Biografia de mi cancer

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tocándome las manos. Me hablan. Me dicen —se dicen— que voy a estar bien. Yo no hablo, porque me dijeron que no hablara, pero —voy a repetir esto hasta que me lo crean— no me siento al borde de la muerte. Sobre ese punto el acuerdo no es pleno. Mis glóbulos blancos siguen en problemas, hace 24 horas que me mandaron poner el Neupogén y me amotiné, uno de los médicos que me miran, me tocan y me miden dice que las llagas de la boca las tengo hasta el estómago. Me dan una habitación chiquita, con vista a una pared sucia. La doctora de piso hace otra vez todo el examen y pregunta dónde están mis padres. Le digo que hable con Olga y parece que no entiende. Le digo —no me siento al borde de la muerte, soy enérgica— que soy mayor de edad, que no estoy a cargo de mis padres y que tiene que considerar a Olga como mi marido. Su homofobia es mucho mayor que su respeto por la paciente, así que sale y, con sadismo médico, les dice a mis padres que mi vida corre peligro. Dormimos en el sanatorio. Llevo doce horas internada y una enfermera pregunta si ya me pusieron el Neupogén, al que he dejado de resistirme aunque mi doctor sigue de viaje. No. Nadie ha vuelto a hablar del Neupogén, aunque la indicación sigue en pie. La enfermera averigua y vuelve diciendo que esperan la autorización de la prepaga. Mientras tanto, llega la nutricionista. Es simpática, una chica que debe haber usado dos colitas en la infancia. Empieza muy jovial, preguntando qué comida me gusta, como si la cocina 112


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