Escritos de otro mundo C - VV. AA. / Federico Delicado

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Esa es otra historia

Manuel J. Rodríguez

El verano no había terminado, pero parecía que el otoño tenía prisa por llegar al Valle de los Espíritus Benditos. Escuadrones de pequeñas nubes avanzaban hacia el oeste como si quisieran anunciarlo.

–Mira: ¡esa parece un dragón! –señaló Manu, pegando la cabeza a la de su amiga Angie, mientras apuntaba al cielo con el dedo.

Los dos chiquillos estaban tumbados en el césped que rodeaba a la casa en la que pasaban las vacaciones con sus familias. Angie, adormecida por la tranquilidad de la tarde y el chirriar de las cigarras, entreabrió un ojo.

–Parece un burro, igual que tú… No seas pesado y déjame dormir… –protestó.

La chica rodó sobre la hierba y se puso boca abajo. Giró la cabeza y se hizo una almohada con el brazo izquierdo. Su nariz apuntaba ahora hacia el otro lado del mundo; ese en el que nunca se encontraría a Manu, a no ser que empezase a andar y diese una vuelta com pleta a la Tierra.

L a Casa del Unicornio, ese nombre había creado muchas expectativas en Angie. En el folleto publicitario de la agencia de viajes, se decía que estaba en un

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valle precioso, rodeada por una plantación de naranjos cuyas copas creaban una cúpula verde interminable; un paraíso de tranquilidad muy cerca de Genzano, un pueblo donde se comía una de las mejores pastas de Italia. «¡Y el corazón de Roma, la Ciudad Eterna, a me nos de media hora en coche!»

Todo resultó cierto. Pero Angie ya vivía en el cam po. Viajar desde España para pasear por senderos pol vorientos, bañarse en una piscina diminuta y cenar pasta un día sí y otro no en aquel pueblo no era lo que había esperado. Echaba de menos a sus amigas y, aunque nunca lo diría en voz alta, también a su her mana. Sara era cinco años mayor que ella; acababa de cumplir los dieciocho y era la primera vez que no iba de vacaciones con la familia. Angie siempre la había admirado; ahora también la envidiaba.

Después de dos semanas en aquella casa, solo habían ido tres veces a Roma. Habían visitado la ciudad y las ruinas de su Imperio. Gracias a las explicaciones del guía turístico, la muchacha pudo ver a los gladiadores luchando por su vida en el Coliseo y a las cuadrigas lanzadas en carreras a muerte en el Circo Máximo; en el Vaticano, sus ojos se saturaron de belleza y brillos y, sin embargo, le pareció que ninguna de aquellas maravillas superaba a la sonrisa del chico que le pidió que le sacara una foto ante la Fontana di Trevi.

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«Muy bonita Roma, pero, con tantos turistas y este calor…, mejor nos quedamos en la casa: hemos venido a descansar», argumentaban sus padres, y los padres de Manu asentían. A veces, cambiaban los papeles.

«Descanso» se había convertido, para Angie, en esas dos semanas en el sinónimo más acertado para «aburrimiento».

Al menos Manu le caía bien. Era divertido. Eso no impedía que la idea de pasar siete días más con él se le hiciera casi insoportable. Manu solo tenía un año me nos que ella, pero, desde hacía un tiempo, le parecía un crío.

–¡Anda ya! –insistió el chiquillo–. ¿No ves que tiene las orejas pequeñas y que los burros son más…?

De repente, Manu interrumpió su frase con un gri to. Se irguió con los ojos muy abiertos y se sentó como si alguien lo hubiese pinchado.

–Vaaale…, pues es un dragón… –concedió Angie.

–¡¿Has visto eso?!

–No, y no pienso mirar más nubes…

–No, me refiero a ese fogonazo…, en el cielo…, y a ese pájaro que…

La voz de Manu se había puesto más chillona que de costumbre y las palabras se le enredaban en la lengua.

–¿De qué hablas? –refunfuñó Angie, apoyando la cabeza en la mano y el codo sobre la hierba.

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–¡Ahí está! ¡Lleva algo brillante en el pico! –señaló él. La tensión de su amigo terminó de espabilar a An gie. La muchacha se incorporó y miró hacia el árbol que el dedo de Manu indicaba. Era un ciprés. Sobresa lía con su oscura elegancia tras el muro que rodeaba a la casa, erguido igual que un centinela. El pájaro se había parado cerca de la copa del árbol, sobre una ma raña de ramitas que parecía ser su nido.

–Bah, ¡solo es una urraca! –dijo ella, decepcionada–. No habrá muchas en Madrid, pero, en mi pueblo, hay un montón… L es gustan las cosas brillantes… –Pero… el fogonazo…

Angie empezaba a perder la paciencia. –¿Qué fogonazo?

–¡Te lo juro! ¡Ese pájaro ha salido de la nada! Ha sido como cuando tiras una piedra a un charco, solo que en vertical, en el aire. He visto un chispazo y, del centro de las ondas, ha salido esa urraca…

–¡No digas tonterías, Manu! Te habrás deslumbra do con el sol…

–El sol está al otro lado, lista.

–Pues entonces será eso: que te ha dado mucho rato en la nuca…

–¡Mira!

La urraca se había lanzado al vacío y volaba directa hacia ellos. Se posó a unos metros, sobre el tallo de una adelfa cargada de flores rosas. El arbusto crecía

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vigoroso junto a un camino de baldosas blancas que atravesaba el jardín y conducía a la casa: tenía la altura de un hombre y hacían falta, por lo menos, cinco con los brazos extendidos para rodearlo.

–¿Qué es eso tan largo que lleva en el pico? –preguntó por fin la curiosidad de Angie.

–No sé…: un collar o algo así…

–Espera –susurró la chica–. No te muevas. Voy a ir por detrás. Cuando esté cerca, daré un grito para asustarla, a ver si lo suelta…

Angie se alejó moviéndose con la elasticidad y el sigilo de un felino. Pero no le hizo falta ir muy lejos. El pájaro había planeado hasta la hierba. Las plumas de su cuello negro lanzaban destellos verdeazulados. Dio tres brincos hacia delante y ladeó la cabeza. En el espejo de su ojillo azabache, se reflejaba un Manu di minuto. Luego, dejó su trofeo en el suelo, dio un graznido que pareció un adiós y se perdió aleteando tras el tejado de la casa. Había cumplido su misión.

–Es demasiado largo para ser un collar, ¿no te parece? –apreció Manu, enroscando en su cuello la fina tira de cristales engarzados que acababa de recoger del césped.

–Sí, parece más un cinturón… Es precioso. Déjamelo.

–¿Crees que será valioso? –dijo Manu, ofreciéndoselo.

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