Casapalabras 10

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Desde aquel momento, la preocupación comenzó a exasperarme. A eso del mediodía sentía un apetito verdaderamente feroz. Empecé por tantearme esperanzadamente los bolsillos y nada, nada. ¡Suerte o desgracia! En uno de mis bolsillos de atrás del pantalón hallé un pan aplastado como una tortilla. Me senté bruscamente en un tronco caído y comencé a devorarlo furiosamente. Los hombres también se sentaron desfallecientes y tornaron a mirarme con una avidez más angustiosa que la del día anterior. Me sentí como un perro rabioso a quien otros perros quieren quitar su hueso. Debí haber puesto una cara realmente feroz, cuando en la de los prisioneros hubo de pronto una súbita expresión de espanto. Mas, el cholo se repuso rápidamente y adoptó una actitud que califiqué de soberbia. –¡Vamos! ¡Andando otra vez! –les ordené. Yo sabía que para el caminante es peligroso descansar mucho rato porque con el cuerpo relajado y frío no puede reanudar la marcha. –Estamos cansados –replicó el cholo. –¿No tiene algo para nosotros? –imploró el muchacho. –No –contesté a secas–, yo también estoy cansado. Pero en el fondo me dolía. Tal vez eran mis enemigos, pero eran hombres como yo. Hombres como yo, que me matarían en la primera oportunidad. Y esta aprensión tornábame duro y cruel. –¡Andando! –les grité amenazándolos con la culata de mi fusil. Penosamente se pusieron de pie y reanudaron la marcha. Al muchacho se le salieron las lágrimas. El camino era ahora una suave y constante pendiente. Las fuentes corrían entre los bosques de las quebradas profundas, cantando sus melodías interminables bajo la mañana de pájaros alegres y de flores exóticamente perfumadas donde pululaban los insectos feéricos. Todo invitaba a vivir, no a morir. Pero como para aumentar mi exasperación primitiva, los hombres cuchicheaban adelante, y volteaban a verme a cada rato con una expresión temerosa y preocupada, como si intuyeran algún peligro inevitable. Parecíame que yo llevaba una especie de fiebre. En mi mente convulsa giraban pensamientos contradictorios, a lo mejor lógicos: «Ellos no tienen la culpa, yo

Llevaba yo en una mano ambos extremos de las sogas de mis reos, y ellos marchaban adelante, con visible desgano, bajo la tímida luz de la luna que asomaba ya como avergonzada por la tragedia del mundo.

tampoco; pero quieren matarme. ¿Por qué me mirarán así?... Otra mala noche viene hacia mí y amaneceré loco, si es que logro amanecer. Un hombre solo y libre puede encontrar aunque sea raíces para alimentarse. No podré soportar por más tiempo sus miradas de angustia, sus miradas de pavor. Si los mato, diré que intentaron fugarse y asesinarme. Si no lo hago, ellos acabarán conmigo esta misma noche. Ya no resisto más, palabra. Bueno, pero es posible que se mueran de hambre en el camino y me releven de lo que estoy tentado a hacer. Ah, pero es posible también que muramos de hambre, los tres juntos. Pero yo no quiero morir, ¡no!, ¡no!, no, no, no quiero…». Alcé lentamente mi fusil y apunté. Tuve que bajarlo bruscamente porque noté el movimiento de cabeza que hacían al regresarme a ver. Ellos se pusieron más inquietos, desesperados. No había duda, sospechaban de mí con terrible certeza. Por detrás observaba yo sus cuerpos desgarbados, sus pies arrastrándose maquinalmente. Dos veces más intenté disparar y otras tantas estuve a punto de ser sorprendido. Vacilaba, me dolía, esa era la verdad. «Soy una bestia, me decía, sí, soy una bestia». Concentrando toda mi fuerza de voluntad al fin me resolví. Escogiendo al cholo, le apunté y disparé inmediatamente. El muchacho dio entonces un grito que no podré olvidar jamás. Y mientras el uno se tronchaba como un tallo herido, el otro corría ladera abajo, saltando por el borde del camino y arrastrando su soga como un rabo de serpiente. Me acerqué a la quebrada y disparé otra vez. Otro alarido como un puñal para mí, y un cuerpo que rodaba hasta la vertiente. Yo, en aquel entonces, tenía fama de buen tirador. Después, espantado, arrojé el fusil homicida y corrí. Corrí perseguido por los fantasmas de aquellas dos víctimas de mi locura o de mi miedo. No sé cuánto correría, pero sé que caí, y cuando desperté, era otra vez de madrugada y me dolía la cabeza. Busqué agua en la hondonada y por poco dejo seco un arroyo. Luego caminé todo el día, con la sensación de haber recibido una paliza en todo el cuerpo y con el alma llena de indecible amargura. Cuando llegué al primer puesto militar, cerca de Cuenca, confesando mi crimen ante el oficial de guardia, que me atendía serenamente, no pude mentir en nada, como ahora lo hago. Él, tratando de reanimarme, ordenó que me dieran de comer, y palmeándome la espalda oí que me dijo: –Yo, en tu caso, habría hecho lo mismo... Yo no sé, pero hasta hoy, aún después de tanto tiempo, no han podido aliviarme las palabras de aquel oficial... Letras del Ecuador, No. 24-25, Jun.-Jul. 1947, p. 8

XIII


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