REVISTA ENCUENTROS

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Consejo Nacional de Cultura // abril 2007 // Ecuador


DIRECTORIO DEL CONSEJO NACIONAL DE CULTURA Antonio Preciado Bedoya Ministro de Cultura Presidente del Consejo Nacional de Cultura Marco Proaño Maya Representante del Presidente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana Mario Jaramillo Paredes Representante del CONESUP Galo Mora Witt Representante del Presidente de la República Simón Zavala Guzmán Representante de las Instituciones Privadas que realizan actividades culturales Grecia Vasco de Escudero Delegada del Consejo Nacional de Archivos Iván Armendáriz Sáenz Director del Instituto Nacional de Patrimonio Cultural Manuel Ruiz Aguilar Secretario Técnico del Consejo Nacional de Cultura EDITORA GENERAL Alicia Ortega Caicedo COORDINACIÓN Rebeca de la Torre Rivera COLABORADORES Carlos Carrión, Pablo Cuvi, Jorge Martillo, Carol Murillo, Raúl Serrano, Juan Montaño, Julio Pazos, Jennie Carrasco, Juan Mullo, Juan Carlos Franco, Carlos Rojas, Fernando Balseca. REVISIÓN DE TEXTOS Margarita Borja DISEÑO, DIAGRAMACIÓN E ILUSTRACIONES Mantis Comunicación FOTOGRAFÍA Florencia Luna Dirani IADAP

La REVISTA NACIONAL DE CULTURA ENCUENTROS es una publicación del Consejo Nacional de Cultura. Avenida 10 de Agosto y Murgeón. Casilla Postal 1721-75. Quito, Ecuador. stecnica@cncultura.gov.ec - www.cncultura.gov.ec La revista ENCUENTROS es una publicación sin fines de lucro de distribución gratuita. La Revista no comparte necesariamente las opiniones expresadas en los textos publicados.

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P O RTADA ENCUENTROS N.° 11 Carnaval en Totoras Florencia Luna


Florencia Luna, Carnaval en Totoras.

CULTURAS POPULARES EN ECUADOR // CULTURAS POPULARES EN EL ECUADOR: FIESTA, MÚSICA Y COMIDA Presentación. Alicia Ortega Música para andariegos. Apuntes sobre cultura popular lojana. Carlos Carrión Las fiestas populares del Ecuador. Pablo Cuvi Travesías por fiestas costeñas. Jorge Martillo Monserrate La comida manabita o el útero de lo campesino. Carol Murillo Julio Jaramillo: el eterno retorno del cantor. Raúl Serrano Sandunga. Juan Montaño Escobar Situación de las cocinas tradicionales del Ecuador. Julio Pazos Barrera Tungurahua, colorido de fiestas y platos típicos. Jennie Carrasco

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Danza y música en la fiesta del Ecuador. Ritualidad, simbología y diversidad en la construcción de la identidad indígena, negra y montubia. Juan Mullo Sandoval 104 La energía musical como poder inmanente del pueblo Shuar de la Amazonía ecuatoriana. Juan Carlos Franco 122

//ARTE Efímeros/políticos. IX Bienal Internacional de Cuenca. Carlos Rojas Reyes 128 Nuevo largometraje infantil: Sara la Espantapájaros 134

// PREMIO Premio al libro Sacra. La limpia poesía de Alexis Naranjo. Fernando Balseca Franco 136

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Florencia Luna, Carnaval en Totoras.

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CULTURAS POPULARES EN ECUADOR fiesta, música y comida. > encuentros . REVISTA NACIONAL DE CULTURA / ECUADOR

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Presentación CULTURAS POPULARES: UNA HERENCIA VIVA, CAMBIANTE Y COMPLEJA. Tradicionalmente se ha pensado la cultura popular en singular, y ligada a ideas de autenticidad y pureza. Conviene más abordar el tema de las culturas populares —así en plural, dado que son muchas y diversas sus expresiones y modalidades— en relación a tradiciones que, bajo el impacto de lo que viene de afuera y de las difere n t e s coyunturas históricas, siempre están en permanente cambio y construcción. No existe expresión cultural —por más ligada que se encuentre a la idea de “Patria chica” o de lo local— aislada o autónoma. Toda cultura vive en contacto y en diálogo con otras; en ese permanente proceso de amestizamientos y sincretismo, las culturas no dejan de mirarse, en el contexto de un inacabado y siempre creativo flujo de intercambios, préstamos, contaminaciones, re a j u stes, adaptaciones. Estos procesos que suponen pérdidas y d e s a rraigos —más aún en los tiempos presentes marc a d o s por la globalización, la migración y un mercado con políticas cada vez más invasivas—, significa también la creación de nuevos fenómenos culturales. El estudioso francés Roger Chartier sostiene que “la cultura popular es una categoría académica”. Pues ha devenido en una categoría que nombra y delimita como popular aquello que, desde una mirada distante y “culta”, es percibido como exótico y exterior con respecto a la cultura de elite. Lo popular, afirma Chartier, “no habita en corpus a los que bastaría señalar, inventariar y describir. Antes que nada, califica un modo de relación, una manera de utilizar objetos o normas que circulan en toda la sociedad pero que son recibidos, comprendidos y manejados de diversas maneras.”1 Esta

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Florencia Luna, Carnaval en Totoras.

1. Roger Chartier, Sociedad y escritura en la edad moderna, México, Instituto Mora, 1995 [1987], p. 128.

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perspectiva da importancia a la pluralidad de usos, entendimientos, maneras de hacer y de sentir que entran en juego —y en luchas— a la hora de crear y poner en circulación un conjunto de bienes simbólicos al interior de la sociedad. Ciertamente, las expresiones populares aluden a la idea de comunidad y ritualidad, a relaciones de identidad y pertenencia, pero también están ligadas al turismo, al mercado, al espectáculo, a estrategias de supervivencia. Por tanto, se hace necesario abandonar aquellos criterios que jerarquizan los bienes simbólicos en términos de “alta cultura” y “cultura popular”. No hay fronteras claramente delimitadas entre ambos campos, pues lo que existen son canales de intercambios, mezclas y apropiaciones. Como propone Carlos Carrión en su artículo, “lo popular y lo culto son dos fuerzas intercambiables”. A modo de ejemplo, Carrión nos recuerda cómo el violín, príncipe de las orquestas sinfónicas, ha sido adaptado en Loja por los Saraguros, acompañado por el bombo plebeyo para interpretar La venada, capizhca, con que amenizan los pases del niño en tiempos navideños. Carrión se pregunta qué podría decirse de “Eduardo y Wi l l i a rd Jerez, dos ambateños legítimos, con rondador y charango, interpretando Imagine de John Lenon en el laberinto del subway de New York”. Raúl Serrano, en su ensayo “Julio Jaramillo: el eterno re t o rno del cantor”, aborda una problemática similar. Se plantea cómo la literatura que surge en la década de los setenta da cuenta de personajes invisibilizados por la cultura hegemónica: “gesto que contribuirá a profundizar la leyenda, y a hacer del mito un referente central de lo que es la cultura del sentimiento”. Se hace necesario ubicar la cultura en un campo de acción, consumo y producción que abarca la totalidad de la vida humana; pues, como propone Bolívar Echeverría, ella la acompaña “en todos los momentos y todos los modos de su realización; no solo en los de su existencia extraordinaria,

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en los que ella es absolutamente manifiesta, sino también en los de su existencia cotidiana…”2. La cultura se expresa en aquellos momentos que Echeverría nombra como “existencia en ruptura” —en los que la vida cotidiana se interrumpe—, por ejemplo la fiesta; y en el transcurso de la vida “normal” y cotidiana de la existencia rutinaria. Así, en la preparación de los alimentos, se cultivan modos particulares de sabores, combinaciones y maneras de hacer que fundan tradiciones y costumbres. Aquello que la memoria afectiva reconoce como “lo familiar”, “lo propio”; como la cultura enraizada a una cierta geografía, a la casa y al terruño. Como propone Carol Murillo en su ensayo sobre la comida manabita, “la comida es una maniobra de intercambio social. Toda fiesta brinda y ofrenda comida. En la montaña rural. (En el club exclusivo, hoy). Las relaciones crecen y se mueven en el mismo lugar del ceibo. Los encargos. Las bodas. Los bautizos. El compadrazgo. Una gama de compromisos alrededor de un punto clave: convidar al festejo, a la alianza de los afectos con una mesa llena…”. También Julio Pazos, en su reflexión sobre las cocinas tradicionales de Ecuador, plantea que ellas “expresan diferencias culturales relacionadas con la vida social y con las prácticas rituales de los habitantes”. Las expresiones de la cultura popular dan cuenta de ciertas tradiciones y hábitos, de herencias y acumulados simbólicos que se conservan y transmiten de generación en generación. Sin embargo, cabe anotar que las tradiciones también sufren modificaciones. Más aún, las tradiciones se inventan, como propone el historiador inglés Eric Hobsbawn3. De hecho, a menudo las tradiciones que parecen antiguas son bastante recientes en su origen. En otras ocasiones, se hacen cosas nuevas con materiales viejos. Por ejemplo, en las romerías durante el Pase del Niño, en Cuenca, desfilan niños y adultos ataviados no solamente con los disfraces tradicionales, sino también con vestuarios propios de los per-


Florencia Luna, Carnaval en Totoras.

2. Bolívar Echeverría, Definición de la cultura. México, Itaca, 2001, p. 190.

3. “La «tradición inventada» implica un grupo de prácticas, normalmente gobernadas por reglas aceptadas abierta o tácitamente y de naturaleza simbólica o ritual, que buscan inculcar determinados valores o

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n o rmas de comportamiento por medio de su repetición, lo cual implica automáticamente continuidad con el pasado.” Eric Hobsbawn, La invención de la t r a d i c i ó n,Barcelona, Critica, 2002 [1983], p. 8.

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sonajes que más impacto tienen en las series televisivas y en películas de moda. Los animales son adornados con guirnaldas de dólares, como expresión de éxito y pro s p eridad entre las comunidades migrantes. ¿Asombrarse? ¿Lamentarse? De ninguna manera, estas innovaciones dan cuenta de cuán viva permanecen las tradiciones, en el contexto de nuevas experiencias. ¿Acaso no es más ajeno a nuestras tradiciones y geografías el Papá Noel y el pino navideño salpicado de nieve artificial? Hernán I b a rra relata en su libro La otra cultura. Imaginarios, mestizaje y modernización, cómo, por ejemplo, las fiestas de Quito nacieron en 1959, “cuando el vespertino Ultimas Noticias había emprendido una campaña para re c u p e r a r las tradiciones que se encontraban en decadencia” 4. Esa “ c o n s t rucción moderna de la quiteñidad” incorporó la c o rrida de toros y la oficialización de Jesús del Gran Poder como figura simbólica de la religiosidad popular, en un esfuerzo que reivindica matrices hispánicas en esferas culturales “criollas”. Acoger la idea de tradiciones inventadas permite acercarnos y disfrutar de nuestro acumulado cultural sin miedos o prejuicios a la hora de identificar sus cambios, sus múltiples matrices, sus pervivencias. Ingresar a una fiesta, como expone Pablo Cuvi en su texto, implica recurrir “al disfraz, al simulacro, al desafío de buscarse a sí mismo”: “Pertenencia y transgresión de los límites, trago y disfraz”. Lo “popular” tampoco se reduce al reducto de lo oral, pues si bien es c i e rto allí se mantienen vivas certezas y acuerdos que s o b reviven por encima de las legalidades de la palabra escrita —como nos lo re c u e rda Jorge Martillo en su crónica de viajes por fiestas costeñas: “Palabra de gallero es palabra de caballero”—. Asimismo, el honor de la “palabra pactada” se mantiene en medio de un mar de carteles, anuncios, propagandas y apuestas que hacen de todo escenario cultural un espacio complejo, abigarrado y múltiple.

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Fiesta, música y comida son tres elementos que convergen en los calendarios festivos: se implican mutuamente; pues para cada fecha ritual, la tradición ha establecido productos y sabores que se ingieren al compás de unos ciertos ritmos. Así, Jenny Carrasco relata en su artículo cómo las romerías dedicadas a la Virgen de Agua Santa se acompañan de melcochas rellenas de maní o con sabor a mandarina; en Mocha, los toros de pueblo en las fiestas del cantón son celebrados degustando habas con queso y choclos tiernos con papas y cuyes. Carlos Carrión describe cómo en Loja, las guaguas de pan en miniatura sirven para establecer alianzas de compadrazgo: “Las guaguas de hacer compadres son muñequitas primorosas trabajadas con masa cruda, espina de penco, colores vivos y arte de miniaturista medieval. Y basta obsequiar una para que, a partir de entonces, el receptor y el dador se llamen compadres, como si se tratara del bautizo de un bebé de carne y hueso”. El dossier de este número incorpora dos trabajos que provienen de la etnomusicología: Juan Mullo y Juan Carlos Franco estudian los ritmos y danzas de pueblos indios, negros y amazónicos en el contexto de complejos entramados culturales que integran cosmologías y religiosidad, mitos y leyendas, calendarios agrícolas y ritos de paso, distribuciones de roles genéricos, entre otros elementos que se superponen. Son artículos que ponen el acento en el rol que cumple la música al interior de una sociedad, en los vínculos que unen la música con la vida; es decir, con el entorno en el que ella se produce. Juan Montaño también tiende puentes con varias disciplinas y campos del pensamiento al momento de reflexionar en torno las culturas afroecuatorianas, sobre todo aquéllas localizadas en la provincia de Esmeraldas. En su reflexión, incorpora elementos que provienen de la historia, de la leyenda, de la memoria atávica y colectiva que reinventa y resignifica permanentemente las herencias ancestrales.


En definitiva, el acumulado simbólico llamado “popular” forma parte de nuestro patrimonio cultural intangible, que es valioso como herencia de un pasado que no deja de cobrar sentido en la actualidad, pero que también es valioso como herencia viva que interactúa con elementos que provienen de diferentes tradiciones, y experimenta modificaciones en la medida en que circula y es apropiado activamente por sujetos ligados a diferentes generaciones, clases sociales y espacios geográficos diversos. Alicia Ortega Caicedo Universidad Andina Simón Bolívar Editora general

Bibliografía Chartier, Roger. Sociedad y escritura en la edad moderna, México, Instituto Mora, 1995 [1987]. Echeverría, Bolívar. Definición de la cultura. México, Itaca, 2001. Hobsbawn, Eric. La invención de la tradición, Barcelona, Critica, 2002 [1983]. Ibarra, Hernán. La otra cultura. Imaginarios, mestizaje y modernización, Quito, Abya-Yala, 1998.

4. Hernán Ibarra, La otra cultura. Imaginarios, mestizaje y modernización, Quito, Abya-Yala, 1998, p. 48.

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MÚSICA PARA ANDARIEGOS

Apuntes sobre cultura popular lojana Por Carlos Carrión

Carlos Carrión. Malacatos, 1944. Doctor en Letras por la Universidad Complute nse de Madrid. Su vasta bibliografía comprende volúmene s de cuentos —P o rque me da la gana, Ella sigue moviendo las caderas, Los potros desnudos, El más hermoso animal nocturno ( P remio Nacional «José de la Cuadra», 1981, con el título Catalina sacándose una espin a), El corazón es un animal en celo ( P remio Nacional «Joaquín Gallegos Lara», 1995) y Doce cuentos de amor y una b a l l e n a— y cuatro novelas —El deseo que lleva tu nombre, Una niña adorada, Una guerra con nombre de mujer y ¿Quién me ayuda a matar a mi mujer?. Ha obtenido los premios Virgen del Carmen (Zaragoza), José de la Cuadra (Guayaquil), Joaquín Gallegos Lara y Pablo Palacio (Quito) y el de la Segunda Bienal de Novela Ecuatoriana. Posee, además, la presea Isabel La Católica, Medina del Campo (Valladolid), y es finalista del Premio Herralde de Novela 2005 (Barcelona), con un libro aún inédito.

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Primeras palabras El hoy es un tiempo disperso. Y está marcado por la señal de la cruz del conocimiento, las comunicaciones vertiginosas, las enfermedades incurables, el planeta a punto de shock, los avances tecnológicos, las guerras de estados y grupos terroristas, la migración y las alienaciones, como la de la iglesia maradoniana, que celebra la Navidad el 30 de octubre, fecha de nacimiento del ex futbolista Armando Maradona. Por lo mismo es reconfortante intentar un acercamiento a la cultura popular: una especie de vuelta a la casa paterna del soldado después de la guerra despersonalizadora de la rutina diaria. Sobre todo en tiempos de globalización, frente a cuya marejada comercial y de medios de comunicación masiva, que arrasa con fronteras e identidades, no nos queda sino el refugio de la cultura popular, como una suerte de trinchera de resistencia pacífica para no dispersarnos en el aire de los apátridas.

1. Abdón Ubidia, Referentes, ensayos, Quito, Abya-Yala, 2001, p. 93. 2. Salvador Zaragocín, compositor y director musical, entrevista, junio de 2007. 3. Vicente Jaramillo, compositor e investigador de la música, entrevista, junio de 2007.

Pues bien, para empezar, cualquier hecho de la cultura popular, según Abdón Ubidia, enfrenta a lo culto, como vecino de cuarto de coexistencia cultural o de contraste definitorio. Asimismo, las manifestaciones cultas de un pueblo contraponen los objetos culturales de autores a los objetos y formas anónimos de lo popular1. Lo cual, al menos en música, a veces se voltea al revés, porque sin duda, lo popular y lo culto son dos fuerzas intercambiables. Es el caso del sanjuanito Pobre corazón, de Gustavo Garzón, que, con el transcurso del tiempo, ha ido sumergiéndose en las aguas del anonimato 2. Ha sucedido así por desmemoria del nombre del autor o porque sus intérpretes o el pueblo consumidor de la melodía se han apropiado de ella, en

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razón de que sus imágenes melódicas o lingüísticas, antes de ser de un autor, eran suyas3. Además, no hay manifestación culta legítima que no esté hundida hasta las ingles en la cultura popular. Tampoco un autor. Podemos mencionar, como ejemplo, a Gabriel García Márquez, quien, en cada ocasión que se le presenta, declara ser producto de dicha cultura. Como aún parece ser un ámbito de indefiniciones, el propio concepto «cultura popular» tiene al término «cultura nacional» como una quijada de asno equivalente, concebida ésta como un conjunto de formas de identificación de un país. Una especie de espinazo intrahistórico; es decir, una historia de lo cotidiano, cantera de

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El término «cultura popular» comparte asimismo su gloria con la palabra folclor (voz inglesa compuesta por folk —pueblo— y lore —saber tradicional—)…

piedras inevitables para la literatura, pero no para la historia oficial. Esta acepción es tomada por Fernando Ti n a j e ropara hablar de la primera conciencia del ser nacional. Lo hace remitiéndonos a los abuelos Juan León Mera y Remigio Crespo Toral, autores cuyas obras plantean el estudio de las formas culturales que podrían identificarnos, por primera vez, como nosotros mismos (¿el nosotros de Heidegger?). No obstante, el propio Ti n a j e ro agrega a estas obras precursoras la mítica Historia del Reino de Quito en la América Meridional, del padre Juan de Velasco, y la Carta geográfica, de Vicente Maldonado, como las pioneras de dicha conciencia nacional, un concepto desarrollado por Juan Valdano y corroborado por Art u ro Roig4. El término «cultura popular» comparte asimismo su gloria con la palabra folclor

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(voz inglesa compuesta por folk —pueblo— y lore —saber tradicional—): un corpus cultural integrado por «creencias, leyendas, proverbios, cantos y artes populares que están incorporados a la tradición de una comunidad y, en sentido amplio, a las costumbres y usos que se esfuerzan en perpetuar formas culturales antiguas»5. Esta definición contiene, a su vez, la acepción misma de cultura, en sentido lato, y la de cultura popular, en sentido estricto. Eso sí, con una cucharadita de jarabe peyorativo, aunque sólo fuera por desconocimiento del valor semántico del vocablo. Así pues, John Torres, un bolerista de guitarra del metro de Madrid, al encontrarse con un músico de rondador, lo califica al punto de folclórico, con indudable reticencia respecto de su calidad interpre t a t i v a 6. ¿Podría decirse lo mismo de Eduardo y Williard

4. Fernando Tinajero y otros, Teoría de la Cultura Nacional, Banco Central del Ecuador, Quito, Corporación Editora Nacional, 1986, p. 15. 5. Louis-Marie Morfaux, Barcelona, Grijalbo, 1985, p. 137. 6. John Torres, cantante, entrevista, 2004.


Jerez, dos ambateños legítimos, con rondador y charango, interpretando Imagine de John Lennon en el laberinto del subway de New York?7

7. La Revista, suplemento de diario El Universo, 3 de junio de 2007, p. 40. 8. Jorge Enrique Adoum, Ecuador, señas particulares, Quito, Eskeletra Editorial, 1997, pp. 121 y ss. 9. Claude Lévi-Strauss, A n t ropología estructural, Buenos Aires, Eudeba, 1973, pp. 187 y ss. 10. Rosa Montero, Historias de mujeres, Madrid, Santillana Ediciones, 2003, pp. 229 y ss. 11. Félix Paladines, Identidad y raíces, Loja, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 2000, pp. 117 y ss. 12. R i c a rdo Rojas Chiriboga, La herencia sefardita en la provincia de Loja, Quito, Casa de la Cultura, (copia), s/f, pp. 199 y ss.

Y es tanto más reconfortante esta aproximación a lo popular o nacional, considerando la migración bárbara como otra dispersión que nos ha vuelto a todos extranjeros aun en nuestra propia patria, en vista de que la ausencia de los que se han ido está en medio de la casa de los que nos hemos quedado, ya que no hay un solo hogar ecuatoriano sin un padre, hijo o amigo convertido en emigrante. Un fenómeno que, sin duda, está cambiando las «señas particulares» de los ecuatorianos, formuladas por Adoum8, por los rasgos de nariz monumental de nadie. Sobre todo en los que retornan, porque la migración no sólo ha aportado a su vida con dinero, sino con inestabilidad sicológica contante y sonante, con desadaptación neta; en suma, con carencia de identidad. Esto, sin contar los traumas de los hijos que un día le cobrarán cara al país la deuda de la migración infame, por haberles secuestrado sus padres y devolvérselos cambiados por otros o no devolvérselos nunca. Toda aproximación a la cultura popular, y en especial el reconocimiento de su mérito, puede asimismo generar utilidad incluso sin el ventarrón de la migración por delante; considerando, por ejemplo, que el ecuatoriano es un pueblo con complejo de inferioridad cerrado a machote frente a lo propio para preferir lo foráneo: costumbres, vestimentas, fiestas, palabras, objetos, con indiferencia a su calidad o procedencia. Es éste el caso sobre todo si hablamos de la cultura popular de los lojanos, marcados por el hierro de los andariegos sin pausas, como veremos más adelante. Acaso son éstas

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otras formas de dispersión humana. Y, por fin, están los estudios de lo popular, incluso de lo autóctono, hoy en auge, que han crecido a la sombra de estudios antropológicos que han reivindicado con rigor científico su valor. Pues no otra cosa ha hecho Claude Lévi-Strauss, quien puso en las vitrinas del mundo las costumbres y mitos de los aborígenes brasileños9. Y, antes que él, Margaret Mead, cuya fragilidad de niña mimada no le impidió ir al otro lado del mundo a estudiar a las adolescentes de Samoa, las mujeres y niños de Guinea y a los nativos de Mali, en los gloriosos años veinte10.

El lojano Félix Paladines dice «al referirnos al lojano, estamos haciendo mención a un hombre que no es ni mejor ni peor que el ecuatoriano medio, pero que con seguridad es diferente»11. Para configurar su croquis caracterológico, se basa, sin duda, en La herencia sefardita en la provincia de Loja, de Ricardo Ordóñez Chiriboga12, y en otros estudios que establecen que, aparte del habla hermosa, el aislamiento geográfico, las sequías bíblicas, entre los bienes del lojano se encuentra también una ascendencia judía. Y, por supuesto, la teoría de Paladines se alimenta también de la historia viva del lojano, a la que estudia con indudable solvencia investigativa. A partir de la herencia sefardí están justificados la conducta de tránsfuga de todo lojano, el humor, los nombres, las enfermedades… ¿Será por eso que en su habla coloquial el lojano usa la palabra camello como sinónimo de trabajo y atraviesa el mundo en busca de uno, como si no buscara realmente una ocupación sino una cabalgadura de

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d e s i e rto para seguir con su destino de judío errante? De entre estos rasgos, Paladines coloca en primer lugar el habla. Luego la conducta migratoria, su entereza ante las adversidades, su introversión, su hospitalidad, su solidaridad, las comidas 13. Ocupa un sitio preponderante de su estudio su referencia al talento de los creadores lojanos, en literatura, música, pintura; quizá resultado de una imaginación hecha para salvar el aislamiento geográfico de Loja. Con respecto al habla, no es tan cierto que el español de uso del lojano sea una estrella en la frente. Lo será, tal vez, comparado con el de ecuatorianos caracterizados por un español que s u f re deformaciones aún mayore s . Porque bien visto, el habla lojana tiene las virtudes y los defectos de cualquier forma del español del mundo, incluida la de Madrid. Esto, sin mencionar a los lojanos que regresan de España trayendo, como otra ganancia de emigrantes, la jerga hispana, florida de vulgaridades y uno que otro rasgo extralingüístico, conforme a la nomenclatura de Martinet. Personalmente considero, a la par que el habla, su destino nómada, que si bien no es un rasgo originalmente lojano, sino derivado de la herencia semítica, tiene una diferencia característica: los lojanos, que están en todas partes del Ecuador y del mundo, siempre tienden a volver a su patria chica, por más colonias que funden en todas partes. La mayoría de los que residen en España, al menos, así lo declaran15. También actuaron así escritores lojanos establecidos toda la vida en Guayaquil, como Mario Augusto Ayora y Ángel F. Rojas, quienes retornaron a Loja antes de que la muerte les impidiera cumplir ese deseo. No así los judíos verdaderos, que se adueñan de cualquier

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ciudad del planeta y se quedan allí para siempre jamás, sin añorar para nada las montañas del Negev o el lago Tiberíades. Para muestra, un botón: ellos son los dueños de Manhattan. El retorno a la tierra natal será quizá resultado de una herencia no bien asimilada por parte del lojano o consecuencia de su mezcla andina, que lo convierte en un animal nostálgico. Por eso, los lojanos emigrantes, en cualquier extram u ro del planeta en que se hallen, piden tamales, fritada, maíz de sango a sus familiares; así, en el momento de comerlos, cierran los ojos y, por un instante de gracia, p a recido al de las magdalenas de Proust, reviven el sabor de su tierra.

El núcleo de la cultura popular lojana es lo religioso, representado en la Virgen del Cisne, también llamada Churona.

Manifestaciones de la cultura popular lojana Pues bien, luego de esta introducción situacional, quizá innecesaria, arribamos al tema propiamente dicho de la cultura popular lojana: sus manifestaciones. Dentro de este espacio florido, de particular riqueza, vale la pena mencionar los bienes religiosos, musicales, artesanales, alimentarios, y las leyendas y tradiciones, como los más característicos.

Religiosos El núcleo de la cultura popular lojana es lo religioso, re p resentado en la Vi rgen del Cisne, también llamada Churona: centro de su sistema planetario, a cuyo alre d edor giran los planetas del comercio, las c o s t u m b res, el turismo, las tradiciones… Esta devoción está, según Pío Jaramillo14, enraizada en el mito de la parroquia del Cisne, y nace en 1596, fecha en la cual la población fue asolada por una sequía que estuvo a punto de hacer emigrar a sus habitantes. No obstante, éstos no lo hicie-

13. Félix Paladines, op. cit., pp. 120 y ss. 14. Pío Jaramillo Alvarado, Crónicas y documentos al margen de la Historia de Loja y su provincia, Guayaquil, Casa de la Cultura del Guayas, 1974, pp. 174 y ss.


ron porque la Virgen les habló para pedirles el levantamiento de una iglesia y ofrecerles auxilio divino. La devoción a la Churona se la ha herm anado —sin duda por conveniencias comerciales— con la Feria del 8 de septiembre, que tiene una pata en la mismísima historia del continente, gracias a la autorización f i rmada por el mismo libertador Simón Bolívar. Este documento reside en los arc h ivos de la actual basílica, como un tesoro, rivalizando a brazo partido con los mejores exvotos de plata y oro obsequiados a la Virgen por los fieles.

15. Ibíd., p. 79.

La escultura de la Virgen del Cisne, de 76 cm, trabajada en cedro por Diego de Robles en 159415, es dueña de una belleza y una capacidad de portentos tal, que reúne cada 20 de agosto a alrededor de 200 mil romeros que van con ella a pie en

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su traslado del Cisne a Loja. La romería de casi cien km dura tres días consecutivos y es un verdadero río humano, en cuya agua flota la burbuja de vidrio y acero inoxidable de la imagen venerada. La muchedumbre camina unida por la devoción, la tradición más amada y el deseo de caminar por el desierto del paisaje lojano, como lo hicieron sus tatarabuelos por el desierto de Sin, detrás de la figura delirante de Moisés. La entrada de la Virgen en Loja es una apoteosis. La ciudad está engalanada como nunca y la gente volcada en las calles la recibe con tanto alborozo que más de un político inepto ha llorado de la envidia por no tener nunca una recepción igual. En lo mejor de la Feria, a los lojanos se unen los morlacos, con una fe y una generosidad que envidian los propios dueños de la fiesta, pues de su cuen-

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ta y riesgo corre el gasto dispendioso de los castillos de fuegos artificiales, que fascinan a los lojanos tanto como el fuego recién descubierto a los trogloditas de la prehistoria. A los castillos se suman los bailes de disfrazados y las bandas populares que festejan a la Churona; de modo que si un día los morlacos no llegan a Loja, la Feria de Septiembre se muere. Son días durante los cuales la ciudad contiene tantos cuencanos que ya no se sabe si Loja es Loja o Cuenca. Esto que parece alegría pura y sin otro nombre, que reúne a los lojanos más que un chancho pelado, ha traído, sin embargo, también la discordia. Pues en los tiempos del Chato Castillo, padre y señor nuestro, hubo veces en que deseó que los castillos de fuegos artificiales no se quemaran en la plaza, sino en algún encierro a cal y canto, y otras en que sus policías municipales corrían de los parques a los cuencanos, a manguerazo vivo, como si no se tratara de los devotos de la Vi rgen del Cisne más tercos, sino de un incendio. Por otro lado, en tiempos del obispo Hugolino Serasuolo, él se adueñó de la Churona como de una gallina de huevos de oro. Y, como consecuencia, había guerras de verdad cuando el prelado enviaba un escuadrón de secuestradores a la madrugada para traerla con el objeto de enviarla a los Estados Unidos o España y los cisneños la defendían a la brava. El argumento de cuentista perfecto del obispo era la necesidad que los emigrantes tenían de las bendiciones de la Churona; no obstante, la misión secreta era que el cura obsecuente que la acompañara en sus viajes volviera con los bolsillos llenos. Sin embargo, por pura estrategia de obispo matrero, él acabó mandando a hacer tres réplicas de la imagen, y las enviaba por el mundo para que el milagro de la

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multiplicación de los panes y los peces se multiplicara por tres. Esto, aparte de que, según las cuentas de los cisneños, los i n g resos mensuales por milagros no bajan de ocho o diez mil dólares. No obstante lo cual, su parroquia, pobre de toda pobreza, nunca recibió nada que no fueran limosnas, como los pueblos petro l í f e ro s del Oriente ecuatoriano a cambio de la gallina de huevos de oro del petróleo. Como quiera, estos negociados que envilecen sin retorno la religión popular no impiden que todos los lojanos y los testigos de Jehová, los mormones, los cursillistas, los cuadrangulares, los carismáticos, los catecúmenos y hasta los ateos más duros de pelar (dejando a Marx en el más cruel abandono), se vuelvan melcocha cierta junto a la Churona. Incluso los médicos, aunque sepan que ella cura mejor y sin cobrar un solo centavo.

Al igual que ocurre en todo grupo étnico o hecho cultural, conformado por fusiones de razas o manifestaciones varias, la música popular e incluso sus instrumentos son el resultado de mestizajes parecidos.

Por otro lado, la religiosidad de San Lucas en Navidad y Semana Santa ofrece una originalidad única por su mezcla de catolicismo y tradición. En la primera, los juguetes disfrazados, llamados wikis y hajas, bailan el sarao. Y en la segunda se destaca el vuelo del ángel del Viernes Santo. Entre las festividades tradicionales tienen relieve especial la fiesta de Pawkar Raymi, por la aparición de los productos de la tierra, la elección de la Pawkar Ñusta, la Sisa Ñusta y la Muru Ñusta, además del Inti Raymi16.

Musicales Según Vicente Jaramillo, hay dos posiciones con respecto a la música popular o folclórica: una «purista», que defiende el patrimonio cultural tradicional a hacha y machete, quitándole toda posibilidad de cambio; y otra «progresista», que aprecia

16. Julio Guamán, comunicador social originario de San Lucas, entrevista, junio de 2007.


su evolución. Según el mismo autor, la mejor opción es una intermedia de respeto a la música popular, una manera de sentir de un pretérito humano todavía vivo y sin cuya comprensión es falso todo presente17. Y en ese pasado musical están el danzante y el yumbo, brotados de la historia incásica más antigua como soporte de la música popular actual, al igual que el sanjuanito y el yaraví. Y, por otro lado, el pasillo, llegado al país a lomo de caballo junto con los redobles de los tambores de guerra de la Independencia; pero afincado para siempre en el Ecuador y en Loja por el tratamiento especial de sus músicos.

17. Vicente Jaramillo F., «Canción folklórica o canción popular», en revista Loja es Cultura, diario La Hora, Loja, (copia), s/f. 18. Ibíd.

Al igual que ocurre en todo grupo étnico o hecho cultural, conformado por fusiones de razas o manifestaciones varias, la música popular e incluso sus instrumentos son el resultado de mestizajes parecidos. Por ejemplo, el pasacalle no proviene de otro lado que del pasodoble español, y el charango, de la madre de todos los instrumentos populares: la guitarra. Así también, los mismos instrumentos europeos han sido transformados, como sucedió con el niño bonito del violín, príncipe de las orquestas sinfónicas, que ha sido adoptado en Loja por los saraguros y seguramente en otros lugares del Ecuador por etnias semejantes, acompañado con el bombo plebeyo, para interpretar La venada, capizhca con que amenizan los pases del Niño en tiempos navideños. Si Herbert von Karajan, el austriaco soberbio, resucitara por un momento en estas tierras de mitimaes, se volvería a morir viendo que a las técnicas clásicas de tocar el violín se les han dado la vuelta como a una media y hasta la manera de sostenerlo es otra. En todo caso, se trata de apropiaciones populares legítimas, porque sin duda el gaznate de lágrimas del violín y corazón inflado del

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bombo se han unido, no por caprichos folclóricos sino por afinidades profundas de la sensibilidad humana. Algo semejante ha ocurrido con Vasija de barro, una melodía y una letra cuya raíz cuadrada está unida para siempre a la madre tierra o Pacha Mama18. Otro ejemplo, menos extremo que el de la inclusión del violín y el bombo, pero no menos representativo de la fuerza de las fusiones musicales —ya internacionalizadas para siempre jamás—, es el de la Orquesta de Instrumentos Típicos Latinoamericanos de la Universidad Nacional de Loja. Fundada a principios de la década del setenta, tuvo una duración de cuatro años, dirigida por Salvador Zaragocín, músico y lutier prolijo él mismo, al igual que los dieciocho miembros del grupo, para la fabricación de sus propios instrumentos, entre los que nombramos al guitarrón mexicano, tiple colombiano, cuatro venezolano, arpa paraguaya, charango boliviano, ocarina chileno-boliviana, bandola chilena, zampoña ecuatoriana, matraca chilena y una quijada de burro de matar filisteos de Sansón auténtico. A propósito de Salvador Zaragocín, podríamos decir que es el principal motor de la música popular en Loja. No hay grupo de amigos, agrupación gremial, colegio de profesionales, organización barrial que no tenga un conjunto vocal e instrumental y no recurra a él para su dirección. Bajo ella se han realizado festivales de cumbia, de boleros, de merengues de aguja y vinil, grabaciones, giras artísticas. Aparte de las orquestas sinfónicas, aparecen solistas, dúos, tríos y conjuntos que crecen en Loja como la mala hierba. Mencionamos a éstos sólo para mostrar

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el auge musical de esta ciudad. Los Delfines, Sonora Fox, Wanbaris, Players, Estrangers, Yenkas, Esthelares, Celestes, Rokings, 7 Latinos, nacidos hace más de 30 años y ya muertos y sepultados. Ahora mismo, vivos y coleando, están los grupos 7 Latinos, recién resucitado, Pueblo Nuevo, residente en Quito, Capítulo 4, Trío Madera Dorada, Corales, Mariachi Las Águilas, Trío Colmenar, Trío Madrigal, cuarteto Herm a n o s Rodríguez. Nombraremos también a un regimiento de solitas como Kléver Novillo, Pedro Peralta, Pepe Ochoa, Wilman Sotomayor, Carla Román, Sonia Espinoza, Claudia Toro, María Elena Castillo, Hernán Sotomayor, Alcívar O rtiz, Viviana González, Marc o Macancela, Tulio Bustos, Tro t s k y G u e rre ro, Ketty Moreno, Jorge Reyes… Puesto que es una obviedad, el particular genio musical lojano. Incluso hay p a rroquias enteras como Ta q u i l , Chuquiribamba, San Pedro de la Bendita, el Cisne y Gualel, que son verd a d e ros yacimientos de generaciones incesantes de músicos que hoy son part e de las orquestas y bandas más talentosas del país y del exterior. Según Gabriel Gonzalo Gómez19, investigador serio de nuestras artesanías y artes lojanas, Taquil pone un ejemplo de la vocación musical de los habitantes de estas parroquias de Loja, todas con una banda de reconocido mérito. Allí vive don Antonio Puchaicela, maestro de música, frente a cuyo taller es muy común observar colas de jóvenes, como para irse al cuartel en la puerta de un puesto de inscripción militar; pero no están allí para irse a defender a la patria, sino para aprender un instrumento. Él los instruye en tres meses. Así que, mientras un re c l uta da los primeros pasos para amansar un fusil, ellos ya están listos para formar

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p a rte de la mejor banda del mundo. No creemos que esta virtud lojana provenga ni mucho menos de la remota ascendencia judía, un pueblo cuya mejor música es hoy la de sus baterías de misiles criminales contra los vecinos. Se debe más bien a otra forma de migración, lanzada a conocer el mundo mediante el vuelo del espíritu; recurso inventado para romper el cerco de hierro del abandono de nuestra provincia por parte de una maldición de gobiernos ineptos, que no miran sino a las provincias de mayor influencia política y económica; vacío congénito que s e llena con música, arte y nomadismo.

no hay día en que no se encuentre por sus calles o dentro del mercado un hombre o mujer con una escultura sacra para pedir limosna, acompañada por la música popular en su expresión más pura.

Por la misma razón, no hay hogar que no tenga un piano, algunos de los cuales son verdaderas reliquias con dientes de marfil de colmillo de elefante legítimo del tiempo de Bartolomeo Cristofori, cuando los pianos llegaban a Loja a lomo de indio, provenientes del mismo París. Porque la mayoría de los niños lojanos, a la vez que están en la escuela, aprenden a tocarlos en el conservatorio. En suma, Loja es una provincia atormentada por la música. Y no hay día en que no se encuentre por sus calles o dentro del mercado un hombre o mujer con una escultura sacra para pedir limosna, acompañada por la música popular en su expresión más pura. Los mendigos con instrumento hacen lo mismo. Los viejos de Vilcabamba que quedan, igual. Y en las reuniones familiares, siempre asomará un pasillo sin autor alguno para alegrar la fiesta, porque el pasillo que pierde un autor gana un pueblo. Por último, podemos decir que compositores lojanos como Rafael Bustamante Celi, Francisco Rodas Bustamante, Segundo Cueva Celi, Segundo Puertas Moreno, Blanquita Cano, Miguel Cano

19. Gabriel Gómez Gómez, entrevista, junio de 2007. Ésta referencia vale para todo el tema de las artesanías de Loja.


Madrid, Edgar Palacios, Carlos Ortega Salinas se han nutrido de la leche materna de la música popular.

Artesanales -Cerámica Las artesanías principales de la provincia de Loja, según Gabriel Gómez20, son la cerámica, los tejidos, los instrumentos musicales en madera, la cestería, la platería, los alimentos. Objetos todos para solucionar necesidades cotidianas, no para adorno. La actividad artesanal en cerámica se realiza en Cera y Tacoranga, dos parroquias muy conocidas por ello, y su principal producción son las ollas. En Cera las trabajan las mujeres, verdaderas art i s t a s para sostener un hogar. Los hombres lo que hacen es cavar un hueco en el Centro Cívico y buscar los terrones; y, por otro lado, dedicarse a la agricultura; también a los gallos, al trago y a esperar que los sembrados crezcan y estén listos para la cosecha. Mientras tanto las mujeres no paran: hacen de comer, llevan la comida a los maridos, cambian los animales de lugar de pastoreo, crían ocho o diez hijos, lavan, planchan, remiendan la ropa, cuidan esos hijos, los tienen bien peinaditos, y hacen ollas. Uno y otro día, sin quejarse. Así toda la vida.

20. Ibíd.

Para la elaboración de las ollas, los terrones de arcilla pasan un tiempo a la intemperie, luego son molidos, mezclados con arena en proporción sabia, batidos dentro de las casas como un baile y cubiertos con plástico. Los instrumentos usados son las manos que empiezan con una bola de arcilla que perforan con los dedos, y golpeadores que renuevan después de cada quema. Las piezas atraviesan cuatro momentos de fabricación: al cuerpo, oreado éste a la sombra, le colocan el labio

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o borde, el repulgado a mano y el engobe, con una pasta de tierra roja que le da un color que intensifica y embellece el del quemado, proceso que dura de seis a ocho horas y es a cielo abierto. La fabricación de ollas es una artesanía que las madres enseñan a sus hijas, las futuras ceramistas que sin duda impedirán que la tradición muera. En la actualidad, el asiento redondo de las ollas, relacionado a la época de las cocinas de leña con tulpas y a la belleza femenina, se ha aplanado para adaptarse a las cocinas de gas y a la fealdad de las ollas de hierro. Al final, llevan las ollas para venderlas en el mercado mayorista de Loja. Ya no en viajes y bultos peligrosos de ollas sujetas con redes de soga sobre burros pacientes que, no obstante, al menor roce con cualquier objeto duro o con otro burro de ollas, las rompían. P o rque era como transportar huevos. Ahora se transportan en camionetas de las cuales los olleros son dueños. En Tacoranga, las ollas son más adornadas que en Cera y un poco más gruesas. Allí fabrican además gallinas huecas con una tapa en el lomo, y la quema es en hornos a gas, que mejoran y aceleran el proceso. Un producto especial son los cántaros porosos para riego por goteo. Los entierran junto a las plantas y la cantidad de agua que contienen dura ocho días. De ese modo hacen producir tierras secas como un cacho. Sus tradiciones dicen que los dioses paltas inventaron las ollas y que durante el Diluvio Universal sólo flotaron ellas, de las cuales sin duda volvió a nacer la vida. La venta del producto la hacen las familias, por turno, para evitar la competencia interna.

-Tejidos Estas artesanías son confeccionadas en algodón, en la Sierra, y en lana, en los

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sitios cálidos. En Saraguro tejen los hombres en telares pequeños o calluas y ellos enseñan a los niños. Los telares se llaman de cadera, porque sus correas están atadas a ella. La tela tejida sirve para fabricar ponchos, calzones, cuzhmas, cobijas, anacos, polleras, rebozos; porque el hombre tiene la responsabilidad de vestir a la familia. Las mujeres, hasta hace poco, se encargaban del plisado de sus faldas. Lo hacían reuniendo durante un tiempo la orina de toda la familia en una vasija y, el día del plisado, la utilizaban para marcar cada pliegue antes de pasarle una plancha caliente maciza de las antiguas y dejarlo señalado para siempre. Era un trabajo infernal porque el olor a diablos del cuarto del planchado invadía toda la casa y salía a la calle a espantar a los invitados. En Tacoranga existe asimismo el tejido de jergas, prenda que sirve para ablandar y adecentar un asiento y ofrecerlo a una visita, lo mismo que la montura de un caballo, para inventar una cama encima de cualquier sitio. En los concursos de jergas de Tacoranga gana el que teje una tan tupida que, si se le vacía un jarro de agua encima, ésta no pasa a través. Pero, según nuestro informante, un adorador de las artesanías lojanas, los más bellos tejidos de algodón son las hamacas de Guatara, lugar perteneciente a Macará. Son preciosas: con franjas de colores muy combinadas y, lo mejor, que los cabezales nacen del cuerpo de ellas. A más de un lojano lo han hecho soñar con un corredor y un par de argollas para colgar una y echarse a ver los lindos atardeceres. Y, si fuera posible bien acompañado, mejor. También se producen tejidos en Catacocha, Zapotillo, Gonzanamá, Quilanga, Chaguarpamba, Olmedo y, en

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forma general, en los 16 cantones lojanos. Eso sí, sólo lo hacen las mujeres, quienes no sólo tejen jergas, sino también cobijas, alforjas, bolsicos, alforjas labradas, ponchos, fajas para bebés, con que los hippies se adornan la frente o la cintura. Las alforjas labradas son artesanías perfectas. Se tejen con hilo más fino que el de las jergas y con puntadas escogidas. Como una jerga con amor. Las hacen sobre pedido y pueden representar el escudo nacional, un paisaje lojano o un presidente de la república, seguramente el que más cara de suela tenga, digo de jerga.

-Instrumentos musicales La palabra lutier, como sabemos, sirve para nombrar a los fabricantes artesanales de instrumentos de música. Y Loja tiene uno que vale lo que pesa. Es el maestro Capa, un taquilense, que en la ciudadela Celi Román tiene su trono de lutier sin tacha. Su humildad lo hace arreglar toda clase de instrumentos de madera del Conservatorio Salvador Bustamante Celi, y su talento irrepetible, fabricar violines, violoncelos y guitarras. Sus violines han recibido la certificación de su alta calidad, antes que de los lojanos, quienes sin duda sueñan con violines austriacos, alemanes o franceses, de parte de los maestros rusos del conservatorio. Abundan también los pedidos de los a l ma ce ne s d e m ús i ca de Q ui t o, Guayaquil y Cuenca; éstos se los reciben al precio que el lutier quiera, pero con una condición: no ponerles nombre alguno; es un misterio el que los comerciantes le pondrán, y el precio final. Gabriel Gómez, conocedor de violines, ríe pensando en que a lo mejor los hacen pasar por Stradivarius, Guarneri o Amati legítimos. El maestro Capa utiliza tres maderas para fabricarlos: palo de vaca, cedro y pino, en una mezcla que es su secreto

En Saraguro tejen los hombres en telares pequeños o calluas y ellos enseñan a los niños. Los telares se llaman de cadera, porque sus correas están atadas a ella.


mejor guardado. Y da gusto tener uno en la mano, aunque uno sea un analfabeto en violines. Es como tener un niño recién nacido, dice mi informante, aunque no sea uno el padre. Algo misterioso y tierno lo conmueve para siempre. Otros instrumentos fabricados en Loja, pero alejados del arte magnífico de los violines, son los tambores de chaguarquero y los bombos de piel de chivo o de borrego. Éstos se elaboran en sitios como Vilcabamba y Yamana.

-Artesanías de madera y otras (en peligro de extinción) Relacionada a la elaboración de instrumentos musicales sólo por el material de la madera, la fabricación de bateas de bamba de cedro es una actividad artesanal secundaria nacida en Tacoranga y Catacocha, así como la talla de cucharas de palo de limoncillo y chirimoyo. El artesano va remojando el material para que no se parta con la gubia. De igual modo se trabajan trapiches de palo en el Toldo, perteneciente a Cariamanga, y en Jimbura. Son trapiches pequeños para moler caña. Existen también los lomillos o monturas de sauce de Catacocha, Olmedo, Chaguarpamba y Celica, que después se visten con suela de Malacatos y entonces están los arneses listos. Para su ornamentación, don Pedro Quizhpe, de Aguas Hediondas, fabrica mediante fundición las hebillas, las argollas, los bocados para el caballo y los vende a los talabart e ros de Las Pitas, que ya son pocos y que sin duda morirán con los actuales artesanos. Junto con estas artesanías en vías de extinción, están asimismo la herrería, la fabricación de vainas de machete, las

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alpargatas u ozhotas, el bordado a mano, la elaboración de rosarios de lágrimas de San Pedro, los tejidos a croché del barrio de tejedoras de San Ester, la confección de aventadores para animar el fuego de leña, los porrones de Olmedo para pelar café, los arados de reja, los yugos, las sogas de cabuya, reemplazadas por los benditos cabos de nailon. Hasta hace poco era muy común ver en el trayecto de Loja a Malacatos, f rente a los poblados de Rumizhitana, Pueblo Nuevo y Tres Leguas, las pencas de cabuya atravesadas en la carre t e r a , para que los buses de pasajeros hicieran el favor de chancarlas; pero es ésta una costumbre desaparecida para siempre . Ya no se fabrican tampoco los lazos de c u e ro de chivo, los batidores para chocolate y repe blanco.

-La cestería Es una artesanía menor practicada en las goteras de Loja y en Chinguilanche, Aguas Hediondas, Solamar, tres barrios marginales, y en San Lucas. Los materiales utilizados son el carrizo, la «duda» y la totora. Sus artesanos deben ser, al mismo tiempo, defensores tercos de sus tradiciones, porque al parecer no les importan los canastones de plástico y siguen fabricando los suyos, lo mismo las esteras. De canastones de carrizo están empedradas las tiendas del mercado mayorista, y los domingos de Loja siempre tienen hombres cargados con un rollo de esteras. Los canastones son objetos de uso, pero no marginados de la ornamentación, y lucen listas de colores, sobre todo rojo, amarillo y lila. Asimismo, los fabricantes luchan por mantener la resistencia de sus productos y mezclan con el carrizo y la «duda» un cincho de metal. Estos materiales necesitan un tratamiento adecuado y se los trabaja frescos. Luego se los pone a secar a la sombra.

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-Platería La platería tradicional sólo se practica en Saraguro. Allí trabajan las joyas que los indígenas usan, principalmente las mujeres. Se destaca, sobre todo, el tupo, en forma de clavo con un extremo florido en una especie de rosa adornada con piedras artificiales, usado por las mujeres prendido en el pecho. También los aretes con hilos de plata, los collares. Los hombres llevan cinturones ornamentales de cuero con compartimientos con pasadores y hebillas de plata, como cananas de mexicanos antiguos pero sin balas. Seguramente, actividad artesanal que durará mientras este grupo étnico viva, es decir para siempre.

atracón en plenas horas de oficina. Eso sí, las guaguas de pan más deliciosas y más caras son las que elaboran las mismas monjas conceptas, porque sin duda con el agua de ámbar no venden todo el secreto de su preparación. Las guaguas de hacer compadres son muñequitas primorosas trabajadas con masa cruda, espina de penco, colores vivos y arte de miniaturista medieval. Y basta obsequiar una para que, a partir de entonces, el receptor y el dador se llamen compadres, como si se tratara del bautizo de un bebé de carne y hueso.

-Alimentos Posiblemente el alimento lojano re y, mitad arte y mitad comida, son las guaguas de pan. Nuestro informante21 se complace en hablarme de ellas. Hay dos clases de guaguas de pan: las comestibles, que también tienen la función de servir como regalo para desagraviar a un amigo; y las guaguas en miniatura, para hacer compadres. Las primeras se fabrican a principios de noviembre y no se sirven solas, sino acompañadas con colada morada o champús de mote.

O t ro alimento especial es el sango, típico de Calvas, Espíndola, Gonzanamá, Sozoranga, Loja y de todas sus parroquias. Se lo prepara con harina de maíz tostado y, según los lugares, se lo sirve con huevos fritos, chicharrones, un guineo verde cocinado o una raja de yuca y café filtrado. Su popularidad le ha puesto varios nombres: matahambre, gallo ronco, casa de hormigas y gallina sin huevos. Y es posible que a su poder nutritivo se deba la fortaleza de esos hombres que siempre parten al trabajo con un desayuno de sango. Hay también o t ros tantos alimentos elaborados con maíz, que son como veinte.

Las guaguas son resultado de un arte femenino primoroso que incluye, como secreto a voces, el agua de ámbar, producida por las monjas conceptas, quienes, con mucha anticipación, van reuniéndola como si Dios fuera a decretar una sequía. Las guagüeras compran el agua de ámbar por onzas y ella les da el sabor exquisito que tienen, al extremo de que nadie resiste su seducción. Por lo tanto, es muy frecuente ver, a lo largo del portal de la Gobernación —sitio de expendio de las guaguas de pan—, a los más pintados profesionales lojanos dándose un

Alimentos lojanos son también la sopa de arvejas con guineo, el repe blanco, los tamales, la fritada, el seco de chivo, el chivo al hueco, el sancocho de cungatullo, el mote sucio, el estofado de gallina, el cuy asado, el mote pillo, el caldo de gallina criolla, el molo, la guatita, la longaniza, la morcilla, la chanfaina, la cecina, el seco de res, el hornado de gallina criolla y de chancho, los bollos, el dulce de leche, la humitas, los higos con quesillo, la horchata, las tortillas de gualo, las quesadillas, los quimbolitos, los bizcochuelos y los bocadillos de maní.

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Posiblemente el alimento lojano rey, mitad arte y mitad comida, son las guaguas de pan.

21. Gabriel Gómez Gómez.


Leyendas y tradiciones Hay dos tradiciones lojanas magníficas, mezcladas con tiempo y leyenda macizos. La primera se refiere al tesoro de Quinara y la segunda a «Mi delirio sobre el Chimborazo», obra de Bolívar, escrita en Loja. Según Pío Jaramillo Alvarado22, en Quinara, población cercana a Vilcabamba, estarían los «siete huandos de oro» que eran transportados de Quito a Cajamarca para el rescate de Atahualpa, a lomo de un rebaño de ocho mil indios. Al llegar a dicho sitio se tuvo noticia del crimen de Pizarro del 29 de agosto de 1533, y se decidió esconderlos. El historiador lojano narra con pelos y señales la existencia del tesoro fabuloso y los intentos fallidos por encontrarlo. Del mismo modo procede con el poema del Libertador23. Bolívar llegó a Loja el 10 de octubre de 1822 y permaneció aquí once días, seducido por la belleza del lugar y de sus mujeres. Y aquí mismo escribió «Mi delirio sobre el Chimborazo». Para evitar dudas, al pie del texto consignó lugar y fecha: Loja, 13 de octubre de 1822. Es un tema que cada vez que se menciona levanta avisperos en Riobamba, que quiere para ella el mismo privilegio sin prueba alguna.

para difundir su conocimiento. Y, a lo mejor, para su comprensión y aprecio. Lo hago con la certeza de que lo mejor de la cultura popular de un pueblo está en la conciencia. Y que, si la tenemos, no nos la a rrebatará nuestra condición de aves migratorias ni la globalización más terca, porque somos ella. O al menos vamos con ella porque es piedra sillar de lo culto.

Las leyendas y tradiciones, caras a Benjamín Carrión, están, como él decía, en la raíz histórica de todos los cantones y parroquias lojanos. Y tienen algunos cultores, cada uno con libros publicados. Una lista de sus nombres da idea de la importancia otorgada al tema: Hernán Gallardo, David Pacheco, Oswaldo Celi, Teresa Mora, Rubén Ortega, Héctor García, Eduardo Carrión, Susana Álvarez, Heraldo Valarezo, Luis Antonio Quizhpe y Eduardo Pucha. 22. Pío Jaramillo Alvarado, op. cit., p. 93. 23. Ibíd., pp. 138 y ss.

Concluyo estos apuntes sobre la cultura popular lojana con el deseo de que sirvan

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LAS FIESTAS POPULARES DEL ECUADOR Es impresionante la cantidad de festejos de todo orden y calibre que alimentan el calendario festivo del país. Fiel a la herencia española, no hay pueblo, por humilde que sea, que no tenga su santo patrón y unos vecinos dispuestos a celebrarlo como Dios manda, y así desde hace siglos, pues se trata de costumbres que hunden sus raíces en la Colonia, cuando no más allá, en el calendario agrícola precolombino.

Por Pablo Cuvi

Dicen los antropólogos que ese ánimo fiestero se alimenta de una actitud barroca impulsada por la Contrarre f o rma y que terminó oponiendo, a la austeridad y el individualismo del ethos p rotestante, la fiesta y el derroche comunitario, indígena y mestizo. Porque si en algún lado se despliega el mestizaje racial y cultural con toda su riqueza estética, sus variados orígenes, sus contradicciones e incoherencias, pero también con su lógica de base, su cosmovisión y aquella inmensa capacidad de adaptación y de asimilación de lo diverso, es justamente en las fiestas, fenómeno social donde confluyen diversas culturas expresadas en la música, la comida, las artesanías y la indumentaria, que ya traen en sí las huellas de otros mestizajes.

Texto y fotografías. Pablo Cuvi. Narrador, sociólogo, catedrático universitario, periodista, fotógrafo y guionista de cine. En 1985 ganó el Premio Nacional de Cuento, Sociedad Ecuatoriana de Escritores; en 1991, Premio Nacional de Periodismo «Jorge Mantilla Ortega», en el género de entrevista, y Primer Premio del Concurso Nacional de Guiones para la Televisión de Bavaria. En cuento y teatro ha publicado El hijo menor de Marlon Brando (1983), El humo de tu boca (1997), La estatua enemiga (1990), entre otros. En ensayo, Velasco Ibarra: el último caudillo de la oligarq u í a (1977), Al filo de la paz (1999). En re p o rtaje, En los ojos de mi gente: relatos y fotografías de viajes por Ecuador (1988), Artesanías del Ecuador (1994), Viajes por la Costa (1995), Una aventura cultural en la mitad del mundo (1996), S a b o res del Ecuador (2001), Ecuador, ¡viva la fiesta! (2002). Ha editado numerosos libros de temas históricos y turísticos.

Los rituales de la fiesta popular tienden a reforzar la identidad y el sentido de pertenencia a la comunidad. El prioste, por ejemplo, gasta de su pecunio y redistribuye las jochas u ofrendas que otros le han dado, fomentando la reciprocidad entre diferentes miembros de la comunidad. La necesidad afectiva de pertenecer a un grupo se agudiza con la distancia y la nostalgia, lo que explica por qué muchos emigrantes vuelven de megalópolis como New York o Madrid a los festejos de sus respectivos pueblos. Pertenencia y transgresión de los límites, trago y disfraz. El consumo de alcohol y, eventualmente, de alucinógenos, se inscribe en la ruptura de lo cotidiano que, según el filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría, estaría en la base del juego, el arte y, por supuesto, de toda fiesta. Para estar plenamente en el mundo, el ser humano requiere de la experiencia de lo sagrado, del traslado al escenario de la imaginación. Y recurre al disfraz, al simulacro, al desafío de buscarse a sí mismo. Como el disfraz apunta a un deseo oculto, al contrario de escondernos, la máscara nos desnuda, nos desenmascara. Y, simultáneamente, nos lanza a la eternidad.

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Porque en el frenesí de la fiesta, la simple careta de papel engomado nos permite eludir el tiempo cronológico y acceder al eterno presente del mito, provistos de los atributos del representado. Recordemos que las máscaras de oro o madera de los aborígenes precolombinos tenían poderes sagrados; reflejaban el rostro de los dioses solares o las oscuras fuerzas del cosmos. Veamos a continuación algunos de los principales festejos.

Diablada de Píllaro Cuentan que el diablo asomaba por Píllaro (Tungurahua) desde los inicios de la Colonia. Hoy, pasado el mediodía del 1.° y el 6 de enero, más de mil diablos bajan desde los barrios hacia el parque en una suerte de mascarada medieval, brincando, gruñendo y exhibiendo unas máscaras espectaculares, las mejores del país en su género, hechas de papel engomado, con dientes y cachos de animales. Los diablos traen capas, pelucas, foetes y animalitos vivos o muertos en la mano, que usan para asustar a los mirones. La tradición de la Diablada exige que quien se disfrazó una vez tendrá que bailar los doce años siguientes si no quiere pasar las de Caín. Por otra parte, cumplir con el rito trae buena fortuna.

Juego de Reyes Entre el 5 y el 7 de enero, en el pueblo afroecuatoriano de Santo Domingo del Onzole (Esmeraldas), las mujeres asumen oficialmente el poder de manos del teniente político. Para «jugar Reyes» designan e n t re ellas pre s identa, gobernadora, capitanas de mar y tierra y otros personajes. Al ritmo de arrullos y chigualos, al son del cununo, grupos de disfrazadas re c o rren el pueblo brindando aguardiente. Y a los hom bres que no cumplen las reglas se les impone como castigo el cepo, herencia de la esclavitud, del que se liberan pagando una multa que s i rve para alimentar los festejos. Esta rebelión ritual contra el machismo se re p roduce en pueblos vecinos.

La Candelaria El 2 de febrero, en Mira (Carchi), se celebra a la Virgen de los Esclavos. Por la tarde hay toros de pueblo en el coso, donde los animales atados, traídos del páramo, son lidiados por muchachos audaces. Hay también partidas de ecuavolei y riñas de gallos. A las 8 de la noche, la Virgen es llevada en procesión, entre cánticos y cirios encendidos, hasta la explanada donde arde una inmensa chamiza y algunos hombres preparan al «novillo de bombas»: cubren sus cachos con dos conos forrados de resina y les prenden fuego. El peligroso juego consiste en tentar al animal enardecido por sus cuernos en llamas.

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Fiestas de la yuca y la chonta En la época de la madurez de los frutos, entre enero y marzo, las comunidades orientales preparan el festejo: los hombres parten de cacería, mientras las mujeres hacen las mucahuas o escudillas de fina cerámica, así como las vasijas donde almacenan la yuca masticada y mezclada con agua, que al fermentarse se convertirá en chicha. El día de la fiesta, hombres y mujeres se pintan el rostro con genipa. En Sarayacu, en el fondo de la selva amazónica, la fiesta coincide con los días de Carnaval. Son días para beber chicha de casa en casa, celebrar matrimonios y festejar el Día de las Flores bailando en la explanada del pueblo con palmas en la mano. A la chonta se la festeja a partir de febre ro en varios lugares de la Amazonía, como Archidona, donde los festejos coinciden con la fundación española de la ciudad (siglo XVI), cuando los conquistadores andaban en busca de El Dorado. Para celebrar la renovación de la Madre Naturaleza, en los cánticos se narra el proceso de la elaboración de la chicha y se ruega a Uwí, deidad que da vida a animales, plantas y frutos que alimentan a la comunidad.

Carnavales En la Fiesta de las Flores y las Frutas, que los ambateños celebran en Carnaval, se destaca el Corso de las Flores y la Alegría, que se realiza el domingo y en el que participan comparsas internacionales, zanqueros, músicos, bandas colegiales y espectaculares carros alegóricos. Otros eventos importantes son las corridas de toros y la Feria Artesanal, donde se presentan espectáculos de orquestas y artistas. Hay también exposiciones de productos agrícolas; en particular, de las frutas que se dan en la región. Uno de los actos más atractivos es el Festival de Folclor al que acuden grupos de varios países. En Guaranda, todo empieza con la entrada del Taita Carnaval días antes del domingo, y culmina con su entierro, el M i é rcoles de Ceniza. Quien venga a estos carnavales debe estar dispuesto a mojar y ser mojado, pues acá se juega con mucha agua, maicena y espuma, y se preparan los chigüiles de harina de maíz. También se bebe el aguard i e nte de la zona subtropical, mientras se canta coplas pícaras en cada esquina, al son de las guitarras. Numerosas comunidades indígenas y campesinas participan en el desfile del sábado. Y en los pueblos vecinos de Vinchoa, Cazipamba, y en la comuna de Guanujo se practica el juego sangriento y antiguo del gallo compadre. El Martes de Carnaval, en el pueblo mestizo de Totoras, tiene lugar el cambio de caporales. Los nuevos priostes reciben el cargo, un cargo de mucho prestigio que conlleva la obligación de organizar y financiar los festejos, para lo cual piden las colaboraciones o jochas de parientes y amigos, en un sistema que refuerza los lazos comunitarios. El mismo día, en la cercana comunidad salasaca de Chilcapamba, se da el cambio de alcaldes, rito que comienza la noche anterior, cuando grupos de celebrantes pasan por las casas de los priostes cantando carnavales con guitarras y tambor, y culmina el m a rtes por la tarde, en la plaza comunal, al ritmo de esos hermosos tambores de cuero pintados y flautas de carrizo.

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Semana Santa Desde el amanecer del Domingo de Ramos, en la puerta de las iglesias se venden palmas al natural o tejidas y mezcladas con romero y manzanilla. Hay la creencia de que estos ramos, que los fieles hacen bendecir en la misa, protegerán el hogar de las tormentas y otras desgracias. El martes, en Riobamba, tiene lugar la procesión del Señor del Buen Suceso, cuya figura tallada a mediados del siglo XVII sale en andas de la iglesia de La Concepción. Y el Viernes Santo la espectacular procesión de Jesús del Gran Poder recorre el Centro Histórico de Quito. Las imágenes de Jesús y de la Virgen avanzan en hombros de los cofrades, seguidos por los cucuruchos que se autoflagelan o cargan pesadas cruces rememorando el camino al Gólgota. Luego de contemplar la procesión, los quiteños almuerzan la fanesca, suculenta sopa de doce granos, bacalao y frituras. El mismo día, en Guayaquil, se realiza la procesión del Cristo del Consuelo. Miles de fieles de toda la Costa acuden a implorar la ayuda o el perdón divinos. De origen mitimae, ubicada en las montañas del norte de la provincia de Loja, la comunidad indígena de los saraguros escenifica a su manera la Semana Santa, cuando el personaje principal es el alumbrador mayor, que vela la Eucaristía. Para los tsáchila (o colorados, por su pelo untado de achiote), kasama significa «nueva vida». Ésta es la fiesta del Año Nuevo, que coincide con el sábado de Semana Santa, y se la celebra en una de las comunidades ubicadas alrededor de Santo Domingo de los Colorados. En un acto de purificación, los indígenas se bañan en el río antes del amanecer. Las mujeres se adornan el cabello con largas cintas de colores, lucen collares y faldas de franjas coloridas. Los hombres llevan la cumbillina (también una falda); los mayores usan pulseras de plata y las ancianas lucen todavía adornos de bambú y pepas naturales. Los músicos tocan la marimba y cantan en su lengua. Todos bailan, comen y beben la chicha de maíz, yuca y caña.

Corpus Christi Como sucedió con tantas otras fiestas, la Iglesia sobrepuso Corpus Christi, San Juan y San Pedro y San Pablo a las grandes celebraciones aborígenes del Inti Raymi en el solsticio de verano, de suerte que, cinco siglos después, junio continúa siendo el mes más festivo de la serranía. Y son los cañaris una de las etnias que mejor ha conservado sus tradiciones, su ropa y sus rituales festivos, como se puede constatar en las misas del jueves de Corpus que congrega a los comuneros, quienes llegan ataviados con ponchos y sombre ros de lana, y otros soplan las caracolas. Al salir de la iglesia se re p a rten las naranjas típicas de Corpus y arranca la procesión. Se observa mesas con dulces, música de bandas populares y danzantes cubiertos con arm a z o-

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nes de carrizo y papel cometa. Sin embargo, es Cuenca la ciudad que mejor ha pre s e rvado la elaboración de arepas de maíz o coco, alfeñiques, suspiros de monja, quesadillas, roscones de clara lojanos, pan de viento, turrón de maní, quesadillas, bizcochuelos y decenas de variedades. Cada noche del septenario (siete días a partir de Corpus) hay un prioste diferente, quien auspicia los castillos pirotécnicos que se queman en el p a rque central. En Cotopaxi, la imponente figura del danzante de Corpus identifica a Pujilí, donde comuneros venidos de Ramos Pamba, San Rafael, la lejana Angamarca y Zumbahua, avanzan por las calles adoquinadas, bamboleando sus voluminosos atuendos y los pesados cabezales coronados con plumas, danzando al ritmo incesante de flautas, tambores y pingullos. Las mujeres, que lucen flores a la espalda, bailan y reparten naranjas. El desfile desemboca en la explanada donde se yerguen los palos ensebados con castillos en la punta. Para los salasacas, otra comunidad de origen mitimae (migraciones forzosas del incario, imperio que impuso el culto del Sol que dio origen a los danzantes), Corpus Christi es la fiesta más importante del año. El mismo jueves se reúnen los danzantes donde el alcalde mayor, bailan, beben y se dirigen a Pelileo. Pasado el medio día se congregan en la plaza todos los alcaldes con sus varas de mando, junto a los danzantes y a hombres y mujeres salasacas, ataviados con sus grandes sombreros, fajas y collares.

Sanjuanes y aruchicos La fiesta de San Juan Bautista es el agradecimiento al final de las cosechas. En la zona de Otavalo y Cotacachi, el rito empieza con el baño en la cascada de Peguche, que purifica y da fuerzas a los diablohumas para los combates rituales. Cantando y bailando los sanjuanes entregan «la rama de gallos» en haciendas como las de Angla o Zuleta; es la ofrenda que recibe el hacendado mientras un niño canta las loas. Al día siguiente, los sanjuanes ocupan la capilla de San Juan, en Otavalo. Son característicos de la fiesta los castillos con panes de formas y leyendas especiales, con frutas y bebidas. San Pedro de Cayambe festeja a su santo patrón cuando los aruchicos, al son de los cencerros que traen a la espalda, se toman la plaza, destacándose sus sombreros con cintas de colores, sus vistosos chales y las caretas de malla de alambre. En la pintoresca plaza del mercado, rodeada de arcadas y tarimas levantas para que se acomode el público, se sueltan novillos para el pueblo. No faltan tampoco las peleas de gallos.

Presidente Blanco, Presidente Negro En honor a San Pedro y San Pablo, varios pueblos de pescadores, desde la puntilla de Santa Elena hasta el n o rte manabita, organizan cada año el encuentro ceremonial de los Presidentes Negro y Blanco. Quienes

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asumen el cargo de Presidente deben agasajar en sus respectivos «palacios» a los miembros de su gabinete, pomposamente vestidos, a la banda de música y a los ciudadanos, negros o blancos, de sus repúblicas. En algunos pueblos se incluye una procesión marina con el santo para que les asegure buena pesca durante todo el año. En San Mateo, cerca de Manta, se destacan los malabares de los abanderados y los oro p eles del poder político. Hay intercambio de regalos, seguido por el Baile de los Perfumes, cuando los Presidentes se echan perfumes salpicando a los espectadores. En Machalilla, el grupo de los blancos lleva en andas a San Pedro, patrono de los pescadores y de la lluvia; los negros portan a San Pablo, quien los defiende de las serpientes.

Independencia de Esmeraldas El 5 de agosto se celebra la Independencia de Esmeraldas, provincia donde se desarrolló desde la Colonia la población afroecuatoriana, cuyo ancestro musical se expresa con la marimba, el cununo, el bombo, las maracas y el guasá. Las fiestas incluyen juegos de fútbol y festivales de comida esmeraldeña, que trae mucho coco, marisco y plátano verde.

La Virgen del Cisne Es la imagen más venerada del sur del Ecuador. Fue tallada por Diego de Robles hace cuatro siglos. Devotos de todo el país, y del norte del Perú, acuden a pagar promesas, pedir socorro y acompañarla en la romería. Las fiestas empiezan en El Cisne, el 15 de agosto, y luego avanzan los romeros hasta Loja. En cada tambo hay puestos de tamales, chanfaina, repe y el bizcochuelo hecho con almidón de chuno. Ya en Loja, hasta el 8 de septiembre, la Virgen preside una feria internacional que cuenta con exposiciones agrícolas y artesanales, espectáculos musicales, bailes y juegos.

Ferias en El Oro La ciudad de Santa Rosa, pionera en el cultivo del camarón, celebra el 30 de agosto a su patrona, Santa Rosa de Lima. Con este motivo se organiza la Feria Internacional del Langostino, con espectáculos musicales, elección de la reina y, sobre todo, con la posibilidad de probar la gran cocina del marisco. En los días previos al 24 de septiembre, tiene lugar en Machala la Feria Mundial del Banano, encabezada por la reina elegida entre las representantes de los países productores de banano, al tiempo que los mejores racimos de las plantaciones se disputan el título de Rey Banano.

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Yamor y Fiesta de los Lagos Alrededor del yamor, una chicha especial de maíz, giran los festejos del 8 de septiembre, día de las Tre s Marías, en Otavalo. Veinte días después, el acto estelar por la fundación de Ibarra es la Cacería del Zorro. Un jinete vestido como el personaje de la televisión se cuelga una cola de zorro en la espalda y es perseguido a campo traviesa por un enjambre de jinetes. Quien logre arrancarle la cola será el Zorro del año siguiente. Como parte del programa de festejos, hay encuentros de pelota nacional, uno de los juegos más tradicionales del país.

El rodeo montubio Máxima expresión de la cultura montubia, con motivo del Día de la Raza, el rodeo se realiza el 12 de octubre en varias poblaciones de la amplia cuenca del río Guayas y sus afluentes. Tiene su origen en las faenas del herraje que se ejecutaban en las haciendas junto con la doma y el concurso de amorfinos. Los vaqueros exhiben sus destrezas en los artes de la monta y el lazo. La diversión se complementa con riñas de gallos, el juego del chancho ensebado y las coplas picantes.

San Lucas El 18 de octubre el pueblo de Llacao (Azuay) se llena de jinetes trajeados con capa, coronas y máscaras de malla. El aire huele a cuyes asados y cascaritas de chancho. En la entrada de la iglesia se remata al mejor postor las ofrendas donadas al santo, quien sale en procesión cubierto de billetes de dólares. El número principal son las escaramuzas o juegos de caballería en el que cuatro grupos de jinetes ejecutan las «labores», que consisten en ir formando al galope diversas figuras en medio de una gran polvareda.

La Palla y Santa Lucía Tisaleo está ubicado e n t re Ambato y las faldas del Carihuairzo, área donde los aborígenes combatieron fieramente al conquistador Benalcázar. Cinco siglos después, las comunidades de la zona re p resentan con mucha pompa y acción la batalla entre los españoles a caballo y los indios armados con sus lanzas y re s p a ldados por las artes de sus shamanes. A los niños vestidos de ingas o pallas (princesas aborígenes), se ha unido Lucía, la santa que se arrancó los ojos para no pecar, y que aparece escoltada de chure ros y pajes de la tropa española.

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Día de Difuntos En la Sierra, los indígenas acostumbran llevar a los cementerios alimentos para compartir con sus muertos queridos, pues existe la creencia de que la muerte es el mero paso a otra vida similar a ésta. Comidas rituales de Finados son la colada morada y las guaguas de pan, que representan a niños envueltos a la manera tradicional. En Ambato se realiza una gran feria de juguetes.

La Mama Negra Esta bulliciosa y burlona Santísima Tragedia conjuga la tradición árabe del Rey Moro con la manumisión de los esclavos negros que fueron traídos a las minas de Angamarca y cuidados por los padres mercedarios. La fiesta original se efectúa el 24 de septiembre, día de la Virgen de La Merced, pero una versión, cada vez más concurrida, acaece el sábado más cercano al 11 de noviembre, día de la Independencia de Latacunga. La Mama Negra es siempre un hombre vestido de mujer, con máscara y guagua negra, que va arrojando chisguetazos de leche al público. Integran la comparsa el Ángel de la Estrella, el Capitán (quien es el prioste mayor), los huacos o brujos que curan del espanto a los mirones, los ashangas o maridos de la Mama Negra, que cargan a la espalda las pesadas jochas que serán compartidas, entre otros.

Toros de Girón Cada sábado de noviembre, en las comunidades vecinas de Girón (Azuay), se cumple el ritual del toro en honor al Señor de las Aguas. Cuando el sol ya da las 8, los jóvenes corren por los potreros hasta atrapar al toro, cuya yugular será cortada para que, en una suerte de comunión pagana, todos beban la sangre tibia de la bestia, bajo la creencia de que así adquieren salud y fortaleza. Luego de comer, beber y bailar, al atardecer, bajan en procesión a la iglesia de Girón donde se queman castillos de pirotecnia.

Virgen del Quinche Otra milagrosa imagen de Diego de Robles, cada 21 de noviembre, convoca a miles de romeros que parten en la víspera hacia el santuario. Luego de la misa, la Virgen es sacada en andas de la gran iglesia que domina al pueblo de El Quinche. Seguida por varias cofradías con sus estandartes, la imagen se desplaza entre la multitud de devotos que colma el parque y las calles aledañas, donde se instalan juegos y ventas de artesanías y alimentos, mientras en los salones los romeros recobran fuerzas con los tradicionales yahuarlocros, hechos con papas y sangre frita de borrego.

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Pases del Niño La mañana del 24 de diciembre, por las calles de Cuenca avanzan los carros alegóricos con escenas bíblicas, rodeados de comparsas infantiles, gitanos, indios, angelitos y personajes de la televisión. Sobresalen los niños y niñas que cabalgan sobre los castillos de ofrendas, vestidos de mayorales, como el cholo y la chola cuencanos, con lujo de bordados y lentejuelas. Vienen también danzantes del Tucumán, que se detienen periódicamente para trenzar y destrenzar las cintas en torno a un poste. Los castillos, ofrendas simbólicas al Niño Jesús, son compartidos cuando termina el pase. Otro pase muy famoso es el del Niño de Isinche, vecino de Pujilí. Entre los personajes se destaca el amo mayordomo a caballo, con el rostro cubierto por una tela, quien da órdenes a gritos. Vienen también payasos y los negros del Reymozo, con las caras pintadas de hollín y las ropas de tela espejo, palafreneros de un niño vestido de rey. Los devotos sostienen que el Niño crece un milímetro cada año. La yumbada quiteña, fusión de pase del Niño y alharaca de indios yumbos, es el alegre (medio piadoso, medio pagano) desfile de comparsas que parten de San Diego y avanzan hasta la iglesia de La Magdalena, en el sur de la capital. La integran, entre muchos disfrazados, los negros bullangueros y dicharacheros, varios animales del bosque y numerosas mujeres que llevan esas preciosas velas encendidas y entonan plegarias al Niño que va a nacer. Sobre todo, recuerdan a los yumbos que habitaban las laderas subtropicales del volcán Pichincha y venían a comerciar, anunciándose con gritos, bailes y vistosos y emplumados adornos.

Añosviejos Eso de quemar muñecos portadores de todos los males es un rito purificador muy antiguo, que en la América católica se remonta a los judas que ardían en Semana Santa, y que se siguen quemando en México y otros países. Acá la fecha se trasladó al 31 de diciembre, cuando a los añosviejos, rellenos de trapos o aserrín y petardos, se los sienta bajo una ramada, mientras sus «viudas» piden limosna. Según las caretas, el Presidente de turno y los políticos destacados son pasto obligatorio de las llamas. El día primero, en Salcedo (Cotopaxi), aparece el capariche, que exhibe la escoba para barrer las cenizas del pasado, reiniciando el ciclo del calendario festivo.

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Travesías por fiestas costeñas Por Jorge Martillo Monserrate Texto y fotografías. Jorge Martillo Monserrate. Guayaquil, 1957. Poeta y cronista. Columnista del diario El Universo y de la revista Elite. En 1980 obtuvo el Primer Premio de Poesía Universidad de Loja; en tres ocasiones, el Segundo Premio de Poesía «Medardo Ángel Silva», Municipio de Guayaquil (1979, 1984); Premio Único de Cuento Revista Ariel Internacional (Guayaquil, 1982); Primer Premio en el Festival de las Flores y las Frutas, (Ambato, 1986); III Premio, Concurso Nacional de Poesía «Ismael Pérez Pazmiño, 75 Años de Diario El Universo» (Guayaquil, 1996). Se destaca como cronista, primero desde las páginas de la revista dominical Semana, del diario Expreso (1975-78), después en la revista Diners (1980-85) y, posteriormente, en el diario El Universo, de 1985 a nuestros días. En poesía ha publicado: Aviso de navegantes (1987), Fragmentarium (Premio Nacional de Literatura «Aurelio Espinosa Pólit» (1995), Confesionarium (1996), Vida póstuma (1998). En crónica, Viajando por pueblos costeños (1991), La bohemia en Guayaquil & otras historias crónicas (1999), Guayaquil de mis desvaríos (2004). Consta en las antologías: Colectivo (J. Velasco M., 1980), 40 cuentos ecuatorianos, narrativa guayaquileña de fin de siglo (C. Calderón Chico, 1997), Poesía y cuentos ecuatorianos (Sara Vanegas, 1998), Indignados tus hijos del yugo (M. Donoso Pareja, 2003).

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Viajar es una fuerte adicción. Siempre necesitarás conocer otras gentes, paisajes y costumbres. Después no puedes vivir sin tu dosis…

Mi primer viaje duró algo más de nueve meses. No cansado de nadar en la más absoluta oscuridad, me negaba a detener mi travesía, pero con fórceps halaron mi cabeza y llegué. Así comprendí que la vida es un viaje que sólo se detiene cuando llegamos a nuestro último destino. Mi infancia fue un viaje alucinante a bordo de una hamaca que volaba mientras leía aventuras publicadas en Selecciones y Life en español. Luego vendrían los libros. En 1988, cansado de viajar a través de la lectura, me hice a la ruta para vivir —y sobrevivir— fotografiando y escribiendo crónicas de viajes. Viajar es una fuerte adicción. Siempre necesitarás conocer otras gentes, paisajes y costumbres. Después no puedes vivir sin tu dosis, ese combustible indispensable para respirar y seguir viviendo, pero sin lograr encontrarte a ti mismo. Ahora doy cuenta de algunas fiestas sagradas y profanas vividas en la vía. Emprendo otro viaje. Aprieto mi memoria y vuelvo a la ruta de los vagabundos.

La procesión marítima del patrono de los pescadores Ese atardecer, cuando concluyó la procesión náutica, juramos ser devotos del patrono de los pescadores. Todo ocurrió un 29 de junio, cuando numerosos pueblos de Ecuador y otros países celebran la fiesta de San Pedro. Antes, les contaré que en Cosas de mi tierra, de José Antonio Campos, escritor del folclor costeño conocido como Jack the Ripper, existen añejas noticias sobre dicha fiesta. Campos, en «Los gallos de San P e d ro», cuenta cómo en los pueblos de la

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península de Santa Elena, cada 29 de junio, celebraban la fiesta de San Pedro. Las casas eran adornadas con banderitas y guirn a ldas. Se bailaba y bebía al son de guitarras. Ese día, las familias regalaban gallos a los invitados. Había convites de platos criollos, copitas de aguardiente, cantos y guitarreo. En plena fiesta, la señorita de la casa se despojaba de la cinta que adornaba su cabellera para amarrar las patas del gallo obsequiado al visitante, al que se le decía que debía devolver la cinta. Por la mañana, los muchachos de dicha familia visitaban al que había «sacado gallo», para que devolviera la cinta, pero amarrada a un paquete de regalos. Así los gallos de San Pedro eran un ardid para obtener obsequios de los visitantes. Acertadamente, en La Fiesta Religiosa Indígena en el Ecuador, se comenta que las celebraciones religiosas y populares nos remiten a la cosmovisión del pueblo en que se realizan, y sintetizan sus concepciones del universo, ord e n a m i e n t o social, económico y político. Esta historia comenzó la mañana de ese 29 de junio. El escenario lucía desolado: el parque y los alrededores de la iglesia de San Pedro, pueblo de pescadores de la península de Santa Elena, Guayas. Sólo existían despojos de la fiesta de la noche anterior, cuando habían disfrutado de un «balconazo» (festejo animado antiguamente desde un balcón y ahora sobre una tarima donde se ubican músicos, artistas invitados y maestro de ceremonia). Es que la celebración de San Pedro, como toda fiesta popular, se inicia en las vísperas y continúa días después del 29, durante el fin de semana. Al mediodía, la situación cambia cuando a San Pedro llegan pobladores de comunas cercanas: Valdivia, Barcelona, Sinchal,

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El Suspiro, etc. Todos vestidos de fiesta. Las mujeres de colorida seda, los hombres —pescadores y agricultores— con pantalones cortos y zapatos de lona (porque parte del festejo será en la playa y en el mar), también niños disfrazados de pescadores, niñas de marineras y adultos de diablos, monos, osos, etc. Algunas m u j e res visten trajes típicos, portan redes repletas de peces y frutos del mar, pero de material plástico. La imágenes de San Pedro —cada comunidad posee más de una— son ubicadas sobre la proa de pequeñas barcas adornadas con la bandera del Ecuador y banderines multicolores. A primeras horas de la tarde, parte la caravana hacia el pueblo pesquero de Ayangue (ubicado a 5 kilómetros). Unos van en buses, otros caminan. En ningún momento falta la música de la banda de pueblo, ni los torpedos que explotan en el cielo o un brindis de aguardiente. La marcha la preside San Pedrito —como cariñosamente lo llaman—, se escuchan vivas, cánticos y rezos. En primera fila marchan los sacerdotes al lado de los priostes que organizan y sufragan el festejo, y las reinas ataviadas con cintas, coronas y cetros. Y devotos, numerosos devotos. En Ayangue, ingresan a la capilla María Auxiliadora, donde se realiza una breve ceremonia religiosa. Músicos y disfrazados, los profanos de la celebración, aguardan afuera del templo. Después, a San Pedro le cambian el traje de apóstol por uno de pescador. En la playa es donde iniciará la procesión náutica hasta El Pelado (islote conocido también como El Viejo, por su roca blanca —canosa— por los excrementos —guano— de gaviotas y pelícanos). Las embarcaciones, después de rodear el islote, se dirigen a San Pedro, no a Ayangue. Esa tarde, la principal imagen del santo viaja en la

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embarcación más grande junto a sacerdotes y autoridades. En otras, van músicos, fieles y visitantes. Para no quedarnos fuera de la travesía — yo y mi acompañante—, abordamos la frágil y vieja panga, que nos obsequiará un gran susto durante la hora y media de la procesión. Atrás queda Ayangue, entre la espuma y el gentío. Veintiún embarcaciones son las que se lanzan al mar bravío, de olas altas y vientos azotadores. Las barcas van repletas y adornadas con banderines. Durante la procesión, los pescadores rezan y agradecen a San Pedro por las buenas pescas del año. Después de sustos y olas que casi inundan nuestra embarcación, atracamos en San Pedro. La imagen del santo es cargada en hombros y recibida con ofrendas. En la playa, la banda interpreta aires alegres para que los danzantes bailen sobre la arena mojada. Luego, San Pedro es traslado a su iglesia, donde se celebra una santa misa. Mientras tanto, afuera están listos los fuegos artificiales (castillos y vacas locas), los puestos y tendidos de comida típica, bebidas y baratijas, y los salones aguardan a los bailadores. Esa noche el festejo será el más intenso. Ya salvos en tierra firme, con mi bella acompañante, prometemos a San Pedrito ser sus más fieles devotos, aunque él, en nuestra hora final, nos niegue el ingreso al reino de los cielos.

Fiesta del monte es el rodeo En los pueblos litorales, el rodeo es la fiesta del monte. Festejo que se realiza en julio y octubre, especialmente el 12 de octubre, Día de la Raza. Según algunos, el rodeo montubio nace en las jornadas


En los pueblos litorales, el rodeo es la fiesta del monte. Festejo que se realiza en julio y octubre, especialmente el 12 de octubre, Día de la Raza.

de herraje, cuando las reses arriadas por los vaqueros llegaban de monte adentro a las haciendas. Esos días se convert í a n en fiesta porque el hacendado invitaba a vecinos y amigos, contrataba banda de músicos, sacrificaba reses y aves, se preparaban platos criollos, había concursos, carreras, juegos de naipes y hasta riñas de gallos. Se bebía y bailaba, s u rgían desafíos de amorfinos y hasta duelos a machete. Es lo que viejos campesinos contaron a Jenny Estrada, quien lo consigna en El montubio un forjador de identidad. Etimológicamente, montubio es quien vive en el monte, según concepto del Diccionario del Folklore Ecuatoriano, de Paulo de Carvalho Neto. Fue Rodrigo

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Chávez González quien, en 1926, en el American Park de Guayaquil, org a n i z ó la primera Fiesta Regional del Montubio, donde intervenían haciendas con sus madrinas y peones que montaban caballos chúcaros; habían simulados duelo a machete, amorfinos, banda de músicos, cantos, bailes costeños, etc. Evento éste que fue severamente criticado por José de la Cuadra en su libro El montuvio ecuatoriano, publicado en 1937. Estrada cuenta que Te ó f i l o Caicedo Litardo, para celebrar el Día de la Raza de 1928, organizó el primer rodeo montubio en su hacienda Rancho Grande de la provincia de Los Ríos. Actualmente, los rodeos se realizan en Guayas, Los Ríos y Manabí, organizados por las asociaciones ganaderas.

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botas). Los caballos lucen adornos metálicos incrustados en el cuero del cabezal, f reno y riendas, a más de montura con estribos dorados, cinchas y otro s implementos. En sus haciendas, los equipos practican las s u e rtes para el rodeo donde defenderán el honor de su pueblo y hacienda.

Un rodeo montubio no es impro v i s a d o . Semanas antes, cada hacienda part i c ipante forma su equipo de ocho jinetes y sus respectivos caballos, elige a su madrina que competirá en la Criolla Bonita —concurso de belleza— y en Señorita Rodeo —concurso de destreza—. Se confecciona un uniforme llamativo que consta de sombre ro, pañuelo para el cuello, camisa y pantalón; los jinetes portan una beta y espuelas (algunos pre f i e ren ir descalzos a calzar

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El rodeo de Salitre, conocida como la capital montubia del Ecuador, es el más popular. Trasladémonos a Salitre, es el 12 de octubre y, para el montubio, su día de fiesta. En las cerc a n ías del coliseo, se levantan ramadas que ofrecen fru t a s de temporada, hay puestos con pailas o l o rosas a fritada servida con tajadas de plátano, inmensas ollas con caldo de salchicha, etc. En los comedores permanentes se preparan los manjares tradicionales de Salitre: inmensos bollos de pescado de río, cazuela mixta (pescado y camarón), aguado de pato, seco de gallina criolla y hornado de tortuga de agua dulce. Las paredes del pueblo lucen afiches del rodeo, que anuncian la participación de haciendas de Bucay, Samborondón, Palestina, Salitre, etc.

Un rodeo montubio no es improvisado. Semanas antes, cada hacienda participante forma su equipo de ocho jinetes y sus respectivos caballos, elige a su madrina que competirá en la Criolla Bonita —concurso de belleza— y en Señorita Rodeo —concurso de destreza—.


En Salitre, el rodeo se realizará en un coliseo portátil de estructura metálica y tribuna de madera; en otros pueblos improvisan cosos con madera y cañas. Desde la mañana, al lado del coliseo, se forma una feria con ventas de sombreros de paja, paño y cuero. También muchines, carne en palito y otras delicias criollas. Una amplia ramada funciona como salón de baile, que acoge a alegres visitantes. En un tanque, como submarinos, navegan botellas de cerveza en un mar de hielo picado y agua heladísima. El disco móvil programa corridos mexicanos y, cuando dejan de sonar, entra en escena un trío —armado con requinto, guitarra de palo y maracas— que interpreta pasillos y boleros para que los parroquianos cerveceros pidan «dos más» o incineren sus almas con aguardiente. A primeras horas de la tarde, llega el público —urbano y rural— al coliseo a rmado a pocos kilómetros de Salitre. En un palco, donde brillan los trofeos, se acomodan las autoridades, invitados especiales, miembros del jurado y los mariachis. El público de toda laya y condición social se ubica en los graderíos. A eso de las dos de la tarde, a son de música ranchera y disparos al aire, desfilan los part i c i p a n t e s . Cada equipo va presidido por el vaquero, que porta el estandarte de la hacienda, y la madrina, atrás cabalga el resto de jinetes levantando polvareda, generando aplausos, vivas y disparos olorosos a pólvora. «Ésa es nuestra costumbre, un rodeo sin bala es como un velorio sin vela», comenta el presidente de la Asociación Ganadera. Cuando desfilan las haciendas, se elige a la mejor uniformada. Luego a la Criolla Bonita, y la Señorita Rodeo será la que

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demuestre sus mejores destrezas en el ruedo. Luego empiezan las competencias de jinetes y vaqueros. Durante toda la jornada suenan las descargas de pistolas, revólveres y hasta metralletas. Hombres y mujeres descargan sus armas en notoria demostración de alegría y poder. En la pista se lleva a cabo el caracoleo, un jinete con espuelas cabalga un potro chúcaro ensillado con montura y riendas. Agarra sólo las riendas, sin apoyarse en la montura, debe girar al animal en redondo, jinetearlo y pararlo sobre dos patas. Gana el que permanece más tiempo a la monta. Me ubico en el callejón de acceso al ruedo, zona poblada por los jinetes y vaqueros de las haciendas. Están trepados en las cercas de caña, una botella de aguardiente pasa de boca en boca, beben para templar los nervios. Todos saben que lo más seguro es que el potro lo lance por los aires. «Para domar y montar esos animales hay que ser bien varón», dice un jinete enfundado en su camisa de tela espejo. Un montubio viejo comenta que el asunto es peligroso porque los animales están nerviosos por el gentío, la música y los disparos que no dejan de tronar. Cuando los mariachis dejan de tocar, suena la banda de músicos de Salitre instalando el toque nacional a esta fiesta montubia; los músicos están en las gradas entre los pobladores de las haciendas que son los que más disfrutan, sufren, gritan y aplauden a sus familiares y vecinos. El resto del rodeo continúa con diversas competencias de lazo, pial y monta cuando sueltan toretes que los vaqueros deben enlazar, tumbar, desamarrar y montar en el menor tiempo posible. En otras suertes, los vaqueros —y vaque-

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ras— lanzan sus betas utilizando sus pies descalzos o con los ojos vendados; también un jinete sin espuelas intenta domar a un potro chúcaro. El objetivo es pelear por el honor de la hacienda, lucirse, acumular puntos para triunfar y ganar trofeos y dinero en efectivo. Vivir la fiesta montubia. El rodeo termina al caer sol. Pero en el salón se arma el baile y los tragos cabalgan a los que celebran la fiesta del montubio bajo el hechizo de la luna.

En Chanduy, la Virgen es dueña de la banda de música Al son de banda de pueblo es la fiesta de La Merced. El pueblito peninsular San Agustín de Chanduy celebra dos fiestas religiosas: una de San Agustín, su patrono, y otra en honor a la Virgen de La M e rced. Año a año, la llamada Fiesta de las Mercedes se inicia el viernes más próximo al 24 de septiembre y se extiende hasta el domingo. En este pueblo de p e s c a d o res se da aquello que Josef Pieper expresara en Una teoría de la fiesta: «Apenas puede imaginarse una fiesta sin canto, música, danza, sin ceremonia, con contextura visible, sin signos e x t e rnos y plástica». Cuentan los nativos que la adoración a la Virgen es una antigua herencia que alcanzó su auge un 24 de septiembre de los años cuarenta del siglo pasado, cuando un próspero ganadero navegaba con su familia y, a punto de naufragar, se encomendó a la Virgen que los condujo salvos a la playa. El ganadero se convirtió en su prioste. En España adquirió una imagen de la Virgen, compró los instrumentos musicales de la banda del pueblo y, durante los festejos, asaba terneros para todos los pobladores.

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A primeras horas del viernes, los feligreses embellecen la iglesia y acicalan la imagen de la Virgen. Al mismo tiempo, los organizadores de fiestas pueblerinas cercan calles, colocan sillas y mesas, instalan altoparlantes para la música. A las 17:00 se inician los festejos con los aires festivos de la banda. En la noche, después de misa, el sacerdote bautiza a los más pequeños. Luego, la fiesta se enciende en el coliseo donde hay que pagar boleto para bailar a ritmo de orquesta. El festejo también se da en improvisadas salas de baile. Años atrás, se organizaba un concurso de baile y las parejas demostraban sus habilidades al son de boleros, cumbias y valses. El sábado, a las 5:00, la banda, frente a la iglesia, interpreta tres albazos. Luego marcha por las calles, tocando un albazo infinito que despierta a los farreros. A las 9:00, el pueblo está despierto y la comisión de festejos, con una pequeña imagen de la Virgen, recauda dinero para pagar a los músicos y cancelar los juegos artificiales. A las primeras horas de la tarde, en la cancha, se juega un partido de fútbol entre el cuadro local y un equipo de los alrededores. La banda ameniza el encuentro, los hinchas cantan los goles y lanzan vivas en honor de la Virgencita. A las 20:00, el cura de la parroquia celebra misa. Luego se inicia una procesión presidida por la Virgen. Se escuchan cánticos, rezos, marchas religiosas de la banda, petardos y cirios iluminan la escena. Después, empiezan los juegos artificiales. Cuando la banda se descarga con El toro barroso, la vaca loca empieza a embestir y lanzar chispas. Es costumbre de esta fiesta disfrazar a los niños de curiquingues. Los pequeños agitan sus alas de cartón y papel cometa, saltan y dan vueltas al castillo que arde y se quema. Es el clímax de la fiesta. Cuando el fuego se


El domingo, otra vez a las 5:00, la banda, con sus músicos casi arrastrándose, inicia una tanda de albazos.

apaga y las cenizas vuelan, hay baile en la cancha del coliseo y en los salones. Afuera de estos locales, los puestos ofrecen manzanas confitadas, bocados criollos y los ru l e t e ros prometen pequeñas f o rtunas a los incautos. Es otra noche más para que los nativos luzcan sus galas, bailen y beban hasta las primeras horas del domingo. El domingo, otra vez a las 5:00, la banda, con sus músicos casi arrastrándose, inicia una tanda de albazos. Luego, la procesión matutina remata en misa de nueve. Al mediodía, en los alrededores del cementerio, se improvisa una pista para las carreras de caballos. Al

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precario hipódromo llegan jinetes en potros de la más diversa monta. Hasta la tarde, se apuesta a las patas de esos caballos. La noche de ese domingo, la Vi rgen de la Merced es re t o rnada a lo alto del altar y los fiesteros de Chanduy descansarán hasta el próximo 24 de septiembre, cuando la banda de músicos volverá a encender la fiesta.

Los gallos cantan a la muerte Los gallos de riña le cantan a la muerte, es lo que pienso cuando los escucho cantar, ese domingo en que estoy bajo un

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letrero que anuncia: «Coliseo de Gallos La T». Gallera de caña picada, madera tosca y techo de hojalata, a escasos kilómetros de Salitre. Las peleas comienzan después de las dos de la tarde. Durante las fiestas de julio y octubre, la gallera se llena, hasta se cobra la entrada. Un buen domingo se pactan casi unas quince peleas, pero el 12 de octubre se apuesta fuerte y hay alrededor de cincuenta riñas. Después del a l m u e rzo familiar, llegan criadores y apostadores. Vienen a vivir o a matar a su domingo a espuelazos. Son oriundos de Salitre y los alrededores: Daule, Nobol, Santa Lucía, Samborondón y Guayaquil. Jóvenes y viejos que se saludan, intercambian retos y bromas. En los preliminares de la primera pelea, los criadores aparean a sus animales, promedian porte y peso. Cuando se ponen de acuerdo, el juez pregona la pelea y cuánto se jugará. Hay apuestas desde cinco dólares, aunque entre los dueños de gallos, los montos son de cincuenta, cien, doscientos dólares y más. El juez, que gana un porcentaje, revisa las espuelas y controla el reloj, la pelea dura diez minutos. «Cuando el juez pita, uno lanza su gallo a matar», dice un gordo. La frase «Palabra de gallero es palabra de caballero» es sinónimo de honor. «Si usted dice voy diez dólares al giro, y yo grito voy al negro. Si mi gallo gana, usted tiene que pagarme porque su palabra está pactada», me dice César Ruiz, apostador llegado de Nobol. La primera pelea se inicia cuando sueltan a los gallos que no se amagan, el giro ataca con furia al negro; se crispan, saltan, se lanzan espolones filudos y letales. Un gallo pierde cuando huye, pone dos

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veces el pico en la tierra, deja de pelear o cae muerto. Cuando están enganchados —heridos—, el juez manda a careo. Cada cual agarra al suyo y lo soba para darle ánimos. Con asombro, veo la fiereza con la que se atacan. El gallero a mi lado comenta: «Un animal de casta, cuando lo hieren, se pone más agresivo. Un gallo fino, pelea con el ala quebrada, tuerto y hasta ciego». A estos animales, cuando tienen un año, ya los entrenan. Se los topa, desbarba, descresta y desoreja. Le dan maíz, trigo con morocho, frutas, carne picada y vitaminas. Frotan su piel con aguardiente, limón y agua para que endurezca. Lo hacen descansar como a cualquier deportista, y gallo que está entrenándose no monta gallina. Sus n o m b res están relacionados con el color del plumaje. El carmelo tiene plumas blancas; el giro, verdosas; el guarico es desplumado y el culingo no tiene rabo; etc. La primera pelea termina a los cuatro minutos. Me entero de que cuando mueren van a parar a la olla. «A mí no me gusta comer gallo —aclara un criador—, los regalo para que otro se los coma». Luego me cuentan que un plato típico de Salitre es el encebollado de gallo de pelea, bocado que aún no he probado. Dentro de la gallera, algunos beben o juegan naipes. Hay los que sólo juegan los domingos, pero otros, sobre todo los criadores, lo hacen todas las tardes porque siempre hay peleas. Los lunes en La Condencia (vía a Guayaquil), los martes en Pascuales, los miércoles en Babahoyo, y así. Además, no hay fiesta de pueblo que se precie de tal si no organiza su riña. Sin gallos, no hay fiesta.

«Cuando el juez pita, uno lanza su gallo a matar», dice un gordo. La frase «Palabra de gallero es palabra de caballero» es sinónimo de honor.


El sol de las cuatro aún quema. Los gallos no cesan de cantar dentro de los casilleros, es como si estuviesen ansiosos de pelear. Como en toda cofradía, entre los galleros existe gran amistad. Pero ni al mejor amigo o compadre se le perdona una apuesta. Salgo a un comedor al pie de la carretera a probar un caldo de salchicha y un par de cervezas heladas. Cuando vuelvo, ha comenzado la quinta pelea. Los gallos se atacan a picotazos y espuelazos. Saltan con las espuelas por delante, las plumas vuelan teñidas de sangre. El juez observa la riña. Los apostadores lanzan sus apuestas, se desplazan de un lado a otro alentando al animal por el que arriesgan sus dólares. Los desesperados gritan: «Busca pelea. Eso, busca pelea, eso». Un anciano de bastón exige: «Pícalo, pícalo. Jálale la pluma, carajo». Voces de aliento e insultantes. Ruiz, el noboleño, ordena: «Tírale al buche». Todos quieren ganar, han esperando una semana por esta tarde de fiesta y sangre. Los minutos avanzan. Los gallos se dan a matar. Los griteríos suben de tono y calibre. Las apuestas se redoblan. El gallo blanco tiene el plumaje enrojecido, está a punto de caer. «Ya cayó ese cojudo, ya dobló cabeza», lamenta un apostador. Termina la riña. Cada quien agarra por su lado. A cobrar los vencedores y a pagar los vencidos. Los criadores aparean a los próximos combatientes. El sol, como un pico sangrante, declina en la última línea del horizonte. Con espuma de cerveza decido ponerle punto final a esta travesía, aunque para los galleros, la fiesta aún no ha terminado. Bebo un sorbo largo y, a lo lejos, escucho a los gallos cantándole a la muerte. A ese último destino.

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LA COMIDA MANABITA O EL ÚTERO DE LO CAMPESINO Por Carol Murillo Ruiz

Texto y fotografías.

En memoria de Doña Paula Petronila González Toala de Vásquez, hija de Jipijapa.

C a rol Murillo Ruiz. P o rtoviejo, 1970. Socióloga. Comun icadora. Magíster en Relaciones Económ icas Internacionales y en Literatura Hispanoamericana, por la Universidad Andina Simón Bolívar. Catedrática de la Universidad de las Américas, Universidad Central del Ecuador y Pontificia Universidad Católica, sede Quito. Columnista de El Diario. Reside en Quito desde 1991.

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Todo lugar tiene su alegoría para comer. Todo lugar, su oculta voz, señala que su comida es la mejor. Su espacio es un horno, un hermoso fuego que eterniza el gusto.

UNO La vida gira en torno a la comida. Gira de un modo persistente… hasta el soplo de la muerte y después del soplo. La comida es luto y fiesta, una incursión hacia plazas de aprendizaje social, una suerte de prueba para moverse en el mundo. Sí, la comida es un eje que conduce la vida de los comensales del mundo, ayer y hoy, hace dos millones de años o hace una hora. La verdad es que sólo cuando el hombre se separa o abre de la naturaleza, condición metafórica, cuando entrega sus manos al mundo de la cultura, la alimentación se vuelve un re f e rente de dicha y silencio. Nadie grita después de comer. El silencio del cuerpo sobre v i e n e hoy dibujado en esa frase barriga llena corazón contento. En las clases de Historia de la Cultura, cuando les hablo a mis alumnos sobre cómo el hombre empezó a seleccionar, probar y trocar los alimentos naturales (recolección, caza, agricultura), y cocer la carne, verbigracia, los hombres comían con un «estilo» que cualquiera de nosot ros re p rocharía hasta el fin: agarrar un t rozo de carne a medio cocer, sangrante, con las manos, y destrozarlo con unos dientes grandes, torcidos, sucios, feos; p e ro comían, y, en ese desmedido acto, eran felices, casi irracionales. Y como si esto fuera poco, les digo que, comer hoy, aun con el añadido gourmet del menaje más exquisito, es un acto primario, básico, reflejo. Deglutimos para no morir, durar en el mundo, salvar el esófago y el estómago de esos ruidos que el hambre (esa otra categoría reñida con el gusto y el dispendio) convierte en gru ñ idos del alma.

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En el presente no es tan así. Aquella frase se vive para comer o se come para vivir ha tenido un valor legítimo en la razón social del sustento y su atmósfera de incesantes cambios nutritivos. Más aún, sabiendo que comer, hoy, dependiendo del lugar de la tierra que se pise y en el que se viva, es un ritual que encara muchas formas de relacionarse con el apetito o con el hambre… Todo lugar tiene su alegoría para comer. Todo lugar, su oculta voz, señala que su comida es la mejor. Su espacio es un horno, un hermoso fuego que eterniza el gusto. Manabí no es la excepción. Propios y ajenos disfrutan los platos manabitas, y vuelven sobre ellos porque en la repetición está el gusto. Antes de alojarme en la cocina manabita, diré algunas otras cosas relacionadas. Durante el desarrollo del mundo, de ese mundo habitado por hombres que a cada paso redefinían lo natural y se adentraban en su misteriosa génesis, la alimentación costó vidas y muertes. Saber comer algo, espantando el veneno de algo verde, fue terrible. Como lo sería después el experimento de las medicinas curativas en el mundo entero. Si algo no sanaba, mataba. Lo que no mataba, endurecía. Lo que curaba, curaba. Y algo más: enfermo que come no muere. Olores y sabores no siempre estuvieron enlazados por la vitalidad de un fruto, una hoja, un platillo anónimo. Experimentar sin ciencia fue el tributo de la boca humana antes de su estética culinaria hoy revestida de recetas, lenguajes, signos, órdenes, variado menú y etiquetas sociales rigurosas. Experimentar, a la sazón de lo gustativo, es más hoy la prueba de que con los ingredientes se puede suavizar lo óptimo y que la voluntad del

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En la comida, vale remacharlo, está afirmada la marca cultural de un pueblo; su desarrollo, relativo o absoluto, su poesía social.

aderezo es superior a todo apetito raro. Lo sibarítico del paladar lo admite porque nada hay mejor que lo sorprendente. En la comida, vale remacharlo, está afirmada la marca cultural de un pueblo; su desarrollo, relativo o absoluto, su poesía social. Quien haya viajado a países donde la comida es punto de referencias a un pasado no tan viejo, no digamos Europa, digamos, acaso, México, ve que la comida es un ancla, un puente y un viaje. Se ama la comida porque de allí brota un modo de conexión cultural lejana pero presente. Una tortilla es un lenguaje. Una tortilla es un viaje. Una tortilla es un modo de no morirse.

DOS En Manabí sucede algo similar. Esas colonias de manabitas que hay en todo el país, es decir, en las otras provincias, son colonias que se preservan más que por cualquier otro motivo, por la comida, por la comida manabita. Una mitología sobre dicha comida retumba en nuestro acervo cultural más íntimo. Mitología que hace

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mirar nuestra gastronomía como algo supremo, especial, único; y alrededor de ella se vuelve siempre al lugar natal para retroalimentar la vanidad culinaria. Ni qué decirlo de quienes viven allá. Manabí es una provincia con dos zonas diferenciadas. La zona montubia, de la montaña. Y la zona costera, del mar. Desde la serranía ecuatoriana, a veces, Manabí es una sola: la tierra de los mariscos, del ceviche, de la playa. No está mal pero se obvia ese templo ininteligible de lo criollo, de la comida criolla —de adentro, campesina—. Resultando que la fama de la una eclipsa la gloria de la otra; p e ro las dos disponen de una re p resentación para engancharse al mundo nutricio de una tierra que, apartando sus muchas tradiciones, deposita en —toda— su comida un legado cultural hondísimo y un pasado que se amplía más cuando se lo conoce que cuando se lo excluye. Libertad Regalado es una escritora manabita, con raíces serranas, que está por publicar un singular y buen libro intitula-


do Manabí y su comida milenaria, cuyo b o rr a d o r, gracias a su acostumbrada g e n e rosidad intelectual, reposa en mis manos. Su atenta lectura me hizo mudar el aire del presente trabajo y re c o n f i g urar su contenido con miras a exponer una tesis que venía mascullando desde hace algún tiempo y que la ocasión vuelve ineludible. Libertad Regalado apunta algo incuestionable luego de su larga investigación: la tradición gastronómica manabita viene desde los tiempos prehispánicos. Se complementa y se recrea, con sustanciales importes de productos e ingredientes, durante la Conquista y la Colonia. Al hacer una comparación de los principales amasijos, la autora demuestra que son los mismos de aquellas épocas aborígenes y, luego, posthispánicas. Escribe:

1. Libertad Regalado Espinoza, Manabí y su comida milenaria, inédito, Manta, 2007.

…podemos afirmar que la base de la comida manabita no ha cambiado en cientos de años, pues sigue siendo la misma: maíz, yuca, plátano, maní, zapallo, tomates, frijoles, habas,

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aguacate, cacao, camote, raíces como la patata, carnes de animales y aves y peces, a más de frutos como melón, papaya, piña, guanábana, guabas, cerezas, c i ruelos, guabo, caimito e ingredientes como la sal, el ají y la albahaca. A esto se le agrega las c a rnes de venado, aves de corr a l y pesquería. 1 Más adelante añade: Las exigencias de las costumbres españolas llevan a los aborígenes al aprendizaje del uso de las grasas y de los aceites en la cocción de los alimentos, sin dejar su propia usanza como asar en las brasas, enterrarlos en hoyos con leños encendidos, envueltos en hojas para preservarlos de la tierra. Guisar, hornear, freír, dorar los productos fueron pro c e s o s asimilados de forma paulatina. En fin, la autora nos lleva de la mano por los rumbos de los productos e ingredientes que

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conform a ron y conforman nuestra herencia alimenticia, y que con los años han afirmado el cosmos de la comida manabita, en particular, y costeña, en general. La tradición en los platos y todo el proceso de elaboración han variado poco con el tiempo. En el campo manabita se practican varias formas de preparación de los alimentos: horno de leña o fogón. En muchos cantones y en las principales pequeñas ciudades de la provincia, los artefactos que facilitan la cocción son otros: cocinas y hornos a gas o eléctricas, etc., que, según dicen los entendidos, alteran el sabor propio de las comidas.

TRES Pareciera que, a ratos, la comida montubia, del campo y la montaña, está deslucida por la comida del mar, y que tan sombría desviación podría confundir a los extraños; pero es necesario detenerse un poco a mirar la comida campesina, sobre todo, para entender por qué los ingredientes siguen siendo los mismos y

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los sabores, acaso, también (a pesar de los modernos aparatos para guisarlos). Es bien sabido en Manabí que un caldo de gallina o un caldo de mondongo con habas verdes son platos típicos o criollos (lo que no quita que cada provincia o ciudad tenga, indistintamente, su caldo de gallina criolla con otras preparaciones y adobos). No obstante, la especificidad de un caldo de gallina criolla en cualquier cantón de Manabí es aderezado de la misma forma: gallina de campo, yuca, ajo y cilantro (o cebollita verde); lo puede acompañar plátano asado (se dice, en Manabí, plátano con mayor propiedad que verde), y/o con cocolón (el arroz tostado que queda al fondo de la olla). Es un caldo muy líquido que resulta apetitoso luego de haber hervido por largo tiempo las presas (duras y sanas) de la gallina criolla, y que tiene, además, propiedades curativas: cuando alguien está enfermo se lo sirve como un consomé (concentrado) contra el achaque. Un seco de gallina criolla es otro deleite: una buena porción de arroz, entero, gra-


Todos los platos criollos de Manabí son así: sencillos, con la degustación de una práctica que no se deja interrumpir ni arrancar.

Todos estos platos tienen la propiedad de ser nítidamente campesinos, campestres, en la acepción abierta de estos términos. Ningún elemento guarda las virtuosidades del condimento urbano. Son platos que han perdurado a lo largo del tiempo y poco han cambiado. Se los busca con avidez y se los toma con la satisfacción sudorífica de sacar y echar los malos espíritus del cuerpo. Son platos que alejan el mal, dicen muchos. Las menestras. Las carnes. Los pollos. Las palomas. Los pescados asados.

neado, flanqueado de una presa de gallina cocinada en un jugo o refrito de hierbas verdes y cebollas rojas y pimientos verdes no le da re s p i ro a nadie. O un seco de carne. O un plato de suero blanco con plátano asado. O un m a d u ro asado untado en cada bocado con sal prieta mezclada con cilantro y/o maní quebrado, es como para «aguantar» un desayuno campesino o el abrebocas de un almuerzo criollo. Un caldo de choclo con queso, papas, zanahorias, leche, un toque de mantequilla y cilantro no tiene parangón en un almuerzo cotidiano. O un caldo de albóndigas rellenas… de carne, de queso. O una menestrita de habichuelas con una pizca de zumo de limón. O una menestra de verde con trocitos de carne. O una ensalada fría de frejolito verde, con cebollas curtidas, queso rallado, una tajadita de huevo duro y una rodaja de tomate. Sin igual. Una bola de plátano verde o maduro, con queso o chicharrón… y el infaltable café pasado.

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Todos los platos criollos de Manabí son así: sencillos, con la degustación de una práctica que no se deja interrumpir ni arrancar. La pregunta es: ¿Qué sostiene esa tradición? ¿Cuáles son las condiciones que guarda Manabí para mantener un arte culinario que persiste como un ceibo casi bíblico? Una primera aproximación sería anotar que Manabí ha sido una de las pro v i ncias más alejadas del centro dominante de las burguesías serrana y costeña, y que su geografía tuvo —y tiene— los accidentes precisos para que allí se desplegaran modos de vida que conservaron, fragmentados, caracteres de conquista grabados por la exigencia y el miedo. Muchas cosas llegaron allá a través del mar, y desde esa explanada azul siempre el mundo es ancho y ajeno. La montaña manabita, sin estar totalmente separada del agua, fue un lugar que determinó su historia por la propia tierra, por los usos viejos y por la tradición que se embarca en la cultura de manera típica y sólida. Tradición para mezclar tanto creencias y ritos, como comidas y sabores. Tradición que si se la observa bien exhibe en lo comestible frescura y sanidad nutricio-

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CUATRO

nal. La cuestión de la grasa y su v i s t o s idad en algunos platos, ya lo dice Libertad Regalado, es un aderezo que se asentó en el transcurrir de la Colonia. Nuestro territorio geográfico y social, con las minúsculas jerarquías posibles de esa hora extranjera, se protegió de un cúmulo de asaltos culturales simbólicos huyendo hacia la montaña y repitiendo hasta el fin un estilo de alimentación que no tuviera las urg e ncias de lo exótico, o la desesperación por la nueva estética del sitio colonizador. La simbiosis, por ejemplo, con los paradigmas religiosos implantados en el hábitat manabita, demuestra que n u e s t ro entorno resistió pero también a g regó a su praxis aquello que se volvía un rito de bienvenida sin barrer la casa y esconder las ollas. La incorporación de lo extraño fue un rebote que se dio en medio de una vida monótona y febril pero que no dejaba sin fuerzas el t ronco principal de lo aborigen ni su gama de posibilidades vitales. La pequeña sociedad campesina fue producto de la savia original y la sarna que cura la sarna.

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Los platos de la costa manabita corrieron suerte diferente. Si bien los ceviches de pescado o de mariscos diversos son los platos con frutos del mar que más se preparan y degustan, no se queda atrás la infinidad de crustáceos y moluscos en otras nuevas gestaciones. El mar abierto y su eterno retorno de viajero han facilitado que la cocina del mar manabita tenga otro espectro de aromas y experiencias. Una cazuela de mariscos. Un viche (de pescado o camarón o varios mariscos, mezclado buenamente con ingredientes criollos del campo: camote, maní, verde, habas, yuca, zanahoria, zapallo). Una empanada de camarón. Unas conchas asadas criollas (sin más aderezo que cilantro picado y limón). El cangrejo. La langosta. La jaiba. La pangora… tienen elaboraciones criollas, casi s i e m p re con limón al gusto y un poco de ají. No obstante, estos frutos marinos «evolucionaron» en su preparación al contacto cercano y nuclear del océano que trae sabores y costumbres de afuera. La comida de agua salada ha sido impactada por el torbellino del mar de siempre . Dentro de la provincia se repite un núcleo y una periferia. La periferia, el mar, estuvo y está aventajado por su proyección más que azul y líquida. Su núcleo —en otros lares foco y gravitación de lo móvil, de lo dinámico, de lo industrioso— está signado por la tradición absoluta, por un pasado congelado en la comida… ¡vaya metáfora!

CINCO Mi idea personal es la sacudida de este paralelo. No porque la comida campesi-

La simbiosis, por ejemplo, con los paradigmas religiosos implantados en el hábitat manabita demuestra que nuestro entorno resistió pero también agregó a su praxis aquello que se volvía un rito de bienvenida sin barrer la casa y esconder las ollas.


na, criolla, me parezca, por su rito impoluto, un rezago de usos viejos, no (porque, de más está decirlo, me hechiza comer todo lo posible —casi hasta la gula— los platos de mi provincia), sino porque pre-siento otra historia atrás de la comida, atrás de los sabores, atrás del fogón. Una historia mínima. Una historia atajada en una usanza alimenticia que nubla la historia social de Manabí. Una forma de solidificar un gusto y disimular el casi impalpable proceso social, de relaciones de producción, de formas de trabajo, de vías de intercambio (en todos los ámbitos: social, económico, político). Hay en la cocina montubia una refracción histórica increíble. La comida es tan rica en un caserón de campo o en un re s t a urante criollo de las medianas ciudades de allá, que vela el proceso social que conduce la ordenación del mundo circundante, que se desprecia el cosmos de afuera porque es foráneo. Aún hoy, un hombre de montaña, un montubio, para contar algo que parece anécdota y no lo es, como lo pintan algunos libros manabitas y no manabitas, un montubio no conoce el mar, no se imagina el mar… vive el Manabí nuclear, estático, la montaña, donde el futuro no existe porq u e el futuro radica en otra parte, en lo urbano, en la postiza modernidad de una ciudad, digamos —sin herir el amor p rovinciano— Manta. Montaña/Manta. O Bahía de Caráquez. No, mejor, clarísimo: Montaña/Mar, superlativos. Como si p resente y futuro se fugaran en esa larguísima plataforma añil que es el mar de lejos. Pero el Manabí nuclear es la montaña. El sitio inmenso de una idiosincrasia especial, silenciosa, forrada por el monte, un monte un tanto frío, es decir, la armonía limitada que tiene cualquier montaraz

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gracias a su montaña espesa… a veces fría… y otras caliente.

SEIS Los criollos, hablando ya de esos seres híbridos y nuestros, se corresponden con el fondo supersticioso de la familia rural montubia. ¿Qué ha pasado con los montubios de Manabí? ¿Cómo ordenan sus vidas en el intercambio de sus relaciones productivas, comerciales, de trabajo? ¿Cómo conciben su entorno y su reproducción social? ¿Cómo intervienen en el mundo cercano-lejano de la política, por ejemplo, forjada en un caciquismo tan enraizado como la comida criolla? ¡Son tantas preguntas recíprocas encerradas en una olla de yucas, camotes, maní, zapallo, plátano…! Es una olla imposible de abrir si no tenemos una idea que articule su molde por fuera. Los hábitos añejos encimados en la trama social del montubio nos dan alguna pista.

SIETE En la ciudad, en las calles, en las casas urbanas, en la universidad, vemos esa tierra tupida y extensa, unos habitantes bellos, silvestres, buenos, machísimos. La ruralidad, el círculo de otra lógica, de otro horizonte que no sea mirar lo alto de ese ceibo bíblico. La cultura de ese lar inmenso se cimienta en una relación con la naturaleza —primitiva, no doblegada a los propósitos del hombre, señor de la diferencia y el cambio—. Mucho induce a señalar que la

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comida campesina (deliciosa), está hecha, sin conciencia de ello, para disimular el bastidor que eleva una tradición que por serlo cobra el impuesto de la gratitud por el plato dado sin ser pedido. Así son los habitantes de estos lares: comen e invitan a comer para sublimar, sin pensarlo, una vida básica, eternamente presente. La comida es todo. La naturaleza es simiente del todo. ¿Por qué la comida es todo en la trocha campesina? ¿Por qué la comida es aun la c i rculación de deseos, apetitos, picard ías? ¿La comida es una fiesta? Sí. La comida es una maniobra de interc a m b i o social. Toda fiesta brinda y ofrenda comida. En la montaña rural. (En el club exclusivo, hoy.) Las relaciones crecen y se mueven en el mismo lugar del ceibo. Los e n c a rgos. Las bodas. Los bautizos. El compadrazgo. Una gama de compromisos alrededor de un punto clave: convidar al festejo, a la alianza de los afectos con una mesa llena de un naturalismo t remendamente fácil. Es la liga alre d edor de la comida. Cuando la comida es evocación feliz, su ceremonial se ensalza y es el turno para tonificar la relación h o m b re - t i e rr a - m u n d o - h o m b res. O sea, comida-apoteosis.

sadores llaman cultura después del incesto. Muchos signos de lo cultural, allende a la comida o fraguados sin ella, tienen un bagazo de desliz que no ha agrietado el estigma desde que la cultura, digamos moderna, ha puesto como soporte el universo de lo otro: lo no rural, lo cultísimo. La mítica popular provee a la comida manabita de un halo de misterio y sensualidad asombrosos. La comida regala furor sexual, principalmente a los hombres. Ciertos ingredientes como el maní, se dice, guardan el poder de la pasión y sus extrañas formas de expresarse en esa tierra sexual. Tomar a una mujer es sinónimo de posesión, de fuerza, de sesión violenta aunque consentida. La palabra violación no funciona aunque la palabra y el sesgo social intrínseco de la palabra vergüenza sí existan, y en demasía. La potencia sexual está asociada al modo explícito en que se deduce el consumo de algunos platos campesinos. Lo montubio es fuerza. La naturaleza que lo concibe es fuerza y tribulación al mismo tiempo. No le ha dado ocasión de vencerla y por eso su relación con ella es larga y telúrica.

NUEVE OCHO No hay duda de que en Manabí se hicieron presentes, en el devenir social rural, relaciones de poder que se copiaban en las líneas de expiación social doméstica, lo que es mucho decir en una zona que, por su extensión y características geográficas, hace que adición y proliferación cultural se ejerzan de manera esencial y hasta discriminatoria, un ejemplo de ello es el machismo y su acendrada violencia y repetición, referidas a lo que ciertos pen-

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Pero Manabí es la tierra del abandono y la pobreza. La agricultura, siendo el útero de una madraza humana traducido en verduras, hortalizas, frutas, semillas y maíces sin tiempo, va muriendo porque lo otro, lo no rural, «lo que progresa», se fue imponiendo, con una modernidad impostada, en las periferias cercanas al campo. Además, su expansión social, política y económica fue sustituyendo, con lentitud y desgano, a la comunidad y su viejo orden en un complejo escapulario de instituciones que siguen intentan-


Manabí, por tanto, sobrevivió a la misión absurda de la selva. Y en esa tragedia que trajo la inmigración campesina, la tradición, que es custodia de la vitalidad colectiva, se impuso…

do completar el nuevo imaginario del emigrante campesino a la ciudad y su nueva vida en los rincones de un nuevo centro de convivencia que ya desprecia el pasado y lo reviste de formas pluralmente llenas de vigor social ascendente. El mosaico que produce semejante transformación citadina, cuando se lo observa sin vergüenza, es el espectáculo, sobre todo, de la presencia alimenticia, reproductora de un universo que no muere. La ciudad manabita, en sus limitaciones ni tan modernas, es una re-creación del campo, una forma de establecer un vínculo con la nobleza alimenticia del pasado y la madraza terrígena. Concomitantemente, el relativo y amenazante abandono de la agricultura por un sinnúmero de familias y grupos campesinos comunitarios hizo posible el p roceso anterior, y el tipismo comunitario fue cambiando para dar paso al mínimo comercio y la promesa del ámbito b u rocrático, el nuevo orden de re p roducción económica. Si bien el escenario se vio modificado para propios y extraños, rural y urbano, la carga rural aún se nota en el gradual crecimiento de las pequeñas ciudades, alineadas, desde su fundación y coloniaje, a un centro y una periferia, y otra vez, signadas por el modelo español de la religión y la institucionalidad de lo público y de lo privado en fases, incluso, de un atraso modernizante sin precedentes. La distribución del espacio fue modificada para atender los requerimientos de ese modelo, y la vida campesina se vio afectada por la mitificación de su ya mítica expresión popular campesina. Los p a r á m e t ros de la salud, verbigracia, fueron trastocados por las composiciones

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alimenticias, empero, se consolidó el mundo nutricio campesino en la ciudad pues no había otra forma de vivir sino a través de una conquista al revés, que subsistió —casi fija— frente a la coacción del presente y la muerte nada imperiosa del pasado. La distribución de los productos también se vio alterada pero las carestías vitales procuraron el abastecimiento de forma tal que la tradición circulara para la reproducción de originarios y extraños. Las viejas y nuevas formas de sembrar y cosechar no tuvieron el suficiente incentivo económico (y natural) para reorganizar la producción gracias y a pesar del ambiente anticíclico de la intemperie celeste. La relación hombre-naturaleza fue entonces una lucha inmisericorde y determinante en la re-creación vital en todos los sentidos. O el agua se vertía y se vierte sin fin desde esa intemperie o la sequía absorbe hasta el sudor químico del cuerpo. Sólo la pre c a ución y el temple campesino lograron y logran readecuar lo que el ciclo natural i n t e rrumpe en su cauce vertical. Manabí, por tanto, sobrevivió a la misión absurda de la selva. Y en esa tragedia que trajo la inmigración campesina, la tradición, que es custodia de la vitalidad colectiva, se impuso, como siempre, de lejos para mejorar el futuro en otro lugar que no fuera el suelo y la intemperie agrícola. Así, pocos se preocuparon por el campo y su surco de vida para todos. Pocos miraron en el valle y la montaña la raíz del Manabí histórico.

DIEZ Pero los imaginarios prácticos de la tierra agrícola todavía surten savia y bocado.

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Allí está el secreto de la comida y su persistencia social colectiva. Lo campesino es la génesis de un hecho cultural irrebatible y presente: la comida. En ella se dibuja no el atraso de un mordisco luminoso, sino la fuerza terrígena de una economía primaria que se recicla y se sostiene al margen de la circulación capitalista moderna, y menos de una elaboración (o producción) establecida por sectores y modos de producción claros y eficaces de la razón tecnológica de otras topografías agrícolas avanzadas. Se llegaría a decir, incluso, que la comida manabita es un milagro en medio de un mundo agrícola deficiente y, poco a poco, marginal e infortunado. Pero quizás por eso mismo depositario de una tradición precapitalista admirable. No miro esto como una re g resión o fijación socio-política (rural) mezquina. En el plano social nos muestra un proceso económico que estipula un contexto cultural fantástico. Los que se ufanan de la comida manabita como un costumbrismo folclórico y curadoramente tradicional de lo aborigen e hispano no hacen más que encubrir la dinámica de los flujos económicos que mueven la matriz de la tierra y su producción libre (y también subyugada). Manabí sigue tarde en el mundo. Y eso es bueno. Como son buenas las zanjas en la entrada de una casa de campo y la caña como pared de frescura y no de división individualizante. Como son buenas las presas devoradas con las manos y los caldos sorbidos con la mala educación (urbanidad carreña). La salvación del manabita está en la tradición entendida como economía

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doméstica plural y mínima. Mientras el campo-ciudad tiene relaciones singulares por los lazos familiares antiguos —y no tantos—, esas re l a c iones poseen otros cruces que la acompañan y que son importantísimos a la hora de cruzar intereses políticos y económicos locales (y regionales). El caciquismo político está ligado con el paternalismo-machismo de la provincia, o sea la cultura del patrón, y las jerarquías que ese armazón sociopolítico ha enraizado en un imaginario folclórico —arbitrario— del manabitismo. Eso es deleznable porque política y región son dos categorías que se hallan en la discusión sociológica reciente en la esfera de lo que se ha considerado provincia y tienen que ver, además, con todo el bagaje cultural contenido en esa historia social que tanto nos hace tanta falta para desmitificar la historia mínima de los héroes. Para terminar este breve ensayo de aproximación, diré que la comida manabita estudiada en la forma en que lo ha hecho con tanto esmero, por ejemplo, Libertad Regalado, cuyo libro recomiendo a todos, permite ir desbrozando senderos para entendernos mejor y aprehender del entorno, de lo más inmediato, el germen de lo que fuimos y seguimos siendo a pesar de la vergüenza de unos y el folclorismo de otros. Las recientes modas de la estética del cuerpo suelen decir que somos lo que comemos, para atacar nuestras pequeñas o grandes fallas físicas. Digo lo mismo en el plano cultural: somos lo que comemos, sin medida ni clemencia… como señala la canción.

Los que se ufanan de la comida manabita como un costumbrismo folclórico y curadoramente tradicional de lo aborigen e hispano no hacen más que encubrir la dinámica de los flujos económicos que mueven la matriz de la tierra y su producción libre (y también subyugada).


2. Nuevamente recomiendo el libro de Libertad Regalado, Manabí y su comida milenaria, que pronto se publicará, para saber más y mejor sobre la historia de nuestra mesa.

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JULIO JARAMILLO: El eterno retorno del cantor Por Raúl Serrano Sánchez Raúl Serrano Sánchez. Arenillas, El Oro, 1962. Estudió Comunicación Social en la Universidad Central del Ecuador y realizó la maestría, Mención Literatura Hispanoamericana, en la Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador. Forma parte del Consejo Editorial de Eskeletra y Kipus, revista del Área de Letras de la UASB. Ha publicado, en cuento, Los días enanos (1990), Las mujeres están locas por mí (1997) y Catálogo de ilusiones (2006). Sus textos constan en la Antología básica del cuento ecuatoriano (1999) y en la Antología esencial Ecuador siglo XX. El cuento (2004). En 2002, con la Casa de la Cultura Ecuatoriana, editó el volumen: Pedro Jorge Vera: Los amigos y los años. Correspondencia, 1930-1980.

-IFatalidad, sino cruel, que en mi rodar se llevó el más valioso joyel que tu querer me brindó; el calor permanente de un cariño que ávido como un niño de ti tanto esperé. Fatalidad, vals de Laureano Martínez Smart

Una voz única recorre el Ecuador desde los años 50 del siglo XX hasta hoy. Es la

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voz de Julio Jaramillo (Guayaquil, 19351978), que después de grabar su primer disco con Fresia Saavedra y el compositor Carlos Rubira Infante en 1955, no ha dejado de generar, desde su condición de marginalidad, una historia que con los años dio paso a la formación de la leyenda y del mito que no cesa de subyugar a propios y extraños. Un mito popular del que la literatura nacional sólo dará cuenta luego de su muerte. Serán los autores que surgen en los 70 —lectores de todo lo que significará la irradiación del boom de la novelística latinoamericana de los 60 y de toda la

Un mito popular del que la literatura nacional sólo dará cuenta luego de su muerte.


avalancha de revueltas y cuestionamientos políticos como Mayo del 68 en París— los que incorporarán, siempre proyectando la mirada y las voces de personajes invisibilizados por la cultura hegemónica, la figura de J. J. a sus textos. Gesto que contribuirá a profundizar la leyenda, y a hacer del mito un referente central de lo que es la cultura del sentimiento, que la literatura latinoamericana de ese periodo (claro ejemplo es M. Vargas Llosa y G. G a rcía Márquez; luego Manuel Püig), incluyendo la ecuatoriana, sabrá trabajar con prolijidad. Entre los primeros textos que hacen referencia al cantante, sobresale el cuento «Rondando tu esquina», de Raúl Pérez Torres, que forma parte del libro En la noche y en la niebla (1980)1; luego, la novela El Rincón de los Justos, de Jorge Velasco Mackenzie, donde destaca en el capítulo «El cuento de Erasmo» (1983)2; y el poema «Pueblo, fantasma y clave de Jota Jota», incluido en el poemario De ñeque y remezón (1990)3, de Fernando Artieda.

1. Raúl Pérez To rre s, «Rondando tu esquina», En la noche y en la niebla, Quito, abrapalabra, s. f. [1980], pp. 87-101. 2. Jorge Velasco Mackenzie, «El cuento de Erasmo», en El Rincón de los Justos, Quito, El Conejo, 1993, pp. 147-151. 3. Fernando Artieda, «Pueblo, fantasma y clave de Jota Jota», en De ñeque y remezón, Quito, El Conejo, 1990, pp. 43-49.

Lo revelador es que estos tres autores, dos de Guayaquil (Velasco Mackenzie y Artieda) y uno de Quito (Pérez Torres), en sus textos, a más de rendirle tributo a quien sin duda es un icono central de la cultura que sobrepasa los límites de lo popular, lo que hacen es evidenciar los grados de gravitación y vigencia que el juglar ha adquirido en la sociedad ecuatoriana. Estos escritores amplifican los sentidos que el mito ha tomado entre quienes son parte de un público que, a la hora de escucharlo, se expresa como un coro polifónico, donde las nociones de regionalismo, argumento perverso utilizado por las oligarquías criollas para dominar, se pone en descrédito. Leer esos textos significa comprobar, por un lado, que la presencia de Julio

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Jaramillo en el espectro cultural del Ecuador de estas últimas décadas de los siglos XX y XXI siempre está en expansión, que su ausencia es una presencia que simboliza más de lo que podríamos suponer y, por otro, que las situaciones que se desarrollan en los textos de los autores mencionados ponen sobre la mesa de la d i s c u s ión una serie de tópicos y hechos que terminan por complejizar la imagen de alguien que nació desde las rocolas —hoy ya fuera de circulación— para tomarse los escenarios locales y e x t r a n j e ros en los que mujeres y hombres deliraban con sus i n t e r p retaciones, cuyos efectos eran y son s i m i l a res a los de un alucinógeno. La diferencia con la intelectualidad de su tiempo, demasiado solemne o prejuiciada respecto a ciertas manifestaciones que cobraban impulso desde lo marginal, es que la de los 70 despierta, desde otra sensibilidad y con otras ópticas, ante lo que han terminado por generar, por imponer, la vida y las canciones de un juglar como J. J. Incluso, como suele suceder, casi todos los creadores, como los del 30, son parte de la clase media. No pueden dejar de oír lo que las clases populares han hecho de un cantor al que sienten y definen como el intérprete de aquellos «males», que para la moral burguesa resultan un vicio, una vergüenza, o sencillamente son la consecuencia de su condición de pobres e «incivilizados»; por último de proscritos convertidos en fantasmas. Claves que estos textos, como gran parte de la literatura que se gestará posterior a la muerte de J. J., sabrán convertir no en explicaciones sino en interrogantes, rodeos de esquinas, a las que de alguna manera se ha intentado encontrar una posible respuesta. Precisamente, lo que esas historias nos cuentan no es sino la versión otra, la lectura otra del mito y su entorno.

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- II Dale a mi vida la dicha que tanto tiempo he buscado; no te apartes de mi lado y hazme feliz.

Murió enfrentando urgencias económicas, aunque siempre recibiendo muestras de profundo afecto y solidaridad por parte de algunos pocos amigos que no lo abandonaron a la hora del la «fatalidad» y verdad.

Regresó a su ciudad natal después de romper la promesa de no volver porq u e aquí «no se sentía querido», consecuenParecería que el retorno del cantor, en cia de acusaciones por un a ff a i re que lo 1976, marcó el último de sus itinerarios. distanció de su medio. Pero sucedía que hasta antes de ese re t o rno, J. J. ya había logrado lo que nadie imaginó: un lugar de privilegio entre ese público nada anónimo; presencia que ganó con el brillo de una voz que es la de un pájaro extraño en toda la geografía continental, a más de los hechos siempre alucinantes y nada «ejemp l a res» de lo que fue su «desord e n a d a vida», la cual le significó, desde la mirada de las conciencias domesticadoras, el re p roche de ser un hedonista, un «botarate» con el d i n e ro (compart i d o con sus camaradas y compañeras de aventuras y desventuras), un dandi que siempre supo saborear la vida y sus circunstancias con la misma pasión que entregaba a la hora de ejecutar un pasillo o Julio Jaramillo y Daniel Santos un bolero, por ciert o su género preferido en Azabache, bolero de Claudio Ferrer

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Sin duda que los dramas, las penas, angustias y desolaciones, los sentimientos de desarraigo, de saberse extranjeros dentro de su propia casa, para los de arriba no eran, ni de cerca ni de lejos, factores que alteraran su espesa y municipal existencia.

4. J. Velasco Mackenzie, op. cit., p. 147. 5. Francisco Febres Cordero, «El mal gusto de oír a Jota Jota», en Julio Jaramillo: ídolo del siglo, fascículo 4, El Universo, Guayaquil, 22 de octubre, 1999, p. 9.

el plano de la interpretación. Como bien lo reconoce Erasmo, el personaje de El Rincón de los Justos: Fuiste eso sí, el zambo infiel del codo alzado, el plato lleno para los muertos de hambre, los que a tu muerte te cafetearon largo, te dieron vueltas y vueltas en el Coliseo Cerrado donde te velaron, cuando todo el mundo hablaba de ti y las mujeres venían a llorarte sintiendo tu pene fláccido en la entre p i e rn a .4 Ser el hombre de las manos abiertas, de las respuestas solidarias y espontáneas, es acusación y reparo permanente contra quien, desde temprana edad, fue imponiéndose a punta de canto en la escena contemporánea. Lo hizo sin re p ro d u c i r los nobles vicios de los que desde el poder jamás re p a r a ron en su existencia, pues para ellos J. J. era un bohemio (condena que es confirmación de lo que s i e m p re han entendido como su noción de nación excluyente); un perdido que se oía con avidez en las radios de Guayaquil como Cóndor, Ortiz y Radio Ta rqui en Quito, que cantaba para «las empleadas», «las chinas», «las domésticas», los proscritos, las ovejas negras, o sea «los de abajo». Pues, para los de arriba y sus «paraísos artificiales», aquel cantor era un fantasma con el que no tenían (él tampoco) nada que los identificara; además, era de «muy mal gusto», e incluso prohibido que las muchachas y los muchachos de las «buenas familias» lo escuchen, como bien lo testimonió el escritor y periodista Francisco Febres Cord e ro : Y fue en la penumbra vaga del cuarto de servicio donde me fue revelada la dimensión del pasillo,

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esa música nacional de mal gusto, apta sólo para gente de baja ralea. Y así, en reserva, casi como un pecado, aprendí que una canción podría expresar todos aquellos secretos, esas emociones que el buen gusto callaba, escondía, escamoteaba.5 Sabemos que el cantor jamás formó parte, ni fue comparsa, de los rituales sociales de aquellos círculos de la «alta sociedad». Sin duda que los dramas, las penas, angustias y desolaciones, los sentimientos de desarraigo, de saberse extranjero s d e n t rode su propia casa, para los de arr iba no eran, ni de cerca ni de lejos, factores que alteraran su espesa y municipal existencia. Ellos, como toda su clase, vivían de las mentiras que les heredó (la historia así lo confirma) esa aristocracia que se quedó para la foto en sepia y, como dice el personaje de Palacio en Vida del ahorcado, ser «la befa de los unos y los o t ros». De ahí que no se enteraron, lo cual poco o nada importa, de que ese mulato no sólo cautiva, sino que metam o rfosea y desplaza a quien lo escucha (sucede con todo proscrito) hacia aquel tiempo que sólo es posible por la magia. Un cantor con el timbre de una voz que, al cabalgar sin ataduras, re c o n s t ruye las vidas de aquellos que sienten que alguien les canta lo que su Dios es capaz de escuchar y de confirmar desde el fondo de una radio, un tocadiscos o una rocola ?en ese no-lugar donde todos los exilios son posibles, donde todas la teorías de cualquier índole y los humanismos habidos y por haber vuelven a reconstruirse, ese edén es la cantina y el burdel, territorio del pecado donde una voz, alguien, los d e l e t rea con la certeza de que no es mera p a l a b rería?. Por eso el día en que el cantor se apagó, la cantina (¿metáfora de la

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otra nación acallada y prohibida?), donde todo sin sentido se carga de una semántica insospechada, fue un escenario vuelto a nombrar y descubrir: Las cantinas estaban llenas y había un clima como de alborozo trágico como si una angustia jubilosa fuera tomándose las calles subiéndose por los postes de alumbrado reptando por los jardines de los parques y trepando a los árboles más altos para desde ahí descolgarse con todo su entusiasta dramatismo sobre la ciudad acongojada sorprendida estupefacta […]6 Sí, se trata de un muchacho que ha renunciado a la «fatalidad» (título de su tercer disco que contó con el magistral acompañamiento del maestro Rosalino Quintero) de ser un reo de la cultura de la pobreza. Un muchacho que con el ímpetu de la edad y de los sueños primeros supo tomar sus decisiones. A esto hay que añadir una buena dosis de rabia contra el medio hostil y su nadar a contracorriente en las aguas de la década de los 50; etapa, para algunos, de transición literaria, para otros, de la crisis de nuestra cultura —o de la cultura hegemónica—, así como momento de la instauración de un modelo económico desarrollista que consolidaría los lazos de dependencia del país con el monstruo del Norte, y que significará —paradójicamente— la década de estabilidad democrática, aunque esto no es excusa para que los de abajo no reciban, por parte del gobierno socialcristiano de Camilo Ponce Enríquez, en 1959, su dosis de vio-

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lencia por reclamar lo que estiman digno y justo. Año en que se producen las «Manifestaciones del 2 y 3 de junio [que] culminan con decenas de muertos»7.

- III Qué odio más grande, me corre las venas, por haber amado con tanta pasión. Odio en la sangre, bolero de Gyso Alessio

Sí, se trata de un muchacho que ha renunciado a la «fatalidad» (título de su tercer disco que contó con el magistral acompañamiento del maestro Rosalino Quintero) de ser un reo de la cultura de la pobreza.

Curiosamente, para la intelectualidad prog resista de su momento tampoco la presencia del cantor fue motivo de preocupación. Herederos de lo que significó la i rrupción de la vanguardista Generación del 30, tanto en la Costa como en la Sierra, cuyos mayores exponentes serán absorbidos —¿silenciados?— por un Estado que así «controlaba» y, sobre todo, anulaba las posibilidades de la prolongación e instauración de una cultura de la crítica. En efecto, la voz de ese «ruiseñor», que desde la supuesta década «pasiva» de los 50 (así la han prestigiado), tuvo significado o incidencia, cada vez se lanzaba «a rodar por esas calles como un bolo de lodo suburbano» obligando a quienes le encontraban «carne de su carne» a buscar el rincón donde poder echarse como «rumiantes a la sombra», mientras que los que no le hallaban «sangre de su sangre» nadaban en un mar de hipocresías y remedos del que sufre y padece sus penas en el sótano de su decadente círculo social. Pero sucedía también que los jóvenes creadores de los 30 habían extremado sus desafíos en medio de esa abulia que consolidaba la noción de un capitalismo que pretendía dejar de ser primitivo en sus

6. F. Artieda, op. cit., p. 46. 7. Julio Jaramillo: ídolo del siglo, fascículo 3, El Universo, Guayaquil, 15 de octubre, 1999, p. 18.


prácticas sociales y culturales, sobre todo en el sentido del cual un lúcido Raúl Andrade da cuenta en las crónicas que publica en El Comerc i o8: lo político —en términos art í s t icos y como tal— supuestamente se desplazó por una especie de buro c r a t i z a c i ó n de la rebeldía.

8. La columna de Andrade se llamaba «Claraboya». Una selección de éstas se recoge en el volumen Claraboya, Quito, Banco Central del Ecuador, 1990. 9. De todas estas giras por Latinoamérica, es intere s a n t e destacar el reconocimiento que el poeta y periodista Abel Romeo Castillo (Guayaquil, 1904-1996) —autor del emblemático texto «Romance de mi destino», para esos tiempos Embajador de Ecuador ante el gobierno boliviano— le rinde al cantor a su paso por la ciudad de La Paz. 10. Cfr. Jorge Icaza, El Chulla Romero y Flores, estudio introductorio de Manuel Corrales Pascual, Quito, Libresa / Ministerio de Educación / Universidad Andina Simón Bolívar, 2006.

En 1958 J. J. parte rumbo a U ruguay inaugurando una serie de giras internacionales9 que lo llevarán hasta México, en donde compartirá, e incluso desplazará de los primeros sitios de las marquesinas de teatros tan emblemáticos como El Blanquita, a figuras connotadas como Javier Solís y Los Panchos. Esta gira ratifica su consagración plena. 1958 es el mismo año en que Jorge Icaza lanza su corrosiva y lograda novela El Chulla Romero y Flores10, que da cuenta de aquellas verdades que son incómodas para quienes hasta entonces creían que algunas máscaras, como las que esconde la paradoja de un engañoso y armónico mestizaje, habían sido asumidas por una sociedad que hasta entonces lo que había hecho era postergarlas, por tanto anular cualquier debate al respecto. Pero ocurre que aquello que «cantan» los personajes de Icaza en su drama novelesco tiene su correlato en las calles, las cantinas, los burdeles, las oficinas burocráticas, el arrabal, por donde transita el Chulla Romero y Flores y toda su caterva. Un correlato que suena a ritmo de pasillo, en ciertos momentos, en otros a bolero, a yaraví, a vals, e incluso a tango que, como un fantasma que en su recorrido,

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va soltando los pedazos de espejo que al Chulla Romero, como a su contraparte, el blanco y letrado (hombre de «buenos gustos») Ernesto More j ó n Galindo, los pone a reconocer aquellos lamentos antiguos, esas disputas, contradicciones sociales y políticas que el Viejo Luchador Eloy Alfaro pretendió acabar con la Revolución Liberal de 1895 que quedó tru n c a . En medio de esta década, los 50, de aparente calma y estabilidad, la voz de un mozo ?que tiene la originalidad de no pretender parecerse a nadie, ni siquiera a uno de sus mejores amigos y compañeros de aventuras, Olimpo Cárdenas, a quien

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tomó como referente que debía superar? volvía a poner sobre el ro s t ro de la nación esos pedazos de espejo; lo hacía para cantar lo que en la literatura (que no ha llegado a tener la misma cantidad de público que se entusiasma con las canciones de J. J.) de los del Grupo de Guayaquil11, así como en la de Pablo Palacio y Humberto Salvador, ya se anuncia como «denuncia y protesta» y «descrédito de la realidad». Eso es lo que cifran, desde otra discursividad, las canciones de aquel muchacho que se mueve entre los deleites del Don Juan y el sibarita (derecho no sólo de unos cuantos elegidos) que intuye que lo suyo es una guerra sin tregua; guerra en la que sabrá sostener su parcela de libertad, como bien lo destaca Erasmo, personaje de El Rincón de los Justos: Yo sé que todo lo que dicen de ti son puras mentiras, parcero, adú del alma, ñaño de la cuerda tensa; sé que no fuiste el perro fiel de la Víctor, el Colón de la Columbia, el sírvase de mí de allá donde usted sabe; tampoco el gorrión pollito, apenas el alondro, porque no puedo decir alondra, de este mansito Guayas.12 Adú canta el drama del emigrado que dentro de su propio país se sabe un extranjero; el del negro que tiene que enfrentar a un régimen de exclusiones cuyo racismo siempre se ha manejado, desde las elites y la clase media, entre una violencia soterrada y una supuesta amabilidad que confirma lo terrible de la idea de esa palabra ambigua y tramposa llamada «tolerancia»; el del hombre , migrante, que en medio de la hostilidad de la ciudad no sabe cómo explicarse su desdicha, mientras que la opulencia y la dicha de unos pocos terminan por ofen-

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derlo, por negarle todo aquello que un aparente orden democrático y cristiano (los dos gobernantes del período se sabían cristianos) le escamotea; canta la soledad y la desolación del amante, aquel cuya «fatalidad» es descubrir en la mirada de la amada «un amor que nadie tuvo para mí». Sí, es el desciframiento de aquellas criaturas que, de pronto, empezaron a ser la harina de la que supo apro v e c h a r s e , desde la demagogia, el populismo encarnado en José María Velasco Ibarra, quien cuando le convenía los llamaba «mi chusma querida», pero que, cuando salieron a reclamar por un salario digno y justo, el 15 de noviembre de 1922, permitió su masacre en la misma ciudad donde nació J. J. Entonces «el profeta» no tuvo empacho en llamarlos «ladrones que han asaltado los almacenes para robar»13 y en minimizar e ironizar aquel hecho bochornoso con el que la plutocracia costeña (con la complicidad de sus socios de la Sierra)14 instauró la modernidad entre nosotro s . La lucidez y el buen gusto del juglar lo llevarán a no ser parte de esos cantos de sirenas que emanaban desde populismo velasquista, por cierto un proyecto personalista y estratégicamente truculento que significó el dominio y poder de una oligarquía que tuvo en su «último caudillo», al decir de Pablo Cuvi15, a uno de sus más fieles garantes. Es esa masa que se aferra a los proyectos redentoristas, la que antes ha escuchado su voz en un disco (el primero), grabado en 1954 para la campaña electoral del llamado «capitán» Carlos Guevara Moreno, cuya confusa (es el fundador de Concentración de Fuerzas Populares) y enrarecida ideología lo ponía junto a

11. Como se sabe, integraban este grupo: Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil Gilbert, Demetrio Aguilera Malta, Alfredo Pareja Diezcanseco y José de la Cuadra. Para un acercamiento a esta generación y periodo, cfr. Miguel Donoso Pareja, Los grandes de la década del 30, Quito, El Conejo, 1985; Jorge Enrique Adoum, «Prólogo» a Narradores ecuatorianos del 30, Caracas, Biblioteca Ayacucho, v. 85, 1980. 12. J. Velasco Mackenzie, op. cit., p. 147. 13. José María Velasco Ibarra, para entonces Secretario del Consejo de Estado, afirmó «que no hay tal masacre, que no hay tal crimen, lo que hay es unos cuantos ladrones que han asaltado los almacenes para robar». Citado por Manuel Agustín Aguirre en «La masacre del 15 de noviembre de 1922 y sus enseñanzas», en Ensayos escogidos, Colección Educación y Libertad, vol. 11, Quito, Universidad Alfredo Pérez Guerrero, 2006, p. 104. 14. Para confirmarlo, basta examinar la recepción que la prensa capitalina de la época tuvo de estos hechos. 15. Cfr. Pablo Cuvi, Velasco Ibarra, el último caudillo de la oligarquía, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar / Eskeletra, 2007, 4.ª ed.


Sí, es el desciframiento de aquellas criaturas que, de pronto, empezaron a ser la harina de la que supo aprovecharse, desde la demagogia, el populismo encarnado en José María Velasco Ibarra, quien cuando le convenía los llamaba «mi chusma querida»

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Dios y al Diablo. Es la misma voz que puede penetrar lo áspero del páramo, de las urbes que en la Sierra se cubren por esa experiencia catártica que entraña el silencio, el dominio de los terrores impuestos por el poder de la Iglesia y el terrateniente que no deja de amenazarlos con el infierno de la «barranca grande», mientras los actos legítimos, profundos y subvertores como el deseo y el amor, los alejen de la fe. Historia que por esos años —1959— llevará a César Dávila Andrade a escribir «Boletín y elegía de las mitas»16, proclama en la que no está la palabra del hombre letrado «hablando por los otros», sino en la cual, por primera vez en nuestra poesía, ese otro se expresará desde su interioridad sin que esto implique el ejercicio de una falsa compasión o de una supuesta condescencia postiza. La voz del cantor que repica en esos rincones que no son aptos para los buenos cristianos, son las regiones de los réprobos, o sea los que la nación ha condenado al anonimato porque aún no es su hora ni son parte de su proyecto. Los i n t e r p reta con esa tesitura que no corre sponde a quien hace del lamento un grito poblado de cursilerías que no dan pena, sino que apenan a quienes supuestamente están interpretando. La diferencia con la voz del hombre que nació en una de esas típicas casas de la modern i z a d a Guayaquil gracias al esplendor de «los gran cacao» en los 30, ubicada en Gómez Rendón y Villavicencio, residía en que e n c a rnaba aquello que sólo los grandes poetas cifran en su palabra, en el subsuelo de sus textos, y que J. J. hace visible. De pronto, para los psicoanalistas, ciert a s experiencias surgidas del dolor pueden ser explicadas, claro que hablamos de los d o l o res de aquellos cuya condición les permite contar con un intérprete que trata de encenderles la luz ahí donde todo es tiniebla. Cuando J. J. canta, los echados

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de todos los cielos posibles, los desterr ados de Eva, los que ahora ya ni el limbo tienen, entran en transición, migran y transmigran por esas aguas procelosas que son su memoria, por ese jardín en ru inas que es su presente, y que de pronto c reen que él, ellos (auto de fe) son los únicos responsables. Por tanto, el suyo es el acto de contrición ante el amor sin re p u e sta, ante la diferencia fría de los que cre e que son sus hermanos. Sí, es el mismo h o m b re (no ha adquirido la condición de ciudadano) que ante la manipulada idea de que su pobreza es parte de los designios de su Dios, se sume en la abulia y la apatía. Entonces ese canto, como la re l igión en manos del poder, es un opio que los aduerme soñando con acento de arrullo por una recompensa que no llega, porque creen que todo es una fatalidad sino c ruel de saberse parte de una maldición de la que sólo se libran al repetir el disco en la rocola, o llamando a la radio Cristal para dedicar Te odio y te quiero a aquella amante que en tanto es la legitimidad de lo prohibido deviene la tentación (¿el consuelo?) a seguir celebrando, paladeando lo que sólo ocurre en las radionovelas o en las películas mexicanas que repletan las c a rteleras de los cines de la época. Entonces, escuchar a ese cantor —dirán los que buscan la educación ideológica de la masa— es pernicioso; los que desarrollan el manual de moral y buenas costumbres insistirán en que esa música es apta para los perdidos, los degenerados, los malos h o m b res y, desde luego, las mujeres de la mala vida, las que viven en sueños, las que d e s t ruyen hogares al meterse con hombres casados, mujeres que trataban de encontrar las respuestas (estaban en otro lado) de su desdicha y de su inexplicable «mala suerte» en la vida y el amor, en el fondo de unos boleros que les caían, por lo cert e ro de sus revelaciones, como anillo al dedo.

Por tanto, el suyo es el acto de contrición ante el amor sin repuesta, ante la diferencia fría de los que cree que son sus hermanos.

16. Cfr. César Dávila Andrade, Boletín y elegía de las mitas, trad. al quichua de Ariruma Kowi, Quito, Campaña Nacional «Eugenio Espejo» por del Libro y la Lectura, 2003 [1959].


En esas décadas, lo que canta Julio Jaramillo es la suma de todas estas «pequeñas realidades» (a las que hay que a g regar la condena a unos por ser diferentes en sus elecciones sexuales) de las que hablaba décadas atrás Pablo Palacio; pequeñas realidades que, al juntarlas, esto es, al escucharlas dentro de lo que es el ghetto de la cantina —el territorio del condenado—, se convierten en esas «grandes realidades», terribles, que cantan la iniquidad, la infelicidad que unos se explican desde la fe y que sin embarg o es resultado de un orden social y político que se asegura de que los privilegios de unos pocos sean el resultado del desmad re de los más, como lo atestigua la negra Emilia, personaje del cuento «Rondando tu esquina» de Raúl Pérez To rres:

17. R. Pérez Torre s, op. cit., p. 95. 18. Julio Jaramillo es autor de varias canciones. Cuando le preguntaban al respecto respondía: «La composición la llevo como hobby, como muy mía, pero no las grabo porque si lo hago ya no me gustan». «Entrevista a Julio Jaramillo», en Pablo Guerrero Gutiérrez, Enciclopedia de la música ecuatoriana, vol. II, Quito, Conmúsica, 2004-2005, p. 806.

P o rque nacimos tirados en el mundo pajarraco. Aparecimos sin saber de dónde nos venía tanta desgracia junta, y nunca te salió la explicación cuando decías que hace muchos años vino la tristeza a caballo por Venezuela, decías, a lomo de mula, entre los malos hábitos de un tal Flores […] Yo me ponía a pensar que estabas hueco y que tu cuerpo era un gran tonel de soledad, entonces templabas la guitarra y tu voz iba dibujando esos paisajes que ahora los veo más nítidos, más frescos, mientras yo te acariciaba esa cabeza donde cien mujeres espulgaron su nido, buscaron tu afecto, tu palabra, guerreando por recibir de vos eso que el hambre oculta.17

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- IV Así tengo mis penitas oscuritas como yo

por la blanca que no ama a un buen negro como yo. Penitas, bolero de J. Jaramillo18

Realidades de volumen sobre las que muy bien sabe y conoce el cantor. No ha necesitado que otros le cuenten de sus penas y amarguras para ponerles música, o le den sesudos y complicados discursos para abrir su conciencia. Los asuntos de los que tratan sus canciones son parte de las visiones, frustraciones, los repudios y las desdichas que como huérfano de padre encontraba como el pan de cada día en su casa. Por tanto, J. J. no necesita teorizar, nunca lo hará (tampoco lo hizo Gardel, ni Lucho Gatica, Agustín Lara o Toña la Negra), respecto a lo que significa saberse y asumirse un expulsado de aquellos re i n o s que, junto a su hermano, también cantor, Pepe, le estuvieron vedados, pero que con su talento y esa magia que ha hecho que su voz sea la expresión más cabal de lo que demanda la saudade, tan indescifrable cuando se trata de darle un sentido, supo re i v e n t a r l o s como una especie no sólo de compensación, también de resistencia. De ahí, ocurre con los iconos legítimos que desarman los imaginarios que desde la hegemonía se han impuesto en la nación, que Julio Jaramillo ponga en entredicho los debates en torno a la música y la cultura popular. Si partimos del hecho de que lo popular es lo que nace, emerge desde las entrañas del pueblo, podría pensarse que esto ubicaría y definiría muy bien la figura de J. J. Pero ocurre que dentro de las conceptualizaciones tradicionales que se han manejado en torno a lo popular, y que son parte de un galimatías que no pasa por alto lo que

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implica la presencia de los juegos del mercado19, la música juliana, después de probarse en esas trampas, donde por parte de los que manejan los hilos de radios y disqueras el «cándido amor por el arte» entran en crisis. La irrupción de J. J. coincide con el arranque y consolidación de medios como la radio y la industria disquera que despiertan un mercado copado por las clases medias y populares. Julio Jaramillo no necesariamente sacará ventaja de esos medios, que supieron explotar adecuadamente la coyuntura que se les presentaba. Además, se sabe (Erasmo, el personaje de El Rincón de los Justos, así lo manifiesta) que nunca fue un títere que se prestó a las exigencias e imposiciones de los agentes implacables del mercado, que siempre supo defender su espacio como artista, por tanto mantener su independencia. Conductas que incidirán y resquebrajarán a la hora de replantear la idea de cómo se modifica la definición de lo popular y la cultura popular, dentro de la que obviamente está una expresión como la música. Al respecto, Simón Frith, precisa: «…es esa cultura que expresa los valores estéticos, ideológicos, hedonistas, espirituales y simbólicos de un grupo determinado de personas; podemos leer esos valores en prácticas, textos y objetos populares»20. Sin duda que si en su hora la música de J. J. expresó todos estos valores de un grupo determinado —los habitantes de los márgenes—, no es menos cierto que (es lo paradojal del fenómeno Julio Jaramillo), una vez que retornó al país desvirtuando aquella sentencia de que no había sido «profeta en su tierra», los valores y los espectros sociales a los que toca ya no sólo serán los de esos grupos marginados. No, porque el recibimiento multitudinario que le tributó un público cada vez más vasto y diverso, en el aero-

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p u e rto de Guayaquil, sobrepasó toda expectativa. Así lo reseña la prensa de la época; ese «recibimiento apoteósico» precisamente es el que mejor define —y cuestiona— lo que esa multitud de orígenes varios entendía por música y cultura popular. Así lo ve, a la hora del adiós, la voz poética del texto de Artieda: Miles y miles de zambos, cholos, negras culonas, choros, putas, poetas, asesinos, deportistas, periodiqueros, sinvergüenzas, curas, sableadores, contrabandistas, alcahuetes, pesquisas, estibadores, betuneros y maricas, gentes del pueblo arracimadas en colas largas como el destino para tocar el cuerpo persignarse llorar a grito herido la huella de su ausencia.21 Esos ríos plurales de admiradores, en medio de los últimos meses de vida de la dictadura militar de los triunviros, hacían visible lo que el canto de ese otro «raro» ?como diría Rubén Darío al hablar de los creadores cuya condición de únicos les daba ese aire particular que también atraviesa a J. J.? había calado en aquello que para algunos puede sonar a mera retórica, pero que sin duda para la gente de gustos ocultos y vitales cuenta de sobremanera: el alma. Y ocurre que se trataba del alma del subalt e rno, que, como en el poema de César Dávila Andrade, y en las canciones de J. J., no sólo confirma que sí puede hablar, sino que al hacerlo se vale, reinventa aquellas estratagemas y sutilezas que sorprenden a quienes creían ver en él al excomulgado de la supuesta cultura culta, por tanto al inofensivo cantor de rocola que, en la cantina

19. Al respecto, véase Néstor García Canclini, Las culturas populares en el capitalismo, México, Grijalbo, 2002. 20. Simon Frith, «Cultura popular», en Diccionario de teoría crítica y estudios culturales, Michael Payne, dir., Buenos Aires, Paidós, 2002, p. 125. 21. F. Artieda, “Pueblo, fantasma y clave de Jota Jota”, op. cit., p. 47.


De lo que se trata es de ver que esas canciones —que hablan de cosas terribles y de hechos atroces— nos transmiten una indagatoria, …

—sustituto perfecto del confesionario colonizado y cada vez más en franco desprestigio—, ahogaría no sólo sus penas y fatalidades sino también su posible capacidad de rebelarse contra el statu quo. Un alma que daba cuenta de muchas laceraciones, resultado de un sistema cuya práctica política y cultural de continuas y permanente exclusiones fue sembrando interrogaciones, dudas, sospechas y rabias. Por tanto, creer que J. J. canta la resignación del conformista, del que cree que todo está perdido, como la amada que una vez soñada no se puede encontrar, del que piensa que el «licor bendito» es el «Dios de su dolor», sólo está deteniéndose a repetir la obviedad convencional: precisamente en esa década de los 50 —sucederá lo mismo en la siguiente—, el poder tuvo que emplear sus armas para aplacar a aquellos a los que Velasco Ibarra había llamado en su hora «ladrones y asaltantes de almacenes». Además, sucede que quien está detrás de esa voz, que tiene la fascinación de hipnotizar como si fuera la música del encantador de serpientes, lo que está registrando es lo que forma parte de una historia que simboliza y expresa todo lo que demandan los que hacen la Historia y nunca aparecen en ella: aquello que va desde el hecho de que las letras son sexistas, que hay una masculinidad exacerbada, que el machismo es una constante que se instaura como norma, que hay una invitación permanente al pesimismo, que no se transmiten «valores» positivos, que todo se reduce a la noción de la fatalidad, no específicamente como un sino cruel, sino como una filosofía de vida, por tanto de país, que lo suyo es una incitación a la violencia, etc., etc. ¿Qué más? Sin duda, y no se trata de legitimar aquello que siempre fue y será condenable, como el machismo, la violencia contra la

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mujer y el desdén por todo lo que suene a diferente, que transita las canciones de J. J. y que es materia central de los grandes relatos de la nueva literatura ecuatoriana que fundan los autores del 30. De lo que se trata es de ver que esas canciones —que hablan de cosas terribles y de hechos atro c e s— nos transmiten una indagatoria, una lectura de las pasiones de manera descarnada, de aquellas que integran una memoria que, si bien interpreta a los que aún buscan un espejo para reconocerse, también descifra a esa clase dominante que desde su arrogancia, soberbia y amoralidad, jamás pudo saberse parte de esos grupos que son un cruce y suma de heterogeneidades, que desde su «alma atormentada», de huairapamushcas (hijos del viento) han sabido leer su cotidianidad y la de su medio con la pasión, la furia y el delirio que su cantor les murmura mientras ronda la esquina de la amada negada y prohibida, o mientras acuerdan aquellos juramentos que sólo se firman «con tinta sangre del corazón», y no con aquellas razones del cálculo frío que, sabemos, siempre engendran monstruos.

-VSi yo muero primero, es tu promesa sobre de mi cadáver dejar caer todo el llanto que brote de tu tristeza, y que todos se enteren de tu querer. Nuestro juramento, bolero de Benito de Jesús

Cuando retornó a su país, después de varios años de ausencia, J. J. se quedó desconcertado con la respuesta de su gente, y eso que no era partidario del Barcelona, siempre se supo hincha del

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Club Sport Emelec, «el equipo del bombillo». Nunca se propuso explotar su condición de ídolo popular para farandulear en la política y, como suele ocurrir, convertirse en un nuevo rico o déspota. Tenía su fe, que se expresa en una relación muy particular con Dios. Al fin, no sabemos si era de izquierda o derecha, aunque sí que entre sus grandes amigos estuvo Daniel Santos, el inquieto anacovero, con quien se bebió todos los mares que la sed y la lujuria por vivir les imponía. En 1968 ambos realizaron, dentro de una cantina de Lima, una de las primeras e insospechadas interpretaciones de la época: grabaron en vivo un disco que para esos años resultaba toda una provocación. Lo hicieron rodeados de otros bohemios, de mujeres que, como la Emilia del cuento de Pérez Torres, no renunciaban a su momento de felicidad, a su caricia de recompensa; grabaron entre tragos, cigarrillos y carcajadas, sin ensayar nada, improvisando, permitiendo que todo fluyese como si se tratara del último concierto de sus vidas. J. J., como su padre Pantaleón Jaramillo (casado formalmente con doña Apolonia Laurido, de profesión enfermera), hizo verdad aquella sentencia de los marineros en tierra: en cada puert o un nuevo amor —¿señas de nuestro machismo?—. Juego de pasiones que significó la formación de una familia transnacional que suma 27 hijos.

y concretar en otros ámbitos, pero que para ellas estaba condenada por orden de la iglesia y el peso de una moral y costumbres que se violentaban en la medida en que ingresaban, a través del hechizo de esas canciones perniciosas y liberadoras, a esa dimensión donde se sabían la razón de los delirios que las describían. De ahí que al mirar las fotos de las giras de J. J. por toda América Latina y dentro del país22, en las primeras filas estén mujeres luciendo sus mejores vestidos, gafas, carteras que modelan con donaire, sus sonrisas resaltando «el rojo escarlata» de sus «bocas tan divinas», lo que nos lleva a pre g u n t a rnos si ellas también correspondían o eran parte de esos otros excluidos. Porque sucede que la voz de J. J. no sólo que desbordó fronteras, ejerciendo un latinoamericanismo que no se sostenía en proclamas ni declaraciones políticas grandilocuentes y falsas, pues su vida y sus canciones, a pesar suyo y de su entorno, son algo más que un manifiesto o proclama de esa índole.

Sabemos que la voz de J. J., a más de mágica, irradiaba esa especie de mal que sin duda hechizaba a las mujeres que copaban los escenarios en donde se presentaba…

- VI Vengo a pedirte perdón, porque estoy avergonzado, y a darte una explicación de todo lo que ha pasado. Avergonzado, bolero de Abilio Bermúdez

Sabemos que la voz de J. J., a más de mágica, irradiaba esa especie de mal que sin duda hechizaba a las mujeres que copaban los escenarios en donde se presentaba, quizás como las Madame Bovarys del siglo XX, que buscaban postergar la «fatalidad» de sus mundos rutinarios y anodinos, de ciudades ajenas a todo hálito romántico, faltas de una pasión que sus hombres podían imaginar

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Es explicable —lo anotamos al inicio— que los intelectuales de su tiempo, dados a muy solemnes, hayan asumido paradójicamente la misma actitud que asumió el poder hegemónico cuando J. J. retornó a su país y cuando murió. Dicen que ningún representante del gobierno local de Guayaquil, ni del central, asomó las narices durante el sepelio. Algún colega de J.

22. Cfr. Fernando Artieda, Julio Jaramillo: «Romance de su destino», Guayaquil, Editores Nacionales, s. f. También los 5 fascículos de la serie: Julio Jaramillo, el ídolo del siglo, Emilio Palacio, coord. y texto, Guayaquil, El Universo.


J. había reclamado al respecto, como también hubo quienes pedían a gritos que se bautice una calle, una escuela, un parque con su nombre y apellidos. Reclamos justos, pero inútiles. Era obvio que el poder local y central estuvieran ausentes, nunca han estado cuando aquellos que han aportado a la construcción no sólo de la cultura, sino a ampliar y cuestionar los conceptos en torno a lo identitario, se han quedado a solas con su sombra. El silencio de los intelectuales de la época, se podría decir con cierta ironía, era «política y estéticamente correcto»: J. J. no representaba ningún proyecto político, ni estético ni cultural, tampoco ningún peligro, todo lo reducían a un fenómeno comercial (auspiciado, sobre todo en la Costa, por el auge bananero), que pronto se evaporaría y del que no quedaría el menor rastro. Sucede que la cultura de un país —de ahí que Julio Jaramillo desacredite las nociones de ciertos conceptos al respecto— se enriquece por lo que terminan aportando aquellos que «políticamente» se han mostrado incorrectos, y cuyas acciones y vida no se destacan por ser ejemplares para «las presentes y futuras generaciones». No se trata de domesticados ciudadanos, sino de sujetos que supieron ser fieles y leales a sus pasiones centrales; esto es, ser fieles a su arte que es su moral. Esto siempre será políticamente inaceptable, aunque paradójicamente es lo que nutre la literatura de los nuevos testigos, de los otros encantados y encantadas por la magia de ese creador que no se sumó al rol del hombre que no dilapida su fortuna y da el buen ejemplo engordando la avaricia de los banqueros, que aparece en el poema y en la memoria de esa comunidad plural que levanta Artieda en «Pueblo, fantasma y clave de

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Jota Jota», en el réquiem que es el cuento «Rondando tu esquina» de Pérez Torres, en el pasaje conmovedor y poético de «El cuento de Erasmo», de El Rincón de los Justos, la novela de Velasco Mackenzie. Cuerpos textuales donde se cifra lo que no consta ni aparecerá en las biografías ni historias oficiales del cantor, donde se da cuenta de la prolongación y resonancias de una tradición, la de la ruptura, que inauguraron los creadores del 30; cuerpo textual donde el poder de la palabra poética, así como el de la ficción, permite se diga, se reinvente (es lo que salva a los mitos de su oxidación) respecto a ese fantasma que aún sigue cantando para aquellos que cada vez que lo escuchan se p reguntan —nos preguntamos— si en verdad era uno de los nuestros.

Bibliografía -Artieda, Fernando. Julio Jaramillo: «Romance de su destino». Guayaquil. Editores Nacionales. s.f. -Estrella. Revista de espectáculos, discos, cine, radio y tv. N.° 127, Año XV. Guayaquil. 1978. -Friht, Simon. «Hacia una estética de la música popular», en Las culturas musicales: lecturas de etnomusicología. s.l. Trotta. 2001. -Granda, Wilma. El pasillo, identidad sonora. Quito. Conmúsica. 2004. -Guerrero Gutiérrez, Pablo. Enciclopedia de la música ecuatoriana. Vol. II. Quito. Conmúsica. 2004-2005. -Julio Jaramillo, el ídolo del siglo. Colección de cinco fascículos. Emilio Palacio, coord. y texto. Guayaquil. El Universo. 1.° de octubre. 1999. -Luna, Milton. «Historia y sociedad: el rol del Estado y de las clases medias», en Historia de las literaturas del Ecuador. Vol. 5. Quito. Universidad Andina Simón Bolívar / Corporación Editora Nacional. 2007. -Monsiváis, Carlos. Amor perdido. México. Era. 1997 [1977]. -Núñez, Jorge. «Pasillo: canción de desarraigo», en Cultura. Quito. Banco Central del Ecuador. Vol. III, N.° 7, mayo-agosto. 1980.

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Sandunga

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Venga usted, compañero, lo invitamos...2 «Merienda de negros», Antonio Preciado.

Por Juan Montaño Escobar Juan Montaño Escobar. Esmeraldas. Se graduó como ingeniero químico en el Instituto de la Industria del Petróleo y del Gas I. M. Gubkin, de la ex URSS (actualmente Rusia). Ha sido catedrático universitario (Universidad Técnica Luis Vargas Torres de Esmeraldas y Universidad Católica, sede Esmeraldas). Fue Jefe Administrativo del Puerto de Esmeraldas y Director de Gestión Ambiental en el Municipio de Esmeraldas. Actualmente es responsable del Centro Cultural Esmeraldas, del Banco Central del Ecuador. Conferencista en temas culturales, articulista de Radio Antena Libre y conductor de programas culturales. Articulista del diario La Hora, Esmeraldas. Editorialista del diario Hoy (hasta la fecha). Ha colaborado con diversas publicaciones de variada temática en el país. Publicó Así se compone un son (1999). Mérito Cultural 2003, otorgado por el Municipio de Esmeraldas. Tercer lugar en la VIII Bienal de Cuento «Pablo Palacio». Ganador del Concurso Binacional de Cuento (colombo-ecuatoriano), en el 2002. Premio Símbolos de Libertad, 2002, de periodismo.

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1. Palabra derivada de ndunga, vocablo congo que significa pimienta picante. 2. Antonio Preciado, «Merienda de negros», en Antología personal, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, 2006.


Si la gastronomía era un laberinto de fragancias, surtido de sabores y paisajes de viandas, las fiestas no dejaban en paz a los ánimos sosos.

Es posible que al principio fuera un despreocupado joven campesino con unas aspiraciones personales que no irían más allá de la aldea y sus alrededores, las tentaciones de gloria tenían como frontera de prudencia las consejas de los ancianos más sabios. La gente solía (aún suele) hacerse aconsejar de los que empeñaban más saberes y conocimientos en la educación de las generaciones de la media tarde. Fue después de graduarse de guerrero, con tal demostración de ingenio que debió sorprender a sus maestros, cuando entendió los códigos de su destino: no había nacido para el anonimato. Debía llamarse Berbesí, Biojó o Bran, aunque más tarde dejó que le españolizaran el apelativo. Si no hubiera ocurrido lo que después ocurrió, él era candidato a la jefatura de los pueblos de la nación establecidos en esas comarcas. Un día sin historia, fue atrapado por los «cazadore s de gente» para ser esclavizado. Fue prision e ro en la isla de Cabo Verde, es probable que jamás le abandonara la sensación de p é rdida irremediable de los olores de su tierra, los distintos sabores de las comidas comunales, las músicas con las que iniciaban la mayoría de los rituales y la multitud de colores que siempre le pare c i e ro n únicos e inconfundibles. Un día de esos apareció aquel mercader español, al que le bastó una sola mirada para decidir su destino, pagó de buena gana el precio y lo llevó a la ciudad del wad-al Kebir (río grande), como llamaban los moros al río que discurre por Sevilla. Para entonces su nombre varió de Enrique, por el príncipe portugués famoso por su apodo de El Navegante, a Alonso, según el santo patrono del momento y el nombre de quien lo acercó a la religión católica mediante el bautismo. Lo que no varió fue la promesa íntima que debió hacerse en la sentina del

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galeón que lo transportaba a España: hacer prevalecer, a pesar de las adversidades, la estirpe de los ¿Berbesí?, ¿Biojó?, ¿Bran? Así fue, no perdió grandeza, templanza y valor entre las gentes peninsulares. Para esos años, Sevilla era una de las ciudades más cosmopolitas de Europa, el tráfago del mercado no terminaba nunca y las transacciones se cumplían a cualquier hora. Debió ocurrir que de las fondas escapaban aromas de especias traídas de lugares remotos. El vecindario sevillano gozó con las iniciales rarezas gástricas; al inicio se probaba con desconfianza, después impresionaba el gusto y finalmente se integraba a la manducatoria cotidiana. Si la gastronomía era un laberinto de fragancias, surtido de sabores y paisajes de viandas, las fiestas no dejaban en paz a los ánimos sosos. Zarabandas, chaconas, bailes guineos y zarambeques t r a s l a d a ron el jolgorio puertas afuera para desesperación del clero. Nicomedes Santa Cruz dice que los africanos ayudaron a entender a los europeos el festejo del cuerpo, secuestrado ideológicamente por el clero que relacionaba bailes con pecado. El investigador y poeta afroperuano dice que ayudó a los peninsulares a dar «el gran grito de liberación moral» contra la jerarquía eclesiástica. El concepto moral fue jimagua del político. Desde los mismos albores de la humanidad, cualquier poder se sostiene, consigue perdurar o defiende las voluntades conquistadas utilizando la represión directa, con las prohibiciones de fiestas o la batalla sin tregua de dioses en los corazones de las culturas. El clero católico sabía lo que hacía y por qué lo hacía. Para 1492, en la Península Ibérica vivían unos cien mil negros, hombres y mujeres, la mayoría «yolofs» o «wolofs» (o tam-

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bién «yelofes»), mandingas y congos. Entre las ciudades españolas, Sevilla era una de las que más africanos avecindados tenía, entre libres, libertos y esclavizados. En los barrios sevillanos, los corrinches teofánicos debieron ser más usuales de lo que hasta ahora se cree. La gente africana fundó cabildos de sobrevivencia cultural y política («cabildos de nación») para esconder en sus idiomas, ajenos a los esclavizadores, sus perennes anhelos de libertad. Pero también formaron cabildos en los que disfrazaron con sincretismo utilitarista sus ánimas culturales más sagradas; para darles cierta solemnidad convencional, aceptaron llamarlas «cofradías». En Sevilla fueron famosas las cofradías de Nuestra Señora de los Ángeles, fundada a inicios del siglo XV, y la Presentación de Nuestra Señora, fundada en 15723. Ese cosmos de sabores, olores, sones, solemnidades de medio pelo, iro n í a s , burlas y procesiones —todo aquello en perpetuo mestizaje entreverado— debió impresionar al joven Alonso. Las procesiones festivas de timbaleros, guitarristas, panderos, tocadores de sonajas y maracas, balafonistas y tamborileros debieron ventearle la vida por vivir hacia otro lado inesperado. En las calles de Sevilla debió bailarse con fervor y ganas, seguramente se degustaron platos que acostumbraron a los sevillanos a ufanarse de la envidiable categoría de «buen diente» y exigentes estómagos. Además de comensales insatisfechos. Es posible que los sevillanos acudieran a los barcos de reciente arribo a enterarse de cómo se expandía el mundo de aquellos siglos y a la espera de nuevas delicias exóticas. Las fondas se llenaban de manducantes, entre ávidos y curiosos, por el listado de platos sugestivos. Sin duda que los más golosos fueron aquellos que no viajaron a más allá de

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unas pocas millas de Sevilla, no se alejaron mucho por lo rotundo del vientre, la comodidad del disfrute sin apremios o porque la administración de la hacienda no admitía ausencias prolongadas. Los hombres de confianza se volvieron aún más imprescindibles, incluyendo los comprados en «cuerpo y alma». Alonso absorbía conocimientos y astucias como esponja. Años después se alegraría de estas gestiones premonitorias. El aire de inconformidad en los esclavizados no debió abandonarlos nunca y esas libertades restringidas debieron servir de otro modo, para aligerar las tensiones de rato en rato. Cantos, bailes, danzas, episodios teofánicos y cabildos de flojas conspiraciones sirvieron de rutinas catárticas para hacer llevadera la melancolía, los castigos despiadados de la memoria, los amores perdidos para siempre, la familia sin continuidad y la ligazón vital de la nación. Los músicos degradaban la nostalgia con andareles europeizados a medias, y bailados por bailadores con pasos vistosos para alebrestarles la mejor parte a los esclavizadores y así conseguir más espacios sociales y culturales de libertad. Esa debió ser la escuela de aprendizaje de Alonso y así confirmó lo que ya sabía: la libertad es un bien que perdido es difícil de recuperar. Sólo queda acumular tesón hasta el día de la rebelión. Para unos historiadores, Alonso era negro «bozal» y, para otros, ladino; es más, por su inteligencia y excelentes comedimientos había ascendido en la administración de la hacienda del mercader de Illescas. Si cuando llegó a Sevilla era bozal, al embarcarse para América ya era ladino, sin perder la fuerza cultural de su nación. Lo primero es un juego de significaciones; por ejemplo, era el africa-

En las calles de Sevilla debió bailarse con fervor y ganas, seguramente se degustaron platos que acostumbraron a los sevillanos a ufanarse de la envidiable categoría de «buen diente» y exigentes estómagos.

3. Eloy Martín, «Los sones negros del flamenco: sus orígenes africanos», en La Factoría, N.° 12, junio-septiembre de 2000.


4. En el habla esmeraldeña se solía calificar de «medialengua» a los negros que hablaban con defectos el castellano. En realidad es un insulto racista. 5. Lenguaje construido en la marginalidad, para crear identidad social entre los excluidos y fomentar la resistencia cultural y política. Es probable que en Sevilla, los miembros de difere ntes naciones africanas esclavizadas buscaran unirse a través de un habla común. Así debieron mezclar sus idiomas con el castellano y producir esa habla común. 6. Nombre colonial de la actual ciudad de Portoviejo (Manabí). 7. Esta palabra se la debo a Baltasar Fra Molinero. Anticonquista describe una situación muy contraria a la escrita por muchos historiadores, incluidos esmeraldeños, que enfatizan la supuesta «crueldad» de Alonso de Illescas y son casi condescendientes con las atrocidades de los colonialistas españoles.

no que hablaba mal el castellano (como si tuviera un impedimento en la boca4), también aquél que intentaba crear cierto sermo lunfardo5 a partir de su idioma, mezclándolo enriquecedoramente con otros, entre ellos el castellano, el idioma dominante. Bozal fue el africano en el cual no se habían extinguido las ansias de l i b e rtad, nunca dejó de resistir para sobrevivir, hizo de la cotidianidad un ejercicio de resistencia perpetuo con arrullos, cantos de plantación, murmullos rítmicos, mensajes en clave a sus divinidades, alborozos del cuerpo para esconder las tristezas del alma, inventiva para conocer mejor la sociedad dominante, silencios meditativos antes de pasar a la siguiente etapa de algún plan predestinado o de veneración respetuosa a los ancestros combatientes. Alonso concentró en su personalidad al negro bozal que acata el sometimiento mientras no cambian las circunstancias y al ladino que interioriza críticamente a la cultura dominante. Con esa dicotomía fue embarcado para América. Es posible que Alonso no viajara en los terroríficos galeones negreros, que tuviera cierta distinción con respecto a los otros africanos, y que al llegar a Panamá ya tuviera la firme convicción de que escaparía a la primera oportunidad. Esta decisión de «empalencarse» debió ser más fuerte al ver las espantosas condiciones de los esclavizados en el puerto de C a rtagena de Indias. La oport u n i d a d llegó en la ensenada de Portete, actual provincia de Esmeraldas, pero que por esos tiempos la ambición española llamaba Región de las Esmeraldas, y se extendía hasta Buenaventura, en Colombia. La engañosa sumisión confundió a los españoles y autorizaron el desembarco en tierra firme por agua y víveres frescos, con pocas precauciones ante una eventual

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fuga. Los vientos contrarios de la zona — que se acentúan por esa época— empujaron el galeón hacia la orilla y sucedió lo inesperado: encalló y volcó. Los esclavizados ni siquiera lo pensaron y debiero n « p restarles alas al viento» para poner mayor distancia con los esclavizadore s . Ese primer maratón de la libertad debió llevarlos tierra adentro y a tal distancia de la playa que los españoles prefirieron dirigirse hacia el sur: Puertoviejo6 sería el destino... para la mayoría fue inalcanzable. Cuando consideraron que habían puesto suficiente distancia con los esclavizadores, se detuvieron a tomar un segundo aire y celebrar la liberación. Es muy posible que los diecisiete hombres y las seis mujeres, integrantes de ese primer grupo de cimarrones, fueran de diversas naciones. ¿De cuáles? ¿Mandingas, wolofes, congos o carabalíes? ¿Yorubas, ashantis o manikongos? Por ahora no es posible saberlo. Regresaron a recuperar lo que pudieron del galeón naufragado, entre los objetos encontraron armas, que les dieron una ventaja tecnológica sobre los grupos indígenas que iban a encontrar. Entre ellos debieron elegir al de más edad, al de mayor capacidad de liderazgo, al más sabio y al que facilitaba las relaciones dentro de esa microdiversidad. Seguramente, lo más crucial en esta soledad sin apoyos para sobrevivir debió ser el instante maravilloso de unirse sin condiciones, sin reclamarse faltas anteriores. Unirse sobrepasando de buena gana las diferencias culturales, pero olvidando antiguos rencores. Eligieron a Antón, y es casi nada lo que sabe sobre él. El desesperado arribo de los africanos a la Región de las Esmeraldas desarrolló un solidario proceso de anticonquista7. Para los niguas fue de susto y huida el repentino aparecimiento de africanos en el

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poblado que, según los cronistas, se llamaba Pidi. El acercamiento llegó a fuerza de domesticar desconfianzas, controlar miedos comprensibles y haberlos percibido como inesperados aliados. El temprano desencuentro se zanjó alrededor de fuentes de comida, frutas y bebidas añejadas. Esta primera manducatoria intercultural debió conquistar a las partes por el paladar, el oído musical y el ojo curioseando las danzas en homenaje a los recién llegados. Dado y recibido con agrado. En relación a aquel elemental gesto de hospitalidad, sucedido ese día de octubre de 1557, ya no se podrá responder a estas preguntas: ¿cuál sería el menú para acercar entendimientos?, ¿qué inventiva culinaria aportó cada cual a ese banquete de la amistad? El festejo debió durar lo suyo, aunque sin proponérselo las partes; por el lenguaje de las señas debieron intentar reconocimientos, hablar de sus existencias que hasta ese día sospecharon encontrarse en tan dramáticas circunstancias. Las bebidas fermentadas debieron facilitar las relaciones públicas, el temor cedió a la curiosidad y la pesadez satisfecha de los estómagos dio oportunidad a la observación sin prevenciones bélicas. Antón, Alonso y los otros siempre escucharon decir a los sabios de sus naciones: «la amistad del estómago nunca muere». Años después encontrarían que la parentela había crecido de manera horizontal y vertical, por matrimonios políticos o de conveniencia, en realidad fue manera armoniosa y enjundiosa de unirse entre los recién llegados y los habitantes de estas tierras. Sería con esos parentescos de los sentidos que alcanzaron a sobrevivir a las repetidas expediciones militares de los españoles; descubrieron a satisfacción que las alianzas se conseguían alrededor de una mesa repleta de viandas,

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manjares y bebidas, y festejando lo que hubiera que festejar; intercambiaron conocimientos y saberes sobre los más diversos asuntos, sin omitir las cosas del corazón, del bajo vientre y de las guerras, que para nada les eran indiferentes. Con el avance del tiempo y la consolidación de las alianzas interétnicas, los colonizadore s españoles la vieron como una República de Negros y Zambos Libres, que sabía g o b e rnarse y gobernar diversos intereses pluriculturales y defenderse alcanzando buenos logros. Todavía no habían llegado la solemnidad acartonada de los santos católicos ni las cargas irracionales de pecados y castigos infernales. Así pues, los festejos eran por cosas sencillas como c e remonias para ascender de imberbes a categoría de guerre ros, matrimonios convenidos para fortalecer familias y jerarquías, nacimientos de varones con el destino de convertirse en defensores del territorio, triunfos bélicos pequeños y grandes, y aquéllos que decretaba el gobernante, que para entonces era Alonso (apellidado de Illescas). El liderazgo de Alonso fue de tal pragmatismo que jamás dejó nada librado al azar. Aplicó conocimientos y saberes traídos desde su nación, su experiencia en las casas de esclavos, todo lo que aprendió y refinó de su estadía en Sevilla, lo que vivió antes y durante su traslado frustrado a Perú. Creó una filosofía de vida que heredó a sus hijos y al menos uno de ellos, Alonso Sebastián, según cuentan los historiadores, aplicó con iguales resultados. Algunos de estos principios fueron: no menospreciar a ningún enemigo por insignificante que pareciera, entrenamiento en diversas artes de defensa y diplomacia, configurar alianzas estratégicas con quien fuera necesario sin importar su origen (aunque vigilando que sus particulares intereses no les afectaran) y


Los adornos del cuerpo se intercambiaron para satisfacer ideas de aceptación, los africanos usaron narigueras, aretes y clavos faciales; mientras que los indígenas adquirieron nuevos tintes para el cuerpo, breves incisiones en el rostro y otras maneras de arreglarse el cabello.

8. Homi K. Bhabha, comp, «Narrating the nation» (Narrando la nación), en Nation and Narration, Londres, Rouledge, 1990, pp. 1-7.

se enfatizó mucho en la hospitalidad como un fin demostrativo de paz. La hospitalidad incluía comida y abrigo, y, por sobre todo lo demás, era algo que bordeaba lo sagrado. A la fama de formidables guerreros le pisaba los talones aquélla de excelentes anfitriones. Los piratas ingleses se acogieron al amparo del gobierno cimarrón de Alonso y no se sabe de desafectos mínimos en los acuerdos conseguidos. Los filibusteros estaban para arrebatar los tesoros malhabidos a las carabelas españolas y los guerreros illescanos buscaban tecnología defensiva para sus ejércitos. Ambos grupos iban en pos de lo mismo: derrotar a un enemigo que sabían poderoso. Alonso y sus compañeros entendieron que no sobrevivirían si no disminuían la hostilidad de los indígenas en plazos mínimos, por medio del regocijo corporal y el bienestar mental. Ambos gru p o s debieron inventar músicas para impresionar y causar acercamientos; pasaron de la gastronomía corriente a sorprendentes mixturas de condumios, de bebidas tradicionales a otras fermentadas con químicas de ocasión, de ceremonias conocidas a otras nuevas que incluían danzas y bailes hasta ese momento inéditos. Los festejos debieron tener periodicidad de calendarios y combinación de intenciones. Unos festejarían la bondad de las divinidades y los otros la alegría de la libertad sin límites en el tiempo y en la geografía. Los llegados se encontraron con la yuca, el maíz y otros vegetales; con la variedad de mariscos en ríos, mar y manglares. Los adornos del cuerpo se intercambiaron para satisfacer ideas de aceptación, los africanos usaron narigueras, aretes y clavos faciales; mientras que los indígenas adquirieron nuevos tintes para el cuerpo, breves incisiones en el rostro y otras maneras de arreglarse el

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cabello. Los idiomas se aprendieron con gran rapidez para facilitar el amor entre culturas, al mismo tiempo que el personal. El día en que pudieron entender sus narraciones épicas, el horizonte de sus mitos, las tragedias y los triunfos de sus vidas, y conocerse por dentro los unos a los otros, en ese día al fin se descubrieron fuertes y seguros. Reconfiguraban una nación de inconquistados, asociados por los peligros de la esclavitud, pero también por las delicias de los sentidos. A la distancia de lo siglos, cabe esta idea de Homi K. Bhabha: «Las naciones, como las narraciones, pierden sus orígenes en los mitos del tiempo y sólo vuelven sus horizontes plenamente reales en el ojo de la mente (mind’s eye)»8. El discurso teórico de Bhabha se encamina hacia la «emergencia de la nación como un sistema de significación cultural», en términos sociales y a la vez políticos. La consolidación de la alianza indoafricana en Esmeraldas fue reforzada, primero, por un simpático tanteo cultural; segundo, por la necesidad de defender la vida frente a enemigos distintos que casi de inmediato se hicieron comunes; tercero, por la sincera demostración de desear conocerse y emparentarse, a pesar de los recelos; cuarto, por la calidad de la alianza en sí misma: ambos se revelaron predispuestos a andar de ese «ahora hacia delante» juntos y enfrentar las adversidades; y quinto, por la pluralidad de sensaciones que acogieron sus cuerpos y mentes iniciados los acercamientos. ¿Cómo sería eso? Del maíz vino el cazabe, un condimento llamado ají se agregó al pescado asado, la carne empezó a cargarse de aliños, la hoja de bijao sirvió para cocinar a fuego lento unos pescados menuditos que después se supo se llamaban chautiza (a este cocido se denominaría «panda»), a alguien se le ocurrió extraer-

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le el jugo a las frutas y servirlo en vasijas para refrescar, y la farmacopea de ambas culturas encontró el sosiego para los estómagos irritados por los estofados recién inventados y por los atracones inmisericordes. A causa de las caminatas para preparar emboscadas y de la necesidad de proteínas, en una de esas marchas debió inventarse el «tapao»: pescado, yuca y sal; el plátano vendría después. ¿Y la música? ¿En qué momento reinventaron la que hoy es nuestra música? Debieron comenzar por el tambor y después recrearon las marimbas, no les sería difícil con guasás9 y maracas. ¿Y los bailes? Los criollos debieron traer de España zarabandas, bailes de Guinea y zambeques, también llamados «zumbés» o «cumbés» (?). ¿Y las danzas de los negros llamados bozales? Ahí debió formarse un universo clandestino de danzas y bailes en permanente perfección para deleite del ojo, pero también como ejercicio festivo de resistencia. Esto es cierto, todas las armonías de caderas, brazos, piernas y cabezas se entre v e r a ron hasta llegar a los bailes y danzas de ahora: currulaos10, andareles11, bundes12, etc. Los cantos privilegiaron las voces hasta formar grupos corales para arrullar a pequeños santos13 o a muertos adultos14. Las voces fueron los primeros instrumentos, trabajaron tonalidades y re g i s t ros, frases sin aparente sentido (aé, aé, aé, por ejemplo), pusieron en las voces sus estados de ánimo casi sin degradar, y hasta el murmullo fue melodía. Cantaron para despedir a los muertos, mientras laboraban (labor songs), en las ceremonias religiosas (cantos de santos), en las fiestas mundanas, para darle alas de espanto al sufrimiento, para exteriorizar la felicidad, porque la felicidad se hacía insoportable, para ahuyentar los malos duendes del pasado necio en persistir; por lo que sea se cantaba o se hacía música.

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¿Los instrumentos? Se cre a ron con toda la l i b e rtad que permitió el intelecto inconf o rme: quijadas de toro, hojas de naranjo, palitos sonoros, palmas de las manos, chasquidos de los dedos y de la lengua, soplando una calabaza, golpeando, rascando armoniosamente objetos ásperos, zapateando sobre algún tablado o imitando sonidos de instrumentos musicales. Es posible que incorporaran flautas, sonajas, pitos de diversos tonos, sonidos guturales; en fin, la música era la señal de que estaban vivos. Carlos Miñana, en su Afinación de las marimbas en la costa pacífica colombiana: un ejemplo de la memoria interválica africana en Colombia, recopila estos datos: «En 1734, en Barbacoas, el fraile franciscano Fernando de Jesús Larrea hizo recogida de todas las marimbas; le trajeron más de treinta y las hizo quemar»15. La historia fue igual en Esmeraldas, sin i m p o rtar la distancia geográfica o el nombre de la autoridad. La alegría del cuerpo sostenía la rebeldía del ánima y las ánimas no engañan, en actos y mandatos de resistencia, a sus correspondientes de este lado de la vida. Los tiempos difíciles habían comenzado poco después de los halagos del poder colonial y las promesas de respetar la independencia de los bien vivientes, en esta polis de negros y zambos libres. Nunca se cumplirían los acuerdos, y el sometimiento, con todas sus consecuencias, cayó sobre ellos y sobre los que vinieron después. El palenque illescano de resistencia anticolonial de la costa pacífica, de lo que hoy es Colombia y Ecuador, ya era un triste fracaso. El dominio español, religión católica mediante, dominaba con el rigor despiadado de la angurria por el oro. Y también por las esmeraldas que jamás aparecieron en la cantidad ilimitada que la imaginación suponía.

La alegría del cuerpo sostenía la rebeldía del ánima y las ánimas no engañan, en actos y mandatos de resistencia, a sus correspondientes de este lado de la vida.

9. Tubo de caña guadúa, cargado con semillas de achira; al sacudirlo produce sonido musical. 10. Del idioma kikongo, kulala, que significa danza muy rápida y emociona l. 11. Baile mestizo esmeraldeño, pariente musical de la cumbia y el porro. 12. Música y danza de la costa occidental de África. 13. Se hace re f e rencia al chigualo. 14. Se hace referencia a los alabaos. 15. Alfonso Zawadsky Colmenares, Viajes misioneros del R. P. Fr. Fernando de Jesús Larrea, franciscano, 1700-1773, Cali, Imprenta Bolivariana, 1947, citado en Miñana, Carlos, Afinación de las marimbas en la costa pacífica colombiana: un ejemplo de la memoria interválica africana en Colombia, 1990, en www.unal.edu.co/red.


Con las décadas que vinieron, pocas cosas hubo para celebrar, la más importante: estar vivos y en una tierra que sabían acogedora y definitiva. Pero la fe militante en el porvenir distinto y favorable obligaba a festejar cada vez que se podía, y según la necesidad del ánimo. Así pues, desde esos ayere s hasta estos días fue clave de identidad nacional y clave de ganas de vivir las jubilosas meriendas de negros, las alegres procesiones de santos sin olvido en sus memorias teogónicas (después, embebidas de cristianismo, fuero n monoteístas), los jolgorios sin re s q u emores en el corazón, el entusiasmo en el presente y la confianza en el futuro , y el justo límite a las penas sin llegar al agobio mortal. Esa herencia de los llegados primero con Alonso, y después con otros menos famosos, continúa aún en nosotros. Cabe, entonces, el grito de la deliciosa manigua de lo sentidos: «¡Sandunga!».

Bibliografía Arozarena, Marcelino. Canción negra sin color. La Habana. Ediciones Unión. 1983. Bhabha, Homi, comp. «Narrating the Nation» (Narrando la nación), en Nation and Narration. Londres. Rouledge. 1990. Biblioteca virtual Luis Ángel Arango. Glosario de términos consultados. Contran, Nazareno. El sabio Babaliki. Ediciones Mundo Negro. 1984. Martín, Eloy. «Los sones negros del flamenco: sus orígenes africanos», en La Factoría, N.° 12. Junio-septiembre de 2000. Miñana, Carlos. Afinación de las marimbas en la costa pacífica colombiana: un ejemplo de la memoria interválica africana en Colombia. 1990. En www.unal.edu.co/red. Molinero, Baltasar. La imagen de los negros en el teatro del Siglo de Oro. Ediciones Siglo XXI. 1995. Preciado, Antonio. «Merienda de negros», en Antología p e r s o n a l. Quito. Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión. 2006. Recital de Marimba y Clarinete. Musicoteca del Banco Central del Ecuador. 2004. Tardieu, Jean-Pierre. El negro en la Real Audiencia de Quito, siglos XVI-XVII. Quito. Ediciones Abya-Yala. 2006.

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SITUACIÓN DE LAS COCINAS TRADICIONALES DEL ECUADOR Por Julio Pazos Barrera Julio Pazos Barrera. Baños, 1944. Poeta, crítico de arte y catedrático universitario. Doctor en Literatura por la Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Colabora con importantes revistas del medio como Cultura, del Banco Central del Ecuador; Kipus, de la Universidad Andina Simón Bolívar; Terra incógnita, El Búho, Anaconda y diario La Hora de Quito. En poesía ha publicado: Plegaria azul (1963), Ocupaciones del buscador (Quito, 1971), Prendas tan queridas las palabras entregadas al vuelo (Quito, 1974), Entre las sombras las iluminaciones (Quito, 1977), La ciudad de las visiones —Premio Nacional de Literatura «Aurelio Espinosa Pólit»— (Quito, 1979), Levantamiento del país con textos libres —Premio Casa de las Américas— (La Habana, 1982), Oficios (Quito, 1984), Contienda entre la vida y la muerte o Personajes volando en un lienzo (Cuenca, 1985), Mujeres —Premio Nacional de Poesía «Jorge Carrera Andrade»— (Quito, 1988), Constancias (Quito, 1993), Holograma (Quito, 1997), Días de pesares y delirios (Quito, 2000), Documentos discretos (Quito, 2003), La peonza (Quito, 2006) y Poesía junta (Quito, 2007). En ensayo: «Medardo Ángel Silva», estudio introductorio (Quito, 1983), «La vorágine», estudio introductorio (Quito, 1985), «La victoria de Junín y otros poemas», estudio introductorio (Quito, 1988), Cocina criolla, cocinemos lo nuestro (Quito, 1990), Literatura popular: versos y dichos de Tungurahua (Quito, 1992), «Oposición a la magia de Francisco Proaño Arandi», estudio introductorio (Quito, 1994), Juan León Mera: una visión actual (Quito, 1996), Acercamiento a la obra de Oscar Efrén Reyes (Guayaquil, 1997), Arte de la memoria (Quito, 1998) y La cocina del Ecuador, recetas y lecturas (2005). Consta en las antologías: Lírica ecuatoriana contemporánea (Bogotá, 1979), Palabras y contrastes: antología de la nueva poesía ecuatoriana (Cuenca, 1984), Cinco poetas de los 70 (Bogotá, 1987), Poesía viva del Ecuador (Quito, 1990), La palabra perdurable (Quito, 1991), Erotismo (Sevilla, 1994), 40 años de poesía en el Premio Casa de las Américas 1959-1999 (Madrid, 1999).

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Modo de ser, visión del mundo, imaginario, identidad son nombres de la cultura, palabra que alude a los símbolos que articulan la vida de la población.

La tradición es un modo de existencia de mensajes ancestrales y adquiridos. Su p resencia configura el imaginario de la población, imaginario que a su vez funciona como identidad. Alejo Carpentier opina que la noción de diferencia necesariamente se articula con la noción de identidad. Modo de ser, visión del mundo, imaginario, identidad son nombres de la cultura, palabra que alude a los símbolos que articulan la vida de la población. Las cocinas del Ecuador expresan diferencias culturales relacionadas con la vida social y con las prácticas rituales de los habitantes.

Mediaciones Las cocinas relacionan la ubicación social y la situación económica de los habitantes, el Ecuador no es una excepción. La mesa de los barrios marginales de las ciudades costeñas dispone de los alimentos más baratos; es decir, de plátano, arroz y pescado. La población más pobre de la Sierra consume papas, harinas y fideos. En estas mesas se prefieren los refrescos industriales. La clase media goza de una mesa muy variada. En ella son frecuentes las carnes de cerdo, res, pollo, oveja y pescado. Arroz, papa, yuca, plátano son infaltables. En esta mesa se prefieren los quesos llamados de mesa. Es alto el consumo de huevos, leche, azúcar, café. Fideos, harina de trigo y legumbres se utilizan más que las verduras. Es importante el consumo de mariscos. En la mesa de la clase media se observa la presencia de enlatados de pescado, conservas de frutas, embutidos y refrescos artificiales. El uso de vinos chilenos, argentinos y españoles se ha intensificado en los últimos años.

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La alta burguesía, mínimo porcentaje de la población, prefiere comida internacional. Esta clase constituye la clientela de afamados restaurantes, hosterías y hoteles lujosos. Los indicadores económico-sociales intervienen en las problemáticas que determinan los movimientos demográficos. El flujo de campesinos a las ciudades es constante, así como la emigración hacia el exterior. En los últimos años, por lo menos el 20% de la población se ha desplazado hacia Estados Unidos, España, Canadá y otros países. Los cambios, producto de los movimientos, pueden notarse en el incremento de la comida que se ofrece en las calles de las ciudades, en la oferta del perro caliente y la pizza; en los pueblos pequeños no faltan los pollos a la brasa y las papas fritas. En Cuenca, capital de la provincia del Azuay, los supermercados están llenos de familias campesinas que gastan los dólares enviados del exterior por sus familiares, imbuidos por la marea del consumismo. Se suma al panorama la complejidad cultural del Ecuador. Diversos pueblos ocupan el territorio. Algunos habitan en el Oriente Amazónico, otros en la Costa. El pueblo quichua de la Sierra, en su mayoría, vive en páramos y altas estribaciones de la cordillera. En conjunto, se dice que estos pueblos alcanzan el 20% de la totalidad. Existen también enclaves de afroecuatorianos en Sierra y Costa. El resto de la población, la mayoría, es el resultado de la fusión de las culturas nativas, el pueblo negro y el contingente español. No es raro el aporte chino en las provincias costeñas, especialmente en las provincias de Los Ríos y Guayas. El desarrollo político de los pueblos indios se caracteriza por identificación de

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lengua, indumentaria y prácticas culturales ancestrales. Su fuerza reside en la producción agrícola y en la mano de obra. De modo que su participación en la administración del Estado es muy significativa. El imaginario ecuatoriano es un constante replanteo de contenidos culturales. En el proceso intervienen aportes de tiempos diversos, falsas atribuciones, intereses del poder político y presencias provenientes de las actuales circunstancias.

Preferencias Los habitantes de ciudades y pueblos del Ecuador se alimentan tres o cinco veces al

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día. Desayuno, almuerzo y merienda es el sistema general; aunque algunos pueden comer algo a las diez de la mañana y a las cinco de la tarde. En la ciudades más grandes, la merienda puede convertirse en cena; pero en las pequeñas, en las que la vida nocturna es inexistente, la merienda se sirve a las siete de la noche. Como en otras latitudes, la gente come en sus casas. Aunque puede hacerlo en hoteles, bares, restaurantes, fondas, mercados, plazas y en las calles, es decir, en carros y puestos instalados en las aceras. En los últimos años han aparecido las modalidades de comida «para llevar» y «a domicilio». En el primer caso, la comi-


La investigación de las preferencias alimenticias lleva a examinar las prácticas hogareñas. Esta información deja lugar al testimonio de la experiencia personal, aspecto enriquecedor, pero al mismo tiempo muy ambiguo.

da se traslada personalmente del restaurante a la casa, y en el segundo, se solicita por teléfono y la pizza llega a la casa. En estos apurados casos, la comida más depende del dinero disponible que de la tradición. Se dice que la comida casera es la más saludable. Este argumento tiene vigencia, sobre todo en ciudades pequeñas, aldeas y caseríos. En las ciudades grandes, los hábitos varían de acuerdo con las circunstancias de trabajo, desplazamiento y economía. La investigación de las preferencias alimenticias lleva a examinar las prácticas hogareñas. Esta información deja lugar al testimonio de la experiencia personal, aspecto enriquecedor, pero al mismo tiempo muy ambiguo. Más segura es la exploración en lugares públicos, especialmente en los mercados. Sin embargo, no debe descartarse la primera opción, puesto que la familia es transmisora de largas tradiciones. La segunda opción contempla expendios ubicados en sitios específicos y en barrios. No hay pueblo que no cuente con un lugar, restaurante, fonda o salón que ofrezca a los usuarios determinados platos. De hecho, también aquí se manifiesta la tradición. En ocasiones, estos sitios han sido mantenidos por varias generaciones de la misma familia. La recopilación de datos extraídos de mercados y lugares especiales permite acceder a las preferencias de gran variedad de comensales. Estos pueden ser ricos o pobres, jóvenes o viejos, estudiantes u obreros, etc. Debido a la correlación más frecuente de solvencia económica y educación más expuesta a lo internacional, es posible afirmar que los individuos de clase social adinerada no frecuentan

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los lugares públicos mencionados. En otros términos, estos individuos prefieren la comida internacional, menos caracterizada por la tradición del país. Una somera encuesta realizada en Quito y Guayaquil arrojó resultados casi similares. En Quito, se obtuvo información en tres grandes mercados y en cinco lugares específicos. De Guayaquil, la información provino de la carta de un restaurante especializado en cocina del país.

Breve noticia de la cocina casera Cabe agrupar platos emblemáticos de cada región y platos cotidianos. Entre los primeros, se encuentran el encocado esmeraldeño, el viche manabita, el repe lojano, el mote pata cuencano, la cecina lojana, la carne colorada de Cotacachi, la chucchucara de Latacunga, las tortillas ambateñas, las menestras y el caldo de salchicha de Guayaquil. El encocado esmeraldeño es un guiso de pescado de mar o río, o de camarón, al que se añade leche de coco; su origen puede ser africano. El viche es un potaje que contiene pescado, choclo, habichuelas, plátano verde, yuca y maní. Su origen es español, aunque la presencia de choclo, yuca y maní exprese su carácter sincrético. El repe lojano es una mazamorra de plátano verde, cebolla y queso fresco. Por su textura se relaciona con el sango prehispánico, plato menos denso que la polenta. El mote pata cuencano incluye pulpa de chancho, costilla de chancho, tocino, mote y pepa de sambo molida con leche. Se observa que el origen de esta sopa es el cocido; los aportes americanos son el mote y la semilla de sambo.

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La cecina lojana es carne de res o puerc o destazada, condimentada y secada al sol. Para ingerirla se la fríe en manteca o aceite. Se sabe que los pueblos prehispánicos secaban carne al sol para conservarla. En la actualidad, se suele utilizar la palabra charqui como sinónimo de cecina. No se debe confundir esta carne con la ahumada. En los albores de la colonización, unos franceses instalaron su negocio de carnes ahumadas en la isla Española, a la cual iban los piratas del Caribe a proveerse de beoucan, n o m b re francés de esta pre p aración. Con el tiempo, este término dio

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lugar a la palabra bucanero. En todo caso, la carne ahumada figuró también en la cocina española. En el Ecuador actual su consumo es muy raro. Son celebradas las carnes coloradas de Cotacachi, ciudad de la provincia de Imbabura. Se trata de carne de res o de chancho, adobada y puesta al sol. Viene su nombre del añadido de manteca colorada con achiote. Se las sirve fritas y acompañadas con mote, maíz tostado, plátano maduro frito, empanadillas y salsa de queso con ají.


En la cocina cotidiana o común se manifiestan dos aspectos: el primero es la tendencia a utilizar productos locales; el segundo revela la tradición, puesto que técnicas y «secretos» se transmiten de padres a hijos.

La chucchucara, palabra quichua que significa «cuero suave», de Latacunga, capital de la provincia de Cotopaxi, es un plato que combina fritada de puerco, plátanos maduros fritos, mote y empanadillas. Este plato recuerda el modo de servir los alimentos de los actuales indios serranos. Los participantes del convite aportan con algún alimento preparado según su gusto a la mesa colectiva. Las tortillas ambateñas o llapingachos se hacen con papa majada y mezclada con queso fresco. Una vez compuestas las tortillas, se las asa a la plancha con poca manteca de color. El plato se compone con un huevo frito, lechuga, una rodaja de tomate, una fracción de aguacate y un trozo de chorizo. Suelen cubrir las tortillas con salsa de maní. El nombre es un compuesto del quichua llapi, «aplastar», y del español gacha, «masa de harina». Las gachas eran el plato común de los soldados romanos. En el presente caso, la papa andina es la expresión del mestizaje. El calificativo «ambateñas» alude a la ciudad de Ambato, capital de la provincia del Tungurahua. Pero las menestras de Guayaquil, guisos de lenteja, fréjol, alverja y hasta garbanzo, se acompañan con arroz, patacones y carne asada. Su origen es claramente europeo. El italiano minestra pasó al castellano como menestra. En el norte de España es guiso de verduras. En Guayaquil vino a ser de legumbres, en especial de una, el fréjol americano. La textura de la menestra depende del batidor, madero natural que se usa como molinillo. El caldo de salchicha, denominado en la Costa caldo de manguera, es un cocido que contiene yuca, plátano verde, vísceras de cerdo, morcilla rellena con arroz y

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sangre, y condimentos. El caldo se sirve muy caliente. Suelen ofrecer tajadas de limón para que el comensal las use de acuerdo con su gusto. En la cocina cotidiana o común se manifiestan dos aspectos: el primero es la tendencia a utilizar productos locales; el segundo revela la tradición, puesto que técnicas y «secretos» se transmiten de p a d res a hijos. Los dos aspectos inciden en las diferencias regionales de las cocinas. No obstante, salvo excepciones, verbigracia el consumo de churos, o pequeños caracoles, en las provincias de Pichincha e Imbabura, o el tapado de guanta, en la provincia de Esmeraldas, las cocinas de todo el país son el resultado del interc a mbio de productos locales, del uso de productos introducidos y de la práctica de técnicas ancestrales y europeas. El sincretismo patente atraviesa las cocinas regionales. Si, de todos modos, se tratara de identificar la regionalidad, habría que p a rtir del ingrediente predominante o distintivo: en la Amazonía se impone la yuca; en la Sierra los roles principales c o rresponden a la papa y el maíz; en la provincia de Esmeraldas el rasgo característico es la presencia del coco; en la Costa centro y sur, y en la provincia de Loja, el papel distintivo lo asume el plátano. Algunos productos son de uso generalizado. El arroz blanco cocido no falta en ninguna mesa del archipiélago de Galápagos, Costa, Sierra y Oriente. Tal vez el arroz es menos frecuente en las cocinas de los habitantes de los páramos. La papa, en cambio, es infaltable en las comunidades andinas, y algo menos en Costa y Oriente. El uso del maíz es generalizado, aunque su frecuencia mayor se da en las altas comunidades de los Andes. Los productos elaborados industrialmente de uso común

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en la totalidad del país son los enlatados de atún y sardinas y el fideo. Los aliños más extendidos son ajo, cebolla y comino, éste último especialmente en el Litoral. Leche y quesos no faltan en las ciudades, ni entre los cam-

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pesinos mestizos de todas las regiones, pero escasean entre la población india. Uso igual ocurre con el azúcar, aunque la panela es más frecuente en la cocina de los habitantes de altura. En el Ecuador, el ají es siempre una salsa. No interviene directamente en la composi-


En la cocina de la población india, se sabe que existe un tratamiento ritual del ají. A las jóvenes indias no se les permite molerlo. Los varones lo consumen desde la adolescencia.

ción de platos, como ocurre en México y en ciertos lugares del Perú. En la cocina de la población india, se sabe que existe un tratamiento ritual del ají. A las jóvenes indias no se les permite molerlo. Los varones lo consumen desde la adolescencia. Con estas observaciones a la vista, se mencionarán las sopas más comunes en la cocina del Ecuador. El locro de papas, lucru en quichua, es la sencilla combinación de papas mondadas y cocidas, a la que se añade un refrito de cebolla, ajo y condimentos. El refrito contiene una pequeña cantidad de leche y manteca de color. Esta única sopa de raigambre inca toma diversos nombres según el ingrediente principal que se le agregue: locro de carne, queso, huevo, col, cuero de cerdo, acelga, sambo, etc. El locro aparece descrito por primera vez en el libro de viaje del señor Joaquín Avendaño, primer diplomático español que presentó credenciales en el Ecuador después de la Independencia. El locro se consume de preferencia en la Sierra. El sancocho de carne o gallina es un caldo con zanahoria, choclo y yuca. El nombre proviene de la técnica prehispánica conocida como sancochado, palabra que significa «a medio cocer». De hecho esto no ocurre en la sopa de consumo muy extendido en el país. Su preparación está más difundida en el Litoral, región en la que también se hace de pescado. De igual modo, su descripción aparece en el libro de Avendaño. El fideo fue muy utilizado en la cocina b u rguesa española del s. XVI. En el Ecuador se lo hacía manualmente hasta la segunda mitad del s. XIX. Muy rara vez las amas de casa del s. XX lo pre p araban en casa. En estos días, el merc a d o

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ofrece toda clase de fideos. La sopa de fideo puede ser de carne o de queso. Se la completa con algunas zanahorias y papas, además de hierbas aromáticas. La sopa de fideo cabello de ángel se re c omienda para dietas de quienes padecen de desarreglos estomacales. No es novedad la presencia del tallarín, muy cocido y acompañado con pollo o carne guisados con tomate. Acostumbran pasar a la mesa el fideo revuelto con la salsa, algo de arroz y una papa, modo que señala la tendencia a consumir féculas. La pre f erencia por las harinas es de origen prehispánico y puede explicarse debido a los productos que constituyeron la base de la dieta de esos pueblos, los cuales fueron: papa, oca, mashua, melloco, achira, camote y yuca. Del maíz seco se hizo harina, ingrediente útil para la confección de tortillas, tamales, sangos y mazamorras. Posteriormente, la harina de maíz entró en la elaboración de panes y galletas. Dada la pre f e rencia citada, es común, entonces, encontrar en las cocinas del Ecuador mazamorras o coladas de sal o dulce. Las coladas de harina de haba, alverja y cebada se mejoran con carne de puerco o costilla de res. Son fre c u e ntes las coladas dulces de harina de maíz, maicena y harina de plátano. En este mismo renglón consta la colada morada, compuesta con harina de maíz negro, zumos de frutas, hierbas aro m áticas y especias. La colada morada integra el ritual del Día de Difuntos. Otra colada de harina de maíz, menos frecuente, es el champús. Sus componentes son el jugo de naranjilla, la hierba luisa, la panela y el mote pelado. Se conocen como sopas caseras la de quinua, la de sambo y la de arroz de cebada. Las tres se preparan con espinazo de

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puerco. La de arroz de cebada tiene su raíz en el Medioevo europeo. En España se denominó «potaje de farro». La sopa del Ecuador difiere de aquél porque no incorpora leche de almendras, ni azúcar, ni canela. Las sopas de quinua y sambo pueden componerse con queso fresco y su consumo es mayor en la Sierra. Los caldos de bolas de plátano verde o de harina de maíz son peculiares modos ecuatorianos. Quizá proceden de las gachas medievales, porque las bolas son masas rellenas con carne o queso cocidas en caldos condimentados. Se completan con hojas de col. El caldo de albóndigas es similar a los anteriores, sólo que en lugar de col se agrega papa y tomate. Este caldo es frecuente en la Costa. El chupé es caldo de pescado, cebolla, pimiento, tomate y papas. En algunos casos el chupé se hace con cabezas de pescado, bagre o corvina. Sopas muy corrientes constituyen la de pan, la frita y la chorreada. Las tres son descendientes de la sopa castellana; las tres se aliñan con ajo, cebolla y orégano, aunque no las suaviza el aceite de oliva, sino el de maíz o girasol, aceites populares en el país. Mencionar platos fuertes en el Ecuador es siempre pensar en arroz. En ciertos sitios se usa la palabra seco en lugar de segundo o plato fuerte. Esta elipse alude a la ausencia de caldo o tal vez a la expresión «arroz seco»; en cualquier caso se trata de arroz blanco medio cocido con agua, escurrido y sometido a baja temperatura, según dicen, para que se abra. Es curioso, pero la guarnición de arroz supera en cantidad a los guisos. Estos pueden ser estofados de carne vacuna o pollo. Arroz y guisos integran los llamados, sencillamente, secos de carne o de gallina. El

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arroz blanco como guarnición trae a la mente un modo de la cocina china. Si fuera así, convendría anotar que la inmigración china se inició en 1900. Los platos de arroz son repeticiones claras de los preparados españoles, verbigracia, los moros y cristianos o el arroz a la valenciana. Es posible que el arro z relleno, común en el país, sea una cre ación desprendida de los anteriore s . Zanahorias picadas, alverjas pre v i a m e nte cocidas, plátano maduro frito, pimiento finamente cortado en tiras, huevo duro, huevo frito desmenuzado, más un refrito de cebolla condimentado con sal y pimienta y una cantidad de manteca de color, se mezclan con el arroz. Este plato incluye pollo deshilachado o embutidos picados; se lo adorna con tomates y aceitunas. El aguado de pato o de gallina es una espesa sopa de arroz con cebolla molida y alverjas. Sin embargo, pese a estas invenciones, la gente se conforma con el simple arroz con huevo frito. El consumo de arroz con leche es mayor en Cuaresma y Semana Santa, porque es el postre que acompaña a la fanesca, potaje exclusivo del Ecuador. Arroz, leche, canela componen el postre. En algunas casas agregan a la leche huevo y pasas. Este postre fue muy común en España, en el s. XVII, y su nombre fue polvo de duque. Otros platos fuertes se hacen con papa y maíz: el ajiaco de papas acompañado con carne colorada, el ají de carne, el mote pillo con carne asada, las papas con cuero, etc. En estos platos se combinan ingredientes americanos como maní, tomate, maíz, papa, pepa de sambo, con aliños y otros productos introducidos.


El fortalecimiento de la tradición dependerá de la conciencia de identidad, esfuerzo que, en estos días de gran presión de fuerzas externas, puede parecer infructuoso.

Comercio de la cocina tradicional No sólo por el sistema monetario que introdujeron los españoles se justifica el comercio de alimentos, también las prácticas culinarias aborígenes cont e m p l a ron el intercambio de productos de los diversos pisos climáticos, según afirman los arqueólogos. Pero el actual comercio de alimentos se inscribe en las vigentes reglas de oferta y demanda. Los intercambios de alimentos crudos y preparados se realizan en plazas, mercados y sitios especiales. La lista es variada y numerosa. Los platos registrados pueden clasificarse del modo siguiente: Sopas y caldos: caldos de gallina, pata de res; yahuarlocro, encebollado, aguado de gallina. Platos fuertes: seco de gallina, seco de carne, seco de chivo, hornado con tortillas, guatita, fritada, pescado frito, papas con cuero, llapingachos, churrasco, apanado, chuleta de chancho, arroz con menestra, cazuela de verde con camarones, cuy asado. Bocados o aperitivos: empanada de queso, empanada de morocho, empanada de verde, sánduche de pernil, choclo con queso, tostado con chochos, tamales, pinchos, tripa mishqui o chinchulines, plátano maduro asado, mote con chicharrón, bolones, humitas. Ceviches: de concha, de camarón, mixto. Dulces: de higos con queso, dulces de cajeta, quimbolitos, nogadas, alfeñiques, tostado garrapiñado o caca de perro, maní garrapiñado, espumilla…

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Pastelería: aplanchados, moncaibas, melvas, ojo de buey, chimborazos, alfajores… Bebidas: jugos de mora, naranjilla, papaya, piña; chicha de avena. Bebidas calientes: café, chocolate. Helados: de paila, de paleta. Otros: morocho con leche, ensalada de frutas, come y bebe de frutas.

Colofón Es indudable que los cambios que experimenta la población del Ecuador traen consigo modificaciones culturales. Las cocinas, parcelas de la cultura, también incluyen cambios. El fortalecimiento de la tradición dependerá de la conciencia de identidad, esfuerzo que, en estos días de gran presión de fuerzas externas, puede parecer infructuoso. Sin embargo, la misma tradición actúa como una silenciosa y admirable resistencia.

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TUNGURAHUA, colorido de fiestas y platos típicos

Por Jennie Carrasco Molina

Jennie Carrasco Molina. Ambato, 1955. Narradora, poeta y periodista. En los años ochenta, integró el Taller de Literatura de la Casa de la Cultur a Ecuatoriana, dirigido por Miguel Donoso, y La Pequeña Lulupa. Ha publica do textos en revistas como Letras del Ecuador, Palabra Suelta, Eskeletra, Diners y Soho. En cuento ha publicado: La diosa en el espejo (Quito, 1995/2000) y Cuentos de ceniza (2007). En poesía, Toros en el corazón —coautora— (Quito, 1997), Arañas en mi vestido de seda (Quito, 2001) y Una vuelta más abuela (Quito, 2006). En novela, Viaje a ninguna parte (Quito, 2005). Consta en Antología del cuento feminista latinoamericano (Chile, 1987), En busca del cuento perdido (Quito, 1996), Antología de narradoras ecuatorianas (Quito, 1997), Antología básica del cuento ecuatoriano (Quito, 1998) y Poesía erótica de mujeres: Antología del Ecuador (Quito, 2001).

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La red vial provincial es el orgullo de Tungurahua y ha permitido agilizar la comunicación intercantonal, acercar a las poblaciones, facilitar el acceso en épocas de fiesta y para degustar los platos típicos de cada cantón.

Tungurahua es una provincia con fuerte presencia indígena, que celebra diferentes festividades religiosas, sobre todo la de Corpus Christi, fiesta de la Iglesia Católica destinada a honrar a la eucaristía, la solemnidad del cuerpo de Cristo.

Tungurahua es una provincia con fuerte presencia indígena, que celebra diferentes festividades religiosas, sobre todo la de Corpus Christi, fiesta de la Iglesia Católica destinada a honrar a la eucaristía, la solemnidad del cuerpo de Cristo. Existe un claro sincretismo con el Inti Raymi, fiesta del solsticio de verano, en agradecimiento por la producción, fiesta de la cosecha del maíz. Otra conmemoración popular en toda la provincia es la de Finados, que se realiza con ferias, visitas a los difuntos y preparación de colada morada y guaguas de pan. También la preparación de la fanesca en Semana Santa es costumbre arraigada en Tungurahua.

Ambato, tierra de flores… Cuentan que la mama Tungurahua era objeto de las peleas entre el Cotopaxi y el Chimborazo. Ambos querían sus amores y bravos luchaban por ellos. La mama también reaccionaba y echaba fuego, rabiosa, porque no quería a ninguno de los dos. Hermosa, nevada y altiva, ella prefirió a sus hijos, habitantes de lo que ahora son los nueve cantones de la provincia. Ambato, Baños, Cevallos, Mocha, Patate, Pelileo, Píllaro, Quero y Tisaleo reciben la energía del volcán y tejen su vida en esta fecunda tierra del centro del país. La producción económica, las fiestas, la comida, la artesanía distinguen a cada uno e invitan a adentrarse en lo profundo de la idiosincrasia y las costumbres del Ecuador.

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San Juan Bautista de Ambato, con 999 km2, la ciudad de mayor movimiento en el centro del país, es conocida por la pujanza de sus habitantes, expertos para el comercio y también en la preparación de platos variados y deliciosos. Los puestos de los mercados ofrecen, con simpáticos rótulos, diversos platos típicos: caldo de gallina, caldo de patas, mote con hornado —exquisito sobre todo el de la «Ñata», bien cocinado con fréjol blanco—, empanaditas de morocho con tamales y el plato más buscado: llapingachos, que pueden ser los del «Monito» Peralvo o los de doña Rosita. En su libro de recetas criollas, Julio Pazos

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tizos, pan de maíz son conocidos desde la Colonia. Incluso existe un dicho popular: «a los tiempos pan de Pinllo». Durante los días de fiesta, el movimiento aumenta, las gallinas de Pinllo se agotan y los cuyes de Ficoa no dan abasto. El 3 de julio de 1860, Tungurahua se convirtió en provincia. Las fiestas de provincialización se caracterizan por la variedad de actos artísticos y culturales que se desarrollan en el mes de julio. El 12 de noviembre se festeja la independencia con el ya famoso Sol de Noviembre, que invita a disfrutar de actividades artísticas durante todo el mes, a más del desfile cívico en el que participan todos los colegios y las instituciones militares y policiales.

dicta la preparación: «componga el plato así: tres tortillas, lechuga picada, salada y asperjeada con culantro picado, un trozo de chorizo frito, una rodaja de tomate, una tajada de aguacate y un huevo frito —no olvide espolvorear pimienta en la yema—». Para quien vive en la urbe, no hay nada mejor que salir por la tardecita para ir a comer las tortillas de maíz de las hermanas Coronado —en Quito llamadas bonitísimas—, que se sirven con chochitos pelados en agua con sal y ají finamente picado. Acompaña a este sabroso plato una chicha de jora, suavizada con refresco de fresa. Y está la colada morada de Atocha, que se prepara durante todo el año y se sirve con empanadas calientes, recién salidas del horno. A propósito de pan, el de Ambato, molletes, tapados, pinllos, mes-

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La Fiesta de las Flores y las Frutas, creada en 1951 para olvidar la calamidad del terremoto, representa el impulso de los ambateños para salir de los escombros y embarcarse en el desarrollo. Reúne a miles de turistas que asisten a diferentes actos culturales, corridas de toros, ferias, exposiciones y desfiles. El Corso del 6 de enero es también afamado desde hace décadas, como un desfile con toda clase de disfrazados. Los diferentes barrios y parroquias celebran también a sus patronos que pueden ser la Virgen del Quinche, del Tránsito, de las Mercedes, o San Juan. También están los Pases del Niño, que van de diciembre a febrero, con bandas y disfrazados, voladores y comida .

Baños de Agua Santa Llegar a la ciudad de la Bienaventurada Madre Virgen del Rosario de Agua Santa

La Fiesta de las Flores y las Frutas, creada en 1951 para olvidar la calamidad del terremoto, representa el impulso de los ambateños para salir de los escombros y embarcarse en el desarrollo.


de Baños es sentir, de entrada, la energía especial que le dan las aguas termales, el volcán Tungurahua y el hecho de ser puerta al Oriente ecuatoriano. En una superficie de 1056 km2, la mayoría de sus 16 136 habitantes se dedica a las actividades turísticas.

El santuario de la Virgen de Agua Santa convoca a miles de romeros todos los años, lo cual le da siempre un ambiente de fiesta. Luego de saludar a la Virgen, es clásica la caminata por la ciudad que invita a pasear sin prisa, probando las melcochas que amasan jóvenes en las puertas de algunos locales donde se vende lo típico de Baños: melcochas rellenas de maní o con sabor a mandarina. Seguir caminando es encontrar platos típicos como el camote —que se cultiva en varios sitios del cantón— servido con salsa de pepa de zambo, arroz, carne al jugo y ensalada; y el jugo de caña molida en pequeños trapiches, que se sirve acompañado de hielo, jugo de limón o mandarina. Se puede saborear el caldo de gallina, licor elaborado con aguardiente de caña, macerado con gallinas y varios tipos de frutas y plantas exóticas de la zona. El

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sánduche, otra bebida típica, es un coctel de aguardiente o puro mezclado con jugo de caña. Su nombre se debe a que primero se coloca una medida de jugo, luego una de aguardiente y finalmente otra de jugo. Se sirve con zumo de limón o mandarina. El carnaval se festeja como un juego culto y sin brusquedad. El mes de junio es conocido como «mes de las art e s » . Desde el año 2003 se presentan obras de danza, teatro, poesía, música, org a n i z adas por la extensión en Baños de la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión y por el Municipio. En octubre , del 1.° al 31 son las fiestas en honor a la Vi rgen del Rosario de Agua Santa, y se suceden misas, procesiones, bandas, juegos pirotécnicos, chamiza y bandas de pueblo. La cantonización se festeja del 6 al 16 de diciembre, con desfile folclórico, elección de la reina, bailes, carre r a s de coches, juegos populares y la pro c esión de la Vi rg e n .

Cevallos, tierra frutal Quien de niño visitó Cevallos, en décadas pasadas, recordará los enormes huertos de peras, manzanas, duraznos y claudias. Era extender la mano y tomar las frutas a discreción. Sector eminentemente frutícola, tiene una superficie de 17.5 km2 y una población de 6847 habitantes. Lleva el nombre del ilustre historiador ambateño Pedro Fermín Cevallos. En los huertos turísticos, es posible pasear y observar las diferentes variedades de claudia, durazno, pera y manzana que se producen en esta tierra. Se ve el arduo trabajo que realizan los agricultores de Cevallos para ofrecer fruta de primera calidad. A más de ello, se puede advertir

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la forma como se cosecha la fruta y cuál es el sistema tradicional de embalaje, almacenamiento y transporte. En la ex estación del ferrocarril se está formando un centro cultural, que contará con una biblioteca municipal y una hemeroteca regional y nacional. La idea s u rgió cuando se declaró como Patrimonio Cultural a la ex estación del ferrocarril. Junto a esta área se adecuará una explanada para diferentes espectáculos masivos, sean éstos culturales o recreativos. Para complementar estos servicios, se pondrán en funcionamiento dos cafeterías en los vagones del tren, que en alguna ocasión sirvieron para transportar carga. De hecho, este proyecto gira alrededor de las festividades y los alimentos.

Judas Tadeo. En noviembre el barr i o Bellavista festeja a la Virgen del Quinche y el caserío Andignato realiza la fiesta histórico-religiosa de la Palla. En la feria de jueves y domingos se pueden encontrar platos típicos como la fritada, el hornado y el caldo de 31 (servido en platos de barro).

Mocha, antiguo adoratorio En medio de los nevados Chimborazo y Carihuairazo, cerca de grandes pajonales, chaparros, yaguales y chuquiraguas, está Mocha, al suroccidente de la provincia, a 23 km de Ambato. Tiene una

La cantonización se celebra el 13 de mayo. Cevallos fue parroquia del cantón Ambato, desde que se separó de Tisaleo, el 29 de abril de 1892, hasta el 17 de abril de 1986, cuando fue cantonizado. Esta fiesta se celebra con desfiles, exposiciones artesanales, bailes populares, corridas de toros y otros eventos. Un extenso calendario histórico, cultural y festivo se desarrolla a lo largo del año. Las fiestas religiosas se realizan en los barrios y caseríos, según el santo o santa patrono de cada uno de ellos. Por ejemplo, el caserío El Mirador y los barrios La Unión y Vinces celebran las fiestas patronales en honor al Niño Dios, en enero. El 29 de junio, el caserío San Pedro festeja sus fiestas patronales; al igual que el 30 de julio, el barrio Jesús del Gran Poder. En agosto, el barrio Tambo La Universidad realiza las fiestas del Señor de la Buena Esperanza. En septiembre es la fiesta en honor a la Virgen de las Mercedes, en el barrio Tambo Centro. Octubre es el mes de San Francisco y San

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parroquia: Pinguilí y la Matriz en el centro. Su cantonización se realizó el 13 de mayo de 1986. Mocha viene de mochica o mochoe —que significa «ídolo o adoratorio»—, porque allí, en las alturas del cerro Puñalica (4000 metros), se ubica un famoso adoratorio, donde existió un templo inca de vírgenes consagradas al Sol.


En Mocha se llevaron a cabo enfrentamientos con los incas. Se dice que Tupac Yupanqui no pudo pasar y se regresó al Cuzco.

celebra una misa solemne con el obispo y se realiza el Desfile de la C o n f r a t e rnidad Mochana. Hay toro s populares y toros a muerte.

En la época preincaica pertenecía al reino Puruhá y servía como tambo para los viajeros. En Mocha se llevaron a cabo enfrentamientos con los incas. Se dice que Tupac Yupanqui no pudo pasar y se regresó al Cuzco. Entonces ya se servirían cuyes a los caminantes y adquirirían la fama de ser los mejores de la región. Asados y crocantes, servidos con papas, salsa de maní y ensaladas, acompañados de un ají picante y una buena cerveza, son muy recomendados; tanto que de otros cantones la gente acude expresamente para servirse este auténtico plato de la Sierra, preparado con cuyes, cuya crianza es una de las actividades principales de Mocha. En 1906, al llegar el ferrocarril, Mocha se convirtió en una de las estaciones más importantes de la vía del tren, lo cual mejoró las actividades comerciales de sus habitantes, sobre todo para el transporte de alimentos. Durante todo el mes de junio, Mocha celebra a su patrono San Juan Bautista. Es una fiesta con diferentes actos sociales, culturales y deportivos. Los vecinos celebran las vísperas el 23, con juegos pirotécnicos, entrada de flores, misa, quema de chamarasca y globos. El 24 comienza con salvas y dianas, luego se

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En enero es la celebración al Divino Niño en el barrio Alalla. En febre ro, las fiestas de carnaval en el barrio Cochalata. El 13 de mayo se re c u e rda la cantonización. Destacan los toros de pueblo en las fiestas del cantón, y se puede degustar habas con queso y choclos tiernos, papas y cuyes. En este cantón, la feria se realiza los domingos, y es como una fiesta más a la que acuden comerciantes del centro del país.

El paraíso en el valle de Patate Su clima es más cálido que el de los valles andinos y más seco que en las regiones de bosque húmedo y tropical. Así, ha hecho famoso a Patate por sus mandarinas y aguacates, por el maíz, fréjol, tomate de árbol, papa, trigo y cebada, durazno, manzana, mora y uva. Con 300 km2, está ubicado en una meseta sobre la margen oriental del río del mismo nombre. Esta región estuvo poblada por los patates, que tenían estrecha relación con indígenas amazónicos, a través de Baños. Este g rupo incluía a los tontapíes, patateurcos y pitulas, quienes part i c i p a ron en la defensa contra las invasiones incaica y española. En 1856, los jesuitas entraron en posesión de varias haciendas de la región y promovieron el cultivo de caña de azúcar y algodón hasta su expulsión en 1767. En el gobierno del general Guillermo Rodríguez Lara, Patate fue cantonizado, el 13 de septiembre de 1973. Anteriormente, formó parte de Pelileo. Cuenta con cuatro parroquias: La Matriz, Sucre, Los Andes y El Triunfo, esta última,

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entrada al Parque Nacional Llanganates, que ocupa el 45% del total del cantón y se caracteriza por tener sitios, flora y fauna de gran atractivo. En Patate se venera al Señor del Terremoto. Según los pobladores, cuando un grupo realizaba una caminata por las montañas cercanas a donde se asentaba la población, el 4 de febrero de 1797, hubo un terremoto y a lo lejos se divisó la imagen de un santo, la cual no sufrió ningún daño. Sorprendidos por el hallazgo decidieron darle el nombre de Señor del Terremoto y llevarlo hasta la población. En el centro del pueblo se encuentra la basílica en la que se festeja al Señor del Terremoto, el 4 de febrero de cada año, y se realiza una peregrinación al camposanto de Patate Viejo. Los barrios y caseríos preparan comparsas y carros alegóricos, y participa la mayoría de sus 11 790 habitantes. A esta fiesta acude gente de

toda la provincia y de otras ciudades como Puyo y Latacunga. La imagen del Señor del Terremoto se traslada, en peregrinación, al límite con otros cantones. A más de la celebración de febrero, los romeros demuestran su fe en cualquier momento del año. El patrono de la ciudad es San Cristóbal.

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En cuanto a comidas, son una delicia las arepas de maíz y zapallo, preparadas en hoja de achira, típicas en esta parte de la provincia, que se sirven con chicha de uvas, fermentadas durante tres días, lavadas y licuadas con azúcar y agua hervida. La producción vinícola es destacada en vinos como San José del Valle, Valdoré, San Francisco, Campiña, con calidad de exportación. Existe también producción de vinos artesanales, preparados por las familias con el toque particular de cada una.

Pelileo, la Ciudad Azul La ciudad de San Pedro de Pelileo se encuentra en el corazón de la provincia. Es un centro importante de confección de jeans, por lo cual se la conoce como «la Ciudad Azul». El asentamiento de Pelileo lo fundó Antonio de Clavijo en 1570. Destruido en el terremoto de 1797, fue refundado por Bernardo Darquea, corregidor de Ambato. Con sus 202 km2 de superficie, el 22 de julio de 1860 fue elevado a la categoría de cantón, cuando se creó la provincia de Tungurahua. La principal fiesta de los pelileños es la que celebra la cantonización, del 15 de junio al 22 de julio. Comienza con el pregón de fiestas la última semana de junio y se extiende hasta fines de julio, destacándose la Asamblea Cantonal, la sesión solemne, el desfile cívico-militar, los desfiles folclóricos, ferias, exposiciones, corridas de toros, festivales de música y otros eventos que mueven a propios y extraños a homenajear a la ciudad. Gran parte de los 48 947 habitantes se suma a los festejos. Los pobladores de la parroquia Salasaca tienen 13 fiestas rituales celebradas

En Patate se venera al Señor del Terremoto. Según los pobladores, cuando un grupo realizaba una caminata por las montañas cercanas a donde se asentaba la población, el 4 de febrero de 1797, hubo un terremoto y a lo lejos se divisó la imagen de un santo, la cual no sufrió ningún daño.


1851, cuando pertenecía a la provincia de León (hoy Cotopaxi). Al pasar a ser parte de la provincia de Tungurahua —con sus 443 km2—, fue cantonizada por segunda vez, el 28 de julio de 1860.

durante todo el año, éstas simbolizan los 13 rayos del Sol y las 13 lunas que cumplen los astros en su itinerario cósmico. Cada uno de estos festejos tiene su particular significado, y se identifica por la forma y atuendo utilizados para cada ocasión. En el caserío Pamatug se realiza la importante fiesta del Señor de los Milagros, con toros populares, bandas, bailes y comidas típicas. Hay otras fiestas importantes como el Corso del 7 de enero. En febrero, el carnaval, los Reyes Magos. En agosto se recuerda el terremoto de 1949. El 7 y 8 de septiembre se celebran las fiestas de la Virgen Santísima de la Cueva, patrona de San Pedro de Pelileo. En octubre se honra al Señor de los Milagros. Su especial gastronomía es también un punto a tomar en cuenta cuando se visita la Ciudad Azul. Las fritadas de Pelileo Grande, los cuyes asados, las empanadas acentuarán el deseo de regresar sin falta. El heliotropo es la flor típica del cantón.

Píllaro y su Diablada Santiago de Píllaro se encuentra al norte de la provincia de Tungurahua. Su primera cantonización data del 25 de julio de

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La Diablada pillareña es la más importante manifestación cultural del cantón. Se realiza del 1.° al 6 de enero de cada año, con la participación de las parroquias de San Andrés, San Miguelito, Marcos Espinel, Presidente Urbina y La Matriz. Miles de diablos de diferentes tamaños, formas y colores son vistos bailando sin parar al son de una tradicional banda de pueblo «que no puede negarse a participar de las bacanales pues sus almas podrían ser arrastradas por los seguidores de Satanás». Dicen que esta tradición nació entre los indios como repudio a las prédicas sacerdotales. Al grito de «¡achachay!» los diablos se toman las calles de Píllaro y terminan en la iglesia. En enero y febrero se celebra también la Fiesta de la Manzana. La cantonización se festeja el 28 de julio. Representantes de los 34 882 habitantes tienen diversiones para escoger. Huayna Curí, el lugar donde nació Rumiñahui —hijo de Huayna Cápac con la hija de Ati-Pillahuazo—, es un monumento tradicional. Allí se celebra cada año el Inti Raymi, durante los meses de mayo y junio. Está a 15 minutos del centro del cantón. El Corpus Christi, organizado en San Andrés, dura dos días. Inicia con las vísperas, donde hay bandas de pueblo, juegos populares, chamiza, juegos pirotécnicos y bailes. Al día siguiente se reúnen los danzantes, el sacerdote, la banda y el pueblo para ir en procesión hasta el templo. Después de la misa se realiza el «compar-

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tir», para el cual las familias de la parroquia dejan días antes en el templo productos agrícolas o ganaderos, y así, en la fiesta, la Iglesia brinda esos productos a los visitantes. La gente del pueblo ofrece champús que se preparan con mote, harina de maíz calentado, piña, jugo de naranjilla, chigualcán, hojas de naranjo y limón, y panela. Los danzantes visten coloridos atuendos, usan caretas de malla, cintas, vestidos de tela espejo con bordados y adornos de espejos, figuras de animales, muñecos de plástico, collares y monedas. Los bombos y pingullos tocan una música ancestral que remite a los asistentes a las antiguas celebraciones. Los variados climas de la zona permiten el cultivo de manzanas, peras, granadillas, tomates de árbol, mora, frutas que se venden a la orilla de las calles y en los mercados. No es difícil que una familia conocida nos regale un cajón de manzanas dulces y jugosas. Uno de los platos más importantes es el yahuarlocro y, como en los otros cantones, la fritada y los llapingachos.

Quero, mirador del volcán Santiago de Quero está localizado a 18.5 km del cantón Ambato, cerca del volcán Tungurahua. Es importante saber que el cantón estuvo habitado por los llimpis, shaushis, jaloas, sabaniags, hipolongos, hipolonguitos y guangazos, quienes ya cultivaban papas, habas, cebolla colorada y frutas. En 1797 fue creada la parroquia eclesiástica que recogió a la Virgen del Rosario del Monte, venerada por este pueblo, y cuya fiesta se celebra el 15 de febrero.

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Fiesta religiosa por excelencia, acuden peregrinos de todo el cantón y de las provincias del centro del país. El gobierno del general Guillermo Rodríguez Lara lo elevó a cantón, el 27 de julio de 1972. Tiene una superficie de 173 km2. Entre sus atractivos turísticos están las lagunas piscícolas y ascensiones al Carihuairazo y al Chimborazo, partiendo de la comunidad 12 de Octubre; el mirador Hierba Buena, con vista al volcán Tungurahua; la cascada de Jun-Jun; el parque central; la vega del río Quero; el Camino Real; el cerro Llimpe; y otros. El Camino Real es un gran recorrido que recuerda a este sendero como una de las arterias principales de comunicación del incario. Las diferentes partes del Imperio Incásico mantenían estrecho contacto entre sí a través de este camino. La fiesta tradicional se celebra el 17 de abril, fecha de la segunda fundación. Desde 1858 era parroquia civil de Ambato, hasta su cantonización, el 27 de julio de 1972, añadiendo esta fecha al calendario de celebraciones del cantón. Las principales fiestas son: Jesús del Gran Poder, en marzo y abril; San Pedro, el 29 de junio; San Antonio, el 15 de agosto; La Inmaculada Concepción, en septiembre; y otras. En las celebraciones no faltan los platos típicos como las papas con cuy y salsa de maní, adornado con lechuga y tomate, las papas con conejo, las tortillas.

Tisaleo, tierra de caciques San Miguel de Tisaleo —que significa «tierra de caciques»— está ubicado a 13.7 km de Ambato. Su clima es templado pero varía según las zonas. Declarado


El acto más importante es la misa campal en la Basílica de Tisaleo, a donde acude la mayoría de los 10.552 habitantes.

parroquia eclesiástica en 1584 y parroquia civil en 1858. El 17 de noviembre de 1987, Tisaleo, con una superficie de 66 km2, fue la última población de la provincia de Tungurahua elevada a la categoría de cantón.

Alobamba, a la orilla de la carretera a Guaranda, es parada obligada para serv i rse una deliciosa fritada. Los viajeros comen con fe, pues esta fritada tiene fama de ser bien preparada y no hacer daño.

Cada año se celebra la cantonización con varios actos, siendo el más sobresaliente el desfile por las principales calles del cantón, la elección y coronación de la reina, bailes populares, serenatas. La fiesta principal es la de Santa Lucía, que, aunque en el santoral se conmemora el 13 de diciembre, se celebra durante la tercera semana de octubre, junto con la fiesta de la Palla o fiesta del culto. Por una parte, se rememora la conquista española, con un enfrentamiento simbólico entre indios y conquistadores, y, por otra, los peregrinos de todas partes del país visitan a la imagen de Santa Lucía, pidiendo favores o agradeciendo por los recibidos. Juegos pirotécnicos, gru p o s folclóricos, bandas de pueblo, art i s t a s nacionales, arreglos florales, regalos forman parte del festejo. El acto más importante es la misa campal en la Basílica de Tisaleo, a donde acude la mayoría de los 10 552 habitantes. Otras fiestas importantes se celebran el 6 de enero, los Santos Inocentes; en febrero, el carnaval; en abril, la parroquialización de Quinchicoto; en junio, Corpus Christi y San Pedro; el 24 de septiembre, la Virgen de las Mercedes; y el 29, San Miguel, patrono del cantón. Habas, mellocos, ají de cuy, papas con conejo se sirven en las fiestas. Las familias acostumbran convidar al caldo de gallina, mote con hornado y chicha de jora. El mote con cuero es muy apetecido, al igual que el mote con tripa mishqui.

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DANZA Y MÚSICA EN LA FIESTA DEL ECUADOR Ritualidad, simbología y diversidad en la construcción de la identidad indígena, negra y montubia Por Juan Mullo Sandoval

Juan Mullo Sandoval. Quito. Etnomusicólogo y antropólogo. Coordinador del Programa de Etnomusicología, Facultad de Ciencias Humanas, Programa de Estudios Especializados, PUCE (1996-2002). Ex profesor de la Universidad San Francisco de Quito. Conferencista en eventos académicos internacionales en Estados Unidos, en México y otros países latinoamericanos. Ha participado en publicaciones y producciones musicológicas como el Diccionario de la Música Española e Hispanoamericana. Consultor de proyectos de investigación en varias instituciones como el Instituto Iberoamericano de Patrimonio Natural y Cultural, IPANC. Ha publicado y producido varios documentos etnomusicológicos como discos, vídeos y textos.

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La fiesta, en las comunidades indígenas, es considerada el mayor rasgo de identidad comunitaria, que se fue generando en la dinámica cultural impuesta por las relaciones de producción y la diferenciación social en la época terrateniente.

INTRODUCCIÓN En este artículo trataremos de enfocar etnográficamente cuáles son las referencias de las matrices socio-culturales y simbólicas de las culturas dancísticas y musicales de los pueblos indígenas, mestizos y negros del Ecuador; algunos contextos históricos y la rica mitología relacionados con las manifestaciones festivas y rituales de los quichuas andinos, la cultura Shuar de la Amazonía, las culturas indígenas de la Costa: Awa (Carchi y Esmeraldas) y Chachi (provincia de Esmeraldas). Igualmente, las culturas negras del Valle del Chota-Mira y la provincia de Esmeraldas; finalmente las culturas montubias del área costeña de Guayas, Manabí, Los Ríos y El Oro. La diversidad musical de las culturas musicales indígenas se relaciona con las lenguas que hablan sus distintas nacionalidades de la Sierra, la Costa y la Amazonía. Sin embargo, esta identidad lingüística no se excluye de procesos aculturativos, sobre todo en zonas donde la cultura occidental moderna y urbana tiene mayor incidencia. Por ejemplo, en la Amazonía, la presencia de colonos mestizos, empresas petroleras y varias sectas religiosas ha incidido para que se urbanicen territorios antes ocupados por varias etnias indígenas, las mismas que han asimilado los modos culturales de la colonización, la modernización y occidentalización, produciendo cambios acelerados en sus expresiones culturales y, en casos extremos, el aniquilamiento de las mismas.

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Nuestra metodología enfoca a la música y la danza dentro del calendario ritual y el ciclo festivo, enfatizando en los símbolos usados en estos rituales; por ejemplo, en la cultura Shuar, el ciclo de cultivo y cosecha de la chonta es decisivo para indicar el tipo de danza, cantos e instrumentos a usarse en la Fiesta del Uwi. A nivel general, los momentos importantes del ciclo festivo, en donde se define la música y la danza, los instrumentos musicales, los géneros musicales y dancísticos, estarían sustentados en el ciclo agrícola: reposo de la tierra, preparación del terreno o la chacra, la siembra, el deshierbe y la cosecha. En el caso del ciclo vital, aparecen características más o menos generalizadas, como el enamoramiento y cortejo de las parejas, el matrimonio, la construcción de la casa, el nacimiento del hijo, el bautizo, el corte de pelo, el paso de niño a adolescente, iniciación en el trabajo, la guerra, la caza y la pesca, iniciación en el amor, las responsabilidades y consejos impartidos por los mayores, y la ritualidad relacionada con la saludenfermedad y muerte. La fiesta, en las comunidades indígenas, es considerada el mayor rasgo de identidad comunitaria, que se fue generando en la dinámica cultural impuesta por las relaciones de producción y la diferenciación social en la época terrateniente. No se puede negar que, fruto de ello, surgen, desde la Colonia y la República, ricas manifestaciones festivas que actualmente son conside-

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radas «nacionales», como la Fiesta de Corpus, la Fiesta del Chagra y la Mama Negra, los carnavales, etc. Estas festividades —pese a sufrir cambios en las últimas décadas debido a la modernización y urbanización de los centros rituales, la industria y el comercio, la depauperización de las economías locales, el turismo y otros— han modificado ostensiblemente sus antiguos significados. Por ejemplo, actualmente se promueven antiguos ritos, pero folclorizados en función del desfile oficial e institucional, o a manera de comparsas públicas. Otros factores ligados a la lógica de las sociedades de consumo han contribuido a que la fiesta haya cambiado en los últimos tiempos. Por ejemplo, la migración campesina trajo como consecuencia la desmembración de sus sociedades comunitarias y, con ello, su cultura tradicional se vio transgredida. Las lenguas nativas, siendo una parte fundamental de la identidad cultural indígena, actualmente han sido relegadas por el idioma español. La música y danzas tradicionales actuales incorporan elementos coreográficos en función de un público turístico, hecho que va acompañado de las tendencias tecnoculturales que derivan en estilemas artísticos y comerciales como es el caso de la tecnocumbia, el tecnofolclore, etc., que favorecen percepciones y gustos masivos y globalizados.

I. SIMBOLISMOS MUSICALES Y DANZARIOS El supay, diablo y duende en las culturas norandinas y negras afroesmeraldeñas La música y la danza son los ejes fundamentales de la fiesta, porque fortalecen las estructuras sociales y comunitarias; sobre

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todo la identidad, cuando ejerce su función asociativa en momentos clave de la cultura. Como habíamos mencionado, pese a los cambios culturales ocurridos en los pueblos indígenas, montubios y negros del Ecuador, todavía se manejan símbolos que aglutinan significados y actúan como importantes ejes de las prácticas musicales y dancísticas: uno de ellos es el diablo. Según los imaginarios andinos, el supay habita en las cascadas, vertientes naturales de agua, quebradas, ríos o bosques, a cuyos espacios acuden y/o evocan los músicos y danzantes para adquirir las destrezas necesarias. En la fiesta norandina de San Juan, la simbología del diablo es determinante en el baño ritual del 21 de junio en la población de Peguche, Otavalo. En las vísperas de la fiesta, se reúnen por la noche los grupos que van a bailar el sanjuán para la preparación de las personas o de instrumentos musicales como guitarras, violines, bandolines, armónicas, flautas, melódicas, entre los más usuales. La hora indicada para bajar al río es la media noche. En un testimonio se comentaba lo siguiente: «Dice la historia que cuando uno va con todos los instrumentos a bañarse a la media noche, suenan mejor y que le acompaña el diablo. Nos han dicho así, se le pone más fuerza para poder pasar el sanjuán sin miedo, ni cansarse de bailar. Los antiguos nos dicen así, por ejemplo mi abuelito nos ha dicho que a las doce de la noche hay que bañarse para tener más e n e rgía y vitalidad para pasar todo el sanjuán sin cansarse, con todos los instrumentos. La vitalidad le da la cascada y sobre todo la noche. Eso es el “diablito” del sanjuán» (Entrevistas personales al gru p o Jatun Ñan, 22 de junio, 1996). En la mitología de la cultura negra esmeraldeña, el diablo baila y toca la marimba como un gran maestro. Para ser marimbero o buen tocador de un instrumento

…la migración campesina trajo como consecuencia la desmembración de sus sociedades comunitarias y, con ello, su cultura tradicional se vio transgredida.


se debe vencer al diablo en un duelo, y una de la acciones para poderlo derrotar es conocer alguna oración en forma de verso, tal el caso del «Magnifica». En esta misma cultura, el duende es relacionado con la guitarra. Como en casi todas las culturas del Ecuador, se describe al duende como un ser pequeño que usa un sombrero grande. En el caso del mito esmeraldeño, se cuenta que la tarea del duende era cuidar las vacas, pero en vez de hacerlo se puso a tocar la guitarra, con lo cual provocó una fiesta bulliciosa en donde dichos animales se pusieron a bailar «en la tonalidad de mi menor o la tonalidad de las vacas». Generalmente se piensa al duende sentado en un hermoso caballo buscando a las doncellas para enamorarlas con su guitarra, instrumento que domina y con el cual gusta dar serenatas. A la guitarra se la debe guardar en su estuche porque, de lo contrario, comenzará a sonar con hermosas melodías en «mi menor»; en todo caso, si se deja a las cuerdas templadas, al otro día se las encontrará con la «afinación del duende». Según la mitología negra, al buen músico el duende le reta a batirse a duelo o, a su vez, lo protege para que ningún otro músico pueda vencer a su elegido.

El diablo patacoré y mapalé en Esmeraldas Ciertas danzas y cantos de la provincia de Esmeraldas están relacionados con la simbología del diablo dentro de la relación salud-enfermedad. En la música y la

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danza afroesmeraldeña, encontramos géneros vocales e instrumentales ejecutados con marimba. Es éste el caso del bambuco, que es un toque en ritmo de 6/8, donde el «bambuquiao» es un estilo rítmico cuya temática alude a varios aspectos del mundo material y espiritual esmeraldeño. Se canta, con el acompañamiento del conjunto de marimba, a las actividades cotidianas como la pesca, la fiesta, la comida, lo sobrenatural, etc. Se re c onoce como bambuco en Ecuador y currulao en Colombia. Unas especies de bambuco son el patacoré y el mapalé. El patacoré, al igual que el mapalé, es de origen colombiano. Se lo canta y baila en alusión al diablo y a las enfermedades que puede causar a la gente, para lo cual hay que hacer un lavado espiritual. El patacoré implica el ritual de limpieza de los males, mediante soplos de aguardiente que realiza quien va a curar al enfermo. Solista: Allá viene el diablo / déjalo vení / que si viene bravo / yo lo hago reí. Coro: El patacoré / ya me va a cogé / ya me va a cogé / el patacoré.

El diabluma o Haya Huma de Cayambe (provincia de Pichincha) Por su alto grado simbólico para la cultura cayambeña, el diablo huma, diabluma o Haya Huma es un personaje-danzante de mucho significado, ya que permite conocer el proceso mediante el cual un

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El hecho de vestirse de diabluma representa el cumplimiento de algunas promesas o el logro de algunas dispensas sagradas por parte de las fuerzas participantes en su cosmovisión.

m i e m b ro de esta cultura accede al mundo espiritual y ritual preparativo a la fiesta de San Pedro, celebrada desde el 29 de junio. Como para condensar los significados del rol que representa el diabluma, se pueden analizar aspectos que van desde la religión católica hasta la cosmología andina, ya que el diabluma incorpora elementos de ambas matrices culturales: llevar su máscara a misa para hacerla bendecir por el sacerdote o, a su vez, dejarla en una quebrada para que se compacte con otras fuerzas sobrenaturales. En ese sentido, en el diabluma están presentes elementos esenciales de la cultura andina vinculados con las fuerzas telúricas (las pacchas, los pogyos, las cascadas) y con los rituales agrícolas relacionados a la cosecha y el solsticio de verano. Su denominación nada tiene que ver con la re p resentación del mal, como en la cultura occidental. El hecho de vestirse de diabluma representa el cumplimiento de algunas promesas o el logro de algunas dispensas sagradas por parte de las fuerzas participantes en su cosmovisión. Tal el caso de curarse de alguna enfermedad, mejorar la economía o, en general, la adquisición de conocimientos o poderes. Su rasgo principal está re p resentado en quien dirige a las cuadrillas o partidas de bailadores y bailadoras denominados «aruchicu» o «aricuchicu», para el hombre, y «chinuca» para la mujer. El diabluma o Haya Huma es quien abre el camino para la Toma de la Plaza, para ello anuncia o amenaza con el acial, sin pronunciar palabra alguna.

Las Diabladas de Píllaro (provincia de Tungurahua) En enero, se hacen máscaras de madera con la imagen del diablo tanto de frente como del reverso. Los danzantes se visten

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de un traje rojo con un rabo en la parte posterior. A manera de drama, los bailes y la música de los diablos de Píllaro son una representación al parecer imitativa de seres fantásticos y a veces grotescos, con máscaras de demonios, que tratan de sorprender a la gente que los observa con gestos y ademanes que los ridiculizan. Esto ocurre el 6 de enero de todos los años, en las calles y la plaza central del pueblo, a donde bajan las comunidades campesinas aledañas a Píllaro.

II. DANZAS DEL CICLO VITAL EN LAS CULTURAS ANDINAS: SAHUARI O MATRIMONIO Y HUAHUA VELORIO En los rituales de matrimonio en las culturas andinas, participan personajes como el padrino y la madrina, los ñaupadores o personas respetables de la comunidad, los padres de los novios, el rezador, el «maitru» o músico de arpa o violín, y el resto de la comunidad. Antiguamente conocido como «mashalla», el sahuari es un acto espiritual en donde la petición de matrimonio va precedida de oraciones, bendiciones y consejos. Simbologías como el agua son muy importantes para el baño de purificación de los novios y de sus ropas. En la provincia de Chimborazo, el violín es el instrumento que precede la danza matrimonial, los cantos, juegos y diversiones que o c u rren en la fiesta matrimonial. En Cotacachi, provincia de Imbabura, el instrumento matrimonial es el arpa. Otro ritual para evidenciar la cosmología del mundo andino es el huahua velorio o muerte de un niño. Para estas culturas, la muerte es continuidad hacia un mundo sobrenatural, oportunidad para trascen-

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der el mundo terreno. Para ello, la música, el agua para los baños rituales, los juegos de velorio, son acciones que se conjugan con la danza y los cantos.

Jaichihua En la provincia del Cotopaxi, se ejecutaba un canto de bodas en el momento en que la novia salía para ser presentada a los invitados. La persona indicada cantaba «jaichihua» y los acompañantes le respondían con la misma palabra. La banda ejecutaba inmediatamente el mismo tono mientras el padrino amarraba una faja en las cinturas del novio y la novia; luego de esto, los invitados y f a m i l i a res bailaban. A nivel andino, «jaicchihua» se reconocía también como la fiesta ofrecida por el patrón de la hacienda a los campesinos huasipung u e ros y huasicamas, luego de la re c olección de los granos.

Canto del Cuchunchi (provincias de Azuay y Cañar) Ejecutado en el matrimonio cañari o sahuari, describe la acción de la danza y el rito que deben cumplir ord e n a d amente los circunstantes, caso contrario los músicos pedirán que se pague una multa. Este simbolismo de la danza tiene relación con «el lavado de la ropa de los novios». Como el colibrí / andando cargando las alas / andando dando vuelta la plaza / tienes que coger la copa / eso es el Cuchunchi / si es que no coges / tienes que pagar multa. (Fragmento del canto del Cuchunchi, B. Zaruma Q., pp. 118-119)

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El fandango, danzas del huahua velorio En los huahua velorio o funerales de los niños indígenas, en zonas como Otavalo, Cotacachi, Ilumán, Peguche y otras poblaciones de la provincia de Imbabura, fueron conocidos los «fandangos». Si el difunto es un bebé, se baila toda la noche el fandango, presidido por los «achitaita» o padrinos del niño. Estos son los encargados de llevar al arpista o violinista al velorio. Por ejemplo, entre las melodías bastantes tristes a lo largo del ritual, está el Huahuahuañui, música ceremonial para el entierro del niño, cuya primera parte se ejecuta en los preparativos y la segunda es una danza en la que intervienen los padres y padrinos.

III. DANZA DEL CICLO AGRÍCOLA-FESTIVO ANDINO: TAITA CARNAVAL, DANZANTES DE CORPUS, ARRANQUE DEL GALLO EN SAN PEDRO Las danzas y música de la época de las cosechas hacen referencia, entre otros simbolismos, a la fertilidad de la madre t i e rra, la Pachamama. Los hombres y mujeres salen a las plazas y parques de las poblaciones andinas para la Toma de la Plaza. Los danzantes hombres pueden tener una función guerrera, de mancebos o buscadores de solteras; las mujeres, por otro lado, asumen un rol similar a este último. Uno de los aspectos discutidos por las etnografías son los rituales de sangre; por ejemplo, el Arranque del Gallo y las peleas rituales entre comunidades rivales. Según experiencias personales, podemos afirmar que el derramamiento de sangre de animales, en las

Si el difunto es un bebé, se baila toda la noche el fandango, presidido por los «achitaita» o padrinos del niño. Estos son los encargados de llevar al arpista o violinista al velorio.


sementeras recién cosechadas, era una práctica recordada aún en la mitología andina. Es el caso del ritual del Gallo Calpi, en la población de Tumbaco al nororiente de Quito, como parte de la fiesta de San Pedro en el mes de julio.

Fiesta del Carnaval. Taita Carnaval (provincias de Azuay y Cañar). Enamoramiento y cortejo de las parejas en la población de Lalaj. Solteros y solteras ejecutan canciones desde dos semanas antes de la gran fiesta del Taita Carnaval. Los instrumentos musicales usados son el pingullo y el huajairo, un tamboril cuyo ritmo tiene la función de acompañar el ingreso a cualquier casa extraña que deben visitar los carnavaleros. Estos deben preguntar qué cantos desea escuchar la familia visitada, pudiendo ser el canto del cóndor, del chito, del cuibibi, del toro, del gallo, de síndula, de la mula, la vaca barrosa u otro s .

Fiesta de Corpus. Tonos del Danzante (provincia de Cotopaxi). Los danzantes son una especie de sacerdotes que bailaban antiguamente por 21 días seguidos, en homenaje al Sol y las cosechas del maíz en el mes de junio. La música para los pasos del baile y ritual del Danzante de Corpus está compuesta de melodías ejecutadas con pingullos y bombos. Cada tono tiene una función con respecto a tal o cual acción del personaje, al que también se conoce como el «hacedor de lluvia». Algunos de los pasos son los siguientes: 1. Llegada del alcalde, 2. Saludo al alcalde, 3. Cinta Aurora, 4.

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Albazo, 5. Mana Misi (gato negro), 6. Misa Alsi (comida y bebida), 7. Ascensión. Tono Quilluquinde. Pedido de la bendición a los patrones para cargar la imagen de San Buenaventura, 8. Calle Larga.

Fiesta de Corpus. Danza de la Curiquinga (en toda la región del callejón andino ecuatoriano). La curiquinga es un ave de gran significado mitológico, evocada en la danza que la imita. Se dice que la curiquinga se come el gusano que daña a las plantas, cuando es picada por una serpiente instintivamente busca una hierba para curarse. El tono musical de la curiquinga se lo ejecuta en casi todos los momentos del ciclo festivo anual andino. Varios autores mencionan su origen prehispánico: Garras, garras, Curiquingue, / salta, salta, Curiquingue, / cógete el piche Curiquingue...

Fiesta de San Pedro. La Rama y el Arranque de Gallos (Cayambe, provincia de Pichincha). La entrega de la Rama de Gallos es parte fundamental de la Fiesta de San Pedro que inicia el 29 de junio. Son doce gallos que cuelgan de una rama, y tiene varias modalidades según la zona. Cada Rama va acompañada por decenas de personas que van bailando acompañados de guitarras, flautas, tambores, etc. Los personajes danzarios principales son los aruchicu, diablumas y las mujeres chinucas. La música que se ejecuta en esta fiesta es el sanjuán y va con el canto

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Un personaje danzante muy importante es el «yumbo mate», quien marca el ritmo con sus calabazas secas, que porta en la espalda.

de las coplas sanpedrinas, es decir, los versos conocidos de la fiesta de San Pedro. El cerrito de Cayambe / solamente está nevando / así estará mi guambrita / solamente suspirando. La Rama se entrega a personas importantes: compadres, familias, instituciones, etc. El Arranque de Gallos es el ritual de atrapar una o varias presas de un gallo vivo, el mismo que cuelga de una soga. Son los danzantes quienes hacen el Arranque. El Gallo Caldo es otro ritual que se realiza luego de «arrancar al gallo», por lo general al día siguiente, cuando se reúnen en la casa del prioste todos los amigos y familiares de éste para la elaboración del caldo.

IV. YUMBO, CAPISHCA Y SANJUÁN: DANZAS, GÉNEROS MUSICALES Y RITUALES El yumbo, el capishca y el sanjuán son g é n e ros musicales y danzas practicadas en los principales ritos andinos ecuatorianos. Existen otros géneros como el danzante y el albazo que acompañan sobre todo al primero. Se los ha mencionado en la medida en que, a más de ser ritmos muy conocidos dentro del re p e rtorio de la música nacional, fueron ante todo ritos y danzas con ascendencia prehispánica.

Yumbo. Ritual y danza de la Yumbada de Cotocollao (Quito). En toda la región andina, la Yumbada presenta al pingullero como el ejecutante del pingullo y el bombo, de las danzas y ritmos reconocidos como «tonos». El nombre del

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pingullero en la zona de Quito es el de mamaco o tambonero. El rito tiene varios momentos: desde la misma «recogida» n o c t u rna de los yumbos, hasta la Matanza del Yumbo y el Baile de la Curiquingue, que advierte el final del rito. Un personaje danzante muy importante es el «yumbo mate», quien marca el ritmo con sus calabazas secas, que porta en la espalda. El significado del ritual de la Matanza del P u e rco o Sachacuchi tiene una orientación g u e rrera, que la comunidad ha mitificado, y cuenta que cuando un zaino de la selva se ha comido las sementeras, se le debe dar cacería. Los guerreros se preparan y, al perseguirle, deben adentrarse en tierr a s de otros guerre ros; por lo tanto, su coraje y valentía deben prevalecer ante las adversidades del destino que los espera. Al dar cacería al zaino, el cual re p resenta esta adversidad, simbólicamente se lo mata, p e ro seguidamente se restituye mágicamente su vida para que renazca en un nuevo ser. Después de la Matanza del Sachacuchi, viene el Baile del Curiquingue. Es un agradecimiento a todo lo que ha pasado y, con ello, se restablece la tranquilidad y la paz de la comunidad.

Capishca. La Venada «Taruga» (provincia de Chimborazo). Es una danza muy importante en la cultura andina, sobre todo en las zonas australes. Se distinguen tres momentos: 1. La minga o reunión para ir a cazar al venado, 2. La persecución, 3. La cacería. Según el investigador Alfredo Costales, es también un canto cuyo grado de antigüedad puede remontarse a las sociedades prehispánicas que practicaron la cacería del venado. En la época colonial, al establecerse la actividad ganadera, aparecieron muchas expresiones andinas como el uso de la bocina «cacho de

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toro», para llamar a las reses a pastar. Otra forma expresiva es el canto de la Taruga o Venada, ejecutado por los trabajadores de la hacienda o peones, a manera de coplas. Su ritmo se denomina «capishca», que en quichua significa extraer la leche de la vaca. A nivel musical y dancístico es, posiblemente, uno de los géneros andinos más tradicionales del repertorio nacional. Por ese cerro nevado / viene bajando un venado. ¡Ay caraju! / Compadre Manuel Antonio / vamos a cazar venado. ¡Ay caraju!

Sanjuán Puede tomarse como una danza del género masculino, de la cuadrilla de hombres que bailan el sanjuán. Su pie métrico básico es binario, parecido al huayño peruano y muchos estudiosos coinciden en que aquél es su origen. El sanjuán indígena se lo ejecuta en el contexto ritual de la Fiesta de San Juan o Inti Raymi, mientras que el mestizo denominado sanjuanito es practicado en cualquier situación festiva. El ritmo del sanjuán para las fiestas del Inti Raymi tiene un marcado «ritmo de danza», a veces heterométrico (2/4 + 6/8; 2/4 + 1/4). Tiene una gran diferencia con el sanjuanito mestizo, que se mantiene siempre en dos tiempos (compás de 2/4).

V. DANZAS DE LAS CULTURAS INDÍGENAS DE LA AMAZONÍA Y LA COSTA Anent y ronda a Uwi (cultura Shuar) Se comprende a los anent como cantos propiciatorios mágicos, portadores de sabiduría y mediadores entre los hombres y el

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mundo sobrenatural. El ujaj es un género para el ritual de la tzantza, y otro de carácter secular se denomina nampet. Una investigación de Siro M. Pellizzaro (1978) sugiere que el nombre de Uwi puede referirse a la divinidad, a la palma de chonta, a sus derivados como la chicha, a la fiesta o al género de la ronda o danza. Por el contenido de los anent, Pellizzaro ha dividido la celebración del Uwi de la siguiente manera: La introducción: Tiene un solo recitado y se realiza en una ronda bajo la dirección del «anéntin ju» o director del coro. Se canta el anent cogidos de las manos, al ritmo de los cascabeles que las mujeres tienen atados a su cintura. ¿Quién como yo?... / Atractivo como un papagayo / Melodioso como un loro tuísh, / Como aquél que vive tranquilamente tocando su flauta, / Como aquél que vive entre músicas, / Como aquél a quien todos le dicen: tócame una pieza, / Dado que eres más / Melodioso que un loro tuísh. / Qué lindo si me concedieras eso, ¡oh Uwi! (Pellizzaro 1978: 41-43). Luego de esto, vienen otros pasos relacionados con la siembra, la cosecha, la confección de la chicha, la llegada de Uwi, la comunión con Uwi, y finalmente el sacrificio de Uwi, muerte metafórica de Uwi para apropiarse de su fuerza. Se debe morir para renacer al igual que el fruto entregado por la semilla, si ésta no muere no podrá nacer una nueva planta.

Agua corta y agua larga (cultura Awa) Las danzas más importantes están relacionadas con los rituales funerales y los

Se debe morir para renacer al igual que el fruto entregado por la semilla, si ésta no muere no podrá nacer una nueva planta.


«chutunes». Entre 1901 a 1906, Paul Rivet codifica un funeral awa en la parroquia Maldonado del cantón Tulcán de la provincia del Carchi, en donde se ejecutan lamentos, letanías y bailes con la flauta y el bombo. El agua corta, agua larga y agua abajo son géneros danzarios de la cultura Awa-Kwaiker. En los kwaiker a fines del siglo XX se lo codifica como una pieza exclusivamente para ser bailada junto al «agua corta» y «agua abajo», distinguidas como «tonos del ambiente fluvial» (Cerón, 1995: 170). El chigualo se ejecuta en el velorio de un niño, en el cual se expresa el bunde. El bunde, para la cultura negra esmeraldeña, es una glosa con estribillo de temática religiosa, en ritmo de 2/4. Para los kwaiker, los cantos se acompañan con palmoteos, tambor y guasá.

Agua larga (cultura Chachi) Para Remberto Escobar de Borbón, el agua larga es el género clave para la marimba, tanto para aprender los toques como para afinarla, mientras que para Benhur Cerón (1995: 170) son piezas exclusivamente para ser bailadas junto al agua corta y agua abajo, «tonos del ambiente fluvial» en la cultura Kwaiker. Nos atreveríamos a decir que la denominación de «agua» utilizada para un género musical denota el sistema musical en sí, como ritmo y movimiento, base de toda música. Remberto Escobar dice casi textualmente que «hasta el ambiente y la atmósfera tienen el sonido del agua larga». El agua corta, en cambio, es una variante del agua larga. Las Bodas son ritos que se realizan aprovechando la Navidad y Semana Santa.

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Tienen tres pasos importantes: el primero es la boda tradicional presidida por el «uñi» o autoridad chachi, quien regula las fiestas; luego la boda eclesiástica católica o evangélica; y, finalmente, el matrimonio civil. Una vez ocurrido esto se hace la danza ritual de las mujeres, madrinas, hermanos de la novia, el novio y las próximas novias, con el gru p o marimbero que en un momento dado hace rodar los cununos y bombos.

VI. DANZAS DE LAS CULTURAS AFROECUATORIANAS Dentro de los grupos afroecuatorianos, la época de la esclavitud pesó mucho en la conformación de una propia cultura, la misma que desde la época colonial comenzó a diferenciarse de su original, la africana. En los actuales momentos, muy poco ha quedado de la mitología y religiosidad original; sin embargo, se pueden observar elementos musicales y dancísticos siempre relacionados con sistemas de pensamiento y rituales, que se entrecruzan con los símbolos del santoral católico.

La bomba del Chota Se ejecuta en cualquier momento festivo y ceremonial de la cultura negra andina. Tiene al menos tres acepciones: género, danza e instrumento musical. Es una expresión propia del pueblo negro andino, asentado entre las provincias de Imbabura y Carchi en el valle del ChotaMira. La bomba tiene una serie de influencias musicales provenientes de la cultura negra de herencia africana. Por un lado, se dan muchas canciones compuestas a manera de cuarteta de versos

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Cuando suena la bomba ejecutada por la Banda Mocha, una mujer demuestra su destreza en el baile al ponerse una botella de aguardiente en su cabeza y realizar los pasos más difíciles sin dejar caer el objeto.

tipo copla hispana, junto a ciertos giros melódicos propios de los grupos andinos, matizados por el constante ritmo de la percusión y la guitarra. Su lenguaje musical es básicamente pentafónico, y su sistema rítmico, basado en el compás de 6/8, es eminentemente danzario. La bomba cuenta también la historia y mitología del pueblo negro andino; por ejemplo, aquella versión que menciona que para ser buen tocador de bomba se debe p r i m e ro competir en una sesión de bomba con el diablo.

El baile de la botella Es una danza del valle del Chota, realizada por las mujeres, que recuerda su habilidad de cargar bultos en la cabeza para transportarlos de un lugar a otro en la época de la esclavitud. Cuando suena la bomba ejecutada por la Banda Mocha, una mujer demuestra su destreza en el baile al ponerse una botella de aguardiente en su cabeza y realizar los pasos más difíciles sin dejar caer el objeto.

La marimba esmeraldeña (provincia de Esmeraldas) La marimba es el instrumento de mayor difusión de la música afroesmeraldeña, su cultura musical ha recibido y compartido una serie de relaciones interculturales, tanto indígenas, de sus vecinos los chachi, como de la cultura occidental cristiana, como ocurre en las celebraciones de los santos y vírgenes dentro de su sistema festivo. A) Géneros vocales-instrumentales con marimba: Agua larga, caramba cruzada, caramba bambuquea-

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da. Sus variantes: juga o agua grande, guabaleña, chafire ñ a , canoíta o danza del pescador, fabriciano o canto al hombre , caderona —danza y canto de simbología femenina—, torbellino — toques y canto dedicado a las travesuras de los niños—, peregoyo, andarele, arrullo con marimba — canto religioso a los niños muertos, que en Esmeraldas se realiza sin marimba—. B) Géneros vocales sin marimba: Géneros como el chigualo entran en la categoría de «cantos a lo divino» como una expresión que glorifica a los niños negros que mueren y se van directo al cielo para convertirse en angelitos. Su temática es al Niño Dios, las Vírgenes y los santos. Chigualo para el velorio de un angelito: Muchachito lindo, / por qué me dejás, / si te vas al cielo, / no me dejarás. Chigualo navideño: Niñito bonito, / préstame tu sombrero, / cómo te lo doy / si soy marinero. (El Quishihuar, T. II, 1968) Quien canta los arrullos es la mujer que hace de solista y ejecuta los versos mientras que la concurrencia le responde en c o ro. Esta estructura se repite tanto en el a rrullo como en el chigualo. Existen dos tipos: «a lo divino» y «a lo humano». En el primer caso se canta al Niño Dios, V í rgenes y santos; en el segundo, se distinguen algunas temáticas: el ciclo vital del

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hombre, el calendario festivo, los elementos, los sentimientos. La técnica empleada es los versos de desafío, los contrapuntos, amorfinos y décimas. Lo divino hace referencia a lo espiritual mientras que lo humano a lo carnal, y en esto último prima la temática del diablo: cuando este ser ha ingresado en el espíritu de una persona, debe expulsarlo cantando y rezando alabanzas, salves y alabaos. Al arrullo, en algunas partes, se lo distingue como chigualo navideño, y se lo acompaña al igual que éste con el bombo, cununo y guasá. C) Cantos a capela: Al alabao se lo distingue por ser un canto sin el concurso de ningún instrumento musical, y es realizado cuando muere un adulto. Es un canto responsorial de carácter fúnebre y lamentaciones, en donde se mencionan temas cristianos y despedidas de este mundo.

e u ropea romántica y aristocrática de los siglos XVIII y XIX, trajeron a sus haciendas objetos símbolos de este pro g reso, tal el caso del piano, la música y danzas de salón; en general, la moda y costumbres e u ropeas, que aquel campesino montubio asimiló, produciéndose así el mestizaje de su cultura. El montubio, tradicionalmente, adopta un vestido propio de la mencionada época; es común ver en las coreografías montubias los trajes femeninos típicos de los siglos XVIII y XIX. Igualmente, los géneros musicales tradicionales de la Costa tienen como lenguaje y referentes históricos a los ritmos musicales provenientes de las contradanzas europeas de esos siglos, f ruto de ello aparecen géneros como el famoso ritmo del alza. Alza, alza que te han visto / visto, visto, visto nada, / y sólo, sólo te han visto, / la enagua, enagua bordada.

Instrumentos musicales montubios VII. DANZAS MONTUBIAS (MANABÍ, GUAYAS, EL ORO Y LOS RÍOS) El mestizaje permite el aparecimiento de manifestaciones hispanas dentro de la cultura indígena costeña, que a nivel regional se conoce como «montubia». La economía colonial de la Costa giraba en torno al sistema de hacienda, la gran producción de cacao y otros productos permitió el surgimiento de una clase social y económica terrateniente muy poderosa, la cual explotó la mano de obra del campesino indígena costeño, pero a la vez le influyó en la adopción de sus formas culturales. Debido al auge económico, los prósperos hacendados costeños tuvieron acceso a la cultura

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La música montubia c o rresponde al campesino costeño del interior. Los instrumentos musicales que se tocaban antiguamente en Manabí, Guayas y Los Ríos eran las flautas de caña guadúa de cuatro orificios y embocadura de lengüeta, junto a la tambora de cuero de zaino o cerdo de montaña. El antiguo grupo musical montubio era de dos flautas, una aguda y otra grave, con el acompañamiento de dos tamboras de cuero de zaino.

Amorfino Al ser un canto de improvisación en el verso, permite a los «talladores» o quienes

El montubio, tradicionalmente, adopta un vestido propio de la mencionada época; es común ver en las coreografías montubias los trajes femeninos típicos de los siglos XVIII y XIX.


componen el texto entablar un contrapunteo o duelo cantado, con el fin de demostrar quién «talla» mejor las coplas. Muy famoso tanto en fiestas familiares como en bodas. Juan Agustín Guerre ro (Quito, 1818-1886), en su Colección de yaravíes quiteños, publicada en el siglo XIX, transcribe bajo el título de «Amor Fino, baile popular» un texto en forma de verso y cuya música está en compás de 6/8. Amorfino no seas tonto / aprende a tener vergüenza. / Al que te quiere querelo / y al que no no le hagas fuerza.

Chigualo En la provincia de Manabí tiene vinculación con la Navidad. En otras áreas, la acción de hacer chigualos fue antiguamente considerada, sobre todo por la Iglesia, como algo que iba en contra de ciertos principios morales que dicha institución impartía. Quizá porque el chigualo incluía expresiones lúdicas, como los bailes de salón donde las parejas cantaban versos amatorios: ...Chigualito, Chigualó, ¿con quién me abrazaré yo? Chigualito, Chigualó, para amantes, vos y yo (Carvalho-Neto, 1964: 387). A este baile lo denominaban «sombrerito». Los juegos que se hacían en los chigualos eran por ejemplo la conocida Pájara Pinta, el Florón, y otros que se alternaban con los villancicos navideños.

Danzas montubias Un investigador guayaquileño, Rodrigo Chávez González, «Rodrigo de Triana»

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(1908), realiza por vez primera la Fiesta Regional del Montubio (1926) y el Cuadro Folclórico Montubio (1965), con danzas, canciones y obras teatrales de la Costa ecuatoriana, bajo la dirección artística del maestro Guido Garay. Los géneros musicales y danzas características costeñas de este grupo artístico eran el chigualo chonense, el amorfino manabita, el alza, el galope guayaco, la polca o rense, contradanzas y otros género s poco conocidos como «el moño» o «agárrate que me agacho», «la caminante», etc., todos ellos con su respectiva coreografía y caracterización regional. En la provincia de Manabí se ubican géneros y danzas como la «iguana», el amorfino, «la caminante», «el moño» o «agárrate que me agacho». En la provincia de Los Ríos: el alza rioense y la contradanza. En Guayas se conoce el «corre que te pincho», «er galope» y el amorfino. Finalmente, en El Oro, la polca. Actualmente, el artista Raymundo Zambrano, de Manabí, y el investigador Wilman Ordoñez, de Guayaquil, han documentado varias manifestaciones costeñas. Ordoñez registra, por ejemplo, un antiguo baile denominado «el tábano».

Bibliografía Álvarez, Manuel de Jesús. El montubio y su música. Quito. Colección del Archivo Sonoro. 1994. Banning, P. «El sanjuanito o sanjuán en Otavalo», en Ecuador indígena. Quito. Ediciones Abya-Yala. 1991. Pp. 195-217. B a rriga, F. Etnología ecuatoriana. Cayapas o Chachis, Huaroani o Aucas. Quito. 1987. ———— Etnología ecuatoriana. Awa-Kwaikeres, Cofanes, Salasacas. Quito. 1988. Carvalho Neto P. Diccionario del folklore ecuatoriano. Quito. CCE. 1964. Carrasco, E. El pueblo Chachi. Colección Ethos. 1983. Cerón Solarte, B. Los Awa-Kwaiker. Quito. Ediciones AbyaYala. 1988. Costales, A. y P. El Quishihuar. Quito. I. E. A. G. 1968. Franco, J. La música de loa A’I del Aguarico. Quito. Petroecuador. Cedep. 2000.

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La energía musical como poder inmanente del pueblo Shuar de la Amazonía ecuatoriana Por Juan Carlos Franco

Juan Carlos Franco. Licenciado en Antropología Aplicada. Estudios de guitarra clásica. Cargos: Jefe de la Unidad de Coordinación de la Gerencia de Protección Ambiental de Petroecuador (2000-2003). Responsable del seguimiento de proyectos productivos, educativos, culturales, de salud y capacitación con pueblos y nacionalidades indígenas de la región amazónica y Esmeraldas (1990-2005). Recientes publicaciones: Responsabilidad cultural: el reto de la inclusión de los impactos culturales, en petróleo y desarrollo sostenible en el Ecuador (2006), Taquinas y cantos de poder. La música de los Kichwas del Alto Napo (2005), Armonías 1. Música étnica del Ecuador (2004), Vidas místicas: investigación de la mitología en la vida cotidiana de los pueblos Huaorani, Secoya, Shiwiar y A’I (Cofán) (2003), «Marimba: los tonos de la chonta» —texto, CD y vídeo— (2003), «La mulata: música ritual negra del norte de Esmeraldas» —texto, CD y vídeo— (2002), «Aproximación al sistema de pensamiento musical de los secoya del Aguarico. Aspectos antropológicos» (2002), «Duranibai: cantos de la tradición huaorani» —texto, CD y CD-ROM— (2002), «Bomba: por el camino de los abuelos» —texto y CD— (2001), entre otros.

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Energía y poder quizá no sean palabras muy comunes para explicar la música como sistema simbólico y ritualístico. Estamos más acostumbrados desde la musicología y la etnomusicología a la clasificación, la comparación y la traslación de modos de comprensión de las expresiones musicales y sus funciones entre diversas culturas como sustento de los análisis e investigaciones en la materia. Sin embargo, el acercamiento a la música como núcleo simbólico trascendental del pueblo Shuar re q u i e re un importante conocimiento de esta cultura y del valor símbolo1 que la música otorga y sedimenta en su vida. No es suficiente con el conocimiento propiamente musicológico, ni mucho menos puede realizarse un acercamiento al sistema musical de este pueblo desde un modelo que ubique en jerarquía predominante a nociones y valores musicales de otras culturas por sobre las originarias amazónicas (o de cualquier otro pueblo). Es con esta visión (los límites propios de la etnomusicología) que las palabras energía2 y poder otorgan un campo semántico más propicio para el análisis de la música en las culturas amazónicas y, en este caso,

1. Con esto nos referimos a la clasificación propuesta por Bourdieu: valor de uso, de cambio, valor signo y valor símbolo. 2. E n e rgía como fuerza creadora. 3. Adscribimos la noción operativa de cultura expresada por Néstor García Canclini en «Laberintos de sentido»: «Llegamos así a una posible definición operativa, compartida por varias disciplinas o por autores que pertenecen a diferentes disciplinas. Se puede afirmar que la cultura abarca el conjunto de los procesos sociales de significación, o, de un modo más complejo, la cultura abarca el conjunto de procesos sociales de producción, circulación y consumo de la significación en la vida social» (Canclini: 2004, 30-34).


del pueblo Shuar. Allí, sin duda alguna, lo que sucede con las expresiones musicales es la construcción y consolidación de campos culturales3 (de sentido) que desplazan energía cognitiva, estética, espiritual, mágica, histórica y colectiva que confluye en diversos momentos en los que el poder inmanente de las culturas se expresa. Esta afirmación nos permite entonces articular nuevamente el campo etnomusicológico desde otra dimensión: requerimos conocer las funciones que la música realiza en las culturas amazónicas, pero a través del poder que reside en su actualización. Esta actualización es una cadena de eventos que se desenvuelven en la a rticulación de los tres mundos —el que se vive aquí, el de arriba y el de abajo4 —, y que conforman la totalidad vivencial cotidiana, mágico-simbólica y ritualística del pueblo Shuar.

4. La división del cosmos en un espacio del aquí y el ahora, del abajo y arriba, del permanente tiempo que no termina, es común a pueblos amazónicos y andinos. 5. Expresión emocional, goce estético, entretenimiento, comunicación, respuesta física, refuerzo de la conformidad a normas sociales, refuerzo a instituciones sociales y ritos religiosos, contribución a la continuidad y estabilidad de una cultura, integración a una sociedad.

Veremos entonces que la música, como acto, crea y recrea el poder ancestral hecho actualidad en dos universos claramente identificables: el ritualísitico y el cotidiano. La música como síntesis cultural es un vehículo de sentido que condensa y e x p resa la memoria colectiva viva de cada pueblo y que soporta el peso de su trascendencia. Diríamos, entonces, que la música como sistema es un texto privilegiado del habla y el conocimiento espiritual, mágico, simbólico, poético y lógico. Si seguimos este razonamiento, necesariamente tendríamos que otorgar a la música en los pueblos originarios funciones que no necesariamente se inscriben en las estudiadas por Cristian Merriam5. En nuestro estudio sobre la música del pueblo Shuar v e remos cómo la función de actualización de la trascendencia originaria es privilegiada. Es decir, la música es una energía capaz de vehiculizar el poder inmanente de esta cul-

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tura en cada acto de expresión musical adscrito a ritos o prácticas. Siendo así, la síntesis se elabora en un conocimiento transmitido de generación a generación, y cuyo depositario es el sabio o sabia capaz de conducir esta energía para conmover y convocar los diversos poderes de los cuales está constituido el cosmos, para hacer poderosos a los hombres y mujeres que requieren explicar, comprender, interpretar al cosmos y a lo que allí acontece. La música es sagrada. Su poder sólo es otorgado a quienes pueden escucharla sin ser interpretada; la música explica el mundo y sus fenómenos, permite comprender las fuerzas de los seres de la naturaleza, del mundo de arriba y del mundo de abajo, del río, la piedra, el hacha, la lanza, el puma, el mono, la arcilla, el lodo, el lagarto y los seres humanos; interpreta la salud y la enfermedad, la belleza y la fealdad, la luna y el sol, la mujer y el hombre, la paz y la guerra, la vida y la muerte. Por tanto, las funciones que la música cumple abandonan también el campo exclusivamente de reproducción social de sentidos y se desplazan hacia la consolidación del poder inmanente que, desde nuestra mirada, no es otra cosa que el poder del conocimiento ancestral hecho acto de creación musical para sacralizar, purificar, sancionar, permitir, perd u r a r, trascender actos cotidianos y ritualísticos desde una obra que sólo puede ser interpretada por sucesores iniciados. Si bien existe una re p roducción más social de la música, ésta también es apertura y cierre de actos colectivos que sellan alianzas, consolidan poder intra o inter comunitario, y es ejecutada por

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músicos iniciados en la tradición musical originaria. El sincretismo instrumental e incluso la influencia de ritmos presentes en otros territorios se explican en la historia de cada pueblo. En el caso del pueblo Shuar y de otras nacionalidades y pueblos indígenas amazónicos del Ecuador, la mitología y las tradiciones shamánicas constituyen los pilares en que se sustenta la creación y transmisión de las expresiones musicales. A diferencia de los otros sonidos de la naturaleza, «los sonidos musicales» están cargados de significados simbólicos que expresan y comunican un mensaje específico que solamente es decodificable en el propio medio cultural y por los intérpretes y/o conocedores de las tradiciones musicales. De hecho, en el caso de los pueblos amazónicos, diferenciar los sonidos de la naturaleza de los sonidos musicales no deja de ser una paradoja: la naturaleza y sus señales están contenidas en el modo musical de los pueblos originarios. Los vínculos entre creación musical, intérpretes y tradición son extremadamente cercanos, a tal punto que no se pueden entender ciertas expresiones musicales sin comprender los relatos míticos y las tradiciones shamánicas que la memoria histórica y colectiva de estos pueblos mantiene. En este artículo haremos una exploración del vínculo existente entre mitología y música entre los Shuar; vínculo que desemboca en los eventos ritualísticos como escenarios de la mayoría de expresiones musicales de esta nacionalidad. Tanto el evento musical como el escenario donde se desarrolla transitan por los ámbitos sagrado-profano y mágico-mítico-cotidiano. Y aunque existen muchas manifestaciones musicales que no necesariamente son

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parte de un ritual organizado o constituido por la tradición, la música, los cantos o el instrumento musical ejecutado, están cargados de simbolismos que hacen que el mito y sus héroes o personajes míticos estén presentes en los actos cotidianos y, por tanto, actualicen su sabiduría en interacción con los hombres y mujeres de hoy.

Vínculos entre mitología y música entre los shuar «Cuando un shuar necesita de Arutam construye en la selva un cobertizo llamado ayamtai, en donde se queda ayunando y cantando plegarias anent» (Pellizzaro: 1996, 9). La mitología shuar constituye el referente más visible de su vida. Las actividades cotidianas, las relaciones sociales, con la naturaleza y el universo, están matizadas con elementos míticos en cuya cúspide se encuentra Arutam, espíritu central de su mitología. Otros personajes mitológicos también son Arutam; todos ellos salen del agua y están relacionados con aspectos de la vida shuar. El crecimiento de las plantas, la vida de los animales y la cerámica elaborada con la arcilla de la tierra dependen de los poderes de Nunkui, Arutam que se presenta en la figura de una mujer y cuyo poder reside debajo de la tierra. Para que la mujer shuar tenga éxito en la siembra y cosecha de las plantas de la chacra, debe cantar los anent que Nunkui enseñó a Kunku, mujer ancestro shuar a quien Nunkui se apareció cuando los shuar todavía no conocían las hortalizas ni la horticultura. Los anent son cantos sagrados otorgados por las deidades mitológicas de los shuar a su pueblo.

6. Los ujaj son cantos de guerra que en un pasado cercano estuvieron directamente vinculados a la celebración de la tsansa, ritual que buscaba el éxito en las jornadas guerreras, pero también estaba dirigido a la transmisión de saberes y conocimientos a los jóvenes guerreros sobre la confección de la tsansa. El verbo uja-k significa avisar y relaciona a estos cantos con anuncios o profecías para garantizar el éxito en la guerra y el retorno seguro de los guerreros. Son cantos de poder que encierran la fuerza de Arutam, ser mítico que habita en las cascadas consideradas sagradas para los shuar. Es el creador y dueño de la vida y la muerte. Su poder debe ser transmitido a los guerreros. Los ujaj también buscan conocer con antelación los resultados de la lucha, ahuyentar los malos augurios y dar valor a los guerreros. Ahuyentan también a los espíritus maléficos liberando a la comunidad de maleficios y desgracias. Buscan disminuir la capacidad de respuesta del enemigo, creando somnolencia y torpeza en éste para que no se dé cuenta del ataque. La interpretación de estos cantos es por lo general de exclusividad de las mujeres, salvo en aquellos casos en donde, interpretado por la anciana, el ujaj es repetido a través de un mediador por los participantes del ritual, mientras que en el contexto individual puede ser interpretado por la esposa o madre del guerrero que ha abandonado el grupo para participar de una expedición guerrera. En este caso, su finalidad puede ser alejar al guerrero de sueños negativos que pueden augurar la derrota o la venganza de los enemigos. En todo caso, la ejecución debe ser nítida, sin errores y en la secuencia correcta, caso contrario puede traer mala suerte a los guerreros


El éxito en las jornadas de cacería y los p o d e res para la caza dependen de Etsa, A rutam dueño de los animales de la selva, quien transmite sus poderes a través del humo del tabaco y de las plegarias a n e n t. El trabajo y aspectos de la vida doméstica como la cría de los animales y el control de plagas de ratones y culebras dependen de Shakaim, Arutam nacido del agua del río, quien entrega a los shuar sus poderes y su fuerza para las labores cotidianas a través de las plegarias a n e n t.

7. Para Joseph Fericla, «hasta mediados de siglo XX, casi todos los chicos adolescentes aceptaban voluntariamente graves sacrificios durante un rito iniciático de paso que duraba diversos días y durante el cual se ayunaba y se consumía jugo visionario de la planta enteógena Brugmansia s. p.: la finalidad era esperar la aparición del Arutam dentro de su imaginario mental individual, lo que integraba al sujeto dentro de su mundo mitológico y cultural de forma sólida». 8. «Entre los shuar y achuar, lo que uno ve, siente y percibe bajo los efectos del ayahuasca se torna resoluto, y, al igual que los sueños nocturnos, enmarca decisivamente su comportamiento posterior» (Joseph Fericla). 9. Hasta tal punto es capital la importancia de la producción onírica que las personas que no sueñan son consideradas por los shuar casi como pobres diablos, gente sin suerte, gente carente del privilegio de soñar, con lo cual están perdidos en la vida, han de acudir a otros para saber cómo han de vivir, qué les sucederá, qué decisiones han de tomar: «es un pobre, no sueña, no tiene saber...», en palabras de un informante. (Joseph Fericla)

El manejo de las fuentes de agua y las técnicas de pescar dependen de Tsunki, Arutam del agua, él entrega los poderes a los shamanes y los anent para que curen a los enfermos sacándoles los espíritus maléficos. Es decir, los anent son los vehículos privilegiados por medio de los cuales hablan u obran los Arutam. Su presencia y perm anencia cultural depende de la posibilidad de convocar los anent con la fuerza de la tradición y la expectativa de la realización de un deseo o necesidad. Su invocación es poderosa en algunos sentidos: como vehículo de trascendencia cultural, como energía capaz de suscitar nuevos episodios en la vida shuar, como lenguaje espiritual sólo otorgado a los iniciados, a las mujeres y a los hombres que acuden a su triple poder. La vida y la muerte se relacionan con Ayumpum, Arutam a quien los shuar buscan en las cascadas sagradas o en el a y a mtai; él entrega sus poderes a los adolescentes para que puedan transmitir la vida en el matrimonio o quitarla como guerre ro s a sus enemigos. Por esto, la mitología shuar las relaciona con la creación de los cantos ujak o cantos guerre ro s6. El éxito en el amor, en el enamoramiento y/o el conseguir el amor del ser deseado dependen de la ejecución de canciones vocales o instrumentales (a n e n t) enseñadas dire c t amente por Arutam.

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La interpretación de los anent tiene un carácter místico, y así éstos deben cantarse y/o ejecutarse en contextos muy privados. Al estar vinculados con los seres míticos, fundadores de la cultura y dadores de la cosmovisión, estos cantos adquieren el carácter sagrado, pues permiten a los shuar comunicarse con el tiempo mítico y lograr la reproducción de su cultura en los términos emanados desde los lenguajes ancestrales mitológicos. La música se convierte, de esta manera, en un vehículo-lenguaje símbolo que p e rmite dicha comunicación con el mundo mágico mítico religioso, para solicitar los poderes a los Arutam a fin de viabilizar con éxito la vida misma. Entonces el aprendizaje de los anent es fundamental para la vida. Éstos pueden ser aprendidos durante los sueños, creando una mezcla de situaciones místicas y de la realidad cotidiana.7 Los sueños, para los shuar, son considerados visiones cuando llegan durante el sueño nocturno

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o son visiones inducidas por el consumo de enteógenos. Estas visiones les indicarán la conducta que deben tener en el contexto de su cultura y cosmovisión. Las experiencias visionarias inciden en sus formas de arte, concepciones de salude n f e rmedad, sistema político, sistema normativo.8 Los shuar otorgan una importancia inusitada a los sueños, pues de su decodificación se obtiene información valiosa para tomar decisiones con relación a descifrar el futuro y el porvenir, a la situación de los familiares cercanos y a ubicarse en la relación con la naturaleza y el universo.9 Muchas veces, es en las experiencias visionarias producidas por el consumo de enteógenos donde se llega a conocer los cantos sagrados anent; las prácticas extáticas los inducen a estados de ánimo mágico-estéticos en donde los seres Arutam les revelan melodías y ritmos que se aprenden y memorizan en estos rituales.10 A través de estas experiencias visionarias se entrelazan aspectos de la vida individual con la colectiva, ligada a los sistemas simbólicos, dando lugar al fortalecimiento de las identidades grupales y consolidando la memoria colectiva sustentada en la mitología. El anent es un elemento de transmisión cultural de suma importancia, su ejecución sólo puede ser hecha por determinados miembros del grupo o individualmente, en ocasiones a solas o con la presencia de pocas personas. Algunos anent son prohibidos de cantar en frente de hombres o mujeres, según sea el caso; por ejemplo, los anent para los novios o la huerta no pueden ser cantados en presencia de hombres. Estas características los convierten en parte fundamental de los ritos, conjuntamente con otros ele-

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mentos como el soplo o el fumar tabaco, que crean el escenario propicio para entrelazar los mundos mítico y real.

Conclusiones • Siguiendo a Lévi-Strauss, la esencia del mito y la música reside en una estructura atemporal. En el mito y la música el tiempo no pasa. El mito siempre está o estará presente. «El ser humano es capaz de sustraerse al tiempo a través de la experiencia estética o analítica, del mito y de la música» (Jean-Jacques Nattiez). A su vez, la música, al ser intangible en el sentido de que no la podemos palpar, oler, ver, sino solamente oír, penetra en lo más profundo de nuestras percepciones y nos conduce a reafirmar el tiempo irreversible de los mitos. Esta particular naturaleza de la música de los shuar nos permite confirmar la tesis de energía y poder inmanente de la música, y de los cantos como textos privilegiados del

10. Estas melodías, cuyo origen es percibido en forma de revelación, son las que reciben diversos nombres según la etnia (ícaros en la zona septentrional del Perú, anents entre las jivaroanas, koshuiti entre los yaminahua. (Joseph Fericla) 11. Exponemos una síntesis de la teoría del etnomusicólogo rumano Constantín Brailoiu sobre la creación colectiva, y la transmisión por variantes descrita en el artículo de Jean-Jacques Nattiez: «El pasado anterior. Tiempo, estructuras y creación musical colectivas», a propósito de Lévi Strauss y el etnomusicólogo Braoloiu.


conocimiento espiritual, mágico, simbólico, poético y lógico.

12. De hecho, según Napolitano, los anent tienen una forma y estructura musicales, son así un sistema de sonidos con organización propia, muy diferente a la occidental. La característica de este canto es la de ser compuesto por pocos elementos sonoros que se repiten regularmente: las notas utilizadas por los intérpretes normalmente varían de la tónica a la tercera y quinta nota hacia arriba, y constituyen, por tanto, una sucesión formada principalmente por tres sonidos. Básicamente, la línea melódica es regular, con una persistente repetición de la tónica y una oscilación hacia abajo (descendiente) a la que sigue un movimiento ascendente. Cuando la línea de la melodía baja, utiliza intervalos de 3.ª y 5.ª. El ritmo sigue el movimiento de la melodía (de subida y caída) pulsando en forma binaria irregularmente. Al final de cada sucesión de notas, que está compuesta generalmente por dos motivos o más, hay siempre la pausa que cierra las partes melódicas. Existe una correspondencia equilibrada entre los componentes rítmicos y los melódicos, que forman combinaciones proporcionales unos con otros. La redundancia es otra característica, en lo musical, del canto sagrado: no solamente que algunas notas son repetidas con obstinación (por ejemplo, la tónica), sino que también las distintas partes melódicas y rítmicas que componen el anent son repetidas por el intérprete durante la ejecución. (Napolitano: 1998, 97-98)

• El sistema mitológico shuar es el que da origen a las canciones a n e n t, por lo tanto, no hay autores individuales sino cre a c i ones colectivas11. La creación colectiva es creación e interpretación reunidas, no es una creación cerrada, aquí cada individuo la ejecuta según su criterio y su gusto, a g regando o eliminando elementos, el creador individual es un exponente de la colectividad, re p resenta a ésta en donde los medios de expresión son un bien común y son conocidos por todos. • La creación se colectiviza y se transmite por variantes. La variante es la forma actualizada, pero las variantes tienen c i e rtos límites pues, en las leyes de la creación, la rigidez es la característica indispensable para que se perpetúe inalterable lo esencial, pero tolerando la intervención constante de lo arbitrario individual.12 Dichas variaciones se suceden en cada evento de actualización del saber y el poder, que vehiculiza la música, ya sea mediante a n e n t o cantos guerre ro s . • La vida misma depende de la música. El canto y las ejecuciones instrumentales son conocimientos superiores impartidos por personajes míticos para facilitar la subsistencia en la selva, el conocimiento de las labores hortícolas, la cacería; para conseguir el amor del ser deseado; en síntesis, para permitir la vida misma. Por lo tanto, la música es poderosa: poder que permite el crecimiento de las plantas y los animales, que permite la provisión de alimentos de la huerta y de la caza, curar a los enfermos, conseguir al ser amado, y es la vía de comunicación con los seres míticos y la vida misma. Sin la música la vida misma desaparecería, pues no

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habría alimentos en la huerta, buenas cacerías, solidez de las parejas a través del amor; los shamanes no podrían ser eficaces en las curaciones; Arutam habría desaparecido.

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EFÍMEROS/POLÍTICOS IX BIENAL INTERNACIONAL

DE CUENCA Por Carlos Rojas Reyes

Carlos Rojas Reyes. Profesor de las Universidades de Azuay y de Cuenca. Master en Desarro l l o Económico para América Latina y candidato a Doctor en Estudios Culturales Latinoamericanos por la Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador. Curador del Salón Mariano Aguilera (2007), Jurado del Salón Mariano Aguilera (2006), Curador de la VIII Bienal Internacional de Pintura Cuenca (20042005). Sus publicaciones más recientes son: Arte latinoamericano y Bienal de Cuenca en el contexto de la posmodernidad (2007), Memorias de una cantante calva (2002), Sujetos del desarrollo (2001), Cuerpos, expresión y política (2000). Sus libros en colaboración: La investigación en la Universidad (2002), La epistemología (2000), Ciencia, tecnología y necesidades básicas (1994), entre otros.

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La IX Bienal Internacional, llevada a cabo de abril a junio del 2007 en Cuenca, ha sido como el arte contemporáneo: diversa, dispersa, múltiple, variada. Y esto no sólo por las distintas miradas curatoriales que seleccionaron la obra, sino p o rque éste es su carácter en la actualidad. A pe s ar de lo s e s f u e rzos de la propuesta curatorial, las obras se ubicaron en los m á rgenes de los conceptos, trataron de rebasarlos, de ir más allá. Mucho más que en cualquier otra muestra de arte, se evidenció el exceso, el desborde, la afirmación de la imposibilidad del límite y la carencia de nostalgia de la modernidad. Algunos quisieron establecer normas. Solo sirvió de pretexto para ir lo más lejos posible. Nunca antes los fenómenos neo y postconceptuales hicieron su aparición de manera tan radiante. To d o s oímos un grito de batalla: el arte es idea. Lo demás está de más. Sin embargo… (Se corta el aliento, el hilo de la argumentación se detiene.) Sin embargo, en el momento del triunfo del arte como concepto a p a rece la ansiedad por su contra-


rio. Como si al desplazarse fuera de cualquier territorio conocido, al haber desembocado en un no-lugar, se diera cuenta de su verdad: ha venido únicamente la mitad de sí. Por esto, paradójicamente, en las obras consideradas como la máxima expresión del conceptualismo, se cuela insensiblemente la forma. El reflejo de la luz sobre la pared del monasterio, en una de las obras ganadoras, termina, a los ojos de los transeúntes, por estallar en una estética impresionista: el convento cuando cae la tarde y el sol se oculta lentamente. Podemos rastrear estas tensiones en sus diversas manifestaciones en algunas obras de la IX Bienal. He tomado expresiones bastante distintas para mostrar la amplitud de los re c o rridos visuales de la muestra.

1. EFÍMEROS Nada tan contemporáneo como la i n c e rt i d u m b re. Ni siquiera estamos seguros de la continuidad de nuestra especie sobre el planeta. La falta de certezas penetra e n t o do s y c a da u no d e l o s aspectos de nuestra existencia.

Esteban Piedra, La construcción.

Y, quizás, un lugar privilegiado para la duda es el espacio cotidiano, en donde vivimos y habitamos día a día. Lo cotidiano, que es lo más cerc ano y al parecer el origen de las evidencias que tenemos sobre el mundo —incluso un refugio—, se ha convertido en un lugar de riesgo. Es una autopista en donde la velocidad de los sucesos, de los sentimientos, de los conflictos, se a ce l e r a s i n c o nt r o l . A c ad a momento, en cada cruce, en cada puente a desnivel, asoma el peligro de un accidente. De allí, nadie sale ileso.

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En la obra de Esteban Piedra, La construcción, ganadora de uno de los premios, vemos precisamente la ruptura de lo diario, mostrada como su clausura completa. Una primera mirada atenta nos revela algo inquietante: en este plano de una casa los accesos han sido sellados, no hay puertas abiertas hacia el exterior. Estas pequeñas tiras plateadas que continúan las líneas negras impiden el contacto entre dentro y fuera. Aquí sólo hay mundos interiores. ¿Qué encontramos en este interior absoluto? En medio de la sutileza

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Su lectura no se agota en su referencia bastante evidente al dolor ya banalizado. Si profundizamos la mirada por un momento, vemos un movimiento que se ha congelado en ese objeto. Esa rama seca es un ciempiés. Ha dejado de desplazarse. Ha perdido su rapidez y se ha quedado inmóvil para siempre. Como este animal figurado, todas las cosas de este interior no se mueven. Han adquirido una rigidez cadavérica. Aunque el tiempo pasa, nada pasa. Es ese color anónimo de la vida cotidiana, de lo que se desliza insensiblemente todos los días sin llegar a cambiar. Es esa rutinización de lo vivo. Como si ya estuviera muerto: sólo hace falta ponerle la fecha de defunción. Esteban Piedra, La construcción.

de dos paneles transparentes, yace una forma: una rama de corona de Cristo —efectivamente, así se llama la planta—, seca, muerta. Ha habido dolor. De él re c o rdamos las espinas ahora estáticas, incapaces de hacer daño. Están ahí para recordar que los espacios interiores no pueden dejar de herirnos. Finalmente, las colocamos es un espacio debidamente controlado, hasta lo llegamos a enmarcar debidamente.

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Nada tan certero para expresar lo efímero como una libélula. Ella es la fragilidad que subsiste en el movimiento perpetuo. No la imaginamos detenida. Va y viene incansable. En su velocidad hasta se nos aparece como amenazadora. Aquí en la instalación, el insecto está puesto sobre una placa transparente sostenida por dos largos tornillos. En el fondo, los límites del plano de la casa no cesan de cerrarse sobre sí mismos. Colocada


levemente duerme disecada un sueño del que no despertará. Si extendiéramos la mano y quisiéramos tocarla, estamos seguros de que se convertiría inmediatamente en polvo, en nada. Mujer secuestrada en el espacio doméstico. Belleza arqueológica destinada únicamente a la mirada. Libélula que reposa insaciada-insaciable, de la que han huido los deseos. Cuerpo mudo. Insecto frágil vuelto inofensivo. Rapidez transformada en lentitud. Lo efímero convertido en una equívoca eternidad. Además nos atrapa en el minimalismo de la forma, en la re-estetización del concepto, en la belleza de la idea encarnada en la libélula.

cuadro seguramente nos lleva a denunciar la corrupción, en medio de la indiferencia de los ciudadanos, o ignorada por la mirada anónima de la burocracia. La violencia está allí en ese enorme perro amarillo que babea amenazador en espera de su próxima víctima. Todo eso está en el cuadro, pero aún hay más. Estos elementos son la puerta de entrada hacia otros contenidos. Se hace indispensable unir algunos de los fragmentos que flotan por la obra para percibir

a cabalidad lo que hay detrás de la evidencia de las imágenes. En el borde inferior del cuerpo del hombre muerto se alcanza a leer: «El hecho atiborrado, fumado, camuflado, encerrado, golpeado…». Ciertamente es un hombre muerto en un acto de violencia. Pero representa más que eso. Está allí en nombre de los hechos. La obra no habla de algún suceso particular. Se aleja de lo anecdótico. Su simbología rebasa la crónica roja o la denuncia política.

2. POLÍTICOS La obra de Marcelo Aguirre , El hecho…, define una tendencia que lleva otra dirección. En este caso ciertamente que se parte de una noción. Cerca de la propuesta conceptual, el cronotopo en un entorno urbano, se convierte en directamente político. ¿De qué politicidad se trata en este caso? Una lectura inmediata del

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Marcelo Aguirre, El hecho...

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Lo que está en juego es la re a l idad social en su totalidad. Aquello que pasa en cualquier nivel de la institucionalidad es sometido brutalmente, tort u r a d o para esconder su verdad. La calidad expresiva de la obra es la elección precisa para trasmitir estos contenidos visualmente. Un simulacro que esconde lo que realmente sucede. Los hechos han sido camuflados. Los hechos sufren violencia: «encerrados, golpeados…». Un mastín da la cara en primer plano para impedir que nos a c e rquemos a ellos. Si esto no fuera suficiente, las figuras anónimas pero eficaces se encargarán de alejarnos de la realidad. El cadáver que vemos aquí es el cuerpo de la realidad obligado a encubrir la verdad, en la imposibilidad de señalar al asesino. Éste no es algún delincuente menor que se pasea impunemente por una callejuela. El asesino es el poder en su capacidad de someter a los hechos y encubrirlos de muchas maneras. Se produce así su consecuencia lógica, tal como se lee en la frase que está encima del perro: «consumado el hecho consumado consumado».

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Los hechos están dados, nada los puede cambiar; sin embargo, el modo como han sucedido nos llega a través de los ojos del poder, quien establece su interp retación definitiva. El hecho está consumado. El maletín que pisa el gigantesco perro amarillo probablemente es el botín o el dinero para corro m p e r. El

hombre yace muerto desde hace varios días. Las buenas gentes con sus abrigos y sus manos en las rodillas se mantienen indiferentes. Negro, mostaza, verde. La sangre ha sido borrada. Se ha cometido un crimen. La realidad ha sido asesinada. Los hechos sufren violencia en su encierro.

3. TENSIÓN ENTRE CONCEPTO Y FORMA En la IX Bienal observamos cómo esa tensión entre concepto y forma se expresa. Si la posmodernidad privilegió la idea sobre los aspectos visuales en las artes plásticas, en esta muestra emerge tímidamente la tensión entre los dos aspectos,

que quiere ser resuelta a través de diferentes estrategias. La primera estrategia, como se ve en la obra de Esteban Piedra, se centra en el concepto y realiza toda su obra a partir de éste. Aunque en un momento dado, cuando es preciso expresar con mayor capacidad metafórica unos


Nos queda en la r e t i na e l g r a n p e rro en primer plano, el hombre negro con el rostro verde muerto sobre el suelo, las figuras sin cabeza sentadas apaciblemente en un b a n co d el p a rque, el maletín que el perro pisa. Tod o es t o e n diversos planos oblicuos que crean un punto de fuga en el que nos metemos obligadamente.

contenidos, se acude a la forma. En este caso, ésta entra sutilmente. Un pájaro, una rama, unos pelos, una ventana y en el fondo los mundos domésticos re p resentados por el plano de la casa junto con los elementos de su construcción. Elementos que alcanzan una belleza propia, que termina por rebasar a las ideas desde las cuales el artista piensa y crea.

La segunda estrategia, ejemplificada en Marcelo Aguirre, sigue el camino opuesto. Aquí primero es la forma en su dimensión e x p r es iv a — y e x pr e s i o n i s t a como tendencia estética—. Aquí hay un contenido de la form a , que es independiente de las ideas políticas que se muestran a través de ella.

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Las formas nos conducen de la mano a lo que tenemos que ver. Desde luego, lo primero que nos sucede es la lectura anecdótica. Si nos quedamos frente a la obra, empezamos a descubrir que aún hay más, que no se trata de un crimen cualquiera, sino de la muerte violenta de lo real.

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Nuevo largometraje infantil SARA LA ESPANTAPÁJAROS Sin duda alguna, el largometraje infantil Sara la Espantapájaros será un importante aporte para el cine ecuatoriano y latinoamericano. Una propuesta estética diferente, llena de colorido y realismo mágico donde resaltan y reviven personajes mitológicos propios del mundo andino, como la Chificha y la Kurikinka, entre otros personajes que nos invitan a soñar en viejas y nuevas utopías. Una aventura que

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nos trasmite diferentes sensaciones que van de la risa al espanto, de la ternura a la melancolía. Con bajo presupuesto pero con gran creatividad por parte de la producción, esta película nace dentro del proyecto educativo cultural «Jugando con el Abuelo», que se ejecuta en el cantón Otavalo, provincia de Imbabura, desde el 2003, a cargo de la


Fundación Mirarte, apoyada por el Gobierno Municipal del cantón y el proyecto Educavida de la OREALCUNESCO. Este proyecto, cuyo principal objetivo es el fortalecimiento de la identidad y la revitalización cultural, ha desarrollado y difundido diversos materiales donde constan cuentos y leyendas propios de nuestro entorno. En la actualidad, estos recursos son utilizados por más de 18 000 niños y niñas de establecimientos de educación hispana y bilingüe. Personajes de estos cuentos, pertenecientes a la tradición oral, locaciones y manifestaciones culturales, han sido recogidos en un guión cinematográfico elaborado por Luis Flores Ruales. Los protagonistas de este filme son Saúl Guamán y Flormarina Montalvo, acompañados de un elenco nacional y un equipo técnico, con la participación de destacados profesionales como Jorge Vivanco, en la Dirección General; Juan José Luzuriaga, en Sonido; Jorge Medina, en Producción; Pablo Caviedes, en Dirección de Arte; entre otros. La banda sonora de la película es una producción del grupo de música y danza YARINA, ganador del premio Nammy a la mejor música nativa del mundo.

SINOPSIS

SARA

LA

ESPANTAPÁJAROS

Sara o Saragu (maíz o maicito en idioma kichwa) es una espantapájaros construida con una dedicación especial por un joven indígena enamorado llamado Yuyari. El bello rostro y la simpatía de Sara están muy lejos de cumplir el papel para el que son construidos los espantapájaros. Por lo contrario, pájaros de diversas regiones empiezan a llegar a la chacra donde ha sido colocada para admirarla y, claro, para comerse el maíz que está para la cosecha. El padre del muchacho indígena, Amaru, exige que esa muñeca de paja y trapos sea retirada del lugar y destruida. Yuyari finge hacerlo, pero la esconde en un lugar donde descubre que aquella figura inanimada aprendió a hablar con un pájaro que la visita por las noches y que, además, le ha metido en su cabeza de yute la idea de volar. Con la ayuda de sus hermanos menores, Yuyari emprende una gran aventura: lleva a Sara al bosque hablador, donde TAKISAY, el duende de la música, los guía hacia el Taita Churo, un minúsculo sabio que sólo acepta visitas en el sueño. Varios personajes fantásticos como la Kurikinka, el duende Musgo, el Guagua Chivo y el Ojo de Agua colaboran con el propósito de Sara. Pero es su espíritu volador el que vence los obstáculos y las trampas de la malvada Chificha. Es su tenacidad la que finalmente le ayuda a cumplir con su sueño de volar.

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La limpia poesía de Alexis Naranjo Alexis Naranjo, Sacra, Quito, LibriMundi, 2005; 61 pp.

Por Fernando Balseca

El Festival de la Lira Fernando Balseca. Guayaquil, 1959. Realizó estudios de Literatura en la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil; de Literatura Comparada en Emory University, Atlanta; PhD en Literatura por State University of New York, Stony Brook. En poesía ha publicado: Cuchillería del fanfarrón (1981), De nuevo sol, abajo frío (1992) y A medio decir (2003). Ha escrito artículos sobre poesía y narrativa ecuatoriana actual para importantes revistas locales y latinoamericanas. Consta en algunas antologías de poesía ecuatoriana contemporánea. En la actualidad es profesor agregado y Coordinador Docente de la Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador.

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La llamada al Primer Certamen de Poesía Hispanoamericana Festival de la Lira, que se organizó en Cuenca, creó una gran expectativa entre nosotros, ya que se trataba de distinguir la mejor poesía en lengua española publicada en el bienio 2005-2006. Lo primero que hay que relievar es la circunstancia cada vez más clara de que la medida para valorar la poesía producida en el Ecuador debe ser toda la lengua española, lo que, sin duda, permite construir lectores exigentes a la hora de sopesar nuestros logros poéticos. Es tiempo de que los escritores prueben la trascen-

dencia de su obra en el contexto de la lengua española, que se constituye en la patria de todos. Es verdad que al certamen de convocatoria internacional no llegaro n todos los libros esperados: no acudieron editoriales de México, Venezuela o Uruguay, por poner ejemplos, y también se presentaron a la cita libros sin vuelo, muchos de ellos de poetas jóvenes de nuestro país. En todo caso, la contienda permitió observar que no hay una sola tendencia que domina la poesía escrita en español, sino que se consagra la gran libertad formal del verso en nuestra lengua. Eso sí, lleg a ron libros con mucha fuerza que


plasmaban sensaciones que conmueven y asombran. Todos los libros finalistas dan cuenta de un gran vigor en la poesía en español.

Sacra, el libro premiado Sacra, del ecuatoriano Alexis Naranjo, fue el libro que obtuvo el máximo reconocimiento del excelente jurado que dio el aval a la calidad del galardón literario. Este libro es un poemario de amor. Su cualidad principal radica en la total limpieza con que ha sido pulido — casi tallado— cada verso, pues se siente especialmente el trabajo de

la poda, tan esencial en la poesía: lo asombroso de Sacra consiste en haber conseguido la serie de potentes imágenes amorosas con recursos tan parcos. El mensaje es directo, burilado en el sonido que adquieren las palabras en su economía poética. Los poemas de Sacra no requieren de títulos, puesto que el deleite se basa en la asociación misma que p roducen las palabras; es una voz que instala un aura de poesía re c onocible inmediatamente: en Naranjo la poesía aparenta ser la e x p resión natural del habla. Tres p a rtes conforman el libro. La primera, de diecinueve poemas, iluminada

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por unos versos de Ovidio sobre lo prohibido, trata de la persistencia del deseo humano: aquí atendemos a una voz que le habla a la amada. Y de entrada aparece «el sacro fuego del bardo» como un elemento que da sentido a la relación. El contacto erótico es del cuerpo pero también se genera a partir de un fuego que quema con las palabras, recordándonos que el eros es un asunto de conjuros, abrasiones, azares, errores, sueños, huidas, metamorfosis, negaciones, redenciones, ocultamientos, traiciones, silencios, discordias… La situación amorosa es vista como una permanente relación contradictoria, en la que no es posible alcanzar completamente lo anhelado:

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te equivocabas al creer posible amansar la mitad inferior de ti ahora es aquella mitad la que da belleza a los goces de tu espíritu (15) La segunda parte —que se abre con una cita de Lucrecio que junta el placer y la amargura— son nueve poemas que ejecutan una suerte de reclamo amoroso que no c o m p rende los secretos de una pasión que exige cosas sin cesar y que muestra el imposible de la comunicación ideal: ¿dices que tu silencio es transparente? y ¿qué quemante opacidad es entonces tu respuesta? (41) El enfrentamiento se da en una tensión que junta y separa, que acerca y distancia, que conquista algo para luego caer en el enigma del vacío: no hay cómo entender desde la pura razón lo que interiormente les sucede a los amantes. La tercera parte trae nueve poemas precedidos por citas de un tratado alquímico atribuido a Tomás

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de Aquino, en el que quizás se equipara el amor con la enfermedad. Pero se trata de una dolencia que hace bien y que permite sobrevivir el no entendimiento del mundo exterior: ¿tan frágil el mundo que al despertarme se acaba? más fuerte tu ceniza mi desvelo (56) Sacra es ella, la amada; sacro el instante de la revelación erótica; sacra la palabra del bardo; sacro el lenguaje que permite el contacto de los cuerpos; sacra la inestable condición humana; sacro el secreto que, en relación al otro, posee cada uno de los amantes. El poemario const ruye una suerte de arte nuevo de la pasión. Es una llamada a uno, con versos que quedan resonando en la memoria, que transmiten la desesperanza y el goce de la búsqueda.

Los finalistas En este mundo que reclama valores más prácticos, la poesía sigue siendo un lugar especial para defender la afectividad. La poesía persiste en mostrarse como una

manera concreta de atender y de conocer las realidades en que vivimos. La poesía es un mecanismo sustancial para completar la visión de lo exterior en cada uno de nosotros. Así, llegaron libros deslumbrantes como el del español Eduardo Moga, Soliloquio para dos (Barcelona, La Garúa, 2006), que define un proyecto firme de escritura del poema que aborda con lucidez y precisión el desamparo humano y amoro so. El lenguaje poético también ofrece una economía asombrosa que, sin embarg o , comunica la radical sensación de devastación de lo humano. Aunque está en diálogo con fotografías del a rtista José Noriega, el poema se erige por encima de esas imágenes de la abyección, para construir un lengua a prueba de cualquier contaminación mundana. El cubano Roberto Manzano presentó Synergos (La Habana, Letras Cubanas, 2005), y se mostró como un poeta que domina la expresión y dispone el lenguaje según sus necesidades comunicativas. Se trata de una poesía que grita, que recuerda la fuerza de la gramática y la precisión del lenguaje. El también cubano Orlando González Esteva, con Casa de todos (Valencia, Pre-Textos, 2005), trajo


un libro sorprendente con poemas de pocas líneas cortas que hacían viva la sensación de que la poesía se halla en todas partes. El uruguayo Rafael Courtoisie, con Todo es poco (Valencia, Pre-Textos, 2004), nos regaló una versión insólita en prosa poética de las cosas con que nos topamos a diario: es un trabajo impresionante para descubrir la poesía de todos los días. El compatriota Mario Campaña entregó Lugares (Castellón, Mythos Librería, 2006), que muestra una poesía directa y un limpio manejo del verso. El gran poeta peruano Carlos Germán Belli, con El alternado paso de los hados ( Valencia, Pre-Textos, 2006) nos convidó poesía sobria, dire c t a ,

dueña de una construcción metafórica limpia, sin adornos excesivos y con hondura en la reflexión poética. El maestro José Watanabe, también peruano, con La piedra alada (Valencia, Pre-Textos, 2005) ofrece una poesía de limpia factura que transforma en lenguaje las escenas de la naturaleza. El español Juan Vicente Piqueras, con Aldea (Madrid, Hiperión, 2006), dibuja gran poesía de la vida diaria de un pueblo al re c rear con absoluta sencillez de poeta la atmósfera de algo humano que se está yendo. La poesía aquí es un incre íble esfuerzo de la memoria por recuperar un entorno fundamental. Manicomio (Lima, Zignos, 2006), del peruano Maurizio Medo, tiene el mérito de ser un

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libro orgánico alrededor de la locura y sus lenguajes, con juegos ingeniosos de desorden verbal que nos acercan al misterioso mundo del desorden mental. Que Sacra haya sido seleccionado entre estos libros y escritores es uno de los mayores reconocimientos otorgados a nuestra poesía a nivel internacional.

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