
3 minute read
Interrupción legal del Embarazo -ILE- y muerte materna en República Dominicana: Las historias de Dayelín y Esperancita
“Lloraba desesperada. Yo no quería tenerlo. Yo era una niña, ¿qué iba a hacer con un bebé? —dice Dayelín, embarazada a sus doce años, producto de una violación—. Una amiga me dio una infusión que me provocó un aborto. No fui al médico” (Human Rights Watch [HRW], 2018, p. 60).
Recurrir a un hospital resulta impensable en República Dominicana porque el aborto está prohibido bajo cualquier circunstancia y castigado hasta con veinte años de cárcel. El Código Penal, redactado en 1884, criminaliza a quien realice o facilite la interrupción, incluidos médicos, y sin contemplar el riesgo de vida de la mujer o niña gestante.
Advertisement
Dayelín pudo interrumpir su embarazo, pero no pudo sortear una profunda depresión: “pensé en quitarme la vida, tomé Clorox (lejía)” (HRW, 2018, p. 60). Tuvo la fortuna de no sufrir otros problemas de salud, en un país donde unas 25.000 mujeres son hospitalizadas cada año en instituciones públicas debido a complicaciones tras abortos clandestinos.
La prohibición también ahonda desigualdades económicas: quienes tienen recursos pagan abortos privados, quienes no pueden hacerlo se ven obligadas a tomar el riesgo, a intentar lo que sea como hizo Dayelín. Y no es un caso aislado: una de cada cinco adolescentes de entre quince y diecinueve años ha estado embarazada (Banco Central de la República Dominicana [BCRD], 2020). Muchas veces, como consecuencia de violación y abuso sexual. Entre el 2010 y 2019 se documentó al menos un caso por día.
Rosaura Almonte, una niña de dieciséis años, acudió al hospital con fiebre y dolor de abdomen. Al revisarla, descubrieron que tenía siete semanas de embarazo y una leucemia no detectada hasta entonces. “Inmediatamente pedimos que trataran a mi hija —explicó su madre, Rosa Hernández—, pero los médicos nos dijeron que no podían porque la medicación afectaría al embrión” (Álvarez, 2015).
El caso desató una lucha de poderes que puso el cuerpo y los derechos de Rosaura en segundo plano. La decisión de cómo tratarla estaba en manos del Comité de Bioética del Hospital Docente SEMMA Santo Domingo (HDSSD), que no lograba acuerdo mientras el Estado intervenía poco y la Iglesia católica presionaba para que no le practicaran un aborto, condición básica para poder combatir la leucemia.
Manuel Ruiz, un cura joven y carismático, designado por el cardenal Nicolás de Jesús López, prácticamente se instaló afuera del hospital y habló en cuanto medio de comunicación fue posible y presionó para impedir el tratamiento médico.
La mamá de Rosaura, maestra de profesión, intentó aliviar el dolor de su hija consiguiendo lo que la salud pública no le proveía: “Saqué todo lo ahorrado. Ayudaba a pagar el transporte a los desconocidos que venían a donar sangre para mi hija” (Álvarez, 2015).
Durante un mes y medio, Rosaura sufrió un cáncer sin tratamiento por causa de una ley con doscientos años de antigüedad y la presión de una ideología religiosa conservadora. Con leucemia y sin cuidados adecuados, murió el 17 de agosto del 2012. El reporte médico detalló: “shock hipovolémico, hemorragia alveolar, síndrome de distrés respiratorio agudo y aborto completo, causados por sus padecimientos de leucemia linfoblástica aguda”.
“Mi hija sentía muchísimo dolor y se fue deteriorando. Pero los médicos no hicieron nada por ella, solo pensaban en el feto. Unos días antes de morir le dieron algo de quimioterapia”, relató su madre. Sergia Galván, reconocida feminista dominicana, calificó la situación como “un feminicidio de Estado” (“Falleció Esperancita”, 2012) y responsabilizó también a la Iglesia católica:
“lo que es pecado en una religión, no se le puede imponer como un delito a toda una nación” (Ravitz, 2018). Cuando murió Rosaura, sus amigas le hicieron un video. Se ve a una muchacha caribeña de piel morena y cabello ensortijado entre risas y selfis. Su mamá recuerda que “era inteligente y sociable. Se pasaba el día mirando carreras universitarias en internet porque quería serlo todo: abogada, doctora, fotógrafa” (Álvarez, 2015).
Las mujeres dominicanas han formado una coalición de setenta colectivas feministas, académicas, sindicales y campesinas. El Estado ha dispuesto 22 unidades de atención con fiscal, abogadas y psicólogas especializadas en violencia de género, pero aún falta.