Casapalabras 10

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Distribución gratuita

Centenario de

Julio Cortázar Alejandra Pizarnik,

la poeta que se volvió pájaro

Letras del Ecuador en homenaje a los 70 años de la CCE El arte develado de

Guillermo Muriel

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Las Reservas de los Museos de la Casa de la Cultura poseen una colección de 90 calcografías del Museo de Louvre, que llegaron a nuestro país a fin de servir de modelos en la Escuela de Bellas Artes. Esas obras, a más de mostrar una alta calidad técnica, reproducen pinturas y esculturas de ese museo, realizadas durante los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX. Esta exposición muestra la colección de calcografías y un taller de grabado, perteneciente a la Estampería Quiteña. Lugar: Sala Pedro León, edificio de los Espejos. Avs. 6 de Diciembre N16-224 y Patria Inicio/Finalización: 7 de agosto / 11 de noviembre de 2014 2

Horario: martes a sábado de 9:00 a 16:00


editorial Nuestra Casa cumple setenta años

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n la Casa de la Cultura Ecuatoriana siempre han habitado la libertad, la creatividad, la utopía, ese sueño de una democracia sin fin, esos hombres y mujeres que enriquecieron la cultura, que dignificaron las luchas libertarias, que agitaron la idea de volver a tener patria, cuando ésta fue humillada y ofendida... La llama incesante no se ha apagado porque «nadie es la patria, pero todos lo somos», como dice Borges, y de la misma manera creemos que nadie es la cultura pero todos lo somos. La cultura es a la patria como la madre al hijo, su protección y su abrigo, por eso en una sociedad no reina el juez, sino el creador, y es ese creador –hombre y mujer, joven y niño– el que vive en esta Casa, para dejar marcado el camino de setenta años, el camino que el pensador, el artista, el músico, el teatrero, el poeta, el sabio han hecho al andar las tortuosas calles de la vida. Hoy, al cumplir un aniversario más de esta Casa de sueños, ya se está regando la voz de que es una Nueva Casa, una Casa renovada, un espacio público descentralizado, democrático, incluyente, cuyo mensaje se replica en los 23 Núcleos Provinciales de cada rincón de la patria; es decir, donde trabajamos todos, colectivamente, a fin de inventar las condiciones necesarias para que surjan los miles de artistas que deambulan con su maravilla oculta, invisibilizados por una sociedad alienante, cruzada infamemente por el espectáculo mediocre, por las burdas aspiraciones del mercado del entretenimiento, por los grotescos prototipos de comportamiento que no nos pertenecen. La cultura es la expresión más rica y sabia del pueblo, es la esencia viva y permanente de la convivencia humana, de la relación que establecemos con el otro, con la naturaleza y con las expresiones de la sensibilidad y del espíritu revolucionario, porque pensamos, junto a Brecht, que nuestro país, cualquier país, necesita de la cultura, del arte, para hacer practicable lo que políticamente es justo. El ser humano, antes de todo. Esa es la consigna ahora, el ser humano antes del capital. Es decir, no una cultura del espectáculo, sino una política cultural que dignifique, aliente, proteja al artista auténtico, al artista diverso, a la rica expresión multicultural e intercultural. No necesitamos una persona, sino una personalidad colectiva, porque la interculturalidad es una sociedad integrada. Es disfrutar y aceptar distintas formas de saberes, integrarnos con nuestros propios saberes. La cultura está. La cultura no muere; se lleva en las venas, como en las venas llevamos a Nuestra Casa.

número diez • agosto 2014

Presidente Raúl Pérez Torres Vicepresidente Gabriel Cisneros Abedrabbo Director Patricio Herrera Crespo Editores Patricio Viteri Paredes Yuliana Marcillo Colaboran en este número: María Gabriela Borja, Antonio Correa Losada, Guido Díaz Navarrete, Freddy Fiallos, Isabel Guerrero, Patricia Noriega Rivera, Camila Pontón, Catalina Sojos, Abdón Ubidia y Elías Urdánigo Edición de textos Katya Artieda Diseño Tania Dávila López Portada Mi General, acrílico, 82 x 134 cm. Autor: Guillermo Muriel Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión Dirección de Publicaciones Avs. Seis de Diciembre N16–224 y Patria Telf.: 2 565808 Ext. 426 gestion.publicaciones@casadelacultura.gob.ec www.casadelacultura.gob.ec Quito–Ecuador. casapalabrascce @casapalabrascce casapalabrascce@gmail.com

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índice

4 8 Celebramos el centenario de Julio Cortázar. Raúl Pérez Torres nos hace una reseña de cuando el autor de Rayuela visitó Ecuador.

Freddy Fiallos estudia la vida y obra de Alejandra Pizarnik, destacada escritora argentina y de gran influencia en la poesía contemporánea.

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Dossier Letras del Ecuador 1945-2014 en homenaje a los 70

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Todas las primeras veces, cuento de Elías Urdánigo.

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María Gabriela Borja rememora sus inicios en la Casa de la Cultura Benjamín Carrión, a propósito de sus 70 años de creación.

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Isabel Guerrero analiza la vida de la cantante española Concha Buika.

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Antonio Correa Losada reflexiona sobre la reciente obra de Ernesto Carrión: Los diarios sumergidos de Calibán.

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Camila Pontón nos presenta su cuento Mentiras.

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La muerte del carnero, Arte poética e Infierno, poemas de Patricia Noriega Rivera.

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La brazada final y Bitácoras y otras cuestiones son los libros ganadores del encuentro internacional de poesía ‘Paralelo Cero’ 2014.

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Análisis de la novela Los improductivos, de Cristián Londoño, por Catalina Sojos.

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Homenaje al escritor Renato Gudiño a cargo de Abdón Ubidia.

años de la CCE.

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La activista y poeta afroestadounidense Maya Angelou falleció en mayo de este año. Les ofrecemos una reseña sobre su vida y lucha contra la discriminación de los afroamericanos.

Guido Díaz Navarrete y Patricio Herrera realizan un estudio de la obra de Guillermo Muriel, artista ecuatoriano que falleció el 24 de julio de este año.


centenario

«La verdadera tarea revolucionaria del escritor es ir lo más adelante posible de sí mismo y de su tiempo».

1914-2014 3


La

foto

movida Raúl Pérez Torres

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n frío enero de 1973 nos visitó en Quito Julio Cortázar. Había publicado ese año El libro de Manuel, que se hizo acreedor al Premio Médicis. Los ‘bufandosos’, que éramos una especie de ‘cronopios’ de provincia, lo recibimos con tremenda expectativa. Venía a charlar con los escritores pero, fundamentalmente, a visitarle a Jaime Galarza, compañero escritor y político que por aquel entonces, tiempo de la dictadura militar de Guillermo Rodríguez Lara, continuaba preso. El presente texto es una crónica de su visita, publicada hace muchos años en la revista La Bufanda del Sol. «Todos estamos esperando en la sala (con caras para la foto y un silencio lúgubre o lóbrego) la aparición del mayor ‘cronopio’ de los años sesenta. Yo al menos me escondo tras de una columna para que ni se le ocurra ver de frente mi desolación, pero mientras le miro a hurtadillas pienso que la foto salió movida, que no es Cortázar quien ha entrado sino un tristísimo basquetero argentino, con apenas quince años a cuestas, alguien que está creciendo para abajo. Entonces pienso que el mundo se ha desplazado de golpe y que en verdad no estamos en una sala, sino en un coliseo, y que Javier Ponce no es Javier Ponce sino un libro de Poma de Ayala, y que a lo mejor yo mismo no soy yo sino esa columna que no me permite jugar a la Rayuela, cosa

que estoy intentándolo desde 1963. Es el momento en que Iván Égüez, asustado de sentirse un bloque de hielo, se pone la Bufanda del Sol al cuello y le pregunta al che de Bruselas sobre aquellas palabritas que por aquel tiempo nos las pasábamos de boca en boca como el beso clandestino: compromiso y revolución. El Cronopio, ya convertido en Julio Denis por eso de su crecimiento al revés, saca su estilete que tiene algo de prelógico y mágico, y suelta su voz llena de gargarismos, como si fueran pucheros que hace el nene al sentirse de repente abandonado de la tía Cora, su garganta atravesada por la ‘r’ (como por un algodón) tiene un sonido de máscara griega y dice, como si hablara para veinte años después: ‘La verdadera tarea revolucionaria del escritor es ir lo más adelante posible de sí mismo y de su tiempo. Hay escritores precursores que despiertan la atención de las masas, y hay una conciencia en las masas que despierta la conciencia de los escritores’. Recuerdo que esto lo dijo clavando sus ojos tristes en Ulises Estrella que, de inmediato, se transformó en un ensayista búlgaro. Al escuchar eso, y por mi vocación desviada de comprobarlo todo, me salgo por un momento de la reunión y vengo volando al día de hoy, a diez años de su muerte, y compruebo que sí, que es verdad, que Cortázar se ha adelantado a sí mismo y a su tiempo y que se está esperando, fantástico, lírico y lúdico, sentado en compañía

de Roberto Arlt y alguien parecido a Borges (pero que no es Borges), desembarazados de la edad, contemporáneos todos, asiendo por los cabellos a ese animal que siempre les atormentó: el tiempo. »Por allí Freddy Elhers, liviano como una pluma, le lanza la naranjagria de los malabarismos del boom. Es el año 28 de nuestra existencia, 73 de los estados. Julio


Cortázar se levanta el cabello que le cae sobre el ojo derecho, y con sonrisa zen, lista para el despiste, para lo insólito, dice como si musitara un tango: ‘De pequeño fabricaba laberintos en el jardín de mi casa...’, pero inmediatamente se asusta de nuestro asombro y entra otra vez en la circunstancia formal y, muy tímido, como cualquier Virgo (nació en agosto, su planeta Mercurio) recita:

»‘La primera cosa triste es que se ha llamado boom, como palabra que proviene del inglés, alguien por lo menos podía haber inventado una palabra española para calificar este fenómeno, che, en todo caso lo más importante es que el boom no lo hicieron los escritores, lo hicieron los lectores. Para ellos una serie de libros significaron nuevas experiencias. Esto determinó que a partir de la década del cincuenta,

una serie de países separados por esta gran balcanización latinoamericana empezaran a comunicarse. Entonces, de golpe, los lectores latinoamericanos, en una especie de violento contagio, descubrieron tres, cuatro, cinco o seis escritores que no les resolvían nada, pero les daban por primera vez una especie de sentimiento de estar en lo suyo, de estar por fin leyendo una cosa hecha en casa, como se dice de los

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pasteles, que son buenos cuando están hechos en casa; entonces el editor llega después. El editor es un capitalista que está allí para ganar dinero por todos los medios que pueda, es perfectamente natural que cuando el editor descubrió que lectores latinoamericanos se entusiasmaban por un joven escritor hasta ese momento desconocido, él, Mario Vargas Llosa, por ejemplo, tuvo, una posibilidad inmediata de una gran tirada de ejemplares de su libro. »Treinta mil ejemplares de un libro es, en mi opinión, uno de los fenómenos más positivos y más extraordinarios para nuestra causa común. Este es un aspecto eminentemente positivo para nuestro autodescubrimiento como escritores latinoamericanos y lectores, esa especie de comunión, de contacto inmediato que se produjo. »Ahora bien, este fenómeno llamado boom ha sido visto como una especie de sociedad secreta, no tanto por el hecho de encerrarnos o aislarnos, sino porque en realidad se da entre nosotros un conocimiento, un acercamiento de tipo personal. Con un intercambio de cartas de México a París, yo cono-

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...Luego se habla de muchas cosas, del humor, de su lenguaje jubiloso, de su barrio de Banfield, de los vicios porteños, de sus amores, Keats, Lautramont, Dickens, Borges, del jazz y el tango, del hombre nuevo: «El hombre nuevo –dice su voz de seda– será aquel que haga desaparecer tantos tabúes que hacen de nosotros seres incompletos y desdichados».

cí a Carlos Fuentes, con quien creé un tipo de amistad que ahora suele ser presentada como una especie de sociedad secreta, eso me hace gracia, recuerdo aquella expresión de Jean Cocteau que dice que nosotros miramos las constelaciones, pero las estrellas que la forman no saben que son parte de las constelaciones. Personalmente me siento muy sorprendido cada vez que me veo atrapado en la terminología del boom, porque íntimamente no tengo el sentimiento de formar parte de ninguna constelación; he sido, soy y creo que seguiré siendo un tipo muy, muy solitario, que hace su obra con la máxima libertad de acción, sin dejarse coaccionar ni por nada, ni por nadie. »Entonces, mi conexión con el boom, más bien la han hecho ustedes, en tanto lectores que decidieron emitir o tener algún interés, y que luego el mecanismo editorial, ni corto ni perezoso, armó con eso un sistema de ganancias que le ha dado inmensos beneficios’. »Es el momento en que Moreano, muy campante, empieza a hablar de la novela latinoamericana y yo en esas a las que dibujan sus palabras, me enalo para Cuba, año 1964, y le escucho a Lezama Lima (buda paradisíaco) decir que frente a la novelística wagneriana, es decir Joyce, Proust, Thomas Mann y Hesse, Cortázar propone un juego, una nueva alegría semántica, una dislocación de lo cotidiano, yo me quedo un poco absorto en la puerta de Casa de las Américas y el Cronopio se acerca a mi oído y me dice sonreído: ‘El juego consiste en recobrar tan solo lo insignificante, lo inostentoso, lo perecido’; es cuando Fernández Retamar, ese Quijote del lado de allá, mete la pata y dice que para nosotros los latinoamericanos, Rayuela de Cortázar es tan importante como el Ulysses para los escritores en lengua inglesa. Regreso entonces a parapetarme tras aquella columna de la que hablaba al principio, que me libra de ver frente a

frente la inteligencia de este mundo, es decir ‘cronopios’, famas y esperanzas reunidas, y sólo escucho la pregunta que le hace una ‘bufanda’ llena de pelusas, como debe de ser ya que se trata de Cortázar: »–Dijiste que algo había fallado en las raíces de la cultura de Occidente, algo que había determinado la marcha a un callejón sin salida de la civilización occidental... »–Bueno, eso en realidad yo creo que está dicho en Rayuela. En definitiva, la búsqueda central del personaje con todas sus limitaciones y sus imposibilidades, en esa especie de búsqueda del centro, ese volver a ser para volver a comenzar, se basa un poco en esa noción del fracaso de la civilización occidental. Este es un problema que me atormentaba mucho en la época en que escribí Rayuela; la amenaza de la bomba atómica (para citar un hecho concreto, era cotidiano). Es curioso que en el momento actual, por razones de estrategia, la gente tiende a olvidarse el hecho de que hay un montón de dedos apoyados en unos tantos botones y que bastaría un calambre en uno de esos dedos para que la bomba saltara. La ley del olvido juega. El problema de la posibilidad de una guerra nuclear entre la Unión Soviética y los Estados Unidos era entonces un problema que angustiaba y torturaba a la gente de Europa y América Latina. Del 57 al 63 eran los años en que yo escribía el libro y me decía: ‘Cómo es posible que la civilización judeocristiana desemboque en una bomba atómica para destruir y que esa especie de coronamiento tecnológico que es la bomba atómica (especie de prodigio monstruoso) sea la flor de una civilización que ha necesitado miles de años para llegar a esa flor que va a caer así sobre la misma civilización’. Era una posición llena de inquietud, pero no era pesimista. No era pesimista porque en el mismo libro se dice que nada está perdido, que lo que pasa es que hay que echarse hacia atrás y buscar el punto en donde algo anduvo mal y donde nos metimos en un cami-


«La primera cosa triste es que se ha llamado boom, como palabra que proviene del inglés, alguien por lo menos podía haber inventado una palabra española para calificar este fenómeno, che; en todo caso, lo más importante es que el boom no lo hicieron los escritores, lo hicieron los lectores». no equivocado y que necesita encontrar nuevas sendas. Pero el libro, como ustedes saben muy bien, no da solución. Yo soy perfectamente incapaz de dar una solución, pero sí considero que era una incitación a que cada lector pensara que está embarcado en una civilización extraordinaria en muchos sentidos, pero que está llegando a un borde en donde se destruye a sí misma por una especie de autosuicidio total. »Me quedo absorto y otra vez pienso que se ha adelantado a sí mismo y a su tiempo, y para alcanzarle regreso a París, al barrio 15, a esa casita caja de fósforos parada, repleta de libros y cuadros y chucherías recogidas por la Maga, donde lo veo frente a su escritorio, mirando con curiosidad las postales, los recortes de periódico, las frases insólitas, que él mismo ha pegado con alfileres, leyendo con júbilo aquel cuento que Monterroso todavía no escribe y que dice: ‘Cuando despertó, el dinosaurio aún estaba allí...’, y tengo ganas de librarle de la realidad y ofrecerle un cigarrillo o un disco de Coleman Hawkins o por lo menos una página de Alfred Jarry, para que Julio entonces me dé la mano y en ese apretujón sienta que hay un orden más secreto y que, como decía Hamlet (ese ‘cronopio’ adelantado),

más cosas hay en la tierra, Horacio, de las que sueña tu filosofía. »Luego se habla de muchas cosas, del humor, de su lenguaje jubiloso, de su barrio de Banfield, de los vicios porteños, de sus amores, Keats, Lautréamont, Dickens, Borges, del jazz y el tango (nunca he podido luchar contra la ternura, soy un romántico acabado), del hombre nuevo: El hombre nuevo –dice su voz de seda– será aquel que haga desaparecer tantos tabúes que hacen de nosotros seres incompletos y desdichados.

»Oliveira se siente fatigado, tiene aún cosas que hacer. Una especialmente: visitar en la cárcel a Jaime Galarza, y estrechar su mano combativa y solidaria. »Se levanta y es como si se levantara Goliat con el rostro de David. »–Eres un niño –le digo de lejos, como si fuera ya una despedida. »–Dime un hombre que no lo sea – me contesta con una sonrisa exacta a la de mi nieto Camilo, que, cortazareanamente, aún no nace...».

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Alejandra

Pizarnik:

la jaula

se ha vuelto pájaro

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us amigos y familiares saben que cada ocho semanas es necesario volver a poner una foto de Alejandra en su tumba. Éstas han venido desapareciendo por años sin que los celadores del cementerio judío de La Tablada pudieran atrapar al ladrón. Diario La Nación / domingo 24 de septiembre de 1972: «El caballero de las muertas de rojo ha llegado en su búsqueda y la lleva sin él... La que no supo morirse de amor y por eso nada aprendió... Ella está triste porque no está...». Éste es el fragmento de un poema que fue leído por cientos, un domingo hace 42 años. A la mañana siguiente, en un departamento de la calle Montevideo (Buenos Aires), Alejandra Pizarnik, una de las poetas argentinas más interesantes y significativas del siglo XX, renunciaba a la vida con una dosis de 50 cápsulas de Seconal. Su último texto publicado fue aquel poema en La Nación, y su boleto al silencio quedó escrito en el pizarrón de su departamento: «No quiero ir más que hasta el fondo». Y así murió, con las muñecas maquilladas para la ocasión y rodeada de una babilonia de libros. Flora Alejandra Pizarnik Bromiker nació el 29 de abril de 1936 en Buenos Aires. Es la segunda hija del matrimonio de Elías Pizarnik y Rejzla Bromiker (migrantes rusojudíos). Los Pizarnik perdieron a

Freddy Fiallos muchos de sus familiares durante el holocausto; su abuelo, por ejemplo, fue obligado a construir caminos y su abuela fue llevaba a un centro de exterminio. Según César Aira, biógrafo de Pizarnik, esto a ella le significó un contacto temprano con la muerte. Durante la secundaria, Alejandra empieza con el consumo de anfetaminas para tratar de bajar de peso, desde ese entonces ya estaba inmersa en los textos de Marcel Proust y Jean Paul Sartre. Sus primeros escritos datan de su adolescencia, desde allí ella tuvo la certeza de que quería ser poeta. Se inscribió en la universidad en 1954, en la búsqueda de hallar un lugar intentó asistir a las carreras de Filosofía, Periodismo y Letras. No faltaron otros buceos que incluyeron clases de pintura con el artista surrealista Batlle Planas. En ese año se enamora de su profesor de literatura moderna Juan Jacobo Bajarlia, quien la guía hacia el surrealismo. Alejandra lee y se involucra con la poética de Tristan Tzara. Para entonces su padre le costeaba los honorarios del analista León Ostrov para que la ayudara a corregir su tartamudez. Con 19 años publica su primer libro: La tierra más ajena (1955). Éste está dedicado a León, y firmado como Flora Alejandra Pizarnik. Se supo que años más tarde ella renegaría de esta obra y que incluso había

comprado todos los ejemplares que no se vendieron para quemarlos. Vinieron luego: La última inocencia (1956) y Las aventuras perdidas (1958). ‘Blímele’ (como era llamada Alejandra en su niñez) se embarca en 1960 a su sueño de toda la vida: viaja a París, en aquel París invadida por los nombres más fuertes de la literatura latinoamericana, entre ellos Octavio Paz, quien escribiría el prólogo de su libro El árbol de Diana, publicado en 1962. La etapa parisina de Alejandra marcó su lenguaje oscuro y acentuó su simbolismo, influenciada hasta la saciedad por Rimbaud, Mallarmé y Lautréamont. En aquella París conoció a otro de sus amores imposibles: Julio Cortázar. Con Cortázar, quien cariñosamente la llamaba ‘Bicho’, hubo una relación de confianza tan profunda, que Alejandra fue la encarga de levantar a limpio Rayuela. Según Fernando Noy, amigo íntimo de la poeta, ella había extraviado los originales de la pieza maestra de Cortázar. Tiempo después (por el bien de la literatura), los apuntes de Rayuela fueron encontrados. Durante su estancia en Francia, Pizarnik trabajó para la revista Cuadernos y algunas editoriales francesas; publicó poemas y críticas en varios diarios. Tradujo a Antonin Artaud, Henri Michaux, Aimé Césaire e Yves Bonnefoy.


variaciones Ser amigo de Alejandra acarreaba por ejemplo recibir llamadas telefónicas a las tres de la mañana y no lo hacía para saludar, sino por pura desesperación y terror. La poeta Olga Orozco ya estaba resignada a enviarle verbalmente una renovación de cierto ‘salvoconducto milagroso’ para que pudiera seguir adelante contra cualquier maldad: «Yo, Olga Orozco y la emperatriz Genoveva de Bravante certificamos que ningún cuervo o alimaña rondará la figura de Alejandra en las noches por venir». Según Noy, eso en verdad la calmaba y se iba a dormir abrazada al cuaderno donde había copiado el poderoso exorcismo verbal de quien Alejandra llamó «madre poética». Pizarnik retornó en 1964 del éxtasis de vivir en París, se sumió en una profunda depresión, ya no encontraba en Buenos Aires su espacio. Al año siguiente publicó Los trabajos y las noches. El 18 de enero de 1967 fallece Elías, su padre, a causa de un infarto. Este hecho marca ‘mortalmente’ a Alejandra y posterior a eso escribe Extracción de la piedra de locura (1968), El infierno musical (1971) y La condesa sangrienta (prosa, 1972). Su última época la pasó internada en el centro psiquiátrico hospital Pirovano, luego de dos intentos de suicidio. De esta etapa se desprende el texto Sala de psicopatología, a continuación una muestra: «Y como soy tan inteligente que ya no sirvo para nada, y como he soñado tanto que ya no soy de este mundo, aquí estoy, entre las inocentes almas de la sala 18, persuadiéndome día a día de que la sala, las almas puras y yo tenemos sentido, tenemos destino». El diario de Alejandra fue mutilado por sus familiares; impidieron a toda costa que el público se enterara de sus pasiones, de su supuesta homosexualidad, de sus eróticos y diabólicos imaginarios. Su tercer intento de suicidio fue el último: su vida sentimental fue el detonante, según su círculo cercano. Siempre en las esferas literarias argentinas se habló de su lesbianismo, lo que fue negado por ella incesantemente

hasta su muerte. A pesar de ello, existe una carta con fecha de enero de 1972 a la escritora Silvina Ocampo, esposa de Adolfo Bioy Casares, en la que entre otras líneas le dice que la «ama sin fondo». Para la mujer de 36 años, la poetiza ávida por el naufragio, enamorada de la muerte, amante del dolor y del sufrimiento, su vida misma era el terror. Ese dolor, esa rabia, ese descontento con ella misma, ese extrañamiento con su ser, todo eso se veía reflejado en la delgada línea donde silueteó sus angustias, que después fueron poemas. «El horror de habitarme, de ser –qué extraño– mi huésped, mi pasajera, mi lugar de exilio», había escrito el 5 de enero de 1962. Un fin de semana fuera de la clínica psiquiátrica donde estaba internada, murió de una sobredosis intencional de psicofármacos; la jaula se convirtió en pájaro y voló.

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aya Angelou creía que su voz había matado a un hombre. Por eso, cuando le contó a la familia lo que le había pasado y que probablemente por esa razón sus tíos terminarían cometiendo un crimen, la mudez cayó como un rayo. El silencio llegó a su boca y se quedó ahí durante cinco años. «Fui una muda voluntaria. Tenía voz, pero rechazaba usarla», recordó más tarde. Aunque el hombre que la violó (el novio de su madre) cuando ella rondada los siete años fue arrestado, enjuiciado, liberado y, poco después, asesinado por sus familiares, según sus biografías, esa experiencia traumática provocó en Maya un mutismo patológico. Es posible que para los hispanohablantes el nombre Marguerite Ann Johnson (St. Louis, Missouri, Estados Unidos, 1928) les parezca lejano, pero para la comunidad afroamericana suena a sinónimo de libertad. El nombre de ‘Maya’ se lo puso su propio hermano. Era la forma en que degeneró su infantil forma de decir ‘mi hermana’. Y era con la única persona con la que se comunicaba durante el tiempo de su mudez. En esa etapa descubrió la vocación por el idioma hasta que una profesora consiguió que volviera a hablar, tras convencerla de que sólo podría apreciar las letras si era capaz de hablar nuevamente. La mujer, quien en vida se expresó de manera elocuente sobre la raza, el género y vivir la vida al máximo a través de su poesía y obras autobiográficas, falleció el pasado 28 de mayo a los 86 años. En su aclamada I know why the caged bird sings (Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado), la primera de las varias autobiografías que escri-

bió y fue publicada en 1970, relata su infancia en Missouri y Arkansas, donde fue objeto de abusos sexuales, además de la convivencia al lado de su abuela puritana, la relación complicada con su madre (quien ejerció por un tiempo el trabajo de prostituta) y su embarazo siendo una adolescente de 16 años. Fue madre soltera a los 17 años. Maya tuvo que luchar para mantener a su hijo, lo que la llevó a tener diversos empleos. Llegó a prostituirse, trabajó en una de las compañías de tranvías de San Francisco, y se convirtió en la primera mujer negra conductora; luego fue bailarina y actriz, para posteriormente destacarse como escritora y académica, y, por supuesto, como activista contra la discriminación de los afroamericanos. Extracto de un discurso de Maya ofrecido en el 2005 «Cuando los grandes árboles caen, tiemblan las rocas de colinas distantes. Los leones se refugian en el alto césped y hasta los elefantes buscan seguridad. Cuando los grandes árboles se caen en los bosques, las pequeñas criaturas se retiran en silencio, sus sentidos alterados más allá del miedo. Cuando las grandes almas mueren, el aire alrededor nuestro se vuelve ligero, enrarecido, estéril. Respiramos brevemente. Nuestros ojos, brevemente, ven con una claridad dolorosa. Nuestra memoria, repentinamente agudizada, examina, roe las amables palabras no dichas, los senderos prometidos nunca tomados. Las grandes almas mueren y la realidad que nos une a ellas nos abandona». (YM).


réquiem

(Saint Louis, 4 de abril de 1928 - Winston-Salem, 28 de mayo de 2014), poetisa, novelista, activista por los derechos civiles, actriz y cantante estadounidense. Fue profesora de Literatura y Estudios sobre Estados Unidos en la Universidad Wake Forest. En 2011 el presidente Barack Obama le otorgó la Medalla de la Libertad. Fue postulada a los premios Grammy en la categoría de libros grabados, al premio Tony por su trabajo en Broadway Look away, y a un Emmy por la miniserie Raíces. Fue autora del guión y música del filme Georgia, Georgia.

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Todas las

primeras

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ue el año en que Rubén se suicidó. Las cosas no habían sido fáciles y, sin embargo, yo sentía que nuestras vidas funcionaban, que había más días buenos que malos, hasta que Rubén descubrió las drogas y se enganchó. Lo hacía casi todos los días, a veces mi madre me mandaba a buscarlo. Lo hallaba en el patio de la casa de Cleiton, pálido, con cara de no haber dormido en días, todavía quemando en una pipa casera, hecha de lata de cerveza y el casquete de un bolígrafo. A veces venía conmigo a la casa, otras me insultaba

Elías Urdánigo e intentaba pegarme, pero Cleiton se lo impedía. El día que cumplió diecinueve lo despidieron de la fábrica en la que trabajaba, y estuvo un mes en la cárcel por intentar robar una tienda de abarrotes. Volvió a casa tres días después de salir libre. Traía una camiseta vieja, con el ruedo del cuello arrancado, el jean sucio de lodo, ojeras. Mi madre lo llamó a la habitación. Le habló calmada: «No te aguanto más, si quieres convertirte en ladrón, matarte, o lo que chucha sea, no me interesa, sólo hazlo lejos de aquí». Mi madre insultaba todo el tiempo, que insul-

tara a Rubén o a mí, era de lo más normal. Al contrario de lo que mamá le había insinuado, Rubén se quedó. Arregló y limpió la habitación que compartíamos, sacó una caja con cosas inservibles para que el camión de la basura se la llevara. Lo ayudé a pintar las paredes de color azul y amarillo ocre, colgamos afiches e hicimos un estante para mis libros. Volvimos a desayunar juntos y a mirar los dibujos animados en la tele. Rubén accedió ir a rehabilitación y yo pensé que las cosas marcharían como antes.


relato La tarde previa a que se fuera a rehabilitación nos sentamos en la vereda, de espaldas a la casa. Hicimos bromas sobre el aspecto de los vecinos y criticamos nuestros propios defectos. Él bebía del pico de una Pílsener. Esa fue la primera vez que lo vi de verdad, como se mira a un hermano. Su cara era alargada, tenía las mejillas y los ojos hundidos, las manos huesudas, la nariz larga y estrecha. Miraba hacia algún punto, en silencio, para después hablar, como si hubiera estado pensando bien lo que iba a decir. Hoy me parece un síntoma de su drogadicción: imagino que las ideas lo abandonaban. Su mirada se extraviaba buscando las palabras como si estuvieran colgadas en una rama o en el alero de una de las casas que teníamos enfrente. –No pruebes la droga –me dijo, con una solemnidad que debió aborrecer al instante, porque entonces miró mis orejas grandes y se burló de ellas–. Dumbo te queda corto, puedes llegar a África con esas alas que tienes por orejas. –Vos tienes nariz de cuchillo –dije. Empezó a agarrársela como si le picara. Levantó la cerveza y se dio un trago. Sus ojos estaban húmedos. –Sé que camellas con Cleiton –dijo–, y está bien, un hombre tiene que hacer dinero, pagar sus propias cuentas. Pero no dejes que te pague con drogas, ni le compres. Créemelo, estás mil veces mejor sin esa mierda. –No me interesa –dije–, en serio, no te preocupes. Los muchachos me han dicho cómo se sienten cuando fuman marihuana. Y me parece que es mejor leer. –Sí –dijo–. Tu droga son los libros, con tal de que no te vuelvas loco como Don Quijote. –¿Y tú, vas a dejar de fumar? –Estás loco, si es lo mejor que me ha pasado en la vida. Te digo que no fumes solo porque el polvo está escaso.

Lo dijo serio, pero después sonrió. Sus ojos habían vuelto a la normalidad. –Voy a ir a rehabilitación, me voy a curar y voy a estar de primerito en la fila cuando te ganes otro concurso de cuentos en el colegio. Pero no me vas a pedir que te ponga esa huevada de gorro cuando te gradúes. –Se llama birrete. –Sí, esa verga. Tú vas a sacar la cara por esta familia de mierda. ¿Ya tienes pelada? –Algo parecido, –¿Cómo se llama? –Karla. –Tener una pelada que te quiera también sirve para que no te metas en huevadas –dijo. Se puso de pie y estrelló la botella contra la pared de la casa. Reí para acompañar su risa. La tarde siguiente ingresó en la clínica. A las pocas semanas escapó en compañía de dos internos. Notificaron a mi madre por teléfono. La vi sacudir la cabeza, con el auricular pegado a la oreja. Por un instante pareció hundirse, como si la armadura que había construido por años para no flaquear hubiera explotado, y rehecho en unos cuantos segundos. No supimos de Rubén durante una semana completa. Cuando volvió a casa era evidente que había estado drogándose. Tenía el cabello sucio, la ropa hecha un asco, su piel estaba pálida y babosa como la de un reptil. Ayudé a mi madre a meterlo bajo la ducha, Rubén no opuso resistencia. Después lo llevamos a la cama, cuando empezó a tiritar y decir incoherencias, mi madre llamó al personal de la clínica. Vinieron por él y lo llevaron de vuelta. Esta vez no iba por su propia voluntad y el personal de la clínica tuvo que medicarlo. El dinero para la recuperación de Rubén lo puso mi madre, pero una pequeña parte pagué yo, con los trabajos que hacía para Cleiton.

Por entonces no pensé en lo irónico que resultaba pagar la rehabilitación de un drogadicto con el dinero que producían las mismas drogas que lo habían envenenado.

*

Por esa misma época empecé a manejar el Mazda que había sido de mi padre. El carro tenía las latas algo estropeadas y la pintura opaca, pero el motor estaba en perfecto estado. Me servía para sacar a Karla. Estudiábamos en el mismo colegio pero ella iba un año adelante. En el colegio no dejaba que nos viesen juntos, porque le daba vergüenza salir con un chico de un curso inferior. Nos encontrábamos a tres cuadras de su vivienda, en una pequeña plaza. Yo no tenía permiso de conducir, pero cargaba efectivo para soltarle a los chapas si me detenían. Íbamos al cine, a tomar helados, o estacionaba el carro y pasábamos un par de horas caminando por ahí, sin enterarnos de nada. Agarrados de la mano, sintiendo, a cada roce de su boca, el estallido de mis glándulas. Pero no lograba pasar más allá de sus tetas, me sentía torpe, avergonzado ante su mirada, que parecía sufrir cada vez que yo intentaba tocarla.

*

Una mañana, tres meses después de haber sido internado, Rubén regresó a la casa. Llevaba una semana fuera de la clínica, pero esperó hasta el cumpleaños cuarenta de mamá para volver. Había engordado. Su vieja camiseta negra, con el estampado de Iron Maiden, le ajustaba el pecho. Estábamos sentados a la mesa, no dijimos nada cuando lo vimos cruzar la puerta. No era sorpresa verlo allí, habían llamado de la clínica el día que le dieron de alta. Mi madre fue hasta allá para la Confrontación, actividad en la que el paciente se encara con sus seres queridos a los que ha lastimado y que lo han lastimado a él. Yo no

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fui, mi madre me lo impidió. «Ya he ido a estas cosas a causa de tu padre, da vergüenza, si pudiera evitarlo no iría, lo juro. Además, pendejito, tú no tienes nada que confrontar con tu hermano». Rubén nos saludó con algo que hoy puedo calificar de gentileza irónica: «Es agradable ver que todo sigue tan amoroso, siempre has tenido un gran instinto maternal, madre. ¿Y tú maricón, qué estás comiendo? Me pierdo unos meses y te encuentro como diez centímetros más alto». Mi madre estaba bebiéndose una Club verde del six pac que yo le había regalado. –¡Estás hecho un puerco! –dijo. –Es el azufre, nos daban azufre en la comida… Te traje un regalito, no creas que me olvidé de tu cumpleaños, ¿Cuántos años son? 50, ¿cierto? Mi madre meneó la cabeza. –40, pendejo. Soy una niñita –dijo–, por donde se me mire. Rubén abrió el cierre de la mochila que había puesto sobre la mesa y sacó una caja forrada con papel de regalo. Era una caja larga y estrecha. «¿Qué es?», dijo mamá. Los regalos de cumpleaños la emocionaban, aunque siempre trataba de contenerse. –Abre la caja –dijo Rubén–, seguro que te gusta. Mamá rasgó el papel con torpeza. La caja tenía una tapa, dentro, de color lila y la apariencia de un pene real, reposaba un dildo de unos 30 cm de largo, metido en un estuche de plástico, donde se leía: baterías no incluidas. –No te preocupes –dijo Rubén–, traje las pilas. Soltó una carcajada al ver la expresión de mamá. Ella estaba desencajada, boquiabierta. –Se lo confiscaron a una de las pacientes –explicó Rubén–, y yo lo encontré en la oficina del terapeuta y me lo traje, pensando en tu cumpleaños, por supuesto.

–Eres un hijueputa –dijo mamá después de un par de minutos. Tenía la expresión ceñida y la mirada dura–. ¿Dónde se ha visto que un hijo le regale un consolador a su propia madre el día de su cumpleaños? No será que tengo que meterte a un manicomio, culiado de mierda. Me calmé cuando vi que la situación le estaba resultando divertida. –De ley que lo estabas necesitando –dijo Rubén. –Eres un depravado –sonrió–, voy a ponerles un padrastro par de maricones, a ver si les gusta. –Eso ya no tendría importancia para mí –dijo Rubén. Buscó en la mochila y sacó una funda de plástico. Tenía otro regalo para ella: una blusa de color amarillo, con mangas abiertas, el cuello amplio, dividido por dos rueditas de plástico transparente, y el estampado de una chica con el cabello largo al viento y gafas de sol. Mamá acababa de cumplir 40 pero lucía el cuerpo de una veinteañera, aún estaba flaca y con músculos apretados. Esa noche se vistió con sus regalos: la blusa que le dio Rubén y el blue jean que yo le compré, y salió con una compañera del trabajo a festejar su cumpleaños en un karaoke. –¿Cómo vas en el colegio? –me preguntó Rubén la tarde siguiente. –Igual, no hay novedades. –¿Oye chucha, tú todavía lees? –Me sigue gustando –dije–, y me va a gustar hasta que muera. –Te traje algo. De la misma maleta que había sacado el consolador y la blusa para mamá, sacó un libro delgado. Once tipos de soledad, de Richard Yates. No había escuchado hablar de ese escritor, ni había leído ninguno de sus libros, por supuesto le agradecí. Rubén me dio una palmada en el hombro, y un puñetazo en el brazo izquierdo, no fue con violencia, era una demostración de afecto. Pude ver su mirada diáfana de antes que

consumiera, o creí verla o deseé que estuviera ahí.

*

Esa noche intenté leer el libro de Yates, pero cada vez que leía un nombre femenino pensaba en Karla. Tampoco lograba dormir. Estaba ansioso. Quería estar con ella, no era solo sexo, lo tenía claro, era como si quisiera apoderarme de su ser, meterme en su mente. Amarrarla a mí, hasta que mi ansiedad se disipara. Por la tarde le conté a Rubén lo


que estaba pasándome. Él me había dicho: «Desahuevate. ¿Qué te pueda pasar, que te rechace? Eso no es nada. Lo intentas de nuevo otro día. Pero estar así, esperando que suceda algo mágico es una verga, la pelada se te va a ir con otro y tú vas a seguir coco. Inténtalo, no seas gil». –¿Todavía no has culiado? –me preguntó. –He hecho cosas… –¿Cosas? ¿La has metido en la vagina de una mujer, sí o no? –No.

–Cuando lo hagas no olvides que esa es una de las mejores sensaciones en esta verga de mundo. Aunque después de un tiempo te pueda parecer que no es gran cosa, lo es. Todo lo que un hombre desea es volver al lugar de donde salió. Era la primera vez que lo escuchaba pronunciar frases categóricas. Con esa misma vibración veinteañera que años más tarde me hizo creer que a esa edad ya lo había vivido todo. –Yo también me leí un par de

libros, no creas que solo estuve engordando en esa puta clínica –dijo. Decidí hacerle caso, aunque sabía, en el fondo, que mi hermano no era alguien de quien debiera seguir consejos. Pero era el mayor, y yo pensaba, quizá, que eso debía servir para entender mejor las cosas del sexo. El lunes, después del colegio, invité a Karla a dar un paseo. Nos metimos a una heladería que tenía subterráneo, abajo apenas se podía ver; las mesas estaban separadas la

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Sentí en su voz la tensión, como las hojas de un libro a la intemperie a punto de ser arrancadas por el viento. Como supuse estaría el libro de Yates, que abandoné en la arena para que la marea, al subir, se lo llevase.

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una de la otra, para que ninguna pareja escuchara lo que se susurraban entre sí. Los dueños habían adecuado el local pensando exclusivamente en las necesidades de los adolescentes. Después de hacer el primer avance, esta vez deslizando mi mano por debajo de su falda, recibí una retahíla de ideas confusas de parte de Karla, y cuando creí que ya no existía la más mínima posibilidad, ella me besó y llevó mi mano hasta su entrepierna, debajo de su calzón. Me acomodé sobre una silla, y ella se sentó sobre mí. Se quitó el calzón pero no la falda, y comenzó a retorcerse con torpeza, mientras yo no dejaba de pensar: lo estoy haciendo, por fin lo estoy haciendo. Mi pene chapoteaba en una especie de espuma tibia, y yo recordaba lo que me había dicho mi hermano, trataba de recordar si me había dicho que esa la mejor sensación o una de las mejores de esta vida… y eyaculé. Cuando oscureció volví a casa sintiéndome extraño, no más hombre, ni mayor, solo extraño, con ganas de contárselo a Rubén. Estacioné el carro frente a la casa y taciturno entré al cuarto que compartíamos.

*

Fue como si hubieran soplado dentro de mi cabeza y borrado de golpe el conocimiento. Al rato noté que su cuerpo se mecía como si una corriente de aire jugara con él. Había amarrado el cable de una conexión eléctrica a una de las correas del techo. Cerré los ojos y los volví a abrir… Sin camiseta ni zapatos, gordo como nunca antes, los ojos brotados, la cara oscurecida. Intenté bajarlo pero no lo logré, su cuerpo estaba rígido y me faltaban las fuerzas. Mamá no había regresado de su trabajo todavía. La luz del poste que entraba por la ventana alumbraba sus pies. Me sorprendí pensando que algo así no me hiciera enloquecer. Después de un momento entré a la cocina y cogí una cerveza del refrigerador. Me senté en la vereda a terminar la bebida. Era una noche fresca, faltaban unos meses para que empezara el invierno, pero ya se sentía en el aire esa electricidad que acompaña a las tormentas. Mi cuerpo olía al sexo y al perfume de Karla. Antes de terminar la cerveza lo había decidido. Guardé un par de pantalones en la mochila y el libro de Richard Yates. Cogí la cajetilla de cigarrillos que Rubén había dejado sobre el velador, había restos de cocaína, y una piedra de base para raspar. Me senté frente al volante del Mazda metí primera y enfilé por la recta hasta salir al bypass. Tomé la autopista interprovincial que conecta la ciudad con el norte del país y apreté el acelerador a fondo. No me detuvieron en ningún puesto de control y antes del amanecer estuve en la playa. Me bajé del auto y caminé hacia el mar.

*

Tenía arena dentro de los zapatos, me los quité, hice un montoncito cerca de mis pies y me quedé contemplando cómo se desvanecía. Encendí uno de los cigarrillos de Rubén. En el barrio habían muer-

to otras personas en sus casas, sabía lo que pasaba con los cadáveres. Imaginé a los chapas en el cuarto, escudriñando, haciendo el levantamiento. A mi madre en la puerta, fumando, mirándolo todo, entrecerrando los ojos. La escuché diciendo: «Era drogadicto, un muchacho problemático, sí, anduvo mal desde que nos abandonó su padre». La imaginé en su habitación, intentando llorar. Antes del mediodía la llamé por teléfono. –¿Dónde andas metido vos? –dijo–. Es mejor que vengas, pasó algo malo con tu hermano. Sentí en su voz la tensión, como las hojas de un libro a la intemperie a punto de ser arrancadas por el viento. Como supuse estaría el libro de Yates, que abandoné en la arena para que la marea, al subir, se lo llevase.

Elías Urdánigo

(Santo Domingo de los Tsáchilas, 1980)

Periodista y escritor, escribe en las revistas Diners y Soho, ganó el premio Jorge Mantilla Ortega del 2010. Sus cuentos han sido publicados en diversas revistas a nivel nacional e internacional.


I

Entierro de la ni単a negra, Galo Galecio, xilografia 1958.


C

II

reo que ha llegado la hora de hablar de una cosa que me interesa entre todas, a la que he dedicado mi vida, esta fe y este optimismo incurable, que son la sola fortuna que poseo. ¡Y me creo por ello inmensamente rico! Esa cosa de la que hoy quiero hablar es la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Tras ella mi nombre se ha borrado. Ella se adelanta, para hablar a los hombres de mi pueblo, de mi pueblo de indios, sí, de muchísimos indios; de mi pueblo de mestizos y de un poco de blancos. Porque la gran generosidad humana –y genésica, por cierto– de España, y de los españoles, consistió precisamente en eso: en mezclarse, en hacer dación cachonda de su virilidad, para fecundar a las hembras indias, como macho y hembra, como hombre y mujer, y producir esta gran esperanza nuestra: el mestizaje. Fue después del gran dolor nacional de los años de 1941 y 1942. Años malvados por mi tierra, para América, en que dos pueblos –Ecuador y Perú– hermanos por todas las dimensiones de la historia y de la geografía y sobre todo hermanos por su común destino, se fueron a las manos. Mi pequeña patria sufrió en su carne y en su esperanza. Y nuestra misión, la de los fundadores de la Casa de la Cultura, fue la de conseguir que no perdiera su optimismo, su certidumbre nacional, su fe.

Nos acordamos de la teoría keyserliniana de la fecundidad del insuficiente para –como se dice en español– sacar fuerzas de flaqueza. Y ser. Ser una pequeña patria, por su vocación a la cultura y a la libertad. El símil de Arnold J. Toynbee sobre el sauce podado puede ser aplicado estrictamente a nuestro caso. Necesitábamos, como los españoles después del desastre, volver a tener patria, según la desgarrante pero poderosa expresión del gran aragonés Joaquín Costa. Y también, acaso, seguir un poco su consejo: «cerrar con doble llave el sepulcro del Cid». O quizá también, como lo dijera Reinaldo de Montalván, Caballero de la Mesa Redonda, «afeitar con un tizón encendido las barbas de Carlomagno». Sí, nosotros hemos sido el sauce podado. Cortadas nuestras ramas, nuestra savia recogida por raíces poderosas y profundamente hincadas en la tierra –nuestra tierra feraz de trópico absoluto–: hincadas en la hondura caudalosa de nuestra sangre, española e indígena, aventurera y tozuda, idealista y pragmática a la vez. Y con esa estrella guiadora en el escudo: el Hidalgo que se hace loco leyendo libros de caballerías, y que hace sus salidas por los Campos de Montiel a libertar y a hacer justicia. A cortar una cadena de galeotes y ponderar aquella feliz edad y siglos dichosos en que no había tuyo y mío. El sauce podado de Toynbee tenía gran poder en sus raíces y en su tronco. Las ramas que le quedaban, sanas y vitales, crecerían en altura y se robustecerían. Pero era necesario guiarlas, dirigidas, para que la esencia no se pierda, para que los brotes nuevos sean el trasunto del poder nutritivo de la savia. Y lo primero que pretendimos –y seguimos haciéndolo– fue indagar. Como los guerreros indios clavaban sus orejas en la tierra, para escuchar la vibración de los pasos del enemigo lejano, así nosotros hemos querido primero hacerle la pregunta a la tierra, urgidamente para escucharle la respuesta clara y honrada, con oídos limpios de prejuicio, de lugar común exaltador; pero al propio tiempo también, alejados del complejo de inferioridad, del sentido derrotista, del desánimo. Con ancho amor para la idea y el hombre, que es el grande, quizás el único ca-


mino para la comprensión. Oír la respuesta de la tierra. Tratar de intuir el destino de nuestra tierra caliente: para algo la habría de haber calentado Dios en los valles de la Costa, y la habría hecho suavecita de clima en los altiplanos de la Serranía... Y tratar de saber la verdad humana de nuestro habitante: indio, mestizo, blanco. Con tendencia incontenible a la unificación en el tipo total: el mestizo. El americano, con todos los ingredientes iniciales de hombre y tierra, y los que vendrán, que ya están viniendo, por añadidura. Y tratar con el mundo, con todo el mundo. Acercarnos las viejas y modernas culturas, lavado el espíritu para el rito fecundo de la comprensión. La Casa de la Cultura sabe que tenemos la insuficiencia natural de la edad y de la limitación de los recursos. Sin que merezcamos que se nos cuelgue el sambenito de pueblos subdesarrollados, tampoco debemos tener la absurda y pueril pretensión de creernos dueños de toda la sabiduría. Por lo mismo, invitar a nuestra tierra, para que nos visiten y nos estimulen, a todas las mentes rectoras del pensamiento universal, dentro de la medida de lo posible: unas veces es Rivet, otras Toynbee, otras Waldo Frank o John Dos Passos, los nuestros, americanos, como Santos, Figueres, Asturias, Paz Estensoro, Juan José Arévalo, Miró Quesada, los españoles de la libertad, como Salinas, Jiménez de Asúa, León Felipe, Fernando de los Ríos... Y mandar nuestras gentes al mundo, por todas las avenidas del saber y de la geografía, para que capten personalmente y se nutran de conocimientos que nos faltan: becas de arte, de ciencia, de técnica; y que sus beneficiarios vuelvan a incorporarse a la región de gentes que, con algo que decir en el pensamiento o la sensibilidad, refuercen el equipo de trabajo, dedicado íntegramente a forjar una pequeña gran patria. A la que se le respete como a Suiza, por la que han pasado, sin hollarla, los dos más grandes huracanes de locura humana de la historia. Que esa pequeña gran patria –que ha llegado a la certidumbre de que sus dos líneas vocacionales jamás desmentidas son Cultura y Libertad– escuche las voces mayores de su historia: en esta tierra mía, no se han tolerado tiranías. Uno hubo, torvo y siniestro, que pretendió gobernar a su pueblo como si su pueblo fuera malo: con la fusta, con la cárcel, el destierro y la muerte. Gabriel García Moreno era

su nombre escalofriante. La bala y el machete, aliados en una conspiración en que se mezclaron, de una parte, el ideal de unos jóvenes contra la tiranía y, de otra, la pasión de un hombre celoso, detuvieron pronto su camino de virtud impuesta por la muerte, de honradez decretada por la cárcel, de pudibundez y pacatería, conseguidas por la delación y la soplonería... Pero nosotros no hemos tenido, ni antes ni después del gran tirano –hombre de universidad y de cogulla–, estas tiranías sin calificativo, que en esta hora no quiero acordarme, y que ensucian el solar luminoso de América. En cambio, todas nuestras grandes voces han sido de Libertadores y guías intelectuales, conjugadas las dos cosas en la misma persona: Espejo, el gran indio sabio y libertador; Montalvo, el prosista sin igual todavía en nuestras tierras, fusta y puñal de tiranos; Olmedo, el cantor de Bolívar, libertador de pueblos y defensor de indios. Ellos nos han dado el mandato de la patria: no el héroe clarinante de caballo encabritado, con la espada en alto, en marcha hacia la gloria terrible del combate. Nosotros, no. El héroe de la idea, el conocimiento y la palabra. La Casa de la Cultura es la expresión de todo eso. No la Academia que se pasa todo el año –ancianos venerables que son como niños– jugando con el divertido juguete del vocablo, para lustrarlo y esplenderlo. No la Sociedad Literaria, creada para editar libracos y revistas. La Casa de la Cultura es la prefigura de mi pueblo. Por eso ella se entiende con el pueblo. Lo llama para darle nociones para las artesanías; va hacia él, para hacer con su concurso la obra de la patria. Todos los países de América, singularmente los pequeños, debían tener una Casa de la Cultura. Así lo han pensado algunos de ellos, que ya la han instituido. Así todos los demás: universidad y taller, arte y artesanía, libros para leer y el aprovechamiento de todas las posibilidades de la civilización contemporánea. Hoy me separo de ella, porque anhelo que viva. He de seguirla desde lejos, con inmenso fervor. Y, como en otras ocasiones en que se ha querido, por pequeños de espíritu, atentar contra ella, América estará con la Casa. Yo haré la denuncia del intento. Y si se cometiera el crimen, no quedaría en el silencio: América sabrá la verdad, toda la verdad. Y América, como en ocasiones anteriores, si no impide el delito, preparará el ambiente para la segura, la indispensable resurrección.

III


Poema de Walt Whitman traducido por Francisco Alexander (fragmentos)

7 (Ni por ti, ni por nadie, traigo flores y ramas verdes a los ataúdes, pues, fresca como la mañana, así quiero cantar para ti una canción, ¡oh muerte prudente y divina! Con ramilletes de rosas, ¡oh muerte! Te cubro de rosas y lirios tempranos, pero ante todo de la lila que florece primero, copiosamente arranco, arranco las ramas de los arbustos, y las traigo a brazadas, y las vierto en ti, para ti y todos tus ataúdes, ¡oh muerte!

10 ¡Oh! ¿Cómo habré de cantar para este muerto que he amado? ¿Y cómo habré de engalanar mi canción para la gran alma dulce que ha desaparecido? ¿Y qué perfume habré de llevar a la tumba de aquel a quien amo? Vientos del mar, que soplan del este y del oeste, que soplan del Mar Oriental y que soplan del Mar Occidental para juntarse allá en las praderas, con ellos y con el aliento de mi canción, perfumaré la tumba de aquel a quien amo. IV

15 En armonía con mi alma, siguió cantando con voz alta e intensa el pájaro gris moreno, con notas puras, deliberadas, que se extendían en la noche y la llenaban. Con alta voz en los pinos y en los cedros umbríos, con clara voz en la húmeda frescura y en el perfume del pantano. Y yo con mis camaradas, allí en la noche. Entretanto mi vista, encerrada en mis ojos, se abrió, sobre largos panoramas de visiones. Y yo vi de soslayo los ejércitos, vi, como en sueños silenciosos, centenares de estandartes de guerra, los vi transportados en medio del humo de las batallas y perforados por los proyectiles, y llevados de una a otra parte en medio del humo, desgarrados y ensangrentados, y, al fin, sólo quedaron jirones en las astas (y todo en silencio), y las astas destrozadas. Yo vi los cadáveres de las batallas, millares de cadáveres, y los esqueletos blancos de los jóvenes, yo los vi, yo vi los despojos de todos los soldados muertos en la guerra, pero vi que no estaban como se creía, ellos estaban en el reposo absoluto, no sufrían, los vivos quedaban para sufrir, la madre sufría, y la mujer y el niño y el camarada soñador, sufrían, y los ejércitos quedaban para sufrir. Letras del Ecuador, No. 83, Mar.-Abr. 1953, p. 8


Enero 31 Pablo Palacio Querido Alfredo1:

A

propósito de diputaciones, acabo de escribirle a Eduardo Mora lo siguiente: «No soy lo suficiente pendejo para creer que es una gloria ser diputadillo». Esto tiene su explicación: apenas ha sonado en Loja mi candidatura, sé que algunos caballeros, a quienes no por eso dejo de estimar y respetar, han dicho que no puedo ser diputado porque soy antibonifacista y, seguramente, han comenzado a hacer comidilla de mí. Yo conozco muy bien qué significa querer arrancar de manos de los caballeros el derecho a dormirse en los sillones del Congreso y a disponer de las amanuensias de la provincia, de tal manera que no le doy a eso ninguna importancia y quiero que tú, si insistes en trabajar algo, lo tomes el asunto en ese sentido: nosotros no somos unos pendejos. De tal manera que si cogemos la cosa, la cogemos por lo alto, con despreocupación. ¿Quieres trabajar? Pues, hagan una cosa: pongan una lista de agresivos, en la que tú debes estar, denles 1 Carta manuscrita dirigida posiblemente a Alfredo Mora Reyes, en 1932.

duro a los caballeros y, si triunfamos, hagamos un grupo de irreverentes que diga la verdad sin miedo. Colado a una lista de sinvergüenzas, ya sabes tú que se puede hacer poca cosa. Todo esto se va derrumbando a prisa, muy a prisa. Y si los caballeros tienen mucho, demasiado interés por venir a repartir las amanuensias de la provincia, dejarlos que se atasquen y que se den gusto. En ese sentido, ¡qué puede interesarnos la cosa! Por lo demás, sé que mi tío e Isauro hacen alguna campaña por mí. Tú debes encarrilar eso, con franqueza, sin engañarles. Yo no quiero ser una desilusión, en ningún caso. Ahora, comprendo una cosa: será muy difícil quitarles el hueso, porque lo tienen bien mordido. Si hay lista oficial a más de la bonifacista, no estaremos ni en esta ni en aquella, porque a nadie le debemos ofrecer sumisión. Por lo tanto, entrando en esa sucia lucha, hay que pegar para perder. Después nos reímos y terminado todo. Hay un conjunto, un verdadero caballo de batalla. Ves, ¡te fijas que con tus candidatos a diputados se puede hacer un caballo! Un abrazo estrecho y petición de crónica. Pablo.

V


Jorge Salvador Lara

«S

i mi pluma tuviera don de lágrimas –había dicho don Juan Montalvo– escribiría un libro sobre el indio y haría llorar al mundo»; pero el Cosmopolita no llegó a escribir esas páginas, quizá porque le faltaba humildad, sin la cual el don de las lágrimas es imposible. César Dávila Andrade no se detuvo a cavilar sobre cuál era el don de que se encontraba asistida su pluma: él, que sabía lo que es estar inerme frente a la vida; que conocía el rostro amargo de la miseria, de la angustia, de la desolación que a veces dejaba traslucir con interjecciones sonoras y restallantes que afloraban a sus labios, su rabia íntima contra la injusticia; él, que era humilde por naturaleza, que no se avergonzaba de tener entre sus amigos personas a las que los poderosos llamarían la hez de la sociedad –barrenderos, vendedores ambulantes, peones, minadores de los basureros públicos, cargadores de cordel, lustrabotas y aun mendigos, todos ellos seres humanos, creados todos ellos a imagen y semejanza de Dios–; él, César Dávila Andrade, que conoció los mismos terribles abismos cíclicos de los que no pueden hasta ahora emerger y libertarse la raza indígena, lanzada al infierno del alcoholismo por los traficantes de todos los tiempos; él... sintió en su espíritu, como un latigazo, el dolor del indio y escribió el poema que Montalvo no nos pudo brindar. «Aquella música sin aire y sin rumor, sólo de lágrima, esa canción era mía, como mi muerte, como mi vida»,

VI

había escrito el ‘Fakir’ en su poema inédito ‘Hacia el fantasma’, que conservo entre sus escritos. Y por eso, porque tenía el don de lágrimas, César Dávila Andrade avizoró, como en una dolorosa perspectiva de pretérito y futuro, la tragedia de la raza indígena, sobre la que se ha cebado una injusticia secular, y en raptos de inspirada cólera escribió su Boletín y elegía de las mitas. Tengo aquí ante mis ojos, y los conservo como un tesoro inapreciable, los manuscritos originales del grandioso poema, escrito por el querido ‘Fakir’ a mediados de 1958, casi de corrido, después de leer Las mitas en

el Ecuador, doloroso estudio de Aquiles Pérez, notable investigador y maestro. Casi todas las partes del poema fueron compuestas al correr del lápiz, un pequeño cabo de lápiz, de los que él acostumbraba, de gastada y bronca punta, que a veces hacía resucitar mordiendo o rasguñando la madera conforme escribía, o a cortes de ‘gillete’, una de esas hojas como la que un día le habría de abrir las puertas misteriosas de la muerte, y que él siempre llevaba envuelta en numerosos dobleces de un papel cualquiera, entre las mil cosas menudas de que siempre estaban llenos sus bolsillos, como los de un escolar: cordeles, palillos de fósforos, pequeños fierros extraños, ‘clips’, hilo, hojitas disecadas entre trozos de papel secante, etc. Él a veces hacía risueñamente el inventario de esas pertenencias, por ejemplo cuando las sacaba a relucir para recoger las últimas briznas de picadura de tabaco y liar un cigarrillo. Y cuando exhumaba la ‘gillete’ de su envoltura, lo hacía con parsimoniosos gestos, como si oficiara un rito sagrado, tal un sabio desenvolviendo misteriosamente una momia, y una vez descubierta la tomaba con delicadeza suma, como si fuera una leve mariposa en mano de experto y amoroso entomólogo. Se había provisto, para escribir el Boletín, de un nutrido bloque de papel cebolla, para copias a máquina, sin raya, y en ellas dejó correr su denuncia. Generalmente escribía en papeles pequeños, en los que le vinieran a mano, en cualquier trozo, hasta en pedazos de cartón, o en tiras marginales de periódico. Conservo uno de sus poemas, ‘Presagio’, escrito en una caja de zapatos, descoyuntada para el efecto. Pero en esa ocasión, no: pensó desde el comienzo escribir un poema largo, proveyéndose del material necesario. Y llenó de corrido diecisiete páginas, con su letra amplia, clara llena de perfiles y rasgos elegantes y temperamentales. Luego intercaló otro día cuatro páginas más de papel periódico, del mismo tamaño, también escritas a mano, con lápiz, y por fin otras tres, asimismo en papel periódico, con esferográfica de tinta azul. Cada una de esas partes del poema fue dejando en mi departamento, como tantos otros de sus escritos, temeroso de que se le perdiera el poema en su incesante trajinar de todos los días, de las noches y de las madrugadas. Supo desde el comienzo que el Boletín sería una obra


«Y por eso, porque tenía el don de lágrimas, César Dávila Andrade avizoró, como en una dolorosa perspectiva de pretérito y futuro, la tragedia de la raza indígena, sobre la que se ha cebado una injusticia secular, y en raptos de inspirada cólera escribió su Boletín y elegía de las mitas».

maestra. Quería que fuese de denuncia y a la vez de esperanza, de humana esperanza, al margen de la política y del cartel partidista. E iba recitando los fragmentos con voz potente, haciendo hiatos prolongados, que a veces alternaba con una de esas sonrisas suyas de satisfacción espiritual que le iluminaban el rostro y que contrastaban con sus ojos, siempre asombrados detrás de los lentes. En ocasiones simulaba leer con acento castellano, diferenciando las zetas, no porque quisiera españolizar su dialecto, sino porque se le había hecho costumbre desde sus tiempos de corrector de pruebas que tenía que distinguir las eses de las ces o de las zetas para que su compañero de tarea pudiese corregir debidamente. Recuerdo por ejemplo que siempre, al leer el parlamento en el cual el mitayo es mutilado, decía con fuerza y rabia, acentuando la zeta: «... ¡cortáronle de un tajo las vergüenzas!». Conforme me iba leyendo los diversos fragmentos los iba corrigiendo: tachaba, generalmente, con círculos encadenados que se repetían hasta cubrir de negro lo que quería arreglar y ponía entre líneas, sobre el borrón, la nueva palabra. Otras veces la enmienda se formaba de rayaduras horizontales fuertes y repetidas, que dejaban el papel brillando en negro. En ocasiones mojaba en saliva el pequeño lápiz para que el trazo fuera más acentuado. Cuando quería alterar el orden de las palabras ponía sobre ellas la nueva numeración y, debajo, trazos parabólicos sugiriendo la nueva estructura del verso. Pero la mayor parte del formidable poema aparece escrito a vuelta lápiz, casi sin enmiendas. Mirar cualquiera de esos escritos es algo extraordinario, por lo abigarrado de los rasgos, que a veces se cruzan y entrecruzan, y de modo particular por los dibujos cabalísticos que en ocasiones ponía, por ejemplo el Ojo Infinito, inscrito en una estrella de cinco puntas hecha de un solo trazo: «la firma del diablo», decía burlescamente, recordando las abusiones infantiles. Pero él daba otro significado a ese dibujo: la presencia permanente e invisible del Creador, que todo lo ve. El Boletín y elegía de las mitas comienza con una pequeña cruz, en mitad de la página, y trae después del título un subrayado doble y la palabra «Poema». «Yo soy José Atampam...», empieza. Nótese que pone «José» y no «Juan», como consta en la versión conocida: el efecto es así más sonoro, pues repite como un poderoso triple golpe de tambor tres sonidos con o y tres con a. La primera página termina con el verso «Añadí así más blancura a la cruz que trajeron mis verdugos». Al leer en voz alta este verso añadió «i dolor» después de blancura, y corrigió «trujeron» por «trajeron», para rememorar la pronunciación indígena. El ‘Fakir’, al enviar el Boletín al concurso [Ismael Pérez Pazmiño de El Universo] hizo seguramente al-

VII


gunas revisiones sobre la copia mecanográfica que él mismo sacara de su poema, cuyos originales dejara definitivamente en mis manos al viajar, en ida que resultó sin retorno, a la ciudad de Caracas; y temeroso sin duda de que pudiera escandalizar su texto inicial y menoscabar el premio, suprimió algunas partes muy vigorosas, e incluso alguna castiza interjección. Al publicarse por primera vez, y al reproducirse el poema en Cuenca, probablemente también los tipógrafos –esos amables enemigos de todo escritor– y aun quizá los correctores de pruebas introdujeron pequeños cambios, como aquel de poner «tam» como si fuera reminiscencia de un tam-tam negroide, extraño al poema indigenista, allí donde el autor no puso sino «tan», apócope indio de la castellana palabra «también»: «A mí tan. A José Vacancela, tan...». Probablemente el poeta cambió algunos apellidos de encomenderos... en vez de «Alférez Chiriboga», que consta en la primitiva versión, aparece luego «Quintanilla». Véase la fuerza original de este fragmento: «Recibiéronme. Mi hija, partida en dos por Alférez Chiriboga. Mujer, de puta de él; dos hijos muertos a látigo. Oh Pachacámac, y yo a la Vida. Así morí».

VIII

No hay por qué censurar las cuatro feroces letras del cervantino vocablo. Y sin duda tiene éste más fuerza que el comisariesco término «conviviente», no usado por los indios, que se pone en la edición posterior. Sería largo, en esta ocasión, hacer un prolijo estudio comparativo de la versión original y de la publicada. Ahora solamente diré que difieren mucho, en forma sustancial, algunos pasos estróficos. Por ejemplo, el que comienza con el verso «Y entre Curas, tan, unos pocos revestidos de diablos...», cuyo texto original es más duro en la formulación de la denuncia. También el parlamento que comienza así: «Y por ese mesmo Cristo, negra nube de buitres quillilicos vinieron. Tantos...», fragmento en el que se describe con mayor detalle cómo en la hacienda San Idelfonso, el trapiche muele la mano del indio, esa misma mano que le dijeron era «para hacer solamente Cruz». Son ocho los versos adicionales. En el parlamento que comienza: «Minero fui, por dos años ocho meses...» hay cambios sustanciales respecto de la versión original, que tiene mayor valor poético y nacional: «Yo que de oro alhajé a mi Atabalipa...», dice el poeta, acertadamente, en vez del equívoco: «Yo que usé del oro para las fiestas de mi Emperador...». Luego formula un contraste magistral entre la realidad de dolor y el presunto amor con que decían tratar a los mitayos los señores de las minas. En la versión de Cuenca la palabra «amor» aparece cambiada, seguramente por el

tipógrafo, con «amo», cambiándose completamente el vuelo del poema: «Dormíamos miles de mitayos a pura mosca en piel, a puro látigo, en galpones, custodiados por un amor que sólo daba muerte. Nadie huye. Os amamos hasta más allá del sepulcro. Oh tolas, en donde el indio os esperó para el cielo que fundásteis en la Tierra. Pero después de dos años ocho meses salí. Hasta el mosquito fue otro Viracocha, de chico vidrio en mi piel. Pero salí, otro, entre seiscientas calaveras. Éramos. Éramos. Había el día, en Zaruma, en Yaguarzongo, Peleusí, Mira, Alausí. Salimos. Salimos seiscientos mitayos de veinte mil que entramos. Sangre en cuclillas, paludismo del sonido». En la publicación de Cuenca hay una transición brusca e incomprensible en la oración del mitayo que emerge de la mina y encuentra el hueso de su hermano y aquella imprecación que recuerda a los encomenderos odiados. Se nota que faltan versos, y así es. He aquí el texto original:


«Y salí. No reconocí ya a mi Patria. Desde ácida negrura, volvía al azul. Quitumbe de alma y sol, lloré de alegría. Pero volvía. Volvíamos. Nunca he vuelto solo. Entre cuevas de Cumbe, ya en goteras de Cuenca, encontré vivo de luna el cadáver de Pedro Axitimbay, mi hermano. Vile mucho. Mucho víle y le encontré el pecho. Años dos, rocío, buitres, hormigas, lunas. Habían dado espejo íntimo a su esternón. Me incliné. Vime. Y me reconocí. ¡Yo, era él mismo! Y dije: beso, en hueso, el espejo de mi raza. Pero Tú sabes que es por Aquello. Juro, que es por Aquello. Juro que es de Amor». Sólo entonces, cuando por amor a su hermano y a su raza, por rebeldía contra «Aquello», es decir contra todos los sufrimientos y crueldades que denuncia el poema, besa el hueso encontrado, brillante ya por la intemperie, comienzan las imprecaciones, que deben ir en página aparte, por ser un nuevo parlamento: el de los «rinimi», el recuerdo de los hombres que hicieron más

dura la injusticia. En esta parte hay ocho versos fundamentales, que faltan en la versión de El Universo, y que hacen posible en el poema la transición, de siglos, del pretérito al futuro: «Mis hijos volverán. Y ahora vuelvo!». «Y de dolor, caballos, látigo, terror, cruces, hacia las alturas huí, huimos, juntos, solos. Allá, solos contigo, Pachacámac, Sol. Con los venados, azules ya. Y ancas de lumbre. Allá. Adiós, llacta, mujer, maíz mío. Rinimi, pampa del azua, hierbas de ternura y luna. Ídolos en cuclillas de los míos. Rinimi. Adiós. Adiós. Mis hijos volverán. ¡Y ahora vuelvo! Ahora soy Santiago Aga, Roque Buestende...». Las variaciones menores, en los diversos parlamentos de que se compone el formidable monólogo con el que César Dávila Andrade hace hablar a toda una raza, son numerosas, pero de detalle. En esta vez he querido reproducir sólo las principales, como un nuevo homenaje y recuerdo al amigo entrañable, el gran poeta desaparecido, la más alta voz lírica del Ecuador. Letras del Ecuador, No. 133, Oct. 1967, p. 12-13

Teatro Ensayo, Boletín y elejía de las mitas.

IX


X


Adalberto Ortiz

P

or más que doy vueltas alrededor del círculo de mis instintos y trato de calar hondo en el mar de mis intimidades, no alcanzo a justificar mi crimen. La espantosa impresión que en mi ánima causaran los hechos, hacen que recuerde con claridad meridiana desde el combate de Cazaderos, más que combate yo llamaría carnicería, tal fue la mentalidad que infligimos a los peruanos solamente al costo de dos bajas de nuestra parte. Éramos apenas sesenta hombres salidos de diversas unidades derrotadas en otras escaramuzas; pero indisolublemente ligados por el deseo de venganza, el odio y el miedo a la muerte, ¿por qué no confesarlo? Todos vestíamos harapos y agonizábamos de hambre. Todos teníamos esa no se qué trabazón que une a los humanos en los momentos supremos. El pueblo de Cazaderos se alzaba en una ladera desde donde se atalayaba un gran playón pedregoso que se abría como un gigantesco abanico hacia el suroeste, hendido sólo por un riachuelo de aguas puras y frescas, recién llegadas de las serranías y que más tarde se colorearían de sangre peruana. La noche anterior habíamos acampado en el caserío que encontramos deshabitado. El enemigo nos atacó casi sorpresivamente por la mañana; pero nuestra posición era tan buena y el playón por donde se vinieron tan descubierto, que disparábamos sin riesgo, errando pocos tiros. Contados eran los que alcanzaban a vadear el río, para caer luego en nuestra ribera; pero los ataques se renovaban porfiadamente bajo un sol que aumentaba su fulgor con la entrada del mediodía. Así se prolongó la matanza hasta bien entrada la tarde, en que ellos se retiraron en espera de refuerzos y artillería de montaña bajo el amparo de la noche, según supimos. Yo reposaba ya, tras una pared, y el cansancio me traía hambre y sueño, el hombro derecho me dolía por la trepidación del fusil. Noté con furiosa ansiedad que el parque empezaba a faltarme. Aprovechamos esos

momentos de tregua para buscar algún alimento. Registrando mi mochila y mis bolsillos tuve la suerte o la desgracia de hallar unos cuantos panecillos. Alguien había encontrado en una casa un racimo de guineos maduros y con gran regocijo nos lanzamos hacia él. Nunca en mi vida he comido plátanos más deliciosos, y por eso reservé mis panes que más tarde habían de causarme tantos contratiempos. Vino la oscuridad cargada de gran expectativa. Era como un gigantesco murciélago que aleteaba soporíficamente, haciéndome dormir en una cuneta herbosa, con un sueño de medianoche, y no eran más que las siete. Me desperté sobresaltado, porque uno de mis compañeros me había remecido para decirme: «El Capitán Estrella quiere darte una comisión». Malhumorado como estaba, íbale a contestar una impertinencia, pero recordando la disciplina militar, me presenté al jefe que se había instalado en una casita baja y retirada del frente. «Cabo Góngora –me dijo–, mucha falta nos harán aquí sus servicios, más ahora que la gente empieza a desertar…». Yo hice un gesto de sorpresa y él al notarlo continuó: «No se sorprenda; hasta este momento hay como cinco desertores y espero alguno más, esto nos ocurre a menudo; con más frecuencia en unidades heterogéneas». Se sentó frente a una mesita alumbrada por una débil lámpara de kerosene, y mientras dibujaba algo en un papel agregó:

XI


–Como confío en usted, le asigno esta comisión: tiene que llevar dos prisioneros peruanos, que, desperdigados, esta tarde se acercaron mucho a nuestras líneas. –¿Hacia dónde los llevo, mi Capitán? –A Cuenca… –¿Yo solo? –Sí, solo. –No conozco el camino, mi Capitán… –Por eso le he dibujado este croquis.

XII

Me entregó un papel y salió. Mientras yo examinaba la ruta que me trazó, sentí una corazonada, y aquella anunciación me llenaba de un desasosiego que hubiera preferido en esos instantes quedarme combatiendo al invasor. Después de pocos minutos, regresó seguido por dos soldados nuestros que traían atados por los codos a los dos prisioneros. El uno era un jovencito tímido como de veinte años, pálido y cejijunto. El otro era un cholo tosco de piel bronceada, que miraba de reojo. Ambos estaban pelados a rape y vestían el mismo uniforme, bastante parecidos al que nosotros usábamos. –Bien –díjome el Capitán–, buena suerte y lléveselos ahora mismo, puede que sus declaraciones sean importantes para los jefes de Cuenca. Nos pusimos en marcha. Llevaba yo en una mano ambos extremos de las sogas de mis reos, y ellos marchaban adelante, con visible desgano, bajo la tímida luz de la luna que asomaba ya como avergonzada por la tragedia del mundo. A poco de habernos internado por un sendero umbroso, oímos de pronto recrudecer el combate, caracterizado por un lejano pero nutrido fuego de fusilería que era desentonado por cañonazos intermitentes. Mis prisioneros cuchicheaban algo, y mi nerviosidad aumentó bruscamente. Tuve impulsos de regresar para correr el mismo destino de mis compañeros. Mis dos peruanos –digo mis porque estaban enteramente a merced de mi voluntad– seguían hablando en voz baja y llegaron a exasperarme de tal modo que los amonesté seriamente: –¡Silencio: si no se callan tendré que taparles la boca de otro modo! El ruido iba perdiendo intensidad. Los disparos eran ya graneados. ¡Hasta que por fin! Paz absoluta. Digo mal, quedaba sólo el rumor nocturnal de los seres vivientes de la selva. Miré al cielo y una estrella juguetona me hacía guiños, como burlándose de mi desesperación y de mi angustia. Mi pensamiento estaba junto a mis compañeros que ahora debían hallarse muertos, heridos o prisioneros. Caminamos todo el día a través de la extenuante selva tropical. Senderos lodosos y semiescondidos entre

Portada de Juyungo), Adalberto Ortiz

la maleza, y lomas empinadas como una maldición, aumentaban nuestro agotamiento. Caminamos muy despacio todo el día, cada vez más cansados, cada vez más débiles. Pero el calor iba disminuyendo a medida que se aproximaba la cordillera de los Andes. Los prisioneros iban adelante y volteaban la cabeza para mirarme con inequívoca inquietud. Solamente más tarde me di cuenta de la causa de aquella zozobra. Al venir la noche, nuestra marcha se hizo más penosa, hasta que escogimos un sitio donde hacer alto. Mi rabia e impaciencia reaparecieron, al constatar que casi no tenía qué comer. Sólo me quedaban dos panes y dos plátanos magullados por el estropeo. Di una de las frutas a los hombres y yo preferí un pan con un poco de agua. Aseguré con sus propias amarras a mis encomendados y me dispuse a dormir abrazado de mi fusil. Vano intento, no podía, tenía miedo. No era miedo de las fieras o de los bichos de la maleza. Era el terror que producían mis propios prisioneros. Apenas pude lograr un insomnio cortado constantemente por los ruidos más leves. Nunca lo supe pero creo que aquella noche ellos tampoco pudieron dormir. Al amanecer hice el descubrimiento más desagradable que pude haber hecho en toda mi vida: mi último pan de la mochila había desaparecido junto con el último banano. Por un momento creí que fueron los dos peruanos, pero los examiné y seguían amarrados como los había dejado en la noche. Con todo, los increpé duramente y el cholo me dio a entender que de haberse acercado a mí, no habría sido para robarme comida únicamente. Esta franqueza los perdió. Así nos suele suceder a todos muchas veces.


Desde aquel momento, la preocupación comenzó a exasperarme. A eso del mediodía sentía un apetito verdaderamente feroz. Empecé por tantearme esperanzadamente los bolsillos y nada, nada. ¡Suerte o desgracia! En uno de mis bolsillos de atrás del pantalón hallé un pan aplastado como una tortilla. Me senté bruscamente en un tronco caído y comencé a devorarlo furiosamente. Los hombres también se sentaron desfallecientes y tornaron a mirarme con una avidez más angustiosa que la del día anterior. Me sentí como un perro rabioso a quien otros perros quieren quitar su hueso. Debí haber puesto una cara realmente feroz, cuando en la de los prisioneros hubo de pronto una súbita expresión de espanto. Mas, el cholo se repuso rápidamente y adoptó una actitud que califiqué de soberbia. –¡Vamos! ¡Andando otra vez! –les ordené. Yo sabía que para el caminante es peligroso descansar mucho rato porque con el cuerpo relajado y frío no puede reanudar la marcha. –Estamos cansados –replicó el cholo. –¿No tiene algo para nosotros? –imploró el muchacho. –No –contesté a secas–, yo también estoy cansado. Pero en el fondo me dolía. Tal vez eran mis enemigos, pero eran hombres como yo. Hombres como yo, que me matarían en la primera oportunidad. Y esta aprensión tornábame duro y cruel. –¡Andando! –les grité amenazándolos con la culata de mi fusil. Penosamente se pusieron de pie y reanudaron la marcha. Al muchacho se le salieron las lágrimas. El camino era ahora una suave y constante pendiente. Las fuentes corrían entre los bosques de las quebradas profundas, cantando sus melodías interminables bajo la mañana de pájaros alegres y de flores exóticamente perfumadas donde pululaban los insectos feéricos. Todo invitaba a vivir, no a morir. Pero como para aumentar mi exasperación primitiva, los hombres cuchicheaban adelante, y volteaban a verme a cada rato con una expresión temerosa y preocupada, como si intuyeran algún peligro inevitable. Parecíame que yo llevaba una especie de fiebre. En mi mente convulsa giraban pensamientos contradictorios, a lo mejor lógicos: «Ellos no tienen la culpa, yo

Llevaba yo en una mano ambos extremos de las sogas de mis reos, y ellos marchaban adelante, con visible desgano, bajo la tímida luz de la luna que asomaba ya como avergonzada por la tragedia del mundo.

tampoco; pero quieren matarme. ¿Por qué me mirarán así?... Otra mala noche viene hacia mí y amaneceré loco, si es que logro amanecer. Un hombre solo y libre puede encontrar aunque sea raíces para alimentarse. No podré soportar por más tiempo sus miradas de angustia, sus miradas de pavor. Si los mato, diré que intentaron fugarse y asesinarme. Si no lo hago, ellos acabarán conmigo esta misma noche. Ya no resisto más, palabra. Bueno, pero es posible que se mueran de hambre en el camino y me releven de lo que estoy tentado a hacer. Ah, pero es posible también que muramos de hambre, los tres juntos. Pero yo no quiero morir, ¡no!, ¡no!, no, no, no quiero…». Alcé lentamente mi fusil y apunté. Tuve que bajarlo bruscamente porque noté el movimiento de cabeza que hacían al regresarme a ver. Ellos se pusieron más inquietos, desesperados. No había duda, sospechaban de mí con terrible certeza. Por detrás observaba yo sus cuerpos desgarbados, sus pies arrastrándose maquinalmente. Dos veces más intenté disparar y otras tantas estuve a punto de ser sorprendido. Vacilaba, me dolía, esa era la verdad. «Soy una bestia, me decía, sí, soy una bestia». Concentrando toda mi fuerza de voluntad al fin me resolví. Escogiendo al cholo, le apunté y disparé inmediatamente. El muchacho dio entonces un grito que no podré olvidar jamás. Y mientras el uno se tronchaba como un tallo herido, el otro corría ladera abajo, saltando por el borde del camino y arrastrando su soga como un rabo de serpiente. Me acerqué a la quebrada y disparé otra vez. Otro alarido como un puñal para mí, y un cuerpo que rodaba hasta la vertiente. Yo, en aquel entonces, tenía fama de buen tirador. Después, espantado, arrojé el fusil homicida y corrí. Corrí perseguido por los fantasmas de aquellas dos víctimas de mi locura o de mi miedo. No sé cuánto correría, pero sé que caí, y cuando desperté, era otra vez de madrugada y me dolía la cabeza. Busqué agua en la hondonada y por poco dejo seco un arroyo. Luego caminé todo el día, con la sensación de haber recibido una paliza en todo el cuerpo y con el alma llena de indecible amargura. Cuando llegué al primer puesto militar, cerca de Cuenca, confesando mi crimen ante el oficial de guardia, que me atendía serenamente, no pude mentir en nada, como ahora lo hago. Él, tratando de reanimarme, ordenó que me dieran de comer, y palmeándome la espalda oí que me dijo: –Yo, en tu caso, habría hecho lo mismo... Yo no sé, pero hasta hoy, aún después de tanto tiempo, no han podido aliviarme las palabras de aquel oficial... Letras del Ecuador, No. 24-25, Jun.-Jul. 1947, p. 8

XIII


Gangotena Henri Michaux

Dejadme deciros con toda simplicidad que ante los poemas de Ausencia siento un profundo sentimiento de admiración y emoción. Y en la carencia actual de la poesía, este sentimiento se ha vuelto para mí tan raro que tengo una particular alegría de poder expresároslo... Vuestro poema es de una grandeza trágica que admiro mucho... No es solamente su belleza de forma y volumen, su belleza en cierto modo mineral que me conmueve; es el alma desconsolada que en ella se encuentra. Jacques Maritain

Y

XIV

a conocéis de memoria a la mayoría de los escritores antes de leerles; tenéis los oídos saturados de todo lo que van a deciros y que ya ha sido dicho y redicho, con pequeñas comas de más o de menos, para interesar e instruir a la raza innominable de los espíritus ignorantes de lo esencial, pero coleccionadores y comparadores, de lo que se llama «La Crítica». Un hombre original es muy raro. Un poeta original, al contrario de lo que se piensa, lo es mucho más. Expresarse demanda un esfuerzo, un concurso de fuerzas y facultades, cultura, paciencia y, sobre todo, la sumisión a una lengua creada por otros en otra época, convencional, destinada a la masa o por lo menos a una sociedad útil y abrumada de compromisos, filtrada y multiplicada a la vez. Una cierta nivelación en los escritores parece pues inevitable. No sólo los seres excepcionales son eliminados sino también los estados excepcionales. Un escritor que tiene 42 grados de fiebre está en un estado mental muy interesante; pero, ¿qué os dirá? Casi nada.

Opiómano asiste a cosas inauditas que no las escribirá, porque no lo puede. Ebrio, no escribe. ¿Loco?, tampoco. Pocos locos escriben (y, además, como los hombres sanos que observan la ley del menor esfuerzo, escriben lo que sucede en su periferia y no en su centro), carecen de cierta fuerza, sobre todo porque no tienen tendencia a escribir. Su ser busca un equilibrio sin palabras, prescinden de ellas. Pero si pretenden utilizar el lenguaje, éste rebaja enseguida el estado que quisieran manifestar. Más allá de cierta extravagancia, las palabras no rinden. En sueño no se escribe. El místico en trance no escribe. Arrebatado, uno no escribe. Si uno escribe después, ya después es todo menos eso. Los moribundos no escriben, y sin embargo, ¡qué momento el de una agonía! Y así por el estilo. También la literatura pertenece al individuo común y corriente. Alfredo Gangotena es uno de los raros poetas que he encontrado que no me haya parecido un ser común y corriente y que sea como todo el mundo. Una cantidad de reacciones y de reflexiones se producen en él de manera muy diferente a las de los de-


más hombres. Una desesperación irrespirable y de muy adentro estaba allí que le segaba a uno brazos y piernas. «Tiemblan los muros y las hojas. Os lo digo, os lo aseguro: hay alguien que sangra aquí». Le he visto mirar guijarros con verdadera simpatía y que le dejaba a uno helado (un alienista se habría hecho otra reflexión). Le he visto mirar amigos de su familia, esos eternos charlatanes ecuatorianos, como se mira a las piedras, con una mirada fría y rígida ciento por ciento, vacía de toda impresión vivificante; mirada espantosa y como mortal. Era para él un verdadero fastidio estar de pie o aun sentado. No se sentía bien sino recostado. Se echaba por tierra cada vez que tenía la ocasión de estar solo, la cabeza apoyada contra un árbol o un pie de sillón.

Su libro Ausencia me produce el efecto del sonido de una gran campana, que escucho con placer y que dice: «Basta ya de entretenimientos artísticos, de las pequeñeces pintorescas. Una época trágica requiere una poesía trágica, una época desgarrada, poetas desgarrados». Y he aquí que de sus Américas nos llega su voz de metal, su verbo firme y fragante y su corazón agobiado por un mal atroz, el mal del país, mal que nos ha dado el gran poeta Ovidio y otros exiliados. Esa voz nos llega aún cálida de los Ecuadores, desolada como los 6.530 metros del Chimborazo, y roja de dolor como sus piedras cocidas por los soles odiosos, implacables. Bravo por este libro fundamental que nunca se apartará de mi vida... Max Jacob Llama a su primer libro Orogenia, el libro de la Tierra. Tierra exterior –Gangotena habita en el soberbio y casi espantoso país de las altas mesetas desnudas y volcanes que es Ecuador–. Tierra interior también, por una clase de petrificación personal y porque el desesperado y el maldito (él había sido mencionado, erradamente por lo demás, pero creía firmemente en esta maldición) tienen naturalmente como símbolo la piedra.

...Gangotena, tenéis genio. A veces es una lástima, pero siempre maravilloso. No digáis a nadie nuestro proyecto de gloria. Yo me encargo de ello... Jean Cocteau ¿Se humaniza Gangotena cuando sale de su universo geológico? ¿Se siente inclinado hacia el animal o el hombre? No, el animal no existe en él, salvo alguno particularmente atrabiliario que no existe sino en función de sus humores y como crisol de venenos «aquí el escorpión, la tarántula...». Porque Gangotena tiene la sensibilidad física del veneno, del veneno esencial de la disgregación celular, molecular y química (Gangotena es asimismo ingeniero de minas). Se siente atraído por la flor. En Ausencia sin embargo hay alguien. Su novia. Novia sublimada, como aquella que aparece en los poemas de Poe, que tantas veces leímos juntos, ser diáfano del que nada se sabe, hecho de soplo y de flores. «¡Oh, dulce mujer bajo mis miradas! Como esas blancas flores de silencio y de seda que apoyan sus jadeantes corolas en el perezoso tallo de las palmeras, inclinas sobre mi hombro la frescura aérea de tu rostro. Blanca y secreta como la nieve de una estrella nueva». Situada en un tal absoluto es puramente esencial, desprovista de atributos. Aquí mejor que en otra parte se ve esa tendencia al éxtasis, ese deseo de sublimar todo, de llevarlo hacia un más allá. En los poemas de Gangotena no hay casi nada que uno pueda asir. «Voces innumerables, envejecidos ecos de las nebulosas, cristalinos ecos en los ríos y los torrentes, voces innumerables marchaban a su muerte, marchaban a perderse en las yermas arenas de antaño». Lo descentra todo y todo lo lleva hacia el más allá; tiene el vocabulario gaseoso o angélico, «hálito, brisa, nube, soplo... lo que se exhala...», pero en medio de estos espacios ilimitados, de este campo celeste, pasan los pesados y duros desperdicios de los complejos de su adolescencia que vuelven, fuera de un cierto flotamiento quizá en el idioma (que no es su idioma materno), muy difícil la comprensión de sus poemas.

XV


Por ejemplo, el complejo sangre-enfermedad-maldición. Pero allí –cambio extraordinario– abundan delicias que tiemblan, excesivas. Ni un chino tiene este fervor extraordinario. En un jardín se siente invadido por un arrebato amoroso, por una comunión estática (no hay otra palabra), y su madre era igual: espectáculo al que uno asistía penetrado de un no se sabe qué, e incómodo por no comprender mejor. La flor, el tercer sexo, el sexo angélico del mundo. Todo lo que es positivo en el universo gangoteniano es angélico y floral. Lo negativo es maldito y mineral. Cuando el joven autor sufría de varias enfermedades, como la hemofilia. Esa enfermedad atroz, que le ponía a merced de un diente arrancado, de una simple picadura de donde fluía inmediatamente su sangre, sin recurso, sin detenerse, sin cesar (al amparo de la muerte detrás de este frágil y único velo de epidermis); esa enfermedad que le tenía en un temor continuo y prácticamente fuera del mundo, le ha marcado para siempre. Esas ideas fijas de la sangre y algunas otras, cuidadosamente disfrazadas y encubiertas por la vergüenza –porque uno no hace gala de eso, como tampoco de la guerra química o de una lesión de los riñones– disimulada con símbolos y palabras tomados sucesivamente en sentidos diversos, gravitan en todos sus poemas, para quien los lee atentamente, con el peso de una carga espantosa. «Me llama la sangre. La sangre de los días de éxtasis, más acompasada que la mar. La sangre que no olvida jamás y que me invade con su color terrible. ¡Que este inútil viaje de los ojos termine pronto! Así el paciente corazón anhela volver a ver su sangre. Y gozar de una codiciada sombra, más dulce y más propicia en su temblor de quejumbre».

Ausencia Alfredo Gangotena (fragmento)

¡Oh Tierra! ¡Tierra tres veces maldita, esta vez, oh Tierra! te contemplo animado por todo el odio del que mis ojos serán un día capaces. Desde que solapadamente me hablaron de mi desgracia, desde esa hora, la más pesada, por cierto, y la más triste de todas las horas de mi sangre, desde entonces, ¡oh Tierra!, con tus árboles y tus guijarros, Tierra maldita con tus piedras y esta lluvia y esta noche carnales que largamente te bañan, en tus valles desiertos desde ese repentino corte de abismo en mi cerebro, heme aquí, Tierra intratable, heme aquí de vuelta de los sueños, ¡oh Tierra! ¡Ante ti me anuncio! Y mi palabra vengativa, y pesada con la savia de las amapolas, mi palabra te mancha, te dice: ¡Oh Tierra! ¡Así te aborrezco, solemnemente! Y el resto de mi vida sorda y secreta lo dedicaré a fomentar metódicamente, en todo lo que vive, el desprecio y el odio hacia ti. Y aún estoy aquí, en medio de tus sombras, condenado a sufrir esta amnesia, esta demencia de mis ojos, presos de un temblor tal, presos a tal punto que, al oírlos, el mismo huracán, envidiaría su resonancia y su desolación.

«Os lo digo, os lo aseguro Hay alguien que sangra aquí».

XVI

(Traducción: C. Cámara y M.A. Frontán)

Letras del Ecuador, No. 158, octubre 1981, p. 23.

Letras del Ecuador No. 158, octubre 1981, p. 23.

(Este artículo apareció en la Nouvelle Revue Française, 1 de noviembre de 1933).

(Este artículo apareció en la Nouvelle Revue Française, 1 de noviembre de 1933).


T est

Padre nuestro Padre nuestro que estás en el cielo lleno de toda clase de problemas con el ceño fruncido como si fueras un hombre vulgar y corriente no pienses más en nosotros. Comprendemos que sufres porque no puedes arreglar las cosas. Sabemos que el Demonio no te deja tranquilo desconstruyendo lo que tú construyes. Él se ríe de ti pero nosotros lloramos contigo: no te preocupes de sus risas diabólicas. Padre nuestro que estás donde estás rodeado de ángeles desleales sinceramente: no sufras más por nosotros tienes que darte cuenta de que los dioses no son infalibles y que nosotros perdonamos todo.

Qué es un antipoeta: ¿Un comerciante en urnas y atáudes? ¿Un sacerdote que no cree en nada? ¿Un general que duda de sí mismo? ¿Un vagabundo que se ríe de todo, hasta de la vejez y de la muerte? ¿Un interlocutor de mal carácter? ¿Un bailarín al borde del abismo? ¿Un narciso que ama a todo el mundo? ¿Un bromista sangriento deliberadamente miserable? ¿Un poeta que duerme en una silla? ¿Un alquimista de los tiempos modernos? ¿Un revolucionario de bolsillo? ¿Un pequeño burgués? ¿Un charlatán? ................... ¿un dios? .............................. ¿ ¿un inocente? ¿Un aldeano de Santiago de Chile? Subraye la frase que considere correcta. Qué es la antipoesía: ¿Un temporal en una taza de té? ¿Una mancha de nieve en una roca? ¿Un azafate lleno de excrementos humanos ¿Como lo cree el padre Salvatierra? ¿Un espejo que dice la verdad? ¿Un bofetón al rostro del Presidente de la Sociedad de Escritores? (Dios lo tenga en su santo reino) ¿Una advertencia a los poetas jóvenes? ¿Un ataúd a chorro? ¿Un ataúd a fuerza centrífuga? ¿Un ataúd a gas de parafina? ¿Una capilla ardiente sin difunto? Marque con una cruz la definición que considere correcta. Letras del Ecuador, No. 140, Dic. 1968, p. 13

XVII


Jorge Carrera Andrade

A

XVIII

César Davila Andrade, Alejandro Carrión, Jorge Carrera Andrade, Galo René Pérez.

hora, tu rostro es realmente de piedra. De piedra helada y sepulcral y no de esa piedra animada y pensante de que estuvo construido en la vida. Tu rostro está ya esculpido para la eternidad, igual que un fragmento planetario o ‘piedra de estupor’, qué diría uno de tus compañeros de la época heroica. Has muerto, cuando llegabas a lo más alto de tu existencia y te hallas caído irremediablemente en el humilde lecho de una clínica de París, mientras afuera, bajo los castaños frondosos que tanto amabas, tu amigo ‘Monsieur Fougat’ calienta al sol su inútil vejez y los transeúntes se detienen a la puerta del frutero a comprar mandarinas. Es Viernes Santo. Lo anuncian sobre las techumbres del barrio unas palomas eucarísticas, conventuales. Palomas del viernes, palomas grises, uniformadas de tristeza y de silencio, como huérfanas de la luz, como asustadas de las campanadas roncas y bamboleantes que las persiguen de teja en teja. Tu séptima y última palabra, murmurada antes de expirar, revolotea aún entre los muros de cal: «España, aparta de mí este cáliz». En la cruz de la muerte, César Vallejo resplandece tu figura cristiana y terrestre, astral y casi sobrehumana.

Cristo de tierra, Cristo indio, monarca de huesos: Tu «desmedida capacidad de dolor», tu mano de piedad y de milagro, tu amor a los pobres de la tierra, te dan esa aureola que parece quemar la almohada. Tu cabeza, pedrusco misterioso de los Andes, aplasta el lienzo extranjero, imponiéndole su molde eterno. Están como el inmortal «arriero fabulosamente vidriado de sudor» de tu poesía. Y conduces, como una recua fantasmal, tus cuarenta y cuatro años de vida miserable hasta la cima tempestuosa donde te esperan tus antepasados, masticando la coca, sentados en círculo con la inmovilidad de los peñascos. Y llegas al centro del Consejo y hablas: estuve siempre con vosotros, padre, abuelos míos. Aun hallándome lejos, en Rusia, en Francia, en España, estuve siempre con vosotros. Por mi boca hablabais a los hombres extranjeros y ellos sentían soplar el frío de la puna americana en mis palabras. «Tiene –decían estremeciéndose– el resignado pesimismo del indio». Algunos no comprendían mi lenguaje entrecortado, melancólico y penetrante como una música arrancada de una flauta de hueso. Francia me dio su amor; pero yo no podía de-


tenerme porque desde España me llamaban los hombres que empezaban a caer entre los trigos. Caían los campesinos españoles, hermanos nuestros, desposeídos como nosotros, asesinados por las máquinas de guerra. Quise detener a los que morían. En Málaga «nació mi muerte». Sentía la retirada del Ebro como si se retirara la sangre de mi corazón. «Y entré en la sombra final, como vosotros, dejándome morir y diciendo a mi vida que acabe». Desventurado hasta la demencia, César Vallejo, señor de la pobreza y de la ingenuidad, renunciaste a la transparencia y a la ornamentación y preferiste la parda vestidura y el cilicio. Tu poesía seca y descarnada tiene a veces un estertor de sufrimiento animal. Criatura de piedad humana y de lástima, tu ternura es apenas como una sombra de musgo sobre la piedra. Porque tú no fuiste un hombre de los países verdes, de los lagos o de los ríos, sino de las serranías, de los Andes riscosos cuya omnipresencia hace recordar al hombre perpetuamente su propia pequeñez. Hombre de arcilla indoamericana, tu perfil dantesco y tu ojo atribulado se detuvieron compasivamente sobre todas las miserias de la tierra y sufriste el dolor de los hombres, como queriendo compartir su desventura y aliviarles un poco de su carga. «La ciencia no pudo determinar la causa material de tu muerte» –según afirma Juan Larrea–. Expiraste atravesado por lanzas invisibles como los místicos del siglo de oro o los ‘mitimaes’ que se dejaban morir llorando sangre en las calzadas del Inca. Nadie se dio cuenta de que tu cuerpo estaba cubierto de heridas que tenían nombres de ciudades españolas arrasadas. Tu corazón estaba lleno de ruinas. Las sombras de Aguedita, Nativa, Miguel quieren enjugar el sudor de tu frente de piedra. Un hombre, en una silla de ruedas, está a tu cabecera: es Mariátegui, que sostiene en sus manos todos tus libros: Los heraldos negros, Trilce, Viaje a Rusia, El Tungsteno, España, aparta de mí este cáliz, Poemas humanos. Y Pedro Rojas, el miliciano de Miranda del Ebro, se prosterna a tus pies, César Vallejo, y se aproximan a tu lecho de muerte centenares, millares de sombras que te rodean lealmente en silencio. Son los pueblos de la cordillera, los pueblos del mar y los de los bosques. Somos los hombres del continente nuevo –y viejísimo– que masticamos diariamente la coca de la amargura. Todos te veneramos, gran mártir moderno, porque en ti pagamos la deuda a España y porque habló por tu boca enigmática el espíritu de nuestra América. (Letras del Ecuador No. 17 – 18, noviembre 1946, p. 5)

XIX


(Fragmento)

“... Sin embargo, juzgo que alguien pudo haber llegado a mi alma, que alguien pudo haber leído mis pensamientos, cuando yo era un niño perplejo y desvalido...”. Carryl Chessman

Un niño en la noche levanta su leve mano. En vano, pequeño, en vano, que el torvo muro en torno, el espeso anillo metálico, el sombrío espectro de la soledad, la piedra ancestral de la sombra, el pavoroso silencio de los caídos pesa más, mucho más, que tu mano. Libre, puro y hermoso llegó hasta los hombres. Como todo recién nacido traía en sí la luz celeste, el fuego diáfano, la encendida lumbre que en cada gesto inicial ilumina otra vez el mundo. Siglos de promesas navegaban en la ola recién amanecida.

XX

Su corazón temblaba –tímido gorrión de sangre– igual que otros corazones

Nela Martínez y Joaquín Gallegos Lara

a los que esperan horizontes, manos crecidas en racimos dorada miel de primavera, cuna de sangre y de luna. La dicha dormida sobre un regazo de mujer. Mas, he aquí que la noche crece.

Áspero viento de angustia flota

quemando el asfalto de las ciudades con el aliento de los encadenados. Giran y giran los pies sin destino. Giran y giran sin norte ni sur los pensamientos de los desocupados. Cardo de los vientos del hambre el recién nacido se balancea. Como tantos otros niños crece sin haya crujiente de almidón y de ternura, sin aro reluciente, sin cometa elevándose al sol. Como tantos, va aprendiendo el difícil arte de caminar asido a la falda de esa nodriza de los rapaces, que se llama incertidumbre. Letras del Ecuador, No. 121, Mar.-Abr. 1961, p. 5


apuntes

María Gabriela Borja

C

onocí la CCE cuando tenía entre 10 y 11 años. Llegué a la Biblioteca Nacional, sola, por primera vez. Todas las primeras veces tienen algo de terroríficas y encantadoras. Quería leer. En mi hogar, los mismos libros, las mismas Selecciones, los mismos textos escolares, ya gastados de tanto pasar por mis manos. Ante mí se desplegó la inmensidad de un universo que me pareció inalcanzable y a la vez cercano. Desde entonces, dos veces por semana visitaba la Casa, recorriendo cada tramo de su infraestructura y encontrando detalles que la iban haciendo más cercana, más mía. Luego vinieron las tardes de cine, las exposiciones, las presentaciones de libros; el ir conociendo poco a poco a los personajes que la visitaban; el familiarizarse con el flujo de sus días; querer ser parte de ella sin hallar la forma. Como si se tratara de un cuento de hadas, años después, me encontré en medio de ese espacio, ese espacio que vibraba, que no era un vacío inerte, sino que estaba lleno de una sustancia inconcebiblemente tenue (más tenue aún que el más tenue de los gases conocidos) y que es susceptible de vibrar como cualquier otro medio, igual que se plie-

ga el agua para propagar una ola. Jorge Carrera Andrade, Eduardo Kingman, Luis Vedesoto Salgado, Diógenes Paredes y otros fantasmas, incluso el mismo Benjamín Carrión, la habitaban. Quizá sea la única vez en mi vida en que me he sentido realmente completa, acompañada, viva... Los pasillos siguen siendo los mismos. Los amigos van y vienen por allí. Las esculturas de piedra siguen impertérritas en sus jardines. Pero día con día, vemos rostros nuevos, nuevas posibilidades, ávidos creadores jóvenes pugnando por encontrar un espacio, en ésta: la Casa de todos. La historia le ha otorgado la razón a quienes la concibieron. El fuego engendra fuego y las llamas siguen vivas aquí. El año en que nació nuestra Casa, 1944, fue el mismo de la Revolución de Guatemala, el mismo del desembarco en Normandía, se acercaba el final de la II Guerra. El Banco Mundial se creaba con el objetivo de iniciar las labores de reconstrucción. En el Ecuador, triunfaba La Gloriosa y se inauguraba el segundo Velasquismo. Así, en medio de ese panorama, se gestó la idea y fue tomando forma con el paso de los años. Hoy sabemos que

las mejores cosas ocurren cuando uno menos se lo espera. Hoy sabemos que basta pensar en grande para que las vertientes de lo probable bañen nuestros sueños y cada cosa que hagamos se convierta en nuestra mejor empresa. La Casa sigue viva, nada ha podido destruirla porque es un engranaje que se alimenta de la única fuente inagotable: las utopías. Ellas, junto a nosotros, permanecemos dentro de la vorágine de la cultura y caminamos en pos de seguir nutriendo a la historia, de seguir dejando nuestra impronta: unas huellas que no cesan.

María Gabriela Borja, Quito, 1983

Bibliotecóloga y editora. Trabajó como coordinadora de proyectos de participación con el Centro de Documentación de Naciones Unidas Ecuador. Fue editora de la CCE y bibliotecaria de la Universidad San Francisco. Cuentos, artículos y ensayos suyos han sido publicados en revistas como Artes, de diario La Hora, Arca, La Casa, entre otras.

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Isabel Guerrero

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odas las hermanas de Bonana Sinqué morían inexorablemente tras su nacimiento. Ella fue abandonada por su madre; no quería volver a presenciar aquella desventura: intuía que la muerte le llegaría tan pronto como a sus anteriores hijas. Dos tíos paternos acogieron a Bonana, ellos la alimentaron con raíces del árbol Sinqué hasta los 3 años, cuando fallecieron. A partir de entonces, Bonana recorría las casas de familiares, quienes la alimentaban a cambio de algún trabajo hasta que, cuando cumplió 10 años, empezó a dedicarse a la labranza. Las tierras encerraban un espacio-tiempo que le otorgaba certidumbre; la acompañaban. Engendró una hija de padre desconocido: Kitailo, cuyo nombre designa la intención de empoderarse de su propia vida. De ella emergió el matriarcado más extenso de la tribu los boobe, de Guinea Ecuatorial, de allí nacen las Buikas. La música se filtraba por todos los instantes de la vida de Kitailo, ella hablaba cantando cuando le era imposible cantar, y en los momentos cercanos a su muerte, silbaba. La música contaba como un medio de comunicación natural: con su hija, Itobelê Buika, cantaban versos improvisados que relataban lo que en una conversación les era imposible expresar.

Itobelê Buika estudió en un convento hasta que Juan Balboa Boneque, escritor y poeta subversivo, irrumpió en su vida y le exhortó a abandonar el convento para casarse con él. Juan escapó de Guinea Ecuatorial por persecuciones políticas. Se asentó en Palma de Mallorca. Itobelê Buika, con sus dos hijos, después de transcurrido un tiempo, dejó su tribu para reunirse con su esposo, pero se llevó consigo lo aprehendido y las relaciones construidas, que se convirtieron en la base desde la cual se avizoraría la posibilidad de sostener su existencia; es ese bagaje el que la protege y le permite reconocer qué es lo correcto. María Concepción Balboa Buika nace el 11 de mayo de 1972 en Palma de Mallorca. Su nombre tribal es Kitailo, como el de su abuela. El ideal de sí mismo y de su mundo era lo que determinaba las relaciones y la personalidad de Juan Balboa, cuyo entorno concreto estaba ensombrecido con el deber ser de su fantasía, que era la que performaba su vida y sus deseos. Su vida concreta nunca fue capaz de irrumpir y transformar su fantasía. Le resultó más cómodo delinear, desde su ficción, el recorrido de la vida de los otros, pero no pudo concretar el suyo propio, piensa Concha Buika de su padre, quien, cuando ella tenía 9 años, salió de su

casa en busca de algo para comprar y nunca regresó. Se desvinculó por completo de Itobelê y sus seis hijos. Su partida dejó muchas dudas; no se sabía con certeza si estaba marcada por su condición de perseguido político. Con el tiempo se supo que simplemente se había marchado con otra persona. A Concha Buika aquello le resultó irrelevante, más que una pérdida, fue un evento sosegador y hasta un motivo de alegría; su padre no encontraba otra manera de canalizar la discordancia entre lo que era y lo que debía ser sino a través de la violencia. Concha, con la desaparición de su padre, experimentó que el sufrimiento, la tragedia, la nostalgia y la melancolía no son una condición necesaria, sino impuesta. Jamás quiso siquiera entender el porqué de su partida. La infancia de Buika circulaba por dos territorios colmados de posicionamientos extremistas: por un lado el fundamentalismo político de su padre y, por otro, el fundamentalismo religioso de su madre, Itobelê –princesa escondida–. Ella, a raíz de la partida de José se dedicó a reproducir la vida de su familia; trabajaba en tareas del cuidado. La tranquilidad que transmitía a sus hijos colaboró para que la nueva situación del hogar no los afectara. Ellos, ciertamente no extrañaron la violencia simbólica ni física, ni el miedo que


partitura

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Concha Buika está atravesada por las trayectorias, las fortalezas y las debilidades de las guerreras negras que le concedieron la confianza en su intuición y le permitieron concebir el arte, la escritura y la música.

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les provocaba su padre. Itobelê dejó de estudiar cuando abandonó el convento con Juan. Retomó sus estudios de filosofía a sus 65 años. La infancia y adolescencia de Concha Buika transcurrió en un barrio en el que convivía con yonquis y gitanos. Creció entre escenas que bordeaban el surrealismo: yonquis con gente empobrecida que escuchaban los sonidos del canto de los gitanos, las coplas andaluzas que sobrepasaban las paredes de las casas y los boleros y rancheras que escuchaba Itobelê, a quien todo le gustaba y todo ritmo bailaba. Su extraordinaria voz se alejaba de lo que las productoras tradicionales catalogaban como bello: asistía a audiciones con sus pares, empero, Concha Buika rara vez era tomada en cuenta. En su adolescencia se desenvolvió en trabajos como limpiadora de casas y recepcionista en una agencia en la que atendía llamadas eróticas, con ese sueldo compró su primera guitarra. No terminó la escuela. Fue autodidacta. Tocaba la batería en una banda y trabajaba como mesera en un bar del barrio

chino. A sus 17 años, se enteró por una tía que requerían una cantante de blues en un hotel. Se presentó y empezó a cantar. Después de un tiempo se trasladó a Las Vegas donde, en casinos, imitaba a Tina Turner. Esa época fue para ella tan particular como un relato kafkiano. En aquellos tiempos, sin grandes recursos económicos pero con el conocimiento de costura que heredó de su abuela, Buika era la que confeccionaba los vestidos que portaba en el escenario. No podía coser zapatos así que cantaba descalza, lo que devino un hábito en sus conciertos que, según ella, la ubica y le facilita su comunión con la música. Su ritual antes de salir al escenario incluía también beber un trago de ron y primordialmente, encomendarse a sus diosas: Bonana Sinqué, Kitailo, Itobelê y sus hermanas. Itobelê fue de quien aprendió Concha a tener fe. Y es la historia de las Buikas pasadas lo que construye y define a Concha Buika, cuya vida ha sido regida e influenciada por ellas. Lleva el nombre de su bisabuela, su abuela y su madre

tatuados en su brazo. En ella habita la fuerza de las Buikas, todas esas mujeres enérgicas persisten en su cuerpo y determinan en gran medida su relación con el mundo. Concha Buika está atravesada por las trayectorias, las fortalezas y las debilidades de las guerreras negras que le concedieron la confianza en su intuición y le permitieron concebir el arte –la escritura y la música– como la certeza que determina su destino y con quien lo comparte. Se construyó siempre desde la convicción de que no es una víctima. Cuando vuelve a España graba, en 2000, su primer disco: Mestizüo, año en el que era común escucharla cantar en los bares de jazz de Mallorca. En este disco, Buika genera una suerte de resignificación de temas clásicos de jazz, soul y flamenco: los reproduce desde su particular espontaneidad y potencia creativa. Proceso que se repetirá a lo largo de toda su producción. Este disco lo produjo e interpretó con el pianista Jacob Sureda. En su manera de percibir el mundo, Buika tiene conciencia


de que las realidades son ficciones construidas y por tanto desmontables y susceptibles de ser desacatadas: «No me creo las tonterías que se inventan los demás para hacernos creer que somos de una manera o de otra», cuenta. Su vida cotidiana está llena de transgresiones. La manera de relacionarse con el otro y su propia manera de pensarse y narrarse es híbrida e intermitente: asegura que muchas habitan en ella, todas, Buikas distintas y atípicas. Para ellas, si lo que se necesita es una historia hermosa, hay que fabricarla, pintarla, cantarla, narrarla. Sólo es preciso viajar al mundo que existe detrás de los párpados para que las personas puedan descubrir que todas son distintas pero iguales: humanas; no es necesario inventarse un personaje. Del excesivo carácter religioso de su madre, Concha Buika resignifica muchas categorías y nociones. En su discurso se puede rastrear claramente un elemento central: la culpa, noción que para ella no es más que algo impuesto. Su vida gira en torno a la transgresión, la deconstrucción y reconstrucción. «Si no nos gusta una sola comida ni un solo tipo de música es porque somos muchas por dentro. Son mis teorías de todo a un euro […]. En mí hay tres muy marcadas. No sabría explicarte quién soy, por ejemplo, cuando canto. Evidentemente, soy yo, pero no me siento como si lo fuera. Creo que, en la vida, la calma viene cuando consigues que se lleven bien los de dentro y los de fuera», comenta en una entrevista. Lo normal no es elegido por Concha Buika ni por las mujeres que conviven en su cuerpo. Con su exesposo, un músico peruano, con quien estuvo casada ocho años, tuvo un hijo: Joel, cuya inicial también está tatuada en su cuerpo. Junto con el padre de Joel, Buika buscaba compartir la experiencia de la paternidad y maternidad. «Separar-

nos fue la mejor manera de quedarnos juntos para siempre», cuenta. Después de un tiempo de estar casada y cuando ya existía Joel, conoció a una mujer: África Gallego, excantante del grupo Mojo Project, quien se integró a su matrimonio que devino en un matrimonio triada. Se unieron en una ceremonia en Cádiz, con sus amigos, su familia y con el Dios de Buika: un dios que cree en las personas y está desvinculado de la Iglesia. En 2005 presenta su disco Buika, una recopilación de 11 temas resignificados desde su particular manera de interpretarlos. El disco incluye ritmos de jazz, soul, flamenco, funk, hip hop y copla. Los coros de Little Freaky Girl los grabó con África. Las canciones son interpretadas en inglés y español. En 2006, Concha Buika se alía con el compositor, productor y guitarrista Javier Limón y germina su segundo disco: Mi niña Lola. En éste, además de resignificar coplas tradicionales, Buika concreta en sus canciones propias su enorme capacidad creativa. Los temas se despliegan con sonidos de soul, jazz, hip hop y copla, esta última se presenta con una preeminencia inusitada. De sus anteriores matrimonios, el que continúa es el que mantiene con ella misma. El comprometerse a quererse, cuidarse, honrarse y protegerse hasta el final de sus días supone un gran reto que emprendió después de que el miedo hacia su padre empezó a desvanecerse y su cuerpo a fortalecerse. De su actual matrimonio ha ido aprendiendo: «Lo único que necesitamos es que las cosas sean divertidas, porque del dolor no nos va a librar nadie; forma parte de la vida. Pero lo que no me gusta es el exceso de dramatismo». En colaboración conjunta con Javier Limón, Buika vuelve, en 2008, con Niña de fuego, donde incluye ritmos de rancheras y cuya edición especial se vendió junto

con su primer libro de poemas. En este disco se puede disfrutar de temas inéditos compuestos por Buika y Limón. Las letras de las canciones surgieron de las noches de insomnio en las que Buika escribía. Este compacto logró que su música se ‘transnacionalizara’. En 2009, junto con el pianista Chucho Valdés, grabó en Cuba, en once horas, El último trago, homenaje a Chavela Vargas y a Bebo Valdés. Con este disco ganó su primer Grammy. En 2011 graba su primer disco doble compilatorio: En mi piel, en el que además se incluyen dos temas que son parte de la banda sonora de La piel que habito, película de Pedro Almodóvar y dos temas inéditos. En 2013 graba su último disco: La noche más larga, que incluye cinco canciones inéditas y siete canciones reversiones que desafían lo tradicional y se ubican dentro de las resignificaciones buikianas a la luz de los ritmos de jazz, música africana, cubana y flamenco. Éste constituye un punto crucial en su trayecto, que está determinado además por la emergencia de varios proyectos creativos: la publicación de su segundo libro de poemas, A los hombres que amaron a mujeres difíciles y acabaron por soltarse; el estreno de su ópera prima cinematográfica como productora, una película basada en uno de los cuentos de su libro De la soledad al infierno. En la actualidad, Concha Buika reside en Miami, desde donde organiza sus giras y lleva a cabo sus proyectos. Su producción musical se ha ido insertando y afianzando paulatinamente en la industria cultural de masas más refinadas y menos numerosas. Empero, su música continúa conmoviendo y perturbando el cuerpo de quienes la escuchan. En los acordes y en su voz se puede sentir una innegable matriz creativa y visceral y la espontaneidad que persiste en su producción.

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Guido Díaz Navarrete

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a confabulación para mantener a nuestros pueblos en su estado de subdesarrollo cultural propicia la necesidad de cambio y renovación en todos los órdenes. Para ello, se buscará un contacto más directo con el hombre común, un lenguaje de dimensión social, un nuevo orgánico plural de la inteligencia y se emprenderá un proceso de liberación de la carga de mitos y tabúes. El propósito de estructurar una cultura propia de afirmación como pueblo, se concretará mediante la creación de un movimiento renovador de vanguardia en todos los campos de la cultura, que busque: La integración del hombre común en el proceso cultural, como actor de la creación artística; un lenguaje nuevo, que en las artes plásticas se manifiesta como la ‘voluntad de forma’, que exprese el propósito de abolición de inservibles estructuras; nuevos órdenes de visión que sobrepasen lo formal para alcanzar hechos creativos dinámicos; la incorporación de manifestaciones vitales diversas que aporten a la búsqueda de un arte pleno; y, la variante nacional en el proceso creador. Este fue el contenido1 del manifiesto suscrito por Aníbal Villacís, León Ricaurte Miranda, Luis Molinari, Enrique Tábara, Oswaldo Moreno, Gilberto Almeida, Hugo Cifuentes y Guillermo

Muriel, cuando crearon el grupo VAN2 y en abril de 1968 realizaron la Antibienal, como su primera respuesta al arte oficial que se exponía en la Primera Bienal de Quito, organizada por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, en la presidencia de Luis Verdesoto Salgado, la vicepresidencia de Oswaldo Guayasamín y siendo Presidente de la República el Dr. Otto Arosemena Gómez, quien la inauguró. La Antibienal, cuya muestra se instaló en el cuartel de la Real Audiencia de Quito, fue un acontecimiento cultural; estuvo compuesta por más de treinta obras de todos los pintores involucrados, las que mostraron la rebeldía plástica y política que expresaron en su manifiesto. Fue una protesta3 y al mismo tiempo una propuesta de vanguardia, creativa, contestataria, violenta, transformadora, agresiva, liberadora, transgresora, crítica, entusiasta, sorprendente y de alta calidad técnica, a tal punto que los jurados internacionales de la bienal que se animaron a asistir a la Antibienal, manifestaron: «... los premios están aquí...». Y por supuesto, no se equivocaron, pues lo que mostró el evento realizado en la CCE de ese entonces, con muy pocas excepciones, fue lo mismo de lo ya conocido y ‘oficializado’, motivo por el que probablemente no hubo nunca una Segunda Bienal de Quito.

Colombino, Carlos 1967, Paraguay Los capangas Xilo-pintura en madera laminada 160 x 160 cm Primer Premio Internacional I Bienal de Quito.

Coello, Francisco 1968, Ecuador Los novios Técnica mixta sobre cáñamo con apliques en metal. 165 x 135 cm Primer Premio Nacional I Bienal de Quito.


paleta Indiscutiblemente el líder del VAN fue Hugo Cifuentes; él y su estudio fotográfico4 eran el centro al que acudían los artistas, poetas y pensadores que fraguaron la idea de la Antibienal, como respuesta al ‘acartonamiento’ de la ‘cultura oficial’ que se movía entre cánones, premios y mercados. Él era quien construía conceptos y definía conductas. Afirmaba, por ejemplo: «...el arte está fuera de las cuatro paredes del estudio... está más allá, está en la gente, está en el caos...»; o: «...no queremos ser pintores famosos, queremos ser pintores auténticos...», o su sentencia más radical y definitiva que marcó su vida: «...el artista no debe vivir del arte sino para el arte...; puede ganarse la vida como profesor, artesano o hasta como burócrata, pero no como artista y menos ser un burócrata del arte...». Estas afirmaciones las hacía mientras el grupo (cada vez con más ausencias de sus miembros originales, pero cada vez con nuevos participantes jóvenes5) estudiaba la Antiestética de Luis Felipe Noé, Las ideas estéticas de Marx y Filosofía de la praxis de Adolfo Sánchez Vásquez y los cuatro enormes tomos de la Estética de Georg Lukacs (Grijalbo 1966) y el de sus Prolegómenos (Grijalbo 1965)6. El grupo tuvo una vida intensa, profunda y muy influyente en la

plástica y la cultura nacional; pero efímera. Luego de uno o dos años quedó reducido a dos seres persistentes: Hugo Cifuentes y Guillermo Muriel. Los mayores se retiraron a sus talleres y los menores a la universidad y a sus propias búsquedas. Esos dos artistas fueron probablemente los más consecuentes con sus principios y los más dispuestos a cumplirlos. La Antibienal marcó un antes y un después en las artes ecuatorianas. Sus planteamientos habían abierto una brecha clara por la que se cruzaron todos quienes proponían un arte, una estética y una forma de vida nueva, no solo en la plástica sino en la literatura, en el teatro y hasta en la política. Derivado de la iniciativa del grupo VAN y de los Tzántzicos (1964), se integró el Frente Cultural para construir un pensamiento, un sentimiento y una política revolucionaria, con el aporte de cada uno de sus miembros desde su espacio de trabajo respectivo. La consigna no era la de tomarse el poder sino, con Rimbaud, la de ‘cambiar la vida’; un deseo, una necesidad y un esfuerzo permanentes. Ese marco cobijó el aparecimiento de las revistas Procontra y La Bufanda del Sol7, en la que se proponían y debatían temas de filosofía y política en la primera, y de literatura y arte en la segunda.

Cifuentes, Hugo 1968 El mundo de Carola Collage de fotografías, objetos y tintas sobre madera 135 x 148 cm Imagen tomada del catálogo Umbrales del arte MAAC, 2004

En estos 46 años, desde abril del 1968 (Antibienal), hasta hoy mayo del 2014 (Muriel), la obra expuesta en ese evento sigue oculta; si no fuera por mis recuerdos y por los de quienes la vimos y la vivimos, podría hasta decirse que nunca existió. Así de oculto está también todo el conjunto del trabajo de Hugo Cifuentes; de sus pinturas, de sus dibujos y hasta de sus fotografías; pues el libro de su hijo Diego también está oculto, así como lo está su magnífico artículo en la revista Diners 344.8 Pero la enorme obra de Guillermo Muriel hoy la tenemos aquí y la mostramos con orgullo, con la complacencia de él, de sus hijos, de sus alumnos y de sus compañeros. Durante este período, él ha trabajado sistemática y constantemente como un obrero del arte,9 construyendo una obra inmensa, irreverente y contestataria en los conceptos e innovadora en las técnicas, compuesta por óleos, témperas, dibujos y cerámicas que, por su voluntad, la ha mantenido inédita y en su propiedad. Siguiendo sus principios, nunca vivió de vender cuadros, gustaba mostrarlos a sus estudiantes, a sus amigos y a sus vecinos del barrio la Villaflora en Quito. El antes y el después (del grupo VAN y de la Antibienal), en el caso de Muriel, fue drástico: su obra liberada de paradigmas, de modelos, de limitantes técnicas y conceptuales; alimentada por una sensibilidad singular por lo cotidiano y lo trivial, por lo popular, por lo doméstico; empeñada en hurgar en el caos, en la ambigüedad, en lo antirracional, en la realidad blanda y movediza, en lo espontáneo, en lo inesperado, en lo abrupto y en lo casual, se hizo alegre, sorprendente y leve. No parece dibujada, pintada ni moldeada; parece natural como una huella; como

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Obraje, tinta y acuarela, 1968.

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la huella del viento; como la huella del tiempo atravesando el mar o el páramo de las montañas; siempre la misma y siempre distinta. Las obras que presentó en la Antibienal (hoy vueltas a exponer por primera vez) fueron profundamente críticas: muestran la indignación frente al abuso del poder, la rebeldía de los frágiles, lo caótico de la protesta, con un lenguaje plástico transparente, que no describe, que no explica, que hace sentir el murmullo de las masas asustadas, el miedo y el coraje. Son cinco cuadros que angustian y entusiasman, que gritan, que protestan y que siguen vivos. Son como un Guernica, como un cuadro negro de Goya, como uno de Camilo Egas (Calle 14, por ejemplo), como el papa Inocencio X de Francis Bacon; pero con la inocencia de Miró, de Klee o de Pilar Bustos. Este conjunto plástico, indivisible y único, es la clave del resto de la obra de Muriel. Es como Cien

El arrastre de Alfaro, collage, 1968.

años de soledad, en la literatura, de García Márquez. El resto de la obra de Muriel, hasta sus más pequeños apuntes, sus grandes dibujos, sus óleos, con los que elabora discursos complejos, en los que expone su pensamiento más elaborado y sus cerámicas, son nuevos capítulos de su misma novela. Nos sigue

El obraje, acrílico, 1970.

hablando de lo cotidiano, de los espíritus de Quito, de sus casas con alma, sonrientes, tristes o melancólicas, de sus calles con olor a madrugada, a lluvia, a maduro asado o a agua de canela. Toda su obra, hasta sus cuadros abstractos o geométricos, nos cuenta historias; son relatos o mejor, cróni-


cas de lo cotidiano; no son instantes congelados, salen por los bordes de los cuadros y se expanden. Muriel quiere «...palpar el fondo de este pueblo y este tiempo...» para mostrárnoslo, para que reconozcamos y nos sorprendamos con nuestro entorno; con lo que ven todos los días nuestros ojos, para que aprendamos a ver, a oír, a oler, a gustar y a palpar de otras maneras. «Viéndome dibujar, probablemente a diario, un niño, mi hijo, me preguntó hace poco por qué lo hacía, no se me había ocurrido pensar en tal asunto y di la siguiente respuesta: porque me gusta... Pero a usted, amigo, debo decirle algo más: que lo hago para cumplir con una elemental obligación de hombre, para decir ‘presente’. Estas líneas y sombras sobre un papel quieren provocar nuevos actos sobre la tierra, son el testimonio de hasta dónde me fue concedido palpar el fondo de este pueblo y este tiempo, y finalmente porque era indispensable que de mí salieran para yo seguir viviendo».10 Como lo hace con el viejo camión atendido por varios obreros desde abajo, una escena que no se quedó en nuestra memoria, por trivial, por elemental, por vana; pero que dibujada por Muriel, la recupera y la valora... ...o con ese cajón de cosas empujado por dos niños y una mamá que carga en su espalda otro niño: escena que el artista la pinta repetidamente, para que veamos algo más; algo que solo él ha visto... 1 Sintetizado por quien suscribe esta nota. 2 Que no significa Vanguardia Artística

Nacional, sino de ‘los que se VAN’, como el libro de 1930, escrito por Demetrio Aguilera Malta, Joaquín Gallegos Lara y Enrique Gil Gilbert, según explicaba Hugo Cifuentes. 3 Anticipatoria de los sucesos que en ese mismo año, 1968, se produjeron en París (mayo), Praga (agosto) y México (octubre). 4 En el Pasaje Drouet Pérez del Centro Histórico de Quito 5 Pilar Bustos, Nelson Román, Ramiro Jácome, Washo Iza, José Unda, entre otros.

Madre y coche, acrílico, 1989.

Mecánica, técnica mixta, 1984. 6 Que aún los conservo. 7 En cierta forma sucesora de la Pucuna

de los Tzántzicos. 8 Cifuentes,Diego,Hugo Cifuentes,Dinediciones, Quito, Diciembre 2010; y Cifuentes, Diego, ‘La memoria del padre’, en revista Diners N°344, enero 2011. 9 O como un «trabajador de la cultura» como gustaba decirse en esa época. 10 Guillermo Muriel escribió esta nota en agosto del 1976. Hoy ese niño, Álvaro es un documentalista cinematográfico. A él le pregunté ¿por qué se dedicó al cine?, y me

Esquina con mujer calentando agua, técnica mixta, 1980.

respondió: «porque me gusta». ¿Será que él también quiso decir? «... para cumplir con una elemental obligación de hombre, para decir ‘presente’. Estas imágenes quieren provocar nuevos actos sobre la tierra, son el testimonio de hasta dónde me fue concedido palpar el fondo de este pueblo y este tiempo y finalmente porque era indispensable que de mí salieran para yo seguir viviendo». Si es así, Guillermo debe estar feliz, porque esa semilla sembró en Álvaro, en Belém y en muchos estudiantes de la Universidad.

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Patricio Herrera Crespo

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isión cumplida deben haber sido las últimas palabras de Guillermo Muriel el miércoles 24 de julio cuando dejó este mundo terrenal para seguir viviendo en la gran obra pictórica que queda de legado. La última vez que lo vi fue en la Alianza Francesa, cuando su hija Belém presentaba el libro de cuentos Diarios de escritura, ilustrado con sus dibujos. Él seguía frente a su caballete trasladando al lienzo y a la cartulina todas las imágenes que continuaban saliendo de su mente y que durante setenta años pueden llegar a 400 cuadros de gran formato y 50.000 dibujos, «ensayando todas las técnicas gráficas posibles». Según Hernán Rodríguez Castelo, Guillermo Muriel nació en Riobamba, en 1925. En 1954 egresó de la Escuela de Bellas Artes de Quito, que por entonces dirigía el profesor Pedro León. Un año antes estudió unos meses muralismo en Colombia con Ignacio Gómez Jaramillo –su profesor–, Alipio Gómez y Pedro Nel Gómez. De vuelta en Quito, su tesis de culminación de la formación artística académica fueron murales al fresco: cuarenta metros cuadrados de murales, la mitad en la secretaría de la Escuela (el viejo edificio situado en el corazón del parque La Alameda, hoy desaparecido) y la mitad al aire libre. Desde entonces, la obra de Muriel estaría marcada, no importaría el formato, por la impronta muralística, y, de modo particular, por la del muralismo mexicano; éste fue la matriz en que fraguó el muralismo ecuatoriano del período. Julio fue el mes de su despedida. Belém y Álvaro Muriel, con Stéphen Rostain, publicaron el libro Muriel, una hermosa edición de lujo que en 200 páginas reúne parte de la obra del pintor con textos de conocidos periodistas y críticos de arte. Acompaña a la publicación un CD realizado por Álvaro Muriel bajo el título Las pasiones de Muriel.

Autorretrato, acrílico.

Portada del libro Muriel que recoge su obra.


homenaje

Oswaldo Viteri, César Bravomalo y Guillermo Muriel (1976).

Belém Muriel inaugura la exposición de su padre Guillermo Muriel Constan: Raúl Pérez Torres, presidente de la CCE, y Guido Díaz, director de Museos de la CCE. (julio, 2014).

Portada del libro Trazos arqueológicos del Ecuador.

Portada del catálogo Muriel: vivir para pintar.

Asimismo, Guillermo Muriel y Stéphen Rostain se unen para editar el libro Trazos arqueológicos del Ecuador, una edición en español y francés que recoge los dibujos y bocetos realizados por el pintor en su peregrinaje por las costas de Esmeraldas en los años cuarenta; un documento valioso, pues muchas de esas piezas arqueológicas están desaparecidas. El 5 de julio la Casa de la Cultura Ecuatoriana presentó Muriel: vivir para contar, una exposición de 500 obras en diverso formato y técnica expuestas en la sala Joaquín Pinto del Museo de Arte Moderno. La muestra estuvo respaldada por un catálogo de 100 páginas con su obra a todo color. Raúl Pérez Torres dijo al inaugurarla: «Pintor diáfano y sencillo, con esa sencillez propia de los seres extraordinarios, Guillermo Muriel ha atravesado el siglo XX y ha ingresado al siglo XXI con la misma profundidad y delicadeza que muestra su obra pictórica, sus dibujos especialmente, tan cercanos a la esencia de la poesía oriental». La obra está viva, Muriel está vivo. «Nunca vivió de vender sus cuadros, gustaba mostrarlos a sus estudiantes, a sus amigos y a sus vecinos del barrio Villaflora de Quito». Ahora está en la Casa de la Cultura Ecuatoriana para que puedan ser mirados y admirados.

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Antonio Correa Losada

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xisten tres formas de presentar un libro, cada una con su riesgo. De las tres, la última es la menos nimbada por la solemnidad: Una, en la que el presentador –que en este caso podemos llamar panegirista–, con una costumbre inveterada, desenrolla folios y folios de sapiencia sobre una digresión que evidentemente encontró en el texto del autor, quien, sentado a su lado, tiene una actitud sumisa y de máxima concentración ante la avalancha de palabras que escucha, lo cual, paradójicamente, lo hace ver ante el público como un ser opacado, posiblemente porque está pensando que el tiempo pasado en la universidad fue lamentablemente perdido. Es de señalar que todo esto se realiza en un espacio de tiempo largo y monótono, aun tedioso (de dos horas de duración, por lo general); pero eso sí, flota en el ambiente un espíritu aleccionador y culto. En la actualidad, esta modalidad parece estar en retirada, aunque subsiste en algunos profesores universitarios. Otra, es la del presentador de una más sincera intención, pero que por desgracia también hace uso exagerado del tiempo (de hora y media a dos horas), para desespero de los asistentes. Rastrea el libro en cuestión que nadie del público ha leído aún y se detiene en relatar, en

reflexionar, en preguntarse a sí mismo sobre el espíritu filosófico que entraña la publicación. Avanza por la precisión del estilo y llega a las complejidades del método, mientras el escritor permanece anonadado entre la perplejidad, por los elementos encontrados que él nunca sospechó haber escrito, y junto a cierta frustración como si sintiera que alguien ha desbaratado su juego –lúdico y secreto– que, con su oficio de escritor, ha utilizado con diversas variantes para asombrar y atrapar a los lectores en ese ejercicio único e intransferible que sucede cuando alguno de nosotros toma un libro para afrontar con deleite su lectura. O en otras palabras, como se decía hace algunos años con el antiguo fraseo popular ecuatoriano: Darás leyéndome. Sí. Son formas válidas y encomiosas de presentar un libro. Pido disculpas por sacar a colación mi experiencia personal cuando muchas veces asistí a ese tipo de presentaciones, que dejaron en mí una actitud contraria, haciéndome perder interés por el autor y por el libro, porque consideré forzado los sortilegios con que intentaba cautivarme el presentador. Cuento esto sin desconocer, ¡por favor!, a maravillosos presentadores, quienes me llevaron a buscar con

ansiedad el libro del que hablaban, pero como no poseo para nada estas cualidades, me referiré al tercer tipo de presentación de libros, con la que me identifico y me permite estar sin tanto estrés esta noche: celebrar entre todos el hecho portentoso que significa para una sociedad que se precie de soberana e incluyente, la aparición de un libro como un hecho vital, para que ese artefacto de la inteligencia llegue a todas las manos, a todas las cabezas. Entonces, con este ejercicio de complicidad entre amigos, más si está refrescado por el vino, es honroso dar la bienvenida al libro Los diarios sumergidos de Calibán, de Ernesto Carrión, publicado por la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión, en la Colección Letras Claves, para beneplácito de los actuales y futuros lectores y para afianzar la literatura en nuestro país y en América Latina. Ernesto Carrión ha trazado una impronta que nos hace ver una poesía abarcante y diferente de la que hasta hace poco leíamos en el país, podemos decir que en la región, como lo demuestra su obra vigorosa y continua, que nos asombra como una constelación desafiante. Es posible hablar en nuestro medio de una poesía antes de Ernesto Carrión y después de Ernesto Carrión.


poesía Hablo de su versión de identidad en que todos buscamos encontrarnos. De ese mapa disperso que todos atravesamos, desollados por el sueño y las desgracias cotidianas, también por la grandeza de nuestras inquietudes. Esa es nuestra condición, descubrirnos capa por capa de lo que somos y escondemos, de lo que tenemos y nos ha sido saqueado. También lo que subyace en los cortes de un palinsepto: de Shakespeare, el eterno, Calibán, Rodó, Ariel, Rama, Fernández Retamar, Próspero o lo que nos espera al abrir la Caja de Pandora. Es la búsqueda y el encuentro con esas vírgenes nacionales de Paraguay, de Brasil, de Colombia, de México, de Bolivia, que vienen con la formación y deformaciones del siglo XIX y conforman el cuerpo de América: «El corazón, el cráneo, el hígado, el ombligo, los dientes de América que estamos buscando», dice en sus oraciones y vindictas Ernesto Carrión. En Los diarios sumergidos de Calibán se amalgaman las palabras como en un saqueo y una recreación, donde se invocan los sueños, las histerias, el asesinato, los libros abiertos, testimonios consultados, copiados y tergiversados como en un crisol que nos ciega y nos obliga a girar el espejo para preguntarnos por el azogue que hace brillar los rostros. Es posible que haya caído en alguna de las trampas que acechan al presentador de libros, pero ¡ni modo! Sé que los libros, los buenos libros, nos abren en nuestra intimidad el cerebro, airean las palabras que pugnan por salir para trazar rutas secretas. Los libros ejercen el poder de conmovernos, de movernos. En un ejercicio de ida y vuelta, debo confesar agradecido que el libro de Ernesto produjo en mí esa conmoción, por ello, voy a leer un poema que se fue generando a medida que leía Los diarios sumergidos de Calibán.

Llamadas de pasión y presagio vienen del futuro con el canto cíclico De los desadaptados El tan - tan monocorde de las cosas Que insisten en quedarse en un presente que no cesa de llegar La boca abierta como un cenagal en la mueca atroz de las palabras Poesía en azogue y la mirada de una mujer loca amalgamada En la fundación primera de las cosas El Calibán bifronte Caníbal y suave animal Escondido en el paisaje Como si golpeara en una mesa de libros precisos Delirantes Nos ciñen la cabeza con guirnaldas de escarnio El que se regodea en la masacre para evitar el exterminio (dice Carrión) Costal de yute infamante nos amordaza para mirarnos desde dentro En el espejo distorsionador del mito y la leyenda Cada palabra en su integridad es un planeta dislocado que arrastra La historia más allá de nosotros mismos Muerte –óyeme bien— voy a hacerte un hijo (dice Carrión) Costra de muertos se adhiere a la mente Al cuerpo A la atmósfera En fila esperamos ser fumigados en una caballeriza de la frontera de Texas Desinfectados día y noche en el alarido esplendente de las llamas La máscara que cambia y se intercambia como una moda quinquenal El Inventario de fraudes y asesinatos que es el botín de las naciones Desde la O negra y larga partida Que encontramos en el calabozo de la Independencia Basura en nuestro cerebro junto a las aleaciones de metales Con que nos ahogan el deseo Devorarnos en el silencio de la compasión Devorarnos Unos a otros con mezquina crueldad

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Mentiras Camila Pontón

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ira a lo que hemos llegado. Obsérvanos desde muy lejos y mira cómo hemos cambiado. ¿Recuerdas las miles de promesas y el tiempo en el que solo contaba la amistad? Un silencio incómodo y sombrío toma su lugar entre nosotros. Mi mano se aparta de la tuya y siento que nuestros pies se encuentran al borde de un abismo, del cual no puedo medir la profundidad, rodeados de figuras cuyas caras auténticas se esconden tras nubes espesas de humo y cuyas conciencias se retuercen lentamente en el trance de la música, enroscándose en un dolor infinito. Nunca pensé que llegaría a planear cuánto y cuándo la próxima vez. Nunca tuve la intención de molestar a mi cerebro con tal ridiculez. ¿Acaso me mentía constantemente? ¿Será que soy incapaz de confesarme la verdad incluso a mí misma?

Siniestros ritmos, miradas perdidas en el aire, nos rodean, ¿una fase normal de la vida o sueños infantiles estropeados? Constante confusión, cambios de mentalidad, pero, ¿una mente abierta y más saludable? Acaso nos encontramos tan solos? Todos somos responsables de nuestros actos y de nuestra inercia, ¿pero, acaso, podremos salir del laberinto del caos y la confusión por nuestra propia cuenta? Algunas cosas no puedes decirlas a tu propia sangre; otras, no a tus más cercanos escogidos. ¿Qué es lo que escondes para ti mismo? En ese lugar tan chiquito y enorme puedes refugiarte. Aunque parezca un lugarcillo solitario y oscuro, lleno de tristeza y asilamiento, lo necesitas desesperadamente. Yo no te entiendo a ti por completo, ¿pero no estás listo para crecer juntos y combatir las mentiras internas junto a mí, como las criaturas de luz y claridad que somos?

Camila Pacari Pontón Paul (Quito, 21 de enero de 1998)

Estudia actualmente en el Colegio Alemán de Quito. En su tiempo libre escribe historietas y cuentos. Pasante en la Dirección de Publicaciones de la CCE.


escritores de la casa

La muerte del carnero Nunca pensé que sería tan fácil morir. Abandonarme, dejarme ir, volar eternamente. ¡La noriega por fin ha muerto! A los 37 de haber hurgado en la maleza con mis huesos. Después de lacerar mi corazón con la punta de un lápiz. He atravesado hacia el oriente. Me he soltado de mi mano, dejando mis uñas y mi carne. Me he inflado hasta explotar, hasta que del vientre se expanda un rostro de ternura, inocente cordero, que mañana será lobo. La noriega dejó de existir, para latir en la fosa de un carnero. Carnero de mirada triste y solitaria. Carnero rojo, pintado de veneno. He muerto un 6 de abril, mientras mi matriz se quemaba, mientras mis manos desgajaban mi piel, cuando comí una parte de mi propio cuerpo. Nido sangriento. He muerto en mí.  Mi cuerpo trocó, parió un sabio carnero. Ha dado vida. He dejado de ser yo, ahora vuelo. Sueño, respiro desde su cordón umbilical, por los siglos, de los siglos, de sus siglos.

Infierno Necesito encontrar un vampiro, un mortal con garfios de leopardo, un maniático que no me dé su mano sino un puño lleno de anfetas. Persigo un predador que yerga su lomo, un sicópata, un desalmado que cargue la máquina de escribir en su sobaco. Un hechicero que domine la lengua de las bestias, un maldito dipsómano que se olvide de mí, que me deje libre cuando yo abra la puerta y decida franquear un nuevo infierno.

Arte poética Hay una gata alba en mi garganta que se escapa cuando quiere. Tengo miedo que la vean. Ella me subyuga, me avasalla. Quiero sepultarla en bloody mary y ceniza, pero huye de mi boca, salta sobre cualquier cosa, y la destruye. Muchas veces también quisiera liberarme de ella, pero me sucede, vuelve a esconderse en mis cuerdas vocales. Ahí duerme conmigo, canturrea, ronronea, la palabra.

Patricia Noriega Rivera

(Riobamba, 6 de noviembre 1976)

Licenciada en Comunicación Social, máster en Antropología y Cultura. Ha publicado Saxo Gramático, 2004 y Palabra de dragón, 2011. Se desempeña profesionalmente como curadora del Museo Etnográfico de la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión y como profesora universitaria. Próximamente se editará su poemario Noche de perros. 31


Premios E

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n el sexto encuentro internacional de poetas en Ecuador ‘Paralelo Cero’, las plumas de Marcos Rivadeneira y Juan Cameron Zamorano se posicionaron como las mejores de los 80 trabajos de toda Hispanoamérica y España que fueron postulados para el concurso de este 2014, tanto a escala nacional como internacional. El ganador del Cuarto Premio Nacional de Poesía ‘Paralelo Cero’ fue Rivadeneira, ecuatoriano, con La brazada final. Éste es su segundo libro después de Hermano sol, hermana muerte. Rivadeneira, además de escritor, es también restaurador de arte, pintor y profesor universitario. Desde la década de los noventa se dedica a la conservación y recuperación de documentos y piezas de arte históricos. El libro ganador del Primer Premio Internacional de Poesía ‘Paralelo Cero’ fue Bitácora & otras cuestiones, firmado con el seudónimo ‘Ian Chamshroin’, perteneciente al poeta chileno Juan Cameron Zamorano, periodista y poeta, cuya obra y trayectoria literaria aparecen estrechamente vinculadas a Valparaíso, su ciudad natal. Algunos de sus libros de poesía son: Escrito en Valparaíso (1982), Como un ave migratoria en la jaula de Fénix (1992), Registro curricular (1997) y Versos atribuidos al joven Francisco María Arouet y Otros textos desclasificados (2000). El Encuentro Internacional es organizado por el poeta Xavier Oquendo Troncoso, director del encuentro y del sello editorial El Ángel Editor, y auspiciado por la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión.

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Comentario del libro La brazada final

«Alguna vez escribí un poema que comenzaba diciendo que las palabras estallan y se rompen en pequeñas agujas. En dulces alfileres, decía. Eso son los versos alineados en prosa (tal vez para despistar) de Marcos Rivadeneira. Pequeñas agujas. Dulces alfileres. Sugerentes pinceladas. Flashes. Adjetivos precisos (qué difícil, pero él lo consigue). Sugerencia, sugerencia, sugerencia, como suele ser siempre la buena poesía. Estremecimientos interiores. Miradas. Como su alma misteriosa, como su ser a media luz. Como él en la amistad, en el amor, en las palabras mismas. Bello libro, este, merecedor de un premio. Trabajo arduo, seguro, pero placentero. El talento de la mano del tesón. Un verdadero goce (doloroso, como cualquier goce del arte literario) repasar sus palabras, sus agujas, sus páginas». Lucrecia Maldonado

2014

Comentario del libro

Bitácora y otras cuestiones «Bitácora y otras cuestiones es un libro de notable calidad, escrito desde una voz poética madura, lúcida e irónica, que pasa revista a la memoria personal del poeta en diálogo con la memoria cultural de su generación, construyendo una obra rica en sentido, surcada por diversos ecos y niveles de significación que se enriquecen entre sí y al conjunto. Se trata de un poemario formalmente depurado, urdido, ecos de un lenguaje despojado y vigoroso, capaz tanto de provocar una lectura reflexiva como de suscitar emoción en los lectores. Dato no menor es que su autor sea el reconocido poeta chileno Juan Cameron (1947), nacido en Valparaíso y residente en ese mágico puerto después de largos exilios y sazonados viajes».

Gabriel Chávez Casazola


anaquel

Catalina Sojos

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a novela corta o cuento largo Los improductivos, de Cristíán Londoño Proaño, llega a reforzarnos en la certeza de que la literatura ecuatoriana actual tiene representantes con un presente sólido y obliga a la expectativa de buenas y enjundiosas lecturas futuras. Presentada con un formato sugestivo, la Casa de la Cultura Ecuatoriana Benjamín Carrión ofrece dentro de su colección Casa Nueva esta novelina para lectores aficionados a la ciencia ficción, con una prosa ágil e inteligente que obliga a su lectura de un tirón. En menos de dos horas el libro es devorado, gracias a su fondo y forma. Capítulos que se suceden como una cuenta regresiva, previos al lanzamiento de una cápsula que dirige su lectura a la productividad, en la sociedad del siglo XXII, considerado como el preludio de la desaparición de la raza humana. Los improductivos revela la angustia, soledad y alienación de una sociedad en la que los manejos bursátiles, la biotecnología y cibernética han superado e invadido el planeta. La clonación humana, los hologramas y todos los componentes que hacen el trasfondo de la narración son tratados desde una escritura que intenta la nostalgia, la ironía y el sarcasmo como revelación de futuras generaciones. El protagonista, sin nombre, sin identidad, es una ficha más en el engranaje de aquella máquina terrorífica de la cual nadie escapa,

aparentemente. Los improductivos son aquellos seres que se atreven a soñar, a amar, a tener sentimientos. Esos centelleos que obstruyen la continuidad y el orden en el que la competencia y la productividad son la única meta. Joven y ambicioso, el Operador 220 no duda en acudir a toda suerte de artimañas para lograr su arribo al poder. Hasta que un encuentro fortuito, un impensado traspié sentimental, da al traste con sus planes y despierta su razón y su individualidad. La recuperación de la palabra y de la relación escritor-lector es uno de los desafíos contemporáneos. La lectura, además de ser un «noble ejercicio», como afirma Borges, es un proceso social. La mayor expresión de la cultura es su lengua, y su máxima manifestación la literatura, ya que la palabra otorga permanencia al mundo que denomina. De allí que la selección de las obras encaminadas a un público, en su mayoría joven, debe ser guiada por la necesidad de contribuir a la renovación y a la funcionalidad que éstas puedan tener en la didáctica. Consideramos un acierto la publicación de Los improductivos de Cristián Londoño Proaño, un escritor que nos ha demostrado –pese a su juventud o precisamente gracias a ella– un trabajo tenaz dentro de la literatura y la cultura ecuatorianas. En su hoja de vida constan algunas publicaciones aceptadas

por la crítica, las cuales gozan de premios nacionales, además de sus trabajos como guionista, productor y realizador audiovisual. En definitiva, un escritor con nombre propio, un soñador ‘improductivo’ que nos obliga a creer en la palabra y a tener la certeza de que el libro seguirá convocando con su magia y hechizo a todos aquellos que confiamos en la trascendencia del ser humano. Más allá de todas las fronteras, más allá de los imponderables, la verdadera escritura, aquella que no busca sino encontrarse consigo misma, sombra y espejo de su propia voz, nos convocará a estas citas que no son sino llamados de una utopía convertida en certeza. La buena lectura de un buen libro.

Catalina Sojos

(Cuenca, Ecuador, 1951)

Premio Nacional de Poesía Gabriela Mistral 1989; Premio Nacional de Poesía Jorge Carrera Andrade, 1992, otorgado por el Ilustre Municipio de Quito a su libro Tréboles marcados. Entre sus obras se cuentan: Hojas de poesía, Fuego, Fetiches, Cantos de piedra y agua, Láminas de la memoria, El rincón del tambor; y en literatura para niños: Brujillo y La rana navideña.

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CONVENIO CCE /UTE La Casa de la Cultura Ecuatoriana firmó un convenio marco de cooperación inter institucional con la Universidad Tecnológica Equinoccial, con el propósito de intercambiar conocimientos y experiencias con relación al desarrollo académico, investigación, cultura y artes . Wilson Nieto, representante de la UTE, afirm ó que este convenio reviste importancia para la Universidad porque la CCE es pionera en levantar la bandera de todas las nacionalidades en el país. En la fotografía: Raúl Pérez Torres, presidente de la Casa de la Cultura Ecuatoriana, y Wilson Nieto , representante de la UTE, suscriben el convenio. Al centro Raúl Pazmiño, director de Talento Humano.

MURAL POR LOS SETENTA AÑOS

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El pintor y muralista cubano Jesús Mederos realizará un mural en la Casa de la Cultura Ecuatoriana, como un aporte a la celebración de los 70 años de vida de la Institución, según se comprometió en una visita realizada al presidente de la CCE, Raúl Pérez Torres, junto con otros artistas cubanos. El acuerdo de cooperación se extenderá posteriormente con la realización de exposiciones de sus trabajos y de talleres para niños.


GESTIÓN DE BIBLIOTECAS oCon el propósito de crear la Red Nacional de Bibli Caamín Benj na toria tecas de la Casa de la Cultura Ecua nio Esrrión, la Biblioteca Nacional del Ecuador Euge en el pejo realizó la Capacitación en Procesos Técnicos a, del 7 Sistema Integrado de Gestión de Bibliotecas Koh experlos de nte al 11 de julio de 2014, con el apoyo doce tos Ana de Vela y Freddy Guerrero. El evento contó con la participación de 18 biblioteca en ya n entra encu se que rios de 15 Núcleos Provinciales, que sus capacidad de empezar con los procedimientos para ada y bibliotecas se integren a la Red de manera estandariz . les permita difundir sus fondos a través de la Web á la Biretar conc se En esta primera fase del proyecto otecas blioteca Nacional Digital y se incluirán cuatro bibli provinciales a la Red.

EL PORTÓN DE LA CULTURA La entrada a la Casona de la Casa de la Cultura se convierte todos los viernes a partir de las 18 hor as en el lugar de encuentro del canto, la danza, la poesía y otras man ifestaciones culturales. Es el Portón de la Cultura donde con vergen los empleados que salen de sus trabajos, los caminantes, los turistas que hacen un alto para admirar a los grupos de artistas ecuatorianos y de otras nacionalidades que se presentan cada vier nes. En la foto: una aplaudida presentación de diferentes tipos de baile de Grupos de Danza de Tulúa, Val le del Cauca, Colombia.

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El paraíso Autor: Nelson Estupiñán Bass Género: Novela Editorial: CCE Páginas: 268 Primera edición: 1958 Segunda edición: 2014

De todas partes Autor: Pedro Pablo Rodríguez Género: Ensayo Editorial: CCE Año: 2014 Páginas: 238

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«Sólo quien ha comprometido parte de su vida al estudio, la valoración múltiple, el reconocimiento de la trascendencia histórico-revolucionaria del pensamiento político, los postulados ideológicos, las proclamas visionarias y tantas otras manifestaciones humanas de José Martí, puede alcanzar la sensibilidad, el encanto narrativo y la convicción intelectual para entregarnos, en estas páginas, la esencia de aquel hombre que dignificó con su lucha el destino libertario de Cuba y su pueblo. Pedro Pablo Rodríguez nos propone diversos perfiles con los cuales podemos integrar la imagen y la proyección universal alcanzada por el líder cubano dentro del contexto hispanoamericano y mundial». (R.P.T.).

«La producción novelística de Nelson Estupiñán Bass constituye un aporte fundamental para el desarrollo de la narrativa ecuatoriana en general, y de la afroecuatoriana en particular; por lo tanto, permite visibilizar al negro en nuestro país desde el plano del arte escritural, al tiempo que evidencia su tributo al crecimiento cualitativo y cuantitativo de la sociedad ecuatoriana… En esta obra el narrador, testigo y personaje secundario, da cuenta de los niveles de degradación a que se ve sometida la población esmeraldeña». ( J.S.C.).

Ricardo Paredes Romero y la antorcha revolucionaria Autor: Eduardo Paredes Ruiz Género: Ensayo Editorial: CCE Año: 2014 Páginas: 298

«Ricardo Paredes Romero junto con otros camaradas funda en 1926 el Partido Socialista Ecuatoriano. Este hecho histórico no sólo determina que el autor del presente ensayo explore con severidad analítica las luchas, el compromiso ideológico, los postulados teóricos y programáticos, las reivindicaciones sociales alcanzadas por el proletariado nacional y extranjero, sino que enfoca su mirada más allá de los apetitos partidistas, las conjuras palaciegas, los inexcusables excesos del poder, para recrearnos con sobriedad la vida y los avatares del más conspicuo militante de los movimientos estudiantiles, obreros y campesinos de nuestra patria».


Sujeto de ida Autor: Juan Secaira Velástegui Género: Poesía Editorial: CCE Benjamín Carrión Año: 2014 Páginas: 61

Istoria calamitatis Autor: José Aldás Género: Narrativa Editorial: CCE Benjamín Carrión Año: 2014 Páginas: 121

«En el libro Sujeto de ida cada poema es una conjunción de elementos propios que, sumados, ofrecen un único resultado: la voz poética de Juan Secaira, una voz firme, aguda, observadora, minuciosa, singular, que estuvo presente en su libro anterior, No es dicha (Premio Nacional de Poesía Jorge Carrera Andrade), y que en Sujeto de ida se reafirma. En esta obra el corpus, el poema y cada verso generan conciencia. Siempre están unidos lo blanco y lo negro sin maniqueísmo alguno. Éste es el universo de Sujeto de ida, que desata un proceso de introspección que obliga a reflexionar». (M.A.).

«Istoria calamitatis es el producto de una realidad posible, verosímil, de gente concreta y gente suprarreal. Una historia de historias, porque, como humanos, momentáneamente –como afirman los escritores de ciencia ficción y de manera distinguida Matt Groening– sólo tenemos un planeta. Sin tiempo, sin reglas sociales definidas. Microcosmos que juegan dentro del juego, para crear lo antes imaginado, preexistente. Aquí los que parieron libros, como haciendo estrellas».

Ser del Sur

Quise vivir

Autor: Ramón Torres Galarza Género: Poesía Editorial: CCE Benjamín Carrión Año: 2014 Páginas: 121

Autor: Gladys Pozo de Ruiz Género: Narrativa Editorial: CCE Benjamín Carrión Año: 2014 Páginas: 66

«La poesía del libro Ser del Sur evidencia la voz, el espíritu reflexivo, la innegable sensibilidad creativa de un hombre fascinado por los misterios del amor y aquella profunda revelación de sus ancestros donde el canto de los montes o el suicidio de los cóndores, son apenas una manifestación elocuente del compromiso vital y humano que su palabra nos descubre. Canto libre, escueto, sin mayores pretensiones metafóricas. Poemas que buscan no solo el vuelo armónico de los sentidos sino que se ahondan en la carne y que van más allá para fortalecer el compromiso revolucionario que desde siempre ha dignificado la hermandad entre los hombres». (R.P.T.).

«Quise vivir, un libro fabulado con la sencillez y la ternura de quien conoce que la vida no es otra cosa que una sucesión inexorable de episodios en los cuales el amor, la nostalgia, los éxitos y el deleite de las sensaciones marcan las experiencias cotidianas y determinan la magia, el color, la fugacidad o la trascendencia de los días por venir. Textos cuya voz narrativa busca en los contenidos de la memoria el material, las anécdotas, los sucesos más recónditos y auténticos para, desde allí, confabular y recrear las historias que nos acercan a la inocencia del primer amor». (R.P.T.).

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Caballos en la niebla Autor: Juan Carlos Moya Género: Novela Editorial: Planeta Año: 2014 Páginas: 154

«Esta novela es una caída en el abismo, una lección de vértigo. Su protagonista sufre del síndrome del hombre salvaje, y poco a poco se va alejando de la atrofia de la vida citadina, de las rutinas laborales, del tedio y el sinsentido cotidiano. Pero lo que lo espera lejos de la civilización, en una cabaña metida entre el bosque, no es mejor: tiene que enfrentarse a sí mismo, a su deterioro físico y psíquico, a unos recuerdos atroces que lo persiguen desde su infancia, a su más detestable vulnerabilidad (...)». (M.M).

Obra poética Autor: Pedro Jorge Vera Editorial: CCE, Núcleo del Guayas Año: 2014 Páginas: 163

«Pedro Jorge Vera es un caso interesante en nuestra literatura, porque, pese a ser un escritor en todos los sentidos genéricos siempre se lo ha llegado a reconocer como un gran narrador. Esto lo ha ubicado como uno de nuestros más eximios e importantes prosistas, sin embargo también es poeta. Leer esta obra poética de Vera implica el reconocimiento de tres virtudes básicas: su condición de escritor comprometido, el dominio de las formas estróficas tradicionales y la calidad y hondura de sus imágenes». (X.O.T.).

Soterramiento Autor: Andrés Villalba Becdach Género: Poesía Editorial: Ruido Blanco Año: 2014 Páginas: 180

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«Villalba Becdach continúa en este libro el recuento a la vez gozoso y desgarrado de sus correrías y corridas noctámbulas, y el repaso de sus lecturas tan pasionales como desordenadas que había emprendido en sus libros anteriores. Entre la poesía y el relato, entre la prosa y el verso, entre la cita, el guiño intertextual o la apropiación alevosa, el poeta cartografía la ciudad al revisitar sus andanzas y su memoria familiar en una travesía que importa al mismo tiempo un viaje sentimental, una maratón etílica, extenuantes jornadas eróticas y una educación literaria». (C.Z.).

El fútbol que más nos gusta Autores: José Navarro Guzmán, Alfonso Laso Ayala, Patricio Granja Terán, Jaime Naranjo Rodríguez y Julio Laso Ayala. Editorial: Eskeletra Año: 2014 Páginas: 451

«En este libro se plasma la historia del deporte que más amamos en nuestro país y su principal competición: el Campeonato Ecuatoriano de Fútbol. La acompaña, con la más alta calidad, una selección fotográfica única para guardar por siempre. Aquí descubriremos a quienes trajeron el primer balón a nuestro país. Aparecerán las primeras organizaciones locales que originaron ocho campeonatos nacionales de selecciones de provincias. Recorremos la transformación fundamental de nuestro balompié: del gusto a la pasión, de la afición al profesionalismo, del juego al deslumbramiento».

Un pájaro redondo para jugar Autor: Galo Mora Witt Género: Crónica Editorial: Eskeletra Año: 2014 Páginas: 336

«El multifacético Galo Mora pasó por Buenos Aires donde, en dependencias de la Biblioteca Nacional, comentó aspectos de la literatura de su país y presentó su libro Un pájaro redondo para jugar. La obra, que ahora se presenta en una segunda edición mostrada como autobiografía, se desgaja en libro de viaje, historia, anecdotario, novela, crónica y, sobre todo, el registro minucioso de un tema que apasiona al autor: el fútbol. Galo Mora nos invita a saborear esta obra escrita con una prosa deslumbrante, espolvoreada de poesía, nostalgia y humor».


Nueva miscelánea Autor: Juan Andrade Heymann Género: Varios Editorial: CCE Núcleo Tungurahua Año: 2013 Páginas: 200

Llorar plomo social al pie del individuo Autores: Flavio López Cando y Ximena Camacho Fabara Género: Ensayo Editorial: CCE Núcleo Tungurahua Año: 2013 Páginas: 199

«Nueva miscelánea, la más reciente obra de Juan Andrade Heyman, se suma a una ya extensa obra que incluye el ejercicio de los más diversos géneros, desde la poesía, el teatro y el cuento, hasta la novela y el ensayo. Juan no es, pues, un advenedizo en estos quehaceres y más bien podríamos decir que su obra es el registro escrito de toda una vida que, por cierto, literariamente, se inicia muy temprano. Siempre se podrá decir algo más de la obra de Juan Andrade Heyman, de su originalidad y sensibilidad, de la claridad y holgura de su pensamiento, de su estilo irreverente y desmitificador de su personalidad indoblegable». ( J.A.H.).

«El libro Llorar plomo social al pie del individuo. Reflexiones sobre la poesía de César Vallejo intenta ser un experimento en el que conviven dos propuestas textuales: la primera, compuesta por varias monografías en las que se analizan los conceptos filosóficos y estéticos a partir de lo que se va estructurando el legado literario de César Vallejo; la segunda propuesta tiene un propósito más modesto: está formada por veintidós ejercicios de análisis literario, elaborados con un lenguaje directo y amigable que buscan acercar a los estudiantes de colegio a la crítica literaria, para que también ellos puedan disfrutar y emocionarse con los versos de Vallejo».

El patrón virgencito «Estamos ante una nueva creación histórico-literaria titulada El patrón virgencito de Cumbijín, de Pedro Arturo Reino Garde Cumbijín Autor: Pedro Arturo Reino Garcés Género: Novela Editorial: CCE Núcleo Tungurahua Año: 2013 Páginas: 99

Interculturalidad Autor: Nelson Reascos Vallejos Género: Ensayo Editorial: CCE Núcleo Tungurahua Año: 2013 Páginas: 56

cés, prolífico escritor e historiador, autor de novelas, relatos, poemas, ensayos, artículos de opinión, entre otras obras. Se trata de una historia novelada que comparte pasajes de la vida –quizá desconocida para la mayoría de los lectores– de Gabriel García del Alcázar (1870-1931), hijo del polémico expresidente del Ecuador Gabriel García Moreno. No se trata de una biografía, es una original entrega de episodios históricos que se desgranan con un torrente de palabras que fluyen con naturalidad, pero al mismo tiempo con crudeza». (C.V.V.).

Interculturalidad es una recopilación de conferencias magistrales dictadas en la Casa de la Cultura Ecuatoriana Núcleo de Tungurahua, por el Dr. Nelson Reascos Vallejo, filósofo que se desempeña como decano y catedrático de la Pontifica Universidad Católica del Ecuador. ‘Lo natural y lo intercultural’, ‘Del acto humano a la cultura’, ‘¿Cómo abordar el tema de la cultura?’, ‘La modernidad y el encubrimiento del otro’, son algunos de los temas que conforman este libro. 39


tributo

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ehemente, impaciente, enérgico; ya serio, ya risueño, una ráfaga de vida intensa lo llevaba como un vendaval por sus dos caminos elegidos: la literatura y la técnica. Ingeniero por la Universidad de Bucarest, capaz de enfrentar grandes responsabilidades como la de estar al mando del tendido eléctrico de alta tensión en nuestro país, descubrió, no muy tardíamente, que había un territorio mayor que desbordaba y resumía los saberes humanos: la literatura. La existencia vuelta arte. La vida misma elevada a su máxima potencia. Insaciable lector, había devorado ya grandes libros cuando a los cincuenta años comenzó su carrera de escritor. Saramago, Tolstoi, le enseñaron que, a veces, era bueno esperar a que las grandes pulsiones del corazón, y la experiencia como añadido principal, se amalgamaran de una vez por todas en la obra literaria. Apasionado contumaz, la pasión fue su tema. Ferviente seguidor de los descubrimientos científicos, la ciencia también fue su tema. Nada de raro tenía, entonces, que mezclara amor y tecnología y practicara la ciencia ficción como su género preferido. Con una carga ética indudable, con un talento especial para atrapar los excesos de la imaginación en historias fantásticas, sus novelas y cuentos se sucedieron veloces, como restituyendo su tiempo perdido, como en pos de aquello que dejó pendiente en décadas de trabajos arduos, como ganándole horas a la vida avara, al punto de que en menos de una década escribió ocho libros que son su herencia espiritual.

Abdón Ubidia Los otros legados son una familia bien hecha, con su inseparable esposa Daniela, el centro ordenador de su pródiga vida, venida de la lejana Rumania, inteligente, culta y siempre interesada en los asuntos de la cultura; activa, precisa en el cuidado y la educación de sus hijos, para que Renato pudiese cumplir ese horario excesivo que se había impuesto como una autocondena. Empezar a escribir en las horas de la madrugada, hacer los ejercicios físicos para mantener esa condición de atleta que le posibilitaba cumplir sus labores literarias y técnicas –su otro legado– que se hallan dispersas y anónimas en todo el país. Y digo esto para resaltar la condición de homo faber de pura sangre y reiterar nuestra eterna sospecha de que literatura y la vida son inseparables. Hemos de volver a leer, pues, con ojos renovados: La transmutada, novela que narra la vida de una pintora extraña (2004); Cuentos negros, ficciones de carácter urbano (2006); Destino de papel, novela, la historia de una enigmática escritora (2007); Cataplumes del amor, cuentos de amor y erotismo (2008); El Edén de la tenue luz, novela de anticipación científica (2009); La campana de Pandora, cuentos psicológicos, a los que Renato Gudiño incorporó su gran conocimiento de la física cuántica (2010), La esquina del violín, novela, vicisitudes de un músico de la calle (2013), La danza del farsante (2013), todas con Editorial El Conejo.


EXPOSICIÓN FOTOGRÁFICA

Lugar: Galería Presidencial Avs. 6 de Diciembre N16-224 y Patria Frente al parque El Ejido Inicio/Finalización: 5 de agosto / 30 de septiembre de 2014 Horario: Lunes a viernes de 09h00 a 19h00


EL

MULTIPLICANDO

PENSAMIENTO

DE LA

PATRIA

Celebra con nosotros nuestro aniversario del 1ro. al 13 de agosto, entĂŠrate de nuestras actividades en www.casadelacultura.gob.ec


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