El lago de los chanchos - James Marshall / Maurice Sendak

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Una tarde de invierno, un lobo zarrapastroso y macilento se encontró, de pronto, en un barrio que no conocía de la ciudad.

–No sé dónde estoy –rezongó–, pero es muy importante explorar nuevos andurriales porque, así, uno amplía sus horizontes. Podría descubrir cantidad de bocados deliciosos.

Dos jóvenes ardillas doblaron la esquina y pasaron rápidamente de largo.

–¿Has visto a ese lastimoso perro viejo? –dijo una de ellas–. Está ya en las últimas.

Y las ardillas desaparecieron.

–¡Hmmrrrfff! –gruñó el lobo–. Suerte han tenido de no haberme pillado ya tan veloz como antes. Porque una ardilla es una merienda exquisita…

Y, arrebujándose en su raída bufanda amarilla, siguió calle abajo.

–¡Un perro viejo! ¡Eso es lo que soy! –masculló el lobo entre dientes.

Pero no había recorrido mucho trecho cuando su hocico empezó a agitarse de forma incontrolable. El aire se había impregnado de un aroma delicioso.

–¡Voto a tal! –exclamó–. Creo que huelo a… ¡Cielo santo! ¿Será cierto?… ¡Sí! ¡Es eso mismo! ¡Reconocería ese olor en cualquier parte!

Y miró hacia ambos extremos de la calle, pero no había cochinillos a la vista.

–No los veo –murmuró el lobo–, pero andan por aquí cerca; eso es seguro.

La marquesina de un teatro, en la acera de enfrente, atrajo su atención.

–¿Me engañarán los ojos? –jadeó el lobo–. ¿Dice ese rótulo lo que yo creo que dice?

Cruzó la calle y contempló la marquesina en la que, con grandes letras, se leía:

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