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y muerte materna en Nicaragua: La historia de Carla

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Siglas

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Carla se come las uñas. Sus dedos se ven hinchados, síntoma de mordisqueo constante. Tiene diecisiete años y arrastra las mismas pesadillas desde que tenía doce.

Antes era feliz. Vivía con su familia en el caluroso occidente de Nicaragua. Visitaba a su abuela y, como muchas niñas latinoamericanas, también la ayudaba con sus tareas domésticas. Allá conoció a un hombre llamado Máximo Rayo García.

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Él tenía treinta y ocho años y le regalaba ropa, comida, cosas que la ponían contenta, como a toda niña que recibe regalos. Objetos inalcanzables para su familia que vivía en un estado de pobreza extrema. Después de ganar su confianza, el hombre cambió de actitud: comenzó a abusar sexualmente de ella y a violentarla de diversas maneras.

“Me pegaba cuando abusaba de mí. A trompones, me amarraba las manos y los pies a la cama. Me decía que me iba a matar si yo hablaba. Que me iba a matar a mí y a mi mamá si yo hablaba”, relató Carla a un periodista (Salinas, 2017). Abusó de ella durante casi un año y la golpeó cada vez. Manipuló la situación con amenazas y dinero.

Carla quedó embarazada, él empezó a pegarle en el vientre. La pesadilla se multiplicaba y ella no quería parir: “Ya no iba a ser la niña que era, ya no iba a salir a divertirme como salía con los chavalos (otros niños)” (Salinas, 2017).

Cuando su familia descubrió el embarazo, Carla pudo contar lo que sufría y su madre la acompañó a hacer la denuncia. Los policías consignaron “violación sexual a una menor de edad” pero la revictimizaron al tratar de acusar a su mamá. La niña, entonces de trece años, se topó con un muro infranqueable porque la interrupción del embarazo está prohibida en Nicaragua. El 26 de octubre de 2006, fue aprobada por la Asamblea Nacional la Ley 603: Ley

de Derogación al artículo 165 del Código Penal Vigente, que entró en vigencia el 17 de noviembre del mismo año y que prohíbe completamente el aborto, incluso en casos de violación, incesto, embarazos con riesgo para la vida o la salud y malformación grave del feto.

Hay muchas Carlas: en una década suman cerca de 16.400 niñas-madres (Instituto de Medicina Legal, 2017). La encuesta nicaragüense de demografía y salud 2011/12 (ENDESA) afirma que “a nivel nacional, el 10% de las mujeres de 15 a 49 años de edad, [sic] reportó que en el transcurso de su vida había experimentado alguna forma de violencia sexual y un 8 por ciento que fue forzada sexualmente, el 5% tuvo alguna situación de abuso sexual (sin penetración) y un 3% de las mujeres afirmó que había sido víctima de ambos tipos de violencia sexual” (Instituto Nacional de Información y Desarrollo [INIDE], 2014). Carla aún tiene rostro de niña, pómulos redondeados y sonrisa tímida que se apaga al contar su historia. Baja la cabeza, sus ojos marrones oscuros ya no miran de frente y las palabras salen a cuentagotas, como evaporándose, casi murmullos. En el mismo tono diáfano narra su vida después de parir: “No le tenía cariño, ni amor le tenía pues, porque yo sentía que la niña me había desgraciado la vida. Mi mamá me decía que le agarrara amor, que la niña no tenía la culpa” (Vásquez, 2017).

Su hija corretea en la casita que habitan. Está hecha con retazos de cartones, lonas y láminas de zinc con piedras encima. El piso es de tierra. La casa, como la zona, son estampas de pobreza y olvido.

El barrio Tomás Borge está en la periferia de León, donde la mancha urbana ya no existe. No hay pavimento, tampoco electricidad ni alcantarillado. Tiene calles polvosas, de esas que nunca son prioridad para las autoridades. Cuando pasa una moto, la basura flota en el aire como pájaros de vuelo raso sobre niñas que van rumbo a la escuela. Si alguna de

ellas resultara embarazada a consecuencia de una violación, igual que Carla, sería obligada a parir. La “penalización ha condenado a las mujeres pobres a la muerte porque no cuentan con recursos para viajar a practicarse un aborto”, dice Elia Palacios, de la Asociación de Mujeres Axayacatl.

El abusador de Carla fue enjuiciado y condenado a quince años de prisión gracias a la denuncia y al acompañamiento de una organización feminista. Desde su casa de retazos y tierra, Carla cuenta lo que siente: “Ni estando preso me va a quitar todo ese remordimiento en mi cabeza que a veces me agarra”, dice, y hace un largo silencio, falta de palabras. “Pero sí —continua—, a veces siento un alivio porque sé que no anda afuera”.

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