Primero de agosto

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Primero de agosto ________________________________________________ ________________________________________ _______________________________

S. Rey


I

F

ue como si de pronto me hubieran quitado todo el aire. Un momento en el que mis músculos, tensos, tiraron hacia abajo como alguien que lleva dos baldes pesados. Inmediatamente (o mucho después, eso no lo sabré nunca) miré a la derecha tratando de buscar a Marcos. Quería ver si él había sentido lo mismo: miedo. Y Marcos estaba ahí, tieso, pero con una sonrisa en la cara. Esa sonrisa al borde del llanto, que no es de emoción, sino de saber que estábamos de vuelta. Sanos y salvos. No es que hayamos ido muy lejos, ni tampoco estuvimos cerca de “la luz al final del túnel”, pero la idea de caminar a medianoche por el campo, buscando algo sobrenatural, nos había predispuesto a cualquier susto. Ese animalito que se cruzó fue más que suficiente para disparar la pistola cargada de nervios. -¡Era un zorrito! -habló rápido Carlos. -Si -repitió cuatro veces Marcos. -¡Vamos ya! Aquí no hay nada. Cuando dije esto, los demás me miraron como si les estaría haciendo el mejor ofrecimiento de sus vidas. No tardamos ni la mitad del tiempo que nos llevó alejarnos del vehículo y ya estábamos junto a él nuevamente. Todavía me tiritaban las manos y me costó sacar las llaves del bolsillo del pantalón. No lo habíamos cerrado por seguridad; el acuerdo fue que nadie volvía a la camioneta antes de tiempo. Eso quería decir: antes de encontrar la entrada a la Salamanca. Marcos fue quien propuso el viaje, luego de que un tío suyo nos contara que, a pocos kilómetros del pueblo, se celebraba una especie de ritual. En las vísperas del primero de agosto de cada año, las brujas tenían ahí su cita. Carlos trató de ser gracioso y dijo si era algo así como la reunión anual del gremio, pero el tío de Marcos lo miró serio y continuó con el relato, haciendo caso omiso a la interrupción. Yo creí ver un atisbo de enojo en la mirada. Los supuestos sacrificios que había que hacer para entrar en la salamanca no sirvieron para evitar que Marcos, cuando estuvimos solos, propusiera: "¿este año vamos, eh?" Hasta el treinta de julio de ese año ninguno de los tres nos acordamos del asunto. Ese día, después del trabajo, nos juntamos con Carlos en el kiosco. -¡Daniel! -dijo apenas me vio. -No te comprometas con nadie para mañana a la noche. -¿Por qué? Adonde me vas a invitar? -¿Ya te olvidaste? -La expresión de Carlos era un poco desilusionada, pero también molesta. En ese momento la empleada del negocio me extendía el diario que acababa de comprar y mi vista se cruzó con la fecha, impresa en la parte superior de la portada: La Rioja, 30 de julio de 2005. Sentí un golpe en el cuerpo, como si en vez de la fecha hubiera visto un titular que informaba de un terrible accidente. Ahí recordé la propuesta de Marcos. -¿Iba en serio la cosa? -pregunté. Me pareció que me había quedado mudo por horas y me costaba mover los labios.


-Por supuesto que va en serio. -Carlos pronunció "va" con tanto énfasis que retumbó en el pequeño local. -Te iba a llamar, pero ya que te veo, te aviso que mañana a las diez nos juntamos en la casa de Carlos. Vamos a ir en su auto. -¿No estaba en el taller?- Dije, tratando inconscientemente de encontrar la forma de frustrar el viaje. -Hoy lo va a buscar. El mecánico le dijo que con los discos rectificados que le puso tiene frenos para rato y no tiene que gastar tanto ahora en unos nuevos. Yo estaba pagando mi compra y al mirar a mi amigo esperando la respuesta pensé ¿de que tengo miedo? Son historias falsas. Vamos" -Vamos -dije, repitiendo en voz alta la última palabra de mis pensamientos. -Ok. Mañana a las diez nos vemos. Chau Daniel. -Chau, hasta mañana. ¿De que tengo miedo? Son historias falsas. Siempre ocurren en el campo, a una persona sola, etcétera. La salamanca, la luz mala, el Mikilo... Si son tan bravos que aparezcan en la plaza un lunes a la mañana, así los vemos todos y listo. Son historias que vienen desde hace mucho tiempo contándose de padres, tíos o abuelos a hijos, sobrinos o nietos. Me imagino que antes, aparte del trabajo en casa y fuera de ella, no había mucha oferta de entretenimiento. Algo había que inventar. Para los reallity shows faltaba mucho todavía, entonces se buscaba algo interesante. Una de miedo. Pero no una película, no. “Esto me pasó a mí. Te juro”. Y así empezaban: el próximo le agregaba algo más a la historia, la "editaba" según la época y el auditorio y llegaban hasta nosotros en una versión casi lista para ser filmada por Spielberg o contada por King. Pero el protagonista es fundamental. Siempre historias en primera persona. -Vamos en la chata del abuelo -dije, a modo de saludo al entrar a la casa de Marcos. -¡Creíamos que habías arrugado, Danielito! -¿Yo? ¡Nunca, hermano! -No me vas a negar que en el kiosco tratabas de evitar la conversación. -Un poco, Carlos, pero ya está. Ya me decidí. La preparación no fue nada especial. Apenas hablamos del tema unos minutos y alguien sugirió que comiéramos algo. Desde ese momento, la conversación fue del fútbol al trabajo, con escala obligada en la política. Los diez kilómetros hasta la entrada de Udpinango pasan rápido. Esa noche pasaron volando, pero no precisamente por la velocidad de la camioneta, sino por la excitación de sus ocupantes. Al abandonar el camino asfaltado para ingresar en la larga recta que lleva al corazón del pueblito, dejamos también la sensación de seguridad. Ya había estado varias veces ahí; aunque siempre de día. De noche se veía un poco más (siniestro) solitario y abandonado, pero no lo mencioné en voz alta.


II

Y

a en el camino de vuelta, mientras nos reíamos por el terror que nos provocó aquel zorrito, la distención y la risa se apoderaron de nosotros. Mientras manejaba, me sentí cansado. El viaje empezó a parecerme largo y el monótono paisaje no cambiaba nunca. Cesaron las risas y las conversaciones y solamente oíamos las cubiertas de la camioneta pisar sobre el pedregoso suelo. Para no caer presa del sueño encendí la radio y, luego de unos ruidos molestos, la voz de Elvis nos canturreaba desde la cárcel. Marcos estiró su mano para cambiar la emisora, pero el dial se movió solo, como adivinando su intención. Ahora era una suave melodía en francés. Unos segundos después la secuencia de cambios nos volvía locos: “…start me up…”, “cumple la subsecretaría de inf…”,. Quisimos apagarla, pero el botón de encendido no cumplía ya ningún fin. Giraba suelto y la radio parecía tener energía propia. Cuando nuestras caras empezaban a reflejar el desconcierto cercano al temor alguien dijo: ¡Daniel: mirá adelante! Absorto en la radio, me había descuidado del volante e hice una brusca maniobra para evitar un animal oscuro. Lo atravesamos sin ruido alguno, como quien traspasa una sombra. Al mirar atrás… ya no estaba. A medida que nuestro miedo crecía, el paisaje acompañaba la sensación. Ahora los oscuros cielos se veían violetas y la escasa vegetación había desaparecido. El camino parecía no tener fin, un fuerte fucsia nos enceguecía y la radio nos aturdía. Quise gritar, pero no logré articular sonido (mudo de miedo) y el intento me provocó náuseas (muerto de miedo) yo ya no manejaba la camioneta. Simplemente me agarraba del volante. -¿Que carajo es todo esto? –grité. Todos gritábamos. Nadie entendía nada. Los bordes del parabrisas se curvaron y los marcos de las puertas tenían el aspecto de estarse derritiendo por la acción de algún calor descomunal. El habitáculo se hacía cada vez más chico y caliente. Nos asfixiaba… El ruido seco y metálico en el techo de la camioneta nos dejó mudos por un instante. Apenas el tiempo necesario para darnos cuenta que (o quien) lo había causado. Y seguir gritando, por supuesto.


Por las ventanillas asomaban unas garras de tres dedos. Algo golpeaba el techo, abollándolo hacia dentro. Una garra se soltó y me rozó el hombro izquierdo provocándome una intensa punzada de ardor. La radio emitió un sonido metálico, casi una voz, y sentí balancearse la camioneta hacia atrás, como si algo muy pesado hubiera caído en la caja de carga. Instintivamente miré hacia atrás y crucé mis ojos con los de esa cosa marrón oscuro que estaba parada ahí. Miré al frente y, con la vista clavada en el espejo retrovisor que se derretía, pisé el acelerador a fondo. Sentí frío, una luz me cegó por algunos instantes y cuando desapareció estábamos en el camino, circulando muy rápido.

Una imagen blanca estaba en medio de la ruta y traté de atropellarla, loco de rabia y miedo. Internamente pensé que desaparecería cuando me acerque, pero comenzó a correr hacia un costado del camino. La seguí por entre medio de los matorrales y fue ahí cuando se llevó las manos a la cabeza y se quitó un trapo blanco que le envolvía la cabeza. Era José, el hermano de Marcos. Enterado de nuestros planes para hacernos los valientes, quiso demostrarnos lo contrario. Se ató una remera a la cabeza y nos esperó pacientemente en la ruta, para saltar delante del vehículo y asustarnos. El todavía cree que lo logró.


III

Y

a no planificamos esas travesías audaces. Y si alguien nos relata alguna historia fantástica ya no nos reímos.

Juramos no hablar del tema ni siquiera entre nosotros, lo cual, creímos, sería mejor, ya que el miedo vuelve siempre. Sobre todo cuando manejo. Y cuando voy solo. No volví a transitar el camino a Udpinango. No pude sacar por completo el olor a carne cruda de la camioneta. No intenté arreglar las hendiduras del techo, así que, desde entonces, sigue arrumbada en el fondo mi casa, con marcas como de un abrelatas gigante a los costados de la cabina. Juramos no hablar del tema, pero escribo esto porque no sé cuánto me queda. La herida del hombro nunca cicatrizó y desde ayer siento (y huelo) algo podrido ahí adentro. Hace unos días que no hablo con nadie. Voy a seguir escribiendo una nota por mes. Daniel.

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Esta nota fue encontrada junto a otra más corta, luego de que los vecinos denunciaran un fuerte olor que venía de una casa en la que vivía un muchacho solo. El joven nunca apareció. Esta es la segunda nota:


Luis Eduardo Herrera - Primero de agosto Aimogasta, La Rioja – 2014


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