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Nacional
C RÓ N I CA, S Á B A D O 2 5 J U N I O 2 02 2
Crímenes sin resolver: ¿quién mató a los amantes de la calle de Lucerna? Cualquiera pensaría que, a mediados del siglo XX, las investigaciones policiacas se habían beneficiado de los procesos de ensayo y error, de los logros y descubrimientos técnicos de detectives de todas partes del mundo. Pero no siempre las cosas funcionaron a la perfección. Un doble homicidio, ocurrido en la colonia Juárez de la capital mexicana, así lo demuestra: entre descuido extremo y poca pericia, aquellas muertes nunca quedaron aclaradas, y nunca se identificó a los responsables. Historias Sangrientas Bertha Hernández historiaenvivomx@gmail.com
Los reporteros de nota roja de mediados del siglo XX tenían suficientes horas de vuelo para comprender la importancia de preservar indicios y huellas que condujeran a la resolución de los crímenes que diariamente se cometían en la ciudad de México. Pero lo que vieron aquel 13 de septiembre de 1959 sorprendió a aquellos hombres, curtidos por la constante visión de la muerte violenta: un doble homicidio de probable origen pasional, ejecutado con particular saña, y que, después de indagaciones e interrogatorios no pudo aclararse. Los asesinatos de quienes la prensa llamó “Los Amantes de Lucerna” siguen siendo un enigma de los archivos policiacos de México. Aquellos crímenes eran, para aquellos reporteros que todavía conservaban un dejo de vuelo literario heredado de los periodistas de épocas pasadas, un caso apetitoso, que recordaba historias tremendas de otros tiempos: una de las víctimas, Mercedes Cassola, mujer madura, para la época, rica y de intensa vida sentimental, personaje de las páginas de sociales, recordaba, a los memoriosos de las redacciones, el caso de Jacinta Aznar, asesinada veintisiete años atrás, en 1932. Mucho ruido se había armado entonces, y la fuente policiaca se había aplicado, desde el primer momento, en el seguimiento del caso, que fue resuelto con eficacia y que dio lugar a un macabro verbo para referirse a la “ley fuga”, “galleguear”, tal como se la habían administrado al asesino de Aznar, un hombre llamado Alberto Gallegos.
Pero el asesinato de Mercedes Cassola no estaba destinado a convertirse en uno de los éxitos de la policía de la ciudad de México. Por razones absurdas y de todos conocidas: no había, y nunca hubo, pruebas sólidas que condujeran a la plena identificación de los culpables de aquel doble crimen, cometido en una mansión lujosa de la colonia Juárez. ¿Por qué no había pruebas? Porque no bien se conoció en la capital aquel hecho de sangre, los curiosos que nunca faltan se dejaron ir en tropel a la calle de Lucerna. Llenaron las aceras, lograron penetrar al jardín. Los más audaces -o más desvergonzados- se pegaron a las autoridades que comenzaban a llegar a la escena del crimen, y unos cuantos pudieron ver, tendida en su lecho, el cadáver de aquella mujer, ultimada a puñaladas Pero con los curiosos y entrometidos llegó un raro torbellino de desorden, de caos dentro del caos que era ya el hogar de la mujer asesinada. Cuando la policía reparó en el daño que aquella entrada turbulenta de gendarmes, agentes de la policía judicial y autoridades había provocado, era ya muy tarde. No habría manera de resolver el caso. EL HALLAZGO, LA SANGRE, LA EQUIVOCACIÓN
Conforme a las instrucciones recibidas, María Luisa Monroy, una de las sirvientas de la casa marcada con el número 99 de la calle de Lucerna, tocó a la puerta de la alcoba de su patrona, la rica catalana Mercedes Cassola. Pero la señora no abría. La joven María Luisa, de apenas 19 años, reunió valor para abrir la puerta, esperando no recibir un regaño. Doña Mercedes salía de viaje, nada menos que a Las Vegas, y debía levantarse temprano para marcharse al aeropuerto. Pero cuando María Luisa penetró en la alcoba, la sangre se le heló: su patro-
na ya no iría a ninguna parte. Su cadáver estaba atravesado en la cama, boca arriba. Yacía en un enorme charco de sangre. El grito de María Luisa se escuchó por toda la casa. Acudió en su ayuda otra de las trabajadoras de la mansión, Amalia Martínez. El horror les nublaba la mirada. Del otro lado del lecho, en el piso, estaba el cadáver del amante de Mercedes, un hombre mucho más joven que ella, al que las muchachas conocían solamente como el señor Yicilio. Después, la prensa publicaría su nombre completo: Ycilio Massine. Aterrorizadas, las mujeres corrieron a la calle, pidiendo ayuda. Un vecino, compadecido de ellas, les permitió llamar a la policía. Poco después, empezaron a escucharse las sirenas de las patrullas, que empezaban a llenar la usualmente tranquila calle de Lucerna. Con las autoridades llegaron también los reporteros. Y atraídos por el escándalo, empezaron a aparecer docenas de curiosos que deseaban enterarse qué había ocurrido en la rica casa de la española Mercedes Cassola. Algunos reporteros contarían después que la mansión estaba convertida en una auténtica romería, a pesar de ser domingo. Policías e investigadores se movían por toda la casa en busca de las primeras pistas que permitieran aclarar el doble crimen, pero un extraño impulso caótico parecía dominar aquella casa: también, como si estuvieran en sus propios hogares, algunos de los mirones que habían llegado primero, se movían con entera tranquilidad husmeando aquí y allá. Algunos periodistas, veteranos en el arte de narrar la nota roja, se dieron cuenta de que algunos de aquellos desconocidos tomaban los objetos que les llamaban la atención, los examinaban a detalle y luego los dejaban en cualquier otro rin-
cón, sin fijarse mucho, y sin que nadie les llamara la atención. Después, alguno de esos reporteros señalaría que ese desorden contagió a las autoridades que se hacían cargo del caso: se contaría después cómo Fernando Romero, director de la Policía Judicial del Distrito Federal, tomaba cuanto objeto llamaba su atención, de los muebles del pasillo que conducía a la escena del crimen, y, sonriente, se los mostraba a los fotógrafos enviados por los periódicos, y, al menos en una ocasión, a los representantes de la jovencísima televisión mexicana. A ese hombre, como se dice en la jerga periodística, le encantaban los reflectores, y no perdía oportunidad de hacerse notar en los medios de comunicación. Lo que faltaba en aquella casa desdichada, visitada por la muerte, era un poco de orden, espacio para que los investigadores empezaran a hacer su trabajo. Pero el caos se disolvió hasta que llegó el entonces subjefe de la Policía del Distrito Federal, Raúl Mendiolea Cerecero, quien, al ver el desastre, pegó un grito: todos los que nada tenían que ver con los sucesos debían salir de la casa. Sólo así los curiosos y entrometidos regresaron a la calle. Encabezado por Mendiolea, se inició un recorrido más sereno, metódico, con el fin de obtener indicios del paso de los asesinos de Cassola y Massine. En el comedor se halló una botella de coñac, con tres copas. El equipo policiaco entró a la recámara de la víctima. Muros y muebles estaban manchados de sangre, y el desorden mostraba dos cosas: que las víctimas habían resistido el ataque de sus agresores, y que, después de matar a la pareja, los asesinos habían revuelto la alcoba, en busca de objetos de valor o dinero. Mercedes Cassola e Ycilio Massine habían sido asesinados a puñaladas, se aventuró como primera hipótesis. Al recoger el cuerpo de la rica española, se advirtió que también había recibido un fuerte golpe en el cráneo. No faltó quien volviera a recordar la triste suerte de Chinta Aznar. En un cajón de la mesa de noche, Mendiolea encontró dos boletos de avión, para salir de Mexico ese domingo 13 de septiembre. Detrás de una pesada cortina se halló una bolsa de tela gruesa que contenía las joyas de Cassola. El