Buenos días, Pirineos. Sensaciones de una travesía pirenaica

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BUENOS Dร AS, PIRINEOS Pedro Torres y Maite Sรกnchez


Buenos días, Pirineos © Pedro Torres y Maite Sánchez, 2018 Relato: Pedro Torres Tenedor Prosas poéticas: María Teresa Sánchez Romero Fotografías: María Teresa Sánchez Romero Edición y Portada: María Teresa Sánchez Romero 1ª Edición Todos los derechos reservados


“La pintura de las escenas naturales nos impresionan con mayor o menor intensidad, siempre que esté o no en armonía con las necesidades de nuestros sentimientos. Pues el mundo exterior se refleja, como un espejo, sobre el mundo moral interior. El perfil de las montañas que se dibujan en el horizonte, como en una lejanía nebulosa, el tinte sombrío de los bosques de abetos, el torrente que se precipita tumultuosamente a través de abruptos peñascos, en fin, todo cuanto forma el carácter de un paisaje, se anuda, por un antiguo lazo misterioso, a la vida sentimental del hombre. Este lazo es el que proporciona los más nobles goces de la naturaleza.” Alexander von Humboldt



NOTA DE LOS AUTORES -------------------------------------------- 8 PRÓLOGO -------------------------------------------------------------- 9 1. EL AÑO ANTERIOR… ------------------------------------------- 12 2. ÍBAMOS A PASO DE TORTUGA… ----------------------------- 17 3. Y ESTE AÑO TAMBIÉN ----------------------------------------- 20 UN POTRILLO BAJO LA LLUVIA --------------------------------- 25 4. ENTRE ABETOS CENTENARIOS Y ALCALDES GENEROSOSERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. BOSQUE DE HAYAS -- ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 5. DE COMBATES GARGANTUESCOS Y DE COSAS PROFUNDAS ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. DOS PUNTITOS EN LA NIEVEERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 6. UN POCO DE NIEVE… Y DE SABIA SORPRESAERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. AGUJAS DE ANSABÈREERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 7. VACAS Y MÁS VACASERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. UNA NOTA TRISTE --- ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 8. LA IMPORTANCIA DEL COXISERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. LLUVIA------------------ ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 9. VAMOS A REMENDARERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. RÍO ARA ---------------- ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 10. PASANDO POR LOS INFIERNOSERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. BOSQUE DE COLORES ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 11. PAISAJES ADMIRABLES Y REFUGIOS PERVERSOSERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. SER RÍO ----------------- ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 12. MARMOTAS EN LA NIEVEERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. MARMOTA PERDIDA ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 13. UNA LEYENDA, DIEZ CHOVAS NEGRAS Y UN ACENTORERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. LA BRECHA DE ROLANDOERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. UNA NEVADA --------- ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. EL REINO DE LAS CHOVASERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 14. AL MENOS, SUBAMOS A UNA CUMBREERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. NIEBLA ----------------- ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 15. DE VUELTA A LAS ANDADASERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. OROPÉNDOLAS ------- ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 16. CONTADO A LA INVERSAERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. DOS CABALLOS ------- ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 17. LA BOCHORNOSA TIRANÍA DEL PARQUE NACIONALERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 18. AÑISCLO ME ROBA EL CORAZÓNERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. NOCHE FANTÁSTICA ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 19. TRAS EL INFIERNO…ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. CORDERO PERDIDO - ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 20. POR FIN, EL CIELOERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. NARCISO DE LOS POETASERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 21. HACIA LO INCIERTOERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. SEMILLAS DE SAUCE ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED.


22. MÁS MODOS DE CRUZAR ARROYOSERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. UN RAYO DE AGUA --- ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 23. UNA PENDIENTE PELIGROSAERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. LA CASCADA ----------- ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 24. UN CÁMPING SINGULARERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. SILENCIO --------------- ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 25. ¿PASAMOS O NO PASAMOS?ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. RESIGNACIÓN --------- ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 26. DE REGRESO, POR EXIGENCIA DEL GUIÓNERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. ESTRELLAS ------------ ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 27. REMEMORANDO LA AVENTURA DEL PUERTO DE LA PICADA ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 28. ESTA VEZ SÍ: EL COLLADO DE LOS ARANESESERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. FORCANADA----------- ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 29. AL MACIZO DE LOS LAGOS DANDO UN RODEOERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. FLORES ----------------- ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 30. PAISAJES HERMOSOS Y AMORES SUBLIMADOSERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. UNA TORMENTA CUALQUIERAERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 31. CONTINUAMENTE BAJO LA TORMENTAERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. LAGO DE MAR --------- ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 32. UN NUEVO DESVÍO A CAUSA DEL MOHOERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. EL ABEDUL APASIONADOERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 33. HAY UN FANÁTICO EN ARTÍESERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. UNA IGLESIA EN RUINASERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 34. COINCIDIENDO CON EL GR 11ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. EL TIEMPO ------------- ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 35. DOS COLLADOS Y DOS VALLESERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. GRILLO CANTOR DEL SOLERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 36. EL MAGNETISMO DE LA SALERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. UN POTRILLO SE ACERCAERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 37. UNA DESPEDIDA ESPLENDOROSAERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. OJOS DE LAGO --------- ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. 38. EL CAPÍTULO FINALERROR! BOOKMARK NOT DEFINED. LOS PIRINEOS SON… ERROR! BOOKMARK NOT DEFINED.


NOTA DE LOS AUTORES Este libro no es una guía de senderismo, sino un relato verídico de experiencias y sensaciones. La narración aporta, ciertamente, el hilo conductor; pero lo esencial son las impresiones, sentimientos y reflexiones que en él se engarzan. Pedro ha escrito el texto principal; Maite los suplementos a cada capítulo, más densos y poéticos. Todo esto puede leerse de varios modos: continuadamente, al modo clásico; por separado, primero lo de uno y luego lo de otro; o sencillamente leyendo sólo la parte de uno de los autores, la que por su estilo más agrade. Los textos de Maite han sido impresos en cursiva, para diferenciarlos rápidamente y facilitar cualquier tipo de lectura. En cuanto a las fotografías, todas sin excepción ilustran un paisaje, un ser, un hecho o una idea del texto al que siguen. Esperamos dar una imagen de los Pirineos como nadie ha hecho hasta ahora, y que al menos algunos lectores escogidos sientan la evocación de nuestras palabras. Si éstas sirven para que alguien intente emular nuestros pasos con una nueva perspectiva, o simplemente para soñar desde su sillón con la maravillosa naturaleza pirenaica, nos daremos por satisfechos. Que así sea.


PRÓLOGO A menudo, en esta travesía, he reflexionado sobre el significado del esfuerzo: nada valioso se obtiene sin él. Todo tiene un precio, que a veces es alto… pero la recompensa viene, tarde o temprano, y es proporcionada a su coste. Muchas veces, incluso superior. Algunos pensarían que no vale la pena caminar subiendo duras cuestas, con una pesada carga a la espalda como un condenado a trabajos forzados. No entienden qué diablos buscamos entre las montañas, cuando hoy en día todas las sensaciones, todos los placeres pueden vivirse desde casa mediante libros, internet, películas, etc., y además, sin esfuerzo. Pero la experiencia viva no puede reproducirse; hay que pasar por ella. Sentir su dolor y su placer. Y caminar es experimentar: pasar frío, calor, hambre, sed, sufrir el cansancio, el dolor muscular… Como también el placer de sentirse sano y vital, o el de la contemplación de la naturaleza que sacia la curiosidad del alma y su sed de belleza. Alcanzar una cumbre o un collado puede parecer inútil en sí mismo, pero conlleva una satisfacción doble: la del objetivo cumplido y la del goce de un paisaje que se abre a los pies. Cuanto más se sube, más se amplía el horizonte. Aumenta la comprensión del paisaje y su admiración. El placer, a cada paso que se asciende, se multiplica. ¿Y cómo una simple imagen al final del camino puede producir tanto gozo? No lo sé. Pero es así. Descubrir de pronto un maravilloso horizonte de montañas nevadas abriéndose ante nosotros es pura y simple dicha. Es más que estética, más que satisfacción de los sentidos. Es como rozar un poco de gloria divina, que sin más nos toca y nos ilumina por entero, haciéndonos comprender que todo tiene un sentido. A partir de entonces, el caminar se hace más alegre, más decidido, más feliz. Todo esto lo he notado muchas veces. Y a menudo el placer de esa “victoria” me ha llegado cuando menos lo esperaba: después de subir una cuesta con los hombros doloridos al máximo por el peso de la mochila, o con una fatiga que me hacía casi tirarme al suelo de puro agotamiento. Tras muchos de esos momentos duros, una inesperada imagen de cimas impolutas y majestuosas venía a mí y me sublimaba, haciéndome olvidar mis padecimientos. Entonces comprendía que el esfuerzo es indispensable para elevarme sobre mí misma, y que la vida premia mi voluntad con su rostro más maravilloso. Cuando se llega arriba y se detiene la mirada sobre las cumbres, éstas nos regalan su fuerza y nos hablan, con sus ángulos y armonías matemáticas, de un nivel donde mora todo lo que es grande y superior. En esas alturas no hay punto medio: o sufrimos o nos extasiamos. No se vive a medias ni se puede uno dar a medias. Ellas son totales, y nos exigen todo. Pero también todo nos lo dan. Hablo de cumbres o collados, pero hay más premios, muchos más, como pequeños destellos de dicha… que sorprenden en la ruta y hacen del caminar un viaje rico y sorprendente. Pueden ser uno o dos árboles magníficos, centenarios, soberbios, pacientes, que han soportado durante siglos la dureza de la vida. Ahí los veo, quietos, callados, bullentes de una ternura paternal que puede traspasarme si los abrazo. El gozo también puede llegar de un prado alto que ha quedado repleto de estrellitas amarillas al retirarse la nieve. Estaban ahí, muy escondidas e impacientes… son los narcisos de prado. No se puede hablar de encanto en el Pirineo sin mencionar las flores, pequeñas vocecitas de color que maravillan al ser descubiertas.


O tal vez el gozo nos sorprenda al contemplar un grupo de rebecos en plena huida, gráciles acróbatas de las rocas… Otra recompensa del camino, ésta muy simpática, es la marmota: gordezuela y de pasos algo torpes, peluda como un oso, toda ella redondeada y mansa, se alzará sobre sus patas y avisará a su familia de que alguien se acerca con un agudo silbido similar al de una rapaz. Siempre hay una observando, y aunque saben que los hombres ahora no son dañinos para ellas, jamás dejan de avisarse mutuamente, como si disfrutasen haciéndolo, inmersas en su gran misión de detectar peligros. Y hay más placeres, muchos, muchos más: lagos de un azul embriagador como espejismos de la felicidad; ríos exuberantes, resonantes, bravos, viriles, que aúllan su fuerza al pasar junto a ellos; cascadas como diosas blancas, femeninas, que encandilan con sus brazos de luz; torrentes que siempre corretean como niños incansables; abejas hundiéndose en sus paraísos florales; mariposas de todas clases salpicando el aire de ilusión; toperas que esconden ciudades enteras; hormigueros que son países diminutos; aves con todos los timbres imaginables; cielos de raso azul que magnetizan el alma; estrellas a millones y vientos removiendo millones de hojas; millones de copos de nieve tapándole los ojos al paisaje… Y tanto, tanto, tanto… que vivir, que sentir, que conocer, que admirar… Todo esto permanece, y se recuerda después; es lo que una comparte ilusionada con los demás; es lo que se aloja en la mente y la va nutriendo, más allá del tiempo, sin que una se dé cuenta. Luego se comprende que también se puede ser libre como el águila, ligera como una semilla alada, sencilla como una piedra, fuerte como el tronco, verdadera como el viento, directa como el agua. Estar llena vale todos los esfuerzos.


El goce de un paisaje que se abre a los pies


1. EL AÑO ANTERIOR… El presente viaje o aventura tiene un precedente en el que realizamos el año pasado. Es importante reseñarlo si se quiere comprender lo esencial de éste. El 7 de mayo de 2017 partíamos de Benidorm en un autobús nocturno que iba directo hasta Pamplona, adonde llegamos al alba. Como el autobús local a Roncesvalles salía por la tarde, tuvimos que coger un taxi. Henos ya en el mítico lugar donde Roldán rompió su espada para no entregarla a sus enemigos, muriendo después a los sones de un cuerno que pedía la ayuda que no llegó. Éramos cuatro: una mujer guapa, un hombre gordo y dos carros de senderismo. La mujer –la más guapa del mundo, según consta en su certificado de nacimiento– pesaba 59 kilos; el hombre –el más gordo del mundo, según constaría pronto en su acta de defunción– sobrepasaba los cien; y los dos carritos, 35 y 38 respectivamente. Estas exageraciones tienen su fundamento: de la mujer está enamorado el hombre, y éste, pese a no ser el más pesado del mundo, sí se lo parecía a sí mismo cuando se miraba al espejo, no reconociéndose en aquella cara redonda, enfermiza y deformada. Mi salud era muy precaria. El sedentarismo absoluto de mi vida en los últimos siete años había provocado cambios considerables en las funciones fisiológicas de ese robot o muñeco andante que llamamos cuerpo, en el que yo iba metido. Apenas podía andar sin agotarme; mis pies doloridos me llevaban de vuelta a casa apenas comenzaba a dar un paseo; casi se oía chirriar a mis articulaciones cuando tenía que agacharme; y mis músculos habían olvidado qué cosa era hacer un esfuerzo sin caer derrengado… o asfixiado, porque padecía también de bronquitis crónica, la cual creaba un círculo vicioso: cuanto más me ahogaba un ejercicio (como atarme los cordones de los zapatos) menos procuraba hacerlo, pero cuanto menor era mi actividad física mayor era el esfuerzo necesario para hacer cualquier cosa, y mayor aún la sensación agobiante de falta de aire. Hacía unos tres años, mi situación era todavía peor: a la bronquitis, que estrecha los bronquios enlenteciendo el paso de aire, se añadía el enfisema, que daña los alvéolos pulmonares reduciendo la capacidad respiratoria total, y que provoca sensaciones angustiosas cuando uno tiene necesidad de respirar a fondo y nota que los pulmones tienen un tope infranqueable, faltando el aire. Por fortuna, ocurrió un milagro: al despertar una mañana, el enfisema se había curado, cosa imposible conforme a lo que se conoce. De otro modo no hubiera podido realizar la travesía pirenaica, ni con la actitud más voluntariosa. He mencionado la palabra ”milagro”. Lo fue, literalmente; es decir sucedió un hecho extraordinario cuyas causas y las leyes que las rigen no conocemos bien. Ni conoceremos mientras los hombres de ciencia no dejen de traicionar


sistemáticamente el espíritu científico que dio origen a la ciencia moderna, espíritu que obliga a investigar todos los fenómenos de la naturaleza sin discriminación alguna, en vez de cerrar los ojos o mirar hacia otro lado cuando sucede uno que el paradigma de moda se niega a admitir. A diferencia de Roldán, a mí sí me llegó la ayuda, si bien parcial. Tocaba a mis pies realizar el resto del trabajo para recuperar la salud. En eso estábamos Maite, los carros y yo. El motivo de llevar estos aparatos y no simplemente mochilas, era mi incapacidad física para llevar a la espalda quince o veinte kilos. Sobre el eje del carro, la carga reposaba en equilibrio, por lo que, en terreno horizontal, no suponía ningún esfuerzo arrastrarla con el arnés de cintura, del mismo modo que un caballo lleva una calesa. Cuesta abajo sucedía lo mismo. Cuesta arriba, siempre que la pendiente fuese moderada, el esfuerzo también lo era, y sólo en pendientes fuertes se convertía en grande, incluso en penoso para mí, sobre todo porque llevábamos carga excesiva; pero portando quince kilos, que sería lo razonable, este tipo de carro es un gran ahorrador de energía. Si no en los Pirineos, donde abundan los collados altos, sí por ejemplo en el Camino de Santiago, donde escasean. Sorprende que los peregrinos no lo usen profusamente, pero lo cierto es que ni siquiera lo conocen. En las cercanías de Roncesvalles, donde nos cruzamos con muchos de ellos (“¡Buen camino!”, era el saludo habitual. “¡Buen camino!”, respondíamos), se nos quedaban mirando, curiosos, y alguno hasta nos preguntó dónde los habíamos obtenido. Solamente vimos a un peregrino que llevaba un carro como los nuestros, a quien aguardaba, seguramente, no sólo un camino bueno, sino también agradable y descansado. Aconsejamos vivamente a los caminantes del Camino de Santiago que se provean de estos carros. Existe una marca estadounidense carísima, pero también una francesa que los vende a menos de doscientos euros. Pueden conseguirse en Amazon o en Ebay. Recuérdese, sin embargo, que se trata de carros de dos ruedas, que soportan todo el peso de la carga, y no de una sola, que soportan parte de ella, recayendo el resto en la cintura o los hombros de quien lo lleva. En fin, nosotros no éramos peregrinos, sino travesistas pirenaicos. No transitaríamos por llanos, sino por collados interminables. Desde el primer día, fue un martirio para mí este viaje. Maite lo llevaba bien, pero yo dolorosamente. Cada paso cuesta arriba me resultaba insufrible; cada vez que me sentaba o levantaba sentía dolor en las articulaciones y los músculos (Maite a menudo me ayudaba a incorporarme); y en cierta ocasión, descendiendo hacia Larrau, hasta llegué a llorar de impotencia, fenómeno curioso que sólo he experimentado esta vez en toda mi vida, penosísima por sí. Sólo por un esfuerzo de voluntad constante pude proseguir. No tenía metas a medio o largo plazo. Mi único objetivo era andar tras los pasos de Maite durante todo el curso del día, y acabarlo; ignorando siempre si al día siguiente podría repetir la hazaña. Pero lo cierto es que todas las mañanas volvía a ponerme en marcha, y así, poco a poco, muy poco a poco, fui mejorando. Al cabo de cinco meses y 700 kilómetros, mi estado físico y mi salud eran muy distintos: había perdido treinta kilos (Maite, por contraste, sólo cinco), recobrando mi peso natural; era capaz de llevar a hombros una mochila de veinte; podía sentarme en el suelo y levantarme con relativa facilidad; no usaba gafas de sol, que antes me eran imprescindibles en cuanto salía a la calle; e incluso me había bronceado –suceso no visto en años–. Lo único que no


mejorรณ fue mi calva, pero sabido es que los milagros no se repiten dos veces. Decididamente, recomiendo esta terapia a todos los obesos y enfermizos del planeta.


Pedro, tras la terapia


Maite, como siempre


2. ÍBAMOS A PASO DE TORTUGA… Los 700 kilómetros recorridos por los Pirineos no fueron todos hechos con los carros, sino sólo 400. Los restantes los hicimos mochila al hombro y en sentido inverso. Se trató, en realidad de dos travesías diferentes. Con los carros, el itinerario fue zigzagueante. Nos obligaba a ello la necesidad de caminar por carreteras y pistas. En el primer collado por sendero que intentamos, fracasamos a los pocos metros. Fue en el de Petraficha. Al renunciar a él, hubimos de dar un inmenso rodeo por carretera, bajando hasta Ansó y subiendo hasta Hecho. Allí, fuimos más afortunados, pudiendo pasar por sendero a Francia, y después a Candanchú por el puerto de Somport. Uno de mis escasos buenos recuerdos de esa época carreteril corresponde al tramo de Aguas Tuertas, extenso llano creado por la colmatación de una antigua cubeta glaciar que el río atraviesa formando meandros. Acampamos a su comienzo (¡maravilloso campamento iluminado por el sol de la tarde!), desde donde se veía todo él hasta su final, teniendo como fondo la peñascosa sierra de Secús. Nos parecía contemplar una estampa de las lejanas Montañas Rocosas, plena de promesas de aventura para el día siguiente. Y así fue. Si no aventura, vivimos la aventurilla de cruzar el herboso y solitario llano con nuestros carros, vadeando en varias ocasiones el río, que no era profundo, y bañándonos en sus aguas no muy frías (ejem: Maite fue quien se bañó. Yo me limité a mirar). No fue tan agradable recorrer el paso de Gabedaille para bajar a Francia, por una senda estrecha, llevando primero las mochilas y volviendo luego a por cada carro con el resto de la carga, que hubimos de llevar entre los dos, porteando en un terreno algo aéreo (Maite recuerda esto como lo peor de aquella travesía). Fracasamos también en la pista del collado de Ordiceto, que nos pareció demasiado pedregosa y agotadora. Pero triunfamos en el sendero del puerto de la Picada, pasando de Benasque a Viella, dura aventurita que quizá narre en algún lugar de este libro. Sea como fuere, al llegar al valle de Arán estábamos ya hartos de las limitaciones que los carros nos imponían. Viajar por carretera está muy bien cuando se hace en coche, moto e incluso bicicleta, pero a pie no agrada tanto, y menos aún cuando los vehículos pasan al lado de uno, casi rozándolo. Por pista, habíamos ascendido algún puerto solitario y hermoso, como el de Sahún, o una alta ruta como la de la sierra de las Cutas, con hermosísimas vistas sobre Ordesa; pero, en general, tanto pistas como carreteras se alejan del corazón de las auténticas montañas, y eso era lo que echábamos de menos. Incluso el puerto de la Picada, que tanto nos costó cruzar, no era más que un camino de vacas. Lo que verdaderamente deseábamos era penetrar en la alta montaña, entre rocas, junto a lagos, pisando la escasísima nieve que este año había y viendo rebecos, de los que hasta ahora no habíamos oteado ni siquiera uno.


Así que decidimos continuar la travesía de un modo diferente, abandonando los carros, que ya habían cumplido la función de curarme, y utilizando sólo las mochilas. Nos quedaba aún medio Pirineo, hasta llegar al Mediterráneo, o poco menos; sin embargo, dimos media vuelta. ¿La razón? Que el grueso de las cimas altas y de los macizos más destacados por su belleza se encuentra en Aragón, por donde ya habíamos pasado sin ver gran cosa, o al menos sin verlas de cerca. Tomamos un autobús hasta Espot, para incluir el macizo de los Lagos en nuestro itinerario, y allí empezamos, esta vez de Este a Oeste. Por los lagos de la cuenca de Peguera y los del sur del macizo pasamos a Bohí. Luego, por la cuenca lacustre de Anglos y el valle de Vallibierna, a Benasque. De éste, por el valle de Estós al de Gistaín, y de éste, por el collado de Ordiceto a Bielsa. En el macizo del Monte Perdido nos demoramos tres semanas, explorándolo por todas sus vertientes, salvo la de Gavarnie; acampamos en el lago de Marboré, a unos 2.600 metros de altura, así como en la brecha de Rolando, a 2.800, confraternizando con los rebecos en el primero y con las chovas en la segunda. Aquí vimos nevar por única vez en este año. Bajados a Torla, remontamos el valle del Ara, contorneando el inmenso Vignemale y cruzando por el remoto collado del Letrero a la cuenca lacustre de los picos del Infierno. Fuimos abajo por Panticosa, y luego arriba desde Sallent de Gállego por el valle de Aguas Limpias, cruzando el macizo de Balaitús y asomándonos a Francia en los lagos de Arremoulit. Allí se nos acabaron las pilas, tras setenta días de travesía con mochila y 300 kilómetros recorridos. Cansados, decidimos volver a Benidorm.


Campamento en el dilatado llano de Aguas Tuertas


3. Y ESTE AÑO TAMBIÉN En el presente año de 2018 decidimos volver a atravesar los Pirineos. ¿Motivos? Dos: el año anterior había sido extremadamente seco, y además calurosísimo en la segunda mitad de mayo y todo el mes de junio, justo los meses en que las nieves debían de adornar las cumbres, y las cascadas numerosas trazar blancas líneas en las faldas. Como consecuencia de la sequía, no vimos nieve en todo el verano (salvo la de la efímera nevada de la brecha de Rolando), ni siquiera en los glaciares de la Maladeta y el Monte Perdido, donde el hielo puro aparecía como una escuálida mancha gris, sin una partícula de nieve encima; y en lo tocante a cascadas, sólo pudimos contemplar las perennes, muy reducidas de caudal. Parecía que fuesen agosto todos los meses que pasamos allí, de mayo a octubre. Estábamos, pues, un poco desencantados. El segundo motivo concernía a la longitud de ambas travesías. Aunque largas, no eran completas. La primera, la de los carros, había comenzado en Roncesvalles y terminado en Viella. La segunda, sólo con mochilas, si bien más intensa, había sido aún más corta: de Espot a Sallent de Gállego, o dicho de otro modo, de los Encantats al Balaitús. No habíamos visitado el grueso del Pirineo catalán, y aunque habíamos pasado junto al Balaitús, que es el primer tresmil por el Oeste, no nos habíamos acercado ni remotamente a la Pica d’Estats, que es el primero por el Este. Ahora bien, una travesía mínima de los Pirineos, para considerarse completa, debe abarcar el terreno situado entre ambos tresmiles, que es lo mismo que decir que incluye los principales macizos, o al menos los más altos. Este año, por tanto, traíamos la intención de subsanar ambos defectos: completar una travesía desde el primer tresmil al último y contemplar nieve, mucha nieve. Sabíamos que tanto el invierno como la primera mitad de la primavera habían sido ricos en precipitaciones, por lo que no nos defraudarían los espectáculos de las aguas y de las nieves. Por otra parte, como la empezábamos muy pronto –el 12 de mayo–, queríamos alargar la travesía con un prólogo navarro por montañas bajas, para irnos entrenando y para dar tiempo a que el grueso de la nieve se derritiera en los macizos más altos. Preveíamos, pues, un exceso de nieve, aunque no tanta como en realidad encontramos y que tantos quebraderos de cabeza nos daría. Como el anterior año, llegamos a Pamplona al alba, debiendo tomar un taxi hasta Burguete, un poco antes de Roncesvalles, desde donde seguiríamos un camino de ocho kilómetros con escasos desniveles hasta la Fábrica de Orbaiceta, fácil itinerario que nos parecía ideal para entrar en calor. Los Pirineos nos recibieron con lluvia, intermitente y cansina. Cuando empezaba a llover nos colocábamos las capas de agua, que cubren la cabeza, el cuerpo y también la mochila. Cuando paraba, como las capas estorban para caminar y dan calor, nos las quitábamos. Pero la lluvia parecía estar esperando ese


momento para caer de nuevo. Nos poníamos de nuevo las capas. Deteníase la lluvia; nos las quitábamos. Volvía; nos las encasquetábamos otra vez. Y así hasta el hastío. El recorrido de ese día, por bosque sobre todo, alternado con lomas herbosas de bonito aspecto, hubiera sido agradable sin la conducta incoherente de aquella lluvia caprichosa. Por la tarde, se hizo más perseverante, y ya no paró. Acampamos sobre una loma, montando la tienda bajo la lluvia, aunque la palabra “montar” sea exagerada: nuestra tienda se monta sola, o mejor dicho se abre por sí misma en cuanto se la saca de su funda y se sueltan los enganches que la mantienen plegada y tensa. Es una Quechua instantánea del modelo 2 seconds. Esta facilidad de montaje, que nos ha dado muchas satisfacciones, tanto este año como el pasado, tiene su contrapartida en el inevitable empaquetado circular, que hace a esta tienda engorrosa de llevar sobre la mochila. Aquella noche (lo constatamos al día siguiente viendo los árboles blanqueados) nevó a unos cien metros sobre nosotros, lo cual equivalía a decir que habíamos dormido rozando los cero grados. Es verdad, hacía frío. La lluvia y el frío hacen una mala combinación, que no suele agradar a quien la sufre. Por eso, al día siguiente decidimos acortar algo la jornada y hacer noche en el refugio gratuito de Azpegui, para al menos disponer de un techo y descansar de la enervante lluvia. Pasando por la Fábrica de Orbaiceta, llegamos al refugio entre las lluvias y sus pausas, con un quita y pon continuo de capas de agua. Es un edificio construido no hace muchos años, en buen estado, espacioso, con chimenea, mesas y bancos para comer, fregadero y altillo de madera para que duerman una decena de personas. Lo habíamos utilizado en 2017, ocasión en que, durmiendo, nos despertó un ruido extraño de roeduras y un rebullir. Maite se levantó a investigar, encontrando un ratón en nuestra caja de provisiones. El muy pillo se dedicaba a roer una tarrina de plástico que contenía frutos secos, con la esperanza de acceder a ellos; y lo hubiera conseguido con paciencia ratonil si no lo hubiéramos interrumpido con el flash de una fotografía que Maite le hizo. A la mañana siguiente continuó lloviendo, para variar. Somos mediterráneos, por lo que un poco de lluvia muy de tarde en tarde nos alegra el corazón; pero, aunque lo poco agrada, lo mucho enfada. Por añadidura, hacía viento, que era helado. En estas condiciones, iniciamos con un poquillo de mal humor la ruta del día, que pasaba por las montañas onduladas de la frontera francoespañola. Nos mejoró el ánimo el bosque de hayas que encontramos, sembrado en cierto lugar de rocas cubiertas completamente de musgo. Parecía un bosque encantado. Inmediatamente después apareció un prado lleno a rebosar de hormigueros con forma de montículos, altos de dos palmos y recubiertos por entero de hierba. Había decenas de ellos, componiendo una estampa curiosa y bella. Entre dolinas herbosas, un arroyo se sumergía bajo tierra, arroyo que más allá, y un poco más arriba, caía por las gradas de una pequeña y bonita cascada. Un rebaño de ovejas negras con lana blanca pastaba allí, huyendo gregariamente a nuestro paso. Estábamos en la hoya de Loigorri. Este espectáculo maravilloso nos encandiló. Tanto más que había dejado momentáneamente de llover. Luego, el paisaje cambiaba. Desaparecido el bosque, las lomas de hierba se alzaban, y había que subir por ellas, flanqueándolas. Volvió a llover, ahora con un viento fuerte, con rachas casi huracanadas que nos desequilibraban en ciertos tramos empinados. Las capas de agua, levantadas y arremolinadas, se hacían inútiles. Los pantalones y las


botas se nos mojaban. La niebla, muy perdedora en estas colinas redondeadas y similares entre sí, entorpecía completamente la visión, haciendo difícil seguir el sendero, que a su vez no era tal, sino una sucesión de senderuelos y caminos errantes de vacas, enlazados por unas estacas con los colores de GR (senda de gran recorrido) que habían sido clavadas con la esperanza de que el pisar de los caminantes acabase por convertirlo en un auténtico sendero. Pero incluso estas balizas, si bien útiles, eran difíciles de percibir entre la espesa niebla. No perdí el camino, ni tampoco la orientación, pero me engañó la distancia, psicológicamente alterada por los obstáculos de la lluvia, el viento y la niebla que nos enlentecían. Llegados a la zona del collado de Orión, mucho antes de nuestro objetivo del día, descendimos hacia él por error, y no nos percatamos del fallo hasta casi haberlo alcanzado. De todos modos, no sucedió esto para mal, sino al contrario. Empapados y helados como estábamos, no hubiera sido prudente continuar por las alturas. Maite, a causa del frío pasado, aún recuerda este episodio como el peor de toda la actual travesía, y yo, aunque no estoy lejos de compartir su opinión, debo confesar que lo atempero un poco y que siento algo de nostalgia por la aventura vivida aquel día. Pasamos la noche cerca del collado y de la pista cementada, haciendo uso de las reservas de ropa seca. Por la mañana decidimos variar la ruta y dar un rodeo por la pista que contornea el embalse de Irabia, añadiendo algunos kilómetros, con tal de no volver a la ventosa cresta que el día anterior nos había expulsado. Es el bosque de Irati –según dicen algunos letreros y folletos turísticos–, entre los de hayas, el más grande de Europa. No me sorprende el dato, conociendo la degradación de la naturaleza que impera en toda la Europa atlántica. Al menos aquí la escabrosidad del terreno la ha salvaguardado. Todas las laderas, incluso muchas cumbres, de la cuenca alta del río Irati están cubiertas de espeso follaje. Las hayas, mezcladas a veces con otras especies de árboles, lo invaden todo. Este año (no así el anterior) las aguas se deslizan por todos los barrancos, llevando los arroyos buen caudal. La vida pulula por doquier. Las negras babosas reptan por el suelo de hojarasca en tal abundancia que a veces resulta difícil no pisarlas. Los topillos rojos (ratones) se ven a menudo, más confiados de lo que debieran. Las aves de bosque no escasean. Aquí hemos oído varias veces dos de los sonidos del pito negro, un pájaro carpintero: uno agudo y quejumbroso, como el de una cría abandonada, y otro semejante al del grillo, ambos muy característicos y que permiten reconocer fácilmente la especie, sobre todo si se suceden con un breve intervalo. En el embalse de Irabia el inmenso bosque se ve realzado por el reflejo de las aguas. Sobre la presa de este pantano, construido en 1947, pueden observarse ruedas y manijas de hierro fundido que sirven para abrir compuertas, y sobre todo para admirarse viendo los vestigios todavía en uso de otras épocas. Cuando llegamos al refugio de Egurgio, situado en la cola del embalse, recapitulamos: hemos superado en poco los veinte kilómetros recorridos en cuatro días. Es poquísimo, teniendo en cuenta que no hemos salvado apenas desnivel. Previamente optimistas, esperábamos realizar el doble. Hay excusas disponibles, por supuesto: el mal tiempo, la falta de forma del comienzo, etc.; pero la realidad se evidencia por sí sola: somos unas tortugas. No servimos para senderistas modélicos Maite y yo. Ambos tenemos los pies defectuosos por nacimiento, ella más arqueados de lo debido, y yo menos de lo


normal (o sea un poco planos), con la consecuencia de que, al andar más de diez kilómetros con ellos, se ponen a gritar como si los azotasen. Al no gustarnos pasar por maltratadores, evitamos llegar a ese extremo. Mis bronquios siguen tan obturados como el año pasado, y aunque no tienen costumbre de quejarse como los pies, sí han adquirido la de cerrar el grifo del oxígeno cuando más lo necesito. Nuestras mochilas continúan pesando lo mismo que antaño: veinte kilos enormes, demoledores. En definitiva, somos tortugas y lo seguiremos siendo. Nuestros grandiosos planes para esta etapa, que preveíamos de Roncesvalles a Lescun, recorriendo más de 60 kilómetros en siete días, se vienen abajo.


Las ovejas de la hoya de Loigorri


UN POTRILLO BAJO LA LLUVIA Los dedos de mi mano están cada vez más helados, más rojos, más doloridos e inútiles. Llueve. Y tengo que obligarme a tocar la tienda empapada y fría para desmontarla. Hace frío. Y me siento muy incómoda con estas manos inservibles. Miro el paisaje brumoso, de un verde lánguido, y me doy cuenta de mis graves limitaciones físicas ante el menor cambio de tiempo. Durante la noche había llovido ininterrumpidamente: más de diez horas de constante lagrimeo celeste mojando lo vivo y lo inerte. Sobre el prado empapado, incomprensiblemente para mí, se habían acostado sobre sus vientres chorreantes unos caballos. Sus camas eran de hierba helada; látigos de agua fustigaban sus cuerpos; era increíble que lo soportaran, inconmovibles como troncos. Los veía muy juntos, algunos cabeza contra cabeza, los hocicos casi tocándose, como si el calor de sus respiraciones y la mutua compañía los aliviara de la dureza malhumorada de aquella noche lluviosa. Los caballos, algunos bellos como pequeños y soberbios dioses, seguían por la mañana frente a mí, paciendo en el verde intenso. Sus músculos parecían pulidos por el agua; les brillaban las crines mojadas; saboreaban la hierba lentamente mirando hacia el interior de su propia placidez. Y yo, que me quejaba del dolor de mis manos causado por el frío, contemplaba aquella sumisa estolidez de los caballos enseñándome el valor de la paciencia. Terminé de recoger la tienda, dando palmadas para calentar las manos; y mientras, a unos siete u ocho metros de mí, un potrillo, de frágiles y rígidas patitas, como si fueran de madera, y una cara de ángel recién nacido, me miraba fijamente. Me olvidé de la niebla, del dolor, del frío, de la lluvia y de la tristeza. Aquella redondeada mirada de potrillo, como un súbito disparo de dulzura, me atravesó el alma; me desplazó al rincón donde mora la inocencia. Pasé un rato ensimismada en aquella mirada; de viaje por las praderas de la belleza. Se detuvo el tiempo en aquellos dos ojos puros y poéticos. El gris de mi alrededor era ahora un manto de calma violeta que me arropaba. Me alejé para seguir mi rumbo tras colocarme la mochila, pero no pude dejar de mirar varias veces al animal, que seguía observándome con insistencia. Era como si me dijera: “Sigue caminando, pero no te olvides nunca de mí. Yo soy la dulce calma que todo lo comprende”.

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