Relatos Finalistas de la VII Ed. de Relatos en Cadena.

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Octubre 2013

Noviembre 3013

María Pámpanas Rivero Candela

Rocío Romero Peinado Los secretos

—Si, papá, pero, ¿y esa? Cada muñeca era exacta a la anterior. En el largo del pelo, en la ropa, en la mueca del rostro. —Papá, ¿y esa? —preguntó de nuevo Candela con los ojos vivos, curiosos. —Esa está rota, cariño, no es tan bonita como las demás. Candela examinó la muñeca descartada por su padre. Era más pequeña que las otras, estaba descalza y la camiseta que cubría su cuerpo, nada tenía que ver con los vestidos de sus inertes compañeras. Su padre cogió las tres muñecas restantes. —Papá, ¿yo estoy rota? —preguntó Candela mientras su padre cerraba la tapa del contenedor.

Mientras su padre cerraba la tapa del contenedor, Roberto vigilaba los portales. Miraba fijamente las ventanas con luz y apuntaba con el dedo si alguien se asomaba. Pum. Después volvían a casa de la mano y preparaban palomitas en el microondas. Esperaban los estallidos en completo silencio; ese ruido de algo blando que revienta y que se rinde después de cierto alboroto. Pum, pum. Esos días papá se quedaba mucho rato con él y jugaban a dispararse hasta morir. Le abrazaba muy fuerte y nunca le recordaba lo que no se debía contar.

Diciembre 2013

Enero 2014

Febrero 2014

Marzo 2014

Laura Garrido Barrera Confesiones pendientes

José Agustín Navarro Martínez La mala educación

Ernesto Ortega Garrido Sucesos más o menos extraños

Lidia Sanchis Sorribes Adiós y hola

Su conciencia no podría soportarlo, me repito, no podría soportarlo. Subo las escaleras hasta llegar al ático derecha y llamo a la puerta. Eugenia me abre. La miro con el mismo deseo de todos los días que la veo. Me pregunta si ya lo he hecho. Niego con la cabeza. Ella asiente en silencio con resignación. Le pregunto si puedo pasar. Ahora niega ella. Por favor, le imploro. No, no hasta que yo sea capaz de hacerlo. Bajo al bar de nuevo. Observó la partida de mus. El marido de Eugenia ha vuelto a ganar la partida. Quizás mañana.

Naricilla respingona y un cuerpazo de escándalo, pienso mientras el militar del 8º A entra en el ascensor y me saluda. Pero yo no contesto para evitar que de ese buenos días pasemos a hablar del frío, y el frío nos conduzca a una sopa caliente, y la sopa caliente desemboque en asuntos de restaurantes, y los restaurantes nos induzcan a parlotear de buffet y de selfservice, y ambos conceptos evoquen el placer que su mujer me dispensó durante las dos últimas semanas, y así, tontamente, acabe pegándome un tiro.

Había brotado en medio del huerto un imponente piano de cola. La noticia entró en la peluquería, atravesó la plaza y salió del bar. En pocas horas el pueblo entero desfiló por allí. Resultó que todos entendían de pianos: que si un Bösendorfer siempre será un Bösendorfer, que donde esté un Steinway… Quisieron escucharlo, tocarlo, acariciarlo. Se organizaron cursos, concursos, conciertos. Hasta que un buen día el interés empezó a disminuir y una mañana, cuando ya solo los pájaros le prestaban atención, la grúa se lo llevó al depósito municipal. Y allí sigue, en silencio, acumulando polvo, junto al proyector de cine, el barco pirata y la nave espacial.

Tanto visitante inesperado me llenó de zozobra. Mi padre, hombre algo tosco y de pocas palabras, nunca tuvo muchos amigos. Pero entre aquel grupo de gente que había acudido al tanatorio a despedirse de él y a darnos el pésame a mi madre y a mí, había bastantes rostros desconocidos: algunos hombres que supuse amigos de la mili o de la infancia, una mujer rubia y llorosa, otras que la consolaban. De pronto, alguien me puso una mano en el hombro. Me volví y vi a un joven que tenía mis mismos ojos. Nuestros mismos ojos.


Abril 2014

Mayo 2014

Junio 2014

Juan Antonio Vázquez Alcayada Castigo

Luis Serrano Lasa Señales

Miguelángel Flores Lo inevitable

Mientras la impía lluvia borraba la rayuela de las aceras nos limitamos a esperar. Los parques anegados habían devorado los columpios y días después las peonzas se pudrieron. Las cuerdas de dar comba se habían deshilachado pero no le prestamos demasiada atención. Estábamos ocupados, en vano, intentando recuperar las pelotas que el viento se llevaba. Los peluches, ahora ásperos, se amontonaban en ese cementerio de juguetes mal llamado desván junto a otros cachivaches electrónicos que sin motivo aparente quedaron huérfanos de singularidad y habilidades. Al final, cuando el terremoto abrió la tierra y solo se tragó a los niños nos lamentamos, hipócritas, de no haberlo visto venir.

Nos lamentamos, hipócritas, de no haberlo visto venir. Como esa tarde en que llegué bajo un chaparrón de pájaros muertos, mientras papá veía el fútbol, y a ella se le cortó tres veces la mayonesa. Y las mañanas que la apremiábamos para desayunar, el sol se oscurecía y las tostadas se calcinaban una y otra vez. O cuando exigíamos una camisa determinada, las telarañas cubrían la calle y la colada salía incomprensiblemente teñida de rojo. Hasta el día que encontramos la casa vacía y la nota en la nevera, y lo único que supimos hacer fue asomarnos a contemplar la lluvia de fuego que lentamente devoraba la ciudad.

Alguien ha empezado a tirar del hilo. Lo sabía. En cuanto alguien viera la hebra se empeñaría en cortarla de raíz, como si fuera imprescindible hacerlo. Ahí está. Así funcionan. Si alguien ve una puerta de armario abierta, la cierra, aunque ni le estorbe. Si tiene unas copas de cristal a mano, las choca para oírlas, y ya. Si le regalan flores, las huele sin pensar hacerlo. Así es. Es algo reflejo, genético y muy humano. Lo mismo, cuando encuentran a un hombre colgado de una viga, gritan como si les fuera la vida en ello. Luego, si se fijan, acaban arrancando esa hilacha de su pantalón.


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