Los libros y l belleza C - Michèle Petit

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INTRODUCCIÓN

Lo esencial inútil Al ser humano nunca le ha bastado cazar un bisonte: necesita representarlo.1 Juan Villoro

En el momento de presentar este libro, me viene a la memoria un recuerdo. Hace unos años, estaba visitando un museo de Bo­ gotá junto al escritor español Gustavo Martín Garzo. Nos había­ mos detenido frente a unos cántaros con incisiones decorativas. «Llama la atención –me dijo Gustavo– cómo los seres humanos nunca se han limitado a crear objetos que solo les resultaran úti­ les. En todos sitios, siempre han necesitado algo más.» La utilidad nunca es suficiente para nosotros. Quizá seamos, ante todo, animales poéticos, ya que los seres humanos han es­ ta­do creando obras de arte desde hace más de cuarenta mil años, mucho antes de que se inventara el dinero o la agricultura. Desde tiempos muy antiguos, y en diferentes regiones del mundo, han necesitado realizar ritos y forjar objetos para marcar los grandes 1

«La desaparición de la realidad», Reforma, 10 de febrero de 2017.

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momentos de la existencia, para comunicarse con otro mundo, para domar la extrañeza de la vida y de la muerte, para sentirse conectados con los elementos y los animales, para celebrar los gestos cotidianos: desde hace milenios, adornamos los recipientes donde guardamos los alimentos, decoramos las paredes de nues­ tras casas, pintamos o escarificamos nuestros rostros o nuestros cuerpos. Y contamos historias, más o menos complejas y frecuen­ tes, según el contexto cultural. En innumerables formas, desde tiempos inmemoriales, los humanos se han entregado a todo tipo de juegos con el lenguaje. Todo lo que he aprendido durante los últimos treinta años, al interesarme por las formas de leer (o de no leer) de nuestros contemporáneos, por sus usos de la literatura y el arte, me ha recordado esto, si es que era necesario recordármelo: nunca po­ demos quedar reducidos a un lenguaje fáctico, instrumental, que se limite a la designación inmediata de las cosas y los seres, ni tampoco a estereotipos, jergas, consignas, tecnicismos…; a estos usos que nos embrutecen, sin que nos demos siquiera cuenta, que nos exilian, que nos alejan de nosotros mismos, de nuestros seres queridos, del mundo, de sus paisajes y del pensamiento. Sin embargo, en muchas partes, las lenguas están muy maltra­ tadas hoy día, tal y como observa Olivier Rolin: La lengua, todas las lenguas, son atacadas, en todas partes; están degradadas, niveladas, banalizadas; su fuerza expresiva se ve cercenada por la influencia del lenguaje de los medios de comunicación, que son pobres, repetitivos, están llenos de

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tópicos y, al mismo tiempo, son invasivos y omnipresentes. Se ve limitada por el lenguaje de los medios y también por el de la política que, muchas veces, es el mismo. Es una gran manta que sofoca o, al menos, amenaza con sofocar, toda ex­presión original.2

A esto él opone, con una lengua «vasta, compleja, matizada, popular y académica al mismo tiempo, capaz de expresar todos los aspectos del pensamiento, de los sentimientos, de las sensa­ ciones, una lengua capaz de hacer ver, tocar, oler»; una lengua que permita prestar un poco más de atención al mundo y a quienes lo habitan; la lengua de la literatura, tal y como la crean día a día los escritores, pero también los que mantienen vivas las culturas orales o los que inventan nuevas literaturas de la voz; una lengua más cercana al canto, que nos lleve más allá de lo inmediato y nos permita construir «casas de palabras»,3 por utilizar la expre­ sión de Gustavo Martín Garzo; una lengua sin la cual los lugares reales, materiales, en los que habitamos, serían, probablemente, inhabitables. Porque eso, me parece, es lo que está en juego. Según lo que muchas y muchos me han ido contando a lo largo de los años, lo que se encuentra en la literatura y en el contacto con las obras de arte, desde una edad temprana, quizá sea, ante todo, la posibili­ dad de sintonizarnos, en el sentido musical del término, con lo Olivier Rolin, «À quoi servent les livres?», conferencia impartida por invitación de la Embajada de Francia en Sudán. 2

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Cf. Una casa de palabras, México/Barcelona, Océano Travesía, 2012.

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que nos rodea, al menos durante un tiempo. Y ya veremos que, cuando digo «lo que nos rodea», esa expresión hace referencia a algo que va más allá de los seres queridos, o incluso de la socie­ dad; hace referencia al mundo, al cielo y sus estrellas, al mar, a las montañas, al bosque, a la ciudad, a los animales… Todorov nos recordó que el ser humano tiene «tanta necesidad de comunicarse con el mundo como con los hombres».4 Y lo que se encuentra al escuchar o al leer textos literarios es, a veces, la sensación de ha­ bitar, de estar en el lugar que nos corresponde. De vez en cuando, también se siente cierta armonía con el mundo interior, con uno mismo. Todas esas son cosas que merecen nuestra atención, en un momento como el actual, en el que tantos jóvenes se sienten des­ ajustados, disonantes, sin contacto con el mundo, y en el que, si redescubren el juego del lenguaje, si enriquecen su uso, si trabajan su forma, pueden descubrir nuevas posibilidades, en particular en contextos críticos, tal y como he intentado demostrar en El arte de la lectura5 y Leer el mundo.6 En los meses posteriores a la publicación de El arte de la lectura, la economía mundial entró en una severa recesión y, a partir de entonces, no han cesado las «crisis», en múltiples formas, debidas a guerras y a desplazamientos de poblaciones, a atenta­dos terroristas, La Conquête de l’Amérique, París, Points Seuil, 1982, p. 126. Se puede encontrar en español: La conquista de América, México, Siglo XXI, 2010.

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El arte de la lectura en tiempos de crisis, Barcelona/México, Océano Travesía, 2009 (reeditado en bolsillo en 2021). 5

Leer el mundo. Experiencias actuales de transmisión cultural, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2015. 6

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a terremotos, a enormes inundaciones o a incendios vin­culados al cambio climático. Y, desde principios de 2020, la humanidad entera ha estado lidiando con una pandemia que está socavando la base de la vida en sociedad, ampliando gravemente las desigualdades, exacerbando los discursos de odio y alterando nuestra capacidad de soñar y pensar. Durante muchas de estas crisis o desastres, la gente me escri­ bió para decirme que estaban implementando talleres culturales o clubes de lectura inspirados en parte por mi investigación; por ejemplo, tras el violento terremoto que azotó México en 2017 (y, en particular, su capital), varios proyectos recurrieron a ella, como los iniciados por la Secretaría de Cultura de México, que luego publicó el documento Para leer en contextos adversos y otros espacios emergentes.7 Otros, en diferentes países, se inspiraron en mis escritos para desarrollar experiencias literarias compartidas con refugiados, con inmigrantes o durante la pandemia. Por supuesto, fue un honor y una satisfacción pensar que mi trabajo podía ayudar en momentos difíciles. Pero también era una responsabilidad y, a veces, un motivo de preocupación: ¿podría extenderse a todas estas situaciones, tan diferentes las unas de las otras, lo que yo había observado y relatado en mis libros? ¿No se corría el riesgo de crear falsas expectativas en esos profesionales o voluntarios, de animarlos a emprender experimentos que luego resultarían decepcionantes? ¿O eso los mantendría alejados de Para leer en contextos adversos y otros espacios emergentes, México, Secretaría de Cultura/ DGP, 2018. 7

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batallas más apremiantes? Por lo tanto, seguí reflexionando sobre lo que la literatura, oral y escrita, y el arte, en todas sus formas, podría aportar hoy en contextos difíciles, incluso dramáticos. Y escribí los textos que siguen, creados originalmente, en versio­ nes diferentes a las aquí publicadas, para intervenciones durante jornadas que reunían a docentes, a bibliotecarios, a promotores de la lectura, pero también a profesionales de la primera infancia, a trabajadores sociales o, a veces, a jueces y abogados, a padres y abuelos… Tratan sobre la belleza, que permite transfigurar lo peor después de tiempos trágicos; sobre la transmisión cultural, particularmente en el exilio que, hoy día, es el destino de tan­ tos niños, mujeres y hombres; sobre la forma en que vivimos en un lugar, sobre cómo nos preocupamos por el mundo, sobre los paisajes interiores que nos conforman; sobre los sueños de los que estamos hechos y que la literatura nos ayuda a redescubrir; sobre las bibliotecas, esas casas del pensamiento donde, a veces, se in­ ventan nuevas formas de convivencia. ¿Qué competencia tenía yo para intervenir en estos temas tan inmensos? Solo la de haber escuchado y recogido, como en mis libros anteriores, voces: las de los lectores que, a lo largo de los años, me han contado sus experiencias (cómo usaban los escri­ tos que encontraban, o las historias que escuchaban), y las de los intermediarios culturales, que han compartido conmigo sus mé­ todos de operar, especialmente en esos contextos en los que no puede presuponerse un conocimiento de la cultura escrita. Al final de esta colección, se plantean las dificultades que muchos experimentaron para leer al principio de la pandemia

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del COVID-19, y el intercambio de libros, llevado a cabo en secreto o de manera discreta, que algunas personas inventaron. En estos tiempos extraños, hemos sido asignados a nuestras supuestas «necesidades esenciales», hemos que­dado reduci­ dos a la condición de seres biológicos y a nuestros roles eco­ nómicos. Durante los primeros confinamientos, en muchos países, «lo esencial» se limitaba a la alimentación, a los cuida­ dos (en sentido estricto) y a lo necesario para llevar a cabo el trabajo. Los lugares culturales, las bibliotecas, las librerías, las tiendas de discos, así como las floristerías, y hasta los parques y las riberas, todos ellos sitios para pasear y jugar, estaban cerra­ dos, prohibidos. Ya fueran lectores o no, muchos sufrieron la desaparición de lo que Calaferte llamó «lo esencial inútil»,8 en relación con el tiempo dedicado a sus poemas, pero que, más allá de eso, remite a la idea de que somos seres con deseos, no solo con necesidades. «Siempre nos contamos historias cuando deseamos», dice Laurence Devillairs. «Lo que nos agita, por lo tanto, no es la rea­ lidad, sino la ficción y los sueños, la esperanza y las ideas. Todo deseo es, pues, deseo de lo imposible, de una vida más intensa, más dramática; una vida como la que leemos en los libros».9 Añade que los libros «traen más vida a la vida, la llevan más alto «En este mundo trastornado, donde la información, cada día, nos transmite la imagen de riesgos que nos atañen a todos sin excepción, me queda el hechizo de haberme refugiado en lo que yo denominaría lo esencial inútil», Étapes. Carnets VII, París, L’Arpenteur, 1997, p. 150. 8

Laurence Devillairs, «Le reconfinement, le désir, l’essentiel… et les librairies», Philomag, 30 de octubre de 2020. 9

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y más lejos que el simple aquí y ahora de las necesidades. Por lo tanto, sí, las librerías son negocios esenciales. Es un error político cerrarlas; es una falta moral prohibir el acceso a ellas. Necesitamos contar con este esencial para hacer la vida un poco más llevadera». Los libros añaden vida a la vida, como dice la autora, una vida más intensa, y las librerías y las bibliotecas, esos desvanes de los cuentos, esas «cajas de sorpresas» (por usar la expresión de Daniel Goldin),10 despiertan deseos en aquellas y aquellos que cruzan sus puertas. Béatrice Commengé señala que «en todas partes, incluso en los lugares más castigados por el paso del tiempo, la destrucción y la construcción de los hombres, quedan pequeñas parcelas de paisaje que lo resisten todo».11 Lo que he aprendido durante mi investigación es que, en un mundo devastado en gran parte por las guerras, los desastres, la depredación y el deseo de controlarlo todo, quedan mujeres y hombres que resisten, no sé si «todo», pero que, en todo caso, entregan generosamente sus fuerzas para que los niños, los adolescentes y también los adultos tengan la oportunidad de ser, en mayor medida, agentes de sus propias vidas, más deseantes. Como veremos en las páginas siguientes, promueven la literatura, el arte, a veces la ciencia, en lo que tiene de poética, para construir formas de convivencia más habitables, más amables. No pronuncian aburridos discursos sobre los be­ neficios de la lectura. Ayudan a aquellas y a aquellos a quienes Daniel Goldin y Muriel Amar, «La bibliothèque publique, un lieu de l’“écoute radicale”», en Christophe Evans (dir.), L’Expérience sensible des bibliothèques, Éditions de la Bibliothèque publique d’information, 2020.

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Béatrice Commengé, Une vie de paysages, Lagrasse, Verdier, 2016, p. 119.

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acompañan a redescubrir posibilidades gracias a la apertura de otra dimensión y al reencuentro con ese continente de deseos, de ensoñación; algo que no es solo un consuelo, sino una parte vital de cada uno de nosotros. Hoy, más que ayer, debemos rendir homenaje a su arte. Eso es lo que he tratado de hacer aquí.

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El infierno, el arte, los libros y la belleza El mundo es hermoso antes de ser verdadero. Admiramos el mundo antes de verificarlo.12 Gaston Bachelard Leo para llenar mi vida, para completarla y para com­ pensar vacíos que han dejado los sueños no cumplidos, para vivir otras vidas. Leo porque estoy convencido de que un libro tal vez no cambie mi vida, pero sí puede llenarla de nuevos sueños y hermosura, y porque me hace escu­ char el sonido y las voces del silencio. Cuauhtémoc López Guzmán13

Después de haberme propuesto hablar sobre la belleza, me pre­ gunté qué mosca me había picado para elegir un tema tan vasto, sobre el que, desde tiempos inmemoriales, los filósofos, los ar­ tistas, los científicos han reflexionado y han escrito tanto. Era un 12

L’air et les songes, París, Corti, 1943, p. 192.

Cuauhtémoc López Guzmán, Mi encuentro con la lectura (gracias a Rigoberto González Nicolás por haberme transmitido esta autobiografía).

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enigma de infinita complejidad que yo nunca había estudiado. A lo sumo, había reflexionado un poco sobre cómo mis contem­ poráneos usan la literatura, y a veces el arte, en particular cuando están expuestos a la adversidad. Sin embargo, no todo lo bello es arte, y no todo lo que es arte busca la belleza, como el arte con­ temporáneo se ha encargado de recordarnos. No me adentraré en esos terrenos ni propondré una definición de la «belleza», ya que nadie ha llegado nunca a ponerse de acuerdo sobre ese particular. Hablaré de dos o tres temas que me han llamado la atención al oír cómo los niños, los adolescentes y los adultos me contaban sus experiencias culturales, o al leer textos de artistas, escritores o distribuidores de libros que han transcrito estas experiencias con sutileza. Primero hablaré de la manera en la que muchos niños, pero también adultos, han transfigurado el horror, o la pena, o la preo­ cupación, en belleza y, al hacerlo, han encontrado el «reino de la posibilidad».14 Después me referiré a la necesidad fundamental que tienen los humanos de que la belleza coincida con su en­ torno, y el derecho de cada uno de nosotros a acceder a ella. Finalmente, dado que la escuela es el lugar al que supuestamente van todos los niños, ofreceré algunos elementos sobre la belleza en el aula; materiales que mis lectores podrían aprovechar, tal vez, para hacer algo completamente diferente.

Tomo prestada esta expresión de Gustavo Martín Garzo en Una casa de palabras, op. cit., p. 39, y de Yolanda Reyes en El reino de la posibilidad, Barcelona, Lumen, 2021.

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La técnica del fénix Como introducción, vayamos… al infierno, en una de las muchas formas que adopta en esta tierra. Estamos en Nantes, en 1943, que por entonces se encuentra bajo el bombardeo de los aliados. La ciudad sufrió decenas de ataques aéreos, que causaron miles de muertos y heridos, destruyendo parte del puerto, el centro urbano y varios barrios. Los habitantes se protegen lo mejor que pueden y, entre ellos, un joven de doce años se esconde en un refugio antiaéreo. Su nombre es Jacques, Jacques Demy. Es hijo de un mecánico y una peluquera a quien le gusta cantar y escu­ char zarzuelas. El pequeño Jacques adora el teatro de marionetas al que, a veces, lo llevaban antes de la guerra. Cuando tenía cua­ tro años, sus padres le regalaron uno. Y pronto Jacques construyó otro más grande, en el que representa cuentos de hadas. En 1943, durante los ataques, se encontraba en este refugio, aterrorizado. Mucho tiempo después, dirá: «Fue algo espan­ to­so […]. Parece lo más atroz que pueda suceder. Y, a partir de eso, soñamos con una existencia ideal. Me impresionó este desas­ tre, y tal vez los sueños hayan surgido a raíz de ese período».15 Después de los bombardeos, sumergirá en agua caliente pelícu­ las cortas de Chaplin para disolver la gelatina y, sobre la cinta transparente, dibujará, imagen por imagen, con tintas de colores y una lupa, El bombardeo del puente de Mauves, su primera película. Posteriormente, producirá esos hermosos musicales ubicados en puertos que casi todo el mundo conoce, Las señoritas de Rochefort Jacques Demy y Agnès Varda, «À propos du bonheur», Démons et merveilles du cinéma, ina, 19 de diciembre de 1964.

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o Los paraguas de Cherburgo, en los que la gente baila, el color triunfa sobre el polvo y el canto sobre el caos. Quizá Demy luchó toda su vida contra el terror de su infancia. Como tantos otros artistas, se liberó de un drama concibiendo algo maravillosamente vivo. Muchos escritores han dado testimonio de esta capacidad para transfigurar el horror en belleza al recordar su infancia: Hélène Cixous, por ejemplo. A la edad de once años, su padre murió repentinamente. Ella dice: «Se fue de la noche a la mañana, lle­ vándose el mundo con él. Tuve la sensación de que, en lugar del mundo, había un abismo. Traté de crearme una balsa para so­ brevivir, y me fabriqué una de papel […]. No reaccionamos a la muerte con más muerte; tratamos de hacer vida a partir de ella. Es la técnica del fénix. Y para eso están las artes, la música, la literatura».16 También es una época en la que Argelia, el país donde ella vive, agoniza; Hélène está asustada por la crueldad que ve y siente en todas partes. Acude a los libros para encontrar un refugio, una libertad y una belleza que ya no existen en el mundo que la rodea. Desde entonces, dice, leer y vivir han sido para ella sinónimos; leer y escribir, también. Con más de ochenta años, Hélène Cixous aspira a una revolución joven y artística. Dice que necesitamos crear círculos iluminados. También citaré cómo Yánnis Kiourtsákis recuerda el «senti­ miento de profundo equilibrio y serenidad» que lo embargó una tarde, cuando tenía quince años y estaba de luto, al leer determi­ nadas escenas de Guerra y paz: «Esta lectura me ofrecía una rara plenitud […]. Ahora sabía con absoluta certeza que, al menos, la belleza existía: así lo testimoniaban esos libros y esa música que 16

Entrevista en Télérama Dialogue, 28 de septiembre de 2017.

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nunca dejaban de propagar en mí, en medio de mi desgracia, esa inconcebible serenidad –y eso bastaba para justificar la vida–».17 La belleza era «aparentemente capaz de resistir a la muerte», señala también. E incluso se pregunta «si, al fin y al cabo, esta belleza no era Dios». Esto, sin embargo, no es exclusivo de personas que después se convertirían en escritores o grandes artistas. Esta maravillosa capacidad humana de transfigurar el infierno también la conocen bien aquellas y aquellos que proponen hacer dibujos a los niños que han vivido un trauma, tanto en América Latina como en Me­ dio Oriente, tanto en la India como en Europa, porque trabajan con niños refugiados. Y observan en las sesiones el alivio y el or­ gullo que estos niños sienten al domar la peor realidad trabajando sobre ella, cincelándola, dándole forma. Pensemos también en la exposición Deflagraciones. Dibujos de niños, guerras de adultos,18 que reúne dibujos de niños que representan escenas bélicas, desde la Primera Guerra Mundial hasta la Siria contemporánea, desde Vietnam hasta Darfur. Cada dibujo cuenta una historia terrible, vista desde la perspectiva de la mirada in­ fantil, a menudo de una manera increíblemente minuciosa. Sin embargo, de muchos de estos dibujos, muy inventivos y con un trazo de gran fuerza, surge una belleza grandiosa, como la que nos invade cuando un choque estético nos permite tomar concien­ cia del horror y seguir manteniéndonos en pie. 17

Yánnis Kiourtsákis, Le Dicôlon, Lagrasse, 2011, pp. 333-334.

Cf. Zérane S. Girardeau (coord.), Déflagrations. Dessins d’enfants, guerres d’adultes, París, Anamosa, 2017.

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Un antídoto contra el horror Pondré un último ejemplo, porque nos permite identificar un poco mejor determinados procesos a través de los cuales, y a cualquier edad, la belleza, no solo la que se crea, sino también la que se contempla, hace posible salir del infierno. Guarda re­ lación con una mujer, Catherine Meurisse, cuya historia mucha gente ya conoce. A título informativo, diré que era la encargada de las páginas culturales del periódico satírico Charlie Hebdo. La mañana del 7 de enero de 2015, deprimida por un desengaño amoroso, no se levanta de la cama a la hora habitual. Al final, va al trabajo con mucho retraso. Al llegar frente al edificio, se encuentra con el dibujante Luz, que ha perdido su tren. Este le dice que no entre, porque acaban de ingresar en el edificio dos hombres armados. Se esconden, escuchan ráfagas de kalashnikov. Sabemos lo que pasó a continuación: una masacre de la que se haría eco el mundo entero. Unos días después, Catherine Meurisse se encuentra en un estado «disociado»: ya no siente nada, pierde toda coherencia, pierde sus recuerdos. Parte de ella ha muerto. Mezcla las palabras; olvida el principio de las frases, el hilo de los pensamientos. «El terrorismo no solo aniquila a los seres; también destruye el len­ guaje y la memoria», diría más tarde.19 Está rodeada de amigos; un psicoanalista la escucha y la apoya, pero muy pronto siente que también necesita algo más: la belleza. Las frases citadas están extraídas de entrevistas publicadas en Slate, 11 de mayo de 2016; 20 minutes, 25 de abril de 2016; Télérama, 1 de mayo de 2016; France Inter, 15 de abril de 2016.

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«Más que arte, belleza», dice; «así que me embarqué en la bús­ queda de la belleza absoluta, en la esperanza de que resultara reparadora»: la de los paisajes y las obras. Va a la orilla del mar; tiene la impresión de verlo por primera vez. Unas semanas más tarde, visita una exposición. Nada consigue comunicarle nada, no ve nada, es como si no estuviera allí. Pero, en la última sala, se encuentra frente a El grito de Munch: «Es el alarido que no pude expulsar el 7 de enero». Le gustaría entrar en el cuadro, literalmente. Al no poder hacerlo, representará la escena que está viviendo. Se esfuerza por retomar la escritura, el dibujo, por redescu­ brir las emociones, los recuerdos, las palabras y los pensamientos que la han abandonado. Y comenta: «No podía dibujar en hojas sueltas, como siempre; tenía que unirlo todo, pegarlo. No podía tener nada diseminado a mi alrededor, porque yo misma estaba fragmentada, en desorden». Sin embargo, París está demasiado marcada por el horror: se producen otras masacres el 13 de noviembre de 2015. Es una ciudad llena de sangre. Catherine Meurisse alquila una pequeña habitación en la Villa Médici de Roma. «Necesitaba un respiro; una ciudad suave, aparentemente dormida: a Roma se la deno­ mina la “ciudad eterna”; es el arquetipo de la belleza. Necesitaba ese tipo de símbolos para restablecerme.» En los jardines de la Villa Médici, un grupo de estatuas la hace detenerse: representa a los hijos de Níobe asesinados por las fle­ chas de Apolo y Artemisa. Hay cuerpos caídos por todas partes, como los de sus amigos, a quienes no ha visto, pero a quienes no deja de imaginar desde hace meses, o los de todos esos jóvenes

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que acaban de ser masacrados en París, en el Bataclan y en las terrazas de los cafés: Al ver esa escena mitológica, me sentí transportada a la sala Bataclan y a la oficina editorial de Charlie el 7 de enero –sitios en los que no había estado–. A través de la simbolización, el arte actuó como intermediario entre la violencia y yo. Así, tuve la sensación de acercarme a la muerte; a los cuerpos de mis amigos, en calma y sin miedo. Estos cuerpos, sublimados por la escultura, no eran morbosos; su mármol blanco, cen­ telleante, era de una belleza impresionante. Mi viaje a Roma, el contacto con las estatuas y las ruinas antiguas, signo de inmutabilidad, signo de la violencia de la Historia suspendida en el tiempo, me permitió redescubrir un poco de eternidad.

Deambula por las calles llevando los Paseos por Roma de Stendhal en el bolsillo: ella, que nunca ha separado el arte de la literatura. Aprende a decir otra vez «yo». Su pensamiento empieza a recons­ tituirse. En los museos, se fija también en las representaciones de María Magdalena; de santa Teresa en éxtasis, en pleno goce. Se da cuenta de que está recuperando un poco de libido, de deseo, de ganas de vivir. La belleza se le apareció como una «antítesis del caos», un «antídoto ideal contra el horror» y su búsqueda se convirtió en el tema de un libro: La ligereza;20 un libro en el que trazaría todo este proceso para «reordenar las cosas», «reunir los fragmentos», «poner el terror bajo una campana de cristal», «resucitar a los Catherine Meurisse, La Légèreté, París, Dargaud, 2016. Publicado en español con el título de La levedad, Madrid, Impedimenta, 2018.

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muertos durante lo que dura un libro». Durante todo este recorrido, se apoyó en su intuición: «Estuve extremadamente atenta, recep­ tiva a todo lo que pudiera indicarme que yo no estaba muerta. Esas señales las encontré en las palabras de otros, en la naturaleza, en la cultura, allí donde pude». Años después, sigue prefiriendo, frente al ritmo de la actuali­ dad política, ese otro tiempo, lento, de la literatura. Vuelve a escu­ char a Bach y Händel tras un largo período de silencio. Y dibuja. Publica otro álbum ilustrado, Los grandes espacios, que amplía el que acabo de mencionar; un regreso a la infancia, en el que se representa a sí misma rodeada de sus padres y de su hermana, pero también de la casa que sus padres habían reconstruido, de la naturaleza, de los paisajes. Y vemos cuánta belleza estaba pre­ sente ya en esa infancia; como esos esquejes de rosas que su madre hurtaba en los jardines de los grandes escritores para luego poder oler el mismo aroma que ellos habían respirado –¿podría so­ ñarse con una transmisión o una iniciación más hermosa?–, o esas conchas fosilizadas, esos clavos oxidados, que la pequeña Catherine descubrió enterrados, y que convirtió en piezas de arte para un museo en el desván, o esa visita al Louvre, donde quedó fascinada por los paisajes de Corot, Fragonard o Poussin. La belleza estaba allí, en todas partes. Pensemos también en el libro El colgajo de Philippe Lançon, un superviviente de ese mismo atentado, que resultó horriblemente herido. Dijo que salió del infierno gracias a la cirugía de guerra, a las mujeres, la música y la literatura. Se sometió a 17 opera­ ciones y, cada vez que bajaba al quirófano, sacaba un CD para quedarse dormido mientras lo escuchaba: «La música de Bach, como la morfina, me aliviaba. Hacía más que aliviarme: liquidaba

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