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Luces de Bohemia Instituto Cervantes de Praga

Encuentros Literarios - Literární setkání



Miedo me das Miedo en la literatura Praga 21.11.2011

Lecturas a cargo de: Carlos Aguilera Carme Laguarda Nadia Moučková Maria Sheretová Hanka Matochová

Mónica Márquez Alejandro Flores Elena Buixaderas Petra Vavroušová Tamara Chervets

Alfonsina Storni (Suiza, 1892 – Argentina, 1938) Miedo Aquí, sobre tu pecho, tengo miedo de todo; estréchame en tus brazos como una golondrina y dime la palabra, la palabra divina que encuentre en mis oídos dulcísimo acomodo. Háblame de amor, arrúllame, dame el mejor apodo, besa mis pobres manos, acaricia la fina mata de mis cabellos, y olvidaré, mezquina, que soy, ¡oh cielo eterno!, sólo un poco de lodo. ¡Es tan mala la vida! ¡Andan sueltas las fieras...! Oh, no he tenido nunca las bellas primaveras que tienen las mujeres cuando todo lo ignoran. En tus brazos, amado, quiero soñar en ellos, mientras tus manos blancas suavizan mis cabellos, mientras mis labios besan, mientras mis ojos lloran.

Invitado especial: Miloslav Uličný

Música: Igor Angelov Radek Yehuda Seidl

Gustavo Adolfo Bécquer (Sevilla, 1836 – Madrid, 1870) Fragmento de El Monte de las Ánimas Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso. Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído, a par de ellas, pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos, y por una voz apagada y doliente. El viento gemía en los vidrios de la ventana. -Será el viento -dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes, con un chirrido agudo prolongado y estridente. Primero unas y luego las otras más cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden; éstas con un ruido sordo y suave; aquéllas con un lamento largo y crispador. Después, silencio; un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo


monótono de agua distante; lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles; ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi no se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad. Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar; nada, silencio. Veía, con esa fosforescencia de la pupila en las crisis nerviosas, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando, dilatándose, las fijaba en un punto, nada; oscuridad, las sombras impenetrables. -¡Bah! -exclamó, yendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada, de raso azul, del lecho-. ¿Soy yo tan miedosa como estas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos? Y cerrando los ojos intentó dormir...; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse, más pálida, más inquieta, más aterrada. Ya no era una ilusión: las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo, casi imperceptible, pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría escondió la cabeza y contuvo el aliento.

Pablo Neruda (Chile, 1904-1973) Tengo miedo Tengo miedo. La tarde es gris y la tristeza del cielo se abre como una boca de muerto. Tiene mi corazón un llanto de princesa olvidada en el fondo de un palacio desierto. Tengo miedo -Y me siento tan cansado y pequeño que reflojo la tarde sin meditar en ella. (En mi cabeza enferma no ha de caber un sueño así como en el cielo no ha cabido una estrella.) Sin embargo en mis ojos una pregunta existe y hay un grito en mi boca que mi boca no grita. ¡No hay oído en la tierra que oiga mi queja triste abandonada en medio de la tierra infinita! Se muere el universo de una calma agonía sin la fiesta del Sol o el crepúsculo verde. Agoniza Saturno como una pena mía, la Tierra es una fruta negra que el cielo muerde. Y por la vastedad del vacío van ciegas las nubes de la tarde, como barcas perdidas que escondieran estrellas rotas en sus bodegas. Y la muerte del mundo cae sobre mi vida.

Juan José Arreola (México, 1998-2001) Fragmento de La migala El día en que Beatriz y yo entramos en aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada. Unos días más tarde volví para comprar la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como si


fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir, para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres. La noche memorable en que solté a la migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la araña, que llena la casa con su presencia invisible. Todas las noches tiemblo en espera de la picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil, porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la aralia sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se perfecciona. Julio Ameller (Bolivia, 1913 - 1977) Cercados por el miedo Cercado por el miedo vivimos formulando preguntas sin respuesta. Acechante el insomnio nos anuncia la hora del último naufragio en grises cementerios sin cruces ni sepulcros. [Un día me dijeron que debía matar. En mis manos recién adolescentes, en mis oscuras manos que conservaban tibio el llanto de mi madre, pusieron un fusil. Y me hablaron de cosas y de cosas. Me enseñaron el arte sutil de la emboscada y urgieron mis oídos con siniestras canciones. Era yo un adolescente con os ojos abiertos al milagro del alba, del viento y de los mares, y debía matar. Unos hombres sin nombre,

cegados por el sucio designio de otros hombres reptaban -como yo- en la maraña. Me debían matar. Dime, soldadito: nuestros uniformes son distintos nada más ¿no es verdad? Y en tu vieja cabaña que nunca visitaron los que entregan fusiles alguien quedó llorando, también, ¿no es [verdad? ¿Qué hacemos desolado camarada, qué hacemos con los hombres que nos dan [fusiles?

Blas de Otero (Bilbao, 1916 – Madrid, 1979) Noticias de todo el mundo A los cuarenta y siete años de mi edad, da miedo decirlo, soy sólo un poeta español (dan miedo los años, lo de poeta, y España) de mediados del siglo xx. Esto es todo. ¿Dinero? Cariño es lo que yo quiero, dice la copla. ¿Aplausos? Sí, pero no me entero. ¿Salud? Lo suficiente. ¿Fama? Mala. Pero mucha lana. Da miedo pensarlo, pero apenas me leen los analfabetos, ni los obreros, ni los niños. Pero ya me leerán. Ahora estoy aprendiendo a escribir, cambié de clase, necesitaría una máquina de hacer versos, perdón, unos versos para la máquina y un buen jornal para el maquinista, y, sobre todo, paz, necesito paz para seguir luchando contra el miedo, para brindar en medio de la plaza y abrir el porvenir de par en par, para plantar un árbol en medio del miedo, para decir «buenos días» sin engañar a nadie, «buenos días, cartero» y que me entregue una [carta en blanco, de la que vuele una paloma.


Enrique Medina (Buenos Aires, 1937) Fragmento de Las muecas del miedo … El manipulador de palabras continúa girando alrededor de la máquina. Se asoma al balcón. Ve a los vecinos en ropas interiores regando las plantas, observa que alargan sus cabecitas espiándose mutuamente y luego se introducen en sus cuevas como topos en peligro. Igual le ocurre a él: de pronto cree que las palabras acuden atropelladamente y así veloz se acomoda frente a la máquina, hace crujir los nudillos y, las palabras, raudamente, desaparecen en sus cuevas. Y no es que el pobre tipo no sepa qué diablos decir. No. Él sabe lo que quiere exprese, conoce el mundo que va a trasladar al papel, domina al dedillo las característica psicológicas de los personajes y, por lo general tiene previsto un final bastante contundente para su historia, lo suficiente como para que el «querido lector» cierre el libro dándole unas suaves palmaditas a la tapa en agradecimiento por haberle hecho pasar momentos de emoción, ternura y odio, y conocer mundos y gente diferentes. Él sabe lo que quiere escribir, pero también sabe que la literatura es uno de los oficios más malditos que existen y se golpea las sienes con los puños cerrados ara despertar su lucidez. No es cuestión de lucidez, es cuestión de palabras. Cuando uno las dice, las dice y se van; cuando se escriben, quedan y cualquier salame puede acercarse y reclamar por un determinado agrupamiento. Bien, sucede que la hoja sigue en blanco, burlándose, insultando al amante importante. Cuando el papel se introduce en la máquina ya forma parte de ella y por lo tanto se hace cargo de la relación amorosa con el armador de palabras, de frases, de capítulos, de sueños. Deja de caminar como un buitre que espera el último suspiro y enfila para la cocina. Café. Café. Y café. Se piensa mejor. Parece mentira pero es verdad, las tripas al ser rociadas por el amargo líquido ponen en funcionamiento la máquina de los recuerdos y, maldita sea la máquina, el estólido escritor recurre al paquete de cigarrillos que desde una semana

atrás tiene escondido en el placard, cuando se prometió dejar el vicio. Da una bocanada sin complejo de culpa, le importan un pepino sus pulmones, le importa un carajo su respiración entrecortada; solamente piensa en las palabras justas para desvirgar a esa maldita hoja en blanco que desde hace horas lo humilla. Él sabe que puede ir, sentarse tranquilamente y empezar a golpear las teclas a diestra y siniestra de manera tal que el sufrimiento que ahora lo carcome, desaparezca. Lo puede hacer. Lo hizo montones de veces. En algunos casos descubría las palabras justas al final de la página en alguna situación sin sentido; aparentemente sin sentido. Después había hecho un bollito con el papel para que el cesto abrigara un nuevo gol. Manuel Puig (Argentina, 1932 – México, 1990) Fragmento de El beso de la mujer araña -Vos te vas a reír de lo que te voy a pedir. -No, ¿por qué? -Si no te molesta, encendé la vela... Me gustaría dictarte una carta para ella, bueno, para la que sabés. [...] -Claro, esperá que encuentro los fósforos. -Vos sos muy bueno conmigo. -Ya está. ¿Lo hacemos en borrador en cualquier papel, o cómo querés? -Sí, en borrador, porque no sé bien qué le voy a decir. Tomá mi birome. […] -Bueno, dictame. -Querida... Marta: te extrañará... recibir esta carta. Me siento... solo, te necesito, quiero hablar con vos, quiero... estar cerca tuyo, quiero... que me digas... una palabra de aliento. Estoy en mi celda, quién sabe dónde estarás vos a esta hora... y cómo estarás, y en qué pensarás, y necesidad de qué tendrás... Pero te voy a escribir esta carta, aunque no te la mande, quién sabe lo que pasará... pero dejame que te hable... porque tengo miedo... de que me explote algo adentro... si no me desahogo un poco. Si pudiéramos hablar vos me entenderías...


-«...vos me entenderías»... -Perdón, Molina, ¿cómo era que le dije que no le voy a mandar la carta? Leeme por favor. -«Pero te voy a escribir esta carta, aunque no te la mande». -Agrégale por favor, « ... Pero sí te la voy a mandar». -«Pero sí te la voy a mandar.» Seguí. Estábamos en «Si pudierámos hablar vos me entenderías». -... porque en este momento no podría presentarme ante mis compañeros y hablarles, me daría vergüenza ser tan débil... Marta, siento que tengo derecho a vivir algo más, y a que alguien me eche un poco de... miel... sobre las heridas... -Ya... seguí. -... adentro estoy todo llagado, y solamente vos, me vas a comprender... porque vos también fuiste criada en tu casa limpia y cómoda para gozar de la vida, y yo como vos no me conformo a ser un mártir, Marta, me da rabia ser mártir, no soy un buen mártir, y en este momento pienso si no me equivoqué en todo... […] Es que estoy pidiendo justicia, mirá qué absurdo lo que te voy a decir, estoy pidiendo que haya una justicia, que intervenga la providencia... porque yo no me merezco podrirme para siempre en esta celda, o ya sé, ahora veo más claro, Marta... tengo miedo porque estoy enfermo... y tengo miedo... miedo terrible de morirme... y que todo quede ahí, que mi vida se haya reducido a este poquito, porque pienso que no me lo merezco, que siempre actué con generosidad, que nunca exploté a nadie... y que luché, desde que tuve un poco de discernimiento... contra la explotación de mis semejantes... Y yo, que siempre putié contra las religiones, porque confunden a la gente y no dejan que se luche por la igualdad... estoy sediento de que haya una justicia... divina. Estoy pidiendo que haya un Dios... con mayúscula escribilo, Molina, por favor... -Sí, seguí. [...]

-Qué terrible es perder la esperanza, y eso es lo que me ha pasado... el torturador que tengo adentro me dice que ya se acabó todo, que esta agonía es mi última experiencia sobre la tierra... y hablo como un cristiano, como si después viniera otra vida, que no la hay, ¿verdad que no?... -Perdoname que te interrumpa... -¿Qué pasa? -Cuando termines de dictarme recordame que te quiero decir una cosa. -¿Qué cosa? -Bueno, que se podría hacer una cosa... -¿Qué? Hablá. -Porque si te bañás en la ducha helada te morís, con lo débil que estás. -Pero ¿qué se puede hacer?, ¡hablá de una vez, carajo! -Que yo te podría ayudar a limpiarte. Mirá, en la cacerola calentamos agua, y hay dos toallas, a una la enjabonamos y te la pasás vos por delante y te la paso yo por la espalda, y con la otra toalla húmeda te quitás el jabón. -¿Y así no me picaría más el cuerpo? -Claro, vamos de a pedacitos, así no tomás frío, primero el cuello y las orejas, después debajo de los brazos, los brazos, el pecho, después la espalda, y así todo. -¿De veras me ayudarías? -Pero claro, hombre. […] -Pero el kerosén es tuyo, y se gasta. -No importa, terminamos la carta mientras. -Dámela. -¿Para qué la querés? -Dámela te digo, Molina. -¿Qué hacés? -Esto. -¿Por qué la rompés? -No hablemos más del asunto. -Como quieras. -Está mal dejarse llevar por la desesperación... -Pero está bien desahogarse. Vos me lo decías a mí. -Pero a mí me hace mal. Yo tengo que aguantarme...


Alejandra Pizarnik (Buenos Aires, 1936-1972) a Laure Bataillon dice que no sabe del miedo de la muerte del [amor dice que tiene miedo de la muerte del amor dice que el amor es muerte es miedo dice que la muerte es miedo es amor dice que no sabe Ramón J. Sender (España 1901 – EE.UU. 1952) Fragmento de En la vida de Ignacio Morel Antes de salir sintió ganas súbitas y apremiantes de orinar y lo hizo en el bidé vertiendo en un lado para no hacer ruido y sin atreverse después a hacer correr el agua. Avergonzado y aterrado volvió a salir dejando la puerta entornada, pero cuando se acercaba al hueco de la escalera (caminando de puntillas sobre la alfombra) oyó crujir el pavimento encima de su cabeza (tal vez alguien bajaba del piso superior) y volvió, de puntillas también, al cuarto. Ella seguía inmóvil, con los labios y los ojos entreabiertos. Miró el reloj y se dio cuenta de que a falta de otra oportunidad a la hora del almuerzo saldría probablemente el conserje para ir al bistro. Aunque aquellos hombres solían comer un sandwich en la oficina. O tal vez fuera el dueño del hotel y viviera allí mismo con su mujer. Y comieran juntos. Entonces no saldría. Como se puede suponer, inquietaba y angustiaba a Ignacio en medio de todo aquello la repercusión escandalosa que iba a tener en todas partes. Por eso comenzaba a recelar también de la calle. El pánico ante el estado de Marcelle le había impedido la reflexión. Ahora todos los riesgos iban apareciendo por su buen orden natural. Reflexivamente considerados. La fragilidad del cuerpo humano, la contingencia del vivir y la facilidad de la muerte lo tenían del todo abrumado. Sentía la lengua seca y el paladar de esparto. No estaba seguro de poder hablar, y para probarlo dijo en voz alta. «Hoy es viernes». Lo pudo decir claramente, pero estaba a solas, y otra cosa sería tener que hablar delante del conserje. Y sobre todo de la policía.

El escándalo. «Nos han visto bajar juntos del taxi y echar a andar por la calle, del brazo. El hombre gris de la mirada cínica nos ha visto entrar aquí. Si la policía me busca, me confrontará con el conserje y éste me reconocerá en el acto. Eso se llama en términos policíacos «careo». El escándalo iba a conmover las esferas y no sólo las esferas sociales de Argenteuil. El escándalo iba a destruir el recuerdo de Marcelle hasta la medula, hasta la sombra del eco de la dulzura de su pulcro nombre. Todas las miradas irían sobre el cuerpo de Marcelle hallado en un hotel aventurero y luego sobre él, en quien recaerían las acusaciones. En Argenteuil los hombres lo señalarían con el dedo entre ironías y risas. Las mujeres dirían su nombre con horror. Lo que a él le aterraba era la destrucción en Marcelle de lo único que podía ser destruido aún en una persona después de su muerte. Porque quedaba algo. La muerte no hacía a nadie invulnerable todavía. Sólo el olvido nos salva y no los iban a olvidar a ella ni a él fácilmente. Gloria Fuertes (Madrid, 1917-1998) Miedo da a veces coger la pluma Miedo da a veces coger la pluma y ponerse a [escribir, miedo da tener miedo a tener miedo, yo por ejemplo que nunca temí a nada, pudiera ser que un día sintiera frío, un frío nuevo que no le da el invierno. Es malo que te corten las alas con un palo. Es duro que los niños no te entiendan. Es bastante difícil ser feliz una tarde y lo mejor para sufrir es tener una viña. Qué mal sienta la angustia si estás [desentrenado. Cómo te quema el pelo la gente que te grita. Es lamentable y cruel que te roben el aire. Afortunadamente esto durará poco y lo otro, lo otro puede ser infinito.


Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) Fragmento de El misterio de la cripta embrujada Me despertó un ruido. No sabía dónde me hallaba ni qué hacía allí: los tentáculos del miedo paralizaban mi raciocinio. A tientas y más por instinto que por otra cosa oprimía la pera que colgaba del dosel, pero seguí sumido en la más completa oscuridad: quizá no había fluido eléctrico o quizá me había quedado ciego. Me empapó un sudor frío como si me estuviera duchando de dentro afuera y me asaltaron, como siempre que me atenaza el pánico, unas incontenibles ganas de ir de cuerpo. Agucé el oído y percibí pasos en el corredor. Los sucesos de la noche anterior en la que aún estaba inmerso empezaron a cobrar una nueva y amenazadora configuración: la cena, sin duda envenenada; la conversación, urdida para infundirme una confianza que hiciera de mí presa fácil; la habitación, una ratonera provista de los más artificiosos mecanismos de retención y tormento. Y ahora, el golpe final: unos pasos sigilosos, un mazazo, un puñal, el descuartizamiento, la sepultura de mis tristes restos a la sombra de los más recónditos sauces de la margen del río rumoroso, los gusanos voraces, el olvido, el negro vacío de la inexistencia. ¿Quién había concebido el plan de asesinarme?, ¿quién había tejido la red en la que me debatía como animalillo silvestre?, ¿de quién sería la mano que habría de inmolarme? ¿De la propia Mercedes Negrer?, ¿del rijoso expendedor de Pepsi-Colas?, ¿de los negros superdotados?, ¿de los ordeñadores de la lactaria? Calma. No debía dejarme llevar por aprensiones que nada de lo ocurrido justificaba todavía, no debía dejar que el recelo ocluyera las vías de comunicación, como tantas veces me había dicho el propio doctor Su-grañes en la terapia. El prójimo es bueno, me dije, nadie te quiere mal, no hay razón alguna para que te desmiembren, no has hecho nada que concite la inquina de cuantos te rodean, aunque éstos parezcan propensos a manifestarse en tal sentido. Calma. Todo tiene una explicación muy sencilla: algo raro que te pasó en la

infancia; la proyección de tus propias obsesiones. Calma. En unos segundos se despejará la incógnita y podrás reírte de tus miedos infantiles. Llevas cinco años de tratamiento psiquiátrico, tu mente no es ya una barquichuela a la deriva en el proceloso mar de los delirios, como antes, cuando creías, pedazo de bruto, que las fobias eran esas ventosidades silenciosas y particularmente fétidas que la gente civil se permite en los transportes públicos abarrotados. Agorafobia: temor a los espacios abiertos; claustrofobia: temor a los espacios cerrados, cual sarcófagos y hormigueros. Calma, calma. Y mientras me iba tranquilizando en estos pensamientos reconfortantes, traté de apearme del lecho y, al hacerlo, cayó sobre mí una como tela de araña fría y pesada que me inmovilizó contra las sábanas y percibí claramente el ruido que hacía el pomo de la puerta al girar y el chirriar de los goznes y unos pasos acolchados que penetraban en la alcoba y el jadeo entrecortado de quien se apresta a cometer el más horrendo de los crímenes. Y no pudiendo resistir más el miedo que me embargaba, me oriné en los pantalones y me puse a llamar a mi mamá en voz muy queda, con la tonta esperanza de que pudiera oírme desde el más allá y acudiera a mi encuentro en el umbral del reino de las sombras, pues me cohíben los ambientes nuevos. Y en eso estaba cuando escuché una voz a mi lado que decía: —¿Duermes, tú? —en la que reconocí a Mercedes Negrer y a la que quise responder sin conseguirlo, saliendo sólo de mi garganta un murmullo quejumbroso que poco a poco se fue transformando en alarido. Una mano se posó en mi espalda. —¿Qué haces envuelto en la mosquitera? —No veo —pude articular por fin—. Me parece que estoy ciego. —No, hombre. Hay un apagón.


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Alfonso Zurro (Salamanca, 1953) Fragmento de A solas con Marilyn

Pere Calders (Barcelona, 1912–1994) Passos comptats

una sombra negra entró en la casa y el corazón me dio un respingo iba la sombra grande y oscura por el aire en un vuelo zigzagueante dando vueltas y vueltas al salón después dije en alto murciélago sólo eres un murciélago murciélago y me quedé esperando y deseando que aquel bicho saliera cuanto antes por donde había entrado pero hizo lo contrario y desapareció por el pasillo dejando tras de sí un rastro tenebroso su vuelo el ruido de los aletazos la negrura y de repente se me representó como el ángel de la muerte ahogué un grito y salí corriendo hacia la habitación donde estaba el niño busqué al monstruo por aquí y por allá pero no aparecía entonces me puse a observar al niño por si aquella sombra había dejado sobre él algún signo de infortunio estaba durmiendo plácidamente y tenía la boca abierta Dios mío sentí el mordisco del presentimiento y si el animal se había metido por su boquita y de pronto comencé a abofetearlo el niño se despertó y rompió a llorar y a llorar y mientras lloraba yo lo miraba atentamente por si junto a aquellos llantos escapaba el murciélago expulsado

Des del revolt, vaig preguntar on començava aquell camí, i uns caçadors m'explicaren que just on es retallava la silueta del salze damunt l'horitzó. Vaig caminar fins a escorxar-me els peus i, en arribar al salze, un home clavat a terra em digué que allò no era cap començament, sinó un dels finals. En descobrir la meva mirada d'estupor —i qui sap si d'espant—, l'home clavat a terra em recomanà que no fes escarafalls i que em busqués un sot arrecerat i a mida abans no es pongués el sol. «Després —afegí— tot són presses.» L'hora en punt La mort es presentà quan no se l'esperava, i ell li digué que no li havia donat hora. —És que l'hora la dono jo —va respondre-li la mort. —No sempre, no sempre... —replicà ell—. Ara, per exemple, tinc l'agenda plena i a vós no us ve d'un dia. Però a mi sí. Telefoneu-me dimarts que ve, a quarts de cinc, i quedarem per una data. —És irregular, no puc fer-ho. Va contra els reglaments —digué la gran senyora. —Apa, bah! —es defensà ell, tot empenyent-la suaument cap a la porta—. Amb la feinada que teniu no em direu pas que depeneu d'un difunt puntual. En canvi, jo tinc compromisos inajornables. I la mort se'n va anar amb la calavera entre les cames, sense saber-se'n avenir. No li havia passat mai.


Teresa Calderón (Chile, 1955) Mandala Cumplí 40. Vi el universo desplomarse anoche a mis espaldas y abrirse absoluto hacia adelante un agujero negro Después tuve que cumplir 41. La mitad de mi vida que ya no existe le hizo señas a la otra mitad que todavía tampoco existe y juntas mis mitades se burlaron de mí De manera que no tuve más remedio que cumplir 42 Puesta entonces en medio del camino me derrumbo pedazo de tierra voy tierra en la tierra girando Nadie sabe qué espera en qué futuro si hay futuro cenizas sombra y sólo sombra sobre figuras de barro grano de arena polvo en el polvo derramándose desde hace cuatro mil millones de años David Trueba (España, 1969) Fragmento de Saber perder Pierden la noción del tiempo, pero emplean tres cuartos de hora en besarse, en acariciarse la espalda, en atraerse el uno hacia el otro. Cuando Dani lleva su mano hasta el culo de ella, sobre el pantalón, y luego escarba entre la cintura para sumergirse hacia la piel, Sylvia encoge la tripa porque se siente gorda y luego se apoya contra la pared. Desabotona la camisa a cuadros de él, despacio, y le acaricia con la punta del dedo la línea de las costillas. Estoy muy borracha, anuncia ella, y él rellena los vasos por toda respuesta. Se besan con la boca inundada de tequila. Les cae por la barbilla y ríen. Él le suelta el botón de la cintura, ella palpa la excitación de Dani colocando su mano sobre el pantalón. Impide que le suelte el elástico del sujetador. Teme que sus pechos se desparramen, se adueñen de todo. ¿No me vas a dejar desnudarte?, pregunta Dani. No, es mi cumpleaños, dice Sylvia.

Es consciente de que su miedo arruinará el momento. No va a llegar a nada y tiembla. Va a echarlo todo a perder. Se apodera de la iniciativa como única vía de escape. Suelta la cintura del pantalón de Dani. Están de pie, juntos. Le aparta las manos cuando él las lleva hasta sus pechos. Palpa su sexo bajo el calzoncillo y se evade un instante al pensar que es la primera vez en toda su vida que toca una polla. Le baja el elástico hasta desnudarlo, pero no mira hacia abajo. Continúan en un beso que parece llenarlo todo, en el que se concentran para no reparar en los demás. Sylvia pasea la yema de sus dedos sobre el contorno desnudo de él. De la mesa alcanza el papel de regalo que escondía la botella y, divertida, envuelve con él el sexo de Dani. Éste es otro regalo, ¿no? Dani ríe. Ella comienza a masturbarlo con la mano sobre el papel. ¿Le divertirá o sabrá que es sólo una huida, una muestra de pánico?

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Jordi Galcerán (Barcelona, 1964) Fragmento de El método GRÖNHOLM

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Enrique saca una cajita de caramelos. ENRIQUE: ¿Un mentolín? FERNANDO: No, gracias. ENRIQUE: Yo no tenía muchas esperanzas de llegar hasta aquí. Vengo de una empresa pequeña, y esto es... Bueno, en todo esto de los muebles y el bricolaje, es la segunda del mundo. FERNANDO: Una empresa es una empresa. ENRIQUE: Sí, pero yo nunca he trabajado en una multinacional. ¿Y tú? FERNANDO: Yo he trabajado en muchos sitios. ENRIQUE: Y las condiciones son increíbles. El sueldo es... Bueno, no sé que debes ganar tú, pero yo casi doblaría... Me preocupaba llegar tarde. Estaba ya en la Castellana, parado, y pensaba, llegarás tarde y quedarás fatal. Estas cosas son importantes. A veces, son los pequeños detalles los que inducen a tomar una decisión. Yo he contratado gente y, al final, lo que me lleva a decidir son los pequeños detalles. La manera de vestir, la forma cómo me han dado la mano... Y el coche. Siempre que puedo los acompaño hasta su coche. Un coche dice mucho de su propietario… Un coche, habla. A veces te encuentras con un tipo que parece muy aseado y tiene el coche hecho una mierda. FERNANDO: Tranquilo. No has llegado tarde. Por la puerta doble entran Mercedes Degás y Carlos Bueno. Treinta y pocos. Mercedes lleva un elegante traje chaqueta. Carlos, más informal, pantalones y americana sport, sin corbata. Pendiente en una oreja. CARLOS: (A Mercedes) Pasa, pasa. MERCEDES: No, pasa tú. CARLOS: Por favor. MERCEDES: (Sonriendo) ¿Por qué? ¿Por qué soy una mujer? CARLOS: Sí, porque eres una mujer. MERCEDES: De acuerdo, paso. Pero no porque sea una mujer. (A los otros) Buenas tardes. FERNANDO y ENRIQUE: Buenas tardes.

CARLOS: Buenas tardes. (Presentándose) Carlos Bueno. Carlos ofrece su mano a Fernando. FERNANDO: Fernando Porta. Todos van encajando sus manos a la vez que se presentan. MERCEDES: Mercedes Degás. ENRIQUE: Enrique Font. Todos se dan la mano. CARLOS: ¿Son ustedes quienes nos van a entrevistar? ENRIQUE: No, no, somos... entrevistados, también. CARLOS: ¿Los dos? Nosotros también. MERCEDES: ¿Y quién nos entrevista? ENRIQUE: No lo sabemos, todavía. Mercedes y Carlos dejan sus cosas. MERCEDES: Tres hombres y una mujer. Como siempre. CARLOS: El veinticinco por ciento. Políticamente correcto. MERCEDES: Siempre tan gracioso, tú. Lo siento, pero ahora lo políticamente correcto es el cincuenta por ciento. ENRIQUE: ¿Os conocéis? CARLOS: Estudiamos juntos. MERCEDES: Bueno, yo estudié un poco más que él. CARLOS: La matrículas, la llamábamos. Lo tenemos crudo con esta. ENRIQUE: ¿Lo ves? Ya te lo había dicho. Era lógico que alguien se conociese. CARLOS: ¿Y qué tenemos que hacer ahora? FERNANDO: Esperar, supongo. MERCEDES: ¿Nos harán la entrevista a los cuatro juntos? CARLOS: Eso me dijeron a mí. Una entrevista conjunta con todos los candidatos. [...]En una de las paredes laterales se abre una puertecita. Se abre de arriba hacia abajo, deteniéndose a cuarenta y cinco grados. Es como un buzón que, hasta ahora, había quedado disimulado en la pared. Mercedes es la que se encuentra más cerca de él. MERCEDES: Eh. Se ha abierto esto. Un momento de silencio. CARLOS: Pues mira a ver qué hay. Mercedes lo mira. MERCEDES: Un sobre y un cronómetro.


FERNANDO: ¿Un cronómetro? MERCEDES: Digital. CARLOS: ¿Pone algo en el sobre? MERCEDES: No. ¿Lo abro? FERNANDO: ¿Y a mí qué me cuentas? No lo sé. Mercedes abre el sobre. MERCEDES: (Leyendo) “Buenos días y bienvenidos. Como ya les avanzamos, esta es la fase final del proceso de selección para acceder al cargo de director comercial de Dekia. Ustedes son nuestros últimos aspirantes. Sabemos que ésta no es una prueba habitual. Seguimos el protocolo establecido por nuestra central en Suecia. Si en cualquier momento consideran que alguna de las propuestas que les haremos no es aceptable para ustedes, pueden abandonar el proceso. La puerta está abierta. Sin embargo, si salen de esta sala, sea por el motivo que sea, entenderemos que renuncian a continuar aspirando al cargo. La primera prueba es la siguiente. Les hemos dicho que son los últimos aspirantes, pero no son los últimos cuatro aspirantes. Sólo hay tres auténticos aspirantes. Uno de ustedes es un miembro de nuestro departamento de selección de personal. Con el sobre han encontrado un cronómetro. Tienen diez minutos para averiguar quién entre ustedes no es un auténtico candidato. Por favor, pongan en funcionamiento el cronómetro. Es el botón de la derecha.” Y ya está. CARLOS: Cojones. ENRIQUE: A ver, un momento... O sea, uno de nosotros no es... CARLOS: Está bien claro. MERCEDES: Y tenemos que averiguar quién es. FERNANDO: Pensaba que esto sería una entrevista. MERCEDES: Yo tengo que hacer alguna cosa con el reloj. ENRIQUE: Aquí hay un candidato que no es candidato. Y tenemos que descubrir quién es. CARLOS: Eso ya lo hemos entendido. ENRIQUE: Qué buena. FERNANDO: ¿Buena? ENRIQUE: La prueba. Descubrir quién

miente. Es buena, porque, claro, cuando hemos entrado, todos pensábamos que éramos iguales, que éramos candidatos, y ahora resulta que no. MERCEDES: ¿Qué, lo pongo en marcha? Mario Benedetti (Uruguay, 1920-2009) Inocencia Ya es bastante haber llegado a la cornisa y ver la calle, abajo, sin que se me vaya la cabeza. […] Todavía nos falta alcanzar la ventana, pasar el corredor, salir a la terracita y encontrar la tapa. Verdes nos lo ha revelado en solemne confidencia, con las comisuras de los labios temblando de borrachera y de deseo. […] no es posible echar en saco roto su consejo: “Ojo con la tapa; de dentro no puede abrirse.” Somos cinco los que sabemos que en el Club existe ese pasaje, de setenta centímetros de ancho y quince metros de longitud al que dan las rejillas de los baños que usan las muchachas. Pero nadie se anima. Sólo Jordán y yo. […] Avanzamos dos metros en la cornisa, con la boca abierta, sin vértigo aún, a la expectativa. […] Damos el salto. “Bueno”, dice Jordán, “ya pasó lo peor”. […] hemos llegado y está pisando la tapa. Tiene dos argollas, es cuadrangular y muy pesada. Todavía no sé si podremos moverla. […] Sí, conseguimos levantar la tapa. Jordán se mete el primero por la abertura, se tiende en el túnel y comienza a arrastrarse. A la luz de la luna, veo pasar el pescuezo, los hombros, la cintura. Veo pasar el trasero, las rodillas, los pies. Y entonces me decido. Las paredes son ásperas y viene por el ducto un vaho caliente, desagradable. A medida que avanzamos se vuelve más caliente, más nauseabundo, más agrio. No puedo arrastrarme demasiado rápido porque choco con los pies de Jordán. Siento que se me desgarran los calzoncillos, que algo me raspa un hombro, pero sigo, sigo porque vamos a divertirnos, porque vamos a ver cómo son. A los siete u ocho metros, el vaho cálido e invisible se convierte en niebla iluminada. Las rejillas son ésas. Jordán dice: “Es allí.” Yo

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repito: “Es allí.” […] Nos establecemos: yo en la primera, él en la segunda. […] Jordán dice: “Mirá.” Miro y está Carlota, la vicecampeona de ping-pong, envuelta en una toalla. Abre la ducha y prueba el agua. Se quita la toalla y vemos cómo es. Jordán dice: “¿Y?” Yo no digo nada. Ahora tengo vergüenza. Quería verlas desnudas, pero no así. Es mejor imaginar a Carlota cuando juega al ping pong, de pantaloncitos, que verla ahora verdaderamente desnuda, sin los shorts y sin nada. […] Y otras dos, ya desnudas, con la toalla en el brazo, entran a los saltos. […] Las piernas más lindas son las de Carlota. “Mirá qué senos, che”, dice Jordán. Sí, también los senos. “El culo, che”, dice Jordán. Sí, también eso. […] “Vamos”, digo. “¿Qué?”, dice Jordán, asombrado. “¿Tan luego ahora?” “Por mí quédate”, digo, y empiezo a arrastrarme hacia la salida. Ahora sé cómo son. Eso me alcanza. Además tengo vergüenza, calor y repugnancia. Con la mano derecha voy recorriendo el techo, pero no encuentro nada. No quiero creerlo, pero choco con la pared. Con la pared final. Voy otra vez hacia adelante, pero no encuentro nada. Me arrastro hacia atrás, vuelvo hacia adelante, pero la desesperación no me impide entender que han cerrado la tapa. Regreso a las rejillas y llamo: “Jordán.” “Ah, volviste”, dice, satisfecho. “Jordán”, repito. “La tapa”, digo. Me mira distraído, sin comprender todavía. “¿Qué?”, dice. “¡Está cerrada, bestia!” Nos insultamos en un ronco susurro y en la primera pausa descubrimos el miedo. Ahora Jordán tiene los ojos agobiados y la boca entreabierta. Se ha perdido, yo sé que se ha perdido. “Pero... ¿quién la cerró?”, balbucea.

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A mí no me importa quién la haya cerrado. […] “Dejame pasar”, dice Jordán. El miedo lo ha deformado. Parece un mono vicioso, enloquecido. “Voy a fijarme yo.” No quiero apartarme, es muy angosto. Entonces retrocedo y él me sigue. Claro, la tapa está cerrada. Jordán no dice nada y vuelve a las rejillas. Otra vez me deslizo siguiendo sus pies. Siento un estremecimiento en las rodillas, pero Jordán está mucho peor. Se ha perdido, yo sé que se ha perdido. Llora convulsivamente con su cara de mono y yo no puedo derretirme de piedad. Pero me derrito de sudor y de miedo. “Vamos a llamar”, dice. Entonces sé que no vamos a llamar, que la solución tiene que ser otra. “No”, digo. Nada más. No sé de dónde vienen esos pasos. Jordán se calla y nos miramos en silencio, cada vez más furiosos y decididos. Los pasos son de Amy. Pero no quiero verla. No quiero verla así. Claro, ella no sabe, abre la canilla, se acaricia las piernas. Sé que Jordán no espera, sé que ahora va a gritar. Me parece imposible pero llego a su boca. Es espantoso, es enloquecedor luchar aquí, con mis dedos de miedo en su garganta blanda. Sí, se ha perdido. Yo ya lo sabía. Entonces se le afloja su cara de mono, y vuelve a ser Jordán. Jordán de quince años. Jordán muerto. Aunque yo no sé nada y Amy está en la ducha y no puedo llamar. Porque no quiero admitir su presencia, sentirla inerme, sola, pura hasta lo insufrible. Pero soy un idiota y me castigo. Mi boca se abre dócil, para lanzar un grito. Un alarido atroz, irresistible. Porque soy un idiota y me castigo, y Amy rosada y húmeda, se asombra, se conoce, se desprecia, se escapa, mientras yo grito el grito de Jordán.

1 3.12.20n1 IC a it c a e Próxim sesión infantil s-

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