La reina sol

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La Reina Sol

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seguía dolorido. No había tenido tiempo de consultar al ginecólogo. Su último visitante había sido el embajador Hanis. Se había mostrado mucho menos tranquilizador que el «divino padre» Ay sobre el porvenir del príncipe Tutankatón. La posición de Horemheb le parecía lo bastante fuerte como para no aceptar compromiso alguno y obligar a la princesa a doblegarse ante sus puntos de vista. Ella misma se sentía, ahora, mucho más vacilante. Mañana debería pronunciar ante el gran consejo el nombre del futuro faraón. Elegir a Horemheb era devolver a Egipto todo su esplendor, instalar en el trono a un verdadero jefe de Estado. Era también condenar a Tutankatón a la reclusión, al exilio o a algo peor todavía. Pero ¿acaso la primera exigencia no era evitar un conflicto entre egipcios? Cansada, sintiendo un zumbido en las sienes, Akhesa se sentó al pie de una acacia, deseando gozar del frescor de su sombra. -No os mováis y no os deis la vuelta -ordenó a su espalda una voz grave-. Tengo que hablaros. -¿Por qué no habéis solicitado audiencia? -se extrañó. -No me habríais recibido. Aquella voz... Akhesa la conocía. Sólo su cansancio le impedía reunir sus recuerdos e identificarla. -Hablo en nombre de los obreros y los artesanos, en nombre de los humildes a quienes tan poco frecuentáis y que tan mal conocéis. -Os prohíbo que... -No me interrumpáis, princesa. Tengo prisa. He burlado la vigilancia de los guardas para entrar en este jardín y puedo ser detenido en cualquier momento. -Si yo lo ordeno. -No tengo confianza alguna en vos. Sois ambiciosa y orgullosa. Pero la suerte de nuestro país está ahora en vuestras manos. La gente humilde ha sufrido bajo el reinado de vuestro padre. Elegid al príncipe Tutankatón como faraón. Deseamos que sea él quien reine. Por fin le había reconocido... Era la voz del escultor Maya, de aquel hombre rugoso, de impresionante potencia, que tan mal le había recibido en su taller y que seguía detestándola. Maya, que tenía el oído del pueblo. -¿Por que apoyáis a mi esposo? -Porque me dio de comer cuando tenía hambre. El dueño de mi taller me había despedido porque no nos entendíamos. Mi mujer estaba enferma. Yo tenía que alimentar a mis hijos. Me vi obligado a mendigar pan, a tender la mano. El pequeño príncipe Tutankatón pasó en su silla de mano. Me vio, a mí, un infeliz al borde del camino, y se detuvo. Era sólo un niño de cinco años, pero su mirada era la bondad personificada. Me preguntó si tenía un oficio. Le respondí la verdad. Entonces, llamó a uno de sus servidores para que me condujeran a los talleres del palacio de la reina madre. Encontré allí a los mayores escultores. Trabajé noche y día para aprender el oficio. Desde entonces, nunca he vuelto a pasar hambre. Tengo una deuda con Tutankatón y estoy decidido a pagarla. Quien intente perjudicarle me encontrará en su camino.


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