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teatro El stand up comedy explota en Quito

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explota en QUITO

Por IVÁN ULCHUR-ROTA | Fotografías SANTIAGO ROSERO

La “comedia en vivo” ya tiene una plaza en la capital del Ecuador. Uno de sus artífices nos presenta este relato desde adentro de la escena.

Los martes Quito se apaga temprano. El barullo del tráfico y el movimiento en el norte de la ciudad generalmente no sobrepasan las ocho de la noche. Entre las excepciones a esta regla está Beerman, un bar ubicado en la residencial calle El Batán, donde desde enero de 2018 se realiza uno de los eventos de stand upcomedy (“comedia de pie” o “comedia en vivo”) más exitosos de la ciudad. Dos años después, junto a otros bares que más tarde también le apostaron al stand up, Beerman sigue recibiendo semanalmente a diez comediantes —algunos consagrados, otros experimentados y muchos novatos— y a una audiencia que poco a poco está consumiendo y demandando más este género. Los “open mic del Beerman” (“micrófono abierto) ya son una tradición. A las 21:30, Daniel Benavides, uno de los dueños del local y organizador del evento, sube a una pequeña tarima esquinera y anuncia el inicio presentando al anfitrión de la noche. “¿Quién sabe qué es el stand up?”, suele ser la pregunta de cajón para la audiencia. Las respuestas son diversas, pero al principio, la mayoría del público esperaba una explicación. “No son los cachos de Pepito, este es humor de observación o de autor”, se advertía para aclarar que se trata de historias graciosas, comentarios humorísticos o chistes escritos por quienes los presentan.

Si bien la explicación sobre qué es el stand up comedy hoy es menos frecuente, hay costumbres importantes que todavía se repiten. Ave Jaramillo, el reconocido comediante quiteño y uno de los precursores de este género en Quito, con quien Benavides empezó el “open del Beerman”, recorre cada mesa para hablarles del evento a los asistentes y enfatizar un punto particular: en el open no hay censura. Inicialmente, muchos clientes pedían la cuenta apresurados y se iban. Ahora, la mayoría asiente, sonríe y aguarda el inicio del show. “Esto es gratis”, dice Ave, quien, además, es el anfitrión más frecuente. “Eso significa que puede haber grandes talentos, silencios incómodos y chistes agrios”. La ofensa también es una posibilidad y, por eso, se prepara al público.

“Tomó tiempo crear audiencia. En especial, garantizar un espacio para que se pueda hacer humor sin censura. Para hacer comedia hay que joderse y entender que el chiste y la burla son ficción”, me dice Jaramillo, con quien por otro lado creamos La Foca, un late-nightshow (programa de televisión del final de la noche) de sátira política que inició en YouTube, tuvo una temporada en la televisión nacional y en noviembre de 2019 retornó a Internet.

La censura —y el derecho a la burla— es un tema recurrente entre comediantes, especialmente por el riesgo de que alguien se sienta ofendido o atacado. Como anfitrión, Jaramillo suele calentar al público burlándose de él, de sí mismo y de los comediantes participantes. “El siguiente comediante parece drogadicto, pero no lo

es, aunque oyes su humor y entiendes que, o es autista o al menos su mamá se drogó antes de tenerlo”, dijo alguna vez sobre Pancho Miñaca, un miembro de la escena que se lanzó por primera vez en Beerman y luego trabajó como guionista en La Foca. La gente ríe y Miñaca sube a la tarima. Antes de empezar su monólogo, contraataca: “Ave Jaramillo tiene un corazón tan grande que necesita tetas para contenerlo”. El ataque mutuo en ese momento se convierte en un juego de ingenios, un trato tácito para molestarse y entretener.

En este espacio podemos burlarnos de todos. Benavides, quien prefiere mantenerse detrás de la barra, habla del open mic como si se tratara de un juego con reglas claras y un ganador. Cada noche pueden anotarse hasta diez comediantes, y sus monólogos no pueden rebasar los cinco minutos. Un juez espontáneo elegido entre el público debe luego escoger al comediante merecedor de la Copa Beerman. El premio es una cerveza. El estilo y la calidad de los chistes varían mucho. Marcelo Chiriboga, médico de profesión, mantiene una expresión lacónica al hablar de su divorcio o al burlarse de algunos acentos. “El acento más estúpido de la región es el chileno. Hablan como si estuvieran en amplitud modulada y aun así tienen dos Premios Nobel de Literatura”, dice. Chiriboga ha desarrollado un personaje propio y, poco a poco, se ha hecho de una audiencia.

Mario García también acumula fans. Su perspectiva es otra. García es negro, vive en Carapungo, un sector pobre al norte de Quito, y sus relatos retratan esa realidad. “Para mí es difícil tomar un taxi, porque nadie quiere recoger a un negro. A menos que el taxista sea negro”, dice pausadamente.

Los comediantes agrios o densos, en cambio, deben enfrentarse al silencio del público. Aunque ninguno es interrumpido o expulsado por el contenido de su material, la mayoría de veces la reacción del público a chistes violentos, estereotípicos o sin ingenio es suficiente para repudiar ese tipo de comedia. Después de una mala noche, muchos no vuelven a subir. La audiencia los filtra.

A pesar de haber creado las reglas, Benavides todavía se ríe de la importancia que los comediantes damos al reconocimiento. En un pilar en la parte trasera del bar, cada ganador firma su nombre y acumula “noches de Beerman”. Algunos nombres se repiten muchas veces, otros aparecen esporádicamente. La audiencia también parece seguir cada trayectoria, tanto las buenas como las malas noches de los participantes que reconocen. En el open mic que en 2019 lanzaron el comediante Nicolás Santamaría y Django, otro bar de cerveza artesanal que queda en el barrio La Mariscal, hay finales mensuales que incluyen dinero para los ganadores. “La competencia ayudó a popularizar el stand up, porque la gente empieza a seguir a comediantes específicos, ya hay hinchadas”, comenta Ave Jaramillo. Los martes y los jueves, el stand up ya tiene un público asegurado. Siguiendo el éxito de Beerman y Django, otros bares están experimentando con noches de comedia para los demás días de la semana.

En Quito, hace cinco años, el stand up era un género menor con pocos referentes conocidos: Monserrath Astudillo, Ave Jaramillo, Juan Rhon y Pancho Viñachi. A excepción de Rhon, que ahora vive en Brasil, el resto sigue presentándose ante públicos cada vez más amplios. Son más reconocidos, mejor pagados, pero ya no son los únicos. La comunidad de comediantes incluye tres empresas productoras en Quito (Comedy Crush, Stand up UIO y Fortia ArtEntretenimiento), y una en Guayaquil (Lapsus Comedy). Tuvo que transcurrir un tiempo considerable, pero surgió una escena.

Origen y honduras

El stand up es difícil de categorizar. No tiene una estructura narrativa definida y tampoco necesita de mucha producción o guion. Para los periodistas estadounidenses Peter McGraw y Joel Warner, autores del Código del Humor, es la comedia llevada a lo más básico: “Un comediante, una audiencia, entre quienes puede haber risas o no”. Sus orígenes se remontan a inicios del siglo XX, cuando los shows de burlesque en Nueva York convocaban a audiencias de migrantes que buscaban, además del baile erotizado de ese género, entretenimiento rápido, energético y, en ciertos casos, obsceno.

Desde entonces, el stand up ha hablado un idioma caótico, como el de la ciudad en crecimiento, la migración y la suciedad. Se distinguió de otras formas de comedia al ser crudo, incómodo y sin censura. Empezaba con rimas y anécdotas; luego, ante las audiencias impacientes de bares y clubes de striptease, buscó el remate rápido, espontáneo y escandaloso. Para McGraw y Warner, era entonces cuando “el chiste” adquiría la estructura por la que se le conoce ahora: premisa (una imagen en la mente del público que genera una expectativa) y remate (la ruptura de esa expectativa), al estilo del clásico de Groucho Marx: “Detrás de todo gran hombre hay una mujer y, detrás de ella, su esposa”.

La explosión ocurrió en Estados Unidos a finales de los años sesenta, cuando algunos de sus referentes, como Lenny Bruce, llegaron a la televisión. De esos años surgieron más nombres que todavía se escuchan hoy, como George Carlin, Richard Pryor y Bill Cosby, quienes construyeron su fama en el ambiente ruidoso y multitudinario de los bares, donde experimentaban con remates más irreverentes, obscenos e incómodos, y con relatos “confesionales” narrados en primera persona. Ese mundo contrastaba con su imagen en televisión —de mayor alcance—, de la que se extraían las malas palabras, las referencias sexuales y el comentario políticamente incorrecto. El stand up en Estados Unidos ha nutrido una crítica en medios masivos y alternativos,

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1 BEERMAN es uno de los principales escenarios para el stand up comedy en la ciudad. Todos los martes se celebran ahí las noches de “micrófono abierto”. 2 Pancho Miñaca, destacado comediante de la escena local, en una presentación en el Beerman. 3 El comediante Esteban Ave Jaramillo es un caso aparte, porque desde que lo ves te da chiste. No necesita hacer mucho al principio. Sabes que saldrá con algo de pronto y te hará reír. 4 Iván Ulchur-Rota, autor de este reportaje, es también figura frecuente en las programaciones de stand up comedy en Quito.

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como ocurre con otros géneros artísticos. Y, asimismo, genera debate. Por ejemplo, en 2018, el periodista queer Peter Moscowitz escribió una crítica de Nanette, el especial de Netflix de la comediante australiana Hannah Gadsby. Gadsby declaraba “la muerte de la comedia autoflagelante”; Moscowitz la enaltecía como una forma de resistencia al discurso del sueño americano, suburbano y de clase media. Para él ese humor se popularizó entre comunidades migrantes, judías y negras precisamente gracias a su filosofía de burla contra todo y todos. Al librarse del montaje que requiere otro tipo de performances y al enfatizar la honestidad cruda y espontánea, para muchos el stand up se convirtió en un medio natural para expresar malestar y, a la vez, entretener.

Hoy, muchos de los “grandes de la comedia” trabajan el dolor, la violencia y los instintos más bajos en sus rutinas, y desde

perspectivas muy diversas. Tig Notaro empezó uno de sus especiales más famosos anunciando que tenía cáncer. Dave Chapelle hace referencias constantes a la contradictoria realidad de ser un negro con dinero y fama en un país racista, y Louis CK, quien fue llamado el “rey de la comedia” por la revista GQ y en 2017 fue acusado de acoso sexual, hablaba con crudeza de sus tortuosas compulsiones sexuales. En los últimos años el stand up ha dado un lugar a la confesión ficcionalizada para tratar lo más bajo del ser humano. Choca con la corrección política y el activismo, porque sus grandes referentes parecen explotar el concepto católico del mal pensamiento —el confesionario— para hacer reír y decir cosas que en otros contextos serían inaceptables.

Desde esa crudeza, los debates sobre el humor y el contenido del stand up han reflejado muchas de las discusiones culturales más relevantes: política, medioambiente y, en los últimos años, feminismo y violencia de género. Cuando Hannah Gadsby declaró a la comedia —y a la estructura del chiste— muerta por su incapacidad de expresar a profundidad los efectos de la violencia de género, miles de mujeres denunciaban casos de violencia sexual en Hollywood como parte del movimiento Me Too. Gadsby advertía sobre los peligros de una risa sin empatía. E igual, hacía reír. En 2019, dos años después de las primeras denuncias del Me Too, los especiales de Dave Chapelle y Bill Burr le dedicaron cada uno al menos diez minutos a criticar los excesos y las contradicciones del feminismo. “Pasaron de ser ignoradas por todos a denunciar a un hombre porque llegó tarde a una cita”, dice Burr en su especial Paper Tiger. Chapelle se arriesga más: “Imaginen ser uno de los niños abusados por Michael Jackson, llegar el lunes al colegio y ¡poder contar que el Rey del Pop te chupó el pene!”.

La dinámica del stand up se sirve de la ofensa, pero también de la humillación propia y ajena: al humillarse, el comediante es capaz de explorar temas álgidos y polémicos con la complicidad de su audiencia. Es una especie de “fraude consensuado entre una audiencia y un performer”, según el escritor y crítico cultural Andrew Khan. “Los comediantes desean humillar a la audiencia o a los otros comediantes”. Estos pueden aceptar el juego de la humillación o del roast (un formato de stand up en el que se somete a una persona específica a burlas, paradójicamente, para rendirles tributo) para ser parte del juego. Así se revierten las convenciones sociales tradicionales y se pone un alto a los modales de cada contexto. En Quito la audiencia recién empieza a saber a qué atenerse cuando un comediante sube al escenario. Pero parece gustarle.

La explosión del stand up en Quito coincide con la expansión del género en América Latina. Comedy Central —el canal que proyectaba y producía a la mayoría de comediantes en Estados Unidos— tiene su edición latinoamericana desde 2012, con una mayoría de comediantes de México, Colombia y Argentina. El mexicano Carlos Ballarta y la argentina Malena Pichot ya son conocidos a nivel regional.

En Quito algunos teatreros han descrito al stand up como “el reguetón del teatro”. Todavía sin críticas formales publicadas en medios, en las redes sociales, que es donde ahora se da gran parte del debate, se lo retrata como “burdo”, “vulgar”, “informal”. “No hay vestuario, parecen descuidados, sin monólogo, sin escuelas dramatúrgicas. Me parece una gringada que no habla nuestro lenguaje”, me dijo una amiga teatrera. Como respuesta a un comentario de Jaramillo en redes sociales, le escribieron: “El stand up es un registro corto de la existencia humana. Un riesgo que no registra poética alguna”. No solamente molesta su formato. La temática explícita y confesional también ha sido sujeto de controversias. A la comediante Monserrath Astudillo, el crítico Pablo Tatés la acusó de racista por un chiste sobre su preferencia sexual por los negros. A Pancho Viñachi le interrumpieron un show a gritos por hacer un chiste sobre Jesús, y a Jaramillo lo acusaron en redes sociales por decir que Álvaro Noboa le inspiraba ternura porque le recordaba a un niño con síndrome de Down.

Más allá de la polémica —o quizá debido a ella— el stand up cada vez se consume más. En agosto de 2019 Comedy Crush inauguró un club de comedia que tuvo que cerrar en enero de este año por problemas logísticos, pero que sentó un precedente. “El público para un club con todas las de ley ya existe. También existe la oferta”, me dijo Juan José Abedrabbo, comediante y productor de Comedy Crush. Daniel Benavides, de Beerman, también confía en el futuro. “Fuimos una cantera y un gimnasio que ha lanzado a muchos comediantes a la escena quiteña. En Quito está pasando con la comedia lo mismo que pasó con la escena alternativa musical: es lo suficientemente pequeña para colaborar entre sí, y lo suficientemente grande para importar”.

Se nota. En los últimos cinco años han surgido nuevas generaciones y comediantes con estilos diversos. Hay cada vez más nombres con relatos y chistes desde distintas experiencias locales. Lu Noboa habla de las conveniencias de casarse con un alemán; Elé la Luz hace juegos de palabras sobre leyendas urbanas y confiesa sus impulsos suicidas; Belén Viteri se queja de la moncaiba del KFC, y Qcho con Q ríe sobre su aspecto “atahualpino”. El stand up bien podría ser como el reguetón porque llega hasta lo más bajo de la naturaleza humana. Su crudeza, vulgaridad y simpleza lo hacen fácil de producir y consumir: para un show no se necesita más que un micrófono, parlantes y un escenario. Así, ha estimulado la oferta cultural local y diversificado el tipo de humor que se maneja y aprecia en el país. Como a la carcajada incómoda, al stand up parece que no podrán callarlo.