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Luces de Bohemia Instituto Cervantes de Praga

Encuentros Literarios - Literární setkání



Eros en la palabra IV Erotika v literatuře - Literatura erótica. Praga 12.5.2014 Lectura de textos a cargo de: Margarita Yanina Alena Schindlerová Julie Pištejová Veronika Stefanová Ondřej Hrach Sigfrido Vázquez Rolando Garduño

Ángel Corbacho Jorge Villanueva Carla Mizzau Jana Mrkvová Mirek Schlaichert Denisa Skodová Elena Buixaderas

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Invitada/host: Kateřina Kováčová Música/hudba: El checo Prusa & Jaroslav Svítek Gabriel García Márquez (1927, Aracataca – 2014, México D.F.) Fragmento de Cien años de Soledad En aquel Macondo olvidado hasta por los pájaros, donde el polvo y el calor se habían hecho tan tenaces que costaba trabajo respirar, recluidos por la soledad y el amor y por la soledad del amor en una casa donde era casi imposible dormir por el estruendo de las hormigas coloradas, Aureliano y Amaranta Úrsula eran los únicos seres felices, y los más felices sobre la tierra. ….. Desde la tarde del primer amor, Aureliano y Amaranta Úrsula habían seguido aprovechando los escasos descuidos del esposo, amándose con ardores amordazados en encuentros azarosos y casi siempre interrumpidos por regresos imprevistos. Pero cuando se vieron solos en la casa sucumbieron en el delirio de los amores atrasados. Era una pasión insensata, desquiciante, que hacía temblar de pavor en su tumba a los huesos de Fernanda, y los mantenía en un estado de

exaltación perpetua. Los chillidos de Amaranta Úrsula, sus canciones agónicas, estallaban lo mismo a las dos de la tarde en la mesa del comedor, que a las dos de la madrugada en el granero. «Lo que más me duele -reía- es tanto tiempo que perdimos.» En el aturdimiento de la pasión, vio las hormigas devastando el jardín, saciando su hambre prehistórica en las maderas de la casa, y vio el torrente de lava viva apoderándose otra vez del corredor, pero solamente se preocupó de combatirlo cuando lo encontró en su dormitorio. Aureliano abandonó los pergaminos, no volvió a salir de la casa, y contestaba de cualquier modo las cartas del sabio catalán. Perdieron el sentido de la realidad, la noción del tiempo, el ritmo de los hábitos cotidianos. Volvieron a cerrar puertas y ventanas para no demorarse en trámites de desnudamientos, y andaban por la casa como siempre quiso estar Remedios, la bella, y se revolcaban en cueros en los barrizales del patio, y una tarde estuvieron a punto de ahogarse cuando se amaban en la alberca. En


poco tiempo hicieron más estragos que las hormigas coloradas: destrozaron los muebles de la sala, rasgaron con sus locuras la hamaca que había resistido a los tristes amores de campamento del coronel Aureliano Buendía, y destriparon los colchones y los vaciaron en los pisos para sofocarse en tempestades de algodón. Aunque Aureliano era un amante tan feroz como su rival, era Amaranta Úrsula quien comandaba con su ingenio disparatado y su voracidad lírica aquel paraíso de desastres, como si hubiera concentrado en el amor la indómita energía que la tatarabuela consagró a la fabricación de animalitos de caramelo. Además, mientras ella cantaba de placer y se moría de risa de sus propias invenciones, Aureliano se iba haciendo más absorto y callado, porque su pasión era ensimismada y calcinante. Sin embargo, ambos llegaron a tales extremos de virtuosismo, que cuando se agotaban en la exaltación le sacaban mejor partido al cansancio. Se entregaron a la idolatría de sus cuerpos, al descubrir que los tedios del amor tenían posibilidades inexploradas, mucho más ricas que las del deseo. Mientras él amasaba con claras de huevo los senos eréctiles de Amaranta Úrsula, o suavizaba con manteca de coco sus muslos elásticos y su vientre aduraznado, ella jugaba a las muñecas con la portentosa criatura de Aureliano, y le pintaba ojos de payaso con carmín de labios y bigotes de turco con carboncillo de las cejas, y le ponía corbatines de organza y sombreritos de papel plateado. Una noche se embadurnaron de pies a cabeza con melocotones en almíbar, se lamieron como perros y se amaron como locos en el piso del corredor, y fueron despertados por un torrente de hormigas carniceras que se disponían a devorarlos vivos.

Fragmento de Memoria de mis putas tristes La única relación extraña fue la que mantuve durante años con la fiel Damiana. Era casi una niña, aindiada, fuerte y montaraz, de palabras breves y terminantes, que se movía descalza para no disturbarme mientras escribía. Recuerdo que yo estaba leyendo La lozana andaluza en la hamaca del corredor, y la vi por casualidad inclinada en el lavadero con una pollera tan corta que dejaba al descubierto sus corvas suculentas. Presa de una fiebre irresistible se la levanté por detrás, le bajé las mutadas hasta las rodillas y la embestí en reversa. Ay, señor, dijo ella, con un quejido lúgubre, eso no se hizo para entrar sino para salir. Un temblor profundo le estremeció el cuerpo, pero se mantuvo firme. Humillado por haberla humillado quise pagarle el doble de lo que costaban las más caras de entonces, pero no aceptó ni un ochavo, y tuve que aumentarle el sueldo con el cálculo de una monta al mes, siempre mientras lavaba la ropa y siempre en sentido contrario". Fragmento de El amor en los tiempos de cólera -Nunca he podido entender cómo es ese aparato -dijo. Entonces él se lo explicó en serio con su método magistral, mientras le llevaba la mano por los sitios que mencionaba, y ella se la dejaba llevar con una obediencia de alumna ejemplar. Él sugirió en un momento propicio que todo aquello era más fácil con la luz encendida. Iba a encenderla, pero ella le detuvo el brazo, diciendo: “Yo veo mejor con las manos”. En realidad quería encender la luz, pero quería hacerlo ella y sin que nadie se lo ordenara, y así fue. Él la vio entonces en posición fetal, y además cubierta con la sábana, bajo la claridad repentina. Pero la vio agarrar otra vez sin remilgos el animal de su curiosidad, lo volteó al derecho y al revés, lo observó con un interés que ya empezaba a parecer más que científico, y dijo en


conclusión: “Cómo será de feo, que es más feo que lo de las mujeres”. Él estuvo de acuerdo, y señaló otros inconvenientes más graves que la fealdad. Dijo: “Es como el hijo mayor, que uno se pasa la vida trabajando para él, sacrificándolo todo por él, y a la hora de la verdad termina haciendo lo que le da la gana”. Ella siguió examinándolo, preguntando para qué servía esto, y para qué servía aquello, y cuando se consideró bien informada lo sopesó con las dos manos, para probarse que ni siquiera por el peso valía la pena, y lo dejó caer con un esguince de menosprecio. -Además, creo que le sobran demasiadas cosas-dijo. Antonio Cisneros (Lima, 1942 - 2012) Para hacer el amor Para hacer el amor debe evitarse un sol muy fuerte sobre los ojos [de la muchacha tampoco es buena la sombra si el lomo [del amante se achicharra para hacer el amor. Los pastos húmedos son mejores que [los pastos amarillos pero la arena gruesa es mejor todavía. Ni junto a las colinas porque el suelo es [rocoso ni cerca de las aguas. Poco reino es la cama para este buen amor. Limpios los cuerpos han de ser como [una gran pradera: que ningún valle o monte quede oculto y [los amantes podrán holgarse en todos sus caminos. La oscuridad no guarda el buen amor. El cielo debe ser azul y amable, limpio [y redondo como un techo y entonces la muchacha no vera el Dedo de Dios. Los cuerpos discretos pero nunca en reposo, los pulmones abiertos, las frases cortas. Es difícil hacer el amor pero se aprende.

Gioconda Belli (Nicaragua, 1948) Pequeñas lecciones de erotismo I Recorrer un cuerpo en su extensión de vela Es dar la vuelta al mundo Atravesar sin brújula la rosa de los vientos Islas golfos penínsulas diques de aguas [embravecidas No es tarea fácil - sí placentera No creas hacerlo en un día o noche de sábanas [explayadas Hay secretos en los poros para llenar muchas [ lunas III Repasa muchas veces una extensión Encuentra el lago de los nenúfares Acaricia con tu ancla el centro del lirio Sumérgete ahógate distiéndete No te niegues el olor la sal el azúcar Los vientos profundos cúmulos nimbus [de los pulmones Niebla en el cerebro Temblor de las piernas Maremoto adormecido de los besos VI Escucha caracola del oído Como gime la humedad Lóbulo que se acerca al labio sonido [de la respiración Poros que se alzan formando diminutas [montañas Sensación estremecida de piel insurrecta [al tacto Suave puente nuca desciende al mar pecho Marea del corazón susúrrale Encuentra la gruta del agua VIII Aspira suspira Muérete un poco Dulce lentamente muérete Agoniza contra la pupila extiende el goce Dobla el mástil hincha las velas Navega dobla hacia Venus estrella de la mañana - el mar como un vasto cristal azogado duérmete náufrago.


Federico Andahazi (Buenos Aires, Argentina, 1963) Fragmento de El Anatomista La hipótesis que mejor se ajustaba a la situación era el hermafroditismo […] Llevado por la pura intuición, el anatomista tomó entre el índice y el pulgar aquella innominada parte y, con el índice de la otra mano, comenzó a frotar suavemente el diminuto "glande", rojo e inflamado. La primera reacción que Mateo Colón pudo comprobar fue que toda la musculatura del cuerpo de la enferma -que hasta entonces permanecía completamente laxa- cobró una súbita e involuntaria tensión, a la vez que aquel órgano aumentaba un poco más en tamaño y se conmovía en breves contracciones. -¡Se mueve! -gritó Bertino. -¡Silencio! ¿O acaso quieres enterar al abad? Mateo Colón no dejaba de frotar entre sus dedos aquella protuberancia, como quien frota una rama contra una piedra para obtener fuego. De pronto, como si finalmente hubiese conseguido encender la chispa de la hoguera, todo el cuerpo de Inés se conmovió en una gran convulsión que le hizo levantar las caderas, quedando sostenida por los tobillos y la nuca, semejando un arco. Poco a poco, su cintura empezó a moverse, siguiendo la regularidad, el ritmo de los dedos del anatomista. La respiración de Inés se agitó; el corazón, se diría, le galopaba dentro del pecho y todo su cuerpo brilló súbitamente con un sudor general, reproduciendo, en virtud de aquella frotación que le prodigaba el anatomista, cada uno de los penosos síntomas que la sobresaltaban por las noches. Sin embargo, pese a que Inés se mantenía inconsciente, no se diría que aquella sesión le resultara, precisamente, penosa. La respiración de Inés fue cobrando un sonido ahogado que devino en un jadeo sonoro. Su exánime gesto se transformó en una mueca lasciva: la boca, entreabierta, dejaba ver la lengua agitándose entre las comisuras de los labios. -¿Cómo os atrevéis? -murmuraba a la vez que

se pasaba su propia lengua por los pezones-. Que soy mujer casta -decía y se humedecía los dedos en los labios. -¿Cómo os atrevéis? -suspiraba y entonces abría las piernas cuanto podía-. Que soy madre de tres -decía sin dejar de frotarse los pezones y que "cómo os atrevéis", imploraba y entonces dejaba hacer […]. - ¿Cómo os atrevéis? -murmuraba Inés-. Que ni siquiera os he visto nunca antes... Roberto Bolaño (Santiago de Chile 1953 – Barcelona 2003) Compañeros de celda Tuve la impresión de que Sofía estaba visitando a todos sus ex amantes. Tuve la impresión de que se estaba despidiendo de ellos, una despedida carente de placidez o aceptación. Cuando hacíamos el amor comenzaba con un aire ausente, como si la cosa no fuera con ella, aunque luego se dejaba ir y terminaba corriéndose innumerables veces. Entonces se ponía a llorar y yo le preguntaba por qué lloraba. Porque soy una coneja, decía, tengo el alma en otra parte y sin embargo no puedo evitar correrme. No exageres, le decía, y seguíamos haciendo el amor. Besar su cara bañada en lágrimas era delicioso. Todo su cuerpo ardía, se arqueaba, como un trozo de metal al rojo vivo, pero sus lágrimas eran tan sólo tibias, y al bajar, o cuando yo las reconocía y untaba sus pezones con ellas, se helaban. Vicente Aleixandre (España, 1898-1984) El sexo Entre las piernas suaves pasa un río, lecho insinuado para el agua viva; entre la fresca sombra o un humo quedo que en el terso crepúsculo está inmóvil. Entre los muslos, sólo el tiempo quieto, el tiempo que no pasa, eternamente, inmortal, sin nacer, entre las sombras. Entre las piernas bellas sólo un río en el fondo se siente cruzar único. Agua oscura sin tiempo que no nace y que sobre la tierra desemboca.


Oh, hermosa conjunción de sangre y flor, botón secreto que en la luz perfuma el nacimiento de la luz creciendo de entre los muslos de la bella echada. Ruda moneda o sol que exhala el día naciendo de ese cuerpo dolorido, presto al amor cuando el cenit empuje al adversario que agresivo avanza. Misterio entonces del ocaso ardiente cuando como en caricia el rayo ingrese en la sima voraz y se haga noche : noche perfecta de los dos amantes. Iñaki Echarte Vidarte (1977, Pamplona) Fragmento de Blues y otros cuentos Después pasaron ciertas cosas que yo no sabía que pudieran pasar, cosas que me gustaron, que me sorprendieron y que ni siquiera me había planteado que pudieran hacerse. Me dejé llevar; se notaba que Aritz tenía experiencia, que sabía lo que hacía. Recuerdo que me reí mucho, que fue divertido. Recuerdo que, por primera vez, me gustaba el color de mi piel, tan blanca junto a su piel morena; me gustaba el contraste. Por primera vez dejé de darle importancia a mis músculos largos, quizás porque Aritz sólo dijo cosas bonitas de mi cuerpo. Recuerdo que me gustaba el tacto de su piel, su pene palpitante, sus besos calientes, la suavidad de sus manos fuertes. Me gustaba su sonrisa, me hacía cosquillas en el pecho. Me gustaba sentir su peso sobre mi cuerpo. Me gustaba jugar a pelearme con él y acabar enredados en posturas imposibles. Recuerdo que nos quedamos dormidos abrazados. Y que, a la mañana siguiente, estuve observándole de pie junto a la cama. Y que me acerqué y le desperté con un beso. Y que Aritz me sonrió agradecido. Y que cuando se marchó de la habitación me sentí, tontamente, algo triste.

Quim Monzó (Barcelona, 1952) La sumisión, de El porqué de las cosas Tengo las cosas muy claras. Busco, y buscaré hasta que lo encuentre, un hombre de verdad, que vaya al grano, que no pierda el tiempo en detalles galantes, en gentilezas inútiles. Quiero un hombre que no preste atención a lo que yo pueda contarle, pongamos, en la mesa, mientras comemos. No soporto a los que intentan hacerse los comprensivos y dicen que quieren compartir mis problemas. Quiero un hombre que no se preocupe por mis sentimientos. Ni de púber soportaba a los pipiolos que se pasaban el día hablándome de amor. ¡De amor! Quiero un hombre que nunca me hable de amor, que no me diga nunca que me quiere. Me resulta patético, un hombre con los ojos enamorados y diciendo: “Te quiero”. Ya se lo diré yo, y se lo diré a menudo, porque lo querré de veras y cuando se lo diga recibiré, complacida la mirada de compasión que él me dirigirá. Ésa es la clase de hombre que quiero. Un hombre que en la cama me use a su antojo. Sin preocuparse por mí, porque mi placer será el que él obtenga. No hay nada que me saque más de quicio que esos hombres que, en un momento u otro de la cópula, se interesan por si has llegado o no al orgasmo. Eso sí: tiene que ser un hombre inteligente, que tenga éxito, con una vida propia e intensa. Que viaje y que tenga otras mujeres. A mí no me importa, porque ese hombre sabrá que, con un simple silbido, siempre me tendrá a sus pies para lo que quiera mandar. Porque quiero que me mande. Quiero un hombre que me meta en cintura, que me domine. Que cuando le dé la gana me manosee sin miramientos delante de todo el mundo. Y que, si por esas cosas de la vida tengo un acceso de pudor, me estampe una bofetada sin importarle que nos estén mirando. Quiero que también me pegue en casa, en parte porque me gusta, disfruto como una loca cuando me pegan, y en parte porque estoy convencida de que, con toda esta oferta, no podrá prescindir jamás de mí.


Nicolás Guillén (Cuba 1902-1989) Piedra de horno La tarde abandonada gime deshecha en lluvia. Del cielo caen recuerdos y entran por la ventana. Duros suspiros rotos, quimeras lastimadas. Lentamente va viniendo tu cuerpo. Llegan tus manos en su órbita de aguardiente de caña; tus pies de lento azúcar quemados por la danza, y tus muslos, tenazas del espasmo, y tu boca, sustancia comestible y tu cintura de abierto caramelo. Llegan tus brazos de oro, tus dientes [sanguinarios; de pronto entran tus ojos traicionados; tu piel tendida, preparada para la siesta: tu olor a selva repentina; tu garganta gritando –no sé, me lo imagino-, gimiendo -no sé, me lo figuro-, quemándose- no sé, [supongo, creo; tu garganta profunda retorciendo palabras prohibidas. Un río de promesas desciende de tu pelo, se demora en tus senos, cuaja al fin en un charco de melaza en tu vientre, viola tu carne firme de nocturno secreto. Carbón ardiente y piedra de horno en esta tarde fría de lluvia y de silencio. Carlos Fuentes (Ciudad de Panamá, 1928 México, 2012) Fragmento de Aura Tú sientes el agua tibia que baña tus plantas, las alivia, mientras ella te lava con una tela gruesa, dirige miradas furtivas al Cristo de madera negra, se aparta por fin de tus pies, te toma de la mano, se prende unos capullos de violeta al pelo suelto, te toma entre los brazos y canturrea esa melodía, ese vals que tú bailas con ella, prendido al susurro de su voz, girando al ritmo lentísimo, solemne, que ella te impone, ajeno a los movimientos ligeros de sus manos, que te desabotonan la camisa, te acarician el pecho,

buscan tu espalda, se clavan en ella. También tú murmuras esa canción sin letra, esa melodía que surge naturalmente de tu garganta: giran los dos, cada vez más cerca del lecho; tu sofocas la canción murmurada con tus besos hambrientos sobre la boca de Aura, arrestas la danza con tus besos apresurados sobre los hombros, los pechos de Aura. Tienes la bata vacía entre las manos. Aura, de cuclillas sobre la cama, coloca ese objeto contra los muslos cerrados, lo acaricia, te llama con la mano. Acaricia ese trozo de harina delgada, lo quiebra sobre sus muslos, indiferentes a las migajas que ruedan por sus caderas: te ofrece la mitad de la oblea que tú tomas, llevas a la boca al mismo tiempo que ella, deglutes con dificultad: caes sobre el cuerpo desnudo de Aura, sobre sus brazos abiertos, extendidos de un extreme al otro de la cama, igual que el Cristo negro que cuelga del muro con su faldón de seda escarlata, sus rodillas abiertas, su costado herido, su corona de brezos montada sobre la peluca negra, enmarañada, entreverada con lentejuela de plata. Aura se abrirá como un altar. Octavio Paz (México 1914-1998) Cuerpo a la vista Y las sombras se abrieron otra vez y mostraron [un cuerpo: tu pelo, otoño espeso, caída de agua solar, tu boca y la blanca disciplina de sus dientes [caníbales, prisioneros en llamas, tu piel de pan apenas dorado y tus ojos de [azúcar quemada, sitios en donde el tiempo no transcurre, valles que sólo mis labios conocen, desfiladero de la luna que asciende [a tu garganta entre tus senos, cascada petrificada de la nuca, alta meseta de tu vientre, plata sin fin de tu costado. […]


Entre tus piernas hay un pozo de agua [dormida, bahía donde el mar de noche se aquieta, [negro caballo de espuma, cueva al pie de la montaña que esconde [un tesoro, boca del horno donde se hacen las hostias, sonrientes labios entreabiertos y atroces, nupcias de la luz y la sombra, de lo visible [y lo invisible (allí espera la carne su resurrección [y el día de la vida perdurable) Patria de sangre, única tierra que conozco y me conoce, única patria en la que creo, única puerta al infinito. Gioconda Belli (Nicaragua, 1948) El país de las mujeres La tomó de la mano, la llevó al balcón y allí mismo le dio un beso tan largo que cuando la soltó, ella perdió el equilibrio. Rieron. Él la abrazó, la pegó contra él, le metió la nariz en el pelo. Abrazados miraron el mar. Le gustaba Uruguay, dijo Emir, él había nacido en el Brasil, pero se había criado entre Venezuela y Montevideo. Hacía mucho que Viviana no estaba con un hombre. El abrazo de Emir lanzó su sangre al galope. Sintió la peculiar sensación de deseo en el vientre. Él no la soltaba. Abrazada la llevó hasta la cama. Ella se sentó al borde. Él le quitó el saco. Le bajó una de las hombreras de la blusa, le besó levemente los hombros. ¿Cuál sería su ponencia?, le preguntó mientras la besaba suavemente esta vez en la boca. Las maneras femeninas del poder, dijo ella desabrochándole un botón de la camisa. ¿Y qué esperaba ella de la conferencia?, preguntó sacándole la blusa por la cabeza, rozando con su índice el borde de los pechos. Quiero conocer gente que me ayude, dijo ella mientras él le desabrochaba el brasier. ¿Gente que te ayude?, dijo él tomándole los pechos en las manos, mirándolos como si fueran un tesoro recién descubierto. Sí, que me ayude a financiar el partido y a establecer contactos,

dijo ella sintiendo que se desmadejaba toda bajo sus besos cortos, húmedos, picándola toda, aleteando sobre su piel como un colibrí. Me lo vas a dejar a mí, dijo él deslizándole el pantalón por las caderas, besándole el ombligo. Te lo voy a dejar a vos, dijo Viviana, ya desnuda, terminando de desnudarlo a él. Sí, dijo él, me lo vas a dejar a mí, yo cabalgaré con vos en esta quijotada, susurró apretándola contra él, suavemente restregando su cuerpo contra el de ella, besándole los hombros, el cuello, las orejas. Hablemos mejor mañana, dijo ella riéndose bajito, totalmente expuesta, las mejillas ardiendo, la piel despierta de principio a fin. Como quieras, dijo él empujándola suavemente hasta dejarla horizontal sobre la cama, besándole las piernas, las rodillas, lentamente haciendo camino hasta su entrepierna donde se perdió goloso, reconociéndola despacio, dibujando el anturio de su sexo suavemente en círculos, suave y pacientemente, con una delicadeza magnífica que ella asimiló casi sin moverse, temerosa de cortar el ritmo lento y perezoso de sus movimientos que a ella le recordaron, por alguna razón, el pan con mantequilla, la jalea, todas las delicias y los manjares de la vida. Finalmente él apuró el paso, el colibrí picoteó rápido y leve la flor más escondida y con un gemido ella se arqueó mientras el temblor del orgasmo la recorría de punta a punta. Mario Vargas Llosa (Arequipa, Perú 1936) Fragmento de Elogio a la madrastra –¿Qué es esto? ¿Qué es esto? –exclamo dona Lucrecia, apresándola, estirándola, soltándola, recuperándola. Mira lo que me he encontrado, pues, vaya sorpresa. Don Rigoberto ya la había encaramado sobre él y la besaba con delectación, sorbiéndole los labios, separándoselos. Largo rato, con los ojos cerrados, mientras sentía la punta de la lengua de su marido explorando la cavidad de su boca, paseando por las encías y el paladar, afanándose por gustarlo y conocerlo todo, dona Lucrecia estuvo sumida en un


atontamiento feliz, sensación densa y palpitante que parecía ablandar sus miembros y abolirlos, haciéndola flotar, hundirse, girar. En el fondo del torbellino placentero que era ella, la vida, como asomando y desapareciendo en un espejo que pierde su azogue, se delineaba a ratos una carita intrusa, de ángel rubicundo. Su marido le había levantado el camisón y le acariciaba las nalgas, en un movimiento circular y metódico, mientras le besaba los pechos. Lo oía murmurar que la quería, susurrar tiernamente que con ella había empezado para él la verdadera vida. Dona Lucrecia lo beso en el cuello y mordisqueo sus tetillas hasta oírlo gemir; luego, lamió despacito aquellos nidos que tanto lo exaltaban y que don Rigoberto había lavado y perfumado cuidadosamente para ella antes de acostarse: las axilas. Lo oyó ronronear como un gato mimoso, retorciéndose bajo su cuerpo. Apresuradas, sus manos separaban las piernas de dona Lucrecia, con una suerte de exasperación. La acuclillaron sobre él, la acomodaron, la abrieron. Ella gimió, adolorida y gozosa, mientras, en un remolino confuso, divisaba una imagen de san Sebastián flechado, crucificado y empalado. Tenía la sensación de ser corneada en el centro del corazón. No se contuvo más. Con los ojos entrecerrados, las manos detrás de la cabeza, adelantando los pechos, cabalgo sobre ese potro de amor que se mecía con ella, a su compás, rumiando palabras que apenas podía articular, hasta sentir que fallecía.” Pablo Neruda (Chile, 1904-1973) Material Nupcial De pie como un cerezo sin cáscara ni flores, especial, encendido, con venas y saliva, y dedos y testículos, miro una niña de papel y luna, horizontal, temblando y respirando y blanca y sus pezones como dos cifras separadas, y la rosal reunión de sus piernas en donde su sexo de pestañas nocturnas parpadea.

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Pálido, desbordante, siento hundirse palabras en mi boca, palabras como niños ahogados, y rumbo y rumbo y dientes crecen naves, y aguas y latitud como quemadas. La pondré como una espada o un espejo, y abriré hasta la muerte sus piernas temerosas, y morderé sus orejas y sus venas, y haré que retroceda con los ojos cerrados en un espeso río de semen verde. La inundaré de amapolas y relámpagos, la envolveré en rodillas, en labios, en agujas, la entraré con pulgadas de epidermis llorando y presiones de crimen y pelos empapados. La haré huir escapándose por uñas y suspiros hacia nunca, hacia nada, trepándose a la lenta médula y al oxígeno, agarrándose de recuerdos y razones como una sola mano, como un dedo partido agitando una uña de sal desamparada. Debe correr durmiendo por caminos de piel en un país con cuchillos, y sábanas, y hormigas, y con ojos que caen en ella como muertos, y con gotas de negra materia resbalando como pescados ciegos o balas de agua gruesa. Cristina Peri Rossi (Uruguay, 1941) Distancia justa En el amor y en el boxeo todo es cuestión de distancia. Si te acercas demasiado me excito me asusto me obnubilo digo tonterías me echo a temblar pero si estás lejos sufro entristezco me desvelo y escribo poemas como el trueno.


Wendy Guerra (Cuba , 1970) Posar desnuda en La Habana Es Julián, se reconoce por el sombrero. […] La niña hoy va a ser enterrada por un hombre. Cada visita del guerrero ha sido una anunciación; un ofrecimiento de mi boca. Dos pasos solamente, la llave necesita media vuelta a la izquierda. Vuelta al revés, todo se abre, entra el olor del monte tropical y lo libero del borde, del límite, poniéndonos al filo de los mandamientos. ¡Por fin! […] Declarada la guerra, Julián trata de tomarme a la fuerza, me gana, toca mi cintura, la dibuja con su dedo índice, y logro escapar, estallo de risa, corro por la habitación, otra vez Julián alcanza el camisón que me envuelve, fuga hacia la cama; juego, tiemblo, me tambaleo y escondo debajo de las mantas. Julián se desnuda rápido, se muestra ante mí como un ángel perverso. [...] Julián destapa este cuerpo, devela a esta momia joven abandonada en el fin del mundo, entisada de dolor y ahora de gusto. Cuando pienso que va a besarme, llega a mis labios, casi sin tocarlos, respira y en un raro titubeo animal sorprende a mi sexo, se lo traga de un sorbo suculento; me adormece y rinde. Pierdo el sentido y la fuerza, toca Julián el eje de mis piernas y mis pensamientos dejan de ser propiedad privada, la rosa de los vientos, los puntos cardinales, todo se ha dislocado mientras mis piernas se abren para que la boca del guerrero se trague el diluvio de lágrimas que desprende este secreto lugar que ya rasga y corona. […] Su sexo enorme y fornido sabe a tamarindo, agudo y directo llega a mi garganta, me lo trago golosa; desesperada me ahoga su arma perfecta y mojada de un rocío viscoso, trago todo de él, su transparente arma va cargada en mi lengua. Viola mis muslos, tonifica con su

lengua los trillos del rubor, se abren más y más mis piernas y al dolor de mi sexo se le agrega ese goce inflamado, bendito escalofrío que se tensa y tensa hasta que las caderas ceden y descargan su ramalazo de fuego, dividiéndome en dos pedazos, como dos hembras que se discuten su rol. Soy una niña y también soy una mujer, de lado a lado en el columpio se impulsan los dos seres, el combate sigue en mí; quién terminará con quién sobre el breve territorio de esta criatura en trance. Veo el irrefrenable sangramiento que mezcla el rojo prohibido con su leche blanca y fértil, que salta a borbotones sobre mis vellos negros, brillantes de lujuria. Lo temido y lo anhelado huele a sexo. Y ahí está ese deseo obsesivo, innombrable que entre gritos me despierta. Mordidas, juego de manos, brazos inmóviles; su frente la sostienen mis manos, mi vientre lo sostiene su sexo. Su sexo llega al fondo de mis entrañas, se pierden las medidas, ya no soy tan pequeña y él no se deja vencer por mis dolorosos deleites, delta de venus, arma viril de lujo. Duelo infinito donde ganar es un desliz. Una y otra vez me arranca la poca virginidad que puede quedarme en cada viaje, pasos cortos, o duros, muy flexibles, he reencarnado, y resisto porque estoy hecha para esta liberación irrefrenable. Acelerando mis caderas, subida sobre él, ya llevo el paso, y me revuelco amparada por sus hombros, tocando a tientas algún punto oculto, obstinadamente me regresa boca abajo a un solo sitio: allí me obliga, allí me somete, logrando un placer abismal que comprendo sea: La Convulsión. La niña muere, la mujer se alista sobre las sábanas bordadas, sed, sed, sed, y un hambre que nunca he sentido. Sergio Rodríguez (Madrid, 1976) El amor sucio Nuestros líquidos rebotan en un cuenco sin bordes, de tanto agitarlos se nos han vuelto ya espesos y apenas si reflejan el color de la mezcla que anoche compusimos con tu sangre y mi saliva. Los embates del gozo han quedado grabados sobre el muro aún caliente que sostiene la cama; si acaso el dolor no fuese tan cierto, si acaso cada grito no incendiase nuestro pecho,

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tal vez pudiéramos frenar el ciclo de hambre que empuja al amor sucio donde ya no hay extremos, donde ya, por no haber, no queda ni el respeto, sólo dos cuerpos secuestrados por la rabia que asciende por la médula y al final nos incita a robar de un mordisco la última fruta del árbol. Entones, igual que la lluvia persigue al trueno, el deseo se condensa en dos lágrimas de fuego y en ellas comprendo la ofrenda del trigo y recojo los pocos granos sueltos que mojan el suelo. Después del amor sucio viene siempre el cansancio, un cansancio tan denso que duerme a las manchas, que duerme a las sombras, que te duerme a ti, mientras yo hago arrepentido la ronda del lobo. Camilo José Cela (1916-2002, España, Madrid) Fragmento censurado de La colmena La mujer lo suelta y se tira sobre la cama, boca arriba, con los muslos muy separados, cogiéndose la entrepierna con las manos. Doña Celia sale, desnuda, de detrás de la cortina, y se echa sobre Lola, le lame todo el cuerpo. Lola la deja hacer. Se tapa la cabeza con la almohada y se mete un dedo por el culo. Sobre la habitación flota el respirar de las dos mujeres: el de Lola, agotado, ansioso el de Doña Celia, que ha caído sobre los baldosines haciéndose una paja... Pedro de Jesús López (Cuba, 1970) Fragmento de El retrato

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Gabriel sabe que Jorge se la fue metiendo suavemente a Héctor, un poquito, un poquito, un poquito, y terminó hundiéndosela por completo en el trasero. Sin cremas blancas, sin mesa, sin que mediara una súplica o una indicación; sin que Jorge lo nombrara perro, bestia anal, culo húmedo, ni nada. ¿Qué es hacer el amor? ¿Qué debe ser? ¿Qué puede? Gabriel sabe que Jorge puso su mano sobre la de Héctor cuando Héctor comienza a frotarse el pene. Jorge movía la cintura y la empujaba, agresivo, contra la nube; la traspasaba, la convertía en una película transparente – un cristal en medio de la sala – cuya delgadez le permitía tocar la mano convulsa de Héctor, que dibujaba un horizonte del otro lado. Gabriel sabe que la violencia de los brochazos rápidos y opresivos de Toulouse-Lautrec arremetió

después contra esa mano, para eliminarla del paisaje y consumar la creación del horizonte – recto, blanco, posible – con la suya sola, la única mano: - lo peor. Raúl Hernández Garrido (Madrid, 1964) Juego de 2 (fragmento) CUERPO: (…) Imagínate cómo soy. CLIENTE: Me imagino cómo eres. Te imagino. CUERPO: Dímelo. Quiero saber cómo me ves. CLIENTE: Eres guapa. Muy guapa. (La cara de él está cerca de la de ella. Ella le besa, lamiéndole el rostro.) CUERPO: Mira bien (Ella le acaricia, por encima de los ojos) Tócame. (Coge las manos de él, y las sitúa sobre su rostro. Él duda en tocarle la cara.) ¿No me irás a tener miedo ahora? (Él le toca la cara.) CLIENTE: No puedo verte. CUERPO: Acércate mucho más. (Ella tira de él, hasta que los dos cuerpos entran en contacto.) Así. Tócame. Mi cuerpo se estremece. ¿Lo notas? Quiero sentir cómo me acaricias. Quiero sentir cómo me desnudas con tus besos. Quiero sentir cómo me descubres, bajo la piel. Estoy esperando a tus manos. Mi cuerpo te está esperando. (Ella guía ahora las manos de él sobre el cuerpo de ella. Ella le toca, por encima del pantalón, en la entrepierna.) ¿Te gusta? ¿A que sí? Atrévete. Tú solo. Tus manos. No. Espera. No lo hagas todavía. CLIENTE: Te voy a tocar. CUERPO: No. CLIENTE: Te voy a tocar. CUERPO: No. CLIENTE: Te voy a tocar. CUERPO: Sí. (Ella se relaja completamente.) Me voy a dejar hacer. Aquí me tienes, esperándote. (Él tantea. Ella extiende, a su vez sus brazos. Las manos se encuentran y se entrelazan. Se besan y ruedan por las paredes, en un


jugueteo de besos, de caricias, de escarceos sexuales. Pero sin llegar a nada más. Ella intenta separarse de él. Él la atrae hacia él.) Me gusta sentirte cerca. (Él le habla muy cerca) CLIENTE: Tengo tu cuerpo aquí, entre mis manos. Siento cómo palpita, cómo tiembla. Siento que aquí alguien te acarició. Siento que aquí alguien te hizo daño. Siento que aquí alguien te besó. Escucho lo que ven mis manos. Lo que dice tu cuerpo. (Él sitúa sus manos sobre los oídos de ella. Y le susurra algo. Silencio. Que ella rompe.) CUERPO: Prefiero que seas tú el que siga hablándome. (Ella le retira las manos.) CLIENTE: Me gustaría besarte, desde los pies hasta tu boca. Por todo tu cuerpo. Subiendo poco a poco. Hasta llegar a tus labios. Me gustaría comerte la boca, jugar con tu lengua, helarme en tus dientes. (Se besan. Se funden en un beso profundo y ciego. Él se retira. Y la sostiene con sus brazos abiertos, en silencio). Me gustaría hacer tantas cosas contigo. Pero antes te voy a pedir algo. (Ella tiene una ligera duda de lo que pueda seguir. Con un punto de prevención, y de miedo.) Háblame en rumano. (Ella se ríe.) CUERPO: Todos tenemos algo que esconder. Seguro que tú también estás llenos de secretos.

CLIENTE: ¿Te gustaría conocerlos? ¿Cuánto darías por conocer mis secretos? CUERPO: Te daré lo que tú me quieras pedir. CLIENTE: ¿Tanto? CUERPO: Tanto. CLIENTE: No creo que te atrevas. CUERPO: Lo he prometido. CLIENTE: ¿Con la boca pequeña? CUERPO: Con esta boca. Ven. Comprueba si lo que te prometo con ella es verdad o no. (Ella le besa.) CLIENTE: Yo no te voy a pedir ciertas cosas. Tú me las tendrás que dar. CUERPO: Vas a disfrutar conmigo. (Él se separa de ella.) CLIENTE: Necesito que hagas lo que yo te diga. Debes estar tranquila. No te va a pasar nada malo. Siéntate. (Ella se deja conducir por él) No debes ver nada. (Ella se abraza a sus piernas. Él responde a sus caricias, y saca de su bolsillo una venda con la que le tapa los ojos a ella.) CUERPO: No me ates. CLIENTE: No te voy a atar. Pero tú no vas a moverte. Prométemelo. (Él se separa de ella. Y la deja sola, en mitad de la habitación, vestida sólo con la ropa interior y con una venda cubriéndole los ojos. La luz se apaga.)

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