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Mundo. Mi hijo, el asesino

Eran tiempos revueltos y de incertidumbre enorme, en los que el mundo se desbarrancaba hacia otra gran guerra, con armas de una potencia como jamás se había visto. Y en España —país de pasiones fuertes y siempre listo al radicalismo—, las grandes potencias ya estaban en lucha abierta aprovechando la guerra civil que había estallado en julio de 1936. Y ella, Caridad, comunista enardecida y mujer de acciones y convicciones, se había involucrado en la guerra dispuesta a llegar hasta las últimas consecuencias. Tal cual: hasta las últimas consecuencias.

Detrás de sí tenía 44 años de una vida partida en dos: empezó en el sosiego y el alivio de las clases sociales acomodadas y se deslizó —empujada por sus fracasos— hacia la intensidad y el peligro del compromiso revolucionario. Había nacido en 1892 en Santiago de Cuba, por entonces posesión española, pero había crecido en Barcelona y pasado temporadas largas en Londres y París, por lo que llegó a hablar cuatro idiomas. Era —y las fotografías de esa época lo demuestran— una mujer fina y atractiva, con unos ojos verdes grandes y luminosos. A sus 19 años se casó con Pablo Mercader, un joven de buena familia y gruesa chequera, con quien tuvo cinco hijos. Al segundo, nacido en 1913, lo llamó Ramón. Poco tiempo después empezaron sus naufragios: su marido se enfermó de poliomielitis y perdió la movilidad en las dos piernas, lo que —según relataba Caridad, siempre propensa a retocar y embellecer su biografía— transformó a Pablo, avinagrándole el carácter y arrastrándole a perversiones y manías. Con el ánimo lastimado, Caridad cambió de vida: tomó clases de pintura, se relacionó con artistas y bohemios, se enredó en amores fugaces, fue atraída hacia círculos anarquistas y se volvió adicta a la morfina. Después de una estadía forzada en un manicomio, con su matrimonio roto y envuelta en una relación clandestina con un piloto comunista francés, se fue a vivir a Francia, llevándose a sus hijos. Era 1925. El piloto —con quien vivió tres años, hasta que él la abandonó— le contagió su extremismo de izquierda, que le duraría hasta la muerte. Tras un intento de suicidio, su familia la llevó a Barcelona para que se recuperara, pero, en cuanto pudo, se volvió a París y se dedicó por completo a la política. Habría sido por entonces que conoció a Nahum Eitingon (que en el servicio secreto ruso tenía el alias de ‘Kótov’), quien la reclutó más adelante —1934 ó 1935— como agente del NKVD.

Para 1931, cuando fue proclamada la República Española, Caridad y su hijo Ramón ya eran activistas comunistas a tiempo completo, aunque sólo Ramón volvió a España de inmediato. Caridad permaneció en Francia hasta 1935, cuando fue expulsada por haber intervenido en actos violentos. Al estallar la Guerra Civil Española, tras el levantamiento militar de julio de 1936, madre e hijo se unieron a la Columna Durruti y participaron en combates en el frente de Aragón. Allí, Caridad fue herida de gravedad.

Sus heridas la convirtieron en una leyenda: fue elogiada como la ‘Pasionaria Catalana’ y descrita —palabras del escritor Juan Marinello— como “adoradora del atentado y feligrés de la bomba, que cuando encontró la verdad en el marxismo se entregó a ella con pasión carnal”. Hasta el final de la guerra, en abril de 1939, Caridad se dedicó a conseguir apoyos internacionales para la República y se involucró en las despiadadas disputas fratricidas de la izquierda, cuyos partidos y sindicatos estaban más empeñados en liquidar a sus rivales que en ganar la guerra. Y, claro, perdieron la guerra.

Tras la derrota, Caridad se refugió en Francia. En septiembre de 1939 la Alemania nazi y la Rusia soviética invadieron Polonia, para repartírsela, con lo que estalló la Segunda Guerra Mundial. Para entonces, el espionaje ruso tenía otra misión para Caridad: participar en un atentado (la “Operación Pato”) contra León Trotski, quien vivía desde 1937 en México, adonde había llegado después de un peregrinaje extenso y triste (Kazajistán, Francia, Turquía, Noruega…), huyendo de Stalin. Sin dudarlo, Caridad se involucró en la operación y, sobre todo, involucró a su hijo. Y, en efecto, el 20 de agosto de 1940, hace ochenta años, Ramón Mercader le partió el cráneo a Trotski con un piolet, un hacha de montañista. Él fue capturado al instante. Caridad huyó. Los dos siguieron siendo comunistas el resto de sus vidas.

(Jorge Ortiz) MI HIJO, EL ASESINO