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GAlleta china 06 REVISTA DE ARTE & PROPAGANDA EDITADA POR CASA VECINA AÑO 2 NÚMERO 6 DISTRIBUCIÓN GRATUITA

DE VACAS, ARAÑAS Y OTRAS PLAGAS ESCULTÓRICAS LEV ALARCÓN

TODA CREACIÓN ES UN PLAGIO LUIS ALBERTO AYALA BLANCO

LAS COSAS COMO SON (Y COMO NO SON) JOSÉ ISRAEL CARRANZA

INFORMALIDAD Y PIRATERÍA ANA ELENA MALLET

PÁGINAS INVERTIDAS SIEMPREOTRAVEZ DIEGO TEO

DOS O TRES CAMINOS —ENTRE OTROS POSIBLES— PARA ENTRAR O SALIR DE ALIAS GABRIEL WOLFSON

ALMAS PERVERSAS ROMÁN LUJÁN

UN DÍA EN LA CIUDAD MÁS CULTA DEL PLANETA JOSÉ LUIS PESCADOR

ARTE GUSTAVO ABASCAL

INVIERNO 2011


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Editorial Luis Felipe Fabre ekaterina álvarez romero Editores

daniela rocha diseño

hernán bravo varela iñaki bonillas fracisco de la mora ana elena mallet María minera consejo editorial

ilustra este número gustavo abascal arte

"bocinas", 2011, Tinta sobre papel, portada "Ady", 2011, Tinta sobre papel, p. 3 "repeat after me it’s over", 2011, Tinta sobre papel, p. 5 "I is for innocence", 2011, Tinta sobre papel, p. 6 "Hoodie roja I", 2011, Tinta sobre papel, p. 9 "Hoodie roja II", 2011, Tinta sobre papel, p. 10 "As fake as the man on the moon", 2011, Tinta sobre papel, p. 13 "Stages of like", 2011, Tinta sobre papel, p. 14-15 "Gato origami", 2011, Tinta sobre papel, p. 21 "Basurero", 2011, Tinta sobre papel, p. 22 "rana origami", 2011, Tinta sobre papel, p. 24 Agradecemos la colaboración y el apoyo de la galería de arte contemporáneo "TalCual" y Andrés Arredondo por permitirnos reproducir la obra del artista Gustavo Abascal para este número 7 de la revista. www.artetalcual.com

directorio Christiane Hajj Aboumrad Programa de Gestión, Promoción y Difusión Cultural / fundación del centro Histórico de la Ciudad de México A.C.

Julián Monroy Administración / Fundación del centro Histórico de la Ciudad de México A.C.

tania ragasol Coordinación artística / casa vecina-espacio cultural / fundación del centro Histórico de la Ciudad de México A.C.

Sara Hidalgo coordinación técnica / casa vecina-espacio cultural / fundación del centro Histórico de la Ciudad de México A.C. galletachina@fch.org.mx

información de contacto

GALLETA CHINA es una publicación cuatrimestral de Casa Vecina-Espacio Cultural de la Fundación del Centro Histórico de la Ciudad de México A.C. Distribución gratuita. Certificados de licitud de título y de licitud de contenido en trámite ante la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Número de Certificado de Reserva de derechos de uso exclusivo No. 04-2010-012917222500-101 otorgado por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Casa Vecina-Espacio Cultural. 1er Callejón de Mesones 7.Centro Histórico, 06080. México D.F. (52 55) 5709.1540 / Fax (52 55) 5709.1118. www.casavecina.com El contenido de los artículos es responsabilidad exclusiva de los autores. Todos los derechos están reservados. Queda prohibida la reproducción parcial o total del material publicado sin consentimiento por escrito de los editores. El tiraje total es de 5,000 ejemplares.

dad, ca es la ver n u n te r a l “E ” omentos… pero hay m ilán Eduardo M


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“pueden masticarte, pero tendrán que escupirte”. mcnulty The Wire


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galleta china

oráculo editorial

2

No es ningún secreto. Uno de los sonetos más conocidos de Góngora termina así: “...en tierra, en humo, en sombra, en nada”. Se trata también de uno de los versos más imitados de la poesía de la época. Incluso Sor Juana Inés de la Cruz termina de manera muy similar un soneto igual o más conocido: “...es cadáver, es polvo, es sombra, es nada”. Podría decirse que no solo lo imita, sino que lo mejora. De eso se trata precisamente la tradición, y en última instancia, la cultura: imitaciones, apropiaciones, variaciones, mejoras. Y ahora diríamos también: sampleos, intertextualidades, revisitaciones, remakes, covers, pastiches, versiones, intervenciones, robos, plagios, piraterías. El asunto del copyright, claro, y las demandas. El culto a la originalidad (tan a la baja) y a la privatización (tan a la alta). Lo que antes era tradición, ahora (es decir, desde hace tiempo) adquiere un aire sospechoso a transgresión e ilegalidad. No es que esta vez Galleta China vaya de eso, pero en este número, en mayor o menor medida, las colaboraciones participan de ello, ya sea como una preocupación temática o como una estrategia cultural, textual o artística (ah, y esa contradicción, tan característica de la época, con la advertencia de derechos reservados en la página legal).


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galleta china

oráculo editorial

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No es ningún secreto. Uno de los sonetos más conocidos de Góngora termina así: “...en tierra, en humo, en sombra, en nada”. Se trata también de uno de los versos más imitados de la poesía de la época. Incluso Sor Juana Inés de la Cruz termina de manera muy similar un soneto igual o más conocido: “...es cadáver, es polvo, es sombra, es nada”. Podría decirse que no solo lo imita, sino que lo mejora. De eso se trata precisamente la tradición, y en última instancia, la cultura: imitaciones, apropiaciones, variaciones, mejoras. Y ahora diríamos también: sampleos, intertextualidades, revisitaciones, remakes, covers, pastiches, versiones, intervenciones, robos, plagios, piraterías. El asunto del copyright, claro, y las demandas. El culto a la originalidad (tan a la baja) y a la privatización (tan a la alta). Lo que antes era tradición, ahora (es decir, desde hace tiempo) adquiere un aire sospechoso a transgresión e ilegalidad. No es que esta vez Galleta China vaya de eso, pero en este número, en mayor o menor medida, las colaboraciones participan de ello, ya sea como una preocupación temática o como una estrategia cultural, textual o artística (ah, y esa contradicción, tan característica de la época, con la advertencia de derechos reservados en la página legal).


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De vacas, arañas (y otras plagas escultóricas) Lev Alarcón

galleta china

Un suceso lamentable en cuanto que implicó la pérdida de una vida humana: la madrugada del viernes 13 (sí, como de película) de marzo de 2009, un conductor borracho intentó evadir el alcoholímetro. En su intento de fuga arrastró durante un kilómetro a un policía que se había aferrado al cofre de su auto.

4

La huída terminó cuando el conductor impactó su vehículo contra la estatua de Juan Pablo II en plena Avenida Insurgentes Sur. El policía terminó muerto, el conductor encarcelado, y la estatua derribada. Una tragedia, ciertamente. Salvo por lo de la estatua. Porque he de confesar que su destrucción me produjo una suerte de alegría —no exenta de culpa—. En verdad, un alivio estético: eso que se siente cuando se endereza un cuadro torcido en alguna pared de la casa pero a mayor escala. ¿Qué hacía una estatua de Juan Pablo II en Insurgentes? ¿Estaba allí en calidad de jefe de estado o de líder religioso? ¿O fue una mero criterio decorativo? Sí, son preguntas retóricas. Lo cierto es que era una estatua espantosa. Más que una estatua: un esperpento escultórico. Como tantos otros. En cuanto a arte público se refiere (y aquí entiendo por arte público una versión muy abreviada del mismo: aquellas obras expuestas a la intemperie en espacios públicos), estamos a merced del mal gusto de burócratas y gobernantes. Y no solo del mal gusto, sino de la falta de riesgo e imaginación. Para muestra: Sebastián. Ya la crítica de arte María Minera se ha ocupado en un texto publicado en estas mismas páginas sobre esa insistencia machacona y transexenal por parte de los burócratas culturales ante esa suerte de “origami con delirios de grandeza”. En el DF el arte público ha encontrado en los últimos años una vertiente un tanto diferente, digamos, perredista: un arte que se ostenta como incluyente porque la gente se puede sentar en él y que tiene como bastión los camellones del Pa-

seo de la Reforma, convertida ahora en sala de exposiciones afortunadamente temporales. Si mal no recuerdo, esta tendencia tuvo como antecedente unas vacas decoradas por artistas: el Cow Parade, un proyecto internacional auspiciado por la iniciativa privada con fines altruistas. Todo bien. Salvo las vacas. ¿Recuerdan a la más popular de todas: la Vaca de la Independencia? Y a las vacas le han seguido otros proyectos basados en el mismo principio: se les entrega cierto soporte a un listado de artistas y cada quien lo decora a su gusto. Algo así como una versión un poco más estilizada de los regalos del día de las madres que hacíamos en la primaria: nos daban una figura de yeso o unicel y cada uno le ponía diamantina, pintura, chaquiras, recortes a su antojo, o como miss Pili decía: lo “personalizaba”. Así llegamos ahora a la exposición actual Despierta a la vida, con tazas gigantes que en nombre del arte promocionan una marca de café soluble. Sí, lo sé, en estas épocas sería absurdo pedir originalidad, pero a fuerza de repetición, y no habiendo repetición sin variación, y no pudiendo evitar comparar, estas exposiciones sirven para comprobar que todo sigue el camino hacia la decrepitud. Vivo a un par de cuadras del Paseo de la Reforma y soy un peatón consumado. Día con día miro con igual sospecha a las ecobicis que a las expos que comparten espacio en esos camellones: la escenografía de una ciudad feliz que al menos una vez a la semana, una marcha desdice. Soy testigo de su éxito (de las bicis, de las expos) y su


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De vacas, arañas (y otras plagas escultóricas) Lev Alarcón

galleta china

Un suceso lamentable en cuanto que implicó la pérdida de una vida humana: la madrugada del viernes 13 (sí, como de película) de marzo de 2009, un conductor borracho intentó evadir el alcoholímetro. En su intento de fuga arrastró durante un kilómetro a un policía que se había aferrado al cofre de su auto.

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La huída terminó cuando el conductor impactó su vehículo contra la estatua de Juan Pablo II en plena Avenida Insurgentes Sur. El policía terminó muerto, el conductor encarcelado, y la estatua derribada. Una tragedia, ciertamente. Salvo por lo de la estatua. Porque he de confesar que su destrucción me produjo una suerte de alegría —no exenta de culpa—. En verdad, un alivio estético: eso que se siente cuando se endereza un cuadro torcido en alguna pared de la casa pero a mayor escala. ¿Qué hacía una estatua de Juan Pablo II en Insurgentes? ¿Estaba allí en calidad de jefe de estado o de líder religioso? ¿O fue una mero criterio decorativo? Sí, son preguntas retóricas. Lo cierto es que era una estatua espantosa. Más que una estatua: un esperpento escultórico. Como tantos otros. En cuanto a arte público se refiere (y aquí entiendo por arte público una versión muy abreviada del mismo: aquellas obras expuestas a la intemperie en espacios públicos), estamos a merced del mal gusto de burócratas y gobernantes. Y no solo del mal gusto, sino de la falta de riesgo e imaginación. Para muestra: Sebastián. Ya la crítica de arte María Minera se ha ocupado en un texto publicado en estas mismas páginas sobre esa insistencia machacona y transexenal por parte de los burócratas culturales ante esa suerte de “origami con delirios de grandeza”. En el DF el arte público ha encontrado en los últimos años una vertiente un tanto diferente, digamos, perredista: un arte que se ostenta como incluyente porque la gente se puede sentar en él y que tiene como bastión los camellones del Pa-

seo de la Reforma, convertida ahora en sala de exposiciones afortunadamente temporales. Si mal no recuerdo, esta tendencia tuvo como antecedente unas vacas decoradas por artistas: el Cow Parade, un proyecto internacional auspiciado por la iniciativa privada con fines altruistas. Todo bien. Salvo las vacas. ¿Recuerdan a la más popular de todas: la Vaca de la Independencia? Y a las vacas le han seguido otros proyectos basados en el mismo principio: se les entrega cierto soporte a un listado de artistas y cada quien lo decora a su gusto. Algo así como una versión un poco más estilizada de los regalos del día de las madres que hacíamos en la primaria: nos daban una figura de yeso o unicel y cada uno le ponía diamantina, pintura, chaquiras, recortes a su antojo, o como miss Pili decía: lo “personalizaba”. Así llegamos ahora a la exposición actual Despierta a la vida, con tazas gigantes que en nombre del arte promocionan una marca de café soluble. Sí, lo sé, en estas épocas sería absurdo pedir originalidad, pero a fuerza de repetición, y no habiendo repetición sin variación, y no pudiendo evitar comparar, estas exposiciones sirven para comprobar que todo sigue el camino hacia la decrepitud. Vivo a un par de cuadras del Paseo de la Reforma y soy un peatón consumado. Día con día miro con igual sospecha a las ecobicis que a las expos que comparten espacio en esos camellones: la escenografía de una ciudad feliz que al menos una vez a la semana, una marcha desdice. Soy testigo de su éxito (de las bicis, de las expos) y su


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En cuanto a arte público se refiere (y aquí entiendo por arte público una versión muy abreviada del mismo: aquellas obras expuestas a la intemperie en espacios públicos), estamos a merced del mal gusto de burócratas y gobernantes. Y no solo del mal gusto, sino de la falta de riesgo e imaginación.

éxito me molesta. Supongo que soy un amargado. Vi niños felices tocando una y otra vez las extravagantes campanas que antecedieron a la exposición de bancas que ahora engalanan las aceras de Reforma. Bancas de todas formas y tamaños que invitan a los arrumacos, bancas ocupadas por parejas felices y turistas cansados pero igualmente felices. Se me inflama el hígado de coraje cada vez que veo, en la exposición de Jorge Marín frente al MAM, a alguien muy sonriente que sin temor a la cursilería, posa ante un par de alas de bronce para salir en la foto como un ángel fallido. Pero muy a mi pesar debo de reconocer que esas resbaladillas, subibajas y trepamonos con pretensiones artísticas, a cierto nivel funcionan. ¿Qué es, entonces, lo que tanto me irrita? ¿Su éxito? ¿Su eficacia? ¿Su popularidad? No. Tal vez sea lo mismo por lo que me irritaron el paso de Spencer Tunik y el de Gregory Colbert por el Zócalo (por cambiar de locación): su ramplonería, su incapacidad para problematizar su contexto, su falta de crítica. Esos elementos que uno esperaría de algo que se presenta como arte contemporáneo. “¿Entonces, qué tipo de arte te gustaría ver en las calles?”, me cuestionó un amiga a quien le compartía mis cuitas ciudadanas. “No sé”, le respondí. Pienso en el Obelisco roto portátil para mercados ambulantes de Eduardo Abaroa: esa versión para tianguis del Obelisco roto de Barnett Newman: una reproducción desmontable como un puesto de verduras o de películas piratas hecha con los tubos y lonas con los que se hacen esos puestos. Una especie de escultura pirata. O también se me viene a la cabeza una intervención de Carlos Mier y Terán que hace algunos años me entusiasmó: Ñáñaras. Se trataba de unas de arañas gigantes realizadas con bolsas de basura instaladas en calles, baldíos y callejones que, por algún motivo u otro, y después de una investigación, el artista descubrió que eran espacios que la gente temía: de lo que se trataba su intervención era de hacer visible el miedo. Cuando alguien pasaba por allí un sensor se activaba y las arañas se inflaban hasta alcanzar tamaños descomunales”. “¿Entonces lo que tú quieres es que en vez de bancas haya ara-

ñas gigantes o versiones piratas de obras maestras?”, me preguntó mi amiga, entre incrédula y fastidiada, evidenciando lo absurdo de mi modesta proposición. Pero sí. Prefiero las arañas que las vacas o las alitas de Marín. Soy un amargado, pero no estoy solo. Otros amigos queridos también lo son. Y nos retroalimentamos. No sé hasta que punto el derribamiento de la estatua del papa tuvo algo que ver, pero hartos ya de soportar pasivamente los esperpentos escultóricos, decidimos, una noche, que era momento de pasar a la acción y acariciamos el sueño de convertirnos en un colectivo subversivo. Esbozamos, durante una cena feliz, un manifiesto. Nuestro propósito: hacer desaparecer aquellas piezas que, amparadas bajo el rótulo de arte público, son tomaduras de pelo monumentales, costosos exabruptos de mal gusto o estéticos mecanismos enajenantes. Esa, dijimos a manera de brindis solemne ya envalentonados por el alcohol, será nuestra aportación al arte mexicano. No nos pudimos poner de acuerdo por cuál empezar. O tal vez eso fue solo la coartada para disfrazar nuestro temor, y, en el fondo, nuestra abulia. El caso es que nunca hicimos nada. Y nuestro manifiesto, ya en la sobriedad de la mañana siguiente, pasó a engrosar el archivo de los sueños no realizados. Pero no lo olvido: siempre hay algo que me lo recuerda: una nueva escultura al cruzar la calle o al doblar una esquina. Lev Alarcón (Ciudad de México, 1970) es ensayista y dramaturgo. Ha sido becario del Fonca en la modalidad de Jóvenes Creadores. Entre sus libros pueden mencionarse La boligoma asesina y Cuarzos Queers. En 2005 obtuvo el premio Internacional de Dramaturgia Experimental Copy. Gustavo Abascal (Ciudad de México, 1979) es artista visual. Cuenta con 3 exposiciones individuales en la Ciudad de México y varias colectivas en Nueva York, California, Argentina, Colombia y México. Ha participado en las ferias internacionales de arte FEMACO (México, D.F.) y Arte BA (Buenos Aires, Argentina) La Otra (Bogotá, Colombia). Sus ilustraciones han sido publicadas en distintas revistas como Fingered, WOW!, Tierra Adentro, Indie Rocks!, CONACULTA, Generación. Entre otras ilustraciones publicadas está el libro “Gustavo Abascal Gráfica 2004-2007” en Samsara Editorial. Ha ilustrado los libros Poeloquio (FFyL, UNAM), Al filo de la luna, de Guillermo Samperio, entre otros.

galleta china

galleta china

Se me inflama el hígado de coraje cada vez que veo, en la exposición de Jorge Marín frente al mam, a alguien muy sonriente que sin temor a la cursilería posa ante un par de alas de bronce para salir en la foto como un ángel fallido.

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En cuanto a arte público se refiere (y aquí entiendo por arte público una versión muy abreviada del mismo: aquellas obras expuestas a la intemperie en espacios públicos), estamos a merced del mal gusto de burócratas y gobernantes. Y no solo del mal gusto, sino de la falta de riesgo e imaginación.

éxito me molesta. Supongo que soy un amargado. Vi niños felices tocando una y otra vez las extravagantes campanas que antecedieron a la exposición de bancas que ahora engalanan las aceras de Reforma. Bancas de todas formas y tamaños que invitan a los arrumacos, bancas ocupadas por parejas felices y turistas cansados pero igualmente felices. Se me inflama el hígado de coraje cada vez que veo, en la exposición de Jorge Marín frente al MAM, a alguien muy sonriente que sin temor a la cursilería, posa ante un par de alas de bronce para salir en la foto como un ángel fallido. Pero muy a mi pesar debo de reconocer que esas resbaladillas, subibajas y trepamonos con pretensiones artísticas, a cierto nivel funcionan. ¿Qué es, entonces, lo que tanto me irrita? ¿Su éxito? ¿Su eficacia? ¿Su popularidad? No. Tal vez sea lo mismo por lo que me irritaron el paso de Spencer Tunik y el de Gregory Colbert por el Zócalo (por cambiar de locación): su ramplonería, su incapacidad para problematizar su contexto, su falta de crítica. Esos elementos que uno esperaría de algo que se presenta como arte contemporáneo. “¿Entonces, qué tipo de arte te gustaría ver en las calles?”, me cuestionó un amiga a quien le compartía mis cuitas ciudadanas. “No sé”, le respondí. Pienso en el Obelisco roto portátil para mercados ambulantes de Eduardo Abaroa: esa versión para tianguis del Obelisco roto de Barnett Newman: una reproducción desmontable como un puesto de verduras o de películas piratas hecha con los tubos y lonas con los que se hacen esos puestos. Una especie de escultura pirata. O también se me viene a la cabeza una intervención de Carlos Mier y Terán que hace algunos años me entusiasmó: Ñáñaras. Se trataba de unas de arañas gigantes realizadas con bolsas de basura instaladas en calles, baldíos y callejones que, por algún motivo u otro, y después de una investigación, el artista descubrió que eran espacios que la gente temía: de lo que se trataba su intervención era de hacer visible el miedo. Cuando alguien pasaba por allí un sensor se activaba y las arañas se inflaban hasta alcanzar tamaños descomunales”. “¿Entonces lo que tú quieres es que en vez de bancas haya ara-

ñas gigantes o versiones piratas de obras maestras?”, me preguntó mi amiga, entre incrédula y fastidiada, evidenciando lo absurdo de mi modesta proposición. Pero sí. Prefiero las arañas que las vacas o las alitas de Marín. Soy un amargado, pero no estoy solo. Otros amigos queridos también lo son. Y nos retroalimentamos. No sé hasta que punto el derribamiento de la estatua del papa tuvo algo que ver, pero hartos ya de soportar pasivamente los esperpentos escultóricos, decidimos, una noche, que era momento de pasar a la acción y acariciamos el sueño de convertirnos en un colectivo subversivo. Esbozamos, durante una cena feliz, un manifiesto. Nuestro propósito: hacer desaparecer aquellas piezas que, amparadas bajo el rótulo de arte público, son tomaduras de pelo monumentales, costosos exabruptos de mal gusto o estéticos mecanismos enajenantes. Esa, dijimos a manera de brindis solemne ya envalentonados por el alcohol, será nuestra aportación al arte mexicano. No nos pudimos poner de acuerdo por cuál empezar. O tal vez eso fue solo la coartada para disfrazar nuestro temor, y, en el fondo, nuestra abulia. El caso es que nunca hicimos nada. Y nuestro manifiesto, ya en la sobriedad de la mañana siguiente, pasó a engrosar el archivo de los sueños no realizados. Pero no lo olvido: siempre hay algo que me lo recuerda: una nueva escultura al cruzar la calle o al doblar una esquina. Lev Alarcón (Ciudad de México, 1970) es ensayista y dramaturgo. Ha sido becario del Fonca en la modalidad de Jóvenes Creadores. Entre sus libros pueden mencionarse La boligoma asesina y Cuarzos Queers. En 2005 obtuvo el premio Internacional de Dramaturgia Experimental Copy. Gustavo Abascal (Ciudad de México, 1979) es artista visual. Cuenta con 3 exposiciones individuales en la Ciudad de México y varias colectivas en Nueva York, California, Argentina, Colombia y México. Ha participado en las ferias internacionales de arte FEMACO (México, D.F.) y Arte BA (Buenos Aires, Argentina) La Otra (Bogotá, Colombia). Sus ilustraciones han sido publicadas en distintas revistas como Fingered, WOW!, Tierra Adentro, Indie Rocks!, CONACULTA, Generación. Entre otras ilustraciones publicadas está el libro “Gustavo Abascal Gráfica 2004-2007” en Samsara Editorial. Ha ilustrado los libros Poeloquio (FFyL, UNAM), Al filo de la luna, de Guillermo Samperio, entre otros.

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Se me inflama el hígado de coraje cada vez que veo, en la exposición de Jorge Marín frente al mam, a alguien muy sonriente que sin temor a la cursilería posa ante un par de alas de bronce para salir en la foto como un ángel fallido.

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toda creación es un plagio luis alberto ayala blanco a Susan

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Los dioses no tienen otra opción que reconocerse en la repetición, ¿o reproducción?, de sus sombras. Entonces es imposible hablar de un origen, de un principio de todas las cosas. El origen es un residuo, el residuo de algo más, que flota en la intemporalidad y que emerge como otra cosa, velándose, ocultándose en el aparecer, en la existencia… en la creación. Los dioses son los primeros artistas, los encargados de desvelar el mundo y los objetos que lo conforman. La creación consiste en un sacar a la luz, un mostrar lo que jamás podrá ser percibido si no es como copia, como disfraz de lo inefable. Y esto es así al margen del tiempo histórico en que se perciban los efectos de la producción demiúrgica. ¿Pero qué pasa si no creemos más en los dioses? No importa. La creación continúa siendo un desvelar algo que está oculto de manera atemporal. Pero lo que sí no podemos seguir creyendo es que los artistas, sean humanos o divinos, construyen sus obras a partir de un punto inédito. El arte desde que es arte, o si prefieren, desde su aparición griega como concepto fundador, como téchne, es una forma de transfigurar lo que ya está dado; es la manera en que el hombre enfrenta el

mundo y se relaciona con él. Fue mucho más tarde que se le adjudicó el papel de emisario de la visión humana de lo bello. Por no decir que la belleza es una forma de ocultar la verdad, un manto con el que ésta aparece ante nuestros ojos, así sea con aspectos grotescos y horribles. La belleza no es propiamente lo bonito, más bien es la forma en que la verdad aparece, pero no me refiero a “la conformidad de las cosas con el concepto que de ellas se forma la mente”, sino a alétheia, la luz que es incapaz de resplandecer sin la opacidad característica de toda creación, parodia de lo que nunca podrá ser visto ni percibido sin antes ser transmutado por el binomio que conforman la imaginación del artista y la percepción de quien lo contempla. El arte oculta su origen para hacerlo presente como apariencia. No se trata de un engaño ni de un simple embellecer, sino del aparecer que sólo puede ser un engaño. La verdad cubierta por la belleza, una belleza que radica en quitar el velo de lo que está oculto, es el artificio que hace posible que el mundo sea… el primer objeto artístico. Si partimos de esta vislumbre, el arte contemporáneo es la continuación natural de lo que ha sido la téchne desde

sus albores. Todo es imagen, premisa indispensable del arte contemporáneo. Todo es imagen, realidad insuperable del mundo. (Por lo menos así lo corrobora Heisenberg a partir de la física cuántica). El arte clásico apela a la contemplación de la imagen ejemplar. El arte moderno hace lo mismo, así sea desde la abstracción. Me refiero básicamente a la pintura. Hay un momento en el que la mirada desemboca en un arrobamiento o embriaguez que provoca la anagnórisis de la experiencia estética. Por eso la pintura es la imagen del vacío, la imagen de algo que, en sí, es irrepresentable, pero que a la vez es capaz de aparecer como alteridad. El arte es la posibilidad de hacer surgir con distintos rostros lo que siempre permanecerá oculto. Antes incluso que la pintura, la vida misma ya es una expresión de la Nada, un despliegue furioso de luz y sombras que conforman nuestro enigmático cosmos. Y el único fin de este despliegue es ofrecer un espectáculo carente de sentido a la aburrida mirada del vacío. Entonces podemos decir que el mundo es la pintura primigenia, originaria, el modelo de todas las demás. El pintor representa, con trazos y colores en sus lienzos, pequeños pedazos

del fragmento policromo del devenir. Vida e imagen se confunden. Detrás de toda imagen, representación, pintura o simulacro se deja adivinar otra cosa, otra imagen que no es ninguna imagen, es pura ausencia, es decir, el espacio donde todo confluye como en un sueño… como en la vida. Si bien la línea, elemento seminal de cualquier pintura, es un continuum de puntos, y el punto se define como “espacio inextenso”, entonces la imagen continúa siendo un reflejo del vacío. Dicha identidad nos permite comprender el carácter efímero de todo lo que nos rodea, pero a la vez nos muestra el poder que esa ausencia ejerce sobre sus criaturas, incluyendo, por supuesto, a la más problemática de todas: la humanidad. Los hombres son una imagen perdida en el vacío de aquello que aparece, en el delirante movimiento de sombras y de luces que dibujan el contorno de nuestra propia irrealidad. Por eso, cuando contemplamos una pintura, nos contemplamos a nosotros mismos, o, por lo menos, atisbamos aquello que nosotros reflejamos frente al espejo de la Nada. La imagen es todo lo que somos y todo lo que tenemos. Pero la materia de la imagen, la línea dispersada en

galleta china

galleta china

Toda creación es un plagio… ¿A quién habrá plagiado Dios? Seguramente a otro dios. Y este dios a otro dios, en una secuencia ininterrumpida de ecos, de apropiaciones, de remedos de lo mismo, de imágenes ancestralmente nuevas, imágenes que desembocan en un horizonte áureo, infinito, cuya procedencia es inasible. No debemos olvidar que el infinito inexorablemente se plagia a sí mismo para poder continuar siendo infinito.

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toda creación es un plagio luis alberto ayala blanco a Susan

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Los dioses no tienen otra opción que reconocerse en la repetición, ¿o reproducción?, de sus sombras. Entonces es imposible hablar de un origen, de un principio de todas las cosas. El origen es un residuo, el residuo de algo más, que flota en la intemporalidad y que emerge como otra cosa, velándose, ocultándose en el aparecer, en la existencia… en la creación. Los dioses son los primeros artistas, los encargados de desvelar el mundo y los objetos que lo conforman. La creación consiste en un sacar a la luz, un mostrar lo que jamás podrá ser percibido si no es como copia, como disfraz de lo inefable. Y esto es así al margen del tiempo histórico en que se perciban los efectos de la producción demiúrgica. ¿Pero qué pasa si no creemos más en los dioses? No importa. La creación continúa siendo un desvelar algo que está oculto de manera atemporal. Pero lo que sí no podemos seguir creyendo es que los artistas, sean humanos o divinos, construyen sus obras a partir de un punto inédito. El arte desde que es arte, o si prefieren, desde su aparición griega como concepto fundador, como téchne, es una forma de transfigurar lo que ya está dado; es la manera en que el hombre enfrenta el

mundo y se relaciona con él. Fue mucho más tarde que se le adjudicó el papel de emisario de la visión humana de lo bello. Por no decir que la belleza es una forma de ocultar la verdad, un manto con el que ésta aparece ante nuestros ojos, así sea con aspectos grotescos y horribles. La belleza no es propiamente lo bonito, más bien es la forma en que la verdad aparece, pero no me refiero a “la conformidad de las cosas con el concepto que de ellas se forma la mente”, sino a alétheia, la luz que es incapaz de resplandecer sin la opacidad característica de toda creación, parodia de lo que nunca podrá ser visto ni percibido sin antes ser transmutado por el binomio que conforman la imaginación del artista y la percepción de quien lo contempla. El arte oculta su origen para hacerlo presente como apariencia. No se trata de un engaño ni de un simple embellecer, sino del aparecer que sólo puede ser un engaño. La verdad cubierta por la belleza, una belleza que radica en quitar el velo de lo que está oculto, es el artificio que hace posible que el mundo sea… el primer objeto artístico. Si partimos de esta vislumbre, el arte contemporáneo es la continuación natural de lo que ha sido la téchne desde

sus albores. Todo es imagen, premisa indispensable del arte contemporáneo. Todo es imagen, realidad insuperable del mundo. (Por lo menos así lo corrobora Heisenberg a partir de la física cuántica). El arte clásico apela a la contemplación de la imagen ejemplar. El arte moderno hace lo mismo, así sea desde la abstracción. Me refiero básicamente a la pintura. Hay un momento en el que la mirada desemboca en un arrobamiento o embriaguez que provoca la anagnórisis de la experiencia estética. Por eso la pintura es la imagen del vacío, la imagen de algo que, en sí, es irrepresentable, pero que a la vez es capaz de aparecer como alteridad. El arte es la posibilidad de hacer surgir con distintos rostros lo que siempre permanecerá oculto. Antes incluso que la pintura, la vida misma ya es una expresión de la Nada, un despliegue furioso de luz y sombras que conforman nuestro enigmático cosmos. Y el único fin de este despliegue es ofrecer un espectáculo carente de sentido a la aburrida mirada del vacío. Entonces podemos decir que el mundo es la pintura primigenia, originaria, el modelo de todas las demás. El pintor representa, con trazos y colores en sus lienzos, pequeños pedazos

del fragmento policromo del devenir. Vida e imagen se confunden. Detrás de toda imagen, representación, pintura o simulacro se deja adivinar otra cosa, otra imagen que no es ninguna imagen, es pura ausencia, es decir, el espacio donde todo confluye como en un sueño… como en la vida. Si bien la línea, elemento seminal de cualquier pintura, es un continuum de puntos, y el punto se define como “espacio inextenso”, entonces la imagen continúa siendo un reflejo del vacío. Dicha identidad nos permite comprender el carácter efímero de todo lo que nos rodea, pero a la vez nos muestra el poder que esa ausencia ejerce sobre sus criaturas, incluyendo, por supuesto, a la más problemática de todas: la humanidad. Los hombres son una imagen perdida en el vacío de aquello que aparece, en el delirante movimiento de sombras y de luces que dibujan el contorno de nuestra propia irrealidad. Por eso, cuando contemplamos una pintura, nos contemplamos a nosotros mismos, o, por lo menos, atisbamos aquello que nosotros reflejamos frente al espejo de la Nada. La imagen es todo lo que somos y todo lo que tenemos. Pero la materia de la imagen, la línea dispersada en

galleta china

galleta china

Toda creación es un plagio… ¿A quién habrá plagiado Dios? Seguramente a otro dios. Y este dios a otro dios, en una secuencia ininterrumpida de ecos, de apropiaciones, de remedos de lo mismo, de imágenes ancestralmente nuevas, imágenes que desembocan en un horizonte áureo, infinito, cuya procedencia es inasible. No debemos olvidar que el infinito inexorablemente se plagia a sí mismo para poder continuar siendo infinito.

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llo que inveteradamente ha trascendido a cualquier objeto o imagen del mundo, no importando la moda que impere en ese momento. ¿Qué pasa, entonces, con la apropiación, el plagio, el remake y la piratería? Toda la digresión anterior fue necesaria para plantear que el mundo es una imagen. Pensar en la creación artística, de la época que sea, como la confección de un producto inédito adolece de una dosis importante de ingenuidad. El canon que imperó durante años considera el arte como la mimesis de la naturaleza, es decir: plagio, apropiación y remake es lo que ha prevalecido desde el origen de los tiempos. La mimesis invariablemente implica diferencia, o para decirlo en términos filosóficamente de güeva: la identidad es una construcción diferencial. Cuando entendemos que somos simulacros que viven entre simulacros, la mimesis pierde su carácter peyorativo y se aclara su verdadero sentido: lo único que puede hacer cualquier artista, no importando el tiempo en el que haya vivido o en el que viva, es imitar lo que ya está dado, puesto que lo dado es una emulación de lo irrepresentable. Toda imitación entraña diferencia. Una pintura es un claro ejemplo, jamás será idéntica a aquello que intenta representar. ¿Pero qué pasa con una fotografía tomada a otra fotografía, o con una reproducción en serie de un objeto cuyo original ya es una reproducción, como en el caso de las “cajas Brillo”? Simplemente debemos recordar que el molde no es más que la coartada de los objetos reproducidos sin dejar de ser un significante más, una copia de lo indecible. El aura no tiene nada que ver con su reproductibilidad o no, sino con el acto que hace el artista de presentar un objeto cualquiera como obra de arte, permitiendo que lo irrepresentable se presente ante los sentidos de aquel que lo contempla. La manipulación de imágenes es probablemente la práctica más vieja de la humanidad. Las pinturas de Lascaux, escondidas en remotas cuevas, alejadas de la mayoría pero accesibles a unos cuantos, aquellos que pretendían manipular su realidad, son un claro ejemplo. Quienes pintaron esas impactantes figuras sabían algo que nosotros hemos olvidado: la única forma de incidir sobre un simulacro (la naturaleza) es mediante otro simulacro (pintura). Me pregunto a quién le tendrían que haber pagado los derechos de reproducción estos temibles cazadores para poder usufructuar las imágenes con las que vivían día a día. Luis Alberto Ayala Blanco (México, 1969) es escritor y editor. Doctor en Ciencia Política. Fundador y director de la editorial Sexto Piso de 2002 a 2007. Director de la Gaceta del Fondo de Cultura Económica de septiembre de 2006 a mayo de 2011. Ha publicado El silencio de los dioses y Autómatas espermáticos (edit. Sexto Piso); 99, y Eterno retorno (Taller Ditoria).

galleta china

puntos, evoca el vacío del cual provenimos. Estamos frente al poder de la imagen, el poder del simulacro insinuándose como el sedimento de lo real, pero ya no como una realidad a desvelar sino a afirmar. Ahora bien, no me refiero únicamente a la pintura, el arte contemporáneo proclama que prácticamente cualquier objeto es susceptible de generar una experiencia estética. Las imágenes no tienen que ser bidimensionales; incluso una idea, sin ningún cuerpo que la sustente, es arte. Hoy cualquier cosa puede ser considerada una creación artística. Los cánones que soportan el gran peso de la tradición se desmoronan y de entre sus ruinas emerge una cantidad ingente de objetos cotidianos. La creación regresa a su sentido original: Téchne, técnica, arte de reconfigurar, de rehacer, de enfrentar el mundo para que el sentido emerja de las profundidades del vacío. Tiene que ver más con una hierofanía que con la confección de un objeto bello. ¿Cómo se reconocía la presencia de lo sagrado? Observando una cualidad indescriptible en un objeto cualquiera. Cuando el hombre, llamémoslo primitivo, se topaba con una roca, un árbol milenario o incluso un simple guijarro a la orilla de un río, y percibía en su naturaleza algo más, un excedente, sabía que estaba frente a algo extraordinario que, sin dejar de ser un simple objeto, portaba en sí una presencia inexpresable, justo el tipo de presencia que experimentamos ante una creación artística. La impotencia que hoy en día sentimos para entender esto, radica en que vivimos en un tiempo “carente de presagios”, donde los dioses decidieron retirarse; para decirlo de otra forma: sin la dimensión de lo divino en nuestras vidas, creamos o no en él, los objetos pierden su aura convirtiéndose en simples significantes referidos a sí mismos, donde la única autoridad que ratifica qué es arte y qué no, es la estupidez humana encarnada en la dóxa, en la opinión. Simples convenciones autorreferenciales reconocidas únicamente por las cofradías de críticos de arte, de sociólogos, de galeristas, de filósofos, todos ellos incapaces de ver más allá de sus humanas, demasiado humanas narices. Ésta es la ambigüedad del arte contemporáneo, regresó a su hogar, pero llevado de la mano de un grupo de oligofrénicos. Sin embargo, a pesar de la estupidez que proclama el “todo se vale”, “cualquier opinión es buena porque ya no estamos en los tiempos donde sólo lo bello es arte”, no impide que cuando un artista realmente se conecta con esa fuerza primigenia que aparece al ocultarse, cualquier objeto que exponga como creación suya sea arte, incluso una cáscara de plátano tirada ritualmente todos los días en el piso. Esto no tiene nada que ver con que si el “arte se evaporó” (Michaud), o con “el fin del arte” y la entrada de la filosofía como sustento de los objetos artísticos (Danto), sino con el simple hecho de si el artista logró ser el vehículo de aque-

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llo que inveteradamente ha trascendido a cualquier objeto o imagen del mundo, no importando la moda que impere en ese momento. ¿Qué pasa, entonces, con la apropiación, el plagio, el remake y la piratería? Toda la digresión anterior fue necesaria para plantear que el mundo es una imagen. Pensar en la creación artística, de la época que sea, como la confección de un producto inédito adolece de una dosis importante de ingenuidad. El canon que imperó durante años considera el arte como la mimesis de la naturaleza, es decir: plagio, apropiación y remake es lo que ha prevalecido desde el origen de los tiempos. La mimesis invariablemente implica diferencia, o para decirlo en términos filosóficamente de güeva: la identidad es una construcción diferencial. Cuando entendemos que somos simulacros que viven entre simulacros, la mimesis pierde su carácter peyorativo y se aclara su verdadero sentido: lo único que puede hacer cualquier artista, no importando el tiempo en el que haya vivido o en el que viva, es imitar lo que ya está dado, puesto que lo dado es una emulación de lo irrepresentable. Toda imitación entraña diferencia. Una pintura es un claro ejemplo, jamás será idéntica a aquello que intenta representar. ¿Pero qué pasa con una fotografía tomada a otra fotografía, o con una reproducción en serie de un objeto cuyo original ya es una reproducción, como en el caso de las “cajas Brillo”? Simplemente debemos recordar que el molde no es más que la coartada de los objetos reproducidos sin dejar de ser un significante más, una copia de lo indecible. El aura no tiene nada que ver con su reproductibilidad o no, sino con el acto que hace el artista de presentar un objeto cualquiera como obra de arte, permitiendo que lo irrepresentable se presente ante los sentidos de aquel que lo contempla. La manipulación de imágenes es probablemente la práctica más vieja de la humanidad. Las pinturas de Lascaux, escondidas en remotas cuevas, alejadas de la mayoría pero accesibles a unos cuantos, aquellos que pretendían manipular su realidad, son un claro ejemplo. Quienes pintaron esas impactantes figuras sabían algo que nosotros hemos olvidado: la única forma de incidir sobre un simulacro (la naturaleza) es mediante otro simulacro (pintura). Me pregunto a quién le tendrían que haber pagado los derechos de reproducción estos temibles cazadores para poder usufructuar las imágenes con las que vivían día a día. Luis Alberto Ayala Blanco (México, 1969) es escritor y editor. Doctor en Ciencia Política. Fundador y director de la editorial Sexto Piso de 2002 a 2007. Director de la Gaceta del Fondo de Cultura Económica de septiembre de 2006 a mayo de 2011. Ha publicado El silencio de los dioses y Autómatas espermáticos (edit. Sexto Piso); 99, y Eterno retorno (Taller Ditoria).

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puntos, evoca el vacío del cual provenimos. Estamos frente al poder de la imagen, el poder del simulacro insinuándose como el sedimento de lo real, pero ya no como una realidad a desvelar sino a afirmar. Ahora bien, no me refiero únicamente a la pintura, el arte contemporáneo proclama que prácticamente cualquier objeto es susceptible de generar una experiencia estética. Las imágenes no tienen que ser bidimensionales; incluso una idea, sin ningún cuerpo que la sustente, es arte. Hoy cualquier cosa puede ser considerada una creación artística. Los cánones que soportan el gran peso de la tradición se desmoronan y de entre sus ruinas emerge una cantidad ingente de objetos cotidianos. La creación regresa a su sentido original: Téchne, técnica, arte de reconfigurar, de rehacer, de enfrentar el mundo para que el sentido emerja de las profundidades del vacío. Tiene que ver más con una hierofanía que con la confección de un objeto bello. ¿Cómo se reconocía la presencia de lo sagrado? Observando una cualidad indescriptible en un objeto cualquiera. Cuando el hombre, llamémoslo primitivo, se topaba con una roca, un árbol milenario o incluso un simple guijarro a la orilla de un río, y percibía en su naturaleza algo más, un excedente, sabía que estaba frente a algo extraordinario que, sin dejar de ser un simple objeto, portaba en sí una presencia inexpresable, justo el tipo de presencia que experimentamos ante una creación artística. La impotencia que hoy en día sentimos para entender esto, radica en que vivimos en un tiempo “carente de presagios”, donde los dioses decidieron retirarse; para decirlo de otra forma: sin la dimensión de lo divino en nuestras vidas, creamos o no en él, los objetos pierden su aura convirtiéndose en simples significantes referidos a sí mismos, donde la única autoridad que ratifica qué es arte y qué no, es la estupidez humana encarnada en la dóxa, en la opinión. Simples convenciones autorreferenciales reconocidas únicamente por las cofradías de críticos de arte, de sociólogos, de galeristas, de filósofos, todos ellos incapaces de ver más allá de sus humanas, demasiado humanas narices. Ésta es la ambigüedad del arte contemporáneo, regresó a su hogar, pero llevado de la mano de un grupo de oligofrénicos. Sin embargo, a pesar de la estupidez que proclama el “todo se vale”, “cualquier opinión es buena porque ya no estamos en los tiempos donde sólo lo bello es arte”, no impide que cuando un artista realmente se conecta con esa fuerza primigenia que aparece al ocultarse, cualquier objeto que exponga como creación suya sea arte, incluso una cáscara de plátano tirada ritualmente todos los días en el piso. Esto no tiene nada que ver con que si el “arte se evaporó” (Michaud), o con “el fin del arte” y la entrada de la filosofía como sustento de los objetos artísticos (Danto), sino con el simple hecho de si el artista logró ser el vehículo de aque-

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las cosas como son (y como no son) José Israel Carranza

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La excepción es a un tiempo el ideal y la norma: cosa que conviene tener en cuenta para que nuestra comprensión (o la mía, pues) renuncie a la tentación de la negligencia o la mera haraganería, y admita atarearse de modo supuestamente más provechoso en las perplejidades que puede llegar a enfrentar —así nunca alcance a resolverlas, o sólo consiga desconciertos reduplicados siempre que continúe preguntándose qué es lo que presencia, y por qué. Es decir: en lo único de cada creación estriba la razón última de nuestra atención, o al menos en la figuración borrosa de que nos hemos topado —de que debemos habernos topado— con algo que carece de antes, por fácil o difícil que resulte conocer los precedentes y la historia de ese algo, y como sea que se pueda (o que importe) reconstruir dicha historia. Si no es excepcional, no es. O es, vamos, pero interesa menos o nada o sólo existe como pretexto para la sorna o el tedio —lo más frecuente. Se entiende también (o soy yo el que va entendiéndolo así) que el arte se construye contra la indiferencia; que, por mucho que sus hacedores puedan fingir lo contrario, trabajan en interpelar a sus espectadores, y que en la medida en que una obra exija ser interrogada —aunque obra, me parece haber oído por ahí, ya también es una noción que ha de manejarse con pincitas, porque

huele un poco a cadáver— está cifrada su seguridad: mientras pulse su naturaleza de hallazgo, de formulación de lo impensable, el hecho artístico estará dotado de una suerte de fuerza gravitatoria por cuyo influjo irá orientándose cuanto vaya surgiendo después —siempre y cuando nuestra atención como espectadores se avenga a seguir siendo interpelada, pues nunca es imposible renunciar y mejor dedicarse al dominó, a darle de comer a las palomas, a la repostería o a cualquier otra forma más gratificante de la ociosidad. Por esa prevalencia de la excepcionalidad como aspiración suprema del hecho artístico, resulta por lo menos abusivo que, invariablemente, se espere del espectador un acercamiento no sólo sosegado y ecuánime, sino además creativo de inmediato, y que se deshaga cuanto antes de impresiones espontáneas (el espanto, por ejemplo, o la pereza, o incluso la complacencia de los sentidos), para que en cambio proceda a la consideración circunspecta, renunciando por principio a consentirse ninguna extrañeza —que, si no hay más remedio, sólo será tolerable si al fin queda envuelta en las explicaciones y justificaciones de rigor. La experiencia ha de ser un ejercicio de prudencia y de humildad: nada de juicios veloces, nada de chasquear la lengua, y mucho menos una sonrisita sarnosa; alzarse de hombros y dar media vuelta es una claudicación,

o bien el reconocimiento de la propia zafiedad. Y digo que es abusivo proscribir, en la comprensión del arte, toda manifestación de desconcierto, porque la materia prima del hecho artístico es precisamente nuestra desprevención. (Ilustración grosera —y de paso anuncio que ya no voy a volver a escribir aquí «hecho artístico», porque ya me harté—: si quieres pegarle un susto a alguien, te acercas en silencio y sin que se dé cuenta; no puedes esperar que, acto seguido, empiece a preguntarse por las implicaciones socioculturales de que el piquete que recibió lo recibiera en las costillas, o qué significados subyacen en el hecho de que hayas elegido una máscara de gorila, o cómo, en qué contexto y según cuáles autores, tendría que interpretarse el «¡Bu!» que tuviste a bien añadir. Sólo habrá un alarido, primero, y enseguida un arrebato de furia o un ataque de risa: no más). Hablo del espectador como hablo del crítico, pues no encuentro que tenga mucho sentido distinguir a uno de otro —como no sea porque el segundo extiende y pormenoriza sus juicios para obsequiárselos al

mundo, en tanto el primero nomás queda rumiando a solas, o ni eso. Y tengo la sospecha de que para ambos, que vienen siendo el mismo, el trabajo intelectual que demanda el arte contemporáneo ha devenido, en buena medida, un asunto de etiqueta: una regulación tácita de los modales según la cual toda objeción automática es automáticamente objetable, y por la que debe recelarse del recelo si no está expresado, paradójicamente, como una atenta forma de ponderación; de ahí que los exabruptos, las preguntas sinceras o los sarcasmos sean infracciones propias sólo de asnos majaderos que no merecen más que desdén. Más injusticia, si cabe: cuando es tan frecuente saber de artistas cuyos empeños están definidos (o eso vienen a contar) por la ironía, luego resulta que hay que abstenerse de ironías a la hora de vérselas con ellos —lo que más que irónico resulta ridículo, vamos diciéndolo como es. Y es adonde quería llegar. A las dificultades de decir las cosas como son, a las posibilidades que cancela la represión del llano parecer, canjeado siempre

galleta china

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Se entiende (o yo entiendo, pues) que, sobre valores como legibilidad y perdurabilidad, entre otros que el arte contemporáneo (me da por pensar) ha dejado de lado, cada nueva creación ha de prevalecer gracias a su carácter imprevisible y, sobre todo, a la singularidad a la que aspira.

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las cosas como son (y como no son) José Israel Carranza

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La excepción es a un tiempo el ideal y la norma: cosa que conviene tener en cuenta para que nuestra comprensión (o la mía, pues) renuncie a la tentación de la negligencia o la mera haraganería, y admita atarearse de modo supuestamente más provechoso en las perplejidades que puede llegar a enfrentar —así nunca alcance a resolverlas, o sólo consiga desconciertos reduplicados siempre que continúe preguntándose qué es lo que presencia, y por qué. Es decir: en lo único de cada creación estriba la razón última de nuestra atención, o al menos en la figuración borrosa de que nos hemos topado —de que debemos habernos topado— con algo que carece de antes, por fácil o difícil que resulte conocer los precedentes y la historia de ese algo, y como sea que se pueda (o que importe) reconstruir dicha historia. Si no es excepcional, no es. O es, vamos, pero interesa menos o nada o sólo existe como pretexto para la sorna o el tedio —lo más frecuente. Se entiende también (o soy yo el que va entendiéndolo así) que el arte se construye contra la indiferencia; que, por mucho que sus hacedores puedan fingir lo contrario, trabajan en interpelar a sus espectadores, y que en la medida en que una obra exija ser interrogada —aunque obra, me parece haber oído por ahí, ya también es una noción que ha de manejarse con pincitas, porque

huele un poco a cadáver— está cifrada su seguridad: mientras pulse su naturaleza de hallazgo, de formulación de lo impensable, el hecho artístico estará dotado de una suerte de fuerza gravitatoria por cuyo influjo irá orientándose cuanto vaya surgiendo después —siempre y cuando nuestra atención como espectadores se avenga a seguir siendo interpelada, pues nunca es imposible renunciar y mejor dedicarse al dominó, a darle de comer a las palomas, a la repostería o a cualquier otra forma más gratificante de la ociosidad. Por esa prevalencia de la excepcionalidad como aspiración suprema del hecho artístico, resulta por lo menos abusivo que, invariablemente, se espere del espectador un acercamiento no sólo sosegado y ecuánime, sino además creativo de inmediato, y que se deshaga cuanto antes de impresiones espontáneas (el espanto, por ejemplo, o la pereza, o incluso la complacencia de los sentidos), para que en cambio proceda a la consideración circunspecta, renunciando por principio a consentirse ninguna extrañeza —que, si no hay más remedio, sólo será tolerable si al fin queda envuelta en las explicaciones y justificaciones de rigor. La experiencia ha de ser un ejercicio de prudencia y de humildad: nada de juicios veloces, nada de chasquear la lengua, y mucho menos una sonrisita sarnosa; alzarse de hombros y dar media vuelta es una claudicación,

o bien el reconocimiento de la propia zafiedad. Y digo que es abusivo proscribir, en la comprensión del arte, toda manifestación de desconcierto, porque la materia prima del hecho artístico es precisamente nuestra desprevención. (Ilustración grosera —y de paso anuncio que ya no voy a volver a escribir aquí «hecho artístico», porque ya me harté—: si quieres pegarle un susto a alguien, te acercas en silencio y sin que se dé cuenta; no puedes esperar que, acto seguido, empiece a preguntarse por las implicaciones socioculturales de que el piquete que recibió lo recibiera en las costillas, o qué significados subyacen en el hecho de que hayas elegido una máscara de gorila, o cómo, en qué contexto y según cuáles autores, tendría que interpretarse el «¡Bu!» que tuviste a bien añadir. Sólo habrá un alarido, primero, y enseguida un arrebato de furia o un ataque de risa: no más). Hablo del espectador como hablo del crítico, pues no encuentro que tenga mucho sentido distinguir a uno de otro —como no sea porque el segundo extiende y pormenoriza sus juicios para obsequiárselos al

mundo, en tanto el primero nomás queda rumiando a solas, o ni eso. Y tengo la sospecha de que para ambos, que vienen siendo el mismo, el trabajo intelectual que demanda el arte contemporáneo ha devenido, en buena medida, un asunto de etiqueta: una regulación tácita de los modales según la cual toda objeción automática es automáticamente objetable, y por la que debe recelarse del recelo si no está expresado, paradójicamente, como una atenta forma de ponderación; de ahí que los exabruptos, las preguntas sinceras o los sarcasmos sean infracciones propias sólo de asnos majaderos que no merecen más que desdén. Más injusticia, si cabe: cuando es tan frecuente saber de artistas cuyos empeños están definidos (o eso vienen a contar) por la ironía, luego resulta que hay que abstenerse de ironías a la hora de vérselas con ellos —lo que más que irónico resulta ridículo, vamos diciéndolo como es. Y es adonde quería llegar. A las dificultades de decir las cosas como son, a las posibilidades que cancela la represión del llano parecer, canjeado siempre

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galleta china

Se entiende (o yo entiendo, pues) que, sobre valores como legibilidad y perdurabilidad, entre otros que el arte contemporáneo (me da por pensar) ha dejado de lado, cada nueva creación ha de prevalecer gracias a su carácter imprevisible y, sobre todo, a la singularidad a la que aspira.

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por elaboraciones elusivas respecto a lo que muy probablemente no las merezca y mucho menos las necesite. (Posibilidades, por ejemplo, como las que exploró y usufructuó con genio insuperable don Isidro Bustos Domecq, el escritor que un tiempo dio en comparecer en la colaboración de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares: concretamente en sus Crónicas, de 1967, en realidad exordios fasci-

nantes a las obras de artistas absolutamente inusitados y deslumbrantes... por fatuos, desorbitados o imbéciles. Toda una lección del beneficio que la parodia y las puras ganas de joder rinden a la apreciación del arte). A veces escucho por la radio a una crítica empecinada en dejar claro —supongo que hará falta insistir mucho—que es basura buena parte del arte contemporáneo que puebla los

José Israel Carranza (Guadalajara, 1972) es editor de la revista Luvina, de la Universidad de Guadalajara. Su blog: http://azotecarranza.blogspot.com. Recientemente apareció su nuevo libro, Las encías de la azafata (Tumbona Ediciones / UdeG, 2010).

galleta china

galleta china

«La triste verdad que debemos aceptar es que, en el gran orden de las cosas, cualquier basura tiene más significado que lo que deja ver nuestra crítica»…

museos y galerías del mundo. Otras veces caigo en revistas cuyos colaboradores, evidentemente, están lejos de guardar semejante posición, y se afanan en cambio en los exámenes más o menos abstrusos que les impone aquello que van descubriendo y viéndose impelidos a comunicar. En ambos casos, me temo, acabo siendo orillado al bostezo y a la verificación de ciertas constantes: la crítica de arte está, por lo general, encantada consigo misma, se tiene a sí misma por algo respetabilísimo, y en consecuencia es incapaz de proponerse ningún sentido del humor, y mucho menos ningún gesto que atenúe su gravedad y sus ansias de fijación del sentido de aquello que la ocupa: así, parte —sin necesidad siquiera de enterarse— de su propio fracaso al renunciar a decir lo que en verdad quisiera decir, y de ahí vienen la ilegibilidad

que muchas veces la posibilita, la vacuidad que la sostiene, la indiferencia que le permite sobrevivir. «La triste verdad que debemos aceptar es que, en el gran orden de las cosas, cualquier basura tiene más significado que lo que deja ver nuestra crítica», reconoció admirablemente el crítico gastronómico Anton Ego, en la reseña modélica e iluminadora que redacta como punto culminante de la película Ratatouille —y en la que sintetiza una claridosa moral del oficio a la que deberían asomarse muchos antes de empezar a farfullar sus pareceres. Pacato como sabe ser, el Diccionario de la RAE da cuatro acepciones para la voz mamada, la última de las cuales (la que es mexicanismo) es la que nos interesa: «Despropósito». Estaremos de acuerdo en que la riqueza de significado que mamada posee, usada en este sentido, va mucho más allá: con ella se designa, sí, al despropósito, pero cometido a sabiendas, con ánimo de burla o de gracejada; también es aquello que resulta de la presunción y el alarde (como cuando un futbolista se adorna de más, y es por ello un mamón), o bien una tomadura de pelo que no llega a serlo porque nos percatamos a tiempo. Asimismo, es mamada una cosa incomprensible que finge ser lo contrario, sólo que mediante rodeos y mirándola desde determinados puntos de vista —pues, de condescender a ser desentrañada fácilmente, quedaría pronto denunciada en su insustancialidad: una boruca, vaya, un puro balbuceo. En el arte contemporáneo —y por qué no tendría que ser así, ultimadamente— no son infrecuentes las mamadas, posibles muchas veces por cuanto las propicia y las alienta el afán de excepcionalidad con que los artistas buscan tomarnos desprevenidos. Lo que no es común, o más bien no existe, es su identificación como tales, usando ése u otros términos afines. (¡Y con lo económico, satisfactorio, claro y sonoro que es decir «Esto es una mamada»! ¡Y con lo natural que es, y con lo mucho que se dice y se escucha, y con el contento que así se recauda y con lo mucho que sirve para poner a alguien en su sitio!). Sencillamente es algo que no habremos de ver por escrito, ni de escucharle a ningún crítico con un micrófono enfrente, pues nada más ajeno a su oficio que decir las cosas como son. No soy ingenuo (espero): sé que, de usar la palabrita, una crítica quedaría inmediatamente desactivada, pues saldría sobrándole todo lo demás que necesita —su engolosinamiento, su pirotecnia, la profusión de naderías que le dan cuerpo. Pero ¿no sería sensacional?

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por elaboraciones elusivas respecto a lo que muy probablemente no las merezca y mucho menos las necesite. (Posibilidades, por ejemplo, como las que exploró y usufructuó con genio insuperable don Isidro Bustos Domecq, el escritor que un tiempo dio en comparecer en la colaboración de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares: concretamente en sus Crónicas, de 1967, en realidad exordios fasci-

nantes a las obras de artistas absolutamente inusitados y deslumbrantes... por fatuos, desorbitados o imbéciles. Toda una lección del beneficio que la parodia y las puras ganas de joder rinden a la apreciación del arte). A veces escucho por la radio a una crítica empecinada en dejar claro —supongo que hará falta insistir mucho—que es basura buena parte del arte contemporáneo que puebla los

José Israel Carranza (Guadalajara, 1972) es editor de la revista Luvina, de la Universidad de Guadalajara. Su blog: http://azotecarranza.blogspot.com. Recientemente apareció su nuevo libro, Las encías de la azafata (Tumbona Ediciones / UdeG, 2010).

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«La triste verdad que debemos aceptar es que, en el gran orden de las cosas, cualquier basura tiene más significado que lo que deja ver nuestra crítica»…

museos y galerías del mundo. Otras veces caigo en revistas cuyos colaboradores, evidentemente, están lejos de guardar semejante posición, y se afanan en cambio en los exámenes más o menos abstrusos que les impone aquello que van descubriendo y viéndose impelidos a comunicar. En ambos casos, me temo, acabo siendo orillado al bostezo y a la verificación de ciertas constantes: la crítica de arte está, por lo general, encantada consigo misma, se tiene a sí misma por algo respetabilísimo, y en consecuencia es incapaz de proponerse ningún sentido del humor, y mucho menos ningún gesto que atenúe su gravedad y sus ansias de fijación del sentido de aquello que la ocupa: así, parte —sin necesidad siquiera de enterarse— de su propio fracaso al renunciar a decir lo que en verdad quisiera decir, y de ahí vienen la ilegibilidad

que muchas veces la posibilita, la vacuidad que la sostiene, la indiferencia que le permite sobrevivir. «La triste verdad que debemos aceptar es que, en el gran orden de las cosas, cualquier basura tiene más significado que lo que deja ver nuestra crítica», reconoció admirablemente el crítico gastronómico Anton Ego, en la reseña modélica e iluminadora que redacta como punto culminante de la película Ratatouille —y en la que sintetiza una claridosa moral del oficio a la que deberían asomarse muchos antes de empezar a farfullar sus pareceres. Pacato como sabe ser, el Diccionario de la RAE da cuatro acepciones para la voz mamada, la última de las cuales (la que es mexicanismo) es la que nos interesa: «Despropósito». Estaremos de acuerdo en que la riqueza de significado que mamada posee, usada en este sentido, va mucho más allá: con ella se designa, sí, al despropósito, pero cometido a sabiendas, con ánimo de burla o de gracejada; también es aquello que resulta de la presunción y el alarde (como cuando un futbolista se adorna de más, y es por ello un mamón), o bien una tomadura de pelo que no llega a serlo porque nos percatamos a tiempo. Asimismo, es mamada una cosa incomprensible que finge ser lo contrario, sólo que mediante rodeos y mirándola desde determinados puntos de vista —pues, de condescender a ser desentrañada fácilmente, quedaría pronto denunciada en su insustancialidad: una boruca, vaya, un puro balbuceo. En el arte contemporáneo —y por qué no tendría que ser así, ultimadamente— no son infrecuentes las mamadas, posibles muchas veces por cuanto las propicia y las alienta el afán de excepcionalidad con que los artistas buscan tomarnos desprevenidos. Lo que no es común, o más bien no existe, es su identificación como tales, usando ése u otros términos afines. (¡Y con lo económico, satisfactorio, claro y sonoro que es decir «Esto es una mamada»! ¡Y con lo natural que es, y con lo mucho que se dice y se escucha, y con el contento que así se recauda y con lo mucho que sirve para poner a alguien en su sitio!). Sencillamente es algo que no habremos de ver por escrito, ni de escucharle a ningún crítico con un micrófono enfrente, pues nada más ajeno a su oficio que decir las cosas como son. No soy ingenuo (espero): sé que, de usar la palabrita, una crítica quedaría inmediatamente desactivada, pues saldría sobrándole todo lo demás que necesita —su engolosinamiento, su pirotecnia, la profusión de naderías que le dan cuerpo. Pero ¿no sería sensacional?

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el arte de maicear informalidad y piratería ana elena mallet

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Si nos atenemos al pensamiento platónico que afirma que el arte es un reflejo de la realidad (la representación), sería interesante revisar cómo el arte de hoy esta representando el tremendo momento que vive este país.

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Para la impensable situación que se vive en México, hay pocos artistas refiriéndose a la violencia, al crimen organizado y al tráfico de drogas en su justa dimensión. Quizá la obra más contundente al respecto, sigue siendo la de Teresa Margolles. Sin embargo, luego del fin de la modernidad, el arte de las décadas recientes, más que hacer referencia a lo real, se ha caracterizado por ser un conjunto de estrategias y narrativas que relatan la realidad y buscan reflexionar sobre ella, criticarla o simplemente exponerla. El fin de la modernidad, la búsqueda sin resultados trajo como consecuencia sobre todo en América latina, el abandono de las utopías. Tal y como dijo Mannheim, con el abandono de las utopías el hombre perderá su voluntad de dar forma a la historia y, por tanto, de comprenderla. Con el afán de resolver la vida cotidiana, de asir la realidad y así entenderla, un gran número de artistas latinoamericanos han recurrido en años recientes a estrategias relacionadas con la informalidad, la precariedad, el robo, la apropiación y la piratería. Sólo así, con esas prácticas tan cotidianas en la sociedad actual podrán explicarse su presente o por lo menos intentarlo. Un claro ejemplo de estas estrategias es el proyecto temprano de Francis Alÿs The liar and the copy of the liar (1994) en el que el artista pinta una obra y luego pide a una serie de rotulistas que la copien. La instalación en el Museo de Arte Moderno consistía en un montaje donde todas las obras convivían. La autoría entonces se desvanece. El original convive con la copia de la copia. Quizá una metáfora de lo que se

vive en el país al pasar por los puestos ambulantes donde a uno le ofrecen tres películas por una, y por 30 pesos uno esta dispuesto a ver la copia de la copia y a tacharla de su lista de pendientes. Una manera de redimirnos y vengarnos del poder hegemónico ante una situación social tan dispar. Paracaidista—Avenida Revolución 1608 bis, de Héctor Zamora, es otro buen ejemplo para mostrar como existen, tanto soluciones públicas, como adaptaciones en lo privado que responden a una suerte de cultura de la supervivencia. Esta obra —tuvo lugar durante en el año 2004 en la ciudad de México. El artista erigió en la fachada del Museo de Arte Carrillo Gil una enorme construcción de tipo informal. Zamora se aprovechó no sólo de la fachada del espacio museístico sino también de sus servicios. El artista vivió dentro de esta edificación por un periodo de tres meses “colgado” literalmente, del edificio y también de los recursos del museo. Evidenciando las posibilidades que le otorga la escultura para generar reflexiones espaciales, la pieza sirvió también para explorar un discurso en torno a la estética de estas manifestaciones informales y a la formas que lo cotidiano adquiere dentro de ellas.

Ana Elena Mallet (Ciudad de México,1971) es curadora, crítica de arte y escritora. Estudió literatura latinoamericana en la Universidad Iberoamericana. Tiene estudios complementarios en Arte y Museología.


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el arte de maicear informalidad y piratería ana elena mallet

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Si nos atenemos al pensamiento platónico que afirma que el arte es un reflejo de la realidad (la representación), sería interesante revisar cómo el arte de hoy esta representando el tremendo momento que vive este país.

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Para la impensable situación que se vive en México, hay pocos artistas refiriéndose a la violencia, al crimen organizado y al tráfico de drogas en su justa dimensión. Quizá la obra más contundente al respecto, sigue siendo la de Teresa Margolles. Sin embargo, luego del fin de la modernidad, el arte de las décadas recientes, más que hacer referencia a lo real, se ha caracterizado por ser un conjunto de estrategias y narrativas que relatan la realidad y buscan reflexionar sobre ella, criticarla o simplemente exponerla. El fin de la modernidad, la búsqueda sin resultados trajo como consecuencia sobre todo en América latina, el abandono de las utopías. Tal y como dijo Mannheim, con el abandono de las utopías el hombre perderá su voluntad de dar forma a la historia y, por tanto, de comprenderla. Con el afán de resolver la vida cotidiana, de asir la realidad y así entenderla, un gran número de artistas latinoamericanos han recurrido en años recientes a estrategias relacionadas con la informalidad, la precariedad, el robo, la apropiación y la piratería. Sólo así, con esas prácticas tan cotidianas en la sociedad actual podrán explicarse su presente o por lo menos intentarlo. Un claro ejemplo de estas estrategias es el proyecto temprano de Francis Alÿs The liar and the copy of the liar (1994) en el que el artista pinta una obra y luego pide a una serie de rotulistas que la copien. La instalación en el Museo de Arte Moderno consistía en un montaje donde todas las obras convivían. La autoría entonces se desvanece. El original convive con la copia de la copia. Quizá una metáfora de lo que se

vive en el país al pasar por los puestos ambulantes donde a uno le ofrecen tres películas por una, y por 30 pesos uno esta dispuesto a ver la copia de la copia y a tacharla de su lista de pendientes. Una manera de redimirnos y vengarnos del poder hegemónico ante una situación social tan dispar. Paracaidista—Avenida Revolución 1608 bis, de Héctor Zamora, es otro buen ejemplo para mostrar como existen, tanto soluciones públicas, como adaptaciones en lo privado que responden a una suerte de cultura de la supervivencia. Esta obra —tuvo lugar durante en el año 2004 en la ciudad de México. El artista erigió en la fachada del Museo de Arte Carrillo Gil una enorme construcción de tipo informal. Zamora se aprovechó no sólo de la fachada del espacio museístico sino también de sus servicios. El artista vivió dentro de esta edificación por un periodo de tres meses “colgado” literalmente, del edificio y también de los recursos del museo. Evidenciando las posibilidades que le otorga la escultura para generar reflexiones espaciales, la pieza sirvió también para explorar un discurso en torno a la estética de estas manifestaciones informales y a la formas que lo cotidiano adquiere dentro de ellas.

Ana Elena Mallet (Ciudad de México,1971) es curadora, crítica de arte y escritora. Estudió literatura latinoamericana en la Universidad Iberoamericana. Tiene estudios complementarios en Arte y Museología.


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Diego Teo (Ciudad de México, 1978) es artista visual.

Siempreotravez surge de la colaboración entre Andrés

Recientemente su trabajo se ha mostrado en el Museo de Arte Moderno (MAM). Actualmente trabaja en colaboración con Andrés Villalobos en el Siempreotravez y el Grupo DE. Imparte clases en la ENPEG “La Esmeralda” (CNA), la Curtiduría de Oaxaca, entre otros espacios artísticos.

Villalobos y Diego Teo en un esfuerzo por compartir el trabajo con otros. SIEMPREOTRAVEZ es una leyenda, un grito de lucha que se manifiesta en publicaciones, radio, cine, derivas, murales, muestras, sesiones de dibujo y cerveza con los amigos. Su carácter fantasmagórico dificulta su visibilidad.

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Diego Teo (Ciudad de México, 1978) es artista visual.

Siempreotravez surge de la colaboración entre Andrés

Recientemente su trabajo se ha mostrado en el Museo de Arte Moderno (MAM). Actualmente trabaja en colaboración con Andrés Villalobos en el Siempreotravez y el Grupo DE. Imparte clases en la ENPEG “La Esmeralda” (CNA), la Curtiduría de Oaxaca, entre otros espacios artísticos.

Villalobos y Diego Teo en un esfuerzo por compartir el trabajo con otros. SIEMPREOTRAVEZ es una leyenda, un grito de lucha que se manifiesta en publicaciones, radio, cine, derivas, murales, muestras, sesiones de dibujo y cerveza con los amigos. Su carácter fantasmagórico dificulta su visibilidad.

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dos o tres caminos —entre otros posibles— para entrar y salir de alias gabriel wolfson (1.1

Alias probablemente sea el proyecto editorial más interesante de los últimos años en México, no solo por los títulos que ha puesto en circulación, sino por sus estrategias de apropiación, adaptación y recontextualización de los libros que publica. Tomando a Alias como punto de partida o de llegada, pero apropiándose de sus estrategias, Gabriel Wolfson arriesga en este ensayo una lectura excéntrica de cierta literatura mexicana: libros que, desde la literatura, hacen lo que Alias desde la edición: libros que son actos.

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2.

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1.

La vieja, sencilla, elegante teoría de los actos de habla: las palabras hacen cosas. Nuestras frases no solamente dicen algo, no sólo dicen lo que dicen, sino que realizan una acción. Al principio se pensó en una diferencia: enunciados ilocutivos y enunciados perlocutivos. Los primeros expresan su contenido, los segundos generan una reacción, una respuesta. Más tarde fue quedando claro que todos los enunciados son perlocutivos: existen no como huellas del espíritu sino como hechos del mundo, hechos entre hechos, cuerpos que hablan y cuerpos que son hablados.

1.

Con El libro vacío Josefina Vicens entrega —también sencilla, elegante— la summa inaugural de la metaenunciación. Una voz se desdobla en otra y en otras. Una voz, la primera, masculina, pero más bien maternal con todos los parias, los verdaderos

sufrientes de la crisis existencial, los desposeídos incluso de cólera y de ironía. Es la voz del casi anónimo José García, el protagonista del libro, quien se encierra en un cuarto con dos cuadernos, uno destinado a los apuntes nerviosos, otro a la gran obra. El segundo, desde luego, se queda vacío: lo que leemos es la obsesiva escritura del primero, una escritura sobre la escritura, sobre la dificultad de la escritura, sobre la imposibilidad de la escritura, sobre la inutilidad de la escritura: una especie de diario sin fechas que registra la desesperada esperanza que, con todo, queda ahí en medio de tanta imposibilidad. Pero es eso: no un diario sino una especie de diario, de la misma manera en que no leemos ese primer cuaderno sino la representación de ese primer cuaderno: el primer capítulo del libro ofrece la voz de José García presen-

Dependiendo de la situación, cualquier frase puede ser vista al menos como una afirmación o una constatación: “Está lloviendo”. Ya no digamos frase: cualquier toma de palabra, cualquier emisión de lenguaje (“yo”, “esto”) o incluso cualquier no emisión de lenguaje, cualquier toma de palabra que se queda luego sin decir palabra, puede ser vista como una acción. Decir “está lloviendo” al asomarse por la ventana, decirlo cuando alguien nos pide salir por cigarros, decirlo en el desierto, decirlo para uno mismo en una tarde efectivamente lluviosa: llueve, no hay nadie más en la casa, empieza a oscurecer pero las luces siguen apagadas, y entonces decir “está lloviendo”, y luego decir “esto”, y luego decir “esto o lo otro” para al final señalar con el dedo al gato y decir “yo”.) Con “El grafógrafo” Salvador Elizondo entrega —desganada, pirotécnica— la versión abreviada de la biblia de la metaenunciación. Como si dijera: no necesito historia ni nombres, por más anónimos que parezcan; me estorba el calor de esa humanidad desposeída que se congela en los parques y alamedas, porque todo esto no es más que puro procedimiento. Un adverbio —“mentalmente”— y cuatro verbos —escribir, ver, recordar e imaginar— bajo distintas conjugaciones en primera persona y encadenados en monótonas subordinaciones: un párrafo famoso. En él ya no hay una voz que diga “esto es un párrafo”: desde su primera frase —“Escribo”— estamos ya fuera del texto y dentro del juego perverso del lenguaje. Salvo que este párrafo sin límites tiene uno: su

título. Antes o después, el título nos devuelve al interior del texto —y al interior del libro, de la estantería, de la biblioteca y de la literatura.

2.

En la carrera del siglo xx por definir lo literario, la pragmática —sencilla, sin el sex appeal de las grandes teorías— llegó en la recta final, para intentar destilar el tipo de acto de habla recurrente y específico de los textos literarios. En ellos habría más bien pseudo actos de habla: no una afirmación sino algo así como una afirmación, algo así como una pregunta o una queja. Y en todo caso, un macro acto de habla general: el acto de pretender cambiar la opinión del lector con respecto a los enunciados del propio texto literario. Ahora bien: de tal acercamiento se puede discutir su riesgo de deshistorizar o

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tando sus cuadernos e invitándonos a leerlos, es decir, invitándonos a leer el resto de capítulos del libro. Enunciado en otro nivel —como si dijéramos, enunciado en otro libro—, el primer capítulo de El libro vacío es propiamente lo que hace que El libro vacío sea una novela y por lo tanto un libro. Le da y nos da seguridad de que es eso lo que estamos leyendo; recoge los cabos sueltos, reúne y ata las tensiones de una metaescritura que, de otra manera, podría perderse en el delirio de los signos.

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dos o tres caminos —entre otros posibles— para entrar y salir de alias gabriel wolfson (1.1

Alias probablemente sea el proyecto editorial más interesante de los últimos años en México, no solo por los títulos que ha puesto en circulación, sino por sus estrategias de apropiación, adaptación y recontextualización de los libros que publica. Tomando a Alias como punto de partida o de llegada, pero apropiándose de sus estrategias, Gabriel Wolfson arriesga en este ensayo una lectura excéntrica de cierta literatura mexicana: libros que, desde la literatura, hacen lo que Alias desde la edición: libros que son actos.

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La vieja, sencilla, elegante teoría de los actos de habla: las palabras hacen cosas. Nuestras frases no solamente dicen algo, no sólo dicen lo que dicen, sino que realizan una acción. Al principio se pensó en una diferencia: enunciados ilocutivos y enunciados perlocutivos. Los primeros expresan su contenido, los segundos generan una reacción, una respuesta. Más tarde fue quedando claro que todos los enunciados son perlocutivos: existen no como huellas del espíritu sino como hechos del mundo, hechos entre hechos, cuerpos que hablan y cuerpos que son hablados.

1.

Con El libro vacío Josefina Vicens entrega —también sencilla, elegante— la summa inaugural de la metaenunciación. Una voz se desdobla en otra y en otras. Una voz, la primera, masculina, pero más bien maternal con todos los parias, los verdaderos

sufrientes de la crisis existencial, los desposeídos incluso de cólera y de ironía. Es la voz del casi anónimo José García, el protagonista del libro, quien se encierra en un cuarto con dos cuadernos, uno destinado a los apuntes nerviosos, otro a la gran obra. El segundo, desde luego, se queda vacío: lo que leemos es la obsesiva escritura del primero, una escritura sobre la escritura, sobre la dificultad de la escritura, sobre la imposibilidad de la escritura, sobre la inutilidad de la escritura: una especie de diario sin fechas que registra la desesperada esperanza que, con todo, queda ahí en medio de tanta imposibilidad. Pero es eso: no un diario sino una especie de diario, de la misma manera en que no leemos ese primer cuaderno sino la representación de ese primer cuaderno: el primer capítulo del libro ofrece la voz de José García presen-

Dependiendo de la situación, cualquier frase puede ser vista al menos como una afirmación o una constatación: “Está lloviendo”. Ya no digamos frase: cualquier toma de palabra, cualquier emisión de lenguaje (“yo”, “esto”) o incluso cualquier no emisión de lenguaje, cualquier toma de palabra que se queda luego sin decir palabra, puede ser vista como una acción. Decir “está lloviendo” al asomarse por la ventana, decirlo cuando alguien nos pide salir por cigarros, decirlo en el desierto, decirlo para uno mismo en una tarde efectivamente lluviosa: llueve, no hay nadie más en la casa, empieza a oscurecer pero las luces siguen apagadas, y entonces decir “está lloviendo”, y luego decir “esto”, y luego decir “esto o lo otro” para al final señalar con el dedo al gato y decir “yo”.) Con “El grafógrafo” Salvador Elizondo entrega —desganada, pirotécnica— la versión abreviada de la biblia de la metaenunciación. Como si dijera: no necesito historia ni nombres, por más anónimos que parezcan; me estorba el calor de esa humanidad desposeída que se congela en los parques y alamedas, porque todo esto no es más que puro procedimiento. Un adverbio —“mentalmente”— y cuatro verbos —escribir, ver, recordar e imaginar— bajo distintas conjugaciones en primera persona y encadenados en monótonas subordinaciones: un párrafo famoso. En él ya no hay una voz que diga “esto es un párrafo”: desde su primera frase —“Escribo”— estamos ya fuera del texto y dentro del juego perverso del lenguaje. Salvo que este párrafo sin límites tiene uno: su

título. Antes o después, el título nos devuelve al interior del texto —y al interior del libro, de la estantería, de la biblioteca y de la literatura.

2.

En la carrera del siglo xx por definir lo literario, la pragmática —sencilla, sin el sex appeal de las grandes teorías— llegó en la recta final, para intentar destilar el tipo de acto de habla recurrente y específico de los textos literarios. En ellos habría más bien pseudo actos de habla: no una afirmación sino algo así como una afirmación, algo así como una pregunta o una queja. Y en todo caso, un macro acto de habla general: el acto de pretender cambiar la opinión del lector con respecto a los enunciados del propio texto literario. Ahora bien: de tal acercamiento se puede discutir su riesgo de deshistorizar o

galleta china

tando sus cuadernos e invitándonos a leerlos, es decir, invitándonos a leer el resto de capítulos del libro. Enunciado en otro nivel —como si dijéramos, enunciado en otro libro—, el primer capítulo de El libro vacío es propiamente lo que hace que El libro vacío sea una novela y por lo tanto un libro. Le da y nos da seguridad de que es eso lo que estamos leyendo; recoge los cabos sueltos, reúne y ata las tensiones de una metaescritura que, de otra manera, podría perderse en el delirio de los signos.

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Epígrafe: “Cita o senten cia que suele ponerse a la cabeza de una obra científica o literaria o de cada uno de sus capít ulos o divisiones de otra clase” (drae).

3.

Con Movimiento perpetuo Augusto Monterroso entrega —quizá sin querer, sin aspavientos— su libro menos monterrosiano. Con el boom diluyéndose bajo los ecos del caso Padilla, Monterroso se olvida de los animales listos y los burgueses tontos de sus otros libros, y sobre todo se olvida de sus raíces clásicas, de su apego militante a las normas de Horacio. En el libro hay más bien oficinistas, sirvientas, matrimonios, parejitas adúlteras, poetas comunes y corrientes. Hay ensayos ligeros sobre alegres palindromas o sobre el exceso de libros, hay dos cuentos magníficos y hay otros textos más sospechosos: textos que parecen ensayos pero son pálidas ficciones, textos constituidos por una sola frase y además incompleta, textos que parecen no tener sentido ni encanto ni necesidad. Además, hay muchas moscas dibujadas a lo largo del libro y muchas citas sobre moscas de diversos autores, desperdigadas también en muchas páginas. En los márgenes del texto, no obstante, en lo que Genette llamó los umbrales, asoma la mano terriblemente discreta de Monterroso pero esta vez sin arabescos metaenunciativos: para intervenir —por primera vez con tanta contundencia— ya no en el texto sino en el libro.

(2.1 Sin aludir a la lingüística ni a la pragmática, los historiadores del libro y de la lectura han dejado claro, en cambio, que un libro no es sólo el texto que lleva contenido en sí: pues que en llamándose Libro el de buen amor

puede dejar de serlo. Ni el libro es sólo el texto que porta ni el texto es independiente del objeto concreto en que se encarna. Aún más: el objeto concreto y los usos concretos de ese objeto: un libro leído o escuchado, leído en voz alta o en silencio, con ilustraciones o sin ellas, propio o prestado, leído por placer o por encargo, en fotocopias o en edición de lujo, lectura única en el año o acompañada por otras cientos de lecturas, lectura a la que se consagran muchas horas gracias al ocio feudal o al ocio remunerado o bien lectura prohibida que roba minutos a las tareas obligatorias, lectura obvia y natural o lectura insospechada que trastorna los roles, lectura crítica o lectura bovarista, libro como coronación social de la vida o como rebelión contra la vida, etcétera). 3.1 Epígrafe: “Cita o sentencia que suele ponerse a la cabeza de una obra científica o literaria o de cada uno de sus capítulos o divisiones de otra clase” (DRAE). El epígrafe va antes del texto, pero en Movimiento perpetuo hay a su vez algo antes del epígrafe: un texto pequeño dejado ahí, abandonado en una hoja, con un formato distinto al del resto del libro aunque no decididamente extraño, y que, como los prólogos de Macedonio Fernández en su Museo…, puede de pronto hacer pensar que en realidad no hay texto, que todo es un epígrafe de otro epígrafe de otro epígrafe de un texto que nunca llegará. Fe de erratas: “Lista de las erratas observadas en un libro, inserta en él al final o al comienzo, con la enmienda que de cada una debe hacerse” (DRAE). En Movimiento perpetuo hay una fe de erratas pero no precisamente inserta, puesto que no se trata de un elemento ajeno sino constitutivo del libro. Es otro texto del libro, escrito no por el impresor sino por el propio Monterroso: lo externo al texto se interioriza, o bien el texto comienza a ser pura exterioridad. Solapa: “Prolongación lateral de la cubierta o camisa de un libro, que se dobla hacia adentro y en la que se

galleta china

sus quizá obvios, simplones resultados; lo que no se puede discutir mayormente es que aquellos intentos desde la pragmática se enfocaban no en los libros sino en los textos contenidos en esos libros: el Libro de buen amor, según ello, y en caso de que pudiera determinarse tal cosa, estaría produciendo el mismo acto de habla en manuscrito que en libro impreso, en edición crítica de Castalia que en el heroico papel Revolución de Porrúa.

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Epígrafe: “Cita o senten cia que suele ponerse a la cabeza de una obra científica o literaria o de cada uno de sus capít ulos o divisiones de otra clase” (drae).

3.

Con Movimiento perpetuo Augusto Monterroso entrega —quizá sin querer, sin aspavientos— su libro menos monterrosiano. Con el boom diluyéndose bajo los ecos del caso Padilla, Monterroso se olvida de los animales listos y los burgueses tontos de sus otros libros, y sobre todo se olvida de sus raíces clásicas, de su apego militante a las normas de Horacio. En el libro hay más bien oficinistas, sirvientas, matrimonios, parejitas adúlteras, poetas comunes y corrientes. Hay ensayos ligeros sobre alegres palindromas o sobre el exceso de libros, hay dos cuentos magníficos y hay otros textos más sospechosos: textos que parecen ensayos pero son pálidas ficciones, textos constituidos por una sola frase y además incompleta, textos que parecen no tener sentido ni encanto ni necesidad. Además, hay muchas moscas dibujadas a lo largo del libro y muchas citas sobre moscas de diversos autores, desperdigadas también en muchas páginas. En los márgenes del texto, no obstante, en lo que Genette llamó los umbrales, asoma la mano terriblemente discreta de Monterroso pero esta vez sin arabescos metaenunciativos: para intervenir —por primera vez con tanta contundencia— ya no en el texto sino en el libro.

(2.1 Sin aludir a la lingüística ni a la pragmática, los historiadores del libro y de la lectura han dejado claro, en cambio, que un libro no es sólo el texto que lleva contenido en sí: pues que en llamándose Libro el de buen amor

puede dejar de serlo. Ni el libro es sólo el texto que porta ni el texto es independiente del objeto concreto en que se encarna. Aún más: el objeto concreto y los usos concretos de ese objeto: un libro leído o escuchado, leído en voz alta o en silencio, con ilustraciones o sin ellas, propio o prestado, leído por placer o por encargo, en fotocopias o en edición de lujo, lectura única en el año o acompañada por otras cientos de lecturas, lectura a la que se consagran muchas horas gracias al ocio feudal o al ocio remunerado o bien lectura prohibida que roba minutos a las tareas obligatorias, lectura obvia y natural o lectura insospechada que trastorna los roles, lectura crítica o lectura bovarista, libro como coronación social de la vida o como rebelión contra la vida, etcétera). 3.1 Epígrafe: “Cita o sentencia que suele ponerse a la cabeza de una obra científica o literaria o de cada uno de sus capítulos o divisiones de otra clase” (DRAE). El epígrafe va antes del texto, pero en Movimiento perpetuo hay a su vez algo antes del epígrafe: un texto pequeño dejado ahí, abandonado en una hoja, con un formato distinto al del resto del libro aunque no decididamente extraño, y que, como los prólogos de Macedonio Fernández en su Museo…, puede de pronto hacer pensar que en realidad no hay texto, que todo es un epígrafe de otro epígrafe de otro epígrafe de un texto que nunca llegará. Fe de erratas: “Lista de las erratas observadas en un libro, inserta en él al final o al comienzo, con la enmienda que de cada una debe hacerse” (DRAE). En Movimiento perpetuo hay una fe de erratas pero no precisamente inserta, puesto que no se trata de un elemento ajeno sino constitutivo del libro. Es otro texto del libro, escrito no por el impresor sino por el propio Monterroso: lo externo al texto se interioriza, o bien el texto comienza a ser pura exterioridad. Solapa: “Prolongación lateral de la cubierta o camisa de un libro, que se dobla hacia adentro y en la que se

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sus quizá obvios, simplones resultados; lo que no se puede discutir mayormente es que aquellos intentos desde la pragmática se enfocaban no en los libros sino en los textos contenidos en esos libros: el Libro de buen amor, según ello, y en caso de que pudiera determinarse tal cosa, estaría produciendo el mismo acto de habla en manuscrito que en libro impreso, en edición crítica de Castalia que en el heroico papel Revolución de Porrúa.

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imprimen algunas advertencias o anuncios” (DRAE). En su primera edición, Movimiento perpetuo enseñaba una advertencia anónima, escrita sin duda por Monterroso, donde entre otras cosas se leía: “He aquí, pues, uno de los pocos libros declaradamente prescindibles de todos los tiempos”. El envés del libro se voltea, como un estómago que se come a sí mismo hasta exteriorizarse como epidermis: aquellos espacios tradicionalmente reservados a los productores materiales del libro (fe de erratas, portada, solapa, índice), y que propiamente inscribían en el libro la distinción entre autor del texto y productores del libro, está ahora en manos del autor, entonces autor intelectual y material. Ya no leemos una metaenunciación: asistimos a una metaproducción del libro. Al grado de que las sucesivas reediciones, al modificar la portada y sustituir el texto de la solapa por el característico marketing hiperbólico, han de considerarse no reediciones ni reimpresiones sino versiones pobres de Movimiento perpetuo, como si nos resignáramos a que los cortos de una película son la película.

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3 y 4. Alias. Alias. Alias. La editorial de Damián Ortega hace explícito el carácter perlocutivo pero no de sus enunciados sino de los libros.

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Esto quiere decir que, con Alias, no hablamos de diseño editorial: no se trata de un texto mejor o peor dispuesto tipográficamente, mejor o peor corregido, con portadas más o menos dignas. Hablamos de que en este caso ya no puede plantearse la división entre texto y soporte. Detalles fascinantes, entre otros, que caracterizan a los libros de Alias: la barbarie tipográfica, la reproducción de fotocopias, el uso del papel más corriente y ruin, la ausencia de criterios de unificación, detalles desde luego no atribuibles al descuido pero tampoco, como se apuntaba, al diseño editorial: en Alias no existen los libros en cuanto textos (incluso en cuanto textos más imágenes) a los que dará forma un mejor o peor diseño, más o menos audaz. Los doce libros de la colección son, entre otras cosas, reflexiones en acto sobre, entre otras cosas, el ejercicio de la edición. O más que reflexiones —y más que ejercicio—, intervenciones, acechanzas a la política de la edición. Pretenden discutir —en acto— qué es editar, para qué ha de hacerse, qué es editar en este país nuestro, qué puede buscarse con ello, qué no debería ser editar, cómo puede uno situarse —de manera simple, elegante y repentina— más allá o más acá de la doxa empresarial que domina la edición. A su vez, y nuevamente entre otras cosas, buscan trabajar sobre la política de la propiedad intelectual, del control de los bienes simbólicos. Los libros de Alias quieren sin duda decir algo, participar de cierta posible discusión pública, incidir en las sensibilidades, airear un poco el circuito estrecho en que nos movemos, pero no en cuanto textos —no en cuanto enunciados bellamente inscritos en hojas de finísimo papel— sino en cuanto libros: no libros de arte ni libros-objeto: libros-acciones. Actos de habla que son actos de edición. Gabriel Wolfson (Puebla, 1976) es narrador y crítico literario. Ha publicado Ballenas (2004), Caja (2007), Ponte la del Puebla (2008) y Los restos del banquete (2009). En 2003 obtuvo el Premio Nacional de Cuento Joven Julio Torri.

almas perversas* román luján

necia

hermanos buitres

mañoso güevonazo

estaba entoloachada

además de ratotas

le pesaban los tompiates

con el miembro

compartían

pa’ trabajar pero no

carnoso de su macho

a la mujer

para achatar colas

pobretones

féminas asesinas

sabrosonas

para salir de jodidos

les colmó el plato

competían

vendían caricias

y le dieron

por el mejor trozo

e intercambiaban fluidos

su estate quieto

de longaniza

sicario de medio pelo

fémina torturadora

galeno macabro

le dio chicharrón al suegro

sabía que su ex

le gustaban

pa’ poder despacharse

surtidor no podía

tibiecitas jugosas

a gusto a la hija

y se las daba a desear

y quietecitas

bella y desequilibrada

niñera asesina

el locutorcete

usaba su buen porte

pasóles cuchillo

sus asquerosas

para propagar

para quedarse

llamadas destruían

su virus mortal

con el huerfanito

vidas y buenas colitas

* Los poemas reunidos bajo el título de “Almas perversas” son, en realidad, apropiaciones de los encabezados de las portadas de un porno-gore-cómic mexicano homónimo. Román Luján resemantiza su híperviolencia al exponerla desde el espacio poético y al confrontarla con el contexto actual de México, ese gesto estético supone también un gesto político.

Román Luján (Coahuila, 1975) es autor de los libros de poemas Instrucciones para hacerse el valiente (2000), Aspa Viento (2003, en colaboración con el pintor Jordi Boldó), Deshuesadero (2006) y Drâstel (2010). Es traductor de poesía en lengua inglesa y candidato al doctorado en literatura hispanoamericana en la Universidad de California, Los Ángeles.

galleta china

Ni el libro es sólo el texto que porta ni el texto es independiente del objeto concreto en que se encarna. Aún más: el objeto concreto y los usos concretos de ese objeto

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imprimen algunas advertencias o anuncios” (DRAE). En su primera edición, Movimiento perpetuo enseñaba una advertencia anónima, escrita sin duda por Monterroso, donde entre otras cosas se leía: “He aquí, pues, uno de los pocos libros declaradamente prescindibles de todos los tiempos”. El envés del libro se voltea, como un estómago que se come a sí mismo hasta exteriorizarse como epidermis: aquellos espacios tradicionalmente reservados a los productores materiales del libro (fe de erratas, portada, solapa, índice), y que propiamente inscribían en el libro la distinción entre autor del texto y productores del libro, está ahora en manos del autor, entonces autor intelectual y material. Ya no leemos una metaenunciación: asistimos a una metaproducción del libro. Al grado de que las sucesivas reediciones, al modificar la portada y sustituir el texto de la solapa por el característico marketing hiperbólico, han de considerarse no reediciones ni reimpresiones sino versiones pobres de Movimiento perpetuo, como si nos resignáramos a que los cortos de una película son la película.

galleta china

3 y 4. Alias. Alias. Alias. La editorial de Damián Ortega hace explícito el carácter perlocutivo pero no de sus enunciados sino de los libros.

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Esto quiere decir que, con Alias, no hablamos de diseño editorial: no se trata de un texto mejor o peor dispuesto tipográficamente, mejor o peor corregido, con portadas más o menos dignas. Hablamos de que en este caso ya no puede plantearse la división entre texto y soporte. Detalles fascinantes, entre otros, que caracterizan a los libros de Alias: la barbarie tipográfica, la reproducción de fotocopias, el uso del papel más corriente y ruin, la ausencia de criterios de unificación, detalles desde luego no atribuibles al descuido pero tampoco, como se apuntaba, al diseño editorial: en Alias no existen los libros en cuanto textos (incluso en cuanto textos más imágenes) a los que dará forma un mejor o peor diseño, más o menos audaz. Los doce libros de la colección son, entre otras cosas, reflexiones en acto sobre, entre otras cosas, el ejercicio de la edición. O más que reflexiones —y más que ejercicio—, intervenciones, acechanzas a la política de la edición. Pretenden discutir —en acto— qué es editar, para qué ha de hacerse, qué es editar en este país nuestro, qué puede buscarse con ello, qué no debería ser editar, cómo puede uno situarse —de manera simple, elegante y repentina— más allá o más acá de la doxa empresarial que domina la edición. A su vez, y nuevamente entre otras cosas, buscan trabajar sobre la política de la propiedad intelectual, del control de los bienes simbólicos. Los libros de Alias quieren sin duda decir algo, participar de cierta posible discusión pública, incidir en las sensibilidades, airear un poco el circuito estrecho en que nos movemos, pero no en cuanto textos —no en cuanto enunciados bellamente inscritos en hojas de finísimo papel— sino en cuanto libros: no libros de arte ni libros-objeto: libros-acciones. Actos de habla que son actos de edición. Gabriel Wolfson (Puebla, 1976) es narrador y crítico literario. Ha publicado Ballenas (2004), Caja (2007), Ponte la del Puebla (2008) y Los restos del banquete (2009). En 2003 obtuvo el Premio Nacional de Cuento Joven Julio Torri.

almas perversas* román luján

necia

hermanos buitres

mañoso güevonazo

estaba entoloachada

además de ratotas

le pesaban los tompiates

con el miembro

compartían

pa’ trabajar pero no

carnoso de su macho

a la mujer

para achatar colas

pobretones

féminas asesinas

sabrosonas

para salir de jodidos

les colmó el plato

competían

vendían caricias

y le dieron

por el mejor trozo

e intercambiaban fluidos

su estate quieto

de longaniza

sicario de medio pelo

fémina torturadora

galeno macabro

le dio chicharrón al suegro

sabía que su ex

le gustaban

pa’ poder despacharse

surtidor no podía

tibiecitas jugosas

a gusto a la hija

y se las daba a desear

y quietecitas

bella y desequilibrada

niñera asesina

el locutorcete

usaba su buen porte

pasóles cuchillo

sus asquerosas

para propagar

para quedarse

llamadas destruían

su virus mortal

con el huerfanito

vidas y buenas colitas

* Los poemas reunidos bajo el título de “Almas perversas” son, en realidad, apropiaciones de los encabezados de las portadas de un porno-gore-cómic mexicano homónimo. Román Luján resemantiza su híperviolencia al exponerla desde el espacio poético y al confrontarla con el contexto actual de México, ese gesto estético supone también un gesto político.

Román Luján (Coahuila, 1975) es autor de los libros de poemas Instrucciones para hacerse el valiente (2000), Aspa Viento (2003, en colaboración con el pintor Jordi Boldó), Deshuesadero (2006) y Drâstel (2010). Es traductor de poesía en lengua inglesa y candidato al doctorado en literatura hispanoamericana en la Universidad de California, Los Ángeles.

galleta china

Ni el libro es sólo el texto que porta ni el texto es independiente del objeto concreto en que se encarna. Aún más: el objeto concreto y los usos concretos de ese objeto

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José Luis Pescador (México, 1979) es artista visual y autor de cómic. Su pintura es figurativa y realista, con dosis de lirismo y expresionismo abstracto. Ha hecho un par de docenas de murales en diversos espacios públicos y privados en varias ciudades del Bajío, bajo el sello ARTEPOLIS, compañía de su creación especializada en pintura mural y decoración de espacios. Ha expuesto su obra en galerías y museos en México y el extranjero. Como autor de cómic e ilustración, durante 2010 dirigió e ilustró la SERIE CÓMIC BICENTENARIO. Ha publicado con las editoriales Fantagráphics (EU) y la Cúpula ediciones (España), en Editorial Raíces (Arqueología Mexicana), Editorial Santillana, entre otras y en revistas digitales como Replicante.com


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José Luis Pescador (México, 1979) es artista visual y autor de cómic. Su pintura es figurativa y realista, con dosis de lirismo y expresionismo abstracto. Ha hecho un par de docenas de murales en diversos espacios públicos y privados en varias ciudades del Bajío, bajo el sello ARTEPOLIS, compañía de su creación especializada en pintura mural y decoración de espacios. Ha expuesto su obra en galerías y museos en México y el extranjero. Como autor de cómic e ilustración, durante 2010 dirigió e ilustró la SERIE CÓMIC BICENTENARIO. Ha publicado con las editoriales Fantagráphics (EU) y la Cúpula ediciones (España), en Editorial Raíces (Arqueología Mexicana), Editorial Santillana, entre otras y en revistas digitales como Replicante.com


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Editorial Luis Felipe Fabre ekaterina álvarez romero Editores

daniela rocha diseño

hernán bravo varela iñaki bonillas fracisco de la mora ana elena mallet María minera consejo editorial

ilustra este número gustavo abascal arte

"bocinas", 2011, Tinta sobre papel, portada "Ady", 2011, Tinta sobre papel, p. 3 "repeat after me it’s over", 2011, Tinta sobre papel, p. 5 "I is for innocence", 2011, Tinta sobre papel, p. 6 "Hoodie roja I", 2011, Tinta sobre papel, p. 9 "Hoodie roja II", 2011, Tinta sobre papel, p. 10 "As fake as the man on the moon", 2011, Tinta sobre papel, p. 13 "Stages of like", 2011, Tinta sobre papel, p. 14-15 "Gato origami", 2011, Tinta sobre papel, p. 21 "Basurero", 2011, Tinta sobre papel, p. 22 "rana origami", 2011, Tinta sobre papel, p. 24 Agradecemos la colaboración y el apoyo de la galería de arte contemporáneo "TalCual" y Andrés Arredondo por permitirnos reproducir la obra del artista Gustavo Abascal para este número 7 de la revista. www.artetalcual.com

directorio Christiane Hajj Aboumrad Programa de Gestión, Promoción y Difusión Cultural / fundación del centro Histórico de la Ciudad de México A.C.

Julián Monroy Administración / Fundación del centro Histórico de la Ciudad de México A.C.

tania ragasol Coordinación artística / casa vecina-espacio cultural / fundación del centro Histórico de la Ciudad de México A.C.

Sara Hidalgo coordinación técnica / casa vecina-espacio cultural / fundación del centro Histórico de la Ciudad de México A.C. galletachina@fch.org.mx

información de contacto

GALLETA CHINA es una publicación cuatrimestral de Casa Vecina-Espacio Cultural de la Fundación del Centro Histórico de la Ciudad de México A.C. Distribución gratuita. Certificados de licitud de título y de licitud de contenido en trámite ante la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Número de Certificado de Reserva de derechos de uso exclusivo No. 04-2010-012917222500-101 otorgado por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Casa Vecina-Espacio Cultural. 1er Callejón de Mesones 7.Centro Histórico, 06080. México D.F. (52 55) 5709.1540 / Fax (52 55) 5709.1118. www.casavecina.com El contenido de los artículos es responsabilidad exclusiva de los autores. Todos los derechos están reservados. Queda prohibida la reproducción parcial o total del material publicado sin consentimiento por escrito de los editores. El tiraje total es de 5,000 ejemplares.

dad, ca es la ver n u n te r a l “E ” omentos… pero hay m ilán Eduardo M


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GAlleta china 06 REVISTA DE ARTE & PROPAGANDA EDITADA POR CASA VECINA AÑO 2 NÚMERO 6 DISTRIBUCIÓN GRATUITA

DE VACAS, ARAÑAS Y OTRAS PLAGAS ESCULTÓRICAS LEV ALARCÓN

TODA CREACIÓN ES UN PLAGIO LUIS ALBERTO AYALA BLANCO

LAS COSAS COMO SON (Y COMO NO SON) JOSÉ ISRAEL CARRANZA

INFORMALIDAD Y PIRATERÍA ANA ELENA MALLET

PÁGINAS INVERTIDAS SIEMPREOTRAVEZ DIEGO TEO

DOS O TRES CAMINOS —ENTRE OTROS POSIBLES— PARA ENTRAR O SALIR DE ALIAS GABRIEL WOLFSON

ALMAS PERVERSAS ROMÁN LUJÁN

UN DÍA EN LA CIUDAD MÁS CULTA DEL PLANETA JOSÉ LUIS PESCADOR

ARTE GUSTAVO ABASCAL

INVIERNO 2011


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