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Luces de Bohemia Instituto Cervantes de Praga

Encuentros Literarios - Literární setkání



El que juega, no molesta Kdo (si) hraje, nezlobí Praga 4.05.2015 Lecturas a cargo de:

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2004ratura

lite con la añol en esp

Elena Buixaderas Sigfrido Vázquez Vít Pokorný Mírek Schlaichert Alberto Ortiz

Alena Schindlerová Bara Senkýrová Eliška Vořísková Irina Chaveco Petra Vavroušová Carla Mizzau

Invitada especial: Radka Denemarková Música: BAL LAB Calambur (Juegos de palabras) Si yo lo quito, ella lo caza. / Si yo loquito, ella locaza. Yo loco, loco, y ella loquita. / Yo lo coloco y ella lo quita.

Mi Comandante. / Mico mandante. ¿Por qué lavó la rueda? / ¿Por qué la bola rueda? El militante del IRA. / El militante delira.

¡Ave!, César de Roma. / A veces arde Roma. Mi madre estaba riendo. / Mi madre está barriendo. El Conde Escoto, ni es Conde, ni Escoto. / El Conde Escoto ni esconde, ni es coto. Alberto Carlos Bustos. / Al ver tocar los bustos. Armando Esteban Quito. / Armando este banquito. Serapio Joso. / Será piojoso. El Comandante. / El coma andante.

Perón incrementa la producción y evita la prostitución. / Perón incrementa la producción y Evita la prostitución. Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1889 – Ginebra, 1986) Ajedrez En su grave rincón, los jugadores rigen las lentas piezas. El tablero los demora hasta el alba en su severo ámbito en que se odian dos colores. Adentro irradian mágicos rigores las formas: torre homérica, ligero caballo, armada reina, rey postrero, oblicuo alfil y peones agresores.


Cuando los jugadores se hayan ido, cuando el tiempo los haya consumido, ciertamente no habrá cesado el rito. En el Oriente se encendió esta guerra cuyo anfiteatro es hoy toda la Tierra. Como el otro, este juego es infinito. Manuel Vázquez Montalbán (Barcelona, 1939 – Bangkok, 2003) Fragmento de Sabotaje olímpico Afortunadamente aquella prodigiosa trabazón de músculos permitió que Carvalho tirara de la jabalina desde atrás y la extrajera. Aunque Vera se desplomó momentáneamente, pronto se recuperó y trató de fingir una normalidad total. Carvalho depositó la jabalina ensangrentada en el jardín. Sin duda la habían arrojado desde el bosque, con una implacable precisión, mas no era momento de correr tras el agresor sino de detener la sangre que salía, más sólida que otras sangres, por los orificios de la herida de entrada y salida. Las taponaron como pudieron y subieron al coche en busca del primer hospital, pero al tomar la carretera de descenso hacia Barcelona, sobre el skay line de la ciudad vieron emerger extraños objetos, como si toda la Barcelona olímpica estuviera tirando la casa por la ventana. Por el camino fue recogiendo Carvalho muestras de los objetos voladores: martillos de competición, discos, jabalinas, pértigas, pelotas de fútbol, de tenis, de baloncesto, de ping pong... ¿Qué estaba pasando? Todo lo que en Carvalho era sorpresa, se trocaba en muda reserva en la culturista serbia. Ni siquiera apostillaba los comentarios de Carvalho. -Sin objetos voladores, el skay line de las ciudades no tendría sentido. Todo eso que vuela debe formar parte de la fiesta. […] -Es un secreto. Se ha descubierto que alguien ha trucado el utillaje olímpico. Los objetos de lanzamiento: jabalinas, martillos, discos... algunos han aparecido con motores miniatura de propulsión... las jabalinas con artefactos vibratorios microscópicos... las pelotas con cerebros y memorias que teledirigen sus 23

recorridos... Diabólico. Papá dice que es diabólico. Se nos había ocurrido el control antidoping de los deportistas, pero ¿y el de los objetos? -¿Hasta ahí están dispuestos a llegar con tal de ganar? […] ¿Qué sería de Cataluña sin las judías con butifarra o de España sin chorizo? Te he hablado de la flota submarina rebelde de la URSS que permanece lejos de la detección del sonar, a la espera de una decisión. No creas que es el único poder dispuesto a apoderarse de Barcelona antes de que terminen los Juegos. El Vaticano ha enviado un equipo completo de exorcistas disfrazados de corredores de marcha y preparan un comunicado sobre la diabolización de los Juegos Olímpicos. Se dice que el mismísimo papa polaco está en Barcelona de incógnito, disfrazado de lanzadora de jabalina checa. Carvalho no pudo reprimir la excitación. Entonces el atentado que sufriste... la jabalina... ¡El papa! -Pues debió ser sin querer... porque me han dicho que la lanza fatal. Es un metomentodo y ya se sabe, como dice un proverbio serbio: Quien mucho abarca poco aprieta. El papa está obsoleto, aunque se niegue a aceptarlo. Bush. Ése es peligroso. ¡Es más malo...! El presidente Bush duda entre tirar unas cuantas bombas inteligentes sobre Irak o sobre Barcelona, porque le han dicho que Barcelona está cerca de Bagdad y llena de iraquíes... ¿No te das cuenta de que el olimpismo es el internacionalismo más extendido y su gestualidad marcará el lenguaje y la conducta de los tiempos venideros? ¡Pásate a la revolución olimpiónica!


Gabriel Ferrater (Reus, 1922 -Sant Cugat del Vallés, 1972) Fragmento de Los juegos Me llego hasta el Club de Tenis Barcelona, que es un club de ricos, y voy mirando los coches que se alinean a la puerta, llenos de la buena voluntad de ser coches de ricos, como si dijéramos, de tener una cierta alma. Hay un MG esport, del nuevo modelo reducido que no hace mucho leí que habla sido hecho para une certaine couche d'acheteurs qui trouvent les modeles existants trop chers: y quiere decir los ricos barceloneses, Supongo. Voy bordeando la cerca. En una esquina hay un court mal dispuesto, donde confinan a los niños principiantes, y siempre se les caen las pelotas fuera. Sale el niño, muy rubio (y blanco inmaculado, Pues en el juego no pone mucha convicción). Se sobresalta cuando ve afuera unos algarrobos dramáticos y unos niños muy sucios que juegan a fútbol tan mal como él a tenis; Más vivamente, eso sí. Conoce el miedo y, desde la puerta busca con los ojos la pelota, y no deja su refugio hasta que la ha visto. La recoge, y vuelve corriendo, muerto de vergüenza si tropieza y se levanta el grito voraz de la chiquillería que acechaba un fallo del inocente.

Ray Loriga (Madrid, 1967) Fragmento de Trífero Como decíamos antes, Lotte s recuperó. Salió de la cama y se sintió como un oso después de un largo invierno. sujetó a su hijo entre los brazos y se puso a dar vueltas por la habitación. [...] Lotte quería patinar y patinaría aunque fuese lo último que hiciera en su vida. Para aquellos que no tuvieron la suerte de conocer a la enérgica Lotte todo este desgraciado episodio resultó más que confuso incomprensible. ¿A quién se le ocurre? dijeron los médicos, los vecinos, los periodistas y hasta la mismísima policía. Y aún coincidieron en otra pregunta: ¿Cómo es que nadie pudo impedirlo? Pues bien caballeros, por la sencilla razón, y no hay razón más poderosa, de que Lotte era una mujer ingobernable. Si Lotte quería patinar, patinaba, y poco le importaba entonces que apenas unos segundos antes hubiera estado postrada en la cama herida por un mal parto y una larga convalecencia. --Me siento más que capaz –dijo ella y se lanzó a buscar sus patines, ya que nadie parecía dispuesto a ir por ellos. Y lo cierto es que su condición física nada tuvo que ver con la naturaleza de su accidente, y que hasta el momento mismo en que se quebró el hielo bajo sus pies estuvo deslizándose por la superficie del lago con la gracia de los ángeles y hasta fue capaz, a modo de grande finale, de broche de oro de su propia trayectoria deportiva, de acometer con éxito figuras que durante sus años de competición se le habían resistido obstinadamente. Aquella mañana de marzo, con Saúl Trífero de testigo, Lotte brilló con la fuerza de la llama que está a un paso de apagarse y pretende, aún así, dejar prendido ese otro fuego que no se ve ni da calor, pero permanece vivo para siempre. Nunca se sabrá, nadie se puso de acuerdo, si el helo era demasiado fino, la mañana demasiado cálida, o el peso de Lotte, que había ganado quince quilos durante el embarazo y aún conservaba al menos siete,


excesivo. No puede negarse que una extraña ecuación se alió con el paso del tiempo en contra de la familia Happensauer, sus mujeres eran cada vez más grandes y los inviernos cada vez más cortos. [...] Acababa de cerrar Lotte la curva final de un remolino, cuando el sonido insignificante de una grieta abriéndose bajo sus cuchillas hizo temblar el valle entero. [...] el doctor Trífero, con su hijo en los brazos, vio hundirse en el hielo a la dulce Lotte, y contempló horrorizado cómo las aguas del lago Librick se la tragaron con el apetito de quien lleva años, tal vez siglos esperando una presa. Ariadna G. García (Madrid, 1977) Birger Wasenius El palacio de hielo es un clamor cuando se anuncia mi nombre por la megafonía: Birger Wasenius. Yo no miro a las gradas, donde sé que mis compatriotas agitan banderas, recuerdan mis medallas en los Juegos Olímpicos de Invierno del año 36 (en Alemania), y sienten un vínculo especial conmigo, con mis gestos y músculos, con cada una de las letras que contienen mi nombre; un afecto que ignoro si sabré corresponder. Yo me centro en la pista. Me aíslo. No existe nada fuera de mi cabeza. Ni siquiera mis rivales: el resto de patinadores. Cierro los ojos. Veo mi carrera. Los abro. Me mido con el hielo. Lo Desafío. El hielo y yo. El frío contra mi potencia. Un disparo. Explotan las voces de la gente, y el cuerpo sale en busca del destino. Por delante, 1500 metros, un futuro de gloria hacia el que avanzo. Las aspas de mis brazos me propulsan a gran velocidad. Tomo distancia. Soy un poderoso molino de tendones y sangre. Me persiguen. Escucho los jadeos a mi espalda, las cuchilladas que los patines infligen al suelo, las órdenes en ruso, los ladridos. Pero no me detengo. El sol arde en mis piernas. Me deslizo más rápido. Una vuelta. Faltan 500 metros. Dejo atrás una granja de renos, un río helado y una pieza de artillería; rota e inútil como un cadáver. Otro tiro. Sobre la superficie, el reflejo de mi figura.

Dos patinadores. La misma fuerza. También el mismo miedo. Ya no escucho las voces de las gradas. Sólo el sonido de mi respiración. Todavía me buscan. No distingo la meta en este bosque. Un árbol sigue a otro. Me he perdido. Con los disparos se desprende la nieve de los árboles. Gano segundos que no sé de que me servirán en esta huida. Correspondí al afecto de mis compatriotas. Seguro que se sienten orgullosos de mí, que sueñan con mi vida, con este cuerpo ágil y veloz que está siendo abatido en este instante. Juan Manuel Romero (Sevilla, 1984) Invitación al windsurf Canciones fáciles y bañadores luminosos anuncian el comienzo de un rito de frontera: adoramos a Eolo en la cresta de vértigo y la sal. Olores excesivos ensanchan los pulmones y la vista se puebla de azules imposibles. Para enfrentarse a las corrientes tan sólo [se precisa una tabla brillante como un arma cargada de futuro, y la complicidad del cuerpo más hermoso que en la arena se broncea infinitamente. Acrobacias inútiles sobre rugidos de agua: todo el verano es esta ola incandescente que quizás nos arrastre por rutas que los mapas desconocen En coches alquilados hemos viajado sin reposo tragando malas carreteras y hamburguesas baratas: no nos iremos sin rompernos el pecho contra el horizonte Es la fiebre del mar desmenuzando deseos como náufragos felices, y no temer que el Tiempo nos encuentre lejos de sólidos enclaves


Osvaldo Soriano (Mar del Plata, 1943 – Buenos Aires, 1997) Cuarteles de Invierno Cuando Sepúlveda llegó al ring, Rocha lo esperó en el centro, sin abrirle las cuerdas. El teniente primero se le acercó y le tendió la mano pero por todo saludo Rocha le dio un golpe en el antebrazo. Los aplausos fueron aflojando y la gente empezó a acomodarse en las sillas del ring-side y en las tablas de las tribunas […] Rocha le negó el saludo a su rival por segunda vez y se vino al rincón. Le sostuve los guantes mientras metía los puños y luego los até con fuerza. Quise ponerle el protector bucal pero lo rechazó apartando la cara. -Todavía no, viejo. Eso se pone con la campana. Yo estaba nervioso y la pelea me había despertado una ansiedad que me hizo olvidar todo lo ocurrido hasta entonces. Sonó un timbre corto y agudo Rocha mordió el protector y fue al centro del ring. Mientras bajaba por la escalerita de madera escuché la primera exclamación del público. Cuando me di vuelta, Sepúlveda rebotaba con gracia en las cuerdas y miraba el pecho de Rocha con la guardia baja. El primer ataque había sido nuestro, y al ver a Rocha bien plantado, tranquilo, me sentí un poco mejor. La gente comenzó a corear otra vez “Se-pul-ve-da” y el teniente tiró dos veces la zurda en directo a ver qué pasaba. Rocha se las apartó sin problema y sobre el final del round sacó una derecha corta que tocó a Sepúlveda en el hígado. -Bueno el pibe- me dijo mientras yo le pasaba una toalla por la cara. Estaba un poco agitado pero no supe si eso era normal al terminar el primer round. Rocha ganó clarito el segundo. Sepúlveda estaba un poco desconcertado y aunque se desplazaba con agilidad ligó tres buenas manos en la cara que le cambiaron el aspecto reposado que tenía al principio.

Fernando J. López (Barcelona, 1977 ) Spinning LAURA.- El spinning me ha cambiado la vida. Desde que hago spinning me siento mucho mejor. Mucho más yo. Conócete a ti misma, me decían mis amigas. Menudo coñazo. Laura, esta es Laura. Ya ves, como si no tuviera bastante con serlo ahora también tengo que conocerme. Por eso prefiero el spinning. Porque en el spinning me siento muy yo sin conocerme. Y antes del spinning no me sentía yo, me sentía más bien helecho, como los que decoran mi apartamento. Desde que me echaron a la calle, los cuido mucho más. Mi banco ha salido perdiendo con el despido, claro, pero mis helechos han salido ganando. Justicia poética, supongo. En realidad, lo único que echo de menos de mi trabajo es la hora de la salida. Hay gente que eso lo lleva fatal. Trabajar, digo. Pero a mí el momento de pasar la ficha por la ranura me parecía que le daba sentido a todo. Pasaba aquella ficha y, ¡milagro!, era libre. Ser libre suponía que durante las siguientes horas podía aburrirme en la más absoluta libertad. Leer una novela que generalmente no me interesaba, ver una película sobre gente que no tenía nada que ver conmigo, quedar con amigas para que hablasen sin ninguna consideración más que de sí mismas o sentarme delante de la televisión como mis helechos. Era maravilloso sentirse helecho... Incluso me apunte a un gimnasio para aburrirme aún más. Empecé con las clases de aeróbic, pero la música me impedía concentrarme. Demasiada salsa. Por eso probé con el spinning. El spinning es una palabra ridícula en mi gimnasio hay muchas de esas- que se traduce en clavarse durante sesenta minutos el sillín de una bicicleta estática a la vez que un monitor con ángulos rectos en vez de hombros te grita cosas que tú no entiendes y que, por supuesto, no sabes hacer bien. Como a mi monitor no lo entendía, me entretenía mirándole el cuadrado perfecto de


su espalda. Hubiera calibrado más partes de su cuerpo si hubiera exhibido sus pectorales dándose la vuelta, o si hubiera mostrado su culo levantándose del sillín. Pero no. Él pedaleaba mirándose a un espejo y yo en los espejos no miro casi nunca, no me vaya a encontrar dentro de uno de ellos y me lleve un disgusto al no poder salir. Así fue como me enamoré. De Santi -mi monitor-y de mi bicicleta. Santi estaba muy bueno y la bicicleta estaba muy bien paralizada. No creo que nada pueda dar más placer que una bicicleta estática. Una bicicleta que no te lleva a ninguna parte. Un aparato donde te agotas para no avanzar ni un solo milímetro. Te agotas y sabes que el esfuerzo es inútil. Que no has conseguido absolutamente nada. A mí eso me parece tan excitante como echar un polvo. Y es que aquel aparato era el resumen más perfecto de mi existencia. Toda yo era una bicicleta estática. Toda yo me había pasado la vida pedaleando sin avanzar. Y me miraba el reloj como una posesa hasta que se acababan los sesenta minutos de la sesión de bicicleta. O las ocho horas de trabajo en el museo. Y entonces me pasaba la toalla por la cara o la ficha por la ranura. Ni un avance. Pero eso sí, yo acababa sudando que daba gusto, porque en la bicicleta se suda un montón [...].

Pedro Lemebel (Santiago de Chile, 1952 – 2015) La historia de Margarito Tendría que arremangarme los años para recordar a Margarito, tan frágil como una golondrina crespa en la escuela pública de mi infancia. La escuelita Ochagavía, «nuestro norte luz y guía», voceaba el himno de la mañana escolar, ya borroso por los tierrales secos en la zona sur de Santiago, en esas nubes de polvo donde los niños machos pichangueaban el recreo; los hombrecitos proletarios, jugando juegos de hombres, brusquedades de hombres, palmetazos de hombres. Tan diminutos y ya ejercían las ventaja del machismo burlón, humillando a Margarito, riéndose de él porque no participaba del violento rito de la infancia obrera. Porque se mantenía distante mirando de lejos al cabrerío revoltoso revolcándose en el suelo, mancornados a puñetazos en la competencia matona de esa enana virilidad. Y parecía que Margarito, vaporoso, despreciaba profundamente la prepotencia de sus compañeros, esa única forma bruta de comunicarse que practican los hombres. Por eso se aislaba de los grupos en la soledad mocosa de anidarse un rincón lejos del patio. Margarito nunca reía en la bandada jilguera que animaba la mañana. Margarito no era feliz, como todos los niños a esa edad cuando el mundo es una pelota de barro azul. Margarito tenía los ojos grandes, siempre anegados a punto de llorar, al borde lagrimero de su penita; por cualquier cosa, por el chiste más insignificante soltaba la muda catarata de su llanto. Margarito era así, un pajarillo sentimental que regaba la tierra seca de mi escuela pobre. Margarito era el hazmerreír de la clase, el juego preferido de los cabros grandes que le gritaban «Margarito maricón puso un huevo en el cajón». No lo dejaban en paz con la letanía cruel de ese coro que no paraba hasta hacerlo llorar. Hasta que sus ojazos nerviosos se vidriaban con el amargo suero que hería sus mejillas. Margarito era así, un pétalo fino y lluvioso en


medio de la borrasca pioja del piñén estudiantil. A esa edad, cuando la niñez asume la perversión como un entretenido juego torturando al más débil, al más diferente del colegio, que escapaba al modelo masculino impuesto por padres y profesores. Y ese era el caso de Margarito, nombrado así, burlado así, por los pailones del curso que, groseros, imitaban su caminar de pichón amanerado, sus pasitos coligües cuando tenía que salir a la pizarra transpirando, como pisando huevos en su extraño desplazamiento de cigüeña cachorra rumbo a la patriarcal educación.

Osvaldo Picardo (Argentina, 1955) La mano de Dios La pelota escapa con la poca elegancia de una cabeza decapitada; rompe con leyes de quietud y buenos modales. Pudiera ser un domingo, por la tarde con calles vacías y silencio de pájaros. Pudiera ser en cualquier parte, en cualquier tiempo, efeméride patria y/o circo romano. Pero sólo fue en un lugar y un momento. La cosa es que el salto está todavía en el aire, en el extremo exhausto de un músculo contraído por una guerra y una derrota. En el sexto minuto nació, de un empatado segundo tiempo. Y en la ovación callada, Maradona por encima del Inglés se eleva. Después fue otro día, apenas salió el sol y se habló de la trampa y hasta de dios. en manos de un penalti. Por eso saben mucho de la felicidad y la belleza. No conviene que demos a estas cosas un valor excesivo. Son noventa minutos en un vaso de agua. Pero a mí me han quitado muchas veces la sed.


Rafael Alberti (Cádiz, 1902-1999) Oda a Platko

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Ni el mar, que frente a ti saltaba sin poder defenderte. Ni la lluvia. Ni el viento, que era el [que más rugía. Ni el mar, ni el viento, Platko, rubio Platko de sangre, guardameta en el polvo, pararrayos. No nadie, nadie, nadie. Camisetas azules y blancas, sobre el aire. Camisetas reales, contrarias, contra ti, volando y arrastrándote. Platko, Platko lejano, rubio Platko tronchado, tigre ardiente en la yerba de otro país. ¡ Tú, llave, Platko, tu llave rota, llave áurea caída ante el pórtico áureo ! No nadie, nadie, nadie, nadie se olvida, Platko. Volvió su espalda al cielo. Camisetas azules y granas flamearon, apagadas sin viento. El mar, vueltos los ojos, se tumbó y nada dijo. Sangrando en los ojales, sangrando por ti, Platko, por ti, sangre de Hungría, sin tu sangre, tu impulso, tu parada, tu salto temieron las insignias. No nadie, Platko, nadie, nadie se olvida. Fue la vuelta del mar. Fueron diez rápidas banderas incendiadas sin freno. Fue la vuelta del viento. La vuelta al corazón de la esperanza. Fue tu vuelta. Azul heroico y grana, mando el aire en las venas. Alas, alas celestes y blancas, rotas alas, combatidas, sin plumas, escalaron la yerba. Y el aire tuvo piernas, tronco, brazos, cabeza. ¡ Y todo por ti, Platko, rubio Platko de Hungría !

Y en tu honor, por tu vuelta, porque volviste el pulso perdido a la pelea, en el arco contrario al viento abrió una brecha. Nadie, nadie se olvida. El cielo, el mar, la lluvia lo recuerdan. Las insignias. Las doradas insignias, flores de los ojales, cerradas, por ti abiertas. No nadie, nadie, nadie, nadie se olvida, Platko. Ni el final: tu salida, oso rubio de sangre, desmayada bandera en hombros por el campo. ¡ Oh, Platko, Platko, Platko tú, tan lejos de Hungría ! ¿ Qué mar hubiera sido capaz de no llorarte ? Nadie, nadie se olvida, no, nadie, nadie, nadie.


Eduardo Galeano (1940-2015, Montevideo, Uruguay) Fragmentos de El fútbol a sol y sombra El hincha Una vez por semana, el hincha huye de su casa y acude al estadio. Flamean las banderas, suenan las matracas, los cohetes, los tambores, llueven las serpentinas y el papel picado: la ciudad desaparece, la rutina se olvida, sólo existe el templo. En este espacio sagrado, la única religión que no tiene ateos exhibe a sus divinidades. Aunque el hincha puede contemplar el milagro, más cómodamente, en la pantalla de la tele, prefiere emprender la peregrinación hacia este lugar donde puede ver en carne y hueso a sus ángeles batiéndose a duelo contra los demonios de turno. Aquí, el hincha agita el pañuelo, traga saliva, Glup, traga veneno, se come la gorra, susurra plegarias y maldiciones y de pronto se rompe la garganta en una ovación y salta como pulga abrazando al desconocido que grita el gol a su lado. Mientras dura la misa pagana, el hincha es muchos. Con miles de devotos comparte la certeza de que somos los mejores, todos los árbitros están vendidos, todos los rivales son tramposos. Rara vez el hincha dice: “Hoy juega mi club”. Más bien dice: “Hoy jugamos nosotros”. Bien sabe este jugador número doce que es él quien sopla los vientos de fervor que empujan la pelota cuando ella se duerme, como bien saben los otros once jugadores que jugar sin hinchada es como bailar sin música. Cuando el partido concluye, el hincha, que no se ha movido de la tribuna, celebra su victoria, qué goleada les hicimos qué paliza les dimos, o llora su derrota, otra vez nos estafaron, juez ladrón. Y entonces el sol se va y el hincha se va. Caen las sombras sobre el estadio que se vacía. En las gradas de cemento arden, aquí y allá, algunas hogueras de fuego audaz, mientras se van apagando las luces y las voces. El estadio se queda solo y también el hincha regresa a su soledad, yo que ha sido nosotros: el hincha se aleja, se dispersa, se pierde, y el domingo es

melancólico como un miércoles de ceniza después de la muerte del carnaval. El fanático El fanático es el hincha en el manicomio. La manía de negar la evidencia ha terminado por echar a pique a la razón y a cuanta cosa se le parezca, y a la deriva navegan los restos del naufragio en estas aguas hirvientes, siempre alborotadas por la furia sin tregua. El fanático llega al estadio envuelto en la bandera del club, la cara pintada con los colores de la adorada camiseta, erizado de objetos estridentes y contundentes, y ya por el camino viene armando mucho ruido y mucho lío. Nunca viene solo. Metido en la barra brava, peligroso ciempiés, el humillado se hace humillante y da miedo el miedoso. La omnipotencia del domingo conjura la vida obediente del resto de la semana, la cama sin deseo, el empleo sin vocación o el ningún empleo: liberado por un día, el fanático tiene mucho que vengar. En estado de epilepsia mira el partido, pero no lo vi. Lo suyo es la tribuna. Ahí está su campo de batalla. La sola existencia del hincha de otro club constituye una provocación inadmisible. El Bien no es violento pero el Mal lo obliga. El enemigo, siempre culpable, merece que le retuerzan el pescuezo. El fanático no puede distraerse, porque el enemigo acecha por todas partes. También está dentro del espectador callado, que en cualquier momento puede llegar a opinar que el rival está jugando correctamente, y entonces tendrá su merecido.

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Ramón Cote Baraibar (Colombia, 1963) Futbolistas en la playa

Juan Tallón (Vilardevós, 1975) Un dandi del arbitraje

A esa hora final de la tarde una docena de jóvenes jugaban un partido de fútbol frente a la playa del hotel. Mientras el sol se hundía cada vez más en el mar, sobre la orilla corrían a toda velocidad persiguiendo a gritos el balón y levantando entre sus pies descalzos una multitud de nubes de arena tenidas, traspasadas por una luz completamente roja, como si toda la playa ardiera bajo sus plantas, como si se hubiera declarado un incendio en medio de esta orilla al sur del Caribe.

Los días que no te dan una paliza, o te pinchan las ruedas del coche, es maravilloso ser árbitro en esas categorías en las que a veces el fútbol ni siquiera es fútbol, pero a cada partido parece a punto de inventarse. No sabes bien por qué eres árbitro, y eso ya es fascinante. Hace algunos años conocí a un tipo que pitaba en ligas provinciales, diversión que compaginaba redactando notas deportivas para un periódico local. En cierta ocasión le encargaron escribir una crónica del partido que iba a arbitrar ese día. Tuvo una tarde aciaga y perjudicó a los dos equipos seriamente, y en un gesto de honestidad descomunal, arrancó su crónica con una frase que devolvía la fe en la humanidad: “Desastroso arbitraje…”.

Los jugadores, desfiguradas sus sombras [sobre las dunas, ignoraban que en ese mismo instante mi hija menor y yo los mirábamos [desde una terraza, siendo testigos de esa tarde irrepetible. Cuando vimos entre las brasas, entre [los últimos rayos de luz rasante de ese atardecer, en la arena de fuego fugaz, el momento en el que esta [parte del mundo se convirtió en un lugar habitado por una docena de dioses que nos señalaban que aquí en la tierra también era posible [hallar el paraíso.

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Algunos heroísmos no necesitan héroes, sino personas dispuestas a arriesgar un domingo por la tarde a cambio de nada. Su amor por el fútbol no les deja quedarse en casa viendo True detective en pijama. La tarde adquiere otra textura cuando llegan al campo, comprueban que hay puerta trasera, por si tienen que escapar, reciben los primeros insultos... Hay sufrimientos que, en el fondo, son pasiones, y por esa razón el árbitro de regional comparece el domingo tras una semana en la que ejerció de profesor de matemáticas, o conductor de autobuses, o cuidador de personas con alzhéimer. A veces el fútbol se parece a aquella enfermedad larga, mortal y divertida que queríamos tener cuando éramos niños, para no ir al colegio.


Maxi Rodríguez (Asturias, 1965) Fragmento de Oé, oé, oé TOÑITO.- (Resuelto) ¿Me comprendes si te digo que a partir de ahora tú serás muy importante para mí, un modelo a seguir, un guía especial, ese alguien que cuando estás desorientado ilumina tu camino y te ayuda a vivir?, ¿me comprendes, Veranio?. VERANIO.- Acojonao. Acabas de dejarme totalmente acojonao. TOÑITO.- (A sus pies) Quiero que me enseñes, Veranio; que me expliques tus conocimientos, que... VERANIO.- Que ya está bien, joder, que ya está bien; ni que yo fuera Edson Arantes do Nascimento. TOÑITO.- ¿Qué? VERANIO.- Que no soy Pelé, cojones, que no soy Pelé. Aunque si tanto insistes, te explicaré cómo plantearía yo el partido, a ver si te duermes de una puta vez y me dejas en paz. Porque, campeón, vas a acabar poniéndome la cabeza como un bombo. (Revuelve la mochila y comienza a sacar objetos que irá situando rapidísimamente en diversos puntos del suelo) Fíjate bien, eh: la fiambrera y el sacacorchos juegan de laterales, la bota y el transistor en medio de la defensa, el jamón por delante, la toalla y el botiquín en el centro, los mejillones adelantados en las bandas, y el neceser en punta. Es decir... TOÑITO.- (Alucinado) ¿Es decir? VERANIO.- Un 5-4-1, joder, ¡un 5-4-1!. Y entonces... TOÑITO.- (Ingenuo) ¿Entonces no hay portero? VERANIO.- ¡Mecagon la puta!, pero bueno... ¿pero tú estás empeñado en tocarme los cojones o qué? TOÑITO.- Yo... yo... VERANIO.- ¡Portero!. Pues claro que hay portero, se supone que haya un portero, ¿no?. ¡Es obvio, no te jode! ¡La puta su madre!, a última hora voy a terminar hablando como el memo este, hay que joderse. TOÑITO.- Perdona, perdona.

VERANIO.- El bombo. TOÑITO.- ¿Qué? VERANIO.- El bombo hará de Zubizarreta, ¿estás de acuerdo? TOÑITO.- Lo que tú digas, Veranio. VERANIO.- ¿Cómo que lo que yo diga?, a mí no me des la razón como a los borrachos, eh. (Para sí) ¡Qué paciencia, coño! TOÑITO.- Tranquilo, Veranio; no te enfades conmigo, hombre. VERANIO.- ¡Qué paciencia hay que tener! ¡Prefiero tratar con alevines!. Vamos a ver, alma cándida: ¿qué pasaría si tal como está ahora la alineación quitamos el jamón de en medio, pasamos la fiambrera al centro de la defensa, metemos el sacacorchos de libre, retrasamos la bota y hacemos que el neceser bascule hacia la banda como falso extremo izquierda, eh. ¿Qué pasaría?, ¿qué pasaría? TOÑITO.- No sé... no sé qué decirte. VERANIO.- ¿Ves?: ni puta idea. Tú de futbol, ni puta idea. Lo que Veranio te diga. TOÑITO.- Ya, ya... VERANIO.- ¿Que "ya ya" ni qué mi madre?. (Quitándose la gorra) Hay que pensar con esta, con esta...Si hasta un recién nacido se daría cuenta de que ahí está el problema? TOÑITO.- ¿Dónde? VERANIO.- (Señala) Ahí, joder, ahí. TOÑITO.- ¿En la toalla? VERANIO.- No jodas. TOÑITO.- ¿Los mejillones, quizá? VERANIO.- ¡Entre el sacacorchos y la fiambrera, hijo mío!. Entre el sacacorcho y la fiambrera. TOÑITO.- Ah. VERANIO.- ¿Te das cuenta de que no se puede estar todo el partido sacrificando a los mejillones, llámense Voro o Camarasa, llámense Luis Enrique o Rafa Alkorta, si no hay nadie que les meta balones a las bandas, que organice el juego, que busque la diagonal y la puta su madre?. ¿Te das cuenta por qué? TOÑITO.- Sí, sí. VERANIO.- ¿Te das cuenta? TONITO.- No. VERANIO.- ¿No ves que faltando el jamón,

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que es la pieza clave del equipo, el que lleva "la manija", el que controla todo el juego, ahí en el centro queda un espacio vacio, una zona de nadie que puede ser la perdición?, como le pasó al Steaua de Bucarest cuando perdió la final de la Copa de Europa contra el Milán, en el año 89, igual: por andar haciendo el pijo, con pases en corto (controla hábilmente la fiambrera entre sus piernas) sin crear peligro por las bandas (golpea "de rosca" el sacacorchos) y sin contener y sin ¡¡¡nada de nada"!!!. (Alza el neceser en parábola y lo atrapa con las dos manos por el aire realizando una "palomita" genial) (Pausa. Tendido en el suelo, jadeante) ¿Entiendes ahora por qué es la hostia que no juegue el jamón,

quiero decir, que no juegue Caminero? TOÑITO.- Hum... (Se ha puesto a comer un yogurt) VERANIO.- ¿Lo entiendes? ¡Mecagon la puta! ¡Mecagon...! TOÑITO.- ¿Qué...qué pasa? VERANIO.- Pero bueno, pero... ¡la puta su madre! TOÑITO.- ¿Qué? VERANIO.- Toñito, no me jodas. TOÑITO.- ¿Qué pasa? VERANIO.- ¡Lo que faltaba!. Si llego a saber que hay yogures ahí dentro, fíjate bien, hubiera "lanzao" la puta mochila por la ventanilla del tren.

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