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GAlleta china 03 REVISTA DE ARTE & PROPAGANDA EDITADA POR CASA VECINA AñO 1 NÚMERO 3 DISTRIBUCIÓN GRATUITA

DE POR QUÉ CREO... MARÍA MINERA

CARTÓN VÍCTOR SULSER

UN PUEBLO DEL CANSANCIO: NOTAS SOBRE EL TALLER GABRIEL WOLFSON

PÁGINAS INVERTIDAS “TODA LA POESÍA…” JORGE MÉNDEZ BLAKE

CERDOS TATUADOS VÍCTOR ORTIZ PARTIDA

EL ARTE DE MAICEAR ANA ELENA MALLET

OTOÑO 2010


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Editorial Luis Felipe Fabre Editor

ekaterina álvarez romero coordinación editorial

daniela rocha diseño

hernán bravo varela iñaki bonillas ana elena mallet María minera consejo editorial

ilustran este número alejandra contreras ilustraciones

directorio Christiane Hajj Aboumrad Programa de Gestión, Promoción y Difusión Cultural / fundación del centro Histórico de la Ciudad de México A.C.

Julián Monroy Administración / Fundación del centro Histórico de la Ciudad de México A.C.

willy kautz Coordinación artística / casa vecina-espacio cultural / fundación del centro Histórico de la Ciudad de México A.C.

brenda caro cocotle coordinación técnica / casa vecina-espacio cultural / fundación del centro Histórico de la Ciudad de México A.C.

galletachina@fch.org.mx

información de contacto

GALLETA CHINA es una publicación cuatrimestral de Casa Vecina-Espacio Cultural de la Fundación del Centro Histórico de la Ciudad de México A.C. Distribución gratuita. Certificados de licitud de título y de licitud de contenido en trámite ante la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Número de Certificado de Reserva de derechos de uso exclusivo No. 04-2010-012917222500-101 otorgado por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Casa Vecina-Espacio Cultural. 1er Callejón de Mesones 7.Centro Histórico, 06080. México D.F. (52 55) 5709.1540 / Fax (52 55) 5709.1118. www.casavecina.com El contenido de los artículos es responsabilidad exclusiva de los autores. Todos los derechos están reservados. Queda prohibida la reproducción parcial o total del material publicado sin consentimiento por escrito de los editores.


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MARILYN MONROE: Tengo el bolso lleno de galletas de la suerte. Las he robado en el restaurante. TRUMAN CAPOTE (tomándole el pelo): ¡Ah, sí! Cuando estabas en el lavabo abrí una. El papelito de dentro llevaba un chiste verde. MARILYN MONROE: ¡Vaya! ¿Galletas de la suerte verdes? TRUMAN CAPOTE: Estoy seguro de que a las gaviotas no les importará. Truman Capote, “Una adorable criatura”


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Cuando decimos que en Galleta China queremos ofrecer una mirada al arte desde la literatura, lo que intentamos decir es, entre otras cosas, que entendemos a la crítica no sólo como una obra de reflexión en torno a otra, sino como una obra de creación en sí misma. Tal vez sea una mirada sesgada, pero, para nosotros, un crítico de arte es –debiera ser- antes que nada, un escritor. Por supuesto que no nada más es eso. Por supuesto que la crítica de arte tiene consecuencias, para bien y para mal, que caen fuera del territorio de la mera escritura. Es sobre algunas de estas consecuencias que la crítica de arte, es decir, la escritora, María Minera ofrece, en el texto que abre este número, una mirada agudísima y divertidísima, sin concesiones. Un rastreo de las debilidades del discurso crítico (o pseudo crítico) en el que se sostienen (o quieren sostenerse) ciertas prácticas artísticas y políticas culturales en nuestro país. Ana Elena Mallet, desde su columna, reflexiona también sobre la situación de la crítica de arte en México y el cada vez más acotado espacio para su ejercicio pese a lo que podría parecer a simple vista.


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Por otra parte, y aprovechando la coyuntura de la reciente inauguración del espacio Estudio Extendido en Casa Vecina, publicamos unos fragmentos de un ensayo de Gabriel Wolfson en torno a la idea del taller: ese espacio paradójico que oscila entre la reclusión y la liberación, entre lo público y lo privado, entre la imposibilidad y la fatalidad, tanto para los escritores como para los artistas. “Cerdos tatuados” es una serie de poemas escritos por el poeta Víctor Ortiz Partida a partir de la obra del artista belga Wim Delvoye. Hemos querido publicar aquí un par de ellos, aunque no estamos seguros de haberlo hecho o no: el lector ya verá por qué. La razón de esta incertidumbre habría que encontrarla en la sección “Páginas Invertidas”, en esta ocasión a cargo de Jorge Méndez Blake. Su intervención nos devuelve invertidas las intenciones de esta revista, como si Galleta China se mirara, de pronto, reflejada en un extraño espejo: una mirada a la literatura desde el arte.

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de por qué creo que arturo rivera (y blogueros que lo acompañan), sebastián (o en su defecto ricardo legorreta, y si me apuran hasta Teodoro González de León) y rafael lozano-hemmer son de los peor que le puede pasar al arte de este país maría minera

I. Empecemos por lo más obvio: Sebastián. Lo más transparente, pues (no se necesita tener un ojo clínico muy afilado: basta salir a la calle para que el problema —un problema ciertamente voluminoso— se le venga a uno encima). O, mejor dicho, lo más enlodado (pregúntenle si no a los chetumaleños).1 Sin duda, lo más fácil es hacer mal arte. Pero ¿y si además fuera más provechoso? ¿A qué lo bueno, entonces? ¿Por qué no mejor lo grande, lo colosal, incluso, lo que ningún funcionario es capaz de resistir: lo vistoso? Aquí lo decisivo es la escala (y, desde luego, los colores; tan de la mano, por cierto, de los de Legorreta —las ense-

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O al propio Sebastián: ¿de verdad no tiene la menor intención de concluir la edificación del “Monumento al mestizaje mexicano”: un esqueleto oxidado de más de cincuenta metros de altura, que descansa, desde hace años, en la bahía de Campeche? ¿Quedará por siempre así: como un monumento al habitual despilfarro (en un primer impulso —que siempre es el único— se gastaron más de 120 millones de pesos) y a la corrupción (¿o de eso tampoco quiere hablar el señor escultor?) Y ni hablar de los manatíes que han de estar encantados de nadar entre fierros (increíble el silencio de la SEMARNAT).

ñanzas de Goeritz y Barragán reducidas a una burda consigna: “¡hay que ser característicos, hasta la náusea! Y sobre todo: no despreciar la cajita de crayolas: ¡ahí está todo!”). Pero la escala —¡tan jactanciosa!— cuesta. Nos cuesta, para decirlo pronto. Y nos concierne (ni hablar: nuestro vínculo con las esculturas monumentales de Sebastián, tiene el tamaño de un Caballito). Y no es, desde luego, un asunto de cantidad, sino de enfoque. ¿Qué otra cosa puede surgir de una voluntad como la que por aquí abunda: extraviada, megalómana y que, encima de todo, tiene siempre prisa y siempre miedo (tal es el ánimo general: un nerviosismo pusilánime que no conoce de prioridades, de responsabilidad para con el futuro —la peculiar miopía de los seis años—: “rapidito me levantan esa escultura —sí esa, la


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grandota— que en diez minutos llega el señor Presidente”) si no lo obvio, lo fácil, lo inmediato? Nada le va más a contrapelo a nuestros funcionarios culturales que desoír su instinto de autoconservación (ese que los lleva directo a hacer lo mismo de siempre: no ver más allá de sus narices) y correr riesgos: ¡no vaya a ser que dejen entrar aire nuevo! (ellos prefieren instintivamente lo que ya conocen —y no se mueve—, lo que los mantiene a salvo). Ese es el problema de la escultura pública (que en inglés se conoce también como outdoors sculpture: escultura a la intemperie, digamos; con lo cual, se salva el escollo de tener que llamar ¿privado? al arte cuyo destino es estar bajo techo —dentro del museo, pues—), que nos pone, irremediablemente, a merced del gusto de una cuadrilla de burócratas, a la que, como cabe suponer, se le escapa por entero la magnitud de su tarea: que no sólo pasa por diseñar nuestro paisaje cotidiano (que ya es para ponerse a llorar: lo que vamos a ver todos los días de nuestra vida depende de la perspicacia de un “encargado” que en su vida ha visto —realmente— una obra, ya no digamos de arte contemporáneo: ni la fachada de la Catedral frente a la que pasa todos los días), sino sobre todo por darle forma a nuestra memoria cultural urbana (¿qué les va a decir de nosotros a las generaciones por venir nuestra extraña propensión a llenar todo espacio vacío con la obra de un mismo escultor; de un mismo arquitecto?). La presencia, por decir lo menos, enfática, de Sebastián en nuestras ciudades es una prueba más de hasta qué punto predomina la tendencia a concentrar la cultura: a la vez, la mejor manera de debilitarla haciendo parecer que se la refuerza —de eso se encarga su incansable propaganda—: “miren qué generosos somos, miren cuánto nos gastamos en las artes, es decir, ¡en ustedes!”; y, sí, sólo que todo recae en un solo escultor, en un solo desfile de carros alegóricos, en un solo centro de las artes. (¿Por qué será que prefieren gastarse todo el presupuesto de un solo golpe? ¿Para evitar tentaciones?) Una expresión clarísima de la mentalidad burocrática: poner todos los huevos en una misma canasta (“agilización de los trámites”, también le llaman: ¿para qué derrochar esfuerzos poniendo un sello aquí y otro allá, si con uno basta?). Esa es la lógica (la micrológica, pues) que opera y, por la cual, de Sebastián no podríamos decir que es simplemente el artista oficial; es más que eso: es el artista autorizado (el que tiene la concesión, el que se da por descontado). O de qué otro modo se explica que sea imperecedero (milagrosamente transsexenal, de-todos-los-moles) y ubicuo. Muy bien, pero todavía no aclaramos qué es exactamente lo que incomoda ya no de él, sino de sus esculturas. Porque, desde luego, no es sólo

una cuestión de complicidades; de malos manejos. ¿Que son grandes? También lo era el Coloso de Rodas y lo es la Torre Eiffel. En realidad, si la escala pesa es por otra razón: porque hace que el problema de origen crezca, proporcionalmente: Sebastián representa lo que podríamos denominar la falsa vanguardia: el estereotipo de la audacia propia del verdadero arte vanguardista (como la de su maestro, Mathias Goeritz, en la creación, por ejemplo, de las Torres de Satélite); más que el arte, el gesto (lo que una mente adocenada percibe como arrojo: ¡apuntar al cielo!) vuelto convención, vacua repetición. Eso, desde luego, es lo que lo convierte en la coartada perfecta de los funcionarios públicos: les permite disfrazar un conservadurismo rampante de supuesta osadía (en efecto: hubo un día en que los colores primarios, las formas geométricas puras y el gran formato se combinaron para configurar una de las apuestas más radicales de nuestro siglo XX; pero de eso hace más de cincuenta años). Luego, la escultura (¿deberíamos seguir llamando así a este origami con delirio de grandeza —burdamente fálico, como corresponde—?) de Sebastián es, aquí y allá, un constante recordatorio de lo que iba para vanguardia (o que por lo menos la rozó: en sus comienzos, cuando formó parte de un movimiento escultórico —cuyo mayor acierto fue la concepción del Espacio Escultórico— que tendía, ciertamente, hacia un posible arte nuevo en los setentas) pero se quedó en epígono. Un intento fallido, pues. Y las maniobras que en cualquier otro lado tendrían que hacerse para legitimar la permanencia (peor: la omnipresencia) de una práctica artística tan a todas luces obsoleta (de un estilo que hace años se volvió marca registrada), aquí, como es evidente, ni necesarias son: se puede tranquilamente omitir la insostenibilidad histórica de tan mayúsculo anacronismo recurriendo a una forma muy particular de la amnesia (de la que adolecen nuestros gobiernos): el cambio de sexenio: lo que se hizo antes da igual: hoy comenzamos de nuevo: hoy podemos, por tanto, reincidir. Y temo mucho que ni siquiera se trate de una necesidad de mantener el control de los instrumentos de legitimación (¿acaso habrán oído siquiera hablar del poder simbólico del arte?). De hecho, más que malicia lo que parece haber es fatiga: una gran fatiga. No es que se busque imponer una forma degradada de la producción artística, lo que ocurre es que no se conoce otra (ni, desde luego, se busca). No hay, pues, conciencia de lo que se hace: homogeneizar el paisaje, porque nada, a sus ojos, cae en desuso. Así se preserva el cliché: el gesto repetido compulsivamente (caballito azul, caballito rosa, caballito morado, caballito verde. Economía de las formas, explican los críticos presurosos), vaciado de sentido, congelado, que, no obstante, les permite

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mantener la halagadora ilusión de que “tenemos una ciudad de punta”. ¿Por qué persistir en que todo camine como los cangrejos? ¿Por qué persistir? Punto. ¿Qué no hay otro escultor? Y no es que me extrañe la falta de imaginación de las autoridades (de todo signo, porque hasta la UNAM, que dizque va de progre, peca de lo mismo: ¿realmente no pudieron encontrar, por ejemplo, otro arquitecto que no fuera, casualmente, el autor del único otro museo de arte contemporáneo de la ciudad de México?).2 ¡Faltaba más! Lo que sorprende es que nos hayamos acostumbrado a tal punto a convivir con este modo afectado de la escultura (que como los hongos en época de lluvia parece brotar espontáneamente) que ya ni lo vemos. (Las ciudades, desde luego, envejecen y los estilos pierden vigor; pero las nuestras ni siquiera pueden darse ese gusto porque lo nuevo no tiene cabida: el próximo monumento será el que ya hemos visto hasta el cansancio, el que es viejo desde el primer momento). Pero por eso el asunto es tan serio, y tan inquietante: si esto no se detiene, más o menos pronto, ¿cómo se van a ver nuestras ciudades en unos años? Tratemos de imaginarlas, por favor (piensen en la Plaza Juárez, frente a la Alameda, y multiplíquenla, digamos, por un millón: como que de pronto falta el aire, ¿no?). II. Este género de sospecha y de discurso evita profundizar acerca de la verdadera causa natural del hecho y se convierte a la causa demoníaca en razón primera de las cosas. FRIEDRICH NIETZSCHE

Para darnos una idea de la vehemencia —un ardor casi fanático, diría yo— y la tozudez con que hoy se busca hacer frente, por doquier, al arte contemporáneo, baste una declaración del pintor Arturo Rivera: “el arte contemporáneo es pura mercadotecnia, además tienen tomados todos los museos de México, están secuestrados por la iniciativa privada que Sari Bermúdez dejó entrar. En México no hay para exponer pintura. Ojalá Consuelo Sáizar entienda que hay que darles a los museos de México su vocación original, por ejemplo, el

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A mí parecer, ésta era una oportunidad irrenunciable para hacer las cosas de una manera distinta de la de CONACULTA, eligiendo, por concurso (y no por el típico dedazo), a un despacho joven de arquitectos, formados, de preferencia, en las aulas del Max Cetto. Nada habría sido más consecuente con la creación de un museo universitario que combinar esfuerzos tanto con la Facultad de Arquitectura como con el Instituto de Investigaciones Estéticas (empeñado, por cierto, en no dar ni un paso más allá de 1930), y qué sorpresa nos habríamos llevado todos, seguramente. Pero, no, la balanza se inclinó por los sospechosos comunes. Como siempre.

Museo Tamayo su vocación original era la pintura porque Tamayo fue pintor. No estoy diciendo que quiero agandallarme como ellos se agandallaron los museos, no, a mí qué me importa que existan, pero que le regresen los espacios a la pintura”. A falta de mejores argumentos (imposibles de producir desde la pataleta en la que se encuentra desde hace años instalado el pintor), se vuelve a la machaconería de siempre: no es el arte, es el mercado. La posición privilegiada y el valor elevado de determinadas prácticas y obras de arte, no son, a su parecer, sino el resultado de una política mercantil exitosa (o institucional: ¡esa traidora de Sari Bermúdez!). Política que, desde luego, no responde en lo más mínimo a la propia naturaleza de tales expresiones artísticas. Según esta opinión, toda referencia a criterios internos, culturales o estéticos, puede reducirse, como observó el teórico Boris Groys, a una cuestión de publicidad, “que sólo agrada al público ignorante” (y a los curadores y directores de museos coludidos). Todo ello seguido de un razonamiento, digamos, tambaleante, que clama por la restauración de un estado de cosas anterior, que “ellos” (suponemos que los secuestradores: una pandilla, por lo menos pintoresca, conformada por miembros de la iniciativa privada, los artistas y las señoras del CONACULTA) decidieron, a su antojo, tumbar —agandallándose de paso a los museos— para poder obedecer ciegamente las leyes del mercado. El señor Rivera no es, evidentemente, un desinteresado vocero de la pobre pintura, ¡por todos vapuleada! Cuando él habla de la pintura, se refiere, en primer lugar, a la suya (recordemos que por aquí no hay más ruta que la “nuestra”). En una cosa no se equivoca: para los museos, exponer pintura dejó de ser un imperativo hace décadas (mucho antes, por supuesto, de que Sari Bermúdez llegara al CONACULTA: la idea de ponerse al día con los tiempos que ya por entonces corrían, a toda velocidad, jamás le habría cruzado por la cabeza a la señora Bermúdez). Lo que es completamente falso es que en ninguno de nuestros museos sea posible ver pintura (es más, de los más de quince museos del INBA, sólo hay uno en el que, abiertamente, no se presentan obras pictóricas).3 La que ya casi no se ve, es cierto, es la suya. Por eso ruega que llegue la hora de que ellos (que, paradójicamente, le importan un rábano) regresen la pintura a los museos (peor: al revés: que le regresen a la pintura sus museos). Con qué tranquilidad se

3 Y en contra de lo que podría pensarse, no es el Tamayo —donde, ciertamente, se sigue mostrando pintura con bastante regularidad— ni el Carrillo Gil —ídem—, sino el Museo de la Estampa (¿o me van a decir que la gráfica es pintura? Le es afín, eso sí, pero supongo que eso no le basta al señor Rivera). En Ex Teresa Arte Actual y en el Laboratorio Arte Alameda es, en efecto, muy poco probable que la pintura tenga lugar, pero nada indica que esté, de plano, proscrita.

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puede pasar de despreciar primero las causas, después las consecuencias, a, por último, desdeñar la realidad: ni se dejó, en momento alguno, de exponer el trabajo de los pintores, ni hay una avariciosa conspiración, ni se le incautó nada a nadie, ni, espero, habremos de ver la restauración de su anhelado orden antiguo, que tantos beneficios le trajo alguna vez. Si sólo se tratara de la rabieta de un pintor despechado, no tendríamos de qué preocuparnos. El problema, desde luego, es que él no es, ni de cerca, el único que ve fantasmas: en el reino del cangrejo, en lugar de que la aceptación de las prácticas contemporáneas crezca, cada día vemos sumarse a uno más a una suerte de movimiento retardatorio que, desde blogs y columnas semanales, implora por la rehabilitación de una estética en bancarrota, que se rige por los criterios miméticos más elementales (cree, por ejemplo, que el arte debe, a toda costa, permitir el acceso inmediato a la realidad que se busca representar. ¡Nada que no podamos verificar, nada que no hayamos visto mil veces!). Lo que tenemos aquí es un caso hasta cierto punto más lamentable que el de Sebastián. Aquí no hay falsa vanguardia, hay falsa conciencia: “¡Fíate —se nos aconseja— de tus sentimientos (como si los sentimientos no tuvieran preferencias ni prejuicios)! No te esfuerces por comprender, por acercarte: si el arte no te estruja la garganta o el corazón en el primer segundo, pasa de largo: no es arte”. Los que así piensan, sólo piden al artista que los asombre (como los asombra el mago: ¡Oh! ¡Ah!) y los conmueva (una lágrima, una sonrisa: con eso se conforman). Las pequeñas habilidades, los golpes de efecto —y cuanto más teatrales, mejor—, “las ensoñaciones perfumadas”, como diría Zola: eso es lo que buscan y, para su desconsuelo, encuentran cada vez menos. De ahí que apelen a la restauración de un rígido conservadurismo que, desde luego, pre-

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sentan como una vuelta a los valores, al orden (¡a Arturo Rivera!): “el arte —se nos dice— lleva muchos años dando tumbos, loco: es hora de hacerlo entrar en razón”. Como si no hubiera habido el menor desarrollo estético, epistemológico o filosófico en los últimos cincuenta años (qué digo cincuenta: ¡cien!), claman por volver a la pintura tradicional, a los códigos visuales reconocibles, a la clara figuración precubista (una suerte de prerrafaelismo extraviado). Nada muy alejado, en realidad, de lo que pedían los artistas4 que firmaron, en 1933, el Manifiesto de la pintura mural: “El arte fascista rechaza la investigación y los experimentos; más que eso: rechaza las ‘consecuencias’ de esos experimentos que por desgracia se han prolongado hasta el presente […] La pintura fascista se rige por leyes […] y obliga al artista a controlarse a través de una ejecución técnica de su tarea decisiva y viril […] Nuestras grandes tradiciones, de carácter decorativo todas ellas, favorecen con mucho el surgimiento de un estilo fascista”. Cuántos de ellos no viven estos días de poner el grito en el cielo ante el más mínimo atisbo de otro arte en la obra de un artista contemporáneo: “¡eso ya se hizo!”, apuntan con el dedo. Y, curiosamente, no exigen de sus artistas nada más que eso: que se orienten hacia el pasado, que sus obras sean las de ayer (y, sobre todo: ¡que el arte no esté vivo!). Pero, como ya lo advertía el teórico Benjamin Buchloh,5 el espectro de la reiteración se cierne sobre todo intento de resurrección: y esto no es tanto porque se parta, en efecto, de un determinado precedente como “porque su intento de restablecer posiciones estéticas en desuso, los coloca, irrevocablemente, en un lugar secundario” (por no decir segundón). Eso, y 4

Entre ellos el otrora radical futurista: Carlo Carrà. En sus legendarias Notas sobre el regreso de la representación en la pintura europea, de 1981. 5

Porque, desde luego, así perciben el arte contemporáneo las mentes programadas para escanear el mundo en busca de pin-tu-ra, pin-tu-ra, pin-tu-ra. Y no descansan hasta encontrarla


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también la cantaleta del mercado: el arte contemporáneo sólo ambiciona el éxito y el dinero. El suyo, en cambio, es de una pureza que no vean: ¡que nos regresen los museos!, ¡nuestra tajada! En el fondo, no hay más que eso: nostalgia de la impermeabilidad, como la llamaba Sartre: “hay personas a quienes atrae la perennidad de la piedra. Quieren ser macizos e impenetrables, no desean cambiar”: que siga existiendo una pintura habilidosa, que el artista sea visto aún como el autor de proezas que nadie más puede hacer (en contra del artista —el chivo expiatorio de sus desgracias— que vive, como diría Lacan, de la explotación de su deseo: nada puede dar más envidia que eso: que alguien viva de hacer, básicamente, lo que se le da la gana. Porque, desde luego, así perciben el arte contemporáneo las mentes programadas para escanear el mundo en busca de pin-tu-ra, pin-tu-ra, pin-tu-ra. Y no descansan hasta encontrarla: ya sea en el Jar-

dín del arte, la Pinacoteca Virreinal o las repisas de Comex, lo mismo da: y sólo entonces suspiran aliviadas). Escudados en la idea, totalmente falsa, de que la pintura clásica (o lo que ellos entienden como tal: una suerte de realismo mágico dark) está siempre disponible y es siempre relevante, desprecian la función subversiva del arte y la suplen, con la mano en la cintura, por la mera afirmación (lo que yo digo es). Lo cual, demuestra que lo que verdaderamente extrañan no es el arte del pasado, sino el modo autoritario en que antes se distribuían, sin rodeos, las formas culturales en este país (modo que, por cierto, todavía opera al descampado en el caso de Sebastián). En otro tiempo, la pintura de Rivera tenía cabida, no por su calidad (que yo insisto en poner profundamente en duda), sino por la ceguera de siempre; antes podía reinar tan tranquilo porque la vanguardia (y su potencial crítico)

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A falta de mejores argumentos (imposibles de producir desde la pataleta en la que se encuentra desde hace años instalado el pintor), se vuelve a la machaconería de siempre: no es el arte, es el mercado.

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estaba completamente silenciada. Pero, por supuesto, el más mínimo intento por cambiar la estructura conlleva agitación y reduce, o incluso suprime, lo que ciertos individuos tenían por sus derechos. Al ver amenazados sus prebendas, esa vieja guardia reacciona (literalmente; de ahí que la retórica que acompaña este particular llamado a la restauración sea tan profundamente reaccionaria) contra todas las prácticas que no se ocupan del arte del modo exacto en que ella querría. La verdad, suena al enojo del anciano dictador que se niega a dejar su silla; y la necedad es aquí proporcional al sentido de invalidez de los reclamos con que se intenta salvaguardar lo que es ya, de hecho, inviable. La frustración provocada por el rezago, trae no obstante consigo una violencia que hace mucho no veíamos; pero qué se puede esperar de aquellos a los que, al mejor estilo priísta, les resulta normal pedir la cabeza de un director de museo sólo porque les estorba; aquellos a los que no les parece un despropósito pedir que el mundo camine hacia atrás y les devuelva sus privilegios.

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III.

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como a la señorita Margolles que se empeña en mostrar un México que a nadie le gusta. LozanoHemmer es un artista noble: complace a unos y a otros: a los políticos porque pone al país por los cielos; a los curadores, porque produce la ilusión de que se están rompiendo barreras estéticas (cuando lo único que por lo pronto este artista biónico parece decidido a romper es la barrera del sonido). El problema de esta estrategia creativa (que, según los críticos, en lugar de ocupar el espacio de visibilidad pública, (re)inventa lo público) es que se acerca peligrosamente al modo de operar de los parques de diversiones. Pensemos en el caso de Voz Alta, la pieza con que Lozano-Hemmer, y la UNAM, quisieron honrar la memoria de la matanza del dos de octubre de 1968. Para ello, se instaló un megáfono en una de las esquinas de la Plaza de las Tres culturas, con el fin de que la gente, como explicó en su momento el autor: “se manifieste libremente, lo mismo diga cosas políticas que poéticas o mande un mensaje a un ser querido, porque precisamente el poder de la pieza se encuentra en la libertad de expresión, en el hecho de no especificar lo que la gente debe decir”. Y así lo hizo la gente: se expresó sin ataduras, como desde hace tiempo lo viene haciendo (aunque al autor le convenga creer otra cosa), y su voz pudo escucharse en vivo en Radio UNAM. Al mismo tiempo, conforme la voz se alzaba, tres reflectores antiaéreos dirigían su poderosa luz hacia el Monumento a la Revolución, el Zócalo y La Villa. Un momento de reflexión, según su autor, “en donde no todo es tragedia, porque se tienen que rescatar los elementos del movimiento estudiantil que son verdaderamente esperanzadores y que deben aplicarse en la actualidad”. Y así mantuvo, durante diez noches, a la ciudad muy iluminada y a la gente muy entretenida. La palabra, ahora, es interacción (¡se me pone la piel de gallina!): la idea es que el público participe (como si fuera un plus, y no lo que cualquier obra demanda del espectador: que se involucre), que no se contente con sólo mirar (la imaginación es el límite, ¿qué no?), que sea parte de algo importante (algo mágico). Qué curioso, lo mismo soñaba con lograr Walt Disney.

Por último, Rafael Lozano-Hemmer: el falso radical: en lugar de ir a la raíz, vuela por los aires, mientras aquí, en la tierra, todos le aplaudimos. El gran mérito de este artista es haberle dado al clavo a nuestra irrefrenable debilidad por batir todos los récords: la pizza más grande, el baile de quinceañeras más numeroso, la obra de arte más fuera de serie (él sólo emplea la tecnología más de punta que pueda haber). Así, sus obras, mecanismos de relojería perfectamente aceitados, satisfacen como pocas cosas nuestra obsesión con lo mega (megapantallas, megaesculturas, megapistadehielo): lo único que a estas alturas nos puede hacer sentir que no somos un país bananero. Un ejemplo: para celebrar la llegada del nuevo milenio, Lozano-Hemmer orquestó, en el Zócalo de la ciudad de México, una instalación que consistió en abrir un espacio en la red para que los internautas pudieran “diseñar esculturas de luz sobre el Centro Histórico con 18 cañones de luz localizados alrededor del Zócalo”. Hay que decir que los cañones emitían una luz que podía ser observada a quince kilómetros de distancia, y que el número de los “diseñadores invitados” se elevó a 800,000 personas de 89 países.6 La palabra, desde luego, es espectacular. Me pregunto, no obstante, cuál es la diferencia entre este fabuloso tenmeaquí y los fuegos artificiales que cada 16 de septiembre bañan el Zócalo. A ese sí lo llevamos gustosos a Venecia. No

María Minera (Ciudad de México, 1973). Desde 1998 se ha desempeñado como crítica de artes visuales y escénicas en distintas publicaciones como Letras Libres, La Tempestad, Cuaderno Salmón, Fahrenheit y Saber Ver, entre otras. En la actualidad, prepara la edición de “Paseo por el arte moderno”, una introducción al arte moderno para jóvenes lectores.

6 Alzado Vectorial, Arquitectura Relacional 4, México, D.F., 2000.

Ilustraciones: Alejandra Contreras


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el arte de maicear sobre el escenario de la crítica de arte en méxico [o como lo de hoy es salir en la foto] ana elena mallet

Al parecer, también, comienzan a proliferar espacios independientes dedicados al arte contemporáneo, y los museos ofrecen más espacio para exhibiciones y trabajos de artistas jóvenes. Tenemos ya una feria de arte contemporáneo internacional en la ciudad de México, que es sin duda responsable en gran medida colaborado del repunte del coleccionismo en el país y la promesa de que el año que viene, quizá, tengamos otra feria. Todos estos factores directos —por que también hay otros mucho indirectos— han incidido en el fortalecimiento de la escena artística nacional. Sin embargo, existe un hueco fundamental, una laguna preocupante por la importancia que supone esencial para el saludable —y sustentable— desarrollo de las artes visuales en cualquier lugar del mundo: la crítica de arte. Vayamos caso por caso: si bien durante muchos años tuvimos la sabia pluma de Raquel Tibol en la revista Proceso, lo cierto es que desde que ella aban-

donó sus páginas, dicho semanario en cuestiones de crítica de arte no sólo ha perdido credibilidad, sino la brújula misma. Su postura es tan intransigente y dogmática que cae en los peores vicios de un conservadurismo que seguramente creen estar evitando —en efecto, los extremos se tocan. Y así la sección de arte de una publicación en la que por definición habría lugar para la crítica, no se encuentra sino la exhibición obscena de un resentimiento sistemático, incapaz de acercarse —ya no digamos analizar— ningún escenario con objetividad. Eso sí, la sección es congruente con la actual línea editorial de la revista, que sin duda —y muy lamentablemente— dejó atrás sus mejores y gloriosos años. Desde su fundación el periódico Reforma, además de marcar la pauta en cuestiones de diseño y periodismo de investigación, se abrió a la verdadera crítica de arte. La columna El ojo breve nos ofreció durante años tres interesantes puntos de vista de tres especialistas distintos: curadores, artistas

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En los últimos diez años la escena de arte contemporáneo en México se ha venido perfilando con gran determinación hacia lo que aparenta ser su propia consolidación: hay muchos más artistas —en general—, pero también hay muchos más artistas mexicanos que compiten a un nivel internacional. Existen más galerías profesionales y genuinamente comprometidas, que promueven a sus artistas lo mismo en el circuito internacional de ferias comerciales, que con coleccionistas privados y museos e instituciones. Existen cada vez más practicantes de una profesión que hace apenas 5 años tenía que explicarse cuando se mencionaba. Me refiero al trabajo curatorial, a decir soy curador. Hoy lejos de ser una interrogante para quien lo escucha en México fuera del circuito, es más bien sinónimo de sofisticación y glamour. Hay más curadores, y hay también un mejor trabajo curatorial tanto a nivel independiente como institucional. Más propuestas, más compañías dispuestas a apoyar proyectos.

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y críticos. Sin embargo hace ya un par de años con los ajustes de contenido del diario, la columna se redujo a aparecer, únicamente, cada tres semanas y bajo la perspectiva de una sola persona: Cuauhtémoc Medina quien sin duda ha procurado dedicar ese espacio a la crítica de arte seria, pura y dura, pero pareciera ése el último bastión. La columna de Medina es quizá el único espacio desde donde se ejerce la crítica como una práctica intelectual, urgente en México para que tanto los artistas —como los galeristas, coleccionistas y curiosos— tuvieran un parámetro profesional para calibrar sus avances y retrocesos, oportunidades y perspectivas, la mirada y opinión de otros, pero esta vez, sin coba. Ciertamente no refiero una problemática circunscrita al medio del arte, la falta de crítica, la crónica incapacidad de animarse y decirle al otro lo que en verdad se piensa es un ejercicio poco practicado en el país y una bronca que enfrentan absolutamente todos los gremios. Se trata de comportamiento que responde a una ley no escrita de la dinámica laboral nacional, a una cultura en la que todo es personal y la mejor estrategia es no molestar a nadie y así no perder los favores de nadie. En definitiva, se trata de que todos estemos más cómodos. Allí por tanto la figura del crítico suele asociarse convenientemente como el ogro amargado, el frustrado en actitud de desquite. Si bien eso no deja de ser cierto en algunos casos, en México el problema en ese sentido es la carencia, no la abundancia.

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LAS NUEVAS PUBLICACIONES Y EL ARTE COMO OBJETO DE LUJO

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La gran paradoja es que hoy, como nunca antes, existe una enorme cantidad de medios impresos que apelan al arte; el problema es la manera en que lo entienden —o no lo entienden—, el cómo se pretenden acercar. Durante el más reciente lustro han proliferado las revistas de estilo de vida, que suponen que tienen que dedicar una sección al arte, viéndolo a éste más como un bien aspiracional o un artículo de lujo, que como disciplina creativa e intelectual o de legítimo interés periodístico. De acuerdo con sus editores, estos espacios están abiertos a la crítica de arte y sin embargo sabemos que no es así (y es complicado pensar cómo lo harían, cuando la mayoría de esos medios no advierte diferencia entre arte contemporáneo y moderno). Con el surgimiento de todas estas revistas comenzaron a reproducirse descontroladamente nuevos críticos de arte que por lo regular, más bien, ejercen una suerte de reseñismo, nada que cabalmente pueda definirse como crítica. Dicho reseñismo a veces contiene pretensiones intelectualizantes por lo que procura sofisticar la forma echando mano de algún juicio

lapidario. Lo que suele permear, sin embargo, son más bien aseveraciones insustanciales, graves anacronismos y estremecedoras ingenuidades desde un afán de protagonismo desmedido. A esto se suman muchos autoproclamados curadores —que en el mejor de los casos han sido improvisadamente ungidos con el término por alguna institución—, muchos de los cuales han llegado al exceso de hacer incluso críticas ¡de sus propias exposiciones! Cada día abre —y quiebra— en México una nueva revista. Hoy, como ayer, las únicas revistas que pueden jactarse de vender “tinta” en México, siguen siendo Proceso, TV Notas, por supuesto Quién y alguna otra que se me escapa. En este precario escenario editorial no deja de sorprender que proliferen revistas vinculadas con arte contemporáneo. Lamentablemente no se trata de productos genuinos. El arte contemporáneo ni siquiera aparece como información o mercancía de consumo cultural, sino como requisito social. El arte asumido como se asume por lo regular la moda, como algo trendy. No se trata de adquirir conocimiento o sensibilizarse, ni siquiera de manejar información al respecto, sino de asistir a los mejores eventos y salir en la foto. El arte contemporáneo hoy día en México es sobre todo, un gran evento social del que no conviene, en términos aspiracionales, estar marginado. Ninguna imagen cifra mejor lo que intento decir que una publicidad de la disquera Nuevos Ricos aparecida en la revista Celeste poco tiempo después de la Feria de Arte Contemporáneo de Madrid (ARCO) en 2005, en la que aparecen Vicente Fox y Martita saludando al promotor Fernando Mesta y sobre la ex pareja presidencial pende una voluta al más puro estilo del cómic que dice: Nuevos Ricos, haciendo alusión a la disquera pero también ejerciendo un juego de lenguaje. El acercamiento al arte como una estrategia más para una cultura del simulacro. Parafraseando al filósofo Alain de Botton, se trata de ansiedad por el estatus, de un comportamiento irreflexivo, sin una motivación auténtica, borreguil, donde la crítica no sólo no viene al caso, estorbaría. De cualquier manera no es de arte ya de lo que estamos hablando ¿o sí?

Ana Elena Mallet (Ciudad de México,1971). Curadora, crítica de arte y escritora. Estudió la Licenciatura de Literatura Latinoamericana en la Universidad Iberoamericana. Tiene estudios complementarios en Arte y Museología. Le interesan especialmente los cruces entre el arte contemporáneo y el diseño, además de la relación de ambas disciplinas con la cultura popular. Es colaboradora de diversas publicaciones culturales como Chilango, DF por Travesías, Open, Harper’s Bazaar, Luna Córnea, Art Nexus, Código 06140 y La Tempestad, entre otras.


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“toda la poesía…” jorge méndez blake

Desde hace tiempo Jorge Méndez Blake ha entablado un diálogo con la literatura desde su trabajo artístico. Por ejemplo: “All the Poetry Books”, una de sus más recientes exposiciones llevada a cabo en el Museum of Latin American Art. Para esa exhibición Méndez Blake sustrajo todos los libros de poesía de ciertas librerías de Los Ángeles. Se trata, en sus propias palabras, de “una especie de mapa poético en donde se cancela temporalmente la lectura de poesía en una cierta comunidad”. Su propuesta para “Páginas invertidas” continúa esa línea. Realmente invierte el espacio: lo anunciado en las páginas centrales destinadas a su intervención se cumple en el resto de la revista y la trastoca, afectando, en particular, los textos de algunos otros autores . Pero, sobre todo, al negarnos la lectura de los versos y poemas que tendrían que haber aparecido en este número de Galleta China, al obligarnos a una lectura de su ausencia, provoca una serie de preguntas y cuestionamientos. En un momento en que la poesía parece no tener lugar en el mundo, ¿el proponer su desaparición en un lugar determinado supone un acto reiterativo? ¿O es intentar otorgarle, por negación, un lugar? ¿Es posible desaparecer la poesía o la poesía resiste y reaparece de maneras insospechadas? ¿El gesto de

Jorge Méndez Blake (Guadalajara, 1974). Es cofundador de Space 16 / 16, un espacio independiente de arte en Guadalajara. Ha realizado numerosas exposiciones tanto en México como en el extranjero. Su trabajo se enfoca en las relaciones entre arte, literatura y cultura, con elementos históricos y geográficos.

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borrar la poesía no es, en última o en primera instancia, también poesía?

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Un pueblo del cansacio: notas sobre el taller* [fragmentos] gabriel wolfson

De pronto, entre estas hojas, entre estas libretas y estos apuntes, aparece la idea de que no se puede hablar sobre el taller. Se puede trabajar sobre el taller, se puede hacer un libro o montar una exposición sobre el taller pero no se puede hablar del taller. Parece que sólo se puede glosar: glosar testimonios. Testimoniar es la otra cosa que se puede hacer cuando se habla de talleres: dejar constancia del propio, de alguno. Es como la mesa de trabajo de quien hace mesas de trabajo: de alguna manera, esa mesa no existe. Pareciera, si no sonara tan ostentoso, que el taller es un límite del discurso. En El artesano, de Richard Sennett, hay un capítulo sobre el taller: se habla de gremios, artesanos, la paternidad vicaria, la transmisión, la habilidad, pero no del taller: éste puede, en parte, inferirse de todo lo demás. ¿Se puede hacer al revés, hablar del taller y que de ahí se infiera el resto? Se puede, siempre y cuando se pueda hablar del taller. Veamos uno:

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Recuerdo todavía con agrado las reuniones de redacción que tenían lugar varias veces por semana, y en las cuales todos esos hombres se

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* Aprovecho algunos renglones de mi texto “Notas sobre la vida del taller”, incluido en Carlos Oliva Mendoza (ed.): La fragmentación del discurso: ensayo y literatura, UNAM, 2009.

reunían en mi redacción, que había instalado, junto con mi oficina, en el piso primero de la casa que formaba la esquina de rue des Moulins y rue Neuve des Petits Champs. Tenía allí varias habitaciones sin usar, y en la mayor vivía provisionalmente el ruso Bakunin. Es decir, en aquella enorme sala tenía una cama de campaña, una maleta y una copa de estaño —ése era todo su mobiliario—, pues era el más frugal de todos los hombres. Y cuando se celebraban las reuniones de redacción, se congregaban en aquella sala de doce a catorce personas que, sentadas en el camastro y la maleta, de pie o paseando, fumaban todas de continuo, mientras discutían con la mayor excitación y pasión. Era imposible abrir las ventanas, pues en tal caso se habría producido en la calle un agolpamiento para enterarse de los motivos de tanto griterío. Así pues, la sala aparecía muy pronto llena de nubes de humo, de modo que cuando entraba una nueva


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persona no podía reconocer a los que se encontraban dentro. Y al final ya no nos podíamos ver los unos a los otros.

El taller de una revista es en realidad la casa de un prófugo y una cueva de conspiradores. Se quiere básicamente hacer la revolución pero por lo pronto hay que cerrar las ventanas: sin herramientas, sin cuadros en las paredes, sin casi muebles —salvo el menaje portátil del ruso Bakunin—, el taller se reduce al griterío y sobre todo al humo, que termina nublando las caras de unos y otros, como si los ahí reunidos —Arnold Ruge, Heinrich Heine, Karl Marx, Georg Herwegh, Friedrich Engels y Heinrich Börstein, de quien es la cita— fumaran en pos de esa clandestinidad extrema, que los ocultaba hasta de sí mismos. Aquí resalta lo provisional, y no sólo porque supieran que ni mucho menos podrían envejecer en esa agradable sala de redacción: lo que para unos era una oficina para otros era una casa; para unos una maleta, para otros un escritorio; para unos la posibilidad de emociones fuertes, para otros un medio de supervivencia. Hace falta más de una persona para llenar de humo una habitación en una hora, también para suscitar una discusión, para proyectar el miedo, para deslizar una supuesta sutileza, para hacer que otro se queje o suplique en nuestro nombre. En ese taller sin muebles ni utensilios se acumulan voces que le dan forma: como en muchos otros casos, una revista son las reuniones para planear la revista, los debates en torno al título, las dudas permanentes del más silencioso de los colaboradores: al final, los ejemplares se empolvan en el estante, y no pasa nada. En otros casos se acumulan materiales, o más propiamente, pura materia. El periodista Alfred Dudelsack visitó un día a Kurt Schwitters y entregó una lista, la lista del súper para clowns jubilados: Planchas, cajas de puros, ruedas de cochecitos de niño destinadas a alguna escultura Merz, diferentes herramientas de carpintero para los cuadros “clavados” yacen entre paquetes de periódicos cuyas partes más relevantes serán utilizadas en los cuadros “pegados” y en los poemas Anna Blume. Aquí se guardan con amoroso cuidado interruptores de luz rotos, corbatas estropeadas, tapas de colores de cajas de queso Camembert, botones de colores arrancados y billetes de tranvía esperando la ocasión.

En el taller de Schwitters una pequeña lámina torcida, un cartón deslucido, un pedazo de plástico donde alcanza a leerse una letra se amon-

tonan cuidadosamente. Por principio de cuentas existen. Luego se amontonan, se agrupan, se aproximan: el lugar se satura. La obra de Schwitters desaparece, Schwitters se difumina entre periódicos y tiras de madera. El lugar se confunde con la obra, toma su sitio. Así el famoso taller de Francis Bacon, que resulta, a fin de cuentas, la última obra de Bacon, la obra a la que dedicó más tiempo: una perfecta y quizá no del todo involuntaria instalación, cuyo método acumulativo-obsesivo no difiere mucho de su método pictórico. Así también los cientos de bocetos, libros, postales, fotografías, videos, las mesas y sillas, las escuadras, las reglas, los tubos, los taladros, las cuerdas, los cientos de lápices, pinceles, envases y desperdicios, los montones de chatarra y los plásticos estrujados de Dieter Roth: no existen como objetos autónomos sino como las piezas que conforman un amplio taller, extendido en el tiempo. El vasto taller de Roth pasó del ámbito privado al público, pero no de la forma en que el taller de Bacon fue trasladado a Dublín, cuidando maniáticamente cada centímetro de polvo y de grasa, para regocijo de miles de visitantes. El de Roth fue, creo que desde muy pronto, un espacio necesariamente público, un espacio donde la divisoria entre privado y público estorbaba. El destino de Roth se cifraba en mostrar cómo trabajaba: exponer las pruebas, los ensayos, los materiales, los fallos, los residuos. Un taller abierto: a modificaciones, a nuevos objetos y nuevas manos, a cambiar incluso sus dimensiones: se necesita otro cuarto, hay que tirar el techo, hace falta un lugar donde poner el piano, usted, sí, adelante, ahí hay una silla, voy por cigarros, se queda usted a cargo. Quizá el taller cerrado en parte se clausura para clausurar las miradas: observadores ávidos de arte, una pizca de arte, un gesto: por favor un gesto artístico, una mueca: un grano de sabiduría, un pequeño desplante, imperceptible, que nos dé paz. Hay quienes han hallado la paz, qué duda cabe, y pueden ofrecerla; hay quienes podrían ofrecer, en cambio, una taza de café, pero su taller, de tan vacío, se ha disuelto en el paisaje. Por ejemplo, un taller reducido a un mueble, uno solo: Michel Tournier visitó un día la cárcel de Cléricourt y los presos le regalaron un pesado y robusto mueble para escribir de pie, quizá también para leer de pie, para dormir de pie y, por qué no, como diría la consigna: para morir de pie. Beckett, según parece, vivió mucho tiempo en cuartos-casa: aun si tenía una casa entera, solía concentrar todo lo necesario en un solo cuarto. Pero todo lo necesario eran cinco cosas.

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*** “ ”*, escribió William Bronk en un poema publicado en The Black Mountain Review en el verano de 1955. El verso parece cargarse de una nostalgia anticipatoria: el siguiente sería el último año del Black Mountain College y, según se vería, perdido el taller uno puede quedar perdido en el mundo. Quizá más bien uno siempre está perdido en el mundo, de ahí que haya que hacer, con la excusa del trabajo, pequeños espacios privados. Heidegger tenía una casa pero decidió construirse una cabaña en el bosque porque, según Adam Sharr, “afirmaba que encontraba el medio universitario inapropiado para trabajar”. En su cabaña tenía a su vez un estudio, con un escritorio, varios lápices y hojas sueltas de papel. Pero entre 1926 y 1927 Heidegger alquiló una habitación en una casa cercana (lo que en esas montañas quería decir a varios kilómetros a pie) para poder trabajar mientras su familia ocupaba la cabaña, la casa de trabajo. Un movimiento de repliegue, una estrategia de disminución: hay quien tiene un taller de varias habitaciones donde incluso puede dar largos paseos, y sin embargo tiende a arrinconarse, a buscar escondrijos, zonas desatendidas, breves lapsos de luz, pequeñas áreas cobijadas, los rincones benefactores del taller. Ahí el taller es el espacio sin vergüenza. “Cuando uno cierra puertas y ventanas al mundo exterior —escribió Kafka—, es posible crear de vez en cuando la apariencia y casi el inicio de una existencia realmente hermosa.” El taller, saturado o vacío, promete ese refugio: en medio de las inclemencias, el taller aparece como protección. El mismo Kafka dejó en una carta a Felice Bauer la pintura más radical del taller-mundo: Muchas veces he pensado que la mejor forma de vida, para mí, consistiría en recluirme en lo más hondo de un sótano espacioso y cerrado, con una lámpara y todo lo necesario para escribir. Me traerían la comida y me la dejarían siempre lejos de donde yo estuviera, tras la puerta más exterior del sótano. Ir a buscarla, en camisón, a través de todas las bóvedas del sótano, sería mi único paseo. Luego regresaría a mi casa, comería lenta y concienzudamente, y enseguida me pondría otra vez a escribir. ¡Las cosas que escribiría entonces! ¡De qué profundidades las arrancaría!

Ahora bien: para refugiarse de las tormentas de nieve no debe irse uno a la zona tórrida. Para *

Este verso ha sido retirado por Jorge Méndez Blake.

refugiarse de la nieve uno necesita nieve. Heidegger construye su cabaña aplicando viejos saberes arquitectónicos de los campesinos contra la nieve porque está en medio de la nieve, y más tarde sueña con que su trabajo filosófico “permanece justamente en medio del trabajo de los campesinos” porque está más bien en medio de la guerra. Uno se refugia de lo próximo: si uno se aleja, uno deja de refugiarse. Kafka piensa en un sótano, pero todo sótano supone una casa, y es probable que en la casa de ese sótano, de donde le traerían la comida, Kafka ubicara a su padre, o a su novia, o a la familia de su novia: o a todos juntos, por qué no, alineados como un hermoso tribunal del que él entonces podría provisionalmente refugiarse. Un taller, un refugio, tiene que ver con aquello que está ahí, inmediatamente, apenas uno cruza la puerta: esto dice algo de la vida como una continua interrupción. *** Los talleres medievales eran igualmente mundos en sí mismos, pero colectivos. Los trabajadores vivían y laboraban ahí: dormían, platicaban, criaban a los hijos, comían y, según Sennett, también sufrían, se golpeaban y se humillaban ahí: un mundo completo. El paso del taller de los artesanos al taller del artista necesita la irrupción de la originalidad. En el taller gremial no hay originalidad en el trabajo pero sí hay defensa colectiva, protección corporativa, complicidad sociofamiliar: se te provee un oficio, una técnica y un lugar seguro en la sociedad. El artista rompe con ese orden social porque quiere innovar, crear, sacar de la chistera: no quiere repetir patrones pero entonces descubre que requiere imperiosamente uno, aun a costa de tirarse al piso: el patrón que le financie esa vida, el mecenas que patrocine sus chispazos. En el taller medieval la individualidad no existe pero sí la autonomía del colectivo; en su taller privado el artista reina pero hacia afuera se diluye en la heteronomía. El taller-refugio prometió romper incluso esas ataduras con los mecenas, los benévolos ojos vigilantes, o al menos, por un momento, permitir la ilusión de que no existían. En algún momento los patrones se volvieron patronatos y desapareció, al menos en su sentido literal, la necesidad de tirarse al piso al paso del emperador. Y quizá no se pueda decir aún si esto en verdad no tiene nada que ver con el arte, o con lo que sea que uno haga, pero en todo caso el propio David Smith trabajó en algún momento con muchas necesidades materiales: “Uno trabaja con su manera de ser: establece su propio equilibrio, desarrolla sus recursos, aquieta sus iras en las condiciones

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que le hayan caído en suerte, porque si no las primeras cien obras no se habrían hecho”. Siempre hay necesidades materiales: de lo contrario se llegaría al día en que, sentado en medio del taller más completo, de la más augusta biblioteca, no quedara más que prenderle fuego, o bien, menos drástico, dejar las llaves dentro y largarse, desaparecer.

carpintero. Él mismo no tuvo problemas en plantearlo: “¿Qué buen artesano no goza ante un buen material, y qué buen músico no se enorgullece también de ser un buen artesano? El carpintero y el fabricante de guitarras gozan ante un buen trozo de madera, el zapatero ante un buen pedazo de cuero, el pintor goza con sus colores, con su pincel, con su tela, el escultor con su mármol”.

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Haya o no mecenas, a partir de cierto momento hay indudablemente condiciones: que haya condiciones quiere decir que no existe el taller perfecto y que hay trabajo que hacer. Un día visité el taller donde un grupo de personas, estudiantes en su mayoría, realizaba un cortometraje de animación. Era el viejo estudio de un arquitecto, hermano de uno de ellos, y habría ahí lo necesario para hacer un proyecto arquitectónico pero no desde luego para realizar un cortometraje. Pero además, en ese taller, no había todo lo necesario para hacer ciertas cosas puesto que no se sabía exactamente qué cosas eran ésas. Se trataba más bien de un lugar con mucho espacio, muchas herramientas y muchos materiales porque el trabajo del cortometraje de animación, según descubrieron, quería decir esto: hay que hacer un bosque, hay que hacer una pared descascarillada, hay que hacer un charco, hay que hacer una mosca vestida de sacerdote (hay que hacer entonces un vestido de sacerdote como para que lo use una mosca del tamaño de un gato pequeño), hay que hacer una luz de interior por la tarde, hay que hacer un agujero en el bosque para que entre la cámara y tome el bosque, hay que hacer una sala de ejecuciones, hay que hacer un teléfono rojo para que el alcalde, en su caso, suspenda la ejecución, hay que hacer unos pequeños spikes para que las moscas se sostengan en el piso, hay que hacer el piso. ¿Y cómo hacer todo esto? Nadie lo sabe, nadie nunca ha hecho un bosque, un vestido, un charco, un agujero, un teléfono, una luz vespertina, un piso. Pero hay que hacerlo, de eso se trata todo esto. Parece claro que, antes que las obras —los productos, las cosas—, hay que hacer las herramientas con que se harán tales obras. Algunos se hacen de las herramientas: las compran, las piden prestadas, las roban. Otros las hacen, y al hacerlas caen en cuenta de que pueden hacer ésas y otras cosas: de que hacer otras cosas puede ser incluso más agradable que hacer aquello que se supone que hacen. Por ejemplo Schönberg, que hacía piezas musicales y piezas de madera. Su lugar de trabajo más parecía el taller de un pintor que el estudio de un compositor. En realidad parecía el taller de un

Una cosa es, por ejemplo, una tabla, pero también una superficie azul o gris, también un edificio. Un edificio es una cosa, se está rodeado de esas cosas y sin embargo no suele vérselos como cosas. Hay quien sí, por ejemplo Gordon Matta-Clark: según un amigo suyo, él “estaba interesado en las formas no sólo de un modo abstracto, sino también en comprar, alquilar, coger, usar, poseer, cortar un lugar”. Lo que importa no son las cosas, que no existen, sino estas cosas: estas cosas que están aquí cuando uno dice estas cosas y aquí, estas cosas cuya propiedad ostentan otros quienes no obstante las han abandonado, estas cosas ya vistas hasta el hartazgo hasta que llega alguien y las pone al revés, estas cosas que puedo serruchar en dos y convertir en cosas distintas. Años antes Adolf Loos había presentido esa necesidad de salir del taller y poner los pies en la tierra, en la ciudad: ¡Qué nueva vida bulle en tierras extranjeras! Los pintores, los escultores, los arquitectos dejan sus cómodos ateliers, dan la espalda a las bellas artes y se ponen a trabajar en el yunque, el telar, el torno, el horno y el banco de carpintero. ¡Fuera dibujos y material artístico! Es el momento de forjar líneas y formas nuevas a partir de la vida, las costumbres, la conveniencia y el pragmatismo. ¡Manos a la obra, artesanos! ¡El arte es algo a superar! El dogma que acabaría con esta escuela radica en el criterio de que las reformas que precisan las artes decorativas han de venir desde arriba, han de descender de los ateliers. Sin embargo, la revolución siempre viene de abajo. Y este “abajo” es el taller.

Para que el taller sea ese “abajo” hay que estar ahí, con las cosas inmediatas: el SoHo por ejemplo para Matta-Clark, el SoHo solitario y en picada financiera: edificios ruinosos y encharcados, galerones carcomidos por la humedad, amigos sin la más remota posibilidad de comprar una casa, amigos sin trabajo. O bien, como para Schönberg, el sencillo inicio del trabajo manual, la preparación de los utensilios, la puesta a punto de los materiales, que entonces se


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aparecen como rastros de la vida de afuera. Aun el taller más cerrado, el refugio para un solo individuo, parece requerir ese punto de contacto con el exterior: anclarse al mundo sacando punta a un lápiz, cortando pliegos de papel. Así Robert Motherwell, quien dejó testimonio de ese anclaje basado en el fetichismo de lo ínfimo: “¡Qué inspiración hay en los materiales! Los colores en la paleta o mezclados en botes sobre el suelo, los distintos papeles o un lienzo de unas dimensiones concretas: sea lo que sea, el pensamiento pictórico se pone en marcha, probando, encontrando, completando”. ¿Basta lo anterior para pensar que ningún trabajo fue nunca únicamente inmaterial? ¿Incluso el de los trabajadores a quienes más se ha identificado con el trabajo inmaterial, esto es, los artistas? Los artistas: una palabra que querría no escribir en estas páginas. Los artistas y pensadores: creadores de nada: de ideas, de sugerencias, de matices. Ahora se dice: creadores de contenidos. Prefiero que la descripción de David Smith —“Tengo dos estudios, uno limpio y otro sucio, uno caliente y otro frío”— sea buena para cualquiera. Cualquier hacedor: gran palabra que Borges naturalizó para nuestra lengua. Un hacedor de ideas trabaja con cosas: una silla por ejemplo. O un sendero en el bosque. O una promesa de pago, un público devoto, el estímulo de un insulto, el insulto de un rival. Cosas: una silla y un insulto, un lápiz y un cheque. Laurie Anderson recordó alguna vez que para Matta-Clark “hablar no era sólo una manera de decir lo que iba a hacer, sino el trabajo mismo”: hablar es algo, un acto, una cosa palpable, como el trabajo o la cena. En este sentido, todo taller es dos talleres, el frío y el caliente, lo cual podría expresarse también de la siguiente manera: todo taller es un taller sucio. Limpiar los talleres: una de las ocupaciones favoritas de la historia del arte, de la filosofía, de la literatura: alzar las ideas de las superficies mugrosas, de las manos manchadas de tabaco o grasa, y dejarlas ahí, flotando en la pureza de lo intemporal. Ver los talleres quizá no explique nada, pero al menos obliga a ver la materialidad de lo siempre pensado como inmaterial, como sagrado. Al evocar la galería del 112 de Greene Street en sus días gloriosos de los setenta, Pamela Lee precisaba: Sin embargo, por decrépito que fuera su aspecto, 112 Greene Street nunca fue aclamado como espacio alternativo, al menos no en la medida en que este término formaba parte de la jerga de la época. Por el contrario, era mucho más un espacio social que un espacio artístico, un lugar

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“Cuando uno cierra puertas y ventanas al mundo exterior —escribió Kafka—, es posible crear de vez en cuando la apariencia y casi el inicio de una existencia realmente hermosa.” el taller, saturado o vacío, promete ese refugio: en medio de las inclemencias, el taller aparece como protección…

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donde los artistas, bailarines y performers podían trabajar y colaborar con mínimas restricciones, un lugar “que no era impecable, que podíamos maltratar”, como recordaba la difunta Suzanne Harris.

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Un lugar maltratado: maltrata todo trato con las cosas. Porque aun en el tiempo en que los hacedores podían entregarse honesta y frontalmente a la fantasmagoría del arte, de su pulcritud y autonomía, nunca hubo un espacio artístico que fuera sólo artístico, que no fuera también o principalmente o únicamente un espacio social. De ahí el taller inacabado, que, si se piensa bien, son todos los talleres: el lugar que hay que preparar y disponer antes del trabajo pero que se va modelando conforme avanza el proceso: no un mero escenario, impecable y absurdo, para la creación. Uno de los fundadores del Black Mountain College, Josef Albers, lo había intuido: “experimentar es, en principio, más importante que producir”; que de un poeta como Paul Valéry no tanto persistan sus solemnes poemas como sus notas donde cuenta cómo y por qué escribió sus poemas parece ahondar en la indistinción entre obra y taller. Por un lado, una obra puede ser, en efecto, construir un taller, edificar y acondicionar un lugar de trabajo. En ello puede irse la vida entera. Por otro lado, como apuntó

David Cohn para Matta-Clark pero que podría ser apuntado para muchos más, “no existe diferencia esencial entre el producto de la obra del artista y su entorno circundante; ambos forman parte de un único y permanente entorno de acción”. En realidad no hay obra: hay acción. Si se quisiera exagerar menos se podría decir: no hay obra, hay obras, muchas, obras manuales que se acumulan, se enciman, obras pequeñas que se solapan y tejen existencias entretejidas. Si se quisiera exagerar más se podría decir: no hay obra, hay taller.

Gabriel Wolfson (Puebla, 1976) es narrador y crítico literario. Ha publicado Ballenas (2004), Caja (2007), Ponte la del Puebla (2008) y Los restos del banquete (2009). En 2003 obtuvo el Premio Nacional de Cuento Joven Julio Torri.

Alejandra Contreras (Ciudad de México, 1980). Artista visual. Obtuvo la beca Jóvenes Creadores del FONCA en 2005 en la disciplina de pintura. En 2006 fue seleccionada en la XIII Bienal de Pintura Rufino Tamayo y en la V Bienal Nacional de Pintura y Grabado, en el Museo de Arte Contemporáneo Alfredo Zalce de Morelia (Michoacán). Ilustraciones: Alejandra Contreras


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cerdos tatuados* (a partir de wim delvoye)

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Estos poemas han sido retirados por Jorge Méndez Blake.

Víctor Ortiz Partida (Veracruz, 1970). Ha publicado Escrúpulo del minutero (1994), La sal de los lucientes (1997) y Contraventura (2003), entre otros libros de poesía.

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Víctor Sulser (Guadalajara, 1970). Artista multidisciplinario. Ha cargado con “Alter”, un conejo de tela, desde el 18 de junio de 2001. Obtuvo la beca Jóvenes Creadores FONCA en 2005. Ha participado en diversos eventos de arte acción entre los que cabe mencionar Performagia en sus ediciones 2005, 2007 y 2009, en el Nippon International Performance Art. Se autoproclamó Presidente de la Republica Mexicana en 2006.

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BOLSO NEGRO C O L E C C I Ó N

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Bolso Negro-colección de múltiples lanza su nueva edición en 2011. Con curaduría de Tania Ragasol, Bolso Negro parte del principio de reproductibilidad, e invita a los artistas a crear producciones comercialmente accesibles. Las membresías estarán a la venta a partir de octubre 2010.

Casa Vecina es parte de la Fundación del Centro Histórico de la Ciudad de México, A.C. Informes: 5709 . 1540 1er Callejón de Mesones 7, Esq. Regina, Centro Histórico, 06080, Ciudad de México www.casavecina.com


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