Capitulo descarga la disciplina perdida

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—¿Es esto todo lo que la vida tiene que ofrecer? —se quejaba David mientras volvía a casa. David Ricken no era una perso­ na especialmente depresiva, pero esta idea que parecía salida de la carta de despedida de un suicida volvía recurrentemente a su ca­ beza. No es que tuviese ganas de suicidarse, simplemente se abu­ rría. Su vida le parecía terriblemente aburrida, lo que le llevaba a plantearse preguntas que tan poco le pegaban a un joven de dieci­ séis años como él. —La verdad es que no sé qué más quieres —contestó John mientras caminaba a su lado—. Tienes una familia, amigos y no eres especialmente malo en los estudios. Nunca has tenido novia pero tampoco parece que te importe ni te esfuerces demasiado en encontrar una. John tenía razón. David era un chico bastante afortunado. Su familia era el típico núcleo familiar tradicional con un padre, ma­ dre y una hermana pequeña. Físicamente, David era un chico bas­ tante normal; medía cerca de metro setentaicinco y era relativa­ mente delgado. Tenía el pelo castaño casi siempre desarreglado y ojos también marrones, sin siquiera un asomo de otra tonalidad. En realidad se podría decir que era bastante guapo dentro de la normalidad. Uno de los chicos monos del montón, dirían las mu­ 13

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jeres, si es que llegaban a fijarse, cosa que, gracias a su actitud poco entusiasta con los demás, casi nunca ocurría. Sus padres eran ambos policías, y si bien podían ser un poco autoritarios, no estaban mucho en casa, lo que dejaba libertad a David para que hiciera su vida como quisiera. Eso quería decir, que mientras no hiciera ninguna burrada, o al menos no le pilla­ ran, tenía vía libre. No tenía muchos amigos pero eso era más culpa suya que de los demás, y hablando de chicas… o bien todas las chicas que co­ nocían eran estúpidas o a David le pasaba algo en relación con el sexo femenino. —No creo que ninguna de las chicas que conocemos sea mi tipo —dijo intentando ser amable—. Todas están obsesionadas con la ropa y el maquillaje.Y además no es eso lo que me pasa. —¿Y entonces qué es? —No lo sé. Creo que la vida en general es muy aburrida. No existen verdaderas emociones. Todos los días son una repetición del anterior sin que ocurra nada memorable.Y en esta sociedad, si no eres estúpido, es muy difícil que te pase algo remotamente pe­ ligroso. O divertido. —Estás loco —dijo John, como si hubiera llegado a la conclu­ sión obvia, su voz profunda, cargada de burla bienintencionada—. Y yo también debo de estarlo si soy tu amigo. En fin, ¿nos vemos mañana? —Claro. Como ayer, y anteayer y… Vale, vale.Ya lo pillo. Hasta mañana. John es un buen tipo, pensó David. John Grummson —apellido algo raro al que era mejor no hacer mención— era su mejor ami­ go, por no decir el único, y era la única persona a la que se atrevía a sermonear con esos monólogos sobre la vida. John era un chico de la misma edad que David, alto y mus­ culoso, de pelo rubio y ojos azules brillantes. A todas las chicas les gustaba y todos los chicos querían ser sus amigos. David no les culpaba. John hacía que el ambiente de la habitación en la que es­ 14

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tuviera se relajara amistosamente sin proponérselo. Casi nunca se enfadaba y, dadas sus dimensiones, la gente intentaba que eso no ocurriera. Solo había visto a John enfadado una sola vez. Baste de­ cir que no acabó bien para el idiota responsable. Mientras David daba vueltas a la idea del aura de tranquilidad que emanaba su amigo llegó a su casa. David vivía en un bloque de pisos cerca del centro de la ciudad con sus padres y su herma­ na Susan. —Ya estoy en casa —saludó David al entrar. Casi choca con su hermana que parecía que fuera a punto de salir. —Hola —respondió Susan—. Papá y mamá no están y no ven­ drán a casa esta noche. Dijeron nosequé de un caso de papá, y ma­ má se quedará a ayudarle toda la noche, —añadió con ese ritmo de metralleta propio de los críos cuando tienen que dar un men­ saje que no quieren que se les olvide. —OK. ¿Y tú dónde vas? —A casa de una amiga a pasar la noche. Mamá ya lo sabe y me dio permiso. ¡Me voy que llego tarde! —y como una exhalación salió por la puerta y se marchó. Haah… —suspiró David—. Parece que ella no se aburre. Susan era una chica de doce años, alegre y extrovertida. A pesar de que no se parecía nada a su hermano, se llevaban bastante bien. Tenían esa especie de código de no agresión que se forma entre hermanos sin siquiera haberlo hablado en ningún momento. David no se metía en la vida de su hermana y ella hacía lo mis­mo. David entró a su habitación, que consistía de una cama sencilla, un escritorio con un ordenador portátil encima y un armario. Se echó sobre la cama y se quedó mirando al techo. —Así que esta noche estoy solo y nadie me echará en falta has­ ta mañana al mediodía —dijo para sí mismo sonriendo—. Hace tiempo desde la última vez que pude salir a divertirme un rato. Pasadas unas horas David estaba paseando frente una de las dis­ cotecas más de moda de la ciudad. Se había quitado la sudadera y 15

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las deportivas y las había cambiado por una chupa de cuero ne­ gro mate y unas botas tipo militar. Nadie le prestaba la más mí­ nima atención y solo un par de porteros le miraron con cara de preguntarse qué hacía allí él que, para ellos, era evidentemente un mocoso que quería colarse, y cuán lejos le podrían mandar de una patada si intentaba entrar. David intentó no llamar la atención de los gorilas y siguió pa­ seando por la calle, zigzagueando para esquivar a la gente y pasan­ do frente a más bares y locales que vendían bebida sin pararse si­ quiera a mirar si los compradores eran mayores de edad. El típico barrio de ocio nocturno de cualquier ciudad que se merezca el nombre. Siguiendo con su paseo aleatorio, David giró en un estrecho callejón que corría entre dos edificios cercanos y que más adelan­ te giraba a la izquierda y desembocaba en una avenida más grande. Al llegar a la curva, David se encontró con una valla que delimita­ ba un parquecito privado para los vecinos del bloque de la esqui­ na con un par de columpios y un tobogán. La valla que lo rodea­ ba era alta, cosa obvia viendo el barrio donde se encontraba, para evitar que los borrachos se colaran en el preciado parquecito de los vecinos. David miró la valla como si fuera alguien que le había cerrado el paso intencionadamente. —¿Te has perdido, chaval? —una voz llamó desde detrás. David se giró hacia la voz y vio tres hombres en la entrada del callejón. Los tres eran bastante jóvenes, de unos veintipocos años, y vestían ropa buena. Parecía que habían salido de fiesta y habían bebido alguna copa de más. —Vamos, acércate —dijo el primer hombre en lo que él supo­ nía era un tono amistoso—. Nosotros te ayudaremos. —Sí —dijo el segundo, con una sonrisa de lobo en la cara que dejaba claras sus verdaderas intenciones. Esos tipos no iban a ayu­ dar a nadie que no fueran ellos mismos. David no pensó siquiera en hacer caso, se dio la vuelta y corrió hacia la valla con la intención se saltarla. Antes de haber recorri­ 16

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do la mitad de la distancia que le separaba de ella el tercer hom­ bre que no había hablado le agarró por la chaqueta impidiéndole seguir. Con un par de fuertes empujones le apartó de la valla y le empotró contra la pared del edificio. —No te muevas —dijo el tercer hombre mientras le sujetaba contra la pared del callejón. Mientras tanto, los otros dos hombres se acercaron. El primero, al parecer el cabecilla, apartó a su compinche y cogió a David por la solapa de la chaqueta. —Vas a darnos todo el dinero que tengas —dijo acercando su cara hasta casi tocar la de David. Su aliento apestaba a tabaco y al­ cohol. Sus ojos estaban ligeramente dilatados y desenfocados por la bebida—. Si no, mis amigos y yo te lo quitaremos después de divertirnos un rato. —Diversión —dijo David al mismo tiempo que aparecía una sonrisa y sus ojos brillaban—. En eso estamos de acuerdo. Acto seguido bajó la cabeza con fuerza e hizo impactar su frente sobre el puente de la nariz del borracho. David sintió un satisfactorio crujido bajo el golpe al partirse la nariz de su asaltan­ te. El delincuente soltó a David, gritando y llevándose las manos a la nariz. Una vez libre y aprovechando que el primer hombre estaba temporalmente cegado, David cargó contra el que le había cogido por el cuello y antes de que pudiera reaccionar le propinó un pu­ ñetazo lateral en la base de la mandíbula. El hombre trastabilló ju­ rando en hebreo pero David aprovechó el instante antes de que re­ accionara para dar otro puñetazo con todo el peso de su cuerpo, ésta vez en la sien, y el hombre cayó al suelo incapacitado. Es una cosa matemática, un golpe bien dado en la cabeza tumba a cual­ quiera, por fuerte que sea. Al fin y al cabo no hay ningún múscu­ lo que se pueda entrenar en el cráneo y el cerebro está básicamente flotando dentro. Si lo sacudes con suficiente fuerza hasta Hulk cae rodando. 17

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David se fijó en el resto de la escena. El cabecilla seguía suje­ tándose la nariz, lloriqueando y gritando, pero el segundo hom­ bre ya parecía haberse recuperado de la sorpresa y se acercaba a David. Se lanzó contra él en una especie de torpe placaje que David esquivó dando un paso lateral. El hombre volvió a cargar, pero esta vez David dejó que se le acercara de frente y en el úl­ timo momento se apartó hacia la derecha dejando su pierna en el camino de la embestida y dando por resultado la típica tra­ banqueta. El hombre tropezó y trastabilló, pero consiguió man­ tener el suficiente equilibrio para no caer. Aun así no fue sufi­ ciente. Ahora que el oponente había perdido la iniciativa, David no desaprovechó la oportunidad. Antes de que el delincuente pudiera girarse hacia él, David le propinó una patada en el estómago que dejó sin aire, doblado por la cintura al delincuente y acto seguido dio un gancho de izquierda ascendente a la mandíbula que le peló los nudillos y dejó completamente inconsciente al hombre, tendi­ do junto a su compadre que gruñía y se quejaba. En ése momento, el primer hombre le embistió por el costado y ambos cayeron al suelo. El hombre pesaría unos veinte kilogramos más que David y consiguió situarse encima de él. Su nariz sangraba y una marca morada empezaba a oscurecerle los ojos. —¡Te voy a matar niñato! —gritó el hombre mientras le lanza­ ba puñetazos a la cara. David intentó defenderse lo mejor que pu­ do, levantando los brazos y escondiendo la cabeza entre ellos. El aprendiz de ladrón, cambió de objetivo y sus puños encontraron dolorosamente las costillas de David. —¡¿Ahora ya no eres tan gallito, eh?! ¡Contéstame! —le gritó el hombre a la cara, salpicándole de saliva. Sin mediar palabra, David le miró a los ojos y le escupió. El hombre, fuera de sí, agarró a David por el cuello de la cami­ seta dispuesto a hundirle la cabeza contra los adoquines pero en el mismo gesto en que levantó los brazos, David también levantó la cabeza y volvió a impactar sobre la nariz herida del atracador. 18

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Ésta vez el chasquido fue perfectamente audible. El hombre se separó de David, llevándose las manos a la nariz, que había adquirido un ángulo bastante interesante con respecto al resto de su cara. Estaba empezando a sangrar y tenía que doler una barba­ ridad. En ese momento, David logró rodar sobre el hombre y zafarse del abrazo en el que el otro le mantenía. Al momento se separó y se puso de pie a la vez que su rival hacía otro tanto con una mano en la cara y los ojos gritando muerte. —Te mataré —dijo el delincuente. Su rostro estaba completa­ mente desfigurado por la rabia y la humillación sufridas. La nariz partida junto con la incipiente máscara de mapache que le estaba apareciendo bajo los ojos disminuían un poco el efecto pero Da­ vid no dudó ni un instante de la intención real detrás de sus pala­ bras. Desde el punto de vista de David resultaba un poco ridículo con la nariz sangrando sobre su cara camisa mientras se le acerca­ ba pero no por ello menos intimidante. El hombre alzó el puño dispuesto a acabar con el mocoso que se burlaba de él. Entonces David avanzó agachándose ligeramen­ te y se situó dentro del arco del puñetazo a la vez que levantaba el brazo izquierdo y obligaba al puño del delincuente a pasar de largo de su objetivo. Acto seguido, David levantaba su brazo de­ recho doblado por el codo a la vez que estiraba las piernas como un muelle y erguía el cuerpo, dándole más potencia y recorrido al golpe. El codo impactó con la mandíbula sin apenas frenarse, com­ pletando el arco del golpe e incluso levantando unos centímetros al hombre del suelo. La cabeza del ladrón dio un fuerte latigazo hacia atrás que seguro le iba a doler durante el resto de la semana. Estaba inconsciente antes de caer. —Mierda —dijo David para sí mismo mientras se frotaba la cabeza magullada para ver si sangraba—. No pensé que tendría tantos problemas con solo tres de esta chusma. David se quejaba, pero no estaba enfadado. Una sonrisa de feli­ cidad y excitación alumbraba su cara. Estos momentos de tensión, 19

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de decisiones al límite, donde un error de juicio puede costarte varios dientes rotos eran para los que vivía, y cada vez que salía en una de sus excursiones nocturnas solo reafirmaba este hecho. Ca­ da pelea contra atracadores, bandas callejeras o simplemente gam­ berros como él buscando bronca eran su medicina contra la apatía y el aburrimiento que atenazaban su existencia. Necesitaba estas excursiones para seguir viviendo, para soportar la rutina diaria que le ahogaba y constreñía. Dicho esto, David no era un gamberro corriente. No se consi­ deraba ningún justiciero pero definitivamente no era ningún cri­ minal. Por eso, decidió que puestos a pegarle a alguien mejor que ese alguien se lo mereciera. Eso le había llevado a enfrentarse con bandas callejeras, atracadores de poca monta y gamberros sin ofi­ cio ni beneficio. Si alguien que se merecía una paliza aparecía, no importaban si los números estaban en su contra. A David eso solo le excitaba más. Más de una vez se había librado por muy poco al encararse con demasiados rivales y tampoco era ajeno a la necesidad de salir por piernas. Había incluso una noche de la que no recordaba nada por la paliza que se había llevado. Se había despertado en un calle­ jón oscuro parecido al que acaba de pasar y le dolía todo. Le había costado una barbaridad ocultar las heridas a su familia hasta que se curaron. De repente, David se encontró en el suelo, desorientado. Algo le había golpeado en la cabeza con fuerza. Con la vista borrosa, puntitos brillantes que parpadeaban y un dolor que le hablaba de un incipiente chichón en el cogote, giró la cabeza y vio un cuarto hombre que sostenía una botella de cerve­ za en la mano. La gente ve las películas y piensa que una botella de vidrio se rompe fácilmente. Mentira. Si te rompen una botella en la cabeza, lo más probable es que también te rompan el hueso de de­ bajo. Una parte de David dio gracias de que no fuera el caso. El rastro de la consciencia de David que aún funcionaba le di­ jo que este era un amigo de los atracadores de antes. Seguramente 20

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se había quedado en la entrada del callejón para que nadie inter­ viniese en el atraco y vigilar si aparecía la policía. El hombre le dio una patada en las costillas que dejó apenas sin aire a David. No estaba en condiciones de levantarse y correr, mucho menos pelear y ganar a este tipo. Mientras le seguían llo­ viendo golpes y patadas, David se hizo un ovillo e intentó aguan­ tar el chaparrón lo mejor posible, buscando algo que le diese la oportunidad de darle la vuelta a la situación, pero estaba muy can­ sado. La cabeza le daba vueltas y aún no había recuperado el re­ suello de la primera patada. Cuando ya estaba pensando que esa noche acabaría siendo una de las malas, oyó un fuerte golpe a su lado y las patadas cesaron. Sin atreverse a girarse para ver qué había sucedido, David sacó po­ co a poco la cabeza de entre los brazos. El hombre estaba tumbado en el suelo y encima de él había una chica inconsciente. —¿Pero qué diablos? —se preguntó—. Ok. Estoy peor de lo que pensaba. Me deben haber golpeado en la cabeza más fuerte de lo que supuse. David cerró los ojos y sacudió la cabeza para librase del mareo. Cuando abrió los ojos la chica seguía allí. —De acuerdo. O me han roto algo serio ahí dentro o está ahí de verdad. Se acercó a la chica que le había salvado de la paliza. Llevaba una chaqueta de cuero marrón bastante gastada sobre una cami­ seta sin mangas negra y unos sencillos tejanos con botas de mon­ taña. Tenía el pelo color castaño oscuro muy revuelto y enredado. Definitivamente no parecía que hubiera salido de fiesta.

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