Paisajes de la narativa eslovena actual

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enseguida leí también, cuando la recibí en la puerta. Recuerdo que había vuelto a empezar a nevar con fuerza. La calle, que subía escarpada desde el pueblo hasta nuestra casa en la montaña, estaba cubierta de nieve. La huella de la bicicleta del cartero había desaparecido como si nadie hubiera venido aquí en mucho tiempo. Miré junto al pequeño cuerpo del cartero hacia el cementerio que se extendía en la falda, un poco más abajo, las cruces y los ángeles estaban blancos. Me preocupó mi padre, que esa semana era la segunda vez que viajaba a Sóbota en tren. Iba a vender sus imágenes de santos talladas, sus adornos para árboles de navidad y sus angelitos blancos y dorados, que las señoras de Sóbota regalaban a sus amigas y a los niños. Cuando tomé la carta en mis manos, ya respetuosa, pensé que papá se alegraría seguramente cuando por la noche volviera a casa cansado y aterido. Sabía que también ese año me pondría bajo el arbolito un libro para niños, envuelto en el grueso papel rojo que conseguiría en lo del tendero Mayer, el judío, como le decían, que tenía su tienda en el centro de Sóbota. Justamente con él tenía un acuerdo de negocios mi papá: para las fiestas le entregaba sus productos artísticos, como llamaba el tendero Mayer con entusiasmo a las bonitas imágenes navideñas. Los días previos a la navidad, el señor Mayer las ponía todas en su gran vidriera, justo sobre la calle principal de Sóbota; mi padre se regocijaba en silencio y aprovechaba las ventas. El grueso papel de envolver rojo era el regalo del tendero por los prósperos negocios que hacían los dos en el corto período de las fiestas. Mi padre dijo discretamente al tendero que tal vez podrían acordar una oferta adicional, pues mi padre también era versado en la talla de santos y diversos patronos de iglesia, así por ejemplo estaba dispuesto a hacer para el señor Mayer una imagen de mayor tamaño de San Nicolás, patrono de la iglesia parroquial de Sóbota, o una imagen de María con el niño, y por último, aunque no por eso menos importante, podía ofrecerle al tendero la estrella de David, por supuesto en color amarillo. La pintaría su esposa Ana, mi mamá, que es muy cuidadosa y precisa para esta tarea tan sensible, como usted sabe, decía mi papá. “Porque,” agregaba mi papá de un solo tirón, “aquí hay muchas iglesias”. “La niña estará contenta con el regalo de su papá,” decía el tendero Mayer, y apoyaba el libro bien envuelto sobre la mesa. “Todos los santos que he puesto en los altares de las iglesias de nuestro pueblo”, decía mi papá en lo de Mayer, “los pinta a mano mi esposa, que tiene 98


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