La reina sol

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La Reina Sol

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Aquella noche, el sueño de la princesa era tan profundo que hubiera sido necesario un gran ruido para despertarla. La pequeña sirvienta de doce años que entró por una de las ventanas y avanzó descalza por el enlosado, golpeó con el codo una silla baja. Tras comprobar que la respiración de la durmiente seguía siendo regular, llevó a cabo la misión que su señora, Meritatón, le había confiado: robar un espejo en forma de llave de la vida y un vestido plisado. Akhesa se sentía maravillosamente bien. La primavera era su estación preferida. Su luz le proporcionaba nuevas energías, unas formidables ganas de vivir y de ser ella misma. Flotaba en el aire ligero un inefable deseo que los poetas sabían cantar muy bien, celebrando la unión de las dos orillas y el matrimonio del cielo con la tierra. Sin embargo, no gozaba, como de costumbre, de la admirable vista que descubría desde los jardines colgantes del palacio. El extraño mensaje que le había transmitido su sirvienta nubia llenaba en exceso su espíritu como para que pudiera saborear el verde traslúcido de los campos, el brillante azul del cielo, el fulgor de las aguas del Nilo. Un papiro sellado contenía algunas palabras casi ilegibles, escritas a toda prisa y firmadas por la mano del príncipe Semenkh, el esposo de Meritatón. Le rogaba que le visitara aquel mismo anochecer, cuando el sol se pusiera en el patio interior situado ante sus aposentos privados. Irritada por la torpeza de la nubia, que había extraviado su espejo y un vestido plisado que le gustaba mucho, Akhesa experimentaba una vaga angustia. ¿Tenía que acudir a casa de Semenkh? ¿Qué peligro corría? Si el marido de su hermana deseaba tanto verla, era sin duda para hacerle confidencias. ¿Debía escucharle a fin de obtener inesperadas informaciones? Por otra parte, sentía curiosidad, ese goloso sentimiento insaciable que no la dejaría en paz hasta estar satisfecha. Akhesa atravesó los jardines, trepando con agilidad por las más escarpadas pendientes. Se aseguró de que nadie la hubiera seguido antes de aventurarse por el patio interior, donde el príncipe Semenkh, como cada tarde a aquellas horas, dirigía una plegaria al sol poniente con las manos levantadas hacia el occidente del cielo. Semenkh tenía el rostro sumamente delgado. Sus ojos estaban clavados en un punto lejano y no se apartaban de él. Permanecía tan inmóvil como una estatua. Su lúgubre tez le hacía parecer un genio del otro mundo, dispuesto a devorar a los viajeros que ignoraran la contraseña. Akhesa pensó conmovida en su hermana. ¡Qué desgraciada debía de ser con semejante hombre! Avanzó en la penumbra. Semenkh no reaccionó. Ella se aproximó. Él volvió lentamente la cabeza en su dirección -¡Cómo os atrevéis a interrumpir mi plegaria! -se indignó. -Porque me lo habéis pedido -respondió Akhesa. Semenkh, intrigado, frunció las cejas.


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