No vuelvas a llamarme princesa

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…Y parecía una rosa asomada a su ventana… Ay, corazón, le decía su novio… Ay, corazón, al mirarla tan guapa… Ángel sabía que cuando mamá cantaba aquella canción era porque estaba muy triste. Ignoraba cómo lo sabía; el conocimiento de ese hecho había ido penetrando en su mente a lo largo de años y años de escucharla. Escucharla cantar por la mañana –o, si la cosa había sido demasiado grave, por la tarde- después de una de aquellas noches en las que tenía que recurrir al juego para no enloquecer. Ángel sabía que, con veinte años, no tenía sentido seguir jugando al juego. Pero él seguía. Había supuesto que la terapia lo salvaría de todo mal, como un conjuro que recitas y te libra por sí solo. Alba quería que fuera a hablar con Alejandro. ¡Alejandro, Alejandro, como si fuera Dios, como si lo supiera todo! (sin duda más que tú aunque solo sea porque es más viejo, se chanceó el duende) Ángel se había dado cuenta de una cosa muy importante: si bebía, tarde o temprano el alcohol se convertía en ira que pedía salir y golpear. Si estaba en la calle, podía acabar en una pelea con cualquiera. Si estaba con Alba… podía ser muy peligroso. Si estaba en casa… Ay, ay, ay, ay, no te mires en el río… (pero papá está de turno de noche, ¿no?, se informó el duende. Entonces, ¿por qué está tan triste mamá?) Ángel se echó sobre la cama bocabajo y enterró la cara en la almohada. Ay ayayay… que me haces padecer. Porque tengo, niña, celos de él… Podía jugar al juego. O podía recordar cosas tan malas como lo de mamá, cosas que le dolieran tanto a él como la cara de Alba cuando le dijera aquello “tan feo”.

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