
Al principio, cuando el mundo era nuevo y no tenía ni un solo raspón, las personas no sabían vestirse ni peinarse ni darse los buenos días. Tampoco habían aprendido a calentar el agua ni a cocinar las papas o los choclos.
A nadie se le había ocurrido bailar o contar una historia.
No había casas porque nadie tenía idea de cómo levantar una pared o abrir una ventana. Mucho menos coser mantas o fabricar camas, sillas o cucharas.
Las personas andaban desnudas y despeinadas; se alimentaban de plantas silvestres y carne cruda y, por las noches, se refugiaban en cuevas.
Así era la vida.


En aquellos tiempos, el Sol no era solo una estrella: era un dios. Y, como suele ocurrir con los dioses, había días en que se comportaba con ferocidad.

Entonces era necesario ser precavido porque no dudaba en calentar la tierra con tal violencia que podía matar de sed a las plantas y a los animales. A veces, incluso a las personas.
Otros días, por el contrario, el Sol se mostraba tan tranquilo y bondadoso que era posible verlo jugar en el aire como si fuera un pájaro.

