Revista La Avispa 37

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La Avispa Nº 37 - Mar del Plata - Argentina

Alguien ha muerto en Utopía … y un grito de júbilo rasgó la sofocante tarde. Alguien que no pudo distinguir salió corriendo de la choza del enfermo agitando los brazos como un pájaro; reía y llamaba a los demás con ademanes apremiantes. Poco a poco los moradores se fueron congregando. Algunos traían verduras, otros pollos y lechones, aquellos cántaros de vino y agua. Sonaba alegre el ritmo de acompasados tambores y hasta había quienes soltaban al aire dulces y armoniosos cánticos de los antepasados. La fiesta había comenzado ya cuando aparecieron los familiares del campo, y el gozo fue aún mayor al ver entre estos a dos de los hijos del difunto que intercambiaban felices saludos con parientes y pobladores. Y en sus rostros emocionados Rafael no pudo apreciar rastro alguno de angustia o melancolía. Más aún, nunca había visto a ser humano más satisfecho y radiante, ni almas tan luminosas como aquellas. La tarde dio paso a la noche en una agonía tibia y naranja. Los cánticos cesaron, acallaron los tambores. La isla enmudeció. Algunos entraron a la choza y cargaron el cadáver en una parihuela hecha de caña. Detrás de ellos la familia, luego el pueblo todo en reverente gesto. Diego Orcoyen - (Capital Federal) Silencio de palmeras. <dorcoyen@hotmail.com> Oscura oscuridad salpicada en fulgentes claridades. Noche de antiguos espíritus. Rafael siguió al cortejo de cerca. El paso era lento, solemne, silente, respetuoso. Y si bien nadie sonreía ya, aquellos corazones se encaminaban serenos por el angosto sendero que conducía a las blancas playas del oriente. La noche era tibia y quieta, aunque al acercarse cada vez más a la costa Rafael podía sentir la fresca brisa del mar repleta de sal. Pudo verlos realmente cuando el retraso de unos cincuenta metros le dio la reveladora perspectiva de la lejanía; familias aquí y allá, niños, ancianos, jóvenes y adultos con sus torsos desnudos deslizándose con parsimonia entre un mundo de palmeras y arbustos; y en sus manos antorchas; y entre ellos un cadáver; y luego eran tan sólo diminutas luces moviéndose en una perdida isla oculta de mar, un trozo de tierra salpicado de milenarias olas transparentes… Se comprendió lejano, se supo feliz… con más fuerza, más joven, casi un niño, leyó en su alma más claramente… noche, mar, arenas blancas… Miles de kilómetros lo separaban de los suyos y aún así aquella aparente sensación de desamparo lo engrandecía, lo hacía único… El cuerpo había sido puesto sobre una balsa construida con troncos y junco. Primero los niños, luego las mujeres y ancianos acercaban hasta la balsa flores rojas y celestes… Algunos entonaban susurrantes melodías, otros elevaban plegarias al cielo o al mar, los más permanecían en silencio mirando la balsa. Se colocaron cuatro antorchas amarradas a los extremos de la embarcación y se la llevó hasta la orilla. Demoraron apenas instantes de miradas y labios de invocaciones, de brazos de cielo y corazones de mar… Recias manos aferradas al tronco la despidieron en leve impulso y la balsa ya se alejaba adormecida en el arrullo del océano hacia la profundidad de la noche… Entonces guardaban ya todo expectante y respetuoso silencio. Y cuando la balsa fue tan sólo un punto en lontananza, cuando la embarcación se hizo toda de noche y mar, el extraño cortejo se alejó perdiéndose entre la selva. Rafael los vio alejarse en silencio y tranquilidad. Caminó unos pasos. Sus pies se hicieron de agua. Quiso sentarse sobre una piedra pero no lo hizo. Allí se quedó, sólo él, con sus ojos llenos de océano mirando las funámbulas luminarias del firmamento infinito encendiéndose en blancos y plateados de imposible color. Sólo él ante la inmensidad incomprensible, tan sólo un punto saboreando el absoluto, un alma desnuda de tiempo ante el reflejo sin mácula del eterno Hacedor… Página20 20

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