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Suicidio feminicida en El Salvador: La historia de Sandra

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Siglas

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Golpearon la puerta. Cuando la mujer abrió se encontró con pandilleros. Solo le dijeron: “mañana a la noche pasamos por la niña”, una orden que se ha impuesto como irrefutable en El Salvador, y se impone como sentencia a cargo de los líderes de clicas, los subgrupos de las pandillas Mara Salvatrucha y Barrio 18.

Miles de familias viven aterrorizadas, con miedo de que algún día golpeen a sus puertas. No les dan opción: o entregan a las niñas o las matan. Esta escena vivió Sandra en el año 2012 cuando ella tenía 13 años. Esta visita-condena es frecuente en su barrio: “los pandilleros de la zona acosan sexualmente y reclaman a las niñas en el inicio de su edad reproductiva. Lo que hacen es reproducir un antiguo ritual violento llamado ‘derecho de pernada’, en el que el señor o amo tiene derecho sobre la virginidad de las mujeres, niñas o adolescentes que están suscritas a sus territorios”, Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA, 2019). Es así que estas pandillas que cuentan con miles de miembros tienen esclavas sexuales. Primero las violan los jefes y después el grupo, explica el antropólogo Juan Martínez: “Violentan el cuerpo de la mujer colectivamente con un protocolo, un orden jerárquico, primero el que tenga más poder, y progresivamente se van incorporando al ritual los más novatos” (Arce, 2014).

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Durante dos años ocurrió lo mismo en la casa de Sandra. Los pandilleros iban a buscarla para llevársela por algunas horas. Su mamá no quería dejarla salir, pero el miedo no le permitía hacer otra cosa: si no abría la puerta, ellos comenzaban a disparar.

Sandra ya no iba a la escuela. Elegida como esclava, no podía más que estar encerrada esperándolos. Cambió su carácter. Se hizo introvertida, inestable y hasta conflictiva, contó su mamá en el informe del UNFPA. Cuando cumplió 15 años, el líder se la llevó a vivir con él.

Un mes más tarde, los pandilleros volvieron a tocar la puerta de su mamá. Esa vez para decirle: “Su hija se envenenó y está muy mal” (UNFPA, 2019). Ella corrió a recogerla y la llevó al hospital, pero Sandra murió horas después.

Había tomado un insecticida, tenía nueve semanas de embarazo. Sandra compró el veneno el día que se quitó la vida. También se compró un vestido, zapatos y un moño negro que llevaba puestos cuando la encontraron.

Solo en el 2017 se registraron 108 suicidios, de los cuales 74 fueron por intoxicación auto-infligida (principalmente con herbicidas y pesticidas). Casi la mitad de las víctimas, un 42.59%, tenían entre 11 y 19 años (Herrera, 2017).

El panorama es todavía más complejo para las mujeres en un país violento como El Salvador, con más de diez años entre los primeros lugares del mundo en tasa de homicidio, donde el aborto está prohibido y el poder de las pandillas ejerce control social mediante la violación sexual, una práctica habitual y sistemática. Todo en su conjunto presenta un terreno que propicia el suicidio de niñas y adolescentes, como si esta fuese la única salida posible en un contexto de violencia extrema. Quitarse la vida pareciera ser un modo de adelantar un destino inevitable: “la mujer que queda atrapada en una pandilla se convierte en ‘jaina’, novia de pandillero, y muere tarde o temprano por una cuestión de control de la información. No pueden dejar testigos de sus actividades”, afirma el criminalista Israel Ticas (Arce, 2014).

La situación en El Salvador es tan compleja en este sentido, que cuenta con un recurso penal único en ALAC: “suicidio feminicida por inducción o ayuda”. Desde el año 2015, la Ley Especial Integral para una Vida Libre de Violencia para las Mujeres (LEIVLVM) castiga con 5 a 7 años de prisión a “quien indujere a una mujer al suicidio o le prestare ayuda para cometerlo” (art. 48). La LEIVLVM dispone sanciones

de 14 a 20 años de cárcel a toda persona que mantenga relaciones sexuales con una menor de 15 años y de 4 a 10 años si se trata de niñas de entre 15 y 17 años. De todos modos no existe evidencia de condenas bajo esta ley.

No sabemos cuántas puertas se golpearon a fuerza de pistola. Sandra no tenía otro lugar a donde ir: vivía con su madre porque antes era su padre quien la violentaba.

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