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*Docente de literatura.
Gabriel Galiano Rangel* Puerto
El río o las memorias de la infancia
Siempre es necesario volver a la raíz; sentir la humedad en los pies del niño que aró esta tierra con la lengua (Retorno, pág. 28)
Cualquier abordaje social o filosófico que se haga a propósito de la infancia corre el riesgo de ser insuficiente, pero en las artes, la infancia está asociada, en palabras de Agamben: «a una experiencia pura»; es así como las referencias a ella en la literatura son abundantes. Proust, Cortázar, Némirovsky, Lispector; solo por mencionar a algunos autores, pudieron asomarse a sus recuerdos infantiles por la ventana de la memoria para construir una obra que evocaba los tiempos pasados, donde los olores, las risas y la vida misma tenían otro sentido.
La vuelta a los tiempos de la niñez es una categoría ampliamente abordada en la contemporaneidad; dentro de esta tendencia literaria se encuentra toda la poética de Félix Molina-Flórez, quien logra embarcar a sus lectores en un viaje por la memoria que termina en la infancia; donde residen los orígenes de la felicidad, marcados por los recuerdos del hogar y el abrazo materno. Esta recurrencia al pasado configura la propuesta estética de El río, el cuarto poemario publicado por el poeta ribereño.
Las imágenes de El río se suceden entre el pendular del tiempo. La dualidad pasado-presente, hombre-niño determinan la apariencia de los espacios. Pudiéramos pensar que el niño, con ojos puros, aprecia el viaje
eterno del río, siempre protegido por la presencia de la madre. El río que ve el infante es lento y brillante; el sol cae suavemente y enciende el verdor del monte; sus ojos otean el avance de la canoa que rompe la aparente quietud de las aguas grises. Aprecia la faena del pescador envuelto en el humo del tabaco. Escucha las historias del abuelo que vegeta en un taburete, transportado a lugares fantásticos donde no existe la muerte.
Navegábamos por el río: el camino regado en el agua los barrancos esperando la caída la brisa que intentaba entrar en la piel. (Tercer canto, pág. 15)
Pero ¿Cuándo termina la infancia? la de esta voz infantil acaba con el advenimiento de la muerte. “Una infancia hecha polvo” por la partida de la madre. Ahora, el río, el monte, el pescador, el barranco, los playones, tienen otro color. Los ojos del infante ya no contemplan la pureza de la vida; ha visto un rostro estático que ya no sonríe, unos brazos exangües que ya no aprietan, unas “manos de hierro” que han comenzado a oxidarse.
Pero las flores y las arboledas sucumbieron ante el incendio que trajo la muerte tus ojos arropados por la oscuridad tus hojas maquilladas por el formol tus brazos, nido quebrado
Solo la muerte pudo opacar el verde de tus ojos
Vuelto agua
Te canto de este lado del río.
(Canto final, pág. 25)
El péndulo golpea al presente y el hombre regresa sin el asombro de la niñez, cargando el peso de la orfandad sobre su espalda. El río, visto por los ojos del advenedizo se ha transmutado en un líquido oscuro. Las imágenes se repiten; de nuevo el árbol, el pescador, el abuelo, la garza, la canoa. La sensación de que nada ha cambiado se suspende en el tiempo, pero el hombre sabe que con su retorno no hallará lo que poseía en su infancia. Este nuevo río ha cambiado los espacios guardados en su memoria; se ha empecinado en esconder los peces y castiga igual que a él, al pescador que siente sus redes livianas al sacarlas de las aguas.
Con la esperanza camuflada entre el ropaje el hombre rema hasta la noche líquida. De lejos parece como si se tragara una luciérnaga cada vez que le da una bocanada al tabaco. Tira la telaraña al río y espera sobre la canoa que la vida se enrede. Despunta el día, y el incendio comienza a florecer. El humo del tabaco se diluye entre las nubes y en la canoa un silencio empieza a perpetuarse.
(Pescador, pág. 35)
Una sucesión de imágenes luctuosas recorre los ojos del hombre retornado: el dolor del abuelo, impaciente ante la tardanza de la muerte; la madre del ahogado masticando “la amarga tristeza que le esperaba”, el ahogado “tendido boca arriba con los ojos anegados”, el árbol enfermo que sostiene la figura esbelta de la garza, la abuela, moribunda, que implora “un poco de aire para sus pulmones endurecidos”.
El río es un ir y venir en el tiempo y el espacio signado
por los recuerdos del niño-hombre. Félix MolinaFlórez recrea imágenes, apelando a un estilo mordaz afianzado a lo largo de su obra poética. Este poemario sacude los tiempos de la infancia y es capaz de avivar las heridas de la niñez agazapadas en una memoria que se resiste al olvido.
La poética de Félix Molina-Flórez es potente y diáfana, habitada por retratos del pasado. La madre, la infancia y la orfandad constituyen la preocupación estética de este poeta que con El río se ha consolidado como una de las voces indispensables en la literatura cesarence contemporánea.
Para Érika
El agua canta entre los dedos
El verdadero viaje de descubrimiento no consiste en buscar nuevos paisajes, sino en tener nuevos ojos.
Marcel Proust
Ven, siéntate en la orilla y escúchame
Primer canto
No oirás el rumor de la lluvia que se fragua arriba ni el vuelo de la garza que incendia el cielo con su pico
Tampoco el rumor de este río que restriega su espalda contra las piedras escindidas por la brisa ni la mudez de aquella flor artificial que se perturba con tanto verde
Toma mi mano, salta y siéntate aquí: ¿Por qué escribir abrigo en las sábanas y luego huir al frío?
La imposibilidad de conocer esta respuesta es la vida: lo que fue; los sueños que se pelean en la memoria de donde brota esa enfermedad llamada infancia
Ni la inútil retórica puede ocultar el aroma de la tristeza colándose por los resquicios
Miras mi rostro y te detienes en estos ojos que asustados te abrazan
Tu ausencia me hiere el alma: he aquí un poco de su sangre coagulada Segundo canto
Tercer canto
1
Te quedas dormida con los hombros descubiertos
montículo en reposo
Desde el umbral observo tu espalda sin comprender aún que no seremos más que una infancia envejecida
2
Te veo abrazar el amor, en el suelo, como descansando la carne sobre una playa leprosa
Eras el aroma de una palabra amada imagen del signo que vuelve
3
Tu cuerpo derramado como sombra en el piso
La mirada oculta en los párpados
La sonrisa tímida que esconde una pequeña imperfección
la firma de quien pinta la noche sobre el espejo
El mar que se aleja y vuelve a traer la espuma
...y el vaso de agua añorando tu sed
En la orilla del mundo estoy esperando a los-viajeros-que-nunca-llegarán
Aimé Césaire
Siempre es necesario volver a la raíz; sentir la humedad en los pies del niño que aró esta tierra con la lengua.
Volver al río y sumergir la cabeza en la profundidad Imaginar cómo el Leviatán enorme e inútil se pierde en el marrón.
Volver a la superficie y ver el cielo cambiar el color de sus ojos
Sentir los gemidos de un sol que es tragado por la línea.
Volver al árbol que todavía tiene los brazos abiertos.
La casa
Me estremecen las paredes derruidas, los rincones maltrechos por los que transitó la esperanza de aquel niño que fui entre sus vísceras.
Los pasillos, la lejana sensación de las piernas que aún no sostienen la fe.
La madre que se aferra a la lluvia, la muerte que se esconde bajo la cama, el padre que alimenta con su sudoroso silencio el hambre de esa noche.
Esta casa melancólica no recuerda que mis huesos temblorosos se perturban cuanto la miro a los ojos.
Ni la madre, ni el padre, ni el niño saben que un pedazo de esa casa aún habita entre la sangre.
Y el niño, con los ojos cerrados, los detalla desde adentro con la mirada encendida.
El espejo ondea la espalda
las nubes parecen marearse
Ríen, desnudas, las piedras
La espuma besa la raíz que se aferra con las uñas para huir del
Veo tu rostro en mis aguas y me sacio a b i s m o
Fotogramas de un día lluvioso
El día llegará y en los mares inmensos no veré más mis campos fértiles
Javier Heraud
Lluvia
Con la lluvia y el sol el cielo canta en la tierra Hölderlin
La gota hiere el polvo: Lázaro empieza a mover la raíz
La piedra soporta la quietud en la sombra de su carne
Ingenua lluvia cae frente al sol que recula ante el relámpago
¡Canta el verde!
Macondiano
La vida nos alumbra en una playa lejana.
La lluvia humedece los pastizales que nos crecen adentro, para que la muerte los arranque de raíz.
Y con los huesos rotos intentamos secar las alas en el sol.