Construcciones / Invenciones: De la Suiza Centroamericana al país más feliz del mundo

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muralismo brasileño de Cándido Portinari y tampoco el muralismo boliviano surgido de la Revolución Nacional de 1952. Ahora bien, se pueden distinguir también dos vertientes dentro de esta corriente social: una “dura”, que se inspiraba ideológicamente en el marxismo y que se proponía como una épica obrera, campesina y antiimperialista, con fuertes marcas estilísticas afines al expresionismo; otra “blanda”, que también buscaba recuperar “lo popular”, pero no en su vertiente sufriente, épica o combativa, sino más bien en sus manifestaciones folclóricas, más festivas y telúricas, que se nutrió estilísticamente el impresionismo francés y teóricamente del romanticismo alemán. En el caso costarricense, un ejemplo de lo primero serían las contribuciones de Max Jiménez, Francisco Amigetti y la recientemente reivindicada Emilia Prieto; también, los aportes de Francisco Zúñiga; en literatura, las novelas de Calufa y los ensayos de Yolanda Oreamuno (“Los mitos tropicales”), un ejemplo de lo segundo la pintura “nacionalista” costarricense, tal como lo estudió Eugenia Zavaleta en su estudio sobre la paisajística costarricense. Si la arquitectura, la estatuaria y la fotografía de fines del XIX privilegiaron el estilo republicano, las actuaciones heroicas y la vida urbana como elementos centrales de la representación de una Costa Rica “civilizada”, la literatura del mismo periodo pretende más bien hacer una transcripción escritural -no exenta de folclorismo- del campesino enfrentado a los avatares de la urbanización, como es el caso de las “Concherías” (Aquileo Echeverría) y “El moto” (Magón). La plástica, más tardía, buscaría -como los filósofos “nacionalistas étnico metafísicos”- construir la “diferencia” nacional incorporando el elemento de la ruralidad al imaginario nacional, en algunos casos tratando de dignificar al campesino, denominado “el gran incógnito” por Barahona, (“Domingueando”, de Povedano) o reduciendo lo campesino al paisaje rural y la arquitectura vernácula (Fausto Pachecho y Teodorico Quirós, con sus imágenes naturalistas de paisajes y pueblos deshabitados). Desde luego, estas nuevas representaciones no desplazaron del todo a las imágenes creadas en el periodo anterior; tampoco fueron las únicas que se propusieron, ya que en la mayor parte de los casos, los herederos de las élites decimonónicas, que seguían gobernando muchas de las naciones del continente, también ampliaron su propio repertorio simbólico, incorporando sus propias y cambiantes visiones del mundo. En cualquier caso, estas nuevas imágenes “contestatarias” -cuando no fueron destruidas, como ocurrió con el muralismo sandinista- fueron a engrosar, de manera palimpséstica, el repertorio simbólico de la nación, cuya existencia y viabilidad en ningún momento fue cuestionada. Muchas de estas imágenes “folclóricas” de la nación son actualizadas en el ámbito escolar, pero también en los medios de comunicación y en los circuitos turísticos e incluso deportivos (el uso de chonetes y pañuelos rojos es frecuente en las participaciones de la sele, sobre todo en las divisiones menores que, como es sabido, representan “el futuro de la patria”).

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Periodo disolvente o deconstructivo: A partir de la década de los 70, pero con más fuerza desde los años 90, el arte -en sus versiones más vanguardistas al menos, aquellas que hoy conocemos como “contemporáneas”- se ha dado a la tarea de deconstruir ambas representaciones de lo nacional, sometiendo a cuestionamiento tanto las versiones “oligárquicas” como las “populistas”. El arte no se propone ya responder a la pregunta de quiénes somos, sino que se dedica a deconstuir las imágenes e identidades previamente elaboradas, que son vistas fundamentalmente como mecanismos de opresión y dominación, cuando no simplemente como autoengaño paralizante. Para estas nuevas generaciones de artistas, como había dicho Michel Foucault en Vigilar y Castigar: “no se trata ya de saber quiénes somos, sino de dejar de serlo”; es decir, no se trata ya de imaginar la nación de manera distinta, sino de poner en cuestión la propia existencia de la nación. En el extremo, podríamos incluso hablar de un “arte posnacional”. Se pueden distinguir dos tendencias en esta fase: una, afín a los discursos globalizadores, que -como el cubano Gerardo Mosquera- ha declarado la obsolescencia de la “identidad nacional”, la necesidad de terminar con la “neurosis de la identidad”, dejando de hacer arte nacional o latinoamericano, para hacer arte desde un determinado territorio nacional o regional que, paradójicamente, deviene “no lugar” artístico. La otra vertiente, más cercada a reflexiones como las del uruguayo Luis Camnitzer o de la chilena Nelly Richards, se ha dado a la tarea de deconstruir críticamente, casi siempre con ánimo profanatorio pero políticamente comprometido, las representaciones de lo nacional, interviniendo -muchas veces con ironía, casi siempre con lenguajes, medios y técnicas que escapan de la definición tradicional del arte- las imágenes construidas previamente como representaciones de la nación. En ambas tendencias subyace una estética de lo sublime, en los términos señalados hace ya unas cuantas décadas por el más importante exponente de la posmodernidad, el francés François Lyotard. Según este autor, la estética “subliminal” parte de la premisa de que lo “múltiple”, “diverso”, “abigarrado” socio-cultural (lo “real”, en términos lacanianos) no puede ser representado/ captado de una sola vez mediante una imagen o símbolo (el “uno”, lo simbólico, según Lacan). Posteriormente, Ernesto Laclau complementará esta visión, señalando que toda simbolización/ representación se realiza mediante un “significante vacío” que, de manera necesariamente precaria, inestable, temporal, establece un nudo ideológico -conocido en psicoanálisis lacaniano como “punto de almohadillado” o “pequeña a”- que responde a una pretensión hegemónica. La tarea crítica consiste, precisamente, en desatar ese nudo, mostrando el carácter precario de toda hegemonía. Ejemplos de este tipo de práctica artística han proliferado en todos los países de América Latina en los últimos veinte años, como lo muestran los catálogos de las distintas exposiciones y colecciones de arte


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