Primero –hizo memoria el artista– había sido el cargo de ujier de cámara, luego, el de ayuda de guardarropa, y después, el de ayuda de cámara de Su Majestad; por las mismas fechas –en el cuarenta y tres– le hizo además superintendente de Obras Reales. En fin, toda una carrera cortesana de la que no podían presumir tantos, conque no había más remedio que mostrar hidalguía… Pero ¡qué hermosa era Italia! Mirando ahora el lejano perfil de la sierra de Guadarrama, quiso pensar que tiempo y espacio no existían y que lo que estaba viendo eran los Apeninos, y en su rostro impasible se dibujó una débil y triste sonrisa. La borró un escalofrío. Comenzó a cerrar la mayoría de las ventanas. Se estaba ocupando, poco después, de reproducir con sumo cuidado, corriendo cortinas, la luz exacta con la que había estado pintando dos días antes, cuando le sorprendió la llegada de Salomón, el viejo mastín español de pelaje leonado, que, poniéndose justo donde le correspondía, se echó pesadamente al suelo. Otra sonrisa, menos triste que la anterior, afloró a los labios del pintor. Y no pudo evitar distraerse e ir a acariciar la peluda cabezota del perro, mientras le decía cariñosamente: –Sí, sí. Ven aquí, tú, mi viejo compañero. Tú, el más paciente de mis modelos, aparte del único puntual, claro. Y qué espectador tan ideal, siempre respetuosamente silencioso. En verdad, muchos en esta corrompida corte debieran aprender de ti, servidor honesto, criado fiel. 8