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AGRIDULCE
from RÁFAGAS 41
“¡Cagüen la leche con la Gertrudis! ¡¿Unos guantes?! ¿Para qué querré yo unos guantes si solo me sacan a dar una vuelta cuando hace sol?” Ya le decía yo a mi hija Palmira que la Gertru, la hermana de su marido, ha estado siempre un poco majareta. ¡Pero traerme unos guantes de su viaje a Bélgica, ya ha sido recochineo! A su sobrino Tonino, sin embargo, le ha regalado una enorme caja de bombones de chocolate con forma de corazón. ¿A quién se le ocurre traerle una caja de tan refinados confites con un diseño tan evocador?...
A la tía Gertrudis la vemos de ciento a viento. Es una solterona, extravagante y ricachona, que se ha recorrido medio mundo y que siempre pregona que lo que le resta de vida, es para recorrerse el otro medio.
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Aquella tarde de finales de septiembre, se presentó en casa sin avisar. Con un traje pantalón blanco reluciente y una pamela recubierta de plumas amarillas, con bolso a juego, que más le hacía parecer una cacatúa en peligro de extinción. En el dedo anular de su mano derecha llevaba un brillante tan gordo, tan gordo, que cada vez que la movía de un lado para otro Tonino parecía estar viendo un partido de pimpón, batiendo la cabeza a toda velocidad para no perder detalle de la trayectoria de aquel monumental pedrusco.
“
¡De las mismísimas Galerías Reales SaintHubert, mon cher Eusebio!” ―chapurreaba Gertrudis. ¡Mira a mí que me importará de dónde ha sacado los guantes! Con lo que se ha gastado en ellos podría haberme traído un camión entero de chocolates. “Lo hago por su bien, Eusebio. El chocolate a su edad no es muy recomendable”. ¡Mira qué se sabrá ella! ¡Milongas para fastidiarme! ¡Si ya digo yo que nunca le he caído demasiado bien a la Gertru! Aunque, bien mirado, la mujer siempre ha sido muy generosa. Cada vez que nos visita, a su sobrino Tonino le repite la misma cantinela: “Cuando vayas a la universidad, Tonino mío, tu tía te paga lo que haga falta. ¿Has oído? Lo que haga falta
Después de una suculenta cena y una insípida tertulia, la tía Gertrudis desapareció, alegando que yo tenía que acostarme pronto y que no pretendía molestar. Los viejos somos siempre la excusa perfecta. ¡Pobre de mí!, si nunca abro la boca si no es para comer lo que me ponen en el plato sin rechistar. Mientras Carmelo y mi Palmira salían a despedirla, y aprovechando que Tonino se había puesto a jugar con su ordenador, me acerqué a la caja de dulces, la abrí lentamente y metí mis narices encima de esas deliciosas joyas de chocolate. ¡Solo con olerlas se le corta a uno la respiración! ¡Vaya manjar para el paladar! Si ya digo yo que no es malo comerse uno de vez en cuando. Pero estos jóvenes ¡qué manía tienen con que no es bueno para mis dientes! ¡Si los llevo postizos hace la tira de años, carajo!
En cuanto acerqué la nariz, Tonino apareció. Me arrebató la caja de las manos y, como cada noche sin decir nada, me acompañó a mi habitación, me ayudó a ponerme el pijama y me dio la pastillita para dormir. Cuando se acercaba a darme un beso en la mejilla, me susurró: “Abuelo, mañana daremos un paseo y podrás estrenar tus guantes. ¿Qué te parece?” No te fastidia con el niñato, ¿y por qué no me ha invitado a un bombón?; si me pilla de pie le suelto un buen sopapo...
Cuando Tonino abandonó la habitación, me saqué la pastilla de debajo de la lengua y esperé. No tenía intención de dormir aquella noche hasta haber probado una de las delicatessen que tanto dinero le habrían costado a mi queridísima Gertrudis. Cuando todos durmieran me levantaría y le robaría uno. Tonino no sospecharía porque sabe que con la dichosa pastilla duermo de un tirón toda la noche. A veces, cuando descanso tan profundamente se me escapa el pipí en la cama sin enterarme. No digo nada y cuando Palmira anda comprando, lavo el pijama a mano, como mejor puedo y sé, y lo guardo mojado bajo la almohada. ¡Cosas de viejos! Si ya digo yo que estas edades son muy delicadas.

Escuché las dos en el reloj de la entrada. Yo duermo abajo, para no subir escaleras; el resto, duerme en el piso de arriba. Cogí la linterna que mi Palmira le había comprado a Tonino cuando fue de campamento y salí de la habitación. No se oía ni un alma, ni fuera ni dentro de la casa. A excepción de la insignificante luz de la linterna, el resto del pasillo estaba completamente a oscuras, tan negro como el carbón. Después de esquivar sillones, alfombras, lámparas de pie y hasta un florero que mi Palmira tiene puesto en medio del interminable y ancho pasillo, conseguí llegar al salón, pero, para mi más tremenda decepción, encima de aquella mesa no había ni rastro de la bendita y anhelada caja. “El condenado crío se la habrá subido a su habitación” pensé malhumorado. Así que desistí de mi empeño, deshice el camino andado y, a regañadientes, me metí de nuevo en la cama. Por si las moscas, guardé la linterna bajo la almohada; tal vez a la noche siguiente ¡Mi habitación olía a chocolate!
Me despertó la voz de Tonino que llegaba desde la cocina. “…que si ochenta por ciento de cacao, que si tanto de especias, que si tanto de frutas de la pasión”. Allí estaba el granuja desayunando y leyéndole a su madre la composición de cada uno de los bombones que su tía Gertrudis le había regalado la tarde anterior. ¡Pero si con trece años uno es incapaz de apreciar tan delicados sabores! En cuanto me vio, cerró la caja a toda prisa, la guardó en su mochila, y salió disparado con la bici: “Luego vengo a por ti, abuelo. No olvides tus guantes nuevos”. Este condenado crío es más listo de lo que yo pensaba. Si quiero probar uno de sus bombones tendré que negociar. No me queda otra alternativa, tendré que negociar decidí.
Te cambio un par de bombones por mi álbum de banderas y sellos le dije cuando regresó de su paseo.
Ese ya me lo cambiaste el mes pasado por un pedazo de tarta de arándanos, abuelo me contestó.
¿Y por mi pipa de fumar de madera?
¡Abueloooo! ¡Que solo tengo trece años!
No había forma de persuadir a aquel muchachote, amanerado y fino, que aparentaba una debilidad externa que no existía en realidad. Estaba convencido, sin embargo, de que mis ochenta primaveras tenían que darme alguna ventaja. Fui a mi habitación y empecé a rebuscar por armarios, baúles, cajones, maletas y hasta le pedí a mi Palmira la llave del trastero. De entre todos mis recuerdos encontraría alguno que hiciera cambiar a Tonino de opinión…
¿Y si te diera mi colección de balas de cuando la guerra, Tonino? Llevas tiempo pidiéndomelas. ¿O qué te parecen las entradas de cuando torearon Manolete y Gitanillo de Triana? insistí.
Tonino me miraba fijamente sin pestañear. Ya no sabía con qué reliquia llamar su atención. A él que tanto le gustaba hurgar en mis cosas del 36 (así las llamaba Tonino), parecía no interesarle, en absoluto, lo que le estaba ofreciendo.
¿Qué tal si convenzo a tu madre para que te deje dar una vuelta en mi preciosa Mobylette del 54? ―le propuse mientras seguía mirándome impasible.
Recogí todas mis antiguallas y cuando me disponía a llevarlas nuevamente al lugar del que habían salido, Tonino se acercó a mí. Su rostro estaba pálido y su mirada triste. Por un instante, creí que se había puesto enfermo. Se sentó a mi lado y me cogió de la mano. Me miraba con dulzura mientras me acariciaba el rostro con la mano que le quedaba libre. Lentamente, se fue aproximando hasta que me susurró al oído:
Abuelo, no quiero ser aguafiestas, pero has olvidado que eres alérgico al chocolate.
¡Maldita Gertrudis, maldito Tonino y maldito alzhéimer de los cojones!