones –el viejo Omar tenía fama de riguroso, de perfeccionista y de ser muy celoso en su trabajo‒, y aquello, por lo pronto, suponía un insulto y un desafío inadmisible a las reglas no escritas de la comunidad.
La mayoría de quienes más habían puesto el grito en el cielo sonrieron con malicia al conocer, meses después, que la bella Aisha, la hija mayor de Omar, había sido prometida al extranjero para contraer matrimonio con él...
Parecían confirmarse así las sospechas de que algo turbio y oscuro flotaba por detrás de aquel asunto; que tan solo era cuestión de tiempo que se materializara ante ellos el peor de los desenlaces.
La pareja, indiferente a todo, se acabó casando y Khalaf, el impostor
tuvo el atrevimiento, incluso, de ser feliz. Aisha y el extranjero dieron al mundo varios hijos. Poco a poco fueron pasando los años y ninguno de aquellos vaticinios funestos que habían estado sobrevolando siempre por encima de ellos devino en realidad de modo que las malas lenguas, tan reacias siempre a soltar una buena presa, hubieron de conformarse con variar ligeramente el sentido de sus críticas.
Las mujeres, en la intimidad de los baños o de los lavaderos públicos, admitían que cualquiera de ellas se habría podido dejar seducir también por los encantos de aquel hombre al que todas, como sus maridos ‒aunque por razones diferentes‒, apodaban «el califa». Ninguna era ajena al enorme atractivo físico que lo caracterizaba; a sus modales aristocráticos; a aquellos ojos claros y profundos que resaltaban como piedras preciosas ‒decían, imitando a los poetas callejeros de la época‒ sobre su rostro de piel oscura, cobriza, castigado por el sol y por las fatigas pero de rasgos finos –y, decían también, aunque a su manera– de genética puramente árabe. Ellos, por su parte, preferían criticar su carácter más bien distante y escurridizo; el hecho de que jamás se detuviera a hablar con nadie en los corrillos; que saludara siempre con demasiada prisa cuando se encontraba con alguien en el Marcus Polvoranca
zoco, o a la salida de la mezquita, y que pasara los ratos libres en el barrio de los judíos, o en la madraza, charlando sobre libros y otros asuntos igual de incomprensibles y jeroglíficos para la mayoría. Solo los más cercanos, los familiares y amigos de Omar, sabían que detrás de esa actitud distante y fría no había más que timidez, prudencia; que Khalaf no se creía ni mucho menos por encima de nadie.
Para ellos era una especie de bendición que Allah el Misericordioso había querido enviar a aquella casa. Khalaf era un hombre amable, cariñoso, entregado; generoso a la menor ocasión; paciente; aplicado en el trabajo ‒que había conseguido aprender con rapidez hasta verse convertido en un excelente sucesor de su suegro en el taller‒, y agradecido, con la mente siempre puesta en que ni Omar ni el resto de su familia se arrepintieran nunca jamás de haberle regalado su confianza.
Únicamente los chismes, aquellas habladurías maledicentes conseguían enturbiar de vez en cuando aquel ambiente de paz y amor que florecía desde el principio entre ellos. Era imposible no caer en la tentación de las dudas. Aisha se exasperaba mucho ante las lagunas que todavía existían respecto al pasado de su marido; a veces le daba por pensar si detrás de aquella historia que siemKhalaf, el impostor
Marcus Polvoranca
pre le contaba a medias y lleno de incomodidad sobre aquel lejano país del que provenía y aquella terrible guerra que le había separado de su familia no habría, tal vez, alguna realidad más atroz, más turbulenta; algún secreto inconfesable que le obligara a mantenerse callado; quién sabe si algún espantoso crimen…
Omar, que era mucho más pragmático y elemental que su hija, solía resolverlo todo de manera directa, muy sencilla:
‒Hija ‒le decía‒, ¿tú eres feliz con él?
‒Sí, padre. Claro que lo soy… ‒¡Pues entonces deja de preocuparte! También el Profeta, que la paz sea con él, cometió sus errores y tuvo la oportunidad de enmendarlos… Esa gente que habla lo hace desde la maldad, desde la envidia; lo que les molesta es que Khalaf esté contigo y no con sus hijas, o trabajando en sus talleres… ¡Déjales que hablen, que se dejen ahogar por su propia bilis! ¡Y da gracias al Único, al Eterno, de que haya puesto en tu camino a ese magnífico hombre…
Cierto día, por la mañana, hacia el final del invierno, la ciudad pareció de pronto sumida en una extraña agitación. Khalaf se enteró de todo en el taller, a través de su suegro, que llegaba cargado de noticias en torno a la reunión de hombres que acababa de tener lugar en el alcázar.
Al parecer, la delegación que el gobernador de
Calatrava había enviado a Toledo días atrás para renegociar los términos del vasallaje había regresado con pésimas noticias. El señor de Toledo, explicó Omar, quería subirles los tributos de manera abusiva. Tenía la intención de reclutar a jóvenes para la guerra contra las taifas enemigas con las que aquel señor mantenía ahora una gran rivalidad. Las condiciones que imponía aquel príncipe, aseguró Omar, era vergonzoso, inaceptable. Todos los hombres de Calatrava estaban de acuerdo en que había que levantarse en armas; pelear y rebelarse contra aquella injusticia. Khalaf, que durante toda la exposición de su suegro había permanecido en silencio, sin apartar la atención de la estera sobre la que trabajaba en aquel momento, comenzó a mostrar su parecer de la manera habitual, con mucha calma y palabras lentas, sosegadas. Le dijo a su suegro que nunca habría un vasallaje que contentase a todos; que aquello de la guerra era una cosa seria que no se debía tomar a la ligera, y que plantear el enfrentamiento contra un enemigo tan poderoso era una temeridad. No entendía cómo habían podido tomar una decisión de ese tipo de forma tan precipitada; el suegro, que venía exaltado y convencido de la conveniencia de las resoluciones adoptadas, se indignó inmediatamente al oír aquello. Khalaf, el impostor
Marcus Polvoranca
‒¿Y qué propones que hagamos Khalaf? ‒le dijo a su yerno‒. ¿Qué nos quedemos de brazos cruzados y paguemos obedientemente, sin rechistar?
‒Vencido ese tirano ‒respondió Khalaf‒, vendrá otro a ocupar su lugar y quién sabe si peor que este. A los tributos que nos impondrán entonces habrá que sumar los muertos, los heridos, las pérdidas materiales y la devastación, el horror y el sufrimiento que hayamos ido acumulando hasta entonces.
‒¿Y qué me dices del orgullo? ‒insistió Omar‒. ¡Y de nuestra dignidad!
Khalaf dibujó una sonrisa inteligente al escuchar aquella última palabra.
‒Me temo, suegro –dijo‒, que ni el orgullo ni la dignidad son cosas que estén en juego en este asunto...