Viaje a parís 2013

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Es frecuente oír sirenas de policía en París. Sobre todo al atardecer. Uno se acostumbra a percibirlas como un sonido lejano y familiar que se va aproximando por los largos bulevares del distrito 13, hasta que tras un instante de estruendo bajo la ventana pasan de largo y vuelven a perderse. Hasta la siguiente sirena. Nuestro distrito está situado en lo que podría ser el comienzo de la periferia de París, aunque sus calles se relacionan con las que forman los distritos del centro como si fueran el final del trazo de un tiralíneas. La arquitectura de los bulevares céntricos también se percibe aquí, al menos hasta la Plaza de Italia, verdadero punto céntrico desde el que irradia el resto de avenidas y donde se encuentra el Ayuntamiento del distrito. En la propia Plaza unas torres anuncian un larguísimo centro comercial que augura otro tipo de edificaciones y da la bienvenida a la periferia de París. La verdadera. Las calles están limpias. El primer día nos sorprende no encontrar ningún contenedor de basura. Acostumbrados como estamos a las hileras de contenedores multicolores por todas las esquinas de nuestra ciudad, nos inquietamos por no saber dónde tendremos que depositar los restos durante los siete días que vamos a estar aquí. Hasta que los encontramos en el patio interior de nuestra casa, adonde se accede desde el portal. Se supone que los vecinos dejan ahí los desperdicios y un encargado de cada inmueble, al atardecer, una hora antes de que pasen los servicios de limpieza, lleva los contenedores al exterior para que puedan ser recogidos, para retirarlos inmediatamente después a su sitio. Así que a esas horas lánguidas del atardecer se mezclan los ruidos de los camiones de recogida con los de las sirenas de la policía, alterando la placidez de unas calles casi desiertas a la hora de cenar. En las calles de nuestro distrito es fácil darse de bruces con mendigos, desarrapados de la vida y moradores de la calle. Incluso puede dar la impresión de que forman parte de la existencia cotidiana de las calles, a juzgar por los saludos que se intercambian con algunos habitantes del barrio, como si se reconocieran de todos los días. Es desconcertante. Uno no sabe si el resto de la población los ignora educadamente o si los admite como parte de su geografía humana. Hay una mujer en el cruce de la avenida Gobelins con nuestra calle, de la Reine Blanche, sentada desde primera hora de la mañana en la parte metálica que circuncida uno de los árboles; una mujer gruesa vestida de negro, descalza, a veces tumbada directamente en el suelo, normalmente acompañada de una niña de unos cuatro años, de vez en cuando con un crío de unos diez años y mirada fija y dura. La mujer apenas hace un gesto cuando pasamos junto a ella, camino de la estación de metro que hay diez metros más adelante o de la avenida que nos conduce al centro de París. Durante el día será habitual encontrarse con otros: algunos sentados a la puerta del Carrefour del Boulevard Saint-Marcel, rodeados de botellas y bolsas viejas; otros tumbados en un banco, dormidos de cara al sol con uno de sus brazos extendido haciendo de almohada, ofreciéndose a los transeúntes como si nada; alguno hecho un ovillo al atardecer, apoyado contra la puerta de un cajero automático. En el centro de París, a apenas media hora a pie de donde vivimos, el ambiente parece otro. No debemos olvidar que somos turistas, y que hemos venido a pasar siete días a la


ciudad con mayor número de turistas de todo el mundo. Así que, a pesar de que hemos estado en varias ocasiones aquí de vacaciones, y de que este año nos hemos propuesto evitar los museos y atracciones que mayor afluencia provocan, sabemos que en algunos casos nos tocará hacer larguísimas colas.

Por ejemplo en la torre Eiffel. La torre Eiffel se merece otra visita, una más, esta vez nocturna y, a poder ser, con asalto a la punta de la torre. Si nos bajamos del metro en la estación de Trocadero tendremos la oportunidad de acercarnos a la torre atravesando grandes explanadas y escalinatas que conducen a varios museos de esos con arquitectura algo ostentosa, como el Naval o el Museo del Hombre. La perspectiva desde allí sigue siendo imponente. En sus escaleras cientos de turistas aprovechan para descansar; algunos se hacen las típicas fotos en las que intentan jugar con la figura de la torre Eiffel, al fondo: haciendo como que la empujan, como que la sujetan con los dedos de una mano. En fin. Todos parecemos ocupados en la tarea de inmortalizarnos con la torre al fondo, solos, en pareja o en grupos, normalmente colocando la torre a un lado de la imagen y a nosotros en el centro, o al revés, con suerte sin nadie que irrumpa en la instantánea porque pasaba por ahí o porque también él estaba haciendo su fotografía, y que no aparecía en el visor de la cámara justo al


oprimir el botón pero que se metía como surgido de la nada medio segundo más tarde, en el instante preciso que la imagen se disparaba. Nadie parece hacer caso a los muchos policías y militares que también pasean por la zona aparentemente sin nada que hacer.

La visita a la punta de la torre tampoco será posible este año. Esperamos más de una hora de cola para acceder a uno de los cuatro ascensores de la planta baja, el de la cara este. Cuando llegamos a la taquilla, ya ha anochecido. El hombre que nos atiende nos explica amablemente que no merece la pena comprar el ticket para acceder a la punta, que tengamos en cuenta la espera que hemos hecho aquí abajo y la multipliquemos por las cuatro colas de acceso para suponer lo que nos podemos encontrar en el ascensor del segundo piso para acceder a la punta. “Lo de hoy es impresionante”, nos dice. Hoy es 5 de agosto. Lunes. De todos modos, el cansancio de la espera se difumina cuando llegamos al segundo piso y contemplamos el París nocturno desde todos los ángulos posibles. La torre está iluminada y, cuando da la hora exacta, se encienden unas lucecitas blancas intermitentes que provocan el ¡oh! unánime del público y me hace recordar cuando Clarín escribía que la torre de la catedral de Vetusta, iluminada en fiestas, tomaba los contornos de una enorme botella de champaña. Con todo, la vista es impresionante, y la contemplación de los puntos estratégicos de París iluminados nos da la impresión de que no es en absoluto una ciudad extraña, de que enseguida puede uno familiarizarse con sus cuatro puntos cardinales como si de verdad hubiera crecido aquí.

A los

parisinos debe de resultarles muy entretenido el trajín desordenado de turistas por su ciudad. En los bistrots y en las brasseries es común encontrar las mesas de la calle que dan directamente a la acera con solamente dos sillas en lugar de cuatro. Esas mesas raramente son ocupadas por parejas o por quienes se han citado allí para conversar o pasar la tarde, no. Las


de la primera fila suelen ser ocupadas por hombres solitarios. Desde ahí nos observan con un aire ocioso y divertido, supongo, con un deje de ironía que percibe el paseante y que, por encima de la irritación superficial que le aflora en esas circunstancias, llega a intentar entender poniéndose en su piel. Esa curiosidad persiste en los lugares donde los parisinos no esperan encontrar más que a los vecinos del barrio, como puede ser en el supermercado o en la floristería o en el portal donde tenemos el estudio que hemos alquilado. No ocurre así en el metro, donde cada cual va presuroso con un objetivo en el que no caben mínimas distracciones o curiosidades pasajeras. Es paradójico, pero es en los vagones calientes y atestados del metro donde uno siente que pertenece, de alguna manera, a un ámbito propio y común al del resto de los pasajeros de París: el que define la indiferencia de todos hacia todos.

Pero no debemos olvidar que en París somos turistas. Recuerdo a Jesse, el

protagonista de Antes del atardecer, que en un momento del film se empeña en viajar en un bateau-mouche. Celine, la protagonista parisina que le acompaña y le guía por algunos de los lugares de la ciudad, se muestra reacia en un principio ya que nunca ha paseado en uno. Posteriormente, mientras pasan bajo los puentes de París y divisan Notre-Dame, al fondo, se manifiesta encantada con la experiencia. Y quién no, si pueden pasear en un bateau sin apenas gente y pueden hablar de su historia de amor interrumpida y extasiarse con las vistas sin que nadie les moleste. Otra cosa sería viajar en uno de la empresa oficial de bateau-mouches, de dos pisos, abarrotado de japoneses que se mueven por la cubierta como pollos sin cabeza, con la intención de sacar fotografía a todo y desde todos los ángulos.


Con todo, el viaje tiene momentos mágicos que remiten a escenas de ciertas películas que son difíciles de olvidar. Ya que estamos con Antes del atardecer, es en el bateau-mouche donde Jesse le plantea a Celine la pregunta central de la película: ¿qué hubiera pasado si los dos hubieran acudido a la cita de Viena, seis meses después de conocerse, tal como se habían comprometido en Antes del amanecer, la película anterior? Es el tema del amor y del paso del tiempo y de cómo éste erosiona los sentimientos, presente en las tres películas del ciclo. Jesse se rebela ante la imposibilidad de volver la vista atrás y vivir lo que entonces no vivieron, y todo ello bajo los puentes de París. El amor también está presente en Los amantes del Pont-Neuf. Un amor fou, desgarrado, al límite, con una Juliette Binoche andrajosa y casi ciega que vive en torno al puente más antiguo de París –y uno de los más bellos- una historia que también podría ser calificada de romántica. Por cierto, el puente que aparece en la película no es el real ya que, ante la imposibilidad de cerrarlo al tráfico para rodar las escenas del film, construyeron una réplica que casi arruinó a los productores.


También el amor y el azar (o el destino, como lo llamaba Celine en Antes del atardecer) guían al protagonista de Midnight in Paris, la película de Woody Allen cuya escena final reúne a Owen Wilson con la que será su amor en el puente Alexandre III. Ésta es una historia amable, limpia, en las antípodas de la que Binoche vive en el Pont-neuf. Owen Wilson no deja de sonreír desde que llega a París y sabe que está en la ciudad que puede definir lo que él desea en la vida; y sigue sonriendo cuando, libre de las intromisiones de los pijos que le acompañan, intuye que puede conseguirlo. Esa sonrisa bobalicona le acompaña hasta la escena final del puente Alexandre III, donde encuentra el amor. En realidad es difícil viajar en el bateau y no ceder a esa sonrisa que viene a decir que en este mundo algunas cosas –como decía Jorge Guillén- están bien hechas. A pesar de los turistas japoneses. Las primeras imágenes de Antes del atardecer anticipan los lugares de París por donde más tarde pasearán Jesse y Celine mientras agotan las pocas horas que tienen antes de que despegue el avión de Jesse, rumbo a Estados Unidos. En realidad los lugares por los que transcurre la historia no están tan próximos entre sí como sugiere el paseo de los protagonistas. Pero así es el cine. En primer lugar está la famosa librería Shakespeare and Company. Una planta baja y un nivel superior abarrotados de estanterías y libros, en aparente desorden, con pasillos casi imposibles y pequeñas e incómodas estancias: en una de ellas hay gente sentada en pequeñas


butacas, leyendo; en otra un hombre toca el piano ante el silencio respetuoso de los que pasan por allí.

A continuación el llamado Promenade Plantée: un antiguo viaducto ferroviario convertido en un paseo ajardinado por encima del tráfico que viene desde la plaza de la Bastilla. Y desde ahí al bateau-mouche, varias estaciones de metro más tarde.


Si uno está tentado de emular al protagonista de Midnight in Paris y durante sus vacaciones quiere buscar los rincones literarios que sus intelectuales favoritos frecuentaron en París y –quién sabe- conseguir revivir sus momentos mágicos en su compañía, puede intentarlo. Algunos sitios se conservan aún intactos, y ofrecen la ilusión de poder hacer realidad cualquier sueño. Creo que, por encima de cualquier mitificación, en eso consisten algunas ciudades –pocas- como París. Puede por ejemplo adentrarse en Le Procope, el café más antiguo de París, fundado nada menos que en 1686. Rousseau, Diderot, Voltaire y otros impulsores del enciclopedismo frecuentaron este café decorado con mobiliario de la época.


Pero realmente hace falta mucha imaginación para compartir esos instantes literarios si uno no es Owen Wilson. De lo contrario, uno se enfrenta a templos turísticos de obligada visita en los que es muy difícil imaginar cualquier aventura literaria. Pero podemos intentarlo, no hay duda: Montmartre, el barrio Latino, Saint-Germaindes-près, Montparnasse… Hay donde escoger. Si queremos intentar nuestra transfiguración artística en este último barrio, podemos comenzar por los cafés –hoy brasseries- en su día frecuentados por grandes artistas del siglo XX. Le Dome fue inaugurado a finales del siglo XIX en el Boulevard Montparnasse. Unos años más tarde, a veinte metros del anterior, abrió La Coupole con la clara intención de hacerle la competencia. Por allí pasaron Picasso, Modigliani, Hemingway, Sartre, Simone de Beauvoir, Camus… Los dos cafés llaman poderosamente la atención sobre los cientos de brasseries de la zona, por su exuberancia, las luces exteriores y, ya dentro, la decoración art-dèco.


Queda la opción de honrar las tumbas de gran parte de ellos en los cementerios de Montparnasse y de Le Père-Lachaise. En el primero están enterrados los existencialistas anteriormente citados, además de Julio Cortázar. El cementerio de Le Père-Lachaise es inmenso, encantador… y puede provocar que des vueltas sin parar a, por ejemplo, la estrecha avenida 25 jurando que aquí mismo está la tumba de Molière sin encontrarla. Intentas confirmar el punto exacto en el plano del cementerio; buscas cualquier inscripción con el nombre quizás de Jean Baptiste Poquelin, verdadero nombre de Molière; esperas a que te guíen otros visitantes; piensas que vas a conseguirlo cuando ves que se aproxima un grupo de unos treinta turistas encabezados por un guía francés enfático y parlanchín, aunque tus esperanzas se esfuman cuando le ves situarse frente a la tumba cercana de Gilbert Becaud y, tras una prolija disertación, animar a todos a cantar L’amour est mort frente a su lápida. Es entonces cuando uno se rinde y sale del cementerio convencido de que el turismo funerario sólo sirve para los sarcófagos egipcios del Louvre y, tal vez, para Victor Hugo, Emile Zola, madame Curie y los grandes ilustres que como ellos están enterrados en el Panteón. Al salir del cementerio, y mientras arrojamos el plano del cementerio a la papelera, pensamos que lo único que conforta al turista es la sensación de haber pasado la mañana en uno de los grandes espacios verdes de la ciudad, junto al Jardín de Luxemburgo o el Bois de Boulogne. Por cierto, el plano valía dos euros y medio.


El nombre de Julio Cortázar –cuya tumba es de las más visitadas en el cementerio de Montparnasse, tal como nos dijo un francés que pasaba por allí y que no se aclaraba muy bien al querer destacar la gran presencia en ese lugar de hispanos, o españoles, o argentinos, o tal vez latinoamericanos todos- trae a la memoria a los escritores que han hecho de París el lugar protagonista de algunas de sus novelas, en las que el joven hispanoamericano confía en convertir sus sueños en realidad. Por supuesto tenemos a Oliveira, el protagonista de Rayuela del propio Cortázar, que al principio de la novela vislumbra la “silueta delgada” de la Maga en otro puente famoso de París, el Pont des Arts. Famoso no tanto entonces como hoy en día, a juzgar por la cantidad de candados dejados por amantes que se juran amor eterno y arrojan luego la llave al Sena. Si a algún turista no se le ha ocurrido traer a París el candadito no debe preocuparse, lo venden a tres euros en las tiendas de alrededor; otra cosa es que encuentre hueco donde colocarlo.

Tampoco podemos olvidar al peruano Martín Romaña, de Alfredo Bryce Echenique, que viaja a París convencido de que vivirá lo que Hemingway había narrado como una fiesta. O al protagonista de La tía Julia y el escribidor, de Mario Vargas Llosa, convencido de que, si uno quiere ser escritor, ha de vivir en París. O, en fin, al Ricardo Somocurcio de Travesuras de la niña mala, del mismo Vargas Llosa, que se encuentra con su Lily –o como verdaderamente se llame- del alma por las calles de París como si fuera lo más normal si uno está viviendo e integrado en ese escenario mágico.


Hay lugares en París donde un visitante ocasional puede tener la ilusión de compartir las costumbres cotidianas de los parisinos. El Jardín de Luxemburgo, por ejemplo, no es sólo un jardín. Ni la sede majestuosa del Senado francés. Es sobre todo uno de los lugares más bellos que la ciudad ofrece para el descanso, el pic-nic, la conversación, los juegos infantiles, la música o incluso para navegar por su estanque. Los parisinos utilizan a su antojo los cientos de sillas metálicas que hay para comer entre amigos, utilizar el ordenador o el móvil durante el descanso laboral del mediodía o dormitar al tibio sol –el de hoy- de agosto. Hay otros ejemplos que muestran claramente el intento municipal por que los parisinos conquisten el espacio público de su ciudad: la playa urbana en que se han convertido algunos márgenes del Sena, el éxito del uso de la bicicleta por la ciudad… Pero es el jardín de Luxemburgo donde uno imagina el mejor remanso para vencer el estrés y la dureza cotidiana que es vivir en ciudades como París.

Le Bois de Boulogne es la segunda opción para escapar del mundanal ruido. Situado al oeste de la ciudad, está quizá demasiado apartado como para que los parisinos puedan sentirlo como propio de su quehacer cotidiano, como quizás ocurra con los neoyorkinos y su Central Park o los londinenses y su Hyde Park. Y sin embargo, es bastante más extenso que los dos. Se puede acceder tras conocer los grandes recintos deportivos de París: el Parque de los Príncipes en primer lugar, el estadio del Paris Saint Germain de fútbol, el Stade Roland Garros de tenis y el Hipódromo de París, situado en el mismo linde con el Bosque. Hay kilómetros para


andar en bicicleta o a caballo, estanques donde remar o pescar. Y sobre todo una sensación de soledad como nunca se va a sentir en todos los días de viaje.

Nada tiene que ver lo anteriormente descrito con la zona de Les Halles. Allí también podemos sentirnos parte de la geografía humana de París, pero esto es otra cosa: para empezar el torbellino de la inmensa estación del metro; a continuación el caos bullicioso de las calles, abarrotadas ya a primera hora de la tarde del sábado por cuadrillas de quinceañeros, experimentos de tribus urbanas, buscadores de la ropa más siniestra y simples curiosos; un poco más allá uno se da de bruces con la iglesia gótica de Saint Merry, al lado de la cual un inmenso dibujo de Dalí en una pared aconseja burlonamente un respetuoso silencio, todo ello ante una plaza llena de gente; y para finalizar el centro de Arte Moderno Pompidou, espectacular en su arquitectura y en el ambiente febril que lo rodea en su explanada: turistas tirados sin ningún pudor, dibujantes de caricaturas, estatuas humanas, cuadrillas de amigos… incluso una mujer que baila desaforadamente en silencio delante de su pareja, que la graba en vídeo. Todo como síntesis de una diversidad cultural en la que no parece importarle a nadie qué has venido a hacer tú a esta parte de París.



Dejar París se parece bastante a la expresión de “volver a la realidad”. Uno se queda con la certidumbre de que, como Umbral decía de Madrid, París es en sí un género literario. Y de que es uno de los pocos lugares donde muchos han modelado sus sueños de juventud y han intentado, como decía Charles Baudelaire, conseguir ser “sublimes sin interrupción”.

Queda el recurso de acercarse a la iglesia en cuya escalera se sentaba Owen Wilson a esperar el Peugeot Landaulet de 1920, que le transportaría a su edad dorada en Midnight in Paris. Las escaleras pertenecen a la iglesia de Saint Etienne du Mont, situada junto al Panteón. Puede uno quedarse sentado allí, mirando en dirección a la rue de la Montagne Sainte-Geneviève y dejar pasar el tiempo. Eso sí, cuando lo único que vea pasar sea un Renault Twingo pensará que ahora sí, que ha llegado la hora de dejar París y regresar.


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