En la cama con un highlander maya banks

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Mairin se persignó y murmuró una rápida oración. Las monjas se reunieron a su alrededor y también ofrecieron sus plegarias. —Ella no está aquí, —jadeó la superiora—. Le he dicho que la mujer que buscan no está aquí. —¡Miente! —rugió. Miró hacia el grupo de monjas, su mirada parpadeaba fríamente sobre ellas. —Mairin Stuart. Dime dónde está. Mairin estaba fría, el miedo creciente bullendo en su estómago. ¿Cómo la habían encontrado? Después de todo este tiempo. Su pesadilla no había terminado. De hecho, apenas acababa de empezar. Sus manos temblaban tanto que tuvo que esconderlas en los pliegues de su vestido. El sudor anegaba su frente, y sus entrañas se contraían. Tragó saliva, deseando no enfermarse. Ante la falta de una respuesta, el hombre sonrió, y esto hizo que sintiera un escalofrío a través de su columna. Sin dejar de mirarlas, levantó el brazo de la madre Serenity, de modo que estuviera a la vista de todas. De modo insensible, inclinó su dedo índice hasta que se oyó el chasquido del hueso al romperse. Una de las monjas gritó y corrió hacia adelante sólo para ser abofeteada por uno de los soldados. El resto de ellas se quedó sin aliento ante el ultraje. —Esta es la casa de Dios, —dijo la madre Serenity con voz aguda—. Usted peca enormemente trayendo violencia a un suelo sagrado. —Cállese anciana, —le espetó el hombre—. Dígame dónde está Mairin Stuart o mataré a cada una de ustedes. Mairin contuvo el aliento y apretó sus dedos en puños a sus costados. Le creyó. Había demasiada maldad, demasiada desesperación en sus ojos. Él había sido enviado en un encargo del diablo, y no se le podía mentir. Agarró el dedo medio de la superiora, y Mairin caminó hacia adelante. —¡Por caridad, no!, —gritó la madre Serenity mirándola. Mairin no le hizo caso. —Soy Mairin Stuart. ¡Ahora déjela ir! El hombre soltó la mano de la abadesa y luego le dio un empujón a la mujer. Contempló a Mairin con interés, dejando que su mirada vagara sugestivamente de arriba hacia abajo por su cuerpo. Sus mejillas ardieron ante tan evidente falta de respeto, pero no se intimidó, le devolvió la mirada al hombre con tanto desafío como se atrevió.


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