En la cama con un highlander maya banks

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En la cama con un highlander


Maya Banks

En la cama con un Highlander 1º Trilogía McCabe


Para Kim Whalen, quien creyó en este libro desde el principio, y me dijo que definitivamente encontraría un hogar para él. Hiciste precisamente eso. Para Lillie, quien ha sido un apoyo invaluable en muchos sentidos. Para Fatin, que es como una mamá leona. Cuidas tan bien de mí. ¡Te amo por eso! Y por último a mi familia por practicar el senderismo por toda Escocia conmigo. Por los trenes perdidos, los descarríos ridículos, la comida horrible, y uno de los mejores momentos de mi vida. Los quiero mucho a todos.


ARGUMENTO Ewan McCabe, el mayor de los hermanos, es un guerrero decidido a vencer a su enemigo. Ahora, con el tiempo dispuesto para la batalla, sus hombres están listos y a punto de recuperar lo que es suyo, –hasta que una seductora con ojos azules, y pelo negro, es arrojada sobre él–. Mairin puede ser la salvación del clan de Ewan, pero para un hombre que sólo sueña con la venganza, los asuntos del corazón son territorio desconocido a conquistar. Aunque es hija ilegítima del rey, Mairin posee una valiosa propiedad que la ha convertido en un peón —por lo que desconfía del amor—. Sus peores miedos se cumplen cuando es rescatada del peligro, sólo para ser obligada a contraer matrimonio con su carismático y autoritario salvador, Ewan McCabe. Además de la atracción por su poderoso, tosco y desconocido marido se encuentra anhelando su toque sorprendentemente tierno, su cuerpo se llena de vida bajo su sensual dominio. Y a medida que la guerra se acerca, la fuerza de Mairin, su espíritu y pasión desafían a Ewan a conquistar sus demonios —y abrazar un amor que vale más que la venganza y la tierra.


Capítulo 1 Mairin Stuart se arrodilló en el suelo de piedra al lado de su camastro e inclinó la cabeza para su oración vespertina. Su mano se deslizó a la pequeña cruz de madera colgada de un trozo de cuero alrededor de su cuello, y su pulgar frotó una trayectoria familiar en la ahora lisa superficie. Por varios minutos, susurró las palabras que había recitado desde que era una niña, y luego terminó como lo hacía siempre. Por favor, Dios. No dejes que me encuentre. Se incorporó del suelo, sus rodillas raspando las piedras irregulares. El sencillo traje marrón que llevaba señalaba su lugar junto al de las otras novicias. Aunque había estado aquí mucho más tiempo que las demás, nunca había tomado los votos que completarían su viaje espiritual. Nunca fue su intención. Se acercó a la palangana de la esquina y vertió el agua de la jarra. Sonrió humedeciendo un paño, mientras las palabras de la madre Serenity llegaban flotando a su mente. La limpieza se aproxima a la Santidad. Se limpió la cara y empezó a quitarse el vestido para extender su ablución, cuando oyó un estrépito terrible. Asustada, dejó caer el lienzo y se giró para mirar la puerta cerrada. Entonces se impulsó a la acción, corrió y la abrió, empujándose al pasillo. A su alrededor, las otras monjas también llenaban el hall, sus murmullos consternados en aumento. Un fuerte eco resonó en el corredor de la entrada principal de la abadía. Un grito de dolor seguido de un bramido, y el corazón se le congeló. La madre Serenity. Mairin y el resto de las hermanas corrieron hacia el ruido, mientras que algunas quedaban rezagadas, otras marcharon decididamente hacia adelante. Cuando llegaron a la capilla, se dominó, paralizada por la visión ante ella. Los guerreros estaban por todas partes. Había al menos veinte, todos vestidos con indumentaria de batalla, sus caras sucias, el sudor empapando sus cabellos y su ropa. Pero no había sangre. Ellos no venían pidiendo asilo o ayuda. El líder sostenía a la madre Serenity por el brazo, e incluso a la distancia, podía ver el rostro de la abadesa desfigurado por el dolor. —¿Dónde está ella? —preguntó uno de ellos con voz fría. Mairin dio un paso atrás. El hombre tenía una mirada fiera. Malvada. Sus ojos irradiaban furia como una serpiente esperando para atacar. Sacudió a la madre Serenity cuando esta no respondió, gorjeando entre sus garras como una muñeca de trapo.


Mairin se persignó y murmuró una rápida oración. Las monjas se reunieron a su alrededor y también ofrecieron sus plegarias. —Ella no está aquí, —jadeó la superiora—. Le he dicho que la mujer que buscan no está aquí. —¡Miente! —rugió. Miró hacia el grupo de monjas, su mirada parpadeaba fríamente sobre ellas. —Mairin Stuart. Dime dónde está. Mairin estaba fría, el miedo creciente bullendo en su estómago. ¿Cómo la habían encontrado? Después de todo este tiempo. Su pesadilla no había terminado. De hecho, apenas acababa de empezar. Sus manos temblaban tanto que tuvo que esconderlas en los pliegues de su vestido. El sudor anegaba su frente, y sus entrañas se contraían. Tragó saliva, deseando no enfermarse. Ante la falta de una respuesta, el hombre sonrió, y esto hizo que sintiera un escalofrío a través de su columna. Sin dejar de mirarlas, levantó el brazo de la madre Serenity, de modo que estuviera a la vista de todas. De modo insensible, inclinó su dedo índice hasta que se oyó el chasquido del hueso al romperse. Una de las monjas gritó y corrió hacia adelante sólo para ser abofeteada por uno de los soldados. El resto de ellas se quedó sin aliento ante el ultraje. —Esta es la casa de Dios, —dijo la madre Serenity con voz aguda—. Usted peca enormemente trayendo violencia a un suelo sagrado. —Cállese anciana, —le espetó el hombre—. Dígame dónde está Mairin Stuart o mataré a cada una de ustedes. Mairin contuvo el aliento y apretó sus dedos en puños a sus costados. Le creyó. Había demasiada maldad, demasiada desesperación en sus ojos. Él había sido enviado en un encargo del diablo, y no se le podía mentir. Agarró el dedo medio de la superiora, y Mairin caminó hacia adelante. —¡Por caridad, no!, —gritó la madre Serenity mirándola. Mairin no le hizo caso. —Soy Mairin Stuart. ¡Ahora déjela ir! El hombre soltó la mano de la abadesa y luego le dio un empujón a la mujer. Contempló a Mairin con interés, dejando que su mirada vagara sugestivamente de arriba hacia abajo por su cuerpo. Sus mejillas ardieron ante tan evidente falta de respeto, pero no se intimidó, le devolvió la mirada al hombre con tanto desafío como se atrevió.


Él chasqueó sus dedos, y otros dos hombres avanzaron, agarrándola antes de que se le ocurriera correr. La tuvieron en el suelo en una fracción de segundo, sus manos hurgando en el dobladillo de su vestido. Pateó salvajemente, agitando los brazos, pero no podía competir con su fuerza. ¿La violarían ellos aquí en el suelo de la capilla? Las lágrimas inundaron sus ojos, cuando empujaron su ropa por encima de sus caderas. La giraron hacia la derecha y los dedos tocaron su muslo, justo donde descansaba la marca. Oh no. Inclinó la cabeza mientras lágrimas de derrota resbalaban por sus mejillas. —Es ella —dijo uno de ellos con excitación. Se hicieron a un lado al instante en que el líder se inclinó para examinar la marca por sí mismo. Él también la tocó, perfilando el emblema real de Alexander. Emitió un gruñido de satisfacción, enroscó su mano alrededor de su barbilla y tiró de esta hasta que se enfrentó a él. Su sonrisa le repugnaba. —Te hemos estado buscando por mucho tiempo, Mairin Stuart. —Váyase al infierno, —le espetó ella. En lugar de golpearla, sonrió con una amplia expresión. —Tsk-tsk, semejante blasfemia en la casa de Dios. Se puso de pie rápidamente, y antes de que pudiera parpadear, fue empujada sobre el hombro de un hombre, y los soldados salieron de la abadía al frescor de la noche. No perdieron tiempo en subirse a sus caballos. Mairin fue amordazada, luego atada de pies y manos y arrojada sobre la silla en frente de uno de los hombres. Se iban alejando, los truenos de los cascos resonando a través de la noche, aún antes de que tuviera tiempo de reaccionar. Eran tan precisos como despiadados.

La silla se le clavaba en el vientre, y ella rebotaba de arriba hacia abajo, tanto que estuvo segura de que iba a vomitar. Gimió, tenía miedo de ahogarse con la mordaza tan apretada alrededor de su boca. Cuando finalmente se detuvieron, estaba casi inconsciente. Una mano agarró su nuca, los dedos fácilmente rodearon su delgado cuello. Fue alzada y luego lanzada bruscamente al suelo.


A su alrededor, levantaron el campamento mientras ella yacía temblando por el viento frío. Finalmente oyó decir: —Cuide mejor a la muchacha, Finn. El laird Cameron no estará feliz si muere de exposición. Un gruñido irritado siguió, pero un minuto más tarde, fue desatada y retirada la mordaza. Finn, el líder aparente de este secuestro, se inclinó sobre ella, sus ojos brillando a la luz del fuego. —No hay nadie que escuche sus gritos, y si emite apenas un sonido, voy a asestarle un golpe en la mandíbula. Asintió con la cabeza y se arrastró hasta ponerse de pie. Él le propinó una patada en el trasero con su bota y se rió entre dientes cuando ella se giró con indignación. —Hay una manta junto al fuego. Enróllese en ella y duerma un poco. Saldremos al amanecer. Se acurrucó agradecida por el calor de la manta, insensible a las piedras y palos en el suelo que se clavaban en la piel. El laird Cameron. Había oído hablar de él a los soldados que entraban y salían de la abadía. Decían que era un hombre despiadado. Avaro y con ganas de añadir más a su creciente poder. Se rumoreaba que su ejército era uno de los más grandes de toda Escocia y que David, el rey de Escocia, le temía. Malcolm, el hijo bastardo de Alexander —su medio hermano— ya había conducido una rebelión contra David, en un intento por tomar el trono. Si Malcolm y Cameron Duncan se aliaban, serían pronto una fuerza imparable. Ella tragó saliva y cerró los ojos. La posesión de Neamh Álainn haría a Cameron invencible. —Querido Dios, ayúdame, —susurró. No podía permitir que él tomara el control de Neamh Álainn. Era su legado, lo único que tenía de su padre. Era imposible dormir, así que se quedó allí acurrucada en la manta, con la mano enroscada alrededor de la cruz de madera, mientras oraba para tener fortaleza y visión. Algunos de los soldados dormían mientras otros vigilaban. No era tan tonta como para pensar que tendría la oportunidad de escapar. No cuando valía más que su peso en oro. Pero ellos no la matarían tampoco, y esto le concedía una ventaja. No tenía nada que temer al tratar de escapar y todo para ganar. Una hora después de la oración de vigilia, una conmoción detrás de ella la hizo sentarse y mirar fijamente en la oscuridad. A su alrededor, los soldados


que dormían se levantaron a trompicones, sus manos en sus espadas cuando el llanto de un niño desgarró la noche. Uno de los hombres lo empujaba a patadas, sacudiendo al chiquillo dentro del círculo alrededor del fuego, luego lo dejó caer en la tierra. El niño se agachó y miró a su alrededor salvajemente, mientras que todos se reían a carcajadas. —¿Qué es esto? —exigió Finn. —Lo sorprendimos tratando de robar uno de los caballos, —dijo el captor del muchacho. La ira sesgó las facciones del hombre de manera perversa, y se hizo más demoníaca por la luz del fuego. El muchacho, que no podía tener más de siete u ocho años, inclinó la barbilla desafiante como retándolo a hacer lo peor. —¿Por qué pequeño cachorro? —rugió Finn. Levantó la mano y Mairin voló a través del suelo, lanzándose delante del pequeño mientras el puño giraba y cortaba su mejilla. Ella se tambaleó, pero se recuperó y rápidamente se echó de nuevo sobre el niño, apretándolo cerca para poder cubrir la mayor parte de él tanto como fuera posible. El chico luchó salvajemente debajo de ella, chillando obscenidades en gaélico. Su cabeza golpeó su mandíbula ya adolorida, haciéndole ver estrellas. —Cállate ahora, —le dijo en su propia lengua—. Quédate quieto. No dejaré que te hagan daño. —¡Apártate de él! —bramó Finn. Se apretó aún más alrededor del niño que finalmente dejó de agitarse y dar patadas. Finn se agachó y enroscó la mano en su pelo, tirando brutalmente hacia arriba, pero ella se negó dejar de lado su carga. —Tendrá que matarme primero, —dijo fríamente cuando la obligó a mirarlo. Soltó su pelo con una maldición y luego se echó hacia atrás y le dio patadas en las costillas. Ella se encorvó por el dolor, pero tuvo cuidado de mantener al chiquillo protegido de la bestia maníaca. —Finn, es suficiente, —gritó un hombre—. El Laird la quiere en una sola pieza. Murmurando una maldición, se apartó. —Déjenla cuidar al sucio mendigo. Tendrá que soltarlo muy pronto. Mairin giró bruscamente su cuello para mirar hacia los ojos de Finn. —Usted toca a este muchacho una sola vez y yo cortaré mi garganta. La risa del hombre quebró la noche.


—Eso es un loco farol, muchacha. Si usted va a tratar de negociar, tiene que aprender a ser creíble. Lentamente ella se levantó hasta que estuvo a un pie de distancia del hombre mucho más grande. Se le quedó mirando hasta que sus ojos parpadearon y apartó la mirada. —¿Farol? —dijo en voz baja—. No lo creo. De hecho, si yo fuera usted, estaría escondiendo todos y cada uno de los objetos afilados de mí. ¿Piensa que no sé cuál es mi destino? Acostarme con ese bruto Laird suyo hasta que mi vientre se hinche con un niño y él pueda reclamar Neamh Álainn. Prefiero morir. Los ojos de Finn se estrecharon. —¡Está loca! —Sí, tal vez, y en ese caso siendo usted estaría preocupado por si alguno de esos objetos afilados pudiera encontrar el camino entre sus costillas. Él hizo un gesto con la mano. —Quédese con el niño. El Laird se ocupará de él y de usted. Nosotros no vemos con buenos ojos a los ladrones de caballos. Mairin no le hizo caso y se volvió hacia el muchacho que estaba encogido en el suelo, mirándola con una mezcla de temor y adoración. —Vamos —le dijo suavemente—. Si nos acurrucamos lo suficientemente apretados, alcanzará la manta para los dos. Se encaminó hacia ella con entusiasmo, metiendo su pequeño cuerpo a la altura del de ella. —¿Dónde está tu casa? —le preguntó mientras él se recostaba en su contra. —No lo sé —dijo con tristeza—. Debe estar lejos de aquí. Por lo menos dos días. —Shh, —le dijo con dulzura—. ¿Cómo hiciste para llegar hasta aquí? —Me perdí. Mi papá me dijo que nunca me alejara del torreón sin sus hombres, pero yo estaba cansado de ser tratado como un bebé. Yo no soy un crío, ya sabes. Ella sonrió. —Sí, lo sé. ¿Así que dejaste el torreón? Asintió con la cabeza. —Tomé un caballo. Yo sólo quería ir al encuentro del tío Alaric. Él tenía que regresar y pensé esperarlo cerca de la frontera para saludarlo. —¿Frontera? —De nuestras tierras. —¿Y quién es tu papá, pequeño?


—Mi nombre es Crispen, no “pequeño”, —el disgusto en su voz era evidente, y ella volvió a sonreír. —Crispen es un buen nombre. Ahora continúa con tu historia. —¿Cuál es tu nombre? —preguntó. —Mairin —le respondió en voz baja. —Mi papá es el laird Ewan McCabe. Mairin lidió por reconocer el nombre, pero había muchos clanes que no conocía. Su casa estaba en las tierras altas, pero no había visto esa tierra de Dios en diez largo años. —Así que fuiste a encontrarte con tu tío. Entonces ¿qué pasó? —Me perdí, —dijo tristemente—. Entonces un soldado de los McDonald me encontró y quiso llevarme ante su Laird para pedir un rescate, pero yo no podía dejar que eso sucediera. Sería deshonrar a mi papá, y él no puede permitirse el lujo de pagar un rescate por mí. Eso arruinaría a nuestro clan. Ella acarició su pelo mientras su cálido aliento soplaba contra su pecho. Sonaba mucho más viejo que sus tiernos años. Y muy orgulloso. —Me escapé y me escondí en la carreta de viaje de un comerciante. Tardó un día antes de que me descubriera, —inclinó la cabeza hacia arriba, chocando con su mandíbula dolorida de nuevo—. ¿Dónde estamos, Mairin? —susurró—. ¿Estamos muy lejos de casa? —No estoy segura dónde está tu casa, —dijo con tristeza—. Pero estamos en las Lowlands, y apostaría a que estamos por lo menos a dos días de camino de tu fortaleza. —Las tierras bajas, —espetó—. ¿Eres una lowlander? Se sonrió ante su vehemencia. —No, Crispen. Soy una highlander. —Entonces, ¿qué estás haciendo aquí? —insistió—. ¿Te secuestraron de tu casa? Ella suspiró. —Es una larga historia. Una que comenzó antes de que nacieras. Cuando él empezó a hacer otra pregunta, lo calló con un suave apretón. —Vamos a dormir, Crispen. Debemos mantener nuestra fuerza si queremos escapar. —¿Vamos a escapar? —le susurró. —Sí, por supuesto. Eso es lo que los presos hacen —dijo en un tono alegre. El miedo en su voz hizo que sufriera por el muchacho. Que aterrador debía ser estar tan lejos del hogar y de los que te aman. —¿Me llevarás de vuelta a casa con mi papá? Haré que te proteja del laird Cameron.


Ella sonrió ante la ferocidad de su voz. —Por supuesto, me encargaré de que llegues a casa. —¿Lo prometes? —Te lo prometo.

—¡Encuentren a mi hijo! El rugido de Ewan McCabe podía oírse por el patio entero. Todos sus hombres estaban de pie en posición de firmes, sus expresiones solemnes. Algunos con sentimientos de simpatía. Creían que Crispen estaba muerto, aunque nadie se atrevía a pronunciar esa posibilidad al Laird. No era algo que él no hubiera contemplado por sí mismo, pero no descansaría hasta que su hijo fuera encontrado —vivo o muerto. Ewan se dirigió a sus hermanos, Alaric y Caelen. —No puedo permitirme enviar a cada hombre en la búsqueda de Crispen, —dijo en voz baja—. Eso nos dejaría vulnerables. Confío en ustedes dos con mi vida, y con la vida de mi hijo. Quiero que cada uno tome un contingente de hombres y monten en diferentes direcciones. Tráiganlo a casa para mí. Alaric, el segundo de los hermanos McCabe, asintió. —Sabes que no descansaré hasta encontrarlo. —Sí, ya lo sé —dijo Ewan. Observó cómo los dos se alejaban, gritando órdenes a sus hombres. Cerró los ojos y apretó con rabia los puños. ¿Quién se había atrevido a llevarse a su hijo? Durante tres días había esperado una petición de rescate, pero no había recibido ninguna. Durante tres días había recorrido cada centímetro de la tierra McCabe y más allá. ¿Era el precedente de un ataque? ¿Estaban sus enemigos conspirando para golpearlo cuando estaba más débil? ¿Cuando todos los soldados disponibles estarían involucrados en la búsqueda? Su mandíbula se endureció al mirar alrededor el desmoronamiento de su fortaleza. Durante ocho años había luchado por mantener su clan vivo y fuerte. El nombre McCabe había sido siempre sinónimo de poder y orgullo. Ocho años atrás habían resistido un ataque paralizante. Traicionados por la mujer que Caelen amaba. El padre de Ewan, y su joven esposa habían sido asesinados, su hijo sobrevivió sólo porque fue escondido por uno de los sirvientes.


Casi nada quedaba cuando él y sus hermanos habían vuelto. Sólo una gran y pesada masa de ruinas, su pueblo disperso por los vientos, su ejército casi diezmado. No había quedado nada para que Ewan heredara cuando se convirtió en Laird. Le había tomado todo este tiempo para reconstruir. Sus soldados eran los mejor entrenados en las tierras altas. Él y sus hermanos trabajaron durante horas inhumanas para asegurarse de que había comida para los ancianos, las mujeres y los niños. Muchas veces los hombres se iban sin nada. Y silenciosamente fueron creciendo, aumentando sus números hasta que, finalmente, Ewan había comenzado a transformar a su clan luchando por mantenerlo unido. Pronto, sus pensamientos podrían volver a la venganza. No, eso no era exacto. La venganza había sido lo que lo mantuvo durante estos últimos ocho años. No pasaba un solo día en que no hubiera pensado en ella. —Laird, traigo noticias de su hijo. Se giró para ver a uno de sus soldados corriendo hacia él, su túnica polvorienta como si acabara de llegar a caballo. —Habla, —le ordenó. —Uno de los McDonald se encontró con su hijo hace tres días a lo largo de la frontera norte de su tierra. Lo tomó con la intención de entregarlo a su Laird para que pidiera rescate por el muchacho. Sólo que el muchacho escapó. Nadie lo ha visto desde entonces. Ewan temblaba de rabia. —Toma ocho soldados y diríjanse donde McDonald. Llévenle este mensaje. Que entregue al soldado que se llevó a mi hijo de la entrada del torreón o firmara su propia sentencia de muerte. Si no obedece, iré yo mismo por él. Voy a matarlo. Y no será rápido. No omitas ninguna palabra de mi mensaje. El soldado hizo una reverencia. —Sí, Laird. Dio media vuelta y salió corriendo, dejando a Ewan con una mezcla de alivio y rabia. Crispen estaba vivo, o al menos lo había estado. McDonald fue un tonto por incumplir su acuerdo de paz tácita. Aunque los dos clanes no podían ser considerados aliados, McDonald no era suficientemente estúpido como para incitar la ira de Ewan McCabe. Su fortaleza podría estar desmoronándose, y su pueblo podría no ser el clan mejor alimentado, pero su potencia había sido doblemente restaurada.


Sus soldados eran una fuerza de combate mortal a tener en cuenta, y aquellos lo suficientemente cercanos a las propiedades de Ewan lo sabían. Pero él no tenía puesta la mirada en sus vecinos. Ésta apuntaba a Duncan Cameron. No sería feliz hasta que toda Escocia goteara con la sangre de Cameron.


Capítulo 2 Mairin clavó su mirada sobre el castillo al que se aproximaba mientras cabalgaban a través del final de la ladera de piedra y hacia el patio. Los pensamientos sobre escaparse quebrantados, mientras miraba impotente lo que la rodeaba. Era impenetrable. Los hombres estaban en todas partes, la mayoría de ellos entrenando, algunos otros atendiendo la reparación de diversas partes de la pared interior, otros se tomaban un descanso y bebían agua de un cubo cerca de los escalones del torreón. Como si sintiera sus pensamientos fatalistas, Crispen levantó la mirada, sus ojos verdes, brillantes por el miedo. Ella tenía los brazos colocados alrededor de su cuerpo, con las manos atadas delante de él, mientras lo apretaba para tratar de tranquilizarlo. Aunque tenía la certeza de que Dios existía, ella misma, estaba temblando como la última hoja de otoño. El soldado que llevaba su montura se detuvo, y tuvo que luchar para mantenerse en la silla. Crispen los estabilizó agarrándose a las crines del animal. Finn cabalgaba a su lado y entonces tiró a Mairin del caballo. Crispen se desplomó con ella, chillando por la sorpresa cuando aterrizó en el suelo. El hombre la agarró, sus dedos apretaron como garras dejando moretones en su brazo. Se zafó y estiró las manos atadas para ayudar a sostener al muchacho. A su alrededor, cesó la actividad cuando todo el mundo se detuvo para hacer un balance de la nueva llegada. Algunas de las mujeres de la fortaleza los observaban con curiosidad desde la distancia, susurrando detrás de sus manos. Sabía que seguramente parecería asustada, pero estaba más preocupada por lo que iba a suceder cuando el laird Cameron llegara para ver a su cautiva. Que Dios la ayudara a continuación. Y entonces lo vio. Se presentó en la parte superior de las escaleras que conducen al torreón, su mirada afilada mientras la buscaba. Los rumores de su codicia, de su crueldad y ambición, la llevaron a esperar la imagen misma del diablo. Para su sorpresa, era un hombre muy guapo. Su ropa estaba impecable, como si nunca hubiera visto un día en el campo de batalla. Ella sabía que no era así. Había remendado a demasiados soldados que se habían cruzado con él. Suaves calzones de cuero y una túnica de color verde oscuro, con botas que se veían demasiado nuevas. A su lado, su espada brillaba a la luz del sol, la hoja afilada con una nitidez mortal.


Sus manos automáticamente fueron hasta su garganta y tragó rápidamente contra el nudo que se le formó. —¿La encontraste? —Duncan Cameron preguntó desde la parte superior de los escalones. —Sí, Laird. —Finn la empujó hacia adelante, sacudiéndola como una muñeca de trapo—. Esta es Mairin Stuart. Duncan estrechó sus ojos y frunciendo el ceño la miró como si hubiera sufrido ya alguna decepción en el pasado. ¿Habría estado buscándola durante tanto tiempo? Se estremeció y trató de impedir que el miedo se apoderase de ella. —Muéstramela, —gritó Duncan. Crispen se le acercó al mismo tiempo que Finn tiraba de Mairin contra él. Y se estrelló con suficiente fuerza contra su pecho como para cortarle la respiración. Otro soldado se presentó a su lado, y para su humillación, agarró y levantó el dobladillo de su vestido. Duncan descendió los escalones, con la cara arrugada por la concentración a medida que se acercaba. Algo salvaje destelló en sus ojos, y brillaron en señal de triunfo. Su dedo acarició el contorno de la marca, y esbozó una amplia sonrisa. “El emblema real de Alexander” —susurró—. Todo este tiempo creía que habías muerto, y que Neamh Álainn estaría perdido para siempre. Ahora ambas son mías. —Nunca, —gruñó ella. Él se sobresaltó por un momento y luego dio un paso atrás, frunciéndole el ceño a Finn. —Cúbrela. Finn tiró hacia abajo su ropa y liberó su brazo. Crispen estuvo de regreso a su lado inmediatamente. —¿Quién es éste? —Duncan rugió cuando puso los ojos en el muchacho —. ¿Es este su mocoso? ¿Lo ha reclamado ella? ¡No puede ser! —No, Laird, —Finn se apresuró a decir—. El niño no es suyo. Lo sorprendimos tratando de robar uno de nuestros caballos. Ella lo defiende. Nada más. —Deshazte de él. Mairin envolvió los brazos alrededor de Crispen y miró a Duncan con toda la fuerza de su odio. —Si lo toca se arrepentirá del día en que nació. Duncan parpadeó por la sorpresa y la rabia después cubrió su rostro con un rubor cercano al púrpura.


—¿Te atreves, te atreves a amenazarme? —Adelante, máteme, —dijo calmadamente—. Eso serviría a su propósito. Él arremetió contra ella abofeteándola de un lado al otro en las mejillas. Cayó al suelo, su mano moviéndose rápidamente hacia su mandíbula. —¡Déjela en paz! —gritó Crispen. Ella se abalanzó sobre él, derribándolo hasta que estuvo acunado en sus brazos. —Shh, —le advirtió—. No hagas nada para enfadarlo aún más. —Veo que has recobrado tus sentidos, —Duncan dijo—. Procura que no te abandonen de nuevo. Mairin no dijo nada, sólo se quedó allí en el suelo, sosteniendo a Crispen mientras contemplaba las pulcras botas de Duncan. Él nunca debe haber trabajado, pensó. Incluso su mano se sintió suave contra su mejilla. ¿Cómo podría un hombre que llegó al poder sobre las espaldas rotas de los demás tener tanta fuerza? —Llévala al interior y dásela a las mujeres para que la bañen, —dijo Duncan con repugnancia. —Quédate a mi lado, —le susurró a Crispen. Ella no confiaba en Finn para no hacerle daño al niño. Este la levantó, y la llevó medio arrastrando, y medio cargándola hacia el interior del torreón. Aunque el exterior brillaba, el interior estaba sucio y olía a humedad y a cerveza rancia. Los perros ladraban con entusiasmo, y ella arrugó la nariz ante el olor de las heces que asaltaron sus fosas nasales. —Arriba ustedes dos, —gruñó Finn, mientras la empujaba hacia las escaleras—. Y no intenten nada. Tendré guardias apostados fuera de la puerta. Y que sea rápido. Usted no querrá hacer esperar al Laird. Las dos mujeres a quienes les encomendaron la tarea de velar el baño de Mairin la miraban con una mezcla de simpatía y curiosidad, mientras le lavaban enérgicamente el pelo. —¿Usted quiere que el chico sea bañado, también? —preguntó una de ellas. —¡No! —exclamó Crispen desde su posición en la cama. —No, —se hizo eco Mairin suavemente—. Déjenlo estar. Después de enjuagar el jabón de su cabello, le ayudaron en la bañera y luego la vistieron con un hermoso traje azul, con elaborados bordados en el cuello y las mangas y también en el dobladillo. No dejó de percibir el


significado de estar vestida con los colores de Duncan. ¿Con qué facilidad él la consideraba su conquista? Cuando las dos mujeres se ofrecieron a arreglarle el pelo, Mairin negó con la cabeza. Tan pronto como estuviera seco se lo trenzaría. Con un encogimiento de hombros, las mujeres salieron de la habitación, dejándola a la espera de la llamada de Duncan. Se sentó en la cama junto a Crispen, y él se acurrucó en el hueco de su brazo. —Te estoy ensuciando, —susurró. —No me importa. —¿Qué vamos a hacer, Mairin? Su voz temblaba de miedo, y lo besó en la parte superior de su cabeza. —Ya se nos ocurrirá algo, Crispen. Ya pensaremos en algo. La puerta se abrió de golpe, y Mairin instintivamente metió al muchacho detrás de ella. Finn estaba allí en la entrada, su mirada triunfante. —El Laird requiere su presencia. Se volvió hacia Crispen y ahuecó su barbilla hasta que la miró directamente a los ojos. —Quédate aquí, —susurró—. No salgas de esta habitación. Prométemelo. Él asintió con la cabeza, con los ojos muy abiertos por el miedo. Se levantó y fue hacia donde estaba Finn. Cuando trató de tomarla del brazo, ella se apartó. —Soy capaz de caminar sin ayuda. —Perra engreída, escupió él. Le precedió por las escaleras, su temor creciendo con cada segundo que pasaba. En el momento que vio al sacerdote de pie junto al fuego en el gran salón, sabía que Duncan no quería correr riesgos. Se casaría con ella, la llevaría a la cama, y sellaría su destino y el de Neamh Álainn. Cuando Finn la empujó hacia adelante, rezó por tener la fuerza y el coraje para lo que debía hacer. —Aquí está mi novia, —dijo Duncan, dándole la espalda al sacerdote que conversaba con él. Su sonrisa no llegó a sus ojos, y él la estudió con atención, casi como si estuviera advirtiéndole de las consecuencias si se negaba. Dios, ayúdame. El sacerdote se aclaró la garganta y centró su atención en Mairin. —¿Está usted dispuesta, muchacha?


Se hizo el silencio mientras todos esperaban su respuesta. Luego, lentamente, ella negó con la cabeza. El sacerdote volvió su mirada a Duncan, una atisbo de acusación en sus ojos. —¿Qué significa esto, Laird? Usted me dijo que ambos deseaban este matrimonio. La expresión en la cara de Duncan hizo retroceder al sacerdote. El padre se santiguó apresuradamente y se colocó a una distancia segura de él. Luego se volvió hacia ella, y la hizo palidecer. Para un hombre tan guapo, en ese momento, se veía muy feo. Dio un paso hacia adelante, agarrándola del brazo por encima del codo, apretando hasta que ella temió que el hueso se rompería. —Preguntaré esto sólo una vez más, —dijo en una engañosamente suave voz—. ¿Estás dispuesta? Lo sabía. Sabía que cuando pronunciara su negativa, habría represalias. Incluso podría matarla si veía su camino a Neamh Álainn hecho añicos. Pero no se había quedado escondida todos estos años sólo para ceder a la primera señal de adversidad. De alguna manera, de algún modo, encontraría la forma de salir de este lío. Levantando sus hombros, infundiendo el acero de una espada a su espalda. En un tono de voz clara, y determinada, pronunció su negación. —No. Su rugido de furia casi destrozó sus oídos. Su puño la envió volando a varios metros, mientras se acurrucaba en una bola, jadeando sin aliento. La había golpeado tan fuerte en las costillas que no podía introducir aire en sus pulmones. Elevó su conmocionada y desenfocada mirada, para verlo imponente sobre ella, su ira como algo tangible, aterradora. En ese momento, supo que había elegido bien. Aunque no la matara en su frenesí, ¿qué sería de su existencia como su esposa? Después de que diera a luz al heredero necesario para apoderarse de Neamh Álainn, habría dejado de tener utilidad para él de todos modos, y acabaría por librarse de ella entonces. —Ríndete, —exigió, levantando el puño en advertencia. —No. Su voz no salió tan fuerte como antes. Surgió más como una exhalación entrecortada, mientras sus labios temblaban. Pero se hizo escuchar. En el gran salón, los murmullos se elevaron y la cara de Duncan se deformó, sus mejillas de un color tan escarlata que hasta pensó que podría explotar.


Esa brillante bota se echó hacia adelante, conectando con su cuerpo. Su grito de dolor fue silenciado por el siguiente golpe. Una y otra vez, la pateó, y luego le dio un tirón hacia arriba y estrelló el puño contra su cara. —¡Laird, la va a matar! Apenas consciente. No tenía ni idea de quien pronunció la advertencia. Colgada en sus garras, cada respiración causándole un insoportable dolor. Duncan la dejó caer con disgusto. —Enciérrenla en sus aposentos. Que nadie le dé ningún alimento o agua. Tampoco a ese mocoso suyo. Ya veremos cuánto tiempo le toma ceder cuando empiece a gemir con hambre. Una vez más, fue arrastrada hacia arriba sin que tuvieran en cuenta sus heridas. Cada paso por las escaleras era una agonía cuando rebotaba contra la dura piedra. La puerta de su habitación se abrió y Finn la lanzó al interior. Cayó al suelo, luchando por la consciencia con cada respiración. —¡Mairin! Crispen se inclinó sobre ella, sus pequeñas manos agarrándola dolorosamente. —No, no me toq… —susurró con voz ronca. Si la tocaba, estaba segura que se desmayaría. —Tienes que ir a la cama, —dijo con desesperación—. Te ayudaré. Por favor, Mairin. Él estaba a punto de llorar, y fue sólo el pensar en cómo el pequeño sobreviviría en manos de Duncan si ella moría, lo que le impidió cerrar los ojos y rezar por la paz. Se levantó lo suficiente para avanzar lentamente hacia la cama, cada movimiento enviando un clamor por su espalda. Crispen llevaba tanto de su peso como podía, y juntos lograron arrastrarse hasta el borde del lecho. Se hundió en el jergón, calientes lágrimas deslizándose por sus mejillas. Respirando dolorosamente. El muchacho se sentó a su lado, su dulce y cálido cuerpo buscando un consuelo que ella no le podía ofrecer. En cambio, sus brazos la rodearon, y la abrazó a su pequeño cuerpo. —Por favor no te mueras, Mairin, —rogó en voz baja—. Tengo miedo.

—Señora. Mi señora, despierte. Debe despertar. El susurro urgente despertó a Mairin de la inconsciencia, y tan pronto como se dio la vuelta, buscó el ruido molesto que la importunaba, agonía pasó a través de su cuerpo hasta que jadeó en busca de aire.


—Lo siento, —dijo la mujer con ansiedad—. Yo sé que está mal herida, pero debe darse prisa. —¿Darme prisa? Mairin arrastraba las palabras, y su cerebro era una masa de telarañas. A su lado, Crispen se agitó y dio un respingo de susto cuando vio la sombra, de pie junto a la cama. —Sí, apresúrese, —dijo la voz impaciente de nuevo. —¿Quién es usted? —Logró preguntar. —No tengo tiempo para hablar, señora. El Laird duerme la borrachera. Él piensa que usted está demasiado herida para escapar. Tenemos que irnos ahora si usted va a hacerlo. Planea matar al niño si usted no se rinde. Ante la palabra escapar, algunas de las telarañas se desvanecieron. Trató de incorporarse, pero casi lloró cuando el dolor la acuchilló en su costado. —Aquí, déjeme ayudarle. Tú también, muchacho, —dijo la mujer—. Ayúdame con tu señora. Crispen trepó sobre el lecho y se deslizó hasta el borde. —¿Por qué hace esto? —preguntó Mairin cuando ambos le ayudaron a incorporarse. —Lo que él hizo fue una vergüenza, —la mujer murmuró—. Golpear a una muchacha como lo hizo. Está loco. Usted ha sido su obsesión. Temo por su vida, no importa si usted cede o no. Él matará al chico. Mairin le apretó la mano con la poca fuerza que tenía. —Gracias. —Debemos darnos prisa. Hay un pasadizo en la recámara siguiente. Usted tendrá que hacerlo sola. Yo no puedo arriesgarme a llevarla. Al final, Fergus los espera con un caballo. Él la pondrá junto con el muchacho a salvo. Esto le dolerá, sí, pero usted tendrá que soportarlo. Es su única salida. Mairin asintió en aceptación. Escapar en agonía o morir con comodidad. No parecía una decisión tan difícil. La criada abrió la puerta de la recámara, se volvió hacia ella y se llevó un dedo a los labios. Hizo un gesto a la izquierda para dejarle saber que el guardia estaba allí. Crispen deslizó su mano en la suya, y de nuevo lo apretó para consolarlo. Jadeando centímetro a centímetro, pasaron al soldado dormido en la oscuridad del pasillo. Contuvo su respiración durante todo el camino, temiendo que si dejaba escapar así fuera una exhalación, el guardia se despertaría y alertaría a toda la fortaleza.


Finalmente llegaron a la siguiente cámara. Apenas entró, el polvo voló y se enroscó alrededor de su nariz, y tuvo que presionar sus fosas nasales para evitar estornudar. —Por aquí, —susurró la mujer en la oscuridad. Siguió el sonido de su voz hasta que sintió la frialdad que emanaba de la pared de piedra. —Que Dios les acompañe, —dijo la criada mientras los hacía pasar dentro del pequeño túnel. Mairin sólo se detuvo el tiempo suficiente para apretarle la mano en un rápido agradecimiento, y luego instó al muchacho en el estrecho pasadizo. Cada paso enviaba una nueva ola de agonía a través de su cuerpo. Temía que sus costillas estuvieran rotas, pero no había nada que pudiera hacer al respecto ahora. Se apresuraron a través de la oscuridad, casi arrastrando al chico detrás de ella. —¿Quién anda ahí? Mairin se detuvo ante la voz del hombre, pero recordó que la mujer había dicho que Fergus les esperaba. —¿Fergus? —llamó en voz baja—. Soy yo, Mairin Stuart. —Venga, señora, —exhortó. Se precipitó hasta el final y dio un paso hacia el suelo frío y húmedo, haciendo una mueca cuando sus pies descalzos hicieron contacto con los ásperos guijarros. Miró a su alrededor y vio que el pasadizo daba a la parte trasera del castillo donde sólo había una ladera entre la torre y la colina que se alzaba hacia el cielo. Silenciosamente, Fergus se fundió en la oscuridad, y Mairin corrió para ponerse a su altura. Se movieron a lo largo de la parte inferior de la ladera y se dirigieron hacia el bosque en el perímetro de la explotación de Duncan. Un caballo estaba atado a uno de los árboles, y Fergus lo liberó rápidamente, recogiendo las riendas cuando se volvió hacia Mairin. —La subiré primero y luego al muchacho, —señaló en la distancia—. Ese camino lleva hacia el norte. Que Dios los acompañe. Sin otra palabra, la levantó, y ella se removió en la silla. Fue todo lo que pudo hacer para no caerse. Las lágrimas llenaron sus ojos y se dobló sobre sí misma, luchando contra la pérdida de conocimiento. Ayúdame Señor, por favor.


Fergus alzó a Crispen, y lo colocó delante de ella. Se alegró de que no fuera detrás porque, por Dios, la verdad era que necesitaba algo para sostenerse. —¿Puedes manejar las riendas? —le susurró al chico cuando se inclinó hacia él. —Yo te protegeré, —dijo Crispen ferozmente—. Agárrate a mí, Mairin. Voy a llevarnos a casa, lo juro. Sonrió ante la determinación de su voz. —Sé que lo harás. Fergus le dio una palmada al caballo haciéndolo avanzar. Mairin se mordió el labio tratando de controlar el grito de dolor que luchaba por salir. Ella nunca llegaría ni siquiera a una milla.

Alaric McCabe detuvo su caballo y sostuvo el puño hacia arriba para detener a sus hombres. Habían cabalgado toda la mañana, buscando caminos interminables, siguiendo huellas de cascos en vano. Todos eran puntos sin salida. Se deslizó de la silla y dio unos pasos hacia adelante para ver la alteración en la tierra. De rodillas, tocó las huellas tenues y la aplastada hierba a un lado. Parecía como si alguien hubiera caído de un caballo. Recientemente. Echó un vistazo a la franja adyacente y vio un rastro en un trozo de suelo desnudo a unos metros de distancia, y luego alzó la mirada hacia el área donde la persona se había dirigido. Poco a poco se levantó, desenvainó su espada, y le indicó a sus hombres que se extendieran y se diseminaran en círculo alrededor de la zona. Con cuidado, dio un paso a través de los árboles, mirando con recelo ante cualquier señal de emboscada. Vio primero al caballo, pastando a una corta distancia, las riendas colgando, la silla torcida. Frunció el ceño. Tal indiferencia en el cuidado de una montura, era seguramente un pecado. Un crujido leve a su derecha le hizo girarse alrededor, y se encontró contemplando a una pequeña mujer, con la espalda acuñada contra un árbol enorme. Sus faldas sobresalían como si tuviera una camada de gatitos ocultos debajo, y sus grandes ojos azules estaban llenos de miedo —y furia. Su largo pelo negro colgaba en desorden hasta su cintura, y fue entonces cuando él se dio cuenta de los colores de la túnica y el escudo de armas bordados en el dobladillo.


La rabia lo cegó temporalmente, y avanzó, su espada sostenida en un arco por encima de su cabeza. Ella pasó un brazo detrás de sí misma, empujando algo entre ella y el árbol. Sus faldas se retorcieron de nuevo, y fue entonces que se dio cuenta de que protegía a una persona. Un niño. —Quédate detrás de mí, —dijo entre dientes. —Pero Mair… Alaric se congeló. Conocía esa voz. Sus dedos temblaron, por primera vez en su vida, su mano insegura en torno a la empuñadura. El infierno se congelaría antes de que él permitiera que un Cameron pusiera una mano sobre su familia. Con un gruñido de rabia, se lanzó al ataque, agarró a la mujer por los hombros, y la arrojó a un lado. Crispen estaba de pie junto al árbol, con la boca abierta. Entonces vio a Alaric y casi saltó a sus brazos. La espada cayó al suelo —otro pecado de negligencia— pero en ese momento no le importaba. Un dulce alivio lo sacudió. —Crispen, —dijo con voz ronca, mientras abrazaba al niño contra él. Un grito de rabia asaltó sus oídos mientras era golpeado por el bulto de una mujer volando sobre su cabeza. Tan sorprendido estaba, que llegó a caer hacia atrás, aflojando su dominio sobre el muchacho. Se acuñó a sí misma, entre él y Crispen y le dio un rodillazo en su entrepierna. Se dobló, maldiciendo cuando la agonía lo dominó. Cayó sobre una rodilla y agarró su espada mientras silbaba a sus hombres. La mujer estaba demente. A través de la bruma de dolor, la vio agarrar a un reticente Crispen y echar a correr. Varias cosas ocurrieron al mismo tiempo. Dos de sus hombres se pusieron delante de ella. La chica se detuvo, moviendo a Crispen hacia su espalda. Cuando se movió en dirección opuesta, Gannon levantó el brazo para detenerla. Para asombro de Alaric, se giró, agarró a Crispen, y cayó al suelo, su cuerpo acurrucándose en forma protectora sobre él. Gannon y Cormac se congelaron y miraron a Alaric al tiempo que el resto de sus hombres irrumpían a través de los árboles. Para confundir aún más la mierda en todos ellos, Crispen finalmente se movió de debajo y se arrojó encima de ella, frunciendo el ceño ferozmente todo el tiempo hacia Gannon. —¡No la golpees! —gritó.


Cada uno de sus hombres parpadeó sorprendido ante la ferocidad de Crispen. —Muchacho, yo no iba a golpear a la chica —Gannon dijo—. Yo estaba tratando de evitar que huyera. Contigo. Por el amor de Dios, hemos estado buscándote durante días. El Laird está enfermo de preocupación por ti. Alaric se acercó a Crispen y lo apartó de la mujer a la cual se apretaba. Cuando se agachó para alzarlo, el chico explotó de nuevo, empujándolo hacia atrás. Él miró boquiabierto a su sobrino. —No la toques, —dijo Crispen—. Ella está gravemente herida, tío Alaric. El niño se mordió el labio inferior y él apostaría lo que fuera, a que estaba a punto de romper a llorar. Quien sea que fuera esta mujer, era obvio que el chico no le temía. —No voy a hacerle daño, muchacho, —dijo Alaric suavemente. Se arrodilló y le apartó el cabello de la cara y se dio cuenta de que ella estaba inconsciente. Había un golpe en su mejilla, pero por lo demás no parecía herida. —¿Dónde está herida? —le preguntó a Crispen. Las lágrimas llenaron los ojos del muchacho, y se las limpió apresuradamente con la palma de su mugrienta mano. —Su estómago. Y su espalda. Le duele mucho si alguien la toca. Con cuidado, para no alarmar al niño, Alaric tiró de su ropa. Cuando su abdomen y espalda quedaron a la vista, contuvo el aliento. A su alrededor, sus hombres alternativamente maldijeron y murmuraron su pena por la menuda muchacha. —Dios que está en los cielos, ¿qué le pasó? —Alaric preguntó. Toda su caja torácica era de color púrpura, y las feas contusiones empañaban su suave espalda. Él podría jurar que una de ellas tenía la forma de la bota de un hombre. —Él le pegó, —se atragantó Crispen—. Llévanos a casa, tío Alaric. Quiero a mi papá. Como no quería que el chico perdiera su compostura delante de los otros hombres, asintió con la cabeza y le dio una palmada en el brazo. No pasaría mucho tiempo para que consiguiera la historia de Crispen más tarde. Ewan querría oír todo. Él se quedó mirando a la mujer inconsciente y frunció el ceño. Había ofrecido su cuerpo para proteger a Crispen, aunque llevaba los colores de Duncan Cameron. Ewan estaría fuera de control si Cameron había tenido alguna participación en la desaparición del muchacho.


La guerra. Por fin, la guerra sería declarada. Hizo un gesto a Cormac para que atendiera a la muchacha, y él cogió al niño, con la intención de que viajara con él. Había varias preguntas que necesitaban respuesta mientras se encaminaban a casa. Crispen sacudió la cabeza inflexiblemente. —No, tú la llevas, tío Alaric. Ella tiene que montar contigo. Le prometí que papá la mantendría a salvo, pero como él no está aquí, tú tienes que hacerlo. Tienes que hacerlo. Alaric suspiró. No podría razonar con el chico, y ahora que estaba tan contento de que estaba vivo, tendría que ceder ante sus ridículas demandas. Más tarde él daría un jalón de orejas al mocoso por cuestionar su autoridad. —Quiero ir contigo, también, —dijo Crispen, dirigiendo su mirada nerviosa a la mujer. Se acercó aún más, como si no pudiera soportar la idea de estar separado de ella. Alaric miró hacia el cielo. Ewan no había tenido una mano suficientemente firme con el niño. Eso era todo. Y así, Alaric se montó a horcajadas sobre su caballo con la mujer tumbada a través de la silla, delante de él, su cuerpo protegido en el hueco de su brazo, mientras llevaba a Crispen sentado en la otra pierna, la cabeza acurrucada contra su pecho. Fulminó con la mirada a sus hombres, por si acaso alguno de ellos se atreviera a reírse. Infiernos, él tuvo que renunciar a su espada por el deber de llevar el extra de dos personas, no importaba que su peso no igualase al de un solo guerrero. Más le valía a Ewan estar malditamente agradecido. Él podría decidir lo que haría con la mujer tan pronto como Alaric la dejara en su regazo.


Capítulo 3 Tan pronto como cruzaron la frontera de las tierras McCabe, un grito surgió e hizo eco a través de las colinas, y en la distancia, Mairin oyó el grito ser recogido y retransmitido. Pronto, el Laird sabría que su hijo había regresado. Retorcía nerviosamente las riendas alrededor de sus dedos mientras Crispen casi saltaba de la silla por el entusiasmo. —Si sigues retorciendo las riendas, muchacha, tú y el caballo terminarán de nuevo por donde viniste. Ella miró con aire de culpabilidad hacia Alaric McCabe, quien cabalgaba a su derecha. Su amonestación había salido como una tomadura de pelo, pero por Dios, el hombre la asustaba. Parecía salvaje con su desaliñado pelo largo, oscuro y con trenzas colgando a cada lado de sus sienes. Cuando se había despertado en sus brazos, casi los había lanzado a los dos fuera de la silla de montar en su prisa por escapar. Se había visto obligado a hacer palanca tanto a ella como a Crispen desde su agarre, y los había puesto en el suelo hasta que todo el asunto quedó resuelto. Él no había estado satisfecho con su terquedad, pero ella tenía a Crispen firmemente de su lado, y habiendo extraído la promesa del muchacho de no decir a nadie su nombre, ambos se habían quedado en silencio cuando Alaric exigió respuestas. Oh, él bramó y agitó sus brazos. Incluso amenazó con ahogarlos a los dos, y al final había murmurado maldiciones contra las mujeres y los niños, antes de reanudar el viaje para traer a casa a Crispen. Entonces había insistido en que viajara con él por lo menos un día más, porque dijo, sin ningún lugar a dudas, que la capacidad de sentarse en un caballo por sí misma, en su estado era nula, y sería un pecado abusar de un buen jamelgo con una montura inepta. El viaje que normalmente habría durado dos días, se alargó a tres, gracias a la deferencia de Alaric por su condición y de la interrupción frecuente para descansar. Ella sabía que estaba siendo considerado porque se lo dijo, numerosas veces. Después del primer día, estaba decidida a andar sin ayuda de Alaric, si no por otra razón al menos para borrar la petulancia de su expresión. Obviamente, él no tenía paciencia con una mujer, y, sospechaba, que a excepción de su sobrino, a quien obviamente amaba, tenía aún menos paciencia con los niños.


Sin embargo, dado el hecho de que no sabía nada sobre ella, sólo que Crispen la defendía, él la había tratado bien, y sus hombres eran respetuosos y educados con su persona. Ahora que se acercaban a la fortaleza del laird McCabe, el miedo revoloteaba en su garganta. Ya no sería capaz de mantenerse en silencio. El Laird exigiría respuestas, y ella estaría obligada a dárselas. Se inclinó para susurrar cerca de la oreja de Crispen. —¿Recuerdas la promesa que me hiciste, Crispen? —Sí, —susurró él—. No debo decirle a nadie tu nombre. Asintió con la cabeza, sintiéndose culpable por pedirle tal cosa al chico, pero si pudiera fingir que no era nadie importante, sólo alguien que se encontró con el muchacho y lo trajo de forma segura de regreso con su padre, tal vez él estaría suficientemente agradecido como para proporcionarle un caballo y quizás algo de comida, y así ella podría ponerse en camino. —Ni siquiera a tu padre—presionó. Crispen asintió solemnemente. —Sólo contaré que tú me salvaste. Le apretó el brazo con la mano libre. —Gracias. Yo no podría pedir un mejor campeón. Él volvió la cabeza hacia atrás para sonreírle ampliamente, su espalda irguiéndose con orgullo. —¿Qué están cuchicheando ustedes dos? —exigió Alaric irritado. Echó un vistazo hacia atrás para ver al guerrero mirándola, con los ojos entrecerrados con recelo. —Si yo quisiera que lo supiera, habría hablado más fuerte, —dijo con calma. Se alejó refunfuñando lo que seguramente eran más molestos reniegos sobre las mujeres. —Usted debe agotar a un sacerdote con la longitud de sus confesiones, —le dijo. Él levantó una ceja. —¿Quién le dice que confieso cualquier cosa? Ella negó con la cabeza. El hombre era arrogante. Probablemente pensaba que su camino al cielo estaba ya asegurado, y que actuaba de acuerdo a la voluntad de Dios sólo respirando. —¡Mira, ahí está! —gritó Crispen mientras señalaba con impaciencia hacia adelante. Ellos encabezaron la colina y miraron el torreón de piedra enclavado en la ladera de la siguiente elevación.


La muralla estaba desmoronada en varios lugares, y había un grupo de hombres trabajando de manera constante, sustituyendo las piedras de la pared. Las que ella podía ver por encima de los muros exteriores de la fortificación estaban ennegrecidas por un viejo fuego. El lago se extendía a la derecha del torreón, el agua brillando a la luz del sol. Uno de sus extremos serpenteaba alrededor del frente de la fortaleza, proporcionando una barrera natural a la entrada principal. El puente a través de ella, sin embargo, se hundía precariamente en el medio. Un camino estrecho y temporal sobre el agua había sido construido a un lado, y sólo permitía que entrara un caballo a la vez al recinto. A pesar del evidente estado de deterioro del entorno, la tierra era hermosa. Dispersas a través del valle a la izquierda del mismo, las ovejas pastaban, conducidas por un hombre mayor flanqueado por dos perros. De vez en cuando uno de los perros corría a la parte de atrás del rebaño ovino en el límite imaginario, y entonces volvía a su amo para recibir una palmadita de aprobación en la cabeza. Se volvió hacia Alaric, que se había detenido a su lado. —¿Qué pasó aquí? Pero él no respondió. Un profundo ceño arrugaba su rostro, y sus ojos se volvieron casi negros. Ella agarró las riendas un poco más apretadas y se estremeció bajo la intensidad de su odio. Sí, odio. No podía haber otro término para lo que vio en sus ojos. Alaric espoleó a su caballo y el suyo lo siguió automáticamente, abandonando las riendas para agarrar a Crispen y asegurarse de que ninguno de ellos se caía. Mientras montaban bajando por la colina, los hombres de Alaric la flanqueaban protectoramente por todos los lados. Crispen jugueteaba con tanta fuerza en la silla que tenía que agarrar firmemente sus brazos para evitar que saltara fuera de su piel. Cuando llegaron al cruce temporal, Alaric se detuvo a esperarla. —Iré primero. Tú sigues directamente detrás mí. Asintió su entendimiento. No era como si quisiera ser la primera en llegar al torreón de todos modos. En cierta forma, esto era más aterrador que cuando llegó a la fortaleza de Duncan Cameron porque no conocía qué le deparaba el destino aquí. Ciertamente había sabido lo que Cameron tenía en mente para ella. Cabalgaron sobre el puente y a través de la amplia entrada arqueada al patio. Un gran bramido se escuchó, y le llevó un momento darse cuenta de que


era Alaric quien había hecho el sonido. Se volvió para verlo todavía montado en su caballo, con el puño en alto. Todos los soldados a su alrededor, —y había cientos— alzaron sus espadas al cielo gritando, izando y bajando sus armas en celebración. Un hombre entró corriendo al patio, con el pelo volando hacia atrás, al tiempo que sus zancadas mordían el suelo debajo de él. —¡Papá! —exclamó Crispen, y saltó a toda prisa de la silla antes de que pudiera impedírselo. Cayó al suelo en marcha, y Mairin quedó fascinada por el hombre que asumió era el padre de Crispen. Sintió un nudo en el estómago, y tragó saliva, tratando de no permitirse entrar en pánico de nuevo. El hombre era enorme, y se parecía mucho a Alaric, y ella no sabía cómo, pero mientras él se volvía con tanta alegría reflejada en su rostro y tomaba a Crispen en sus brazos, pensó que él la asustaba de una manera en que Alaric no lo hacía. Los hermanos eran muy similares en complexión y estatura. Ambos tenían el cabello oscuro que le caía por debajo de los hombros, y ambos llevaban trenzas. Al mirar alrededor, sin embargo, se hizo evidente que todos sus hombres llevaban el pelo de la misma manera. Largo, salvaje, dándoles una apariencia feroz. —Estoy tan contento de verte, muchacho, —dijo su padre con voz ahogada. Crispen se aferró al Laird con sus pequeños brazos, haciéndole recordar a Mairin un pequeño erizo aferrado obstinadamente a sus faldas. Sobre la cabeza del niño, su mirada se encontró con la de ella, y sus ojos se endurecieron inmediatamente. Él observo cada detalle, estaba segura, se retorció incómoda, sintiéndose horrible bajo su escrutinio. Empezó a bajar de su caballo porque se sentía un poco tonta, cuando todo el mundo a su alrededor ya había desmontado, pero Alaric estaba allí, con las manos extendidas hacia arriba, arrancándola sin esfuerzo del animal y dejándola en el suelo. —Despacio, muchacha, —advirtió—. Te estás recuperando bien, pero tienes que tener cuidado. Sonaba casi preocupado, pero cuando ella lo miró, él tenía el mismo gesto que siempre usaba cuando la miraba. Irritada, le frunció el ceño enseguida. Él parpadeó con sorpresa, luego la empujó hacia donde la esperaba el Laird.


Ewan McCabe parecía mucho más amenazador ahora que Crispen ya no estaba en sus brazos sino en el suelo. Se encontró dando un paso atrás, sólo para colisionar con la montaña que era Alaric. Ewan miró primero a su hermano, evitándola como si fuera invisible, y eso estaba bien para ella. —Tienes mi agradecimiento por traer a mi hijo a casa. Tenía toda mi confianza puesta en ti y en Caelen. Alaric se aclaró la garganta y le dio un codazo a Mairin para que se adelantara. —Tienes que dar las gracias a la muchacha por el regreso de Crispen. Me limité a proporcionar la escolta. Los ojos de Ewan se estrecharon mientras la estudiaba aún más. Para su sorpresa, sus ojos no eran los orbes oscuros y feroces que había pensado, sino más bien eran de un extraño verde pálido. Cuando frunció el ceño, sin embargo, su rostro se ensombreció con una nube de tormenta, y ¿cómo podría pensar que sus ojos eran otra cosa que un negro a juego? Asustada por esta revelación, —y como si estuviera evitando la confrontación inevitable con el Laird, ¿quién podría culparla?—, se dio la vuelta bruscamente y se quedó mirando los ojos de Alaric. Él parpadeó y luego la miró como si pensara que estaba loca, —y estaba segura de que así lo creía. —Sus ojos son verdes, también, —murmuró. El ceño de Alaric se convirtió en una expresión de preocupación. —¿Estás segura de que no sufriste un golpe en la cabeza que no me hayas dicho? —Tú me mirarás, —rugió Ewan. Ella saltó y se dio la vuelta, tomando un instintivo paso atrás y chocando, una vez más contra Alaric. Él masculló un improperio y se paralizó, pero ella estaba demasiado preocupada por Ewan para darse cuenta de que Alaric estaba maldiciendo de nuevo. Su valor se había agotado, y su determinación para no sentir dolor, y no permitir que su columna se debilitara, inmediatamente murió de manera brutal. Sus piernas temblaban, sus manos se sacudían, y el dolor alanceaba a través de sus costados, haciéndola jadear suavemente con cada respiración. El sudor perlaba su frente, pero no se permitiría echarse aún más hacia atrás. El Laird estaba enojado —con ella— y por su vida que no podía discernir por qué.


¿No debería estar agradecido por haber salvado a su hijo? No es que realmente hubiera hecho algo heroico, pero él no lo sabía. Por todo lo que sabía, ella podría haber luchado con diez hombres en nombre de Crispen. No fue hasta que la miró con asombro que se dio cuenta de que había balbuceado su pensamiento en voz alta. El patio entero se había quedado en silencio y la miraba como si hubiera pronunciado una maldición sobre todos ellos. —¿Alaric? —murmuró, sin apartar la mirada del Laird. —¿Sí, muchacha? —¿Me vas a coger si me desmayo? No creo que una caída al suelo sería buena para mis lesiones. Para su sorpresa, la agarró por los hombros sosteniéndola con fuerza. Sus manos temblaban un poco, e hizo el más extraño sonido. ¿Estaba riéndose de ella? Ewan avanzó, su asombro reemplazado por ese oscuro ceño de nuevo. ¿Nadie en el clan McCabe sonreía nunca? —No, no lo hacemos, —dijo Alaric, divertido. Apretó los labios cerrados, determinada a no decir una palabra más, y se preparó para la censura del Laird. Ewan se detuvo a solo un pie frente a ella, obligándola a estirar el cuello hacia arriba para encontrarse con su mirada. Era difícil ser valiente cuando estaba intercalada entre dos guerreros corpulentos, pero su orgullo no le permitía arrojarse a sus pies y pedir indulgencia. Incluso si en verdad pensara que era la mejor idea. No, se había enfrentado a Duncan Cameron y sobrevivido. Este guerrero era más grande y más malo, y probablemente podría aplastarla como a un insecto, pero no iba a morir como una cobarde. Ella no iba a morir en absoluto si tenía algo que decir al respecto. —Tú me dirás quién eres, y por qué estás usando los colores de Duncan Cameron, y cómo infiernos mi hijo llegó a tu poder. Mairin negó con la cabeza, apoyada contra Alaric, sólo para oírle maldecir de nuevo mientras ella retrocedía sobre sus pies, y luego rápidamente se adelantaba de nuevo, recordando, con retraso, su voto de ser valiente. Ewan frunció el ceño aún más, si eso era posible. —¿Me desafías? Había una nota de incredulidad en su voz que podría haber encontrado divertida si no estuviera inundada de dolor y a punto de vomitar justo encima del traje del Laird ofendiéndolo aún más.


El estómago le hervía, y rezaba para no vomitar sobre sus botas. No eran nuevas y brillantes como las de Duncan, pero de alguna manera pensaba que lo tomaría como una gran ofensa de todos modos. —No le desafío, señor, —dijo en un tono de voz que la hizo sentirse orgullosa. —Entonces dame la información que busco. Y hazlo ahora, —agregó en voz baja y mortal. —Yo... Su voz se quebró como el hielo, y se tragó de nuevo las náuseas que se arremolinaban en su garganta. Fue salvada por Crispen, quien obviamente no podía estarse quieto por más tiempo. Se echó hacia delante, insertándose entre ella y su padre, y envolvió sus brazos alrededor de sus piernas, enterrando la cara en su abdomen herido. Un gemido escapó de sus labios, e inconscientemente puso sus brazos alrededor del muchacho para alejarlo de sus costillas. Se habría deslizado directamente al suelo si no fuera por Alaric que la tomaba por los hombros para estabilizarla de nuevo. Crispen se dio la vuelta en su asimiento y miró arriba hacia a su padre, quien parecía estar luchando con la enorme sorpresa e hirviendo de impaciencia. —¡Déjala en paz! —exclamó Crispen—. Ella está herida, y le prometí que tú la protegerías, papá. Lo prometí. Y un McCabe jamás rompe su palabra. Tú me lo dijiste. Ewan miró a su hijo con asombro, su boca se abría y cerraba mientras las venas de su cuello se hinchaban. —El chico tiene razón, Ewan. La muchacha está muy necesitada de una cama. Y un baño caliente no sería negligente. Sorprendida por el apoyo de Alaric, y más agradecida de lo que podría expresar, echó otro vistazo al Laird sólo para verlo boquiabierto y mirando con incredulidad a su hermano. —¿Cama? ¿Baño? Mi hijo ha sido devuelto a mí por una mujer que lleva los colores de un hombre que detesto más que nada, ¿y lo único que puedes sugerir es que le brinde un baño y una cama? El Laird parecía peligrosamente cerca de explotar. Dio un paso atrás, y esta vez, Alaric la acomodó moviéndola a un lado para que pudiera poner distancia entre ella y Ewan. —Ella salvó su vida, —dijo Alaric calmadamente. —Ella recibió una golpiza por mí, —Crispen gritó.


La expresión de Ewan vaciló y se le quedó mirando de nuevo como si estuviera tratando de ver por sí mismo el alcance de sus lesiones. Se veía desgarrado, como si realmente quisiera exigir su cooperación, pero tanto Crispen como Alaric lo miraban expectantes, chasqueó los labios cerrados y dio un paso atrás. Sus músculos se abultaban en sus brazos y cuello, y tomó varias respiraciones como si estuviera trabajando para mantener la paciencia. Sentía compasión por él, realmente lo hacía. Si se tratara de su niño, ella exigiría, tal como lo había hecho él, cada detalle. Y si fuera cierto —y Ewan no tenía razón para mentir— que Duncan Cameron era su enemigo mortal, hasta podría entender por qué la miraba con tal desconfianza y odio. Sí, entendía bien su dilema. Eso no significaba que de repente ella iba a cooperar, sin embargo. Reuniendo sus nervios, y esperando no sonar jactanciosa, miró al Laird a los ojos. —Salvé a su hijo, Laird. Yo estaría muy agradecida por la ayuda que me pudiera proporcionar. No voy a pedir mucho. Un caballo y tal vez algo de comida. Estaré en mi camino y no seré más una molestia. Ewan ya no la miraba. No, él elevó su cara al cielo como si rezara, ya sea por paciencia o liberación. Tal vez ambas cosas. —Un caballo. Alimentos. Dijo las palabras, sin dejar de mirar hacia las alturas. Luego, lentamente, bajó la cabeza hasta que esos ojos verdes la quemaron y le robaron el aliento. —Tú no vas a ninguna parte, muchacha.


Capítulo 4 Ewan miró a la mujer delante de él, era lo único que podía hacer para no agitarla hasta dejarla sin sentido. La chiquilla poseía audacia, tenía que reconocerlo. No sabía que se traía entre manos con su hijo, pero pronto iba a llegar al fondo de aquel asunto. Incluso Alaric parecía estar bajo su hechizo, y mientras que podía entenderlo, porque Señor, la muchacha era hermosa, le molestaba que su hermano tratara de defenderla contra él. Ella levantó su barbilla en desafío y la luz atrapó sus ojos. Azules. No sólo azules, sino un matiz brillante que le recordaba el cielo en primavera, justo antes de que llegara el verano. Tenía el pelo desaliñado, pero los rizos colgaban todo el camino hasta la cintura, una cintura que podría abarcar con sus manos. Sí, estas encajarían muy bien en la curva entre sus caderas y sus pechos, y si él las deslizara sólo un poco, podría ahuecar la generosa curvatura de su pecho. Era preciosa. Y era una molestia. Y además estaba adolorida. No lo había fingido. Sus ojos se cerraron y él pudo conseguir una mejor visión de las sombras que los rodeaban. Estaba tratando valientemente de ocultar su incomodidad, pero casi irradiaba de ella en perceptibles olas. Su interrogatorio tendría que esperar. Él levantó la mano e hizo un gesto hacia una de las mujeres que se reunían en el perímetro. —Atiende sus necesidades, —ordenó—. Que tome un baño. Ordena que Gertie le prepare un plato de comida. Y por el amor de Dios, dale algo de ropa que no tenga los colores de Cameron. Dos de las mujeres McCabe se adelantaron y cada una tomó un brazo de la chica que seguía apoyada en Alaric. —Tengan cuidado, —advirtió Alaric—. Sus heridas todavía son dolorosas. Las mujeres retiraron sus manos y en su lugar le hicieron un gesto para que las precediera hacia el torreón. Miraba nerviosamente alrededor, y estaba claro que no tenía ganas de entrar. Metió su labio inferior entre los dientes hasta que él estaba seguro de que se sacaría sangre, si no se detenía. Ewan suspiró. —No voy a pedir tu muerte, muchacha. Pediste un baño y comida. ¿Estás cuestionando mi hospitalidad ahora? Ella frunció el ceño, y sus ojos se estrecharon cuando lo miró fijamente.


—Le pedí un caballo y alimentos. No tengo ninguna necesidad de su hospitalidad. Preferiría estar en mi camino tan pronto como sea posible. —No tengo ningún caballo de sobra, y además, no vas a ninguna parte hasta que haya aclarado todo este asunto. Si no deseas un baño, estoy seguro de que las mujeres estarían encantadas de mostrarte la cocina para que puedas comer. Terminó con un encogimiento de hombros, como haciendo una señal de no me importa si te bañas o no. Esa había sido idea de Alaric, ¿pero no todas las mujeres saltaban a la oportunidad de revolcarse en una tina de agua caliente? Mairin frunció los labios como si fuera a discutir, pero evidentemente decidió que callar era una idea mejor. —Me gustaría un baño. Él asintió con la cabeza. —Entonces te sugiero que sigas a las mujeres arriba, antes de que cambie de opinión. Se dio la vuelta, murmurando algo entre dientes que él no entendió. Sus ojos se estrecharon. A la muchacha le gustaba llevarle la contraria tratando de hacerlo perder la paciencia. Miró a su alrededor para ver a su único hijo corriendo detrás de las señoras hacia el torreón. —Crispen, —gritó. Crispen se dio la vuelta, la ansiedad por ser apartado de la mujer, grabada en su pequeño rostro. —Ven aquí, hijo. Después de vacilar un momento, se lanzó hacia Ewan, y éste lo cogió en sus brazos una vez más. Su corazón se aceleró frenéticamente, abrumándolo con el alivio de poder sostener a su hijo otra vez. —Me quitaste diez años de vida, muchacho. No vuelvas a asustar a tu padre de esa manera otra vez. Crispen se aferró a los hombros de Ewan y enterró la cara en su cuello. —No lo haré, papá. Te lo prometo. Ewan se aferró a él mucho más tiempo de lo necesario, el niño se removió hasta que fue puesto en libertad. No había pensado en ver al chiquillo otra vez, y si Alaric estaba en lo cierto, él tenía que agradecer a la mujer por ello. Miró por encima de la cabeza de su hijo a Alaric, exigiendo respuestas de su hermano en silencio. Alaric se encogió de hombros.


—Si estás queriendo respuestas de mí, estás buscando a la persona equivocada. —Hizo un gesto de impaciencia hacia Crispen—. Él y la muchacha se negaron a decirme nada. El descarado mocoso me exigió que trajera a ambos hasta aquí para que tú pudieras protegerla. Ewan frunció el ceño y miró a Crispen a los ojos. —¿Es eso cierto, hijo? Crispen parecía decididamente culpable, pero la determinación brillaba en sus pupilas verdes. Sus labios se torcieron en rebeldía, y se puso tenso, como si esperara a que su padre se lanzara a una diatriba. —Le di mi palabra, —dijo tercamente—. Tú dijiste que un McCabe nunca rompe su palabra. Ewan negó con la cabeza con cansancio. —Estoy empezando a lamentarme por decirte las cosas que un McCabe no hace. Ven, vamos a sentarnos en el salón así podrás contarme esas aventuras tuyas. Le dirigió una mirada a Alaric, ordenando silenciosamente que se quedara también. Luego se volvió hacia Gannon. —Lleva a tus hombres y cabalguen hacia el norte para encontrar a Caelen. Dile que Alaric ha vuelto y Crispen está en casa. Vuelvan lo más rápidamente que puedan. Gannon hizo una reverencia y se alejó rápidamente, gritando órdenes a su paso. Bajó al muchacho, pero mantuvo un firme control sobre su hombro mientras pasaban al hacinado torreón. Entraron en la sala en medio de un coro de gritos y exclamaciones. Crispen fue profundamente abrazado por cada mujer que pasaba y recibió una palmada en la espalda de los hombres del clan. Finalmente Ewan les hizo señas para que se fueran y se quedaron solos en la sala. El Laird se sentó a la mesa y le dio unas palmaditas al espacio junto a él. Crispen saltó sobre el banco mientras que Alaric se sentó a la mesa con ellos. —Ahora dime lo que pasó —le ordenó Ewan. El chico se miró las manos, sus hombros caídos. —Crispen, —comenzó Ewan suavemente—. ¿Qué más te dije que un McCabe siempre hace? —Decir la verdad, —dijo a regañadientes. Ewan sonrió. —En efecto. Ahora comienza tu relato. El niño suspiró dramáticamente antes de decir:


—Me escabullí para encontrar al tío Alaric. Creí que podría esperarlo en la frontera y darle una sorpresa cuando volviera a casa. Alaric fulminó a Crispen con la mirada del otro lado de la mesa, pero Ewan levantó la mano. —Déjalo seguir. —Debo haber ido demasiado lejos. Uno de los soldados McDonald me atrapó y me dijo que me llevaría de vuelta con su Laird para pedir un rescate por mí. Se volvió con los ojos suplicantes hacia Ewan. —Yo no podía dejarle hacer eso, papá. Sería avergonzarte a ti, y nuestro clan no podría pagar un rescate. Así que me escapé y me escondí en la carreta de un comerciante ambulante. Ewan se tensó con rabia hacia el soldado de McDonald, y su corazón se encogió ante el tono de orgullo en la voz de su hijo. —Nunca podrías avergonzarme, Crispen, —señaló en voz baja—. Ahora sigue con tu historia. ¿Qué pasó después? —El comerciante me descubrió después de un día y me expulsó. Yo no sabía dónde estaba. Traté de robar un caballo de los hombres que estaban acampando pero me atraparon. Y ella… ella me salvó. —¿Quién te salvó? —exigió. —Ella me salvó. Ewan se tragó su impaciencia. —¿Quién es ella? Crispen se removió incómodo. —No puedo decírtelo. Lo prometí. Los hermanos intercambiaron miradas frustradas, y Alaric levantó una ceja como si señalara “te lo dije”. —Está bien, Crispen, ¿qué fue exactamente lo que prometiste? —Que yo no te diría quién es ella, —Crispen espetó—. Lo siento, papá. —Ya veo. ¿Qué más le prometiste? Crispen se quedó perplejo por un momento, y del otro lado de la mesa, Alaric sonrió al captar la dirección a la que Ewan quería llegar. —Le prometí que no te diría su nombre. Ewan contuvo su sonrisa. —Está bien, continúa con tu historia. La mujer te salvó. ¿Cómo lo hizo? ¿Estaba acampando con los hombres a los que trataste de robar el caballo? ¿Eran los que la escoltaban a su destino? Crispen arrugó su frente mientras luchaba pensando si podría divulgar dicha información sin romper su promesa.


—No voy a preguntarte su nombre otra vez, —dijo Ewan solemnemente. Pareciendo aliviado, Crispen apretó los labios y luego dijo: —Los hombres se la habían llevado de la abadía. Ella no quería estar con ellos. Yo los vi llevarla al campamento. —Por los clavos de Cristo, ¿ella es una monja? —gritó Ewan. Alaric sacudió la cabeza firmemente. —Si esa mujer es una monja, entonces yo soy un monje. —¿Puedes casarte con una monja? —preguntó Crispen. —¿Por qué diablos haces una pregunta como esa? —le exigió. —Duncan Cameron quería casarse con ella. Si es una monja, no puede, ¿verdad? Ewan se enderezó y lanzó una mirada feroz a Alaric. Luego se volvió hacia Crispen, tratando de ocultar su reacción y mantener la calma para no asustar a su hijo. —¿Los hombres a los que trataste de robar el caballo, eran soldados de Cameron? ¿Fueron los que secuestraron a la mujer de la abadía? Crispen asintió solemnemente. —Nos llevaron al laird Cameron. Trató de obligarla... a... casarse con él, pero ella se negó. Cuando lo hizo, le pegó muy fuerte. Las lágrimas brotaron de sus ojos, e hizo un esfuerzo feroz para detenerlas. Una vez más, Ewan miró a Alaric para juzgar su reacción a la noticia. ¿Quién podría ser esta mujer que Duncan Cameron quería lo suficiente como para secuestrarla de una abadía? ¿Era una heredera retenida allí hasta su matrimonio? —¿Qué sucedió después de que él la golpeó? —Ewan le preguntó. Crispen limpió su cara, dejando un rastro de tierra sobre su mejilla. —Cuando volvió a la habitación, ella apenas podía sostenerse. Tuve que ayudarla a subir a la cama. Más tarde, una mujer nos despertó y dijo que el Laird dormía una borrachera y que pensaba amenazarla con hacerme daño si ella no hacía lo que él quería. Nos dijo que teníamos que escapar antes de que él se despertara. La dama tenía miedo, pero prometió que me protegería. Y entonces, yo le prometí que iba a traernos aquí para que tú pudieras protegerla. No dejarás que Duncan Cameron se case con ella, ¿verdad, papá? ¿No vas a permitir que la lastime de nuevo? Miró ansiosamente hacia su padre, con los ojos muy serios y graves. Parecía mucho mayor que sus ocho años en ese momento, como si hubiera


tomado una gran responsabilidad, una mayor a la que su edad justificaba, y que además estaba decidido a llevarla a cabo. —No, hijo. No permitiré que Duncan Cameron lastime a la muchacha. El alivio inundó a Crispen, y su expresión de repente se veía muy cansada. Se balanceó en su silla y se inclinó sobre el brazo de Ewan. Durante un largo momento, se quedó mirando la cabeza de su hijo, resistiendo el impulso de correr sus dedos por los mechones rebeldes. No pudo evitar sentir una oleada de orgullo por la manera en que había luchado por la mujer que lo había salvado. De acuerdo con Alaric, Crispen había intimidado a Alaric y a sus hombres todo el camino de regreso al torreón McCabe. Y ahora estaba coaccionando a Ewan para mantener la promesa que había hecho en nombre de su clan. —Está dormido, —murmuró Alaric. Cuidadosamente pasó la mano por la cabeza de su retoño y lo sostuvo firmemente contra su costado. —¿Quién es esta mujer, Alaric? ¿Qué significa para Cameron? Alaric hizo un sonido de frustración. —Desearía poder decírtelo. La muchacha no me dijo una palabra en todo el tiempo que estuvo conmigo. Ella y Crispen fueron tan herméticos como dos monjes con votos de silencio. Todo lo que sé, es que cuando la encontré, estaba severamente golpeada. Nunca he visto a una muchacha tan maltratada como ella. Se me revolvió el estómago, Ewan. No hay excusa para que un hombre pueda tratar alguna vez a una mujer como él lo hizo. Y, sin embargo, tan gravemente herida como estaba, se enfrentó a mí y a mis hombres cuando pensó que éramos una amenaza para Crispen. —¿No dijo nada durante todo el tiempo que estuvo contigo? ¿No dejó escapar nada? Piensa, Alaric. Tuvo que haber dicho algo. Simplemente no está en la naturaleza de una mujer permanecer en silencio durante largos períodos de tiempo. Alaric gruñó. —Alguien debería decírselo a ella. Te lo repito, Ewan, no dijo nada. Me contempló como si yo fuera una especie de sapo. Peor aún, ella y Crispen actuaban como si yo fuera el enemigo. Los dos susurraban como conspiradores y me fulminó con la mirada cuando me atreví a intervenir. Ewan frunció el ceño y tamborileó con los dedos en la madera sólida de la mesa. —¿Qué podría Cameron querer con ella? ¿Además, que estaba haciendo una muchacha de las highlands en una abadía de las tierras bajas? Los


highlanders protegen a sus hijas tan celosamente como el oro. No puedo comprender que enviaran a una heredera, a una abadía a un día de distancia. —A menos que la muchacha estuviera siendo castigada —Alaric señaló —. Tal vez fue atrapada en una indiscreción. Más de una ha sido cortejada entre las sábanas fuera de la santidad del matrimonio. —O tal vez era una arpía difícil y que exasperaba a su padre, —murmuró Ewan, cuando recordó lo difícil y recalcitrante que había estado hace unos momentos. Podía imaginar ese contexto. Pero, aun así, tendría que haber cometido un pecado atroz para que un padre la enviara lejos. Alaric se rió entre dientes. —Ella es bastante fogosa. —Luego se puso serio—. Pero protegió a Crispen muy bien. Interpuso su cuerpo entre él y los demás más de una vez, sufriendo mucho por ello. Ewan reflexionó sobre esa verdad durante un largo rato. Luego miró a Alaric de nuevo. —¿Viste esas heridas? Alaric asintió. —Lo hice. El hijo de puta la pateó. Había huellas de una bota en su espalda. Ewan maldijo, el sonido haciendo eco en el pasillo. —Me gustaría saber cuál es su conexión con Cameron. ¿Y por qué la quiere lo suficiente como para secuestrarla de una abadía y golpearla hasta dejarla sin sentido cuando se negó casarse con él? ¿Por qué además pensó en utilizar a mi hijo para influenciarla? —Habría funcionado, muy bien, —dijo Alaric en con voz sombría—. La muchacha es muy protectora con Crispen. Si Cameron lo hubiera amenazado, ella habría consentido. Estoy seguro de eso. —Esto representa un problema para mí, —comentó Ewan en voz baja—. Cameron la quiere. Mi hijo quiere que la proteja. La chica sólo quiere irse. Y luego está el misterio de quién es. —Si Cameron descubre su paradero, vendrá a por ella, —advirtió Alaric. Ewan asintió. —Entonces que lo haga. Las miradas de los hermanos se encontraron y se sostuvieron. Alaric asintió en aceptación a la declaración silenciosa de su hermano. Si Cameron quería una pelea, los McCabe estarían más que dispuestos a darle una. —¿Qué pasa con la muchacha? —preguntó finalmente.


—Voy a tomar esa decisión una vez que haya escuchado toda la historia de sus labios, —dijo. Estaba seguro de que podría ser un hombre razonable, y una vez que ella viera lo sensato que era, cooperaría totalmente.


Capítulo 5 Mairin despertó con la certeza de que no estaba sola en la pequeña recámara que le habían dado para dormir, su nuca se erizó y cuidadosamente abrió un ojo para ver a Ewan McCabe de pie en el dintel de la puerta. La luz del sol se asomaba por la ventana, abriendo una brecha en las pieles. La iluminación de alguna manera lo hizo más siniestro que si estuviera envuelto en tinieblas. En la claridad, se podía apreciar lo grande que era. Creaba un amenazante retrato, enmarcado por el umbral por el que apenas podía pasar. —Perdón por la intrusión, —dijo Ewan con voz ronca—. Estaba tratando de localizar a mi hijo. Fue entonces, mientras seguía con la mirada al bulto junto a ella, que se dio cuenta de que Crispen se había metido en su cama durante la noche. Estaba acurrucado firmemente a su lado, las mantas apretadas alrededor de su cuello. —Lo siento. No me di cuenta... —comenzó. —Ya que yo mismo lo metí en mi cama al anochecer, estoy seguro de que no te diste cuenta, —dijo secamente—. Es evidente que él hizo el movimiento durante la noche. Ella comenzó a moverse, pero Ewan levantó una mano. —No, no lo despiertes. Estoy seguro de que ambos necesitan su descanso. Haré que Gertie mantenga caliente la comida de la mañana para ti. —G-Gracias. Se lo quedó mirando fijamente, insegura de qué hacer con su bondad repentina. Ayer él había sido tan feroz, su ceño habría bastado como para hacer saltar a un hombre fuera de sus botas. Después de una breve inclinación de cabeza, se retiró de la habitación y cerró la puerta detrás de él. Ella frunció el ceño. No confiaba en tal cambio de actitud. Entonces bajó la mirada hacia el niño durmiendo a su lado, y su gesto se atenuó. Suavemente, le tocó el pelo, maravillándose de la forma en que los suaves rizos enmarcaban su rostro. Con el tiempo, serían tan largos como los de su padre. Quizá el Laird se había calmado tras el retorno seguro de su hijo. Tal vez además se sintiese agradecido y se arrepentía de su aspereza. La esperanza creció en su pecho. Él podría estar más dispuesto a darle una montura y suministros. No tenía ni idea de adónde huir, pero dado que Duncan Cameron parecía ser enemigo jurado de Ewan McCabe, no sería una buena idea quedarse allí.


La tristeza sacudió su corazón y apretó a Crispen más cerca de ella. La abadía que había sido su casa durante tanto tiempo, y la presencia reconfortante de las hermanas, ya no eran una opción. Estaba sin hogar y sin refugio seguro. Cerrando los ojos, susurró una ferviente oración por la misericordia y protección de Dios. Sin duda, Él proveería para ella en su hora de necesidad.

Cuando volvió a despertar, Crispen se había ido de su lecho. Se estiró y flexionó los dedos de sus pies e inmediatamente después hizo una mueca cuando el dolor serpenteó a través de su cuerpo. Incluso un baño caliente y una cama cómoda, no la habían librado totalmente de su fatiga. Sin embargo, ya se podía mover considerablemente mejor que el día anterior, y estaba sin duda lo suficientemente bien como para sentarse a caballo por su cuenta. Arrojando las pieles, apoyó los pies en el suelo de piedra y se estremeció ante el frío. Se levantó y se acercó a la ventana para echar hacia atrás la cortina permitiendo que la luz del sol entrara. Los rayos se deslizaron sobre ella como ámbar líquido. Cerró sus ojos y volvió la cara hacia el sol, con impaciencia por absorber el calor. Era un día hermoso, como sólo un día de primavera en las tierras altas podría ser. Miró por encima las laderas, cubiertas de luz sintiendo la alegría de ver su hogar por primera vez en muchos largos años. En verdad, había habido días en los que había perdido la esperanza de volver a ver el cielo otra vez. Neamh Álainn. Cielo hermoso. Un día ella contemplaría su legado –el legado de su hijo. La única parte de su padre que alguna vez podría tener. Cerró los dedos en puños apretados. —No fallaré, —susurró. Como no quería perder más tiempo en las habitaciones, se puso el sencillo vestido que las criadas habían dejado para ella. El escote bordado con una femenina cadena de flores, y en el medio, en verde y oro, estaba lo que supuso que era el escudo de armas de los McCabe. Contenta de estar usando algo que no fueran los colores de Duncan Cameron, corrió hacia la puerta. Cuando se acercaba al final de la escalera, vaciló, sintiéndose de repente insegura de sí misma. Se salvó de hacer una torpe entrada al salón cuando una de las mujeres McCabe la vio. La mujer sonrió y corrió a saludarla. —Buenas tardes. ¿Se siente mejor hoy? Mairin hizo una mueca. —¿Es de tarde ya? Yo no pensaba dormir todo el día.


—Usted necesitaba descansar. Ayer se veía como si se fuera a caer. Por cierto, mi nombre es Christina. ¿Por cuál nombre debería llamarla?. Mairin se ruborizó, sintiéndose de pronto un poco tonta. Se preguntó si debería inventarse un nombre, pero odiaba la idea de mentir. —No puedo decirle, —murmuró. Las cejas de Christina se alzaron, pero para su crédito ella no mostró ninguna otra reacción. Entonces la cogió del brazo metiéndolo debajo del suyo. —Pues bien, señora, vamos a llevarla hasta la cocina antes de que Gertie alimente con su comida a los perros de caza. Sintiéndose aliviada de que Christina no la hubiera presionado, permitió a la chica arrastrarla hasta la cocina, donde una mujer mayor estaba atendiendo el fuego en el pozo. Mairin esperaba una matrona, por qué, no estaba segura. ¿No debería la mujer encargada de la cocina ser maternal? Gertie era esquelética, y su cabello gris estaba recogido en un apretado nudo en la nuca. Mechones de pelo se escapaban por todos lados mientras volaban sobre su rostro, dándole un aspecto de ferocidad. Ella cubrió a Mairin con una mirada penetrante que desprendió varias capas de su piel. —Ya era hora de que se levantara y viniera, muchacha. Nadie se queda en cama aquí por mucho tiempo a menos que se esté muriendo. Supongo que no te estás muriendo ya que estás de pie delante de mí luciendo sana y vigorosa. No hagas un hábito de esto, o yo no guardaré la comida de la mañana para ti de nuevo. Desconcertada, el primer instinto de Mairin fue reír, pero no estaba segura si la otra mujer lo tomaría como una ofensa. En cambio, cruzó sus manos solemnemente delante de ella y prometió no volver a hacerlo de nuevo. Un voto que se sentía cómoda haciendo, ya que no tenía intención de pasar otra noche en el torreón McCabe. —Tome asiento entonces. Hay un taburete en la esquina. Puede tomar su comida allí. No tiene sentido desordenar la mesa del hall de nuevo para una sola persona. Humildemente obedeció y rápidamente se puso a la labor de trinchar sus alimentos. Gertie y Christina observaban mientras comía, y ella las oía cuchichear cuando pensaban que no las estaba mirando. —¿No te dijo su nombre? —Gertie exclamó en voz alta. Se dio la vuelta en dirección a Mairin y lanzó un hummph. —Cuando la gente no quiere dar su nombre, es porque tienen algo que ocultar. ¿Qué esconde, muchacha? No piense que nuestro Laird no lo


averiguará. Él es demasiado observador como para permitir esas tonterías de una chiquilla como usted. —Entonces discutiré el asunto con su Laird y sólo con su Laird, —dijo con firmeza. Esperaba que al inyectar suficiente fuerza en su voz la otra mujer daría marcha atrás. Gertie sólo rodó los ojos y reanudó la atención al fuego. —¿Puedes llevarme con él? —preguntó a Christina mientras se levantaba del taburete—. Realmente necesito hablar con él de inmediato. —Por supuesto, señora, —dijo Christina con su dulce voz—. Ya tenía instrucciones de llevarla, en el momento en que terminara de comer. La comida que Mairin acababa de consumir se arremolinaba en sus entrañas como cerveza agria. —¿Está nerviosa? —le preguntó la muchacha, mientras descendían los escalones del torreón—. Usted no tiene razón para estarlo. El Laird parece brusco, y puede ser severo cuando lo atacan, pero él es justo y muy equilibrado con nuestro clan. La parte que omitió fue que Mairin no era parte del clan McCabe, así que cualquier política sobre ser justo e imparcial no era aplicable. Pero había salvado a Crispen, y era obvio que el Laird amaba a su hijo. Se aferró a ese pensamiento mientras doblaban la esquina hacia el patio. Sus ojos se ensancharon al llegar al lugar donde los hombres entrenaban. El choque de espadas y escudos casi la ensordecían, el sol de la tarde golpeando el metal le hizo entrecerrarlos y hacer una mueca de dolor. Parpadeó y enfocó su mirada, lejos de los reflejos que bailaban en el ambiente. En cambio, cuando se dio cuenta de lo que estaba viendo, se quedó sin aliento. Su mano revoloteó sobre su pecho, y su visión se hizo un poco borrosa. No fue hasta que sus torturados pulmones pidieron clemencia que se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración. Aspiró una bocanada de aire, pero eso no la ayudó a disminuir su mareo. El Laird se entrenaba con otro soldado sólo con sus botas y calzones. Su pecho desnudo resplandecía con el brillo del sudor, y un hilo de sangre se deslizaba por su costado. Oh cielo misericordioso. Ella lo miraba fascinada, incapaz de obligarse a apartar la vista, no importaba que sin duda era un pecado comérselo con los ojos de esa manera. Él tenía los hombros anchos. Su enorme pecho lucía varias cicatrices. Un hombre no llegaba a esa edad sin haber obtenido marcas de sus batallas. Insignias de honor de los highlanders. Un hombre sin ellas sería considerado débil y sin valor. Su cabello se aferraba húmedamente a su espalda y sus trenzas giraban en torno suyo, mientras oscilaba en la tierra para esquivar otra estocada de su oponente.


Sus músculos tensos y abultados mientras balanceaban la pesada espada sobre su cabeza y luego daba un golpe descendente. En el último momento, su oponente levantó su escudo, pero aun así se vio vencido por el golpe. El hombre más joven cayó despatarrado, su propia espada traqueteó al caer al suelo. Aunque tuvo la presencia de ánimo para cubrirse con el escudo mientras yacía allí, jadeando suavemente. El Laird frunció el ceño, pero extendió su mano hacia el soldado más joven. —Resististe más tiempo esta vez Heath, pero aun permites que las emociones gobiernen tus acciones. Hasta que aprendas a controlar ese temperamento tuyo, serás un blanco fácil en la batalla. El soldado frunció el ceño y no pareció apreciar la crítica de su Laird. Hizo caso omiso de la mano extendida de Ewan y se puso de pie, con la cara roja de ira. Fue entonces cuando él levantó la vista y la vio allí de pie con Christina. Sus ojos se estrecharon y ella se sintió atrapada por la fuerza de su mirada. Hizo un ademán hacia su túnica, y Alaric se la arrojó a sus manos. Después de apresurarse a jalarla sobre su pecho desnudo, le indicó a Mairin a que se acercara. Sintiéndose extrañamente decepcionada de que se hubiera puesto la vestidura de nuevo, se acercó más, prácticamente arrastrando sus talones en el suelo. Era una tontería. Ella era una mujer adulta, pero frente a este hombre, se sentía como un niño descarriado a punto de ser reprendido. Conciencia culpable. Una buena confesión aclararía eso. —Ven a caminar conmigo, muchacha. Tenemos mucho que discutir. Tragó saliva y echó un vistazo a Christina, quien hizo una reverencia en la dirección de su Laird antes de girarse e irse en la misma dirección por la que habían llegado. Sus dientes brillaron en una sonrisa. —Ven, —él dijo de nuevo—. No muerdo. El destello de humor la cogió desprevenida y sonrió ampliamente, totalmente inconsciente del efecto que causó en los hombres que la vieron. —Muy bien, señor. Puesto que me ha ofrecido tal tranquilidad, me arriesgaré y lo acompañaré. Caminaron desde el patio y tomaron un camino que conducía a la colina con vista al lago. En la parte superior, el Laird se detuvo y contempló el agua. —Mi hijo dice que tengo mucho que agradecerte. Entrelazó las manos delante de ella, recogiendo un trozo de la tela de su vestido con sus dedos.


—Él es un buen chico. Me ayudó tanto como yo le ayudé a él. El Laird asintió. —Eso me dijo. Él te trajo a mí. A Mairin no le gustó la forma en que dijo esto último. Había demasiada posesión en su voz. —Laird, debo marcharme hoy. Si usted no puede prescindir de un caballo, lo entiendo. Me marcharé a pie, aunque yo apreciaría una escolta hasta su frontera. Se volvió hacia ella con una ceja levantada. —¿A pie? No llegarías lejos, muchacha. Serías arrojada sobre la silla de alguien y raptada al momento en que salgas de mi tierra. Ella frunció el ceño. —No si tengo cuidado. —¿Tan cuidadosa como cuando fuiste secuestrada por los hombres de Duncan Cameron? El calor subió a sus mejillas. —Eso fue diferente. Yo no esperaba... Una débil diversión brilló en sus ojos. —¿Espera alguien, alguna vez ser secuestrado? —Sí, —susurró. —Dime algo, muchacha. Pareces ser alguien que cree firmemente en una promesa. Apostaría a que esperas que las personas permanezcan fieles a su palabra. —Oh, sí, —dijo con fervor. —Y tú exigiste una promesa de mi hijo, ¿no es así? Ella miró hacia abajo. —Sí, lo hice. —¿Y esperas que él mantenga esa promesa, no? Se retorció incómoda, pero asintió con la cabeza aun cuando la culpabilidad la llenaba. —Como resultado, Crispen también exigió un promesa de mí. —¿Qué promesa? —preguntó. —La de protegerte. —Oh. No sabía qué decir ante eso. De alguna manera acababa de caer en su propia trampa. Lo sabía. —Yo diría que es difícil proteger a una chica, si esta sale corriendo por todas las Highlands a pie, ¿no te parece?


Frunció el ceño, descontenta con la dirección que la conversación tomaba. —Le libero de su promesa, —declaró. Él negó con la cabeza, una sonrisa elevándose en las comisuras de su boca. Sorprendida, lo miró, paralizada por el cambio que aquel gesto producía en sus rasgos. ¡Caramba!, él era completamente hermoso. Realmente magnífico. Y parecía más joven, no tan endurecido, aunque había visto las cicatrices, entonces sabía que él era todo menos suave. No, él era un guerrero. Era imposible saber cuántos hombres habría matado en batalla. Porque, probablemente él podría romper el cuello de alguien con sus dedos. Seguramente el suyo. El pensamiento la hizo cubrir su garganta. —Sólo Crispen me puede liberar de esa promesa, muchacha. Como estoy seguro de que te lo dijo, un McCabe siempre cumple su palabra. Con tristeza, recordó al muchacho diciendo exactamente eso. También recordó la promesa que le hizo de que su padre la protegería. Había estado demasiado empeñada en auto-protegerse para realmente dar importancia a lo que eso significaba. —¿Está diciendo que no puedo marcharme? —susurró. Él pareció considerar la pregunta durante un momento, su mirada nunca se apartó de ella. Se le quedó observando hasta que se retorció bajo su escrutinio. —Si supiera que tienes algún lugar seguro a donde ir, entonces por supuesto que te permitiría marchar. ¿Con tu familia quizás? No iba a mentir y decir que tenía familia, así que no dijo nada en absoluto. El Laird suspiró. —Dime tu nombre, muchacha. Dime por qué Duncan Cameron estaba tan decidido a que te casaras con él. He prometido a Crispen que yo te protegería, y lo haré, pero no puedo hacerlo a menos que tenga todos los hechos. ¡Dios mío!, él iba a volverse de nuevo todo brusco cuando se negara a obedecer sus órdenes. Había estado a punto de estrangularla el día anterior. Una noche de sueño probablemente no había atenuado ese deseo, no importa cuán paciente parecía estar en el momento. En lugar de desafiarlo abiertamente como había hecho ayer, se quedó muda, con las manos todavía cruzadas delante de ella. —Comprende, que voy a averiguarlo muy pronto. Pero sería mejor para ti, si simplemente me dijeras lo que quiero saber ahora. No me gusta esperar.


No soy un hombre paciente. Particularmente cuando aquellos quienes están bajo mi mando me desafían. —No estoy bajo sus órdenes, —dijo abruptamente antes de que pudiera pensarlo mejor. —En el momento en que entraste en mis tierras, has estado bajo mi mando. La promesa de mi hijo te puso firmemente bajo mi cuidado y protección. La ofrenda que le hice al chico solidificó esto. Tú me obedecerás. Ella levantó la barbilla, mirando directamente a aquellos penetrantes ojos verdes. —Yo sobreviví a manos Duncan Cameron. Sobreviviré a las suyas. No puede obligarme a decirle nada. Pégueme si quiere, pero yo no le diré lo que quiere saber. La indignación chispeó en sus ojos, y se quedó boquiabierto. —¿Crees que te golpearía? ¿Piensas que soy igual que Cameron? La furia en su voz la hizo dar unos pasos atrás. Le había tocado una fibra sensible, y la ira rodó fuera de los hombros del Laird en atronadoras ondas. Él casi gruñó sus preguntas. —Yo no tenía la intención de insultarlo. No sé qué clase de hombre es. Sólo le he conocido por un corto tiempo, y debe admitir, que nuestro encuentro ha sido todo menos amistoso. El Laird se dio la vuelta, se pasó la mano por el pelo. Ella no sabía si tenía la intención de tirar de él con frustración o evitar envolver esos dedos alrededor de su cuello. Cuando se giró de nuevo, sus ojos brillaban con un propósito, y avanzó enfrentándola, cerrando la distancia entre ellos. Ella dio otro rápido paso atrás, pero él estaba allí, cerniéndose sobre ella, erizado de indignación. —Nunca, nunca he tratado a un hombre o a una mujer en la forma en que Cameron te ha tratado. Los perros son tratados con mayor respeto que eso. Jamás cometas el error de compararme con él. —S-Sí, Laird. Levantó la mano, y fue todo lo que ella pudo hacer para no estremecerse. Cómo estuvo de pie tan estoicamente, no lo sabía, pero le pareció importante no mostrar temor de que él la golpearía. En su lugar, tocó un mechón de su cabello mientras susurraba en su mejilla. —Aquí nadie te hará daño. Tú confiarás en mí. —¡No puede obligarme a confiar en usted! —Sí, puedo, y estoy dispuesto a darte hasta mañana para decidir que puedes confiar en mí lo suficiente como para decirme lo que quiero saber. Yo


soy tu Laird, y me obedecerás como todo el mundo aquí me obedece. ¿Entendido? —Eso... eso es ridículo, —farfulló, olvidando su temor de no enojarlo—. Esa es la cosa más absurda que he oído. Se volvió de espaldas a él, diciéndole sin palabras lo que pensaba de su dictado. Mientras se alejaba, se perdió la sonrisa divertida que se instaló en el rostro de Ewan.


Capítulo 6 Mairin pasó la tarde estudiando las defensas del torreón en busca de una posible ruta de escape. El Laird no le había dado ninguna otra opción en el asunto. Mientras mantenía los ojos bien abiertos a lo que sucedía a su alrededor, también examinaba la cuestión de exactamente adonde viajaría. Duncan registraría las otras abadías. Era una opción demasiado obvia para tomarla. La gente de su madre provenía de las islas de la zona occidental, pero su madre se había disociado de su clan, incluso antes de haberse convertido en la amante del rey. Y la verdad, no podía contar con ellos sin dar a conocer su propiedad sobre Neamh Álainn. Se vería casada con el primer hombre que tuviera conocimiento de su herencia. Necesitaba tiempo. Tiempo para considerar el mejor curso a seguir. La madre Serenity había estado trabajando con ella para formar una lista de posibles candidatos para el matrimonio. Mairin no había querido un guerrero, pero había reconocido la necesidad de contar con uno como su marido. Desde el momento en que reclamara su herencia, su esposo tendría que pasar el resto de su vida defendiéndola de hombres codiciosos y hambrientos de poder. ¿No era esa la manera de ser del mundo, sin embargo? Sólo los fuertes sobrevivían y los débiles perecían. Arrugó el ceño. No, eso no era cierto. Dios protegía a los débiles. Quizás por eso existían los guerreros, así podrían defender a las mujeres y los niños. Lo que significaba que Duncan Cameron sólo podía ser el diablo. Con un suspiro, plantó las manos en la tierra calentada por el sol, con la intención de empujarse a sí misma a ponerse de pie para poder volver a su habitación con el fin de trazar mejor su fuga. Antes de que se levantara totalmente, vio a Crispen corriendo por la colina, agitando la mano hacia ella. Se dejó caer de nuevo al suelo y esperó a que él llegara. Su rostro abierto en una amplia sonrisa, entonces se dejó caer en la tierra a su lado. —¿Cómo te sientes hoy? —él le preguntó cortésmente. —Me siento mucho mejor. He estado moviéndome para olvidar el dolor. Se acurrucó a su lado. —Me alegro. ¿Hablaste con papá? Mairin suspiró. —Lo hice. Crispen le sonrió. —Te dije que él cuidaría de todo. —En efecto, lo hiciste, —murmuró.


—¿Entonces te quedarás? La expresión esperanzada en su rostro hizo a su corazón derretirse. Envolvió su brazo alrededor de él y lo apretó firmemente. —No puedo quedarme, Crispen. Tienes que entenderlo. Hay hombres además de Duncan Cameron quienes me secuestrarían si supieran quién soy yo. La cara de Crispen se arrugó hasta que su nariz se crispó. —¿Por qué? —Es complicado, —farfulló—. Desearía que fuera diferente, pero la madre Serenity siempre me dijo que tenemos que hacer lo mejor con lo que tenemos. —¿Cuándo vas a marcharte y adónde te irás? ¿Te veré otra vez? Aquí tendría que andarse con cuidado. No podía tener a Crispen corriendo hacia su padre con las noticias de su partida. Ahora que había tomado la decisión de marcharse sola, no quería que el Laird interfiriera con su demanda de confiar en él. Casi resopló ante esa idea. Él podría ser capaz de ordenar que su clan confiara en su Laird, y estaba segura de que lo hacían, pero una mujer en su posición no podía permitirse el lujo de confiar en nadie. —No lo sé aún. Las partidas necesitan planificación. Él levantó la barbilla de modo que pudiera mirarla a los ojos. —¿Vas a decírmelo antes de marcharte para que así pueda decirte adiós? Le dolía el corazón ante la idea de alejarse y dejar al muchacho del que tanto se había encariñado en los últimos días. Pero no iba a mentir y decirle que lo haría cuando sabía perfectamente que no iba a anunciar su partida a nadie. —No puedo prometértelo, Crispen. Quizás deberíamos decir nuestros adioses ahora para que estemos seguros de expresar todo lo que queramos decir. Él se levantó y arrojó sus brazos alrededor de ella, casi golpeando su espalda contra el suelo. —Te quiero, —dijo ferozmente—. No quiero que te vayas. Lo abrazó contra ella y presionó un beso en la parte superior de su cabeza. —Te quiero, también, cariño. Siempre te mantendré cerca de mi corazón. —¿Lo prometes? Ella sonrió. —Eso te lo puedo prometer, y lo hago. —¿Vas a sentarte a mi lado en la cena esta noche?


Ya que no planeaba marcharse hasta que todos estuvieran en sus camas, su solicitud era bastante razonable. Así que asintió con la cabeza, y él sonrió a su vez. Un grito proveniente del patio, se escuchó hasta la colina donde estaban Mairin y Crispen. Se dio la vuelta en dirección del sonido para ver una procesión de soldados a caballo desfilando por el puente y en el torreón. Crispen se soltó de su asimiento y corrió varios metros antes de detenerse. —¡Oh, es tío Caelen! ¡Está de vuelta! —Entonces, por supuesto, debes ir a saludarlo, —le dijo con una sonrisa. Él corrió hacia ella y la tomó de la mano, tratando de levantarla. —Ven tú también. Negó con la cabeza y apartó su mano. —Me quedaré aquí. Adelante. Estaré allí pronto. Lo último que necesitaba era conocer a otro hermano McCabe. Se estremeció. Él probablemente era igual de exasperante que Ewan y Alaric.

Ewan llegó para saludar a Caelen al tiempo en que éste se deslizaba de su caballo y se dirigía en su dirección. —¿Es verdad? ¿Ha sido devuelto Crispen? —demandó. —Sí, es cierto. Alaric lo trajo a casa ayer. —Bien, ¿dónde está el mocoso? Ewan sonrió cuando Crispen atravesó el patio gritando: —¡Tío Caelen! —con toda la fuerza de sus pulmones. Éste palideció y se tambaleó, antes de enderezarse y capturar la masa serpenteante del muchacho que se abalanzaba a sus brazos. —Alabado sea Dios, —susurró Caelen—. Estás vivo. Crispen lanzó sus brazos alrededor del cuello de Caelen y se colgó de él como si le fuera la vida en ello. —Lo siento, tío Caelen. No fue mi intención asustarte a ti, ni a papá. Pero no te preocupes, Mairin tomó buen cuidado de mí. Las cejas de Ewan se elevaron. Junto a él, Alaric también tomó nota del desliz de Crispen. Caelen frunció el ceño sobre la cabeza del chico hacia Ewan. —¿Quién diablos es Mairin?


Crispen se puso rígido en los brazos de Caelen, y entonces luchó hasta que su tío finalmente lo bajó. Se volvió hacia Ewan con los ojos afectados, su mirada atormentada. —Oh no, papá, rompí mi promesa. ¡Yo la rompí! Ewan cogió a su hijo y le apretó el hombro para tranquilizarlo. —No fue tu intención, hijo. Si eso te hace sentir mejor, les pediré a Alaric y a Caelen que lo olviden inmediatamente. —¿Y tú, papá? —preguntó ansiosamente Crispen—. ¿Lo olvidarás también? Ewan reprimió una risita y luego echó un vistazo a sus hermanos. —Los tres haremos el esfuerzo de olvidarlo. —¿Va alguien a decirme qué infiernos está pasando aquí? —exigió Caelen—. ¿Y si esto tiene algo que ver con la extraña mujer sentada en la colina? Ewan siguió la mirada de su hermano hasta donde Mairin estaba sentada en la colina que daba vista al torreón. Se podía confiar en Caelen para divisar inmediatamente cualquier extraño en la fortaleza. Él era extremadamente cauteloso sobre quién tenía acceso a ella. Una lección que aprendió por el camino difícil. —Ella no se quedará, —dijo Crispen con tristeza. Ewan se volvió bruscamente hacia su hijo. —¿Por qué dices eso? —Me dijo que no podría. —¿Ewan? ¿Voy a tener que arrancar la información de ti? —le preguntó Caelen. Ewan alzó la mano para silenciarlo. —¿Dijo algo más, Crispen? El muchacho encrespó el ceño y abrió la boca, pero luego la cerró de nuevo rápidamente, sus labios formando una línea apretada, rebelde—. Yo ya rompí mi promesa, —murmuró—. No debería decir nada más. Ewan suspiró y negó con la cabeza. Todo este gran lío era suficiente para provocarle un gigantesco dolor en sus sienes. Dios lo salvara de mujeres obstinadas y reservadas. Peor aún, ella se había ganado completamente el corazón de su hijo, y aun así no quería quedarse en el torreón. Frunció el gesto ante ese pensamiento. No era que él quisiera que se quedara. No quería que Crispen sufriera, pero tampoco quería la molestia de una mujer difícil o los problemas que había traído con ella. —¿Por qué mejor no te vas para que pueda darle correctamente la bienvenida a casa a tu tío. Tengo mucho que discutir con Caelen y Alaric.


En lugar de parecer ofendido, los ojos de Crispen brillaron tenuemente con alivio. Se dio la vuelta y se dirigió directamente de regreso a la colina hacia donde Mairin estaba sentada. Sólo que ahora ella ya no estaba allí. Ewan miró alrededor de la dirección que había tomado, pero no estaba a la vista. —¿Mairin? ¿Quién diablos es Mairin y qué tiene que ver con Crispen? Además, ¿qué está haciendo aquí? Ewan hizo un gesto con el pulgar en dirección de Alaric. —Él la trajo. Como era de esperarse, Alaric inmediatamente negó su parte en todo el lío. Ewan contuvo su risa ante el cansancio en la voz de su hermano. Caelen estaba a punto de perder la paciencia, no es que él tuviera mucha, así que Ewan le dijo todo lo que sabía. Alaric rellenó alguna información más, y cuando estuvo hecho, lo miró con incredulidad. —¿Ella no dijo nada? ¿Y permitiste eso? Ewan suspiró. —¿Qué querías que hiciera, golpearla como hizo Cameron? La muchacha entrará en razón. Le he dado hasta mañana para que se decida a confiar en mí. —¿Y qué vas a hacer cuando se niegue mañana? —sonrió Alaric con satisfacción. —No se negará. —Lo importante es que tenemos a Crispen de vuelta, —dijo Caelen—. Lo que la mujer haga o diga es irrelevante. Si Cameron viene en busca de una pelea, estaré más que feliz de darle una y luego enviaremos a la mujer de regreso por donde vino. —Ven, está anocheciendo y Gertie tendrá la cena lista. No le gusta servir una comida fría y bien lo sabes, —indicó Ewan—. Deja el asunto de Mairin en mis manos. Ustedes dos no tienen que preocuparse más por ello. —Como si quisiéramos, —refunfuñó Caelen, mientras hacía a un lado a su hermano.


Capítulo 7 Mairin apretó su chal más cerca alrededor de su cuerpo y se deslizó por la pared exterior de la ladera de piedra. Había elegido el camino más cercano al fiordo ya que había menos guardias apostados de ese lado. Después de todo, un enemigo difícilmente podría llegar irrumpiendo sobre el agua para atacar. El aire de primavera era indudablemente frío, y de repente la decisión de dejar el calor de su pequeña recámara no le pareció tan maravillosa. La comida de la noche había sido un estresante acontecimiento. Había echado un vistazo al hermano menor del Laird y se pensó mejor su promesa de sentarse junto a Crispen a la mesa. Él le frunció el ceño, y no era como si no había sido tratada con entrecejos por los otros hermanos McCabe, pero había una oscuridad en Caelen que la ponía nerviosa. Había pronunciado una excusa acerca de no sentirse bien y se había retirado inmediatamente hacia las escaleras. Perturbado por su partida, Crispen llevó un plato con comida a su puerta, y los dos se habían sentado con las piernas cruzadas a cenar delante del fuego. Después, ella anunció que estaba fatigada y envió al muchacho de vuelta. Y esperó. Por horas, mientras escuchaba los sonidos del torreón disminuir. Cuando estuvo segura de que todos estaban durmiendo, o al menos, seguramente instalados en sus habitaciones, bajó las escaleras y se coló a hurtadillas por la entrada que daba al lago. Respiró más fácilmente cuando estuvo bajo el abrigo del bosque que dividía la parte del lago del torreón. Allí podría moverse con la relativa oscuridad y seguir el fiordo hasta que estuviera lejos. Un gran chapoteo la sobresaltó y se volvió en dirección al lago. Se quedó inmóvil, conteniendo la respiración mientras miraba a través de los árboles hacia el agua negra como la tinta. Apenas había luna esta noche, y sólo se proyectaba una delgada luz sobre la superficie ondulante. Era suficiente para ver que había tres hombres tomando un baño tardío. También era lo suficiente para ver quiénes estaban tomando el baño. Ewan McCabe y sus hermanos se zambullían en el agua, y que Dios se apiadara de ella, ellos no tenían una puntada de ropa encima. Inmediatamente cubrió sus ojos con ambas manos, mortificada más allá de toda medida porque acababa de ver los traseros de tres hombres adultos. ¿Estaban ellos locos? El lago tenía que estar increíblemente frío. Se estremeció ante el mero pensamiento de cuan helado aquel baño debía ser.


Durante varios minutos se sentó, agazapada bajo un árbol, las manos cubriéndole los ojos hasta que finalmente los apartó sólo para ver a Ewan McCabe venir caminando desde el agua. Sus ojos abiertos en estado de shock, sus manos colgando sin fuerzas a los costados mientras miraba, paralizada por la visión de un hombre completamente desnudo. Él estaba de pie, secándose con un paño y con cada pasada, llamaba la atención sobre su cuerpo musculoso. Y... y... ella ni siquiera se atrevía a pensar en el área entre sus piernas. Cuando se dio cuenta de que estaba mirando con bastante descaro su… su… hombría, inmediatamente se llevó ambas manos sobre los ojos de nuevo y hundió los dientes en el labio inferior para ahogar el chillido que amenazaba con salir. Su única esperanza era que ellos terminaran su lavado y volvieran al torreón. No podía arriesgarse a moverse entre los árboles y llamar la atención, pero tampoco quería quedarse sentada aquí mirando sin modestia. El rubor cubrió sus mejillas, y aunque mantuvo los párpados firmemente cerrados, la imagen de Ewan McCabe sin ropa quemaba a través de su mente con una claridad sorprendente. No importaba lo que hiciera, no podía librarse del recuerdo de él caminando desde el agua —completa y totalmente desnudo. Se necesitarían al menos tres confesiones para expiar este gran pecado. —Ya puedes mirar ahora. Te aseguro que estoy totalmente vestido. La voz seca del Laird se deslizó con agonizante precisión sobre sus oídos. La mortificación se elevó sobre ella, y sus mejillas se ruborizaron con tal humillación que lo único que podía pensar hacer era quedarse allí sentada, con las manos todavía cubriéndole los ojos. Tal vez si lo deseaba realmente con fuerza, cuando abriera los ojos, el Laird estaría muy lejos. —No lo creo, —fue la respuesta divertida. Dejó caer la mano hacia su boca, que es donde debería haber estado desde el principio, así nada estúpido hubiera salido, como el hecho de que acababa de desear que el Laird estuviera a una gran distancia. Ahora que se había destapado un ojo, arriesgó una mirada para ver que él, en efecto estaba vestido. Con esto establecido, dejó la otra mano deslizarse mientras miraba nerviosamente al Laird. Él estaba de pie, con las piernas separadas, los brazos cruzados sobre el pecho, y, como era previsible, tenía el ceño fruncido. —¿Quieres decirme qué estás haciendo merodeando en la oscuridad? Sus hombros se hundieron. Al parecer, ni siquiera podía planear un buen escape. ¿Cómo iba a saber que a él y a sus hermanos les gustaba tomar estúpidos baños tan tarde? —¿Tengo que contestar a eso? —murmuró.


El Laird suspiró. —¿Qué parte de lo que te dije de que no dejarías mi protección no entendiste? Siento aversión por aquellos que estando bajo mi autoridad, flagrantemente hacen caso omiso a mis órdenes. Si fueras uno de mis soldados, te mataría. Lo último no sonaba a jactancia. Ni siquiera lo dijo con ninguna entonación, por lo que estaba segura de que no lo señaló para impresionarla. No, era la verdad de Dios, y esto sólo sirvió para asustarla aún más. Algún demonio le llevó a negar su reclamo. —Yo no estoy bajo su autoridad, Laird. No estoy segura de cómo usted llegó a esa conclusión, pero es bastante inapropiada. No estoy de acuerdo con ninguna autoridad, salvo la de Dios y la mía. Él sonrió con suficiencia hacia ella, sus dientes brillando bajo la luz de la luna. —Para una muchacha determinada a hacer su propio camino, has hecho un pobre trabajo de ello. Ella inhaló. —Eso que dice es muy poco compasivo. —No por ello, es menos cierto. Ahora bien, si hemos terminado con esta conversación, sugiero que volvamos al torreón, de preferencia antes de que mi hijo desocupe mi recámara y te vaya a buscar a la tuya. Parece tener una cierta afinidad a dormir contigo. No quiero imaginar su reacción cuando descubra tu cama vacía. Oh, eso fue simplemente injusto, y el Laird bien lo sabía. Estaba manipulando sus emociones y tratando de hacerla sentir culpable por dejar a Crispen. Le frunció el ceño fuertemente para hacerle conocer su disgusto, pero él la ignoró y la tomó del brazo con sus fuertes dedos. Mairin no tuvo más remedio que permitir que la arrastrara de vuelta a la fortaleza. La condujo alrededor de la ladera de piedra y a través del patio, donde se detuvo para emitir una brusca orden a su guardia, de que ella no tenía permitido salir de nuevo. Entonces se dirigió al torreón y, para su adicional consternación, insistió en escoltarla todo el camino de regreso a su habitación. Le abrió la puerta y la empujó dentro. Luego se quedó en el dintel, fulminándola con la mirada. —Si usted tiene la intención de intimidarme con ojeadas hoscas, está destinado al fracaso, —dijo ella alegremente. Sus ojos se elevaron hacia el cielo por un momento, y podría jurar que estaba conteniendo el aliento. Esperó un segundo, como si tratara de acopiar


paciencia, le hizo gracia, teniendo en cuenta que no parecía que él poseyera alguna. —Si tengo que bloquear esta puerta, lo haré. Puedo ser un hombre muy complaciente, muchacha, pero tú has puesto a prueba mi paciencia. Te he dado hasta mañana para confiar en mí con todo lo que estás escondiendo. Después de eso, te puedo prometer que no te va a gustar mi hospitalidad por más tiempo. —No me gusta en este momento, —dijo ella enojada. Agitó la mano en su dirección—. Se puede marchar. Sólo iré a la cama ahora. Apretó su mandíbula, y flexionó los dedos a sus costados. Se preguntó si se estaba imaginando con aquellos dedos alrededor de su cuello. Él parecía estar contemplando esa posibilidad justo en aquel momento. Entonces, como para contradecir su orden, la acechó hasta cernirse amenazadoramente sobre ella. Su mandíbula todavía contraída, y sus ojos entrecerrados mientras la miraba fijamente. Él recorrió con la punta de sus dedos desde su frente hasta el final de su nariz. —Tú no haces las reglas aquí, muchacha. Yo las hago. Sería de mucho provecho para ti recordar eso. Tragó saliva, de repente muy abrumada por su enorme tamaño. —Me esforzaré por recordarlo. El Laird hizo un gesto breve de asentimiento, luego se volvió sobre sus talones y salió de la habitación, cerrando la puerta de un golpe. Mairin se dejó caer sobre el jergón y suspiró con disgusto. Aquello no estaba yendo de la forma que pretendía. Se suponía que debía estar ahora bien lejos de las tierras McCabe, o al menos en la frontera. Su plan había sido aventurarse hacia el norte, ya que no había nada para ella hacia el sur. Ahora estaba atrapada en un torreón con un autoritario Laird que pensaba que podría ordenarle que confiara en él, tan fácilmente como se lo ordenaba a sus soldados. Descubriría al día siguiente que ella no era tan fácil de doblegar como otras personas eran.


Capítulo 8 —¡Laird! Laird! Ewan frunció el ceño y levantó la vista de la mesa para ver a Maddie McCabe precipitándose dentro de la habitación, su rostro enrojecido por el esfuerzo. —¿Qué pasa, Maddie? Estoy en reunión con mis hombres. Maddie hizo caso omiso de la amonestación y se detuvo sólo a unos pies de distancia. Estaba muy agitada, y se retorcía las manos. —Con su permiso, Laird, hay algo que debo decirle—. Miró subrepticiamente alrededor y luego le confió en un susurro—. En privado. ¡Es muy importante! Un dolor comenzó en las sienes de Ewan. Hasta ahora, la mañana había estado llena de dramatismo. La noche anterior también, al recordar su encuentro con Mairin. La muchacha no se había presentado hasta el momento, y estaba seguro de que estaba siendo deliberadamente difícil. Tan pronto como terminara con Alaric y Caelen, tenía previsto enfrentarse a ella y decirle que su tiempo había terminado. Ewan levantó la mano y le indicó a sus hombres que salieran. Miró fijamente a sus dos hermanos y asintió con la cabeza para que se quedaran. Cualquier cosa que Maddie tuviera que decir podría ser dicha delante de ellos. Tan pronto como el resto de sus soldados desfilaron fuera del salón, volvió su atención a Maddie. —Ahora, ¿qué es tan importante para que interrumpieras una reunión con mi gente? —¡Es la chica! —empezó a decir, y Ewan gimió. —¿Y ahora qué? ¿Se ha negado a comer? ¿Amenazó con lanzarse por la ventana? ¿O tal vez ha desaparecido? Maddie le envió una mirada perpleja. —Por supuesto que no, Laird. Está arriba en su recámara. Le llevé su comida de la mañana yo misma. —Entonces, ¿qué pasa con ella? —gruñó. Maddie dejó salir el aliento, como si hubiera corrido por todo el camino. —¿Puedo sentarme, Laird? Porque en verdad, este no es un cuento breve el que le relataré. Caelen rodó los ojos mientras Alaric parecía aburrido. Ewan hizo un gesto para que se sentara. Ella se instaló y cerró las manos en puños, justo antes de colocarlos sobre la mesa.


—La muchacha es Mairin Stuart. Dejó caer el anuncio como si esperara que Ewan reaccionara de algún modo. —Sé que el nombre de la chica es Mairin. No conocía su apellido, pero es uno bastante común en las tierras altas. La cuestión es ¿cómo obtuviste esta información? Ella se negó a decirle a nadie quién es. Si a Crispen no se le hubiera escapado, yo mismo no lo habría sabido. —No, ella no me lo dijo. Yo lo sabía, ¿usted ve? —No, no veo. Quizá sea mejor si me lo cuentas, —dijo Ewan pacientemente. —Cuando fui a llevarle su comida, entré mientras se vestía. Me sentí bastante incómoda, y me disculpé por supuesto, pero antes de que pudiera cubrirse, vi la marca. La voz de Maddie se alzó de nuevo y se inclinó hacia delante, con los ojos brillantes de emoción. Ewan la miró expectante a la espera de que continuara. Señor, pero la mujer amaba una buena historia. Sus hermanos se echaron hacia atrás, resignados al colorido relato de Maddie. —La muchacha es Mairin Stuart, —dijo de nuevo—. Lleva el escudo real de Alexander. Vi la marca en su pierna. Ella es la heredera de Neamh Álainn. Ewan negó con la cabeza. —Esas son un montón de tonterías, Maddie. No es nada más que una leyenda recitada por las lenguas de los bardos. —¿Qué leyenda? —le preguntó Alaric mientras se inclinaba hacia adelante en la silla. —No he oído hablar de tal leyenda. —Eso es porque nunca escuchas a los bardos —dijo Caelen secamente—. Estás demasiado ocupado durante la época festiva tratando de meterte bajo las faldas de alguna moza. —¿Y tú escuchas a esos poetas y cantantes? —Alaric se burló. Caelen se encogió de hombros. —Es una buena manera de mantenerse al tanto de los chismes actuales. Los ojos de Maddie brillaron cuando giró su atención hacia Alaric. —La historia cuenta que el rey Alexander tuvo un hijo después de su matrimonio con Sybilla, una niña. Y que a su nacimiento, él puso su escudo real tatuado en su muslo, así su identidad nunca podría ser cuestionada. Más tarde le legó Neamh Álainn al hijo primogénito de ella. —Se inclinó hacia delante y susurró, —se dice que lo hizo para que estuviera segura de conseguir un buen


matrimonio ya que era una hija bastarda y además su madre también era ilegítima. Alaric resopló. —Es un hecho bien conocido que Alexander nunca engendró ninguna hija. Él no tuvo hijos legítimos y bastardos sólo uno, Malcolm. —Él engendró una hija. Una hija llamada Mairin Stuart. Y ella está sólo a unos escalones, arriba en su recámara, —insistió Maddie—. Le estoy diciendo que vi la marca. No me equivoco en esto. Ewan permaneció en silencio mientras reflexionaba sobre las observaciones de Maddie y las de sus hermanos. Él no estaba del todo convencido de que creyera en ninguna de esas tonterías, pero ciertamente eso explicaría por qué Duncan Cameron estaba tan decidido a casarse con la muchacha, y también explicaría por qué ella estaba desesperada por escapar. —¿Por qué no sólo reconocer a la chica? —Alaric argumentó—. Un bastardo del rey no tendría ningún problema para conseguir una unión sólida. Cualquier número de hombres se alinearían, si no por otra razón para buscar el favor de la corona. —Él no quería que nadie lo supiera, —Maddie dijo—. Puedo recordar que hace unos años atrás oí los rumores que circulaban. Alexander esperó unos cinco años antes de hacer su legado a la muchacha. Él valoraba su matrimonio con Sybilla, y Malcolm nació antes de su matrimonio. No se sabe cómo él explicó el legado, pero poco después de su muerte, los rumores comenzaron a correr acerca de la existencia de la muchacha. —Con Malcolm aún encarcelado, la aparición de otro descendiente de Alexander podría maniobrar el apoyo a los seguidores de Malcolm, —Ewan dijo, pensativo—. Podría ser, de hecho, la gran razón de la determinación de Cameron de casarse con ella. Hacerse cargo de su herencia le daría más poder del que en la actualidad ejerce. Mucho más poder. Escocia podría estar en guerra otra vez, y David se enfrentaría a una nueva amenaza. Al Alexander haber engendrado no uno, sino dos posibles contendientes al trono, la posición de David estaría debilitada. Él no puede permitirse otra larga guerra que sólo dividiría a Escocia una vez más. —Un bastardo no pueden heredar, —le recordó Caelen—. Eso nunca sería aceptado. —Piensa, Caelen. Si Duncan Cameron tuviera el control de Neamh Álainn, sería imparable. No importarían las circunstancias de los nacimientos de los niños de Alexander. Con esa clase de riqueza y poder, si Cameron optara por aliarse con Malcolm, cualquiera podría tomar el poder. —¿Estás diciendo que crees esa basura? —Alaric le preguntó con asombro.


—No estoy diciendo nada. Aún, —dijo Ewan con calma. —¿No ve usted, Laird? —Maddie estallaba con burbujeante emoción en su voz—. Ella es la respuesta a nuestras oraciones. Si usted se casa con la muchacha, entonces su descendiente heredaría Neamh Álainn. Se dice que aportará una rica dote a su matrimonio además del legado de las tierras para su primogénito. —¿Casarme con ella? —La pregunta fue casi gritada por los tres hermanos. Ewan se quedó boquiabierto, mientras contemplaba a Maddie con asombro. Maddie asintió enfáticamente. —Usted tiene que admitir, que es un buen plan. Si usted se casa con ella, Duncan Cameron no podrá hacerlo. —Eso es cierto, —señaló Caelen. Alaric se dio la vuelta hacia Caelen, su expresión interrogante. —¿Ahora apoyas esta locura? Ewan alzó la mano para silenciarlos. La palpitación en su cabeza había aumentado a un dolor en toda regla. Le dirigió una mirada a Maddie, que había estado absorta escuchándolo todo. —Puedes irte ahora, Maddie. Yo realmente espero que todo lo que se ha dicho aquí permanezca en estricta confidencialidad. Si el chisme empieza a rodar por el torreón, sabré quién lo originó. Ésta se levantó e hizo una reverencia. —Por supuesto, Laird. Ella se alejó rápidamente dando la espalda a Ewan y sus hermanos. —Dime que no estás considerando esta locura —Alaric cortó antes de que Ewan pudiera decir una palabra. —¿Qué locura crees que estoy considerando? —Le preguntó con suavidad. —El matrimonio. Y que crees que la muchacha es la hija bastarda de Alexander, lo que la hace sobrina de nuestro actual rey. Sin mencionar que es medio hermana del hombre que pasó diez años tratando de usurpar el trono de David. Y lo haría de nuevo, si se le diera la menor oportunidad. —Lo que creo es que la chica y yo necesitamos tener una larga conversación. Tengo la intención de ver esa marca por mí mismo. Dada la relación entre nuestro padre y Alexander, he visto su sello real en más de una ocasión. Sabré si la marca en su muslo es verdadera. Caelen resopló. —¿Y te crees que ella va a levantar sus faldas para que puedas ver esa marca? Es más probable que te patee tus testículos por tal ofensa.


—Puedo ser persuasivo cuando la situación lo requiere, —contestó arrastrando las palabras. —Me encantaría verlo, —dijo Alaric. Ewan alzó las cejas. —No verás nada por el estilo. Si te pillo siquiera escrutando como si quisieras echar un vistazo bajo las faldas de Mairin Stuart, te fijaré a la pared con mi espada. Alaric levantó las manos en defensa. —Olvida que dije algo. Estás terriblemente susceptible por una muchacha que afirmas que te molesta infinitamente. —Si la chica es quien Maddie dice que es, mi objetivo es casarme con ella, —dijo Ewan con gravedad—. Nuestro clan necesita el oro que su dote proveería. Simultáneamente, sus hermanos quedaron boquiabiertos. Caelen maldijo en voz alta y Alaric negó con la cabeza y miró hacia el cielo. —Piensa en lo que estás diciendo, —respondió Caelen. —Creo que soy el único que está pensando, —repuso—. Si es verdad que su primogénito hereda Neamh Álainn, piensen lo que esto significaría para nuestro clan. Nosotros controlaríamos las tierras más selectas de toda Escocia. Ya no tendríamos que sentarnos aquí soñando con el día en que tomaremos nuestra venganza contra Duncan Cameron. Lo diezmaríamos a él y a su reputación. Él sería borrado de la historia. Nuestro nombre sería vengado. El clan McCabe sería sólo superado por el rey. Nadie, y quiero decir nadie, tendría alguna vez el poder de destruirnos como Duncan Cameron casi logró hace ocho años. Su puño golpeó la mesa, y su cuerpo entero tembló de rabia. —Hice una promesa sobre la tumba de nuestro padre, que yo no descansaría hasta que nuestro clan fuera restaurado a su gloria y que haría a Duncan Cameron pagar por sus crímenes contra nosotros. El rostro de Caelen se volvió frío, y Ewan pudo ver el destello de dolor encenderse en los ojos de sus hermanos. Pero él asintió con la cabeza, sus labios apretándose en una fina línea. —En eso estamos de acuerdo. —Neamh Álainn se encuentra al norte, con sólo McDonald entre nosotros. Si formamos una fuerte alianza con él, controlaríamos una vasta porción de esta región. La emoción se agitaba en las venas de Ewan mientras los proyectos de los últimos ocho años cobraban vida en su mente. Finalmente veía una manera de cumplir con el juramento hecho a su familia.


—La chica es valiente y ferozmente protectora con Crispen. Sería una excelente madre, además del resto de los hijos que me daría. A cambio, yo le otorgaría mi protección, y así nunca tendría que preocuparse por Cameron Duncan de nuevo. —No es a nosotros a quien tienes que convencer, —Alaric dijo torciendo sus labios—. ¡Es a la chica a quien tienes que persuadir! Caelen y yo estamos de tu lado eternamente. Tú bien lo sabes. Mi lealtad está contigo. Siempre. Y se extiende a la mujer con la que te cases, no importa quién sea. Es una chica muy valiente. Pude verlo por mí mismo. Y si encima trae una dote como Neamh Álainn, entonces no veo ningún inconveniente en que te cases con ella. Caelen asintió, pero no dijo nada acerca de Mairin. Ewan no esperaba que lo hiciera. Estaría muy sorprendido si alguna vez su hermano se permitiera a sí mismo confiar en otra mujer. Si alguna vez quisiera engendrar hijos, sentiría lástima por la mujer con quien se casara. Una vez, se había entregado sin reservas. La locura de la juventud. Él había jurado no volver a hacerlo de nuevo. Ewan apoyó las manos sobre la mesa y se impulsó sobre sus pies. —Parece que tengo mucho que discutir con Mairin Stuart. Alaric, quiero que envíes una escolta para el padre McElroy. Él está arriba con los McDonald, administrando la extremaunción a uno de sus enfermos. Lo necesitaré aquí para realizar la boda. Si la muchacha es quien Maddie dice, no lo quiero retrasar. Nos casaremos inmediatamente.


Capítulo 9 Ewan se detuvo fuera de la recámara de Mairin y sonrió ante la proximidad de sus propios aposentos privados. Probablemente no estaría complacida si supiera lo cerca que la había colocado. Llamó por cortesía, pero no esperó su respuesta antes de abrir la puerta y entrar en la habitación. Mairin se giró de su posición en la ventana, con el cabello suelto volando sobre sus hombros. Las pieles habían sido tiradas a un lado para permitir que el brillo del sol entrara, y proyectaba un encantador retrato con la luz reflejando el matiz brillante de sus ojos. Sí, en efecto era una chica hermosa, y él no tendría ninguna dificultad para casarse y tener un hijo con ella. De hecho, ahora que había decidido su curso de acción, esperaba con ilusión la perspectiva de tenerla en su cama. Parecía indignada por su intrusión, pero antes de que pudiera lanzarle la reprimenda que estaba seguro era inminente, él levantó una mano. La muchacha no tenía ningún respeto por su autoridad sobre ella, pero eso era un asunto que cambiaría rápidamente. Cuando fuera su esposa, se deleitaría en su asesoramiento de su deber para con él y, lo más importante, su obligación de obedecerlo sin cuestionarle. —¿Me dirás ahora lo que quiero saber? —le preguntó. Para ser justos, — y él era un hombre justo— quería darle la oportunidad de confiarle la identidad de su parentesco antes que le diera a conocer su propio conocimiento. Ella alzó la barbilla mostrando su desafío como ya se lo esperaba y negó con la cabeza. —No. No lo haré. No puede ordenarme que confíe en usted. Es lo más ridículo que jamás haya oído. Sintió que se estaba calentando para ensartarse en una completa diatriba, así que hizo lo único que sabía que la haría callar. Rápidamente cerró la distancia entre ellos, curvó sus manos alrededor de la parte superior de sus brazos y la atrajo hacia él. Sus labios encontraron los de ella en una ráfaga caliente, el jadeo de indignación quedó ahogado por su boca. Se puso rígida contra él, sus manos empujaban entre ellos en un intento de alejarlo. Pasó la lengua sobre sus labios, saboreando su dulzura, exigiendo la entrada a su boca. Su segundo jadeo salió más como un suspiro. Sus labios se separaron y ella se fundió en su pecho como miel caliente. Era suave por todas partes, y encajaba en él como su espada encajaba en su mano. Perfectamente. Empujó hacia el interior, deslizando su lengua por la de ella. Se puso rígida de nuevo, y sus dedos se apretaron en su pecho como dagas diminutas.


Él cerró los ojos y se los imaginó cavando en su espalda mientras empujaba entre sus muslos. Señor, pero que dulce era. No, acostarse con ella no sería un sacrificio en absoluto. La imagen de verla hinchada con su niño destelló a través de su mente, y se encontró muy complacido con la misma. Muy complacido en efecto. Cuando por fin se apartó, sus ojos estaban vidriosos, sus labios deliciosamente hinchados, y se balanceaba como un árbol joven en el viento. Parpadeó varias veces y luego frunció el ceño enérgicamente. —¿Por qué hizo eso? —Era el único modo de hacerte callar. Ella se erizó con indignación. —¿Hacerme callar? ¿Usted se tomó libertades con mis... mis... mis labios con el fin de silenciarme? Eso fue muy impertinente de su parte, Laird. No permitiré que lo haga otra vez. Él sonrió y cruzó los brazos sobre su pecho. —Sí, lo harás. Su boca se abrió de asombro y luego boqueó como si tuviera dificultades para hablar. —Le aseguro que no lo haré. —Te aseguro que no tengo duda de ello. Ella golpeó el suelo con el pie, y él ahogó su risa ante la furia en sus ojos. —¡Se ha vuelto loco! ¿Es una trampa? ¿Un intento de seducirme para que le diga quién soy? —No, en absoluto, Mairin Stuart. Retrocedió en estado de shock. Si tenía alguna duda acerca de la validez de las afirmaciones de Maddie, ya no las tenía ahora. La reacción de Mairin fue demasiado genuina. Estaba completamente horrorizada de que supiera la verdad. Rápidamente se dio cuenta que se había delatado a sí misma al no intentar negarlo. Las lágrimas brotaron de sus ojos y se dio la vuelta, dirigiendo el puño hacia su boca. Una sensación incómoda se anudó en su pecho. La visión de su angustia lo perturbaba. La muchacha había sufrido bastante, y ahora parecía como si estuviera totalmente derrotada. La luz había desaparecido de sus ojos en el momento en que él había pronunciado su nombre. —Mairin, —comenzó y suavemente le tocó el hombro. Ella se estremeció bajo su tacto, entonces se dio cuenta de que temblaba con silenciosos sollozos—. Muchacha, no llores. Esto no es tan malo como crees.


—¿No? —dijo sorbiéndose la nariz y alejándose de su mano, se acercó a la ventana de nuevo. Inclinó la cabeza y su cabello cayó sobre su rostro, ocultándolo de su vista. Él no era nada bueno con las lágrimas. Ellas lo desconcertaban. Se sentía mucho más cómodo cuando incitaba su ira. Así que hizo lo único que sabía que la enfurecería. Le ordenó que dejara de llorar. Como había predicho, se volvió hacia él, bufando como un gato arrinconado. —Lloraré si quiero. ¡Usted dejará de darme órdenes! Él arqueó una ceja. —¿Te atreves a desafiar mis órdenes? Se sonrojó, pero al menos había dejado de llorar. —Ahora háblame de esa marca en tu muslo. El escudo de tu padre. Me gustaría verlo. Ella enrojeció y retrocedió un paso hasta que su espalda golpeó la saliente de la ventana. —¡No voy a hacer algo tan indecente como mostrarle mi pierna! —Cuando estemos casados, veré más que eso, —dijo suavemente. —¿Casados? ¿Casados? No voy a casarme con usted, Laird. No voy a casarme con nadie. Al menos, no todavía. Eso era algo que aún intrigaba a Ewan. Claramente la muchacha no había descartado totalmente la noción del matrimonio, y parecía suficientemente sensata, por lo que tenía que darse cuenta de la importancia de casarse. Difícilmente podría engendrar el heredero de Neamh Álainn si nunca se casaba. Se sentó en la cama y estiró las piernas. Esto podría tardar un rato, por lo que sería mejor ponerse cómodo. —Dime por qué todavía no. Sin duda has pensado en el matrimonio. —Sí, he pensado en ello. No he pensado más que en eso en los últimos años, —dijo abruptamente—. ¿Tiene alguna idea de cómo los últimos diez años han sido para mí? Vivir con miedo, teniendo que esconderme de los hombres que me forzarían, a fin de obtenerme en matrimonio. Hombres que plantarían su semilla en mi vientre y me desecharían al momento en que diera a luz. »Yo no era más que una niña cuando me vi obligada a esconderme. Una niña. Necesité tiempo para formular un plan. La madre Serenity me sugirió encontrar a un hombre, un guerrero, con la fuerza para proteger mi herencia, pero también un hombre de honor. Alguien que me tratara bien, —susurró—. Un hombre que apreciaría el regalo que yo traería a nuestro matrimonio. Y a mí. Se sintió golpeado por la vulnerabilidad en su voz. Los sueños de una joven mujer sonaban intensos en la historia que hilaba. No eran factibles, pero


cuando la miró, comprendió que había estado desesperada y asustada, y se aferraba a la esperanza de encontrar a ese hombre entre todos ellos, que sólo querrían hacer justamente como dijo. Casarse con ella, fecundarla, y descartarla cuando ya no sirviera a su propósito. Él suspiró. Quería ser amada y apreciada. No podía ofrecerle esas cosas, pero sí podía ofrecerle su protección y su respeto. Era mucho más de lo que Duncan Cameron le daría. —Nunca te haré daño, muchacha. Tendrás el debido respeto como esposa del Laird del clan McCabe. Te protegeré y a cualquier niño que engendremos. Querías un hombre que tuviera la fuerza para defender tu herencia. Yo soy ese hombre. Ella volvió sus ojos heridos hacia él, escepticismo brillando en su mirada. —No lo tome como un insulto, Laird, pero su fortaleza se está derrumbando alrededor de sus orejas. Si no puede defender su propiedad, ¿cómo espera poder defender una heredad como Neamh Álainn? Se puso rígido ante el insulto, intencionado o no. —No puede enojarse por este tipo de observaciones, —se apresuró a decir—. Es mi derecho cuestionar las calificaciones del hombre con quien me casaré y en manos de quién pondré mi vida. —He pasado los últimos ocho años fortaleciendo mis huestes. No existe un ejército más grande, y mejor entrenado en toda Escocia. —Si eso es correcto, ¿por qué entonces el torreón parece como si hubiera sufrido daños de consecuencias catastróficas durante una batalla? —Lo hizo, —dijo sin rodeos—. Hace ocho años. Desde entonces, mi atención se ha centrado en mantener a mi clan alimentado y a mis hombres entrenados. Las reparaciones en el torreón han sido una prioridad mucho menor. —Yo no habría querido casarme con nadie todavía, —dijo con una voz triste. —Sí, puedo entender eso. Pero parece que ya no tienes otra opción. Has sido descubierta, muchacha. Si piensas que Duncan Cameron se dará por vencido cuando una heredad como Neamh Álainn está en juego, eres tonta. —No hay necesidad de ser insultante, —expresó bruscamente—. No soy tonta. Se encogió de hombros, cada vez más impaciente por la dirección que tomaba la conversación. —A mi modo de ver, tienes dos opciones. Duncan Cameron. O yo. Ella palideció y se retorció las manos con agitación.


—Tal vez deberías pensarlo un poco. El sacerdote debería llegar dentro de dos días. Voy a esperar una respuesta hasta entonces. Ignorando la mirada aturdida en sus ojos, dio media vuelta y se encaminó a la salida de la recámara. Se detuvo en la puerta y se volvió a mirarla fijamente. —No pienses en tratar de escapar de nuevo. Te darás cuenta de que no tengo paciencia para perseguir muchachas desobedientes por todas mis tierras.


Capítulo 10 Casarse con el Laird. Mairin se paseaba por el interior de la recámara hasta que pensó que podría volverse loca. Se detuvo junto a la ventana y miró hacia fuera, inhalando el suave aire primaveral. Era una cálida tarde con apenas una suave brisa fría. Tomando una decisión, recogió su chal y salió a prisa de la habitación. Tan pronto como salió del torreón uno de los guerreros McCabe se puso a caminar a su lado. Echó una ojeada cautelosa hacia él y recordó que era uno de los hombres que habían estado con Alaric el día en que la habían encontrado a ella y a Crispen. Escudriñó en su memoria por su nombre, pero todo el incidente había sido una gran bruma. Sonrió, pensando que sólo quería ofrecerle su saludo, pero él continuó caminando a su lado cuando dobló la esquina de la fortaleza y siguió en dirección de la brecha de la colina. Antes de que pudiera levantar el dobladillo de su vestido y pasar por encima de la superficie de la roca desmoronada, el soldado galantemente le tomó la mano y la ayudó a subir. Se detuvo y casi chocó con ella, de tan cerca que la seguía. Se dio la vuelta y echó al cuello atrás para poder mirarlo a los ojos. —¿Por qué me estás siguiendo? —Órdenes del Laird, mi señora. Es peligroso para usted caminar alrededor del torreón sin escolta. Yo soy el encargado de su protección cuando el propio Laird no esté con usted. Ella resopló y puso una mano en su cadera. —Él teme que me escape otra vez y te ha dado la tarea de que te asegures de que eso no pase. El soldado no hizo más que parpadear. —No tengo ninguna intención de abandonar la fortaleza. El Laird me ha informado de las consecuencias de tal acción. Voy simplemente a dar un paseo y tomar un poco de aire fresco, por lo que no hay razón para que tengas que abandonar tus otros deberes para acompañarme. —Mi único deber es su seguridad, —dijo solemnemente. Dio un suspiro de contrariedad. Estaba segura de que los hombres del Laird eran tan cabezotas y obstinados como él. Probablemente era un requisito. —Muy bien. ¿Cómo te llamas? —Gannon, mi señora. —Dime, Gannon, ¿eres mi guardia permanente?


—Comparto el deber con Cormac y Diormid. Junto a sus hermanos, somos los hombres del Laird con más alto rango. Ella se abrió paso entre las piedras que sobresalían desde el suelo mientras hizo su camino por la ladera hacia donde pastaban las ovejas. —No puedo imaginar que este sea un deber que alguno de ustedes daría la bienvenida, —dijo con ironía. —Es un honor, —dijo Gannon gravemente—. La confianza del Laird es grande. Él no confiaría la seguridad de la señora del torreón a cualquiera de sus soldados. Se detuvo y se dio la vuelta, manteniendo sus labios apretados para impedir que un grito se le escapara. —¡No soy la señora de este castillo! —Lo será dentro de dos días, tan pronto llegue el sacerdote. Cerró los ojos y negó con la cabeza. Nunca había sido bebedora de licores, pero en estos momentos una bañera entera de cerveza sería bienvenida. —El Laird le hace un gran honor, —Gannon dijo, como si percibiera su inquietud. —Pienso que es al revés, — murmuró. —¡Mairin! ¡Mairin! Se volvió para ver a Crispen corriendo por la colina tan rápido como sus piernas se lo permitían. Gritó su nombre durante todo el camino y casi la tiró a sus pies cuando se estrelló contra ella. Sólo la mano firme Gannon impidió su caída. —Cuidado, muchacho —dijo Gannon con una sonrisa—. Golpearás a la chica de nuevo si no pones atención. —¿Mairin, es cierto? ¿Es verdad? Crispen se contoneaba sin parar, de la emoción. Sus ojos brillaban como estrellas gemelas y se aferró a sus brazos, mientras alternativamente la abrazaba y la aplastaba. Ella agarró sus hombros y con cuidado lo apartó de sí. —¿Es cierto, qué Crispen? —¿Vas a casarte con papá? ¿Serás mi madre? La ira descendió a una velocidad impresionante. ¿Cómo pudo? ¿Cómo pudo el Laird hacerle esto a Crispen? Se le rompería el corazón si ella se negara. La manipulación del hombre la sorprendió. Lo había considerado más honorable de lo que era. Arrogante, sí. Incluso determinado y centrado. Pero no había imaginado, que él actuaría de manera tan deshonesta agitando las emociones de su joven hijo. Furiosa, se volvió hacia Gannon. —Llévame con el Laird.


—Pero mi señora, está con los hombres. Él nunca quiere ser molestado durante el entrenamiento, a menos que sea una cuestión de gran urgencia. Ella avanzó hacia él, clavándole un dedo en su pecho. Acentuó sus palabras empujándolo. Viéndose obligado a dar un paso hacia atrás, su mirada cautelosa. —Tú me llevarás inmediatamente o pondré a todo el torreón de cabeza hasta encontrarlo. Créeme cuando te digo, que este es un asunto de vida o muerte. ¡Su vida o su muerte! Cuando vio la negación determinada en los ojos de Gannon, levantó las manos y dejó escapar un gran suspiro de exasperación y volvió la cabeza mirando hacia abajo de la colina. Encontraría al Laird por sí misma. Si él estaba entrenando con sus hombres, significaba que estaba en el patio, donde tal capacitación se llevaba a cabo. Recordando a Crispen, y ya que no tenía ningún deseo de que él escuchara lo que tenía que decirle al Laird, se volvió y señaló con el dedo bruscamente a Gannon. —Tú te quedas cuidando a Crispen aquí. ¿Me oyes? Boquiabierto por su orden, él miró alternativamente a ella y a Crispen como si no supiera qué hacer. Por último, se agachó y le dijo algo al muchacho, a continuación, lo empujó en la dirección del pastor. Mairin se volvió y pisoteando, bajó por la colina, más enojada a cada paso. Estuvo a punto de tropezar con una piedra y caer de bruces, pero Gannon la cogió por el codo. —Cálmese, mi señora. Se va a lastimar sí misma. —No a mí misma, —murmuró—. A tu Laird, más probablemente. —¿Perdón? Lo siento. No le oí. Ella le enseñó los dientes y se apartó de su agarre. Se abrió camino en la esquina del torreón y entró al patio. El pesado sonido metálico de las espadas mezclado con juramentos, y el olor a sangre y sudor se elevaba fuertemente en sus orejas y nariz. Contempló a la masa de hombres en entrenamiento, hasta que finalmente encontró la fuente de su furia. Antes de que Gannon pudiera detenerla, se metió en la refriega, su mirada centrada exclusivamente en el Laird. A su alrededor, los gritos se alzaron. Pensó que un hombre se había caído al ella pasar, pero no podía estar segura porque no se detuvo en su búsqueda. Allí, a mitad de camino, el Laird detuvo su actividad y se volvió para mirar. Cuando la vio, su frente se arrugó y frunció el ceño. No era sólo su


espectáculo habitual de disgusto. Estaba furioso. Bien, eso estaba bien, porque ella también lo estaba. Sólo cuando se detuvo apenas a un pie en frente de él, Gannon la alcanzó. Estaba sin aliento y mirando al Laird como si temiera por su vida. —Perdóneme, señor. No pude detenerla. Estaba decidida a… La mirada enojada encontró a Gannon, mientras arqueaba una ceja con incredulidad descarada. —¿No pudiste detener a una chiquilla de correr a través del patio donde cualquiera de mis hombres podría haberla matado? Mairin resopló con incredulidad, pero cuando se volvió para poder estudiar a los hombres, que ahora estaban todos de pie en silencio, tragó. Cada uno llevaba un arma, y si se hubiera parado a pensar en ello entonces, se habría dado cuenta de que rodear el perímetro habría sido una idea mucho mejor. Todos estaban frunciéndole el ceño, demostrando su teoría de que el Laird exigía hosquedad y cabezonería de sus hombres. Decidida a no mostrar ningún remordimiento por su error, se volvió hacia él y lo inmovilizó con toda la fuerza de su mirada. Podría estar enojado, pero ella lo estaba mucho más. —No le he dado una respuesta, Laird, —casi gritó—. ¿Cómo ha podido? ¿Cómo ha podido hacer algo tan... tan... solapado y deshonroso? El ceño fruncido en su rostro se transformó en una expresión de asombro total. La miró boquiabierto, con tal incredulidad que se preguntó si tal vez había entendido mal. Así que se apresuró a informarlo, de por qué precisamente estaba tan furiosa. —Usted le dijo a su hijo que iba a ser su madre—. Se acercó a él clavándole un dedo en el pecho—. Me dio dos días. Hasta que el cura llegara. Dos días para tomar mi decisión, y sin embargo, le informa a todo el torreón que seré su nueva señora. —Para entonces, ya le pegaba sólidamente con la mano. El Laird miró hacia abajo a sus dedos, como si fuera a espantar un insecto molesto. Luego se volvió hacia ella, con ojos tan helados que la hizo estremecer. —¿Ya terminaste? —exigió. Dio un paso atrás, la prisa inicial de su furia disminuyendo. Ahora que había descargado su rabia, la realidad de lo que había hecho la golpeaba en la cara. Avanzó, sin darle oportunidad de poner ninguna distancia entre ellos. —Jamás, jamás pongas en duda mi honor. Si fueras un hombre, ya estarías muerta. Y así será, si alguna vez vuelves a hablarme como lo has hecho justo ahora, te puedo garantizar que no te gustarán las consecuencias. Estás en


mis tierras, y mi palabra es la ley aquí. Estás bajo mi protección. Y me obedecerás, sin lugar a dudas. —Ni en sueños, —murmuró. —¿Qué? ¿Qué dijiste? —rugió la pregunta. Lo miró serenamente, con una suave sonrisa en su rostro. —Nada, Laird. Nada en absoluto. Su mirada se estrechó y ella podía verlo crispando sus manos otra vez, como si no quisiera nada más que estrangularla. Empezaba a pensar que era una enfermedad suya. ¿Él iba por ahí queriendo ahogar la vida de todo el mundo o ella era especial en ese aspecto? —Tengo miedo de que esta clase de impulsos sean totalmente inherentes a ti, —ladró el Laird. Refrenó su boca y cerró los ojos. La madre Serenity le había asegurado que un día Mairin se arrepentiría de su propensión a dejar escapar sus más mínimos pensamientos. Hoy podría ser justo ese día. Para entonces, los ceños de sus hombres habían sido reemplazados con abiertas miradas de diversión. Ella no apreciaba ser la fuente de ese regocijo, por lo que les devolvió una mueca de su propio arsenal. Esto sólo sirvió para hacerles moverse más nerviosamente mientras combatían su júbilo. —Diré esto, una vez más, —dijo el Laird con voz amenazadora—. No he hablado de nuestro futuro matrimonio con nadie, salvo con los hombres que he enviado para escoltar al padre McElroy de vuelta a mis tierras y a aquellos a los que le encargué tu protección. Tenía que darle al sacerdote una razón para hacerlo venir aquí con tanta prisa. Tú, sin embargo, ahora has transmitido nuestras inminentes nupcias a mi clan. Miró con inquietud a su alrededor para ver que una gran multitud se había congregado. Ellos se les quedaron mirando tanto a ella como a su señor con interés poco disimulado. De hecho, estaban pendientes de cada palabra. Contrajo los labios en un arco y lo miró fijamente, vio que todavía estaba erizado de indignación. —Entonces, ¿cómo lo sabe su hijo? ¿Y por qué tengo un acompañante que me informa que su deber es velar por la seguridad de la señora del torreón? —¿Me estás acusando de no hablar con la verdad? Su voz era sepulcralmente tranquila, tan baja que apenas pudo oírle, pero el tono envió una oleada de miedo directamente a los dedos de sus pies.


—No, —dijo ella apresuradamente—. Simplemente me gustaría saber cómo tantas personas saben acerca del matrimonio, que puede o no ocurrir si usted no le ha dicho a nadie. Sus ojos se estrecharon. —En primer lugar, el matrimonio se llevará a cabo. Tan pronto como hayas recobrado tus sentidos y te des cuenta de que esta es la única opción sensata que te queda. Cuando iba a abrir la boca para refutar su afirmación, él la sorprendió presionando la mano sobre su boca. —Estarás en silencio y me permitirás terminar. Aunque tengo dudas de que alguna vez hayas sido capaz de mantenerte callada durante más de un momento en tu vida entera, —se quejó. Ella resopló pero su mano se tensó sobre su boca. —Sólo puedo asumir que mi hijo me escuchó por casualidad, hablando con mis hombres de nuestro matrimonio. Si le hubieras advertido de contener su lengua, él no lo hubiera repetido más allá de su pregunta. Pero ahora, que has anunciado nuestra boda a todo el clan. Algunos incluso podrían considerarlo como una propuesta. En cuyo caso, acepto. Terminó con una sonrisa y luego dio un paso atrás, liberando su boca. —¿Por qué... usted..., —balbuceó. Boqueó, pero nada salió. Una aclamación se elevó de la multitud congregada. —¡Una boda! Felicitaciones fueron vociferadas. Dulces deseos se elevaron. Los hombres golpeaban la parte de atrás de sus escudos con las empuñaduras de sus espadas. Mairin hizo una mueca por el nivel de ruido y se quedó mirando al Laird, sin poder hacer nada. Él le devolvió la mirada, con los brazos cruzados sobre el pecho, una sonrisa de satisfacción tallando su demasiado hermoso rostro. —¡Yo no le pedí que se casara conmigo! Él estaba impávido por su vehemencia. —Es la costumbre sellar los esponsales con un beso. Antes de que pudiera decirle lo que pensaba de esa tonta idea, la arrastró contra él. Se golpeó contra su pecho y hubiera rebotado, si él no la hubiera sostenido firmemente en su lugar. —Abre la boca, —exigió con una voz ronca que sonaba extrañamente sensible dado su grado de enojo. Sus labios se separaron y él deslizó su lengua sensualmente sobre la de ella. Sus sentidos se dispersaron en el viento. Durante un momento se olvidó de


todo, excepto del hecho de que él la estaba besando y tenía su lengua dentro de su boca. Otra vez. Y había anunciado a su clan que se casarían. O lo había hecho ella, tal vez. La comprensión de que, por cuanto más tiempo la besara frente a Dios y todo el mundo, más difícil sería para ella negar su reclamo, le hizo darle un fuerte empujón y casi se cayó sobre su trasero. Para su mortificación, Gannon la cogió y la sostuvo en sus brazos mientras ella se limpiaba la boca con el dorso de su brazo. Oh, pero el Laird la miraba con aire satisfecho ahora. Tenía una sonrisa de complacencia en su rostro mientras la miraba y esperaba. —¿Beso? No le besaré. ¡Quiero golpearlo! Se dio la vuelta y huyó. La risa del Laird la siguió todo el camino. —¡Demasiado tarde, muchacha! Ya te besé.

De vuelta en su recámara, de la cual nunca debería haber salido, Mairin reanudó su paseo delante de la ventana. El hombre era imposible. Podría llevarla a la locura en un solo día. Él era controlador, autoritario. Arrogante. Hermoso. Y besaba como un sueño. Gimió y se golpeó la frente con su mano. Él no besaba como un sueño. Lo hacía todo mal de todos modos. Estaba muy segura de que la madre Serenity nunca le había dicho nada acerca de lenguas al besarse. La abadesa había sido bastante descriptiva en sus conversaciones con Mairin. No quería que llegara ignorante a su lecho matrimonial, y por encima de todas las cosas, algún día tendría que casarse. ¿Pero lenguas? No, la madre Serenity no había dicho nada sobre el asunto de las lenguas. Mairin habría recordado tal cosa, sin duda. Había supuesto que la primera vez que el Laird la había besado había sido una aberración. Un error. Después de todo, su boca estaba abierta. Se dio la casualidad de que la lengua de él podría haber resbalado dentro, ya que también tenía la boca abierta. Frunció el ceño ante la idea. ¿Podría la madre Serenity haberse equivocado? Seguramente no. Estaba bien informada acerca de todas esas cosas. Mairin confiaba en ella implícitamente. ¿Pero la segunda vez? No fue una coincidencia, porque esta vez él le ordenó abrir la boca, y como una tonta, la abrió y le permitió deslizarse dentro de la de ella. Sólo el recuerdo la tenía temblando. Fue...


Fue bochornoso. Eso es lo que fue. Y así se lo diría si alguna vez trataba de hacerlo de nuevo. Sintiéndose un poco mejor ahora que tenía aquel asunto resuelto, giró sus pensamientos a la apremiante cuestión del matrimonio. El suyo. Era cierto que él llenaba una gran parte de los criterios que ella y la madre Serenity habían requerido. Era indudablemente fuerte. Parecía terriblemente posesivo de aquellos a los que consideraba bajo su protección. Muy cierto que tenía un gran ejército. No había más que ver el número de hombres en el patio y lo duro que entrenaban. El matrimonio sería igualmente, si no más que beneficioso para él. Sí, ella tendría su protección, y él tenía el poder para defender una heredad como Neamh Álainn, pero él obtendría la riqueza acumulada y la tierra que sólo rivalizaba con la del rey. ¿Confiaba en él para sostener tal poder? No tenía la intención de impugnar su honor. Había estado enfadada, pero realmente no creía que él fuera un hombre sin honor. Si lo fuera, intentaría mucho más duramente tratar de escapar. No, estaba estudiando seriamente su propuesta. O la propuesta de ella. O quienquiera que la hubiera emitido. No había estado en contacto con muchos hombres en su vida. Sólo a una edad temprana, antes de haber sido tomada a la abadía en medio de la noche y retenida allí durante muchos años. Pero recordaba el miedo y el conocimiento absoluto de que su vida cambiaría enormemente si caía en las manos equivocadas. Ella no sentía ese miedo con Ewan McCabe. Oh, la intimidaba, pero no temía que la maltratara. Ya había tenido suficientes oportunidades —y deseos— de estrangularla, y sin embargo, había sostenido su carácter cada vez. Incluso cuando no estaba convencido de su papel en el rapto y rescate de su hijo, no había hecho un solo movimiento para hacerle daño. Estaba llegando rápidamente a la conclusión de que él era todo bravatas. El pensamiento la hizo sonreír. A los hombres McCabe les gustaba fruncir el ceño. Alaric había permanecido con ella, incluso después de murmurar maldiciones contra ella y todas las mujeres. Caelen... bueno, por ahora tenían un acuerdo mutuo para evitarse el uno al otro. Ahora bien, él la asustaba. A él no lo gustaba ella, y no le importaba si se daba cuenta de eso o no. ¿Estaba loca por considerar el matrimonio con el Laird? Se puso de pie junto a la ventana y vio cómo las sombras oscurecían las colinas que rodeaban el torreón. En la distancia, los perros ladraban mientras traían a las ovejas. La tonalidad púrpura del crepúsculo había caído sobre la


tierra. Bajo el suelo, la clara niebla, se elevaba cubriendo las colinas como una madre arropando a su hijo para la noche. Esta sería su vida. Su marido. Su fortaleza. Su clan. Ya no tendría que temer que en cualquier momento sería encontrada y obligada a casarse con un hombre bruto que se preocupaba nada más que por las riquezas que traerían consigo el nacimiento de un heredero. Tendría una vida, una que ya había perdido la esperanza de tener alguna vez, y tendría una familia. Crispen. El Laird. Sus hermanos. Su clan. Oh, pero el anhelo era feroz en su interior. Volvió sus ojos hacia el cielo y susurró una ferviente oración. —Por favor, Dios. Permite que esta sea la decisión correcta.


Capítulo 11 La muchacha estaba sumergida en una bañera llena de agua, la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados, y una expresión de pura felicidad rodeaba el contorno de su rostro. Ewan la observaba desde la puerta, en silencio para no molestarla. Debería darle a conocer su presencia. Pero no lo hizo. Estaba disfrutando demasiado del espectáculo. Su cabello estaba recogido encima de su cabeza, pero mechones sueltos caían a la deriva por la columna esbelta de su cuello, adhiriéndose a su piel húmeda. Su mirada se desvió a lo largo de las líneas de aquellas hebras. Estaba particularmente fascinado por las que descansaban en las curvas de sus pechos. Tenía unos pechos hermosos. Tan hermosos como el resto de ella. Era toda, suaves curvas y líneas agradables a la vista. Se movió, y por un momento pensó que había sido atrapado, pero ella nunca abrió los ojos. Se arqueó sólo lo suficiente como para que las puntas de sus rosados pezones se levantaran por encima del agua. Su boca se secó. Su polla se puso rígida y se estiró contra sus calzones. Apretó y aflojó sus dedos, perturbado por la feroz reacción que se agitó en su interior. Estaba duro y dolorido. La necesidad crecía intensa dentro de él. No había nada que le impidiera avanzar por la habitación, sacarla de la bañera y llevarla hasta su cama. Ella era suya para tomar. A partir del momento en que había puesto un pie en sus tierras, fue suya. Se casara con él o no. Sin embargo, la parte perversa de su naturaleza quería que viniera a él. Quería que aceptara su destino y se uniera a él por voluntad propia. Sí, la conquista sería mucho más satisfactoria cuando la muchacha estuviera dispuesta. No es que él no pudiera tenerla dispuesta en cuestión de segundos... Un grito asustado resonó a través de la habitación. Él frunció el ceño mientras miraba fijamente sus ojos abiertos. No quería que la muchacha le tuviera miedo. Ella no se quedó asustada por mucho tiempo. Chispeando de indignación, se precipitó sobre sus pies. El agua salpicó sobre un lado de la tina de madera y chorreó por su cuerpo, acentuando cada una de las curvas deliciosas que él acababa de admirar. —¿Cómo se atreve? Se puso de pie, temblando en el agua, sin una pizca de ropa que obstruyera la visión completa de su cuerpo. Ah, ella era una vista encantadora, escupiendo furia, sus pechos empujándose orgullosamente hacia arriba. Rizos


oscuros ubicados en el vértice de sus piernas, cuidando de los dulces misterios que yacían debajo. Y luego, como si se diera cuenta que le había dado mucho más que un vistazo al precipitarse en sus pies, soltó un chillido y retrocedió rápidamente en la bañera. Ambos brazos cubriendo su pecho e inclinada hacia delante, ocultando la mayor cantidad de sí misma como fuera posible. —¡Fuera! —rugió. Él parpadeó con sorpresa y luego sonrió abiertamente su aprecio por su chillido. Ella podría ser una cosita, y parecer engañosamente inofensiva, pero era una fuerza a tener en cuenta. Sólo había que preguntarle a sus hombres, quienes eran todos comprensiblemente cautelosos en torno a su persona. Les daba órdenes a Gannon, Diormid, y Cormac despiadadamente. Al final del día tenía que tratar con una lista de quejas acerca de sus deberes para proteger —y aplacar— a su señora. Cormac creía que ella debería hacerse cargo de la formación de sus tropas. Ewan pensaba que tenía una veta maliciosa y que sólo estaba tomando represalias sobre el hecho de que les había dado la tarea de cuidar de su persona. Mairin no estaba por encima de sus órdenes y los que se tropezaban en su camino tampoco. Y si alguien la cuestionaba, simplemente le daba a cada uno su dulce e inocente sonrisa y les decía que, de acuerdo a su Laird, pronto sería la señora de la fortaleza. Por consiguiente, era su deber recibir instrucciones de ella. El problema era que la mayoría de esas instrucciones rayaba en lo absurdo. Los había dejado a todos hechos polvo durante los últimos dos días, y Ewan estaba allí para decirle que cesara. Estaba previsto que el padre McElroy llegara en cualquier momento. Primero, ella le daría su respuesta, y segundo, dejaría de hostigar a sus hombres haciéndoles parecer ojerosas mujeres al final del día. Era vergonzoso para los guerreros gemir tanto, como sus hombres hacían. —Ya he visto todo lo que hay que ver, —dijo Ewan arrastrando las palabras. El rubor coronó sus mejillas y lo miró fijamente con desaprobación. —No debería haber entrado sin llamar. No es adecuado. Levantó una ceja y siguió mirándola aunque sabía que la incomodaba. El mismo demonio que la provocaba a conducir a sus hombres a la locura lo llevó a darle un poco de su propia medicina. —Estabas profundamente dormida en la bañera, muchacha. No hubieras escuchado un ejército pasando por aquí.


Ella resopló y sacudió la cabeza en negación. —Nunca duermo en la bañera. Porque, podría ahogarme. Eso sería estúpido, y yo nunca soy estúpida, Laird. Sonrió de nuevo, pero no discutió el hecho de que había estado profundamente dormida cuando había entrado en la recámara. Se aclaró la garganta y pasó a la cuestión que los ocupaba. —Tenemos que hablar, muchacha. Ya va siendo hora de que me des una respuesta. El sacerdote debería estar aquí en cualquier momento. Ya has hecho suficientes travesuras. Este es un asunto serio que hemos de decidir. —No hablaré con usted hasta que esté fuera de la bañera y vestida, — dijo con un resoplido. —Yo podría ayudarte con ese asunto, —dijo, sin siquiera pestañear. —Eso es muy considerado... —fue bajando la voz cuando se dio cuenta de lo que le había ofrecido. Entrecerró los ojos y rodeó los brazos, más apretadamente alrededor de sus piernas—. No cederé hasta que deje esta habitación. Suspiró, más para sofocar la risa que lo amenazaba, que para mostrar exasperación. —Tienes apenas un minuto antes de que yo vuelva. Te sugiero que te des prisa. Ya me has hecho esperar el tiempo suficiente. Podría jurar que gruñó cuando se volvió para caminar hasta la puerta. Él sonrió de nuevo. Estaba demostrando ser una digna novia y señora para el clan McCabe. Podría haber esperado que una mujer en sus circunstancias fuera un ratón asustado, pero era tan feroz como cualquiera de sus guerreros. Tenía ganas de despojarla de las tantas y diversas capas que había presentado y llegar a la mujer que se escondía debajo. La muy encantadora y suave muchacha, a la que ya había visto reluciente y húmeda. Señor, pero ella era hermosa. Y, maldito fuera si no estaba impaciente por ponerla delante del sacerdote. Mairin se lanzó fuera de la bañera y envolvió con fuerza una de las pieles alrededor de ella. Echando miradas furtivas por encima de su hombro, se puso de pie frente al fuego mientras se apresuraba a secarse lo suficiente como para poder ponerse su vestido de nuevo. No estaría bien que el Laird regresara antes de que terminara de vestirse. Su cabello todavía estaba completamente mojado, así que se vistió y luego se sentó frente al fuego para secarlo y peinarlo. Tembló cuando las cortinas de la ventana revolotearon con una particular ráfaga de viento inclemente y el aire frío sopló sobre su pelo húmedo.


Cuando el golpe sonó, aunque había estado esperándolo, saltó y se volvió para verlo abrir la puerta y entrar. Sus ojos pasando sobre ella como brasas calientes, y de repente ya no sentía frío en absoluto. De hecho, definitivamente su habitación estaba más caliente ahora. Se quedó en silencio, con la boca seca, y, por primera vez, sin palabras. Había algo diferente en él, pero no estaba segura qué, o si lo quería saber. Él la estudió —no, él no la estudiaba—. La estaba devorando con los ojos. Como si fuera un lobo hambriento acercándose a su presa. Tragó saliva ante la imagen que su pensamiento invocó, y se cubrió el cuello con la mano, como si lo protegiera de sus dientes. Él no se perdió el gesto y la diversión brilló intensamente en sus ojos. —¿Por qué estás asustada de mí ahora, muchacha? Has demostrado desde el principio que no me tienes miedo. No puedo imaginar que haya hecho algo ahora para cambiar eso. —Se ha terminado, —dijo en voz baja. Él ladeó la cabeza hacia un lado y luego se acercó a ella, colocando su enorme cuerpo en el pequeño banco enfrente del fuego. —¿Qué se ha terminado, muchacha? —El tiempo, —murmuró—. Me he quedado sin tiempo. Fui una tonta por no estar mejor preparada. Esperé demasiado, y esta es la verdad de Dios. Debería haber elegido un marido mucho antes, pero estaba tan tranquila en la abadía. Caí en una falsa sensación de seguridad. La madre Serenity y yo siempre hablábamos del futuro, pero con cada día que pasaba, el futuro se cernía cada vez más cerca. Él negó con la cabeza y ella volvió la mirada hacia él, sorprendida por su negativa. —Lo hiciste muy bien, Mairin. Tú esperaste. Confundida, frunció la nariz y le preguntó. —¿Qué fue lo que esperé, Laird? Entonces sonrió, y ella vio la arrogancia grabada en cada una de las facciones de su cara. —Esperaste por mí. Oh, pero el hombre sabía cómo arruinar su estado de ánimo. Esa era la verdad, pensaba que lo hacía a propósito. Suspiró, queriendo aplazar su discusión un poco más. Ella sabía y él sabía que se casaría con él. No había otra opción. Pero él quería que le dijera las palabras, así que ella se las daría. —Me casaré contigo.


Sus ojos brillaron en señal de triunfo. Pensó que se burlaría un poco más de ella, que tal vez le diría que ya iba siendo hora de que recobrara sus sentidos. Pero no hizo ninguna de esas cosas. Solo la besó. En un momento estaba a una distancia respetable. Y al siguiente estaba tan cerca que se vio envuelta por su olor. La tomó de la barbilla y se la levantó para así poder ajustar su boca a la de ella. Tibia —no, caliente— y cada vez más caliente a cada segundo que pasaba, sus labios se movieron sobre los de ella como terciopelo. Era una hazaña impresionante que pudiera besarla y todos sus sentidos volaran. Para un hombre que constantemente le recordaba que debía mantenerlos con en su sitio, parecía sentir un gran placer en hacerlos huir de nuevo. Su lengua raspó sobre sus labios, y cuando ella los mantuvo firmemente cerrados, se volvió más suave y persuasivo. Burlándose de la costura de su boca, lamiendo y mordisqueando entonces. Esta vez no le ordenó que abriera la boca, y a pesar de su determinación de no hacerlo así, se encontró suspirando de felicidad absoluta. Tan pronto como sus labios se separaron, su lengua se deslizó en su interior, sondeando y acariciando con delicada precisión. Cada caricia incitaba una profunda respuesta, una que no podría explicar. ¿Cómo el besarse podía provocar que sus pechos se contrajeran y otras partes de su cuerpo hormiguearan y se hincharan hasta casi sentir dolor? Él le provocaba sentimientos agitados, palpitantes, que le daban ganas de retorcerse directamente sobre su piel. Y cuando levantó sus manos para deslizarlas por sus brazos, se estremeció, temblando todo el camino hasta los dedos de sus pies. Cuando se apartó, estaba aturdida y lo contemplaba con confusión absoluta. —Ah, muchacha, ¿qué me haces? —susurró. Parpadeó rápidamente mientras intentaba reunirse a sí misma. Este era un momento en el que necesitaba ser solemne y sabia. Ofrecer algo acerca de cómo su matrimonio sería, fuerte y basado en el respeto mutuo. Pero ninguna de esas cosas lograba formarse en su mente. En pocas palabras, sus besos, simplemente la reducían a una idiota balbuceante. —No besas de la forma correcta, —dijo abruptamente. Mortificada de que esto era todo lo que podía manejar decir, cerró los ojos y se preparó a sí misma para su censura. Cuando volvió a abrirlos, todo lo que vio fue profunda diversión. El hombre parecía cercano a la risa. Sus ojos se estrecharon. Era obvio que necesitaba instrucción al respecto.


—¿Y cuál, si se puede saber, es la forma correcta? —Tienes que mantener la boca cerrada. —Ya veo. Ella asintió con la cabeza para reforzar su declaración. —Sí, no hay lenguas involucradas en los besos. Eso es indecoroso. —¿Indecoroso? Una vez más asintió con la cabeza. Esto iba mejor de lo que imaginaba. Estaba tomando sus instrucciones bastante bien. —La madre Serenity me dijo que los besos deben darse en la mejilla, y sólo en situaciones muy íntimas en la boca. Y no deberían durar demasiado tiempo. Sólo lo suficiente para comunicar la adecuada emoción. Nunca mencionó nada acerca de una lengua. No puede ser apropiado que me beses y metas tu lengua dentro de mi boca. Sus labios se curvaron de manera sospechosa. Incluso se llevó una mano a la boca y la frotó firmemente durante unos momentos antes de que la bajara y dijera: —Y la madre Serenity es una autoridad en besos, ¿verdad? Ella asintió con la cabeza vigorosamente. —Oh, sí. Me dijo todo lo que necesitaba saber para la eventualidad de mi matrimonio. Ella se tomó su deber muy en serio. —Tal vez deberías instruirme personalmente sobre este asunto del beso, —dijo—. Podrías mostrarme la manera correcta. Frunció el ceño, pero entonces recordó que este era el hombre a quien estaba tomando como su marido. En ese caso, supuso que era totalmente apropiado, e incluso esperado, que debería ofrecer instrucción en materia de amor. Era muy decente de su parte ser tan comprensivo y proponerse corregir el asunto de inmediato. Vaya, ellos iban a llevarse bastante bien. Sintiéndose mucho mejor acerca de sus inminentes nupcias, se inclinó hacia adelante y estrechó los labios, dispuesta a mostrarle la manera correcta. Tan pronto como sus labios tocaron los de él, la agarró por los hombros y la arrastró más cerca. Se sintió devorada. Consumida. Como si él estuviera absorbiendo su esencia. Y a pesar de su severo sermón y la paciente instrucción, utilizó su lengua.


Capítulo 12 —¡Despierte, mi señora! Es el día de su boda. Mairin se forzó a abrir los ojos y gimió ante la visión de las mujeres que se apiñaban en su pequeña recámara. Estaba agotada. Sus nocturnos intentos de fuga y el tiempo dedicado a pasear por su habitación la habían absorbido. Después de la última conversación de anoche con el Laird, había caído en un sueño profundo. Una de las mujeres hizo a un lado las pieles que cubrían la ventana y la luz del sol arponeó a través de los ojos de Mairin con afilada claridad. Su gemido fue más fuerte esta vez y provocó una serie de risitas disimuladas a través de la habitación. —Nuestra señora no parece estar emocionada de casarse con nuestro Laird. —Christina, ¿eres tú? —gruñó Mairin. —Sí, señora. Soy yo. Hemos traído agua caliente para que se dé un baño. —Me bañé anoche, —dijo—. Tal vez podría obtener una hora más de sueño. —Oh, pero un baño en la mañana de la boda es una necesidad. Vamos a lavarle el pelo y aplicar aceites perfumados en su piel. Maddie los hace ella misma y huelen divino. El Laird estará de lo más agradecido. El Laird no era lo más importante en su mente esta mañana. El sueño lo era. Otra risa corrió por la habitación, y se dio cuenta de que, una vez más, había dado voz a sus pensamientos. —Y le hemos traído un vestido para la boda, —dijo otra de las mujeres. Miró, tratando de recordar el nombre de la joven que estaba sonriendo con excitación hacia ella. ¿Mary? ¿Margaret? —Fiona, mi señora. Mairin suspiró. —Lo siento. Hay tantas de ustedes. —No me ofendió, —dijo Fiona alegremente. —¿Ahora le gustaría ver el vestido que hemos confeccionado para usted? Mairin se empujó con los codos y miró con ojos legañosos a las mujeres reunidas. —¿Vestido? ¿Cosieron un vestido? Pero yo accedí a casarme con el Laird apenas anoche. Maddie no lucía ni un poco avergonzada. Sonrió ampliamente y mantuvo el vestido en alto, de manera que pudiera verlo.


—Oh, sabíamos que era sólo cuestión de tiempo antes de que él la persuadiera, muchacha. ¿No está contenta de que lo hayamos empezado a coser? Se necesitaron dos días completos de costura, pero creo que usted estará feliz con el resultado. Mairin se quedó mirando la hermosa creación frente a ella. Lágrimas subieron a la superficie de sus ojos, y parpadeó para mantenerlas a raya. —Es hermoso. Y lo era. Era de un rico brocado de terciopelo verde, con ribetes dorados en las mangas y el dobladillo. Alrededor de todo el corpiño había diseños intrínsecamente bordados con hilos de oro que brillaban con la luz del sol. —Nunca he visto nada parecido en mi vida, —dijo. Las tres mujeres le devolvieron la sonrisa. Entonces Maddie se acercó a la cama y tiró de las mantas. —Usted no querrá hacer esperar al Laird. El sacerdote llegó esta mañana al amanecer, y está muy impaciente por celebrar la ceremonia. Durante la hora siguiente, las mujeres lavaron, restregaron y frotaron a Mairin, de la cabeza a los pies. En el momento en que el baño estuvo terminado la recostaron sobre la cama para así poder aplicarle los aceites perfumados, ella estaba peligrosamente cerca de caer en la inconsciencia. Le habían lavado y secado el pelo y luego cepillado hasta que reluciera y brillara. Este se abanicaba sobre su espalda, terso y delicado. Tenía que admitirlo, esas mujeres sabían cómo hacer que una joven se sintiera mejor el día de su boda. —Listo, —anunció Cristina—. Ahora el vestido y estará dispuesta para su casamiento. En ese momento llamaron a la puerta y la voz de Gannon resonó a través de la pesada madera. —El Laird quiere saber cuánto tiempo más van a tardar. Maddie rodó sus ojos y luego se fue a abrir la puerta de un tirón, aunque mantuvo su cuerpo entre Gannon y el interior de la habitación para que no viera la desnudez de Mairin. —Dígale al Laird que la llevaremos abajo tan pronto como nos sea posible. ¡Estas cosas no se pueden apresurar! ¿No puede una chica lucir bien el día de su boda? Gannon murmuró una disculpa y luego retrocedió, prometiendo que transmitiría las noticias al Laird. —Ahora bien, —dijo Maddie mientras regresaba hasta Mairin—. Vamos a ponerle este vestido y luego dirigirnos escaleras abajo hasta el Laird.


—Han estado allí durante horas, —Ewan murmuró—. ¿Qué podrá estarles tomando tanto tiempo? —Son mujeres, —dijo Alaric, como si eso lo explicara todo. Caelen asintió con la cabeza y se volvió hacia su jarra para vaciar lo que quedaba de su cerveza. Ewan se sentó en su silla de respaldo alto, y negó con la cabeza. El día de su boda. Había una marcada diferencia entre este y el día en que se había casado con su primera esposa. No había pensado en Celia, excepto de pasada, desde hace bastante tiempo. Algunos días tenía dificultad para evocar la imagen de su joven esposa en su mente. Los años habían pasado, y con cada uno, se había desvanecido más de su memoria. Había sido un hombre mucho más joven cuando se había casado con Celia. Ella también había sido joven. Vibrante. Recordaba eso a menudo. Siempre tenía una sonrisa fácil. La había considerado su amiga. Habían sido compañeros de juegos infantiles antes de que el entrenamiento se hubiera convertido en su vida. Años más tarde, sus padres habían tenido a bien aliarse y el matrimonio entre los clanes tuvo sentido. Ella le dio un hijo en su segundo año de matrimonio. En el momento en que el tercer año arribó, estaba muerta, su fortaleza en ruinas y su clan casi diezmado. Sí, el día de su boda había sido una alegre ocasión. Habían festejado y celebrado durante tres días. Su rostro había estado iluminado por la alegría. Y había estado complaciente todo el tiempo. ¿Sonreiría Mairin? ¿O se presentaría a su matrimonio con esos mismos ojos heridos que había tenido cuando llegó? —¿Dónde está ella, papá? —susurró Crispen a su lado—. ¿Crees que cambió de idea? Ewan se volvió para sonreír a su hijo. Pasó la mano por el pelo del muchacho en un gesto tranquilizador. —Se está vistiendo, hijo. Estará aquí. Dio su palabra, y como ya sabes, ella pone un gran empeño en mantenerla. A las mujeres les gusta lucir lo mejor posible el día de su boda. —Pero ella ya es hermosa —Crispen protestó. —Eso es cierto, —señaló. Y así era. La muchacha no sólo era preciosa, era encantadora—. Pero a ellas les gusta verse muy especiales para estas ocasiones. —¿Tiene flores? Debería tener flores.


Ewan casi se echó a reír al ver la expresión de consternación en el rostro del chico. Su hijo estaba más nervioso que él. Él no estaba nervioso. No, él sólo estaba impaciente y listo por tenerlo todo hecho. —¿No tienes flores? —preguntó Crispen. Miró a su hijo. Parecía tan horrorizado que Ewan frunció el ceño. —En ningún momento pensé en las flores. Pero quizás tengas razón. ¿Por qué no vas y resuelves el asunto con Cormac. Al otro lado de la habitación, Cormac había estado evidentemente escuchando la conversación. Parecía tan horrorizado como el muchacho había estado, y dio apresuradamente un paso atrás. Pero Crispen era demasiado rápido y estuvo inmediatamente delante del hombre, exigiendo que fueran a recoger flores para Mairin. Lanzó una mirada de descontento hacia Ewan, al mismo tiempo que se permitía ser arrastrado hacia fuera por el gran pasillo. —¿Qué demonios les toma tanto tiempo? —Caelen demandó. Se removió inquieto en su silla y extendió sus largas piernas mientras encorvaba sus hombros—. Esto es un desperdicio de un buen día de entrenamiento. Ewan se echó a reír. —Yo no consideraría que el día de mi boda sea una pérdida de tiempo. —Por supuesto que no lo harías, —dijo Alaric—. Mientras que el resto de nosotros estaremos afuera sudando, tú estarás disfrutando de una caliente y dulce muchacha. —Él estará sudando, —dijo Caelen con picardía—. Sólo que no en la misma forma que el resto de nosotros. Ewan levantó la mano para detener la conversación obscena, antes de que fuera captada por el resto de los hombres. Lo último que necesitaba era que su futura esposa llegara y quedara avergonzada de la cabeza a los pies. En ese momento, Maddie irrumpió, sus mejillas ruborizadas y su pecho agitado mientras trataba de coger aliento. —¡Ella ya viene, Laird! Ewan echó un vistazo al sacerdote, que estaba disfrutando de una jarra de cerveza, y le hizo señas. Al momento en que Mairin dobló la esquina, todo el salón se puso de pie en reconocimiento de su presencia. De pronto se sintió golpeado, momentáneamente mudo. La muchacha no sólo estaba hermosa. Estaba completamente magnífica. Atrás quedó la tímida y un tanto torpe y joven mujer, en su lugar estaba una dama con todo el porte de una descendiente de la realeza. Parecía justamente la princesa que era.


Entró en la habitación, con la cabeza en alto y aspecto de serena calma en su rostro. Tenía el pelo parcialmente recogido en un moño justo por encima de su nuca y el resto colgaba hasta la cintura. Había un aire tan majestuoso en su apariencia, que Ewan de repente se sintió indigno. Crispen irrumpió en el salón sosteniendo un montón de flores con tanta fuerza que los tallos ya estaban deslucidos y las flores marchitas mientras se desmoronaban. Corrió hacia Mairin y las metió entre sus manos, los pétalos diseminándose por el suelo. Su expresión cambió por completo. Adiós a la muy imperturbable y fría mujer. Sus ojos se calentaron y sonrió tiernamente a su futuro hijo, mirando hacia abajo, se inclinó para rozar un beso en su frente. —Gracias, Crispen. Son absolutamente hermosas. Algo se retorció en el lugar donde estaba el corazón de Ewan. Dio un paso adelante hasta que estuvo justo detrás de Crispen. Bajó sus manos hasta posarlas sobre los hombros de su hijo mientras miraba dentro de los ojos azules de Mairin. —El sacerdote espera, muchacha, —dijo con brusquedad. Ella asintió con la cabeza y miró hacia el muchacho. —¿Vendrás con nosotros, Crispen? Después de todo, tú eres una parte muy importante de esta ceremonia. Crispen hinchó el pecho hasta que Ewan pensó que le estallaría. Luego deslizó su mano en la de Mairin. Él trató de tomar la otra, y ella entregó sus flores a Maddie antes de deslizar sus dedos entre los suyos. Se sentía bien. Aquí estaba su familia. Su hijo y la mujer que sería una madre para él. La atrajo hacia donde los esperaba el sacerdote, mientras sus dos hermanos avanzaron hasta rodear a Ewan y Mairin. Allí, entre la lealtad protectora de su familia, él y Mairin intercambiaron sus votos. Ella nunca vaciló. No dio ninguna indicación de que estaba cualquier cosa menos que dispuesta. Se quedó mirando al sacerdote a los ojos y luego se volvió para mirar a Ewan, mientras recitaba su promesa de honrar y obedecer. Cuando el sacerdote los declaró marido y mujer, Ewan se inclinó para sellar su ofrenda de fidelidad con un beso. Ella dudó apenas un momento y luego susurró: —¡No utilizarás tu lengua! Su carcajada resonó a través de todo el pasillo. Su clan miraba ansiosamente la fuente de la risa, pero él sólo tenía ojos para su nueva esposa. Encontró sus labios, dulces y cálidos, y se tomó su tiempo mientras saqueaba su boca. Y, oh sí, él utilizó su lengua.


Cuando se apartó, ella lo miraba con ferocidad. Sonrió y alcanzó su mano, tirándola contra él, mientras se volvía hacia su gente. Luego mantuvo su mano en el aire y la presentó como la nueva señora de la fortaleza. El rugido de su clan se hizo eco con tanta fuerza en el salón que Mairin hizo una mueca. Sin embargo, se mantuvo orgullosamente de pie al lado de Ewan, una sonrisa de placer curvando sus labios. Uno a uno, sus hombres vinieron a arrodillarse y ofrecer su promesa de lealtad a su nueva señora. Al principio, parecía desconcertada por la demostración de devoción. Se retorcía inquieta como si quisiera desaparecer a través del piso. Ewan sonrió mientras la veía llegar a un acuerdo con su nueva posición. Había llevado una vida de claustro. Ahora, por primera vez, estaba caminando hacia a su destino. Cuando el último soldado se inclinó ante Mairin, tomó su codo para guiarla hacia la mesa donde Gertie y las otras ayudantes de cocina estaban ocupadas colocando las bandejas para el banquete de bodas. En la esquina, un pequeño grupo de talentosos músicos se reunieron para tocar un conjunto de alegres melodías. Después del convite habría baile y festejo hasta la ceremonia de las sábanas en el ocaso. Compartió su lugar a la cabeza de la mesa con Mairin. La quería sentada a su lado en una posición de honor. Pidió que una silla fuera colocada contigua a la suya, y cuando las escudillas fueron puestas y el primer plato fue servido, le ofreció los más selectos bocados de su porción. Aparentemente, encantada por su deferencia, permitió que le ofreciera tiernos trozos de carne con su daga. Ella le regaló una sonrisa tan deslumbrante que por un momento se olvidó de respirar. Sacudido por el efecto que tenía sobre él, casi volcó la jarra que contenía la cerveza. Alaric y Caelen estaban colocados a ambos lados de Ewan y Mairin. Después de que la última de las personas sentadas a la mesa principal había sido servida, Alaric se levantó de su asiento y pidió que hicieran silencio. Entonces alzó su copa y echó un vistazo a los novios. —¡Por el Laird y su señora! —gritó—. Que su matrimonio sea bendecido con salud y muchos hijos. —O hijas, —murmuró Mairin tan bajo que Ewan casi no la oyó. Su boca hizo muecas mientras él escuchaba al resto de su clan rugir en conformidad. Alzó su copa e inclinó la cabeza en dirección de Alaric. —Y que todas nuestras hijas sean tan hermosas como su madre.


Mairin jadeó suavemente y volvió sus brillantes ojos hacia Ewan. Su sonrisa iluminó todo el salón. Para su sorpresa absoluta, de repente se precipitó hacia arriba, cogió su cara entre sus manos, y le dio un vigoroso beso que serpenteó hasta los dedos de sus pies. La sala estalló en un coro de ovaciones. Incluso Caelen parecía divertido. Cuando Mairin se apartó, Ewan tuvo dificultades para recordar su propio nombre. Ella se acercó más a él, presionando sus suaves curvas a su lado. Su cuerpo reaccionó inmediatamente. Estuvo duro al instante, y su posición actual le impedía moverse para aliviar el malestar creciente. Si se ajustara, apartaría a Mairin, y no quería que se alejara de él. Así que se sentó y se sintió cada vez más incómodo en su cautiverio. A mitad del banquete, el flautista comenzó una melodía particularmente alegre. Era rápida y animada y docenas de pies comenzaron un rítmico zapateo en el suelo. Mairin aplaudió y dejó escapar un sonido de puro deleite. —¿Bailas, muchacha? —preguntó Ewan. Ella sacudió su cabeza, melancólica. —No, nunca bailé en la abadía. Soy probablemente patosa en eso. —Yo mismo no soy extremadamente elegante en ello, —le señaló—. Nos las arreglaremos junto. Le regaló otra sonrisa y de manera impulsiva apretó su mano. Él hizo un repentino voto de que no importaba lo tonto que pareciera, bailaría con ella, siempre que lo deseara. —¡Laird, Laird! Uno de sus guardias entró corriendo a la sala, su espada desenvainada. Buscó a Ewan con la mirada e inmediatamente se dirigió hacia el final de la mesa. Éste se levantó, su mano automáticamente posándose sobre el hombro de Mairin en un gesto protector. El soldado estaba sin aliento cuando se detuvo vacilante a menos de un pie de donde estaba Ewan. Alaric y Caelen se alzaron rápidamente de sus asientos y esperaron las noticias. —Un ejército se aproxima, Laird. Recibí la noticia hace sólo un momento. Llevan la bandera de Duncan Cameron. Vienen del sur y estaban a dos horas de nuestra frontera en el último informe.


Capítulo 13 Ewan maldijo largo y fuerte. Las expresiones de Alaric y Caelen se volvieron tormentosas, pero algo más brilló en sus ojos. Anticipación. Agarró de nuevo la mano de Mairin y la apretó con tanta fuerza que ella hizo una mueca de dolor. —Reúne a las tropas. Congréguense en el patio. Espérenme, —ordenó Ewan. Comenzó a arrastrar a Mairin de la mesa cuando Alaric lo llamó. —¿A dónde diablos vas, Ewan? —Tengo un matrimonio que consumar. Con la boca abierta, Mairin se encontró siendo impulsada hacia la escalera. Él apuró sus pasos, y ella se vio obligada a correr para mantenerse a su ritmo, o ser arrastrada detrás. La empujó en su recámara y cerró de golpe la puerta a sus espaldas. Vio con perplejidad cuando él empezó a sacarse la ropa. —Quítate el vestido, muchacha, —dijo, mientras echaba a un lado su túnica. Completamente desconcertada, Mairin se hundió en el borde de la cama. ¿Quería que ella se desnudase? Él estaba ocupado tirando de sus botas, pero era su deber desnudarlo. Él no estaba haciendo lo correcto, en absoluto. Pensando en instruirlo en su error, se levantó y se apresuró a detener su progreso. Por un momento, él se inmovilizó y la miró como si fuera tonta. —Es mi deber desnudarle, Laird. Es el deber de una esposa, —corrigió ella—. Estamos casados ahora. Debería desnudarte en nuestras habitaciones. La mirada de Ewan se suavizó y estiró la mano para acariciar su mejilla. —Perdóname, muchacha. Esta vez será diferente. El ejército de Duncan Cameron se acerca. No tengo tiempo para cortejarte con palabras dulces y un toque suave, —arrugó su frente e hizo una mueca—. Tendrá que ser una rápida encamada. Lo miró, confundida. Antes de que pudiera seguir interrogándolo, él comenzó a tirar de los cordones de su vestido. Cuando no logro desatarlos rápidamente, tiró con impaciencia. —Laird, ¿qué está haciendo? —balbuceó. Se quedó sin aliento por la sorpresa cuando el material se desgarró y cayó de sus hombros. Intentó levantar el vestido de nuevo, pero Ewan lo empujó hacia abajo, dejándola sólo en su ropa interior.


—Laird, —comenzó, pero él la silenció tomándola por los hombros y presionando sus labios contra los de ella. Mientras la dirigía hacia la cama, logró despojarla del resto de su ropa. Sus calzones cayeron al suelo, y sintió que algo caliente y duro rozaba contra su vientre. Cuando miró hacia abajo y vio lo que era, quedó boquiabierta y advirtiendo con horror el apéndice sobresaliente. Capturó su barbilla, obligándola a dirigir su mirada hacia arriba de nuevo. A medida que su boca cubría la de ella, la bajó hacia el lecho hasta que estuvo acostada en su espalda y se tendió justo encima, su brazo apoyado en la cama para evitar que el peso completo de su cuerpo cayera sobre ella. —Abre las piernas, Mairin —dijo con voz áspera contra sus labios. Confundida por toda la experiencia, relajó sus muslos y luego chilló en consternación cuando la mano de Ewan se deslizó entre sus piernas y acarició con su pulgar sus delicados pliegues. Su boca se deslizó por el costado de su cuello. Golpes fríos corrieron sobre sus hombros y sus pechos mientras sus labios se prendían contra la carne justo debajo de su oreja. Era extrañamente excitante y despertaba sentimientos alucinantes de... no estaba segura de cómo describir cualquiera de ellos. Pero le gustaban. —Lo siento, muchacha, —su voz estaba cargada con pena—. Estoy tan malditamente contrariado. Frunció el ceño mientras agarraba sus hombros. Su cuerpo se movía sobre el de ella, cubriéndola con su calor y dureza. ¿Por qué estaba apenado? No parecía apropiado ofrecer disculpas durante su acto de amor. Ella lo sentía, duro como el acero, mientras sondeaba entre sus muslos. Le tomó un momento darse cuenta con qué la estaba tanteando. Sus ojos se abrieron de golpe y sus dedos se clavaron en su piel. —¡Ewan! —Perdóname, —susurró. Él empujó hacia adelante, y la brumosa euforia que había experimentado momentos antes desapareció, mientras el dolor la desgarraba por la mitad, cuando atravesó su cuerpo. Gritó y golpeó sus hombros con los puños cerrados. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas y él las limpió con su boca mientras regaba besos sobre su rostro. —Shhh, muchacha, —canturreó él. —¡Duele! —Lo siento, —dijo de nuevo—. Lo siento mucho, Mairin. Pero no puedo parar. Debemos terminar esto.


Él se movió tentativamente, y ella lo golpeó de nuevo. La había rasgado en dos. No había otra explicación para ello. —No te he desgarrado, —dijo él bruscamente—. Quédate quieta un momento. El dolor desaparecerá. Se retiró, y ella se estremeció cuando su cuerpo tiró con fuerza de él. Luego empujó hacia adelante otra vez, y ella gimió con la sensación de llenura. Un grito en el pasillo la hizo ponerse rígida. Ewan maldijo y luego comenzó a moverse de nuevo. Yacía allí conmocionada, incapaz de procesar o poner un nombre a la sensación incómoda que brotaba en su interior. Una vez, dos veces, y una vez más empujó en su interior, y luego se tensó en su contra y se sostuvo a sí mismo, tan quieto que ella podría oír el violento golpe del latido de su corazón. Tan pronto como él se alejó, sintió una pegajosa humedad entre sus muslos. No tenía idea de lo que se suponía debía hacer después, se quedó allí temblando mientras su marido se apresuraba a vestirse. Después de que él se puso las botas, volvió a la cama y deslizó sus brazos por debajo de ella. Tal vez ahora le ofrecería las tiernas palabras que un marido era supuesto a decir después de hacer el amor. Pero él simplemente la levantó y la acunó en sus brazos por un momento. Entonces la llevó al banquillo frente al fuego y la dejó allí. Ella parpadeó y vio cómo retiraba la sábana de lino de la cama y examinaba la mancha de sangre en el medio. Enrollándola en su mano, miró hacia ella, con los ojos llenos de disculpa. —Debo irme, muchacha. Enviaré a una de las mujeres para que te atiendan. Salió de la recámara, cerrando la puerta detrás de él, y Mairin se la quedó viendo con una incredulidad total por lo que acababa de ocurrir. Un momento más tarde, Maddie entró apresuradamente, la compasión ardiendo en sus ojos. —Ya, ya, muchacha, —dijo Maddie, mientras rodeaba a Mairin con sus brazos—. Se ve muy pálida, y sus ojos están demasiado abiertos. Haré traer agua caliente para usted. Eso calmará sus dolores y molestias. Ella estaba demasiado mortificada para preguntar a Maddie algunas de las inquietudes que giraban alrededor de su mente. Se sentó allí, entumecida hasta los pies, mientras un grito de guerra se elevaba desde el patio y luego el sonido de cientos de caballos tronaba a través de la tierra ahogando todo lo demás. Entonces su mirada se clavó en el descartado vestido en el suelo. Él había rasgado su vestido. Su vestido de novia. Después de todas las cosas desconcertantes que habían ocurrido el día de hoy, el vestido no debería haberla


trastornado tanto. Pero las lágrimas brotaron de sus ojos, y antes de que pudiera detenerlas, cálidos senderos corrían por sus mejillas. Maddie la abandonó para reemplazar las sábanas. Se afanaba alrededor de la habitación, aunque estaba claro que no tenía ninguna tarea que hacer. —Por favor, —le susurró a Maddie—. Sólo quiero estar sola. Maddie la miró con recelo, pero cuando Mairin reforzó su petición, se giró a regañadientes, y abandonó la recámara. Se quedó en el banquillo durante un largo rato, sus rodillas contraídas contra su pecho, mientras permanecía con la miraba fija en el fuego cada vez menor. Entonces decidió lavarse la viscosidad de su cuerpo. Cuando terminó, se arrastró hasta la cama y se acurrucó debajo de las sábanas limpias, demasiado cansada y angustiada para preocuparse por el ejército de Duncan Cameron.

Ewan condujo a sus hombres a través de las colinas y por la escarpada frontera sur de sus tierras, sus dos hermanos lo flanqueaban. Otro jinete había cabalgado furiosamente para darle las novedades. Los hombres de Cameron se acercaban sin demora. No habría tiempo para organizar un ataque sorpresa, y en verdad, no tenía ningún deseo de hacerlo. Avanzó con todo el poder de su ejército, salvo un pequeño contingente que dejó atrás para proteger la fortaleza. No había duda de que estarían en inferioridad numérica, pero los soldados McCabe poseían en fuerza lo que carecían en números. —Están un poco más arriba, en la próxima colina, Laird —Gannon señaló, mientras adelantaba a Ewan con su caballo. Ewan sonrió. La venganza estaba cerca. —Vayamos a saludar a Cameron en la siguiente pendiente, —indicó a sus hermanos. Alaric y Caelen alzaron sus espadas al aire. Alrededor de ellos, los gritos de sus hombres resonaron fuertemente a través de toda la tierra. Espoleó a su caballo y corrió abajo por la colina y luego comenzó a ascender la siguiente. Cuando llegaron a la cima, hizo un alto mientras miraba la fuerza reunida del ejército de Cameron. Examinó a los soldados de Cameron hasta que finalmente su mirada se iluminó sobre su presa. Duncan Cameron estaba sentado en lo alto de su montura, llevando sus vestiduras de batalla. —Cameron es mío, —le gritó a sus hombres. Luego miró de reojo a sus hermanos—. Es tiempo de entregar un mensaje.


—¿Matarlos a todos? —le preguntó suavemente Alaric. Las fosas nasales de Ewan se dilataron. —Hasta el último. Caelen hizo girar la espada en su mano. —Entonces así será. Ewan dio un bramido de guerra e impulsó a su montura colina abajo. A su alrededor, sus hombres también gritaron, y pronto el valle resonó con los truenos de los caballos. Los McCabe descendieron como vengadores del fuego del infierno, sus salvajes gritos capaces de asustar las almas de los muertos. Después de una pequeña vacilación, cuando no estaba claro si su intención era atacar o correr, los hombres de Cameron avanzaron. Conglomerados en un choque de espadas en la parte inferior de la colina. Ewan redujo a los dos primeros hombres que encontró con un diestro balanceo de su espada. Podía ver la sorpresa —y el miedo—, en los ojos de ellos. No habían esperado encontrar una fuerza de combate como esta, y Ewan sentía una complacencia impía por este hecho. Echó un rápido vistazo para comprobar a su gente. No tendría que haberse preocupado. Caelen y Alaric se abrían paso a través de los hombres de Cameron, mientras que el resto de sus soldados despachaban a sus enemigos con avezada velocidad y destreza. Posó su mirada en Cameron, quien todavía no había desmontado de su caballo. Estaba apartado, mirando a sus soldados y ladrando órdenes. Ewan resueltamente se abrió camino a través de los hombres de Duncan hasta que sólo quedaron dos soldados entre él y su enemigo. Liquidó al primero con un corte en el pecho. La sangre brillaba carmesí sobre su espada mientras se giraba para encontrarse con el último obstáculo hacia su objetivo. El soldado miró con recelo a Ewan y luego de vuelta a Cameron. Levantó su arma como si fuera a luchar contra el avance, pero en el último momento dio media vuelta y huyó. Los labios de Ewan se curvaron en una sonrisa de satisfacción ante el repentino temor en los ojos de Cameron. —Baja de tu caballo. Odiaría derramar la sangre de un animal tan bueno como ese. Cameron levantó su espada, cogió las riendas con la otra mano, y espoleó su cabalgadura. Se abalanzó contra Ewan, dejando escapar un espeluznante grito.


Ewan desvió el golpe y retorció su espada, arrancándosela a Duncan directamente de sus manos. Voló por el aire aterrizando con un ruido sordo entre uno de los cuerpos caídos a corta distancia. Se dio la vuelta para encontrarse con la siguiente arremetida, pero Cameron nunca desaceleró. Espoleó su caballo a mayor velocidad y corrió a través del terreno. Lejos de sus hombres y de la batalla. Mientras Ewan se volvía para combatir a otro enemigo, apretó los dientes con furia. Cobarde. Maldito cobarde. Había abandonado a sus hombres a su suerte, de morir o salvar su propio culo. Dio la orden a sus soldados que se detuvieran, y se encaminó de regreso hacia sus hermanos. Los de Cameron habían sido deplorablemente superados. El comandante del malogrado ejército, evidentemente llegó a la misma conclusión. Gritó que dieran marcha atrás, y sus hombres no sólo se retiraron. Ellos desertaron. El comandante, a diferencia de Duncan, no era un cobarde. Él no huyó. Instó a sus hombres a una rápida retirada y luchó valientemente en su retaguardia, ofreciendo su protección —tan patética como era— para que pudieran escapar a un lugar seguro. Ewan hizo señas a sus hombres para que les dieran caza y volvió sus ojos hacia el hombre. Cuando arremetió contra él, vio la resignación en el rostro del anciano. Levantó la espada y avanzó. El comandante dio un paso atrás, luego tomó su hoja, dispuesto a luchar hasta la muerte. Ewan blandió su espada en un gran arco y las láminas se encontraron con un sonido metálico. El hombre se estaba debilitando. Ya tenía una herida y estaba perdiendo sangre. Al segundo golpe, la espada cayó de la mano de su oponente y golpeó en el suelo con un estrépito. La muerte miraba a Ewan desde las profundidades de los ojos del hombre. El comandante lo sabía y lo aceptaba, como sólo un guerrero podía. Se dejó caer de rodillas y agachó la cabeza, en reconocimiento de su derrota. Ewan no aparto la vista de él, su garganta luchando contra la ira que se arremolinaba tan feroz en su interior. ¿Había sido esto lo que su padre había hecho justo antes de que Cameron lo degollara? ¿Había su padre luchado hasta el amargo final? ¿O había reconocido, como este hombre sabía, que la derrota era inevitable? Durante un largo momento, sostuvo su espada por encima de su cabeza, luego la bajó lentamente y miró a su alrededor a la moribunda batalla. Los hombres de Cameron estaban dispersos a través del campo. Algunos muertos. Unos heridos. Algunos huyendo a pie, mientras que otros corrían a caballo para escapar de sus soldados.


Silbó a su caballo, y el comandante miró hacia arriba, la sorpresa brillando en esos ojos que hacía un momento estaban ensombrecidos por su inminente muerte. Cuando el caballo de Ewan obedientemente se detuvo a un pie de distancia, extrajo la sábana manchada con la sangre virgen de Mairin. La extendió como si fuera un estandarte, los extremos soplando al viento. Luego la arrugó en su mano y la empujó en el rostro del comandante. —Le llevarás esto a Cameron —señaló con los dientes apretados—. Y le entregarás mi mensaje. El comandante tomó lentamente el lino y luego asintió en aceptación al dictamen. —Le dirás a Duncan Cameron que Mairin Stuart es ahora Mairin McCabe. Ella es mi esposa. El matrimonio ha sido consumado. Comunícale que Neamh Álainn nunca será suya.


Capítulo 14 Cuando Ewan y sus hombres llegaron cabalgando al patio, era bien pasada la medianoche. Estaban sucios, ensangrentados, cansados, pero jubilosos por haber obtenido una victoria tan fácil. La celebración estaba en marcha, pero Ewan no tenía ganas de festejar. Duncan Cameron había escapado de su castigo y aquello ardía como cerveza agria en su vientre. Él quería al bastardo en la punta de su espada, ahora no sólo por lo que había hecho ocho años atrás, sino por lo que le había hecho a Mairin. Ordenó a sus hombres que incrementaran la vigilancia. Había mucho que hacer a la luz de su matrimonio. La defensa del torreón tendría que ser fortalecida, y nuevas alianzas, tales como una con McDonald, eran más importantes que nunca. Incluso con todo eso pesando sobre él, su pensamiento principal recaía en Mairin. Lamentaba la prisa con la cual se había acostado con ella. No le gustaba la culpa. La culpa era para hombres que cometían errores. A Ewan no le gustaba la idea de cometer errores o admitir sus fracasos. Sí, pero le había fallado a la muchacha y él estaba perdido en cuanto a cómo hacer para que lo perdonara. Se tomó su tiempo para bañarse en el lago con los otros hombres. Si no fuera por el hecho de que una dulce muchacha yacía en su cama, se habría arrastrado bajo las sábanas con sus botas puestas sin preocuparse por el desastre hasta la mañana siguiente. Después de lavar la suciedad y la sangre de su cuerpo, rápidamente se secó y se dirigió a su recámara. La impaciencia lo impelía. No sólo quería mostrar a la muchacha un poco ternura, sino que él ardía por ella. Antes, sólo había probado su dulzura. Ahora él quería deleitarse en la misma. Silenciosamente, abrió la puerta de su habitación y entró. La estancia estaba en penumbras. Sólo los carbones del fuego la alumbraban, mientras se acercaba al lecho. Mairin estaba agazapada en el centro de la cama, su cabello extendido como un velo de seda. Él deslizó una rodilla sobre la cama y se inclinó, listo para despertarla, cuando vio el bulto al otro lado de ella. Frunciendo el ceño, levantó la manta para ver a Crispen acurrucado en sus brazos, su cabeza recostada en su pecho. Una sonrisa alivió su ceño cuando vio cómo ella tenía ambos brazos envueltos protectoramente a su alrededor. La muchacha se había tomado el papel de nueva madre de su hijo muy en serio. Estaban arrebujados tan apretadamente como dos gatitos en una noche fría. Con un suspiro, se relajó a su lado, resignado ante el hecho de que no despertaría a su mujer con besos, ni la tocaría esta noche.


Se acercó hasta que su espalda estuvo acunada contra su pecho. Luego pasó un brazo alrededor de ella y Crispen, mientras enterraba su cara entre el perfumado cabello. Fue lo más rápido que jamás se había quedado dormido en su vida.

Tuvo cuidado de no despertarlos cuando se levantó tan sólo unas horas más tarde. Se vistió en la oscuridad y se puso sus botas, mientras trataba de caminar hacia la puerta, éstas se engancharon en algo. Se agachó y recogió el ofensivo material y se dio cuenta de que era el vestido que ella había usado cuando se casó con él. Recordando que lo había rasgado en su prisa por acostarse con ella, se lo quedó mirando por un largo rato. La imagen de los ojos de Mairin abiertos, reflejándose en ellos la conmoción y la angustia le hizo fruncir el ceño. Era sólo un vestido. Envolviéndolo en su la mano, se lo llevó mientras se abría camino bajando las escaleras. Incluso a esta temprana hora, la fortaleza se agitaba ya con actividad. Caelen y Alaric estaban terminando de comer y levantaron la vista cuando Ewan entró en el salón. —El matrimonio te ha convertido en un gandul, —Caelen arrastró las palabras—. Hemos estado levantados desde hace una hora. Haciendo caso omiso de la burla de su hermano, tomó asiento a la cabecera de la mesa. Una de las criadas se apresuró a traerle una bandeja con los alimentos y la colocó delante de él. —¿Qué demonios estás sosteniendo? —pregunto Alaric. Ewan miró hacia abajo para darse cuenta que todavía sostenía el vestido de Mairin, fuertemente apretado en su mano. En vez de responderle a su hermano, llamó a la criada de nuevo. —¿Maddie está todavía por aquí? —Sí, Laird. ¿Le gustaría que fuera a buscarla? —Ahora mismo. Hizo una reverencia y se precipitó a obedecer sus órdenes. Apenas momentos más tarde, Maddie se apresuraba hacia él. —¿Me mandó a llamar, Laird? Ewan asintió. —Sí —empujó el vestido hacia la mujer, y con una mirada de sorpresa, ella lo tomó—. ¿Puedes repararlo? Ésta le dio vueltas al material en sus manos, examinando el lugar donde la tela estaba rasgada.


—Sí, Laird —sólo necesitaré una aguja e hilo. Podría tenerlo listo en poco tiempo. —Asegúrate de hacerlo. Me gustaría que tu señora lo tuviera entero de nuevo. Maddie sonrió, y sus ojos brillaron con una mirada de complicidad que le molestó. Le frunció el ceño y le indicó que se fuera. Todavía sonriendo, metió el vestido bajo su brazo y salió de la sala. —¿Desgarraste su traje de novia? —Caelen sonrió con satisfacción. —Ciertamente tienes tacto con las mozas, —dijo Alaric, negando con la cabeza—. La arrastraste arriba por las escaleras para lo que tal vez fue la más rápida consumación registrada en la historia, ¿y rasgaste su vestido de novia en el proceso? Las fosas nasales de Ewan se dilataron. —No es una moza. Es tu hermana ahora y deberías hablar de ella con respeto, como tu señora y esposa de tu Laird. Alaric levantó las manos en señal de rendición y se echó hacia atrás en su silla. —No fue mi intención ofenderla. —Susceptible, ¿no? —dijo Caelen. La mirada relampagueante de Ewan silenció a su hermano menor. —Tenemos mucho que hacer hoy. Alaric, necesito que vayas como mi emisario a McDonald. Tanto Alaric como Caelen salieron disparados de sus asientos, la incredulidad reflejada en sus rostros. —¿Qué? Ewan, el hijo de puta trató de secuestrar a tu hijo, —gruñó Alaric. —Él niega tener conocimiento de las acciones de su soldado y jura que su hombre actuó por voluntad propia. El soldado está muerto ahora, —Ewan señaló rotundamente—. No será una amenaza para mi hijo nunca más. McDonald quiere una alianza. Aspira tener el beneficio de llamarnos amigos. Me he negado hasta el momento. Pero sus tierras se unirían a las nuestras y a Neamh Álainn. Cuento contigo para que esto ocurra, Alaric. —Que así sea, —contestó su hermano—. Me marcharé dentro de una hora. Alaric salió a zancadas de la sala para prepararse para su viaje. Ewan rápidamente terminó su comida y luego, él y Caelen salieron y fueron hasta donde sus hombres estaban entrenando. Estaban de pie en el patio, mirando como los otros soldados se enfrentaban y llevaban a cabo sus ejercicios.


—Es imperativo que Mairin esté bajo constante vigilancia, —dijo en voz baja a Caelen—. Duncan Cameron no se dará por vencido sólo porque me he casado con ella. Hay mucho que debe ser hecho, y debe permanecer dentro de la fortaleza bajo estrecho cuidado. Caelen echó a Ewan una mirada cautelosa. —No creas que puedes cargarme con esa tarea. Ella es tu esposa. —Ella es el futuro de nuestro clan, —dijo Ewan en una voz peligrosamente suave—. Harías bien en tener eso en mente cuando me dices lo que debes y no debes hacer. Espero que tu lealtad se extienda a su persona. —¿Pero una niñera, Ewan? —preguntó Caelen con voz afligida. —Todo lo que tienes que hacer es mantenerla a salvo. ¿Qué tan difícil puede ser? —preguntó Ewan. Hizo un gesto a sus hombres de altos rangos cuando terminaron la actual ronda de combate. Dio instrucciones a Gannon, Cormac, y Diormid de sus expectativas para que Mairin fuera vigilada en todo momento. —Como quiera, Laird. A ella no le gustará mucho eso, —dijo Gannon. —No estoy preocupado por lo que le guste o no, —contestó Ewan—. Mi preocupación es mantenerla a salvo y conmigo. Los hombres asintieron con la cabeza. —No hay ninguna necesidad de alarmarla. No quiero que se sienta insegura en mis tierras. Deseo que esté bien vigilada, pero que parezca que es sólo una manera de hacer las cosas. —Puede contar con nosotros para mantener a lady McCabe segura, Laird, —prometió Cormac. Satisfecho de que sus hombres comprendieran la importancia de mantener una estrecha vigilancia sobre Mairin, Ewan convocó a su mensajero y escribió una misiva al rey para informarle de su matrimonio con Mairin y solicitando la liberación de su dote. Por primera vez en muchos años, la esperanza palpitaba en su pecho a un ritmo estable. No por la venganza. No, él siempre había sabido que llegaría el día cuando él se cobraría por los daños causados a su gente. Con la dote de Mairin su clan prosperaría una vez más. Los alimentos serían abundantes. Los suministros estarían a la mano. Dejarían de tener que sobrevivir a duras penas en condiciones espartanas.

A pesar de la intención de Ewan de tomarse un momento para hablar con Mairin —no estaba del todo seguro acerca de cómo hacerlo— el día transcurrió


en una bruma de actividad. Había pensado en medir su humor y ofrecerle la garantía de que los hombres de Duncan Cameron habían sido expulsados. Sí, se sentiría mejor y más segura, y maldita sea, ciertamente no dudaría de su capacidad para protegerla o darle sustento por más tiempo. Un incidente con sus hombres le impidió cenar con su esposa, y cuando subió con dificultad por las escaleras hacia su habitación, estaba cansado, pero al menos estaba limpio después de darse un baño en el lago. Empujó la puerta para ver que ella ya estaba en la cama, su suave y acompasada respiración indicaban que estaba dormida. Empezó a avanzar, con intención de despertarla, cuando vio que de nuevo, estaba acurrucada contra Crispen. Suspiró. Mañana se encargaría de señalarle a su hijo que debía dormir en su propia recámara al otro lado del pasillo. Él nunca tuvo la ocasión de exponerle su opinión. Desde el momento en que Mairin despertó, nunca parecía tener la oportunidad de hablar con ella. Hacia la tarde, se impacientó y dictó una orden directa para que apareciera ante él. Cuando no recibió respuesta, envió a Cormac a buscarla, ya que la estaba vigilando Diormid. Cormac volvió con la noticia de que Mairin visitaba a las otras mujeres en sus cabañas y hablaría con su Laird más tarde. Ewan frunció el ceño, y Cormac pareció incómodo diciéndole que su esposa lo había rechazado. Era evidente que iban a tener que discutir asuntos mucho más importantes que dónde su hijo dormía. Concretamente, la idea de que creía tener el derecho a rechazar una orden directa. Hizo un espacio para cenar con Mairin esa noche. Parecía cansada y nerviosa. Le echaba miradas esquivas cuando pensaba que no la estaba viendo, como si temiera que él se lanzará a través de la mesa y la cargara hasta su habitación. Suspiró. Supuso que su miedo no era irrazonable considerando lo que había ocurrido el día de su boda. Algo de su irritación disminuyó. La muchacha estaba asustada. Dependía de él aliviar sus temores y calmar sus preocupaciones. Protección era algo que fácilmente podía ofrecer. Su lealtad a la mujer que llamaba esposa sería inquebrantable. Ella nunca precisaría nada que pudiera necesitar mientras él viviera. Aquellas eran cosas que un guerrero como él abrazaba de buena gana. ¿Pero cosas como ternura y comprensión? ¿Dulces palabras destinadas a calmar sus preocupaciones? La sola idea lo horrorizaba sin medida. Sus pensamientos deben haberse visto reflejados en su rostro porque Mairin le envió una mirada sobresaltada y entonces se levantó inmediatamente


y se disculpó. Sin esperar su permiso para salir, murmuró algo a Crispen. El muchacho metió la comida en su boca y apresuradamente apartó el plato. Le tomó la mano y abandonó la sala en dirección a la escalera. Los ojos de Ewan se estrecharon cuando comprendió qué era lo que ella hacía. Estaba deliberadamente llevando al muchacho a su cama, en un esfuerzo para evitarlo a él. Si no estuviera tan molesto, podría haber estado impresionado por su astucia. Se apartó de la mesa y se levantó con un movimiento de cabeza hacia Caelen. Preferiría ir a la guerra que subir las escaleras y enfrentarse a esa situación con su nueva esposa que no tenía la menor idea de cómo resolver. Un buen comienzo sería emitir un severo sermón para que obedeciera sus órdenes. Después de eso, simplemente dictaminaría que dejara de ser tan esquiva a su alrededor. Sintiéndose seguro con su plan de acción, subió a su habitación y abrió la puerta. Mairin se dio la vuelta, con la sorpresa escrita en sus ojos. —¿Hay algo que necesite, Laird? Él enarcó una ceja. —¿No puedo retirarme a mi propia habitación? Ella se sonrojó y se dispuso a recomponer sus faldas. —Sí, por supuesto. Normalmente, no viene a la cama tan temprano. Es decir, que no esperaba que... —se interrumpió, su rubor profundizándose. Apretó los labios firmemente como si se negara a decir una palabra más. No pudo resistirse a burlarse de ella. —No me había dado cuenta de que estabas tan familiarizada con mis hábitos de sueño, muchacha. Su rubor desapareció y lo fulminó con una mirada de desagrado. Determinado a ponerle los puntos sobre las íes en varias cuestiones, llamó con el dedo a Crispen, y cuando a regañadientes él se separó de Mairin y se acercó a su padre, éste le puso las manos sobre sus hombros. —Esta noche dormirás en tu propia habitación. Cuando ella quiso protestar, la silenció con una mirada severa. Crispen también hubiera querido discutir, pero era demasiado disciplinado para eso. La mayor parte del tiempo, al menos. —Sí, papá. ¿Puedo dar a mamá un beso de buenas noches? Ewan sonrió. —Por supuesto. El chico se apresuró a regresar con Mairin y permitió que lo envolviera en un abrazo. Ella besó la parte superior de su cabeza y le dio un apretón. Crispen se volvió y quedó de pie solemnemente frente a Ewan.


—Buenas noches, papá. —Buenas noches, hijo. Ewan esperó hasta que su hijo hubiera salido de la habitación antes de volverse de nuevo hacia Mairin. Su barbilla se alzó y el desafío brilló en sus ojos. Se estaba preparando para la batalla. La idea le divertía, pero sofocó la sonrisa que amenazaba con brotar. Era la verdad de Dios, él había sonreído más desde su llegada, de lo que lo había hecho en toda su vida. —Cuando te emito una convocatoria, espero que le prestes atención, — dijo—. Espero —no, exijo— obediencia. No aceptaré un desafío de ti. Su boca adquirió una expresión de dolor. Al principio pensó que la había asustado otra vez, pero al mirarla por segunda vez, vio que estaba furiosa. —¿Incluso cuando sus exigencias son ridículas? —preguntó con desdén. Él arqueó una ceja ante eso. —¿Mi petición de que te presentaras ante mí era ridícula? Yo tenía asuntos que discutir contigo. Mi tiempo es valioso. Ella abrió la boca y luego rápidamente volvió a cerrarla. Pero murmuró algo en voz baja que él no entendió. —Ahora que tenemos ese asunto resuelto, aunque agradezco tu devoción por mi hijo, él tiene su propia habitación que comparte con otros niños de la fortaleza. —Él debería dormir con su madre y padre —soltó. —Sí, habrá momentos en los que de hecho sea el caso, —estuvo de acuerdo Ewan—. Pero justo después de nuestro matrimonio no es uno de ellos. —No veo por qué el que nos hayamos casado recientemente tenga que ver con eso, —refunfuñó. Suspiró y trató de refrenar su impaciencia. La muchacha iba a ser su muerte. —Es difícil acostarme con mi esposa si mi hijo está compartiendo la cama con nosotros, —dijo arrastrando las palabras. Mairin apartó la mirada y retorció sus manos frente a ella. —Si no le importa, preferiría más bien, no tener... que acostarme con usted. —¿Y cómo piensas quedar embarazada, muchacha? Su nariz se arrugó y le lanzó una cautelosa, pero esperanzada mirada. —Quizás su semilla ya ha echado raíces. Deberíamos esperar a ver si eso es así. La verdad es que no tiene ninguna habilidad como amante, y es obvio que no tengo ninguna tampoco.


Ewan se quedó boquiabierto. Estaba seguro de que no había escuchado correctamente. ¿Ninguna habilidad? Su boca se cerró, entonces se abrió y luego volvió a cerrarse fuertemente con incredulidad. Ella se encogió de hombros. —Es algo bien conocido, que un hombre o es un experto en asuntos de amor o en asuntos de guerra. Es obvio que la lucha es su arte. Ewan hizo un ademán. La pequeña moza destrozaba su virilidad. Su polla ciertamente se marchitó bajo su crítica. La ira guerreó con la exasperación, hasta que vio el temblor de su labio inferior y el miedo en sus ojos. Él suspiró. —Ah, muchacha, es cierto que me acosté contigo con toda la destreza de un mozo de cuadra al estar con su primera mujer. Sus mejillas se sonrojaron con un delicado rosa, y se dio patadas a sí mismo por su tosquedad. Pasó los dedos por su pelo. —Tú eras virgen. Es poco probable que de cualquier forma que me hubiera comportado, lo hubiera hecho mejor, pero hay mucho que podría haberlo hecho más agradable. —Me hubiera gustado agradable, —dijo con tristeza. Él se maldijo. ¿Cuán cruelmente la había herido? Sabía que no le había dado el placer o la paciencia que se merecía. En ese momento, todo lo que había sabido era que tenía que consumar el matrimonio a toda prisa. No hubo tiempo para seducir a una virgen tímida. Sólo que ahora su tímida virgen se había convertido en una voluntariosa y obstinada esposa. —Mairin, el matrimonio no era válido hasta que se consumara. No podía arriesgarme a que algo pasara antes de que tuviera la oportunidad de yacer contigo. Si hubieras sido capturada, Cameron podría haberte tomado y presentado una solicitud para que nuestro matrimonio fuese anulado. Él se habría acostado contigo y embarazado con su niño para fortalecer su reclamo. Su labio tembló y bajó sus ojos hacia donde sus dedos se retorcían nerviosamente en sus faldas. Aprovechó su momentánea distracción y la rodeó. Se agachó y tomó sus manos entre las suyas. Ella era pequeña y suave. Delicada. La idea de que había sido demasiado brusco, que le había hecho daño, lo perturbó. No debería sentir ninguna culpa por haber tomado a su esposa. El deber de ella era proporcionarle placer, sin embargo él tuvo a bien tomarlo. Pero recordar sus ojos llenos de lágrimas fue como un puño golpeando su intestino. —No será así a partir de ahora. Levantó los ojos hacia él y su frente se arrugó en confusión.


—¿No lo será? —No, no lo será. —¿Por qué? Su irritación se atenuó y se recordó a sí mismo que necesitaba una mano suave justamente ahora. —Porque soy muy hábil en el amor, —dijo—. Y planeo demostrártelo. Sus ojos se abrieron. —¿Lo dice en serio? —Lo hago. Su boca se abrió en asombro, y trató de dar un paso atrás. Sostuvo sus manos fuertemente en las suyas y tiró de ella hasta que chocó contra su pecho. —De hecho, tengo la intención de mostrarte cuan experto soy. —¿Lo hará? —Lo haré. Tragó saliva y lo miró fijamente a los ojos, los propios, amplios y confusos. —¿Cuándo planea hacer eso, Laird? Se inclinó y barrió su boca sobre la de ella. —Ahora mismo.


Capítulo 15 Mairin puso sus manos sobre el pecho de Ewan para mantener el equilibrio, de lo contrario se habría caído bajo el implacable asalto a sus sentidos. Suspiró y se apoyó más en el beso, sin siquiera protestar cuando su lengua se deslizó sensualmente sobre su labio inferior mientras la persuadía a separarlo. El hombre podría no ser experto en el amor, pero ella podría ahogarse en sus besos. Tal vez él estaría dispuesto a seguir besando y renunciar al resto. —Bésame tú también, —murmuró—. Abre tu boca. Déjame saborearte. Sus palabras se deslizaron como terciopelo sobre su piel. Se estremeció cuando ahuecó sus pechos y estos se hincharon. Un dolor se inició en la profundidad de su cuerpo, en lugares que no podían mencionarse. ¿Cómo era capaz de incitar tal respuesta cuando lo único que estaba haciendo era besarla? Sus manos se deslizaron hasta su cintura y luego más arriba, sobre sus hombros y cuello, hasta enmarcar su rostro. El calor de su toque la quemó. Se sentía como si fuera a tener marcas permanentes de sus dedos en las mejillas, y sin embargo era exquisitamente suave, las puntas de ellos pasaban sobre su piel como pequeñas criaturas aladas. Incapaz de escaparse al sondeo de su lengua, relajó la boca y le permitió deslizarse dentro. Cálida y áspera. Tan pecaminosa. Una decadente sensación, una que estaba segura debería negarse a sí misma, pero no podía. La tentación de probarlo también, era fuerte. Tan fuerte que golpeaba a un incesante ritmo en sus sienes, en su mente, en su mismo núcleo. Tímidamente cepilló su lengua por sus labios. Él gimió y ella inmediatamente se retiró, temiendo haber hecho algo mal. La arrastró de vuelta y capturó su boca una vez más, de una manera voraz que la dejó sin aliento. —Hazlo otra vez, —susurró—. Saboréame. Por el sonido de su voz, no le había desagradado que ella lo tocara con su lengua. Tentativamente le lamió el labio otra vez. Él relajó su boca contra la suya, abriéndola para que así tuviera mejor acceso. Sintiéndose más valiente, audazmente empujó hacia adentro, caliente y húmeda. Se estremeció por la pura carnalidad de algo tan simple como un beso. Se sentía desnuda y vulnerable, como si estuviera extendida y debajo de él mientras saciaba su lujuria una y otra vez. Sólo que esta vez ardía por él. Lo quería sobre ella, cubriendo su cuerpo. Se sentía nerviosa y ansiosa, como si su piel estuviera muy tirante. —Esta vez te desnudaré como debería haberlo hecho, —le susurró, mientras la llevaba hacia la cama.


Su mente estaba nublada y era lenta sorteando a través de sus pensamientos confusos. Frunció el ceño, consciente de que él no tenía el derecho de hacerlo de nuevo. ¿Tendría ella que instruirlo siempre? —Yo debería desnudarle. Es mi deber, —le dijo. Él sonrió abiertamente. —Es sólo tu deber cuando yo diga que lo es. Esta noche tengo la intención de desnudarte y disfrutar de cada momento. Te mereces un lento cortejo, muchacha. Esta será tu noche de bodas de nuevo. Si pudiera volver atrás y hacer todo de otra manera, lo haría. Pero te daré algo mejor. Te daré esta noche. La promesa en su voz la sacudió hasta los dedos de sus pies. Parpadeó cuando le bajó el vestido sobre un hombro y luego trazó una línea hacia abajo por su cuello y por la curva de su brazo con sus labios. Cada centímetro de piel que descubría, él la besaba, deslizándose hasta que el vestido cayó, dejándola casi expuesta bajo su mirada. Cada capa amontonada a sus pies, hasta que estuvo desnuda. —Eres hermosa, —dijo con voz rota, su cálido aliento susurrando sobre los coletazos de frío que salpicaban su carne. Le ahuecó un pecho, palmeándolo hasta que el globo pálido se hinchó en su mano. Su pezón se contrajo y endureció con tanta fuerza, que envió pequeños fragmentos de rayos a través de su vientre. Entonces se inclinó y movió su lengua por la protuberancia erecta, sus rodillas de inmediato se doblaron. Aterrizó en la cama con un suave rebote, y él se rió ligeramente mientras la seguía hacia abajo. Con un suave empujón, la tuvo en su espalda, cerniéndose sobre ella, tan grande y fuerte. Miraba tan descaradamente su desnudez, que ella trató de alcanzar las mantas, algo, cualquier cosa, que le permitiera no sentirse tan vulnerable. La mano de él atrapó la suya, su mirada tierna, mientras se encontraba con la suya. —No te cubras, muchacha. Eres un espectáculo exquisito. Incomparable a cualquier mujer que haya visto nunca, —arrastró un dedo por la curva de su cintura, hasta su cadera y luego de regreso otra vez, hasta que frotó sobre sus tensos pezones—. Tienes la piel tan suave como la seda más fina. Y tus pechos... me recuerdan a melones maduros sólo a la espera de ser probados. Ella trató de aspirar aire, pero sus pulmones quemaban por el esfuerzo. Cada respiración se sentía apretada. Jadeaba entrecortadamente, sintiéndose más mareada a cada minuto.


Él se apartó de la cama, y por un momento, le entró el pánico. ¿Adónde iba? Pero comenzó a deshacerse de su ropa de una manera mucho más impaciente que cuando la había despojado de la suya. Se quitó las botas y luego se quitó la túnica y los calzones, lanzándolos al otro lado de la habitación. Mirarlo era inevitable. No podría haber apartado la vista aunque quisiera. Había algo sumamente hipnotizante acerca de los contornos rugosos, perfectamente trabajados de su cuerpo. Las cicatrices, algunas antiguas y otras mucho más nuevas, trazaban caminos por encima de su piel. No había un solo trozo de carne sobrante a la vista. Duros músculos se tensaban desde su pecho hasta su abdomen, donde tantos hombres se suavizaban con la edad. No su guerrero. Este era un hombre perfeccionado en el fuego de la batalla. Tragando nerviosa, dejó caer su mirada a la unión entre sus piernas, curiosa por ver esa parte de él que le había causado tanto dolor antes. Sus ojos se ensancharon a la vista de lo que sobresalía muy duro y... grande. Comenzó a retroceder sobre la cama antes de que se diera cuenta de lo que estaba haciendo. —No tengas miedo, —murmuró, mientras se dejaba caer sobre ella—. No te haré daño esta vez, Mairin. —¿No lo harás? Él sonrió. —No, no lo haré. Te gustará. —¿Me gustará? —Sí, muchacha, te gustará. —Muy bien, —susurró. La besó en los labios, tan caliente y tan suave. Era una idea ridícula, pero él la hacía sentir muy protegida y querida. Ella ahora tenía dos puntos de vista muy contradictorios sobre el amor porque esto... esto era muy agradable. Él siguió besándola, deslizando su boca bajo la línea de su mandíbula y luego bajó a su cuello y la carne sensible justo debajo de su oreja. Se detuvo un momento y sorbió húmedamente antes de pasar los dientes sobre el punto de su pulso. —¡Ah! Lo sintió sonreír contra su cuello, pero él nunca apartó su boca. En cambio, se arrastró hacia abajo a su pecho hasta que estuvo peligrosamente cerca de sus senos. Recordando su reacción cuando le puso la lengua en su pezón, se encontró arqueándose hacia él. Él no se burló, por lo cual estaba agradecida. Se sentía tan fuertemente traspasada, que temía lo que iba a sucederle. Sus labios se cerraron alrededor de un pezón y lo chupó con fuerza. Su espalda se arqueó y sus manos volaron a agarrarle el pelo. Oh cielos, pero esta era una maravillosa sensación.


Succionó, unas veces áspero, y luego suave y rítmico. Su lengua rodeó la sensible carne, y sus dientes pellizcaron muy ligeramente, incitando al brote a un punto aún más duro. —Dulce. Tan dulce, —dijo, mientras movía la boca a su otro pecho. Ella suspiró, aunque el sonido salió más como una expresión distorsionada que una entrecortada exclamación. El frío de la recámara ya no la molestaba. Se sentía más bien como si estuviera acostada en un prado durante un día de caliente verano, permitiendo que los rayos del sol derritieran sus huesos. Sí, deshuesada era una descripción apropiada. Mientras se amamantaba de su pecho, sus dedos se deslizaron por su vientre, acariciando durante un momento antes de que él cuidadosamente se abriera camino hacia la unión entre sus muslos. Al instante en que su dedo se deslizó a través de sus pliegues, ella se tensó. —Shhh, muchacha. Relájate. Sólo voy a darte placer, —su dedo encontró un punto particularmente sensible y comenzó a frotar ligeramente, y luego lo giró en un movimiento circular. Ella jadeó y entonces cerró los ojos mientras era bombardeada por el placer más intenso. Tal como él se lo había prometido. Había una curiosa presión mientras su cuerpo se erguía. Sus músculos se tensaron. Efímera. Así es como se sentía. Como si estuviera a punto de caerse de una cima muy alta. —¡Ewan! Su nombre brotó de sus labios, y en los recovecos de su mente borrosa, se dio cuenta de que esta era apenas la segunda vez que lo había usado. Él liberó su pezón y la mano que retenía su cabello. Fue entonces cuando se dio cuenta de que seguía aferrándose a su cabeza con un apretón de muerte. Lo soltó y dejó que sus manos cayeran sobre la cama. Pero tenía que agarrarse a algo. Él presionó su lengua por su línea media y lentamente fue dejando un rastro húmedo sobre su vientre. Su estómago convulsionó cuando su respiración se aceleró. Trazó un camino lento alrededor de su ombligo y a continuación, para su sorpresa absoluta, se fue más abajo, moviendo su cuerpo hacia la parte inferior de la cama, mientras trabajaba cada vez más cerca del lugar donde sus dedos la habían acariciado. No lo haría. Sin duda, tal cosa no era del todo decente. Oh, pero lo hizo.... Su boca encontró su calor, en un lujurioso y carnal beso que hizo que cada músculo de su cuerpo se crispara y convulsionara como si hubiera sido golpeado por un rayo. Debería decirle que no debía. Debería decirle que no podía. Debería ofrecerle instrucción sobre la forma correcta de hacer las cosas, pero cielo


querido, no podía pensar en nada en absoluto, más allá de que él no se detuviera. —Por favor, no te detengas. —No lo haré, muchacha, —murmuró contra su carne más íntima. Sus piernas se habían vuelto rígidas e inflexibles en torno a él, y con suavidad la obligó a separarlas. —Relájate. Lo intentó. Oh, como lo intentó, pero su boca la tornaba tonta. Y entonces su lengua la encontró, tan caliente y erótica. Un lavado de placer indescriptible se disparó a través de su vientre mientras él lamía su entrada. Su visión se volvió borrosa y enroscó sus dedos en torno a las mantas hasta quedar exangües y toda sensación voló. Ella ya no tenía ningún control sobre su cuerpo. Se arqueó inconscientemente, y sus piernas se agitaron, las sacudidas se expandieron hacia sus muslos hasta que fue una masa de carne temblorosa. —Ah, ya estás lista para mí, muchacha. Su voz se hizo más profunda, por poco ronca, su tono casi desesperado. Se arriesgó a mirar hacia abajo para verlo contemplándola, sus ojos brillantes y con apariencia salvaje. —¿Lo estoy? —suspiró ella. —Sí, lo estás. Subió sobre su cuerpo a una velocidad que la sorprendió. Ahuecó su trasero con una mano y colocó su cuerpo entre las piernas de ella. Podía sentirlo caliente e increíblemente duro, enclavado en contra de su apertura. Entonces se inclinó y fundió su boca en la suya. Esta vez, ella no dudó, ni pensó en instruirlo acerca de la forma correcta de besar. Abrió sus labios y lo devoró antes de que él siquiera tuviera la oportunidad de exigir que lo hiciera. —Agárrate a mí, —dijo con voz ronca, entre los calientes y húmedos besos de su boca. Ella envolvió sus brazos alrededor de sus amplios hombros y hundió los dedos en su espalda. Lo besó. Lo saboreó. Lo absorbió, aspirándolo en cada suspiro para tomar aire. Antes de que se diera cuenta que él se había movido, le había levantado las caderas y deslizado dentro muy lentamente. Ella se estiró para darle cabida y se preguntó cómo había sido capaz de hacerlo. La besó de nuevo y luego apoyó su frente sobre la de ella, sus ojos tan cerca, que todo lo que podía ver era el delgado anillo de color verde que rodeaba las pupilas oscuras. —Relájate, —dijo de nuevo—. No te haré daño.


Levantó los labios hacia los suyos. Esta vez sus bocas se encontraron en una danza delicada, de tiernos toques. —Lo sé. Y lo sabía. De alguna manera, sabía que esto era diferente. No había prisa. Ningún choque desagradable para sus sentidos. Su cuerpo fusionado con el de él, rindiéndose a su poder y a su necesidad. Y a la necesidad de ella. Sus caderas se movían hacia adelante con infinitesimal lentitud. Se abrió a su alrededor mientras se deslizaba más profundo. La plenitud la abrumó, pero no era dolor o sorpresa lo que sacudió su cuerpo. —Casi allí, —susurró. Sus ojos se ensancharon cuando él fue más lejos y luego se detuvo, alojado tan profundamente dentro de ella, que no podía respirar. La rodeó, recogiéndola en sus brazos, sosteniéndola cerca cuando comenzó a moverse, en un lento y seductor ritmo que la tuvo loca de deseo. Los músculos de su espalda se tensaron y abultaron. Los dedos de ella bailaban sobre su carne en un patrón seductor, mientras buscaba agarrarse. Algo a lo que anclarse como si estuviera a la deriva en una tormenta. Sus movimientos aumentaron, más rápidos y más poderosos. Los suspiros de ambos atrapados y mezclados en el pesado aire con la esencia de su amor. —Envuelve tus piernas alrededor de mí, —ordenó—. Abrázame fuerte, muchacha. Envolvió todo su cuerpo en torno a él hasta que estuvo segura de que estaban tan inexorablemente entrelazados que nunca se separarían. La sensación abrasadora aumentó hasta que se agitó inquieta, frenética por... liberación. Respirar dolía, así que no lo hizo, y su pecho protestó, pero se resistió, tratando de alcanzar algo que no tenía ningún sentido para ella. Y entonces se deshizo, desarticulándose como hilos de un tapiz inacabado. Gritó, o trató de hacerlo, pero la boca de su marido se cerró sobre la de ella, y se tragó su clamor frenético. No tenía ningún control sobre su cuerpo. No podía pensar. Sólo podía sentir, incapaz de hacer nada más que yacer en los brazos de Ewan mientras éste le murmuraba suaves palabras contra sus oídos. Completamente aturdida por lo que había ocurrido, clavó los ojos desenfocados en su marido cuando vio que una expresión de agonía contrajo su cara. Él dio un empuje más poderoso, asentándose más profundamente dentro de su cuerpo. Entonces se dejó caer sobre ella, presionándola contra el colchón mientras le entregaba su semilla.


Recostó su cabeza en el hueco de su garganta, tan saciada y completamente deshuesada que estaba considerando la idea de permanecer en la cama durante el siguiente año. Ewan descansó sobre ella durante un buen rato antes de que finalmente aliviara su peso de su cuerpo, rodando a un lado. La tomó en sus brazos y le acarició el cabello. Luego le dio un beso en su sien y dejó descansar la mejilla contra un lado de su cabeza. Su mente aturdida no podía dar sentido a lo que acababa de suceder. Sólo una cosa golpeaba fuertemente en su cabeza. —¿Ewan? —susurró. Le tomó un momento para responder. —¿Sí, muchacha? —Estaba equivocada. Él se movió, frotándose la cara contra su mejilla. —¿En qué estabas equivocada? —Eres muy hábil para el amor. Se rió y luego la abrazó con más fuerza contra él. Bostezando ampliamente, se acurrucó más profundamente en sus brazos y cerró los ojos.


Capítulo 16 Cuando Mairin despertó, estaba momentáneamente desorientada. Parpadeó para alejar la nubosidad. Su cabeza todavía se sentía pesada, pero su cuerpo, a pesar de que estaba un poco tieso y dolorido por sus moretones, estaba sorprendentemente cálido y saciado. Flácido, como si hubiera disfrutado de una prolongada inmersión en una humeante tina de agua. Se percibía luz a través de la ventana, la cual ya no tenía ninguna piel cubriéndola, y la altura del sol le decía que había dormido hasta mucho más tarde de lo que había sido su intención. Gertie no estaría contenta, y Mairin tendría que esperar hasta la comida del mediodía. Para el caso, puede ser que fuera mediodía ya. La noche volvió a ella de repente. El calor se centró en su bajo abdomen y la abrasó, subiendo, hasta que sus mejillas estuvieron en llamas. Se sentó, entonces se dio cuenta de que estaba completamente desnuda. Cogió la ropa de la cama y la elevo hasta la barbilla, y luego las dejó caer con disgusto. Estaba sola en la habitación. Nadie la vería. Sin embargo, se levantó del lecho y rápidamente se vistió. Tenía el cabello en desorden y un toque en sus mejillas le dijo que el rubor todavía estaba allí. Probablemente se vería como una brasa caliente. En realidad le había dicho al Laird que no era experto en el amor. Sí, él le había demostrado algo muy diferente. Había hecho cosas que nunca había imaginado que dos personas pudieran hacer. Su boca... y su lengua. Se sonrojó de nuevo y cerró los ojos por la mortificación. ¿Cómo podría alguna vez enfrentarse a él de nuevo? Mairin adoraba a la madre Serenity. Confiaba en ella por encima de todas las demás personas. La abadesa había sido muy buena. Y paciente. Sí, había tenido la paciencia de Job, cuando se trataba de instruirla y responder a todas las preguntas con las que la había asediado. Pero se estaba volviendo cada vez más claro que tal vez la monja había dejado fuera un montón de cosas acerca del acto de amor. Y los besos. Mairin frunció el ceño mientras reflexionaba hasta qué punto las enseñanzas de la mujer mayor habían sido diferentes a la sorprendente realidad de la cópula. Si la abadesa se había equivocado acerca de los besos... y el acto amoroso... ¿en qué otra cosa podía estar equivocada? Se sintió de pronto ignorante y lamentablemente poco informada. Nunca como uno mismo para consumirse en su propia ignorancia, decidió que sólo tendría que buscar instrucción sobre el asunto. Christina... bien, era demasiado joven. Y no estaba casada. Gertie asustaba a Mairin con sus réplicas punzantes. Además, probablemente acabaría por reírse de ella y


ahuyentarla de la cocina. Lo que le dejaba a Maddie. Era mayor y sin duda, más mundana. Además, tenía un marido, por lo que seguramente podría ofrecerle información sobre lo amoroso y quién estaba equivocado acerca de ello. Sintiéndose mejor acerca de su plan, se cepilló los enredos de su cabello y lo trenzó, así no parecería como si acabara de pasar la noche entregándose a la pasión. Entonces, salió de su habitación y bajó las escaleras. Para su disgusto, Cormac la estaba esperando en el pasillo. Tan pronto como entró, él se levantó y se quedó a un paso a su lado. Ella le lanzó una mirada de contrariedad, pero él se limitó a sonreír y a brindarle su saludo. Decidida a no ofrecerle ningún estímulo, fingió en cambio que no estaba allí y fue hacia la cocina para enfrentarse a la ira de Gertie. Cuando llegó a la puerta, el alboroto dentro la hizo detenerse. Había un estruendo horrible y golpes de ollas, y la voz de Gertie se elevaba por encima del bullicio mientras ésta gritaba su descontento a una de las criadas de la cocina. Tal vez este no era un buen momento para tratar de lisonjear por un desayuno tardío a la malhumorada cocinera. —Uh, ¿Cormac? —Sí, mi señora. —¿Está cerca la hora de la comida del mediodía? Confieso que me quedé dormida hasta tarde esta mañana. No pude en absoluto dormir bien anoche, — se apresuró a decir. No quería dar a Cormac la idea de que su retraso se debía a algo más. Él reprimió una sonrisa con el dorso de la mano y luego compuso una expresión más seria. Ella lo miró y sus pensamientos estaban escritos claramente en su mirada de suficiencia. —Él probablemente se jactó a todos, —murmuró. —¿Perdone usted, señora? —dijo Cormac mientras se inclinaba hacia delante. —Nada. —Se acerca la comida del mediodía. Tal vez otra hora a lo sumo. Si gusta, le pediré a Gertie un plato si tiene hambre ahora. Su estómago gruñó ante la sugerencia de alimentos, pero una mirada cautelosa a la cocina cuando otro estruendo sonó, decidió el asunto por ella. —No, puedo esperar. Tengo otras cosas que hacer. Salió a paso decidido, con la esperanza de que Cormac tomara la indirecta y se alejara. En cambio éste siguió su camino, a la par con ella, mientras bajaba los escalones del torreón.


Fue recibida por una ráfaga de sol que le calentó a pesar del frío. No se había acordado del chal que Maddie le había dejado, pero se resistía a volver a subir las escaleras a buscarlo. A menos que... Se dio la vuelta y le concedió a Cormac una dulce sonrisa. —Dejé mi chal en la cámara del Laird y todavía hay frialdad en el aire. ¿Te importaría mucho ir a traerlo para mí? —Por supuesto que no, mi señora. No sería bueno que cogiera un resfriado. El señor no estaría nada feliz. Espere aquí y lo traeré para usted en un momento. Se quedó de pie recatadamente, hasta el momento en que él desapareció dentro del torreón y luego se echó a caminar a paso ligero, con cuidado de evitar el patio. En el camino, detuvo a dos mujeres y les preguntó si sabían dónde podía encontrar a Maddie. Luego de haberle informado que estaba en su casa después de sus deberes matutinos, Mairin corrió hacia la hilera de pulcras cabañas que se alineaban en la parte izquierda de la fortaleza. Cuando llegó a la puerta de la mujer, tomó una respiración profunda y llamó. Un momento después, Maddie abrió la puerta y se sorprendió de verla allí parada. —¡Mi señora! ¿Hay algo en que pueda ayudarla? Mairin miró por encima de su hombro para asegurarse de que Cormac no estaba respirando en su cuello. —Sí lo hay. Es decir, esperaba que pudieras instruirme en algo, —dijo Mairin, y luego en voz baja, añadió—. En privado. Maddie dio un paso atrás e hizo un gesto para que entrara. —Por supuesto. Pase adelante ¿Quisiera refrescarse? Yo estaba calentando un poco de conejo estofado al fuego. A mi marido le gusta un buen cuenco de guiso caliente para el almuerzo, pero no estará aquí para comer durante un tiempo todavía. Recordando su perdido desayuno y su estómago retumbante, olfateó apreciativamente el aire, y percibió el olor maravilloso que emanaba de la cocina de Maddie. —Si no es demasiado problema. Me quedé dormida esta mañana, —dijo Mairin con tristeza. Maddie sonrió e hizo un gesto para que la siguiera al área pequeña que albergaba el hogar para cocinar. —Escuché que Gertie estaba con bastante mal genio hoy. Mairin asintió. —Es la verdad, temí por mi vida si me aventuraba allí después de perderme la comida de la mañana.


Maddie cogió una silla y dirigió a Mairin hacia ella, luego se dedicó a servirle algo del guiso en un cuenco. Se lo entregó y tomó asiento al otro lado de la mesa. —Ahora, mi señora, ¿qué es lo que le gustaría que le enseñara? Antes de que pudiera abrir la boca, un golpe sonó en la puerta. Maddie frunció el ceño, pero se levantó para acercarse a ver quién llamaba. Un momento después regresó con Christina y Bertha, cuyos ojos se ensancharon al ver a Mairin sentada a la mesa de Maddie. —Ah, mi señora, —exclamó Cristina—. Justo veníamos para ver si Maddie conocía su paradero. Cormac tiene a todo el torreón en un alboroto tratando de encontrarla. Mairin dejó escapar un suspiro. —Lo persuadí para que fuera a buscar mi chal, así yo podría acudir a Maddie para pedirle consejo sobre algo. Es un asunto privado, ¿sabes?, y no es apropiado para los oídos de Cormac. Bertha sonrió ampliamente. —Entonces no tenemos que decirle dónde está usted. Mairin asintió su apreciación y completamente a la expectativa para que las dos mujeres se alejaran, pero ambas se sentaron a la mesa de Maddie, y Bertha se inclinó hacia delante con interés. —¿Qué instrucción desea, mi señora? Todos estamos dispuestos a ayudar. Usted es nuestra señora ahora. —Nuestra señora dijo que era un asunto privado —Maddie la reprendió. Mairin asintió. —Sí. Un asunto delicado, de hecho. El calor viajó por sus mejillas y estaba segura de que su cara estaba en llamas. —Ah, cosas de mujer, —dijo Bertha a sabiendas—. Puede decirnos, muchacha. Somos muy discretas. Maddie asintió su acuerdo, mientras que Christina las miraba con perplejidad. —Bien, —empezó Mairin a regañadientes—. Tal vez sería mejor obtener más de una perspectiva sobre el asunto. La verdad es que estoy un poco confundida ante una información contradictoria. Veamos, la madre Serenity me instruyó sobre las formas de amar. —Oh querido Señor, —refunfuñó Bertha—. Muchacha, dígame que no ha recibido todas sus instrucciones de una abadesa envejecida. Sorprendida, Mairin le devolvió la mirada a la otra mujer.


—Sí, ¿por qué?, la madre Serenity está bien informada de todas las cosas. Ella no me mentiría. Creo que tal vez pude haber confundido algunas de sus instrucciones. Había muchas de ellas, ya ves. Maddie negó con la cabeza e hizo un chasquido a través de sus dientes. —Díganos lo que quiere saber, niña. Yo puedo asegurarle que su madre Serenity, aunque bien intencionada, no podría posiblemente haberle dicho todo sobre ello. —Bien, me instruyó en besos, y el Laird… —se interrumpió, mortificada por la idea de decir en voz alta lo que estaba en sus pensamientos. —Adelante, —interrumpió, esta vez Christina y se inclinó hacia delante, sus ojos abiertos con curiosidad. —Bien, él usó su lengua. La madre Serenity nunca dijo nada sobre el uso de la lengua en los besos. Fue muy explícita al respecto. Maddie y Bertha se rieron entre dientes e intercambiaron miradas cómplices. —Dígame, muchacha, ¿usted disfrutó de los besos del Laird? —le preguntó Maddie. Mairin asintió con la cabeza. —La verdad, es que sí, lo hice, y tengo que admitir, que use la mía también. Fue completamente... sobrecogedor. No lo entiendo de todos modos. —¿Besos con lengua? —los ojos de Christina se ampliaron. Maddie le frunció ceño y luego hizo un gesto con sus manos, ahuyentándola. —Muchacha, eres demasiado joven para esta conversación. ¿Por qué no te vas y mantienes un ojo en Cormac? Mairin notó la mirada abatida de Christina pero ésta no discutió. Se puso de pie y dejó la habitación. Sólo cuando el sonido de la puerta cerrándose llegó, Bertha y Maddie volvieron su atención a Mairin. —¿Eso es todo lo que usted quería saber? —Maddie le preguntó. Mairin se removió en su asiento y se preguntó si no debería abandonar la noción entera y volver al torreón, así Cormac podría darle un sermón por su engaño. —Ahora, muchacha, —dijo Bertha en un bondadoso tono de voz—. Pregúntenos lo que quiera. Nunca contaremos nada sobre usted. Mairin se aclaró la garganta. —Bien, yo podría haber dicho al Laird que no estaba calificado en el arte de amar.


Ambas mujeres parecieron tan horrorizadas, que lamentó haber soltado impulsivamente ese dato. Entonces se echaron a reír. Se rieron tan larga y duramente que tuvieron que limpiarse las lágrimas que corrían por sus mejillas. —¿Y cómo se tomó eso el Laird? —Maddie jadeó entre resuellos. —No muy bien, —se quejó Mairin—. Más tarde le dije que había estado equivocada. Bertha sonrió. —Ah, y tú lo estabas, ¿verdad? Maddie asintió con la cabeza en aprobación. —Le demostró que estaba equivocada, ¿verdad? Usted no puede sostener el día de su boda contra él, muchacha. Era su primera vez. No hay mucho que él pudiera haber hecho que habría ayudado a ese respecto. Fue mejor tenerlo resuelto de una vez, digo yo. —Pero él... —¿Él qué? —preguntó Bertha. —Fue indecente —murmuró Mairin. Maddie sofocó su risa con una mano, pero sus ojos bailaron alegremente. —Pero le gustó, ¿no? —Sí, —admitió Mairin—. Hizo cosas.... —¿Qué clase de cosas? —Bien, él utilizó su boca—. Mairin se inclinó hacia delante y susurró—: Ahí abajo. Y en mis... —¿Sus pechos? —preguntó Bertha. Mairin cerró los ojos, mortificada y asintió. Ambas mujeres se rieron y se recostaron en sus sillas. —Suena como si el muchacho hizo lo correcto entonces, —dijo Maddie, firme en su aprobación—. Usted es una chica afortunada por tener a un hombre experto en su cama. No todas las mujeres lo tienen. Mairin frunció el ceño. —¿No lo tienen? Bertha negó con la cabeza. —Ahora, no vaya a contar a nadie que lo dije, pero mi Michael, bien, le tomó unos cuantos años antes de que desarrollara alguna habilidad. Si no fuera por unas conversaciones que mantuve con algunas señoras mayores, no estoy segura de que habríamos acertado alguna vez en hacerlo bien. —Oh, sí, eso mismo pasó con mi Ranold —Maddie comentó—. Siempre estaba con muchas prisas. No fue hasta que lo amenacé con retirarle mis encantos que hizo un esfuerzo por trabajar en sus habilidades.


La cabeza de Mairin daba vueltas ante la charla femenina. Tales asuntos íntimos no parecían molestar a las otras dos mujeres en absoluto. Mairin en cambio, estaba lista para que la tierra se la tragara. Maddie se inclinó sobre la mesa y puso su mano sobre la de ella. Apretó y le ofreció una sonrisa. —Déjeme darle un consejo, muchacha. Si no le importa que sea una vieja mujer que lo ofrezca. Mairin asintió lentamente. —No es suficiente que su hombre sea un experto en asuntos del amor. Usted necesita tener algunas habilidades por sí misma. Bertha asintió con vehemencia. —Sí, es la verdad. Si mantiene a su hombre satisfecho en su propia cama, él no tendrá ningún motivo para extraviarse. —¿Extraviarse? —Mairin las miró con horror—. ¿Estás sugiriendo que el Laird no sería fiel? —No, por supuesto que no, nosotras no denigraríamos así al señor. Sin embargo, es un hecho que es mejor prevenir que lamentar. Usted quiere que su Laird esté bien satisfecho. Los hombres son mucho más dóciles cuando están saciados de amor. Maddie le dio una palmada en el hombro a Bertha y se rió. —Sí, ahora esa es la verdad. El mejor momento para pedir un favor es justo después de un caluroso combate de amor. Dócil estaría bien. A Mairin le gustó la idea de eso. Y ahora que el pensamiento perturbador de la fidelidad de Ewan había entrado en su cabeza, no la pudo sacudir. ¿Seguramente él no lo haría? —¿Qué cosas debería yo saber? —preguntó. —Bueno, usted dijo que él usó su boca. Usted sabe, ahí abajo, —dijo Bertha con un brillo en sus ojos—. Puede hacerle lo mismo a él, muchacha. Está garantizado para volverlo salvaje. Mairin estaba segura de que su ignorancia absoluta se reflejaba en su expresión. Y su horror. Empezó a decir algo, pero la imagen de lo que Bertha estaba describiendo la golpeó de lleno entre los ojos y no podía sacudirla. —¿Cómo...? —ella ni siquiera podía terminar la pregunta. ¿Qué se suponía que debía preguntar? —Has conmocionado a la muchacha, —dijo Maddie con reproche. Bertha se encogió de hombros. —No tiene sentido perder el tiempo alrededor de la cuestión. La muchacha tiene que aprender de alguien. Su madre Serenity ciertamente no le hizo ningún favor.


Maddie puso su mano de regreso sobre la de Mairin. —Lo que Bertha quiere decir es que a un hombre le gusta ser besado... ahí abajo. En su polla. Bertha resopló. —Díselo correctamente, Maddie. A un hombre le gusta ser amamantado. Mairin estaba segura de que la sangre se había vaciado de sus mejillas. ¿Besado? ¿Amamantado? —Le gustó lo suficientemente bastante, ¿verdad, muchacha? —preguntó Bertha—. Un hombre no es diferente. A él le gusta ser tocado y acariciado con las manos, la boca y la lengua. Era muy cierto que Mairin disfrutaba realmente de los toques de Ewan. Y sus besos. Él era hábil con la lengua. Sí, le gustaba su lengua, aunque hiciera cosas indecentes con ella. —Poner mi... mi... boca en su... —no se atrevía a decir la palabra—. ¡Eso no es decente, sin duda! Bertha volteó los ojos y Maddie se echó a reír. —Hay poca decencia en amar bien, —le dijo sabiamente—. Y si es totalmente indecente, tanto mejor. Bertha asintió, sus labios apretados mientras su cabeza se balanceaba arriba y abajo. —No hay nada incorrecto con un buen y sucio revolcón. Mairin apenas podía creer lo que estaba la oyendo. Iba a tener que pensar en este asunto. Antes de que pudiera agradecerles a Maddie y a Bertha y estar de vuelta en su camino, un golpeteo en la puerta sobresaltó a las mujeres. Maddie se levantó y fue hacia la puerta, Mairin y Bertha justo detrás de ella. Tenía una muy buena idea de quién estaba en la puerta, pero cuando Maddie la abrió, era peor de lo que había temido. No era Cormac quien la estaba esperando para sermonearla. Ewan estaba con Caelen, con los brazos cruzados sobre el pecho, el ceño fruncido oscureciendo sus rasgos. Christina estaba a un lado, con ojos compungidos. —¿Te importaría darme algunas explicaciones? —él exigió.

Capítulo 17 En lugar de responder a su marido, Mairin se volvió hacia Maddie y Bertha y ofreció una reverencia cortés. —Gracias a ambas por sus consejos.


Cuando se dio la vuelta de nuevo, Ewan estaba todavía fulminándola con la mirada como si quisiera abrir agujeros a través de ella, mientras Caelen la miraba enojado, ya que había sido convocado con la misión de localizar a Mairin. Trató de caminar, pasando al lado de su esposo cuando salía de la cabaña de Maddie, pero éste no se desplazó. Lo empujó pero era una fuerza inamovible. Finalmente, dio un paso atrás. —¿Quería hablar conmigo, Laird? Ewan emitió un sonoro suspiro y le tomó el brazo en un no-muy-gentil agarre. Mairin se despidió con la mano de las mujeres, mientras él la remolcaba a su lado. Se tropezó y tuvo que correr para mantener el ritmo, sino se encontraría arrastrada a través del suelo por su furibundo marido. Miró por encima del hombro para ver a Caelen siguiéndolos de cerca. Ella le lanzó una mirada de descontento con la esperanza de que desapareciera, pero él no pareció impresionado por su silenciosa demanda de intimidad. Finalmente Ewan se detuvo a cierta distancia de las cabañas. Se cernía sobre ella como un guerrero vengador en busca de sangre. A pesar de que trató de encararlo con valentía, una parte de sí se encogió a un tamaño ridículo. Estaba enfadado. No, enfadado no describía exactamente su estado de ánimo. Él estaba furioso. Le tomó unos momentos y repetidos intentos, antes de que fuera capaz de conseguir la amonestación correcta. Su boca se abrió y chasqueó varias veces, y miró hacia otro lado como si estuviera reteniendo su temperamento. Esperó con recato, sus manos entrelazadas, y mirándolo con amplios ojos. —Ni siquiera me mires con esos ojos de cierva, —gruñó Ewan—. Me has desobedecido. Una vez más. Tengo casi decidido encerrarte bajo llave en nuestra habitación. Para siempre. Cuando no respondió a esa amenaza, él dejó escapar su aliento. —¿Y bien? ¿Qué explicación te gustaría ofrecer por enviar a Cormac en un mandado y luego rápidamente abandonar su escolta? —Necesitaba hablar con Maddie, —le contestó. Ewan la miró durante un largo momento. —¿Eso es todo? ¿Ignoraste no sólo mi orden, sino que actuaste con total desprecio por tu seguridad, sólo porque tenías que hablar con Maddie? —Era un asunto delicado, —se defendió. Ewan cerró sus ojos y sus labios se movieron en silencio. ¿Estaba contando? No tenía ningún sentido practicar las matemáticas en un momento así.


—¿Y no podrías haber paseado con Cormac a casa de Maddie? Ella lo miró con horror. —¡No! Por supuesto que no. No era una cuestión que un hombre pudiera escuchar. Era un asunto privado que yo no tenía deseos de discutir delante de los demás. Ewan rodó los ojos hacia el cielo. —Podría haber esperado fuera de la casa. —Podría haber escuchado a través de la ventana, —respondió Mairin. —Mi tiempo es demasiado valioso como para malgastarlo registrando el torreón cada vez que tú decidas que necesitas tener unas palabras en privado con una de las mujeres —declaró Ewan—. De ahora en adelante, tendrás la escolta de uno de mis hermanos o de mis comandantes. Si persistes en tus acciones, se te limitará a tu recámara. ¿Queda entendido? Caelen no se veía más contento con ese dictado de lo que ella misma estaba. Era evidente que estaba consternado por el deber que se le había encargado. —Dije, ¿queda entendido? Mairin a regañadientes asintió. Ewan se volvió y señaló a Caelen. —Tú te quedas con ella. Tengo asuntos inmediatos que atender. La mirada de fastidio en la cara de Caelen no le sentó bien a Mairin, así que le sacó la lengua en cuanto Ewan se alejó en dirección al patio. Caelen cruzó los brazos sobre el pecho y la miró. —Tal vez sería mejor si regresaras al salón para la comida del mediodía. —Oh, pero yo no tengo hambre, —le dijo alegremente–. Maddie tuvo la amabilidad de proporcionarme un delicioso cuenco con guiso de conejo. Él frunció el ceño. —Entonces tal vez deberías subir a tu habitación y tomar una siesta. Una larga siesta. —¡Mairin! ¡Mairin! Ésta giró en dirección a la voz de Crispen, para verlo correr hacia ella con otros tres niños tras él. —Mairin, ven a jugar con nosotros, —dijo el muchacho, tirando de su mano—. Vamos a hacer carreras y necesitamos a alguien para calificar. Se sonrió y accedió. Caelen suspiró y alargó sus grandes zancadas para mantenerse junto a ellos, pero Mairin no le prestó ninguna atención. Si debía vigilarla en todo momento, iba a hacer todo lo posible para fingir que no estaba allí


Se rió suavemente ante la idea de simular que un hombre del tamaño de Caelen, podría ser posiblemente pasado por alto. Era tan fiero y musculoso como cualquiera de los guerreros de Ewan, y sobresalía igual que un árbol gigantesco. No, ella no tendría éxito en el fingimiento de que no la estaba siguiendo, pero podría ignorarlo por lo menos. Un vistazo a su expresión agobiada hizo surgir una oleada de culpa no deseada dentro de su pecho. Frunció el ceño. No quería sentirse culpable. No por querer un poco de libertad, ahora que estaba lejos de la abadía. Pero aun así, la culpa creció hasta que estuvo retorciéndose las manos delante, mientras seguía a Crispen y a los otros niños a un área adyacente a la fortaleza. Se detuvo bruscamente y se dio la vuelta, causando que Caelen casi se fusionara en su interior. —He decidido cooperar y permitirte que me escoltes por la fortaleza. Caelen se limitó a levantar una ceja con incredulidad. —¿Esperas que crea que vas someterte dócilmente a los deseos de Ewan? Ella sacudió la cabeza con tristeza. —He sido injusta. Ofrezco mis disculpas. No es tu culpa que el Laird no sea razonable. No, la culpa es de él. Sólo estás cumpliendo con tu deber. Yo debería tratar de hacerlo más fácil y no más difícil para ti. Soy muy consciente de la carga que te ha dado. Si esperaba que refutara la idea de que ella era una carga, estaba muy equivocada. Él simplemente la miró con una aburrida expresión. —De todos modos, te doy mi palabra de que no voy a recurrir a trucos de nuevo, —dijo solemnemente. Se volvió hacia los niños que estaban discutiendo sobre quién conseguiría correr primero. Ella se metió en la refriega, riendo y esquivando las demasiado ansiosas manos. Una hora más tarde, estaba exhausta. ¿Quién diría que los niños podrían drenar la vida y extraerla de un cuerpo? Mairin se detuvo en su búsqueda de Crispen y se inclinó mientras jadeaba en busca de aire de una manera decididamente poco femenina. Los niños gritando la rodearon y se volvió para encontrar a Caelen examinando los tejemanejes con algo que lucía muy parecido a una mueca. —Yo debería hacerte perseguirlos, —lo retó—. Se supone que tienes que estarme vigilando. —Protección, no cría de niños, —fue la respuesta lacónica de Caelen. —Creo que deberíamos atacarlo, —murmuró Mairin. —¡Oh, hagámoslo! —susurró Crispen.


—¡Sí, sí! —cantaban los niños que los rodeaban. Ella sonrió cuando un malvado pensamiento surgió. La imagen del guerrero en el suelo pidiendo clemencia sería un espectáculo digno de contemplar. —Está bien, —cuchicheó —. Sin embargo, debemos ser sigilosos al respecto. —¡Como guerreros! —exclamó Robbie. —Sí, como guerreros. Al igual que sus padres, —les añadió. Los chicos hincharon sus pechos, pero las pocas muchachas que se habían reunido parecían descontentas. —¿Qué pasa con nosotras, Mairin? —Gretchen, una chica de ocho años, le preguntó—. Las niñas pueden ser guerreras, también. —¡No, no pueden! —dijo Crispen con una horrorizada voz—. La lucha es para los hombres. Las niñas están para ser protegidas. Mi papá lo dijo. Las miradas en los ojos de las chicas eran asesinas, así que para evitar una guerra civil entre los niños, Mairin los reunió a todos cerca. —Sí, las niñas pueden ser guerreras también, Gretchen. Esto es lo que debemos hacer. Los amontonó juntos y susurró sus instrucciones. Los muchachos no estaban felices con sus roles en el ataque. Las chicas estaban encantadas con ellos. Después de un rápido recuento de sus instrucciones, las chicas se separaron y se fueron dando saltos hacia la fortaleza. Tan pronto como pasaron a Caelen, se detuvieron y regresaron a hurtadillas hacia él por atrás. Éste, estaba demasiado distraído por la multitud de jóvenes alborotados acercándosele desde la parte frontal. Miró con recelo a Crispen y luego sobre su cabeza hacia Mairin. Ella sonrió inocentemente y esperó. Nunca supo qué lo golpeó. Tanto estridentes como desaforadas, las chicas le golpearon por detrás. Saltaron sobre su espalda y se abalanzaron sobre él como una horda de langostas. Gritando por la sorpresa, Caelen aterrizó en medio de una maraña de brazos, piernas y chillidos de deleite. Los muchachos, para no ser menos, añadieron sus propios gritos de guerra y saltaron sobre el montón. Después de la sorpresa inicial y muchos gritos y algarabía, Caelen tomó el ataque con gracia. Se rió y luchó con los infantes, pero luego se vio obligado finalmente a rogar por misericordia cuando las chicas lo inmovilizaron en el suelo y exigieron su sometimiento. Alzó los brazos, y riendo ofreció su rendición. Mairin quedó asombrada por el cambio en el guerrero. No estaba segura de haberlo visto nunca sonreír, y


mucho menos, reír con evidente placer mientras se peleaba con los críos. Se quedó mirando al amasijo con la boca abierta, sacudiendo la cabeza en cómo de bueno era con los niños. Se había imaginado que tendría que intervenir con bastante rapidez para defenderlos contra su ira. Las chicas se apresuraron a cantar victoria, mientras que los chicos protestaron que habían sido ellos quienes habían ganado la contienda. —Caelen, Crispen dijo que las niñas no pueden ser guerreras, que es el deber de los muchachos ser guerreros y protegerlas, —expuso Gretchen con disgusto—. Pero Mairin dijo que las niñas pueden ser guerreras, también. ¿Quién tiene la razón? Caelen rió entre dientes. —Crispen tiene razón en que es el deber de un guerrero proteger a su dama y a los más débiles. Sin embargo, su señora hace un caso muy bueno de una mujer guerrera. Ella nos puede tener a todos pidiendo clemencia antes del fin de mes. —Creo que estás en lo cierto, hermano. Mairin dio la vuelta para ver a Ewan y a sus comandantes de pie a poca distancia de ellos, mirando con expresión divertida lo que parecía la derrota de Caelen a manos de los niños. Tragó saliva nerviosamente, segura de que estaba a punto de obtener otro severo sermón acerca de sus deberes, pero él solo avanzó para recoger a uno de los niños y darle una sonora desempolvada. Gretchen sonrió a Mairin mientras se sentaba en el amplio pecho de Caelen. —Yo quiero ser una guerrera como nuestro Laird. Porque, yo le di una paliza a Robbie justo la semana pasada. —¡No lo hiciste! —rugió Robbie. —Sí lo hice. Para horror de Mairin, Robbie se lanzó sobre Gretchen, volcándola del pecho de Caelen. No tenía que haberse preocupado, sin embargo. La muchacha obviamente no se había jactado en vano. Tiró a Robbie y se sentó a horcajadas sobre él, sosteniendo sus brazos en el suelo. Mairin suspiró y avanzó para evitar una total guerra entre chicos y chicas. Ewan llegó al mismo tiempo y alcanzó a Robbie mientras ella se agachaba para arrancar a Gretchen fuera del chico en aprietos. El dolor quemó a través de uno de sus lados, y luego para su sorpresa, una flecha golpeó la tierra justo al lado de los niños incrustándose profundamente en el suelo. ¡Pero si acababa de pasar entre ella y Ewan!


Se quedó horrorizada, consternada por lo cerca que había estado de herir a uno de los chicos. Se dio la vuelta para buscar al arquero infractor pero se encontró siendo derribada, mientras Caelen caía en picado sobre ella. —¡Détente! —exclamó, mientras lo golpeaba en el hombro—. ¿Qué demonios estás haciendo? Cuida a los niños. —¡Silencio! —ladró—. Ewan está viendo por la seguridad de ellos. —Esto es imperdonable, —exclamó Mairin—. ¿Cómo pueden ser tan descuidados? ¡Los niños podrían haber muerto! Caelen cubrió su boca y lentamente movió su cuerpo del suyo. Miró a su alrededor y ella pudo ver a Ewan con los brazos llenos de niños, mientras también estudiaba el área con ojos penetrantes. Gannon y Cormac cada uno tenía una posición por encima de los chicos restantes, de pie inmóviles, esperando instrucciones. Ewan maldijo, y Mairin le miró con ceño fruncido por proferir blasfemias delante de los críos. Esta era otra cosa que trataría con él a la primera oportunidad. Levantando la cabeza, el Laird gritó una orden. Pronto el área estaba atestada con sus hombres. Los niños se apresuraron hacia la fortaleza bajo una fuerte custodia, mientras se ponía de pie, Ewan miró hacia Mairin. Caelen se levantó del suelo y ambos le tendieron una mano para deslizarlas debajo de sus brazos. Fue colocada en sus pies y dio palmadas en sus faldas, sacudiendo una nube de polvo. Antes de que uno de ellos pudiera detenerla, se agachó y arrancó la flecha del suelo. Luego la golpeó contra el pecho de Ewan, su miedo dando paso a la furia. —¿Cómo pudieron tus hombres ser tan descuidados? ¡Ellos podrían haber matado a uno de los niños!


Capítulo 18 Ewan estaba tan furioso por el incidente como su esposa, pero no estaba dispuesto a permitirle que le diera una reprimenda frente a sus hombres. —Te quedarás callada. Sus ojos se ensancharon y dio un paso atrás. Bien, ella se estaba dando cuenta de su lugar. Pero entonces sus ojos se redujeron y frunció el ceño ferozmente hacia él. —No me quedaré callada, —dijo en voz baja—. Debes tener un lugar seguro donde los niños puedan jugar y correr libremente. No es adecuado para ellos estar tan cerca del patio si tus hombres no pueden controlar su objetivo. Tomó la flecha que ella tenía y examinó las marcas sobre ésta. Luego miró a su alrededor de nuevo. —Hasta que no sepa quién es el responsable, dejarás de insultar a mis hombres y a mí, al pensar que permitiríamos que tal cosa sucediera. Puedes regresar a la fortaleza para ver a los niños. Cormac te acompañará. El dolor brilló en sus ojos, pero se dio la vuelta y se alejó, sus faldas balanceándose en su prisa. Se volvió hacia Gannon, furioso por el contratiempo. —Encontrarás al hombre que disparó esta flecha y lo traerás ante mí. No sólo podría haber matado a uno de los niños, podría haber matado a mi esposa. Sus dedos se cerraron en un puño ante el recuerdo de lo cerca que la flecha había estado de Mairin y de él mismo. A pesar de que no había venido con la suficiente altura como para haberle hecho un daño grave a él, para una muchacha del tamaño de Mairin, podría haber sido mortal. Bajó la mirada al suelo, donde ella había estado hace unos momentos. Frunció el ceño y se dejó caer de rodillas, tocando la tierra con sus dedos. Su garganta se cerró y su corazón empezó a latir con fuerza. Sangre oscurecía la tierra justo al lado huellas. Mientras seguía a lo lejos, el camino que Mairin había tomado, vio más gotas. —Dulce Jesús, —murmuró. —¿Qué pasa, Ewan? —preguntó Caelen bruscamente. —Sangre. Se puso de pie y se quedó mirando a su mujer mientras se retiraba. —¡Mairin! Estaba cerca de los escalones que conducían a la fortaleza cuando el rugido de Ewan detuvo su avance en seco. Se estremeció y se volvió. El único problema fue que el mundo no dejó de girar cuando lo hizo.


Se tambaleó precariamente y parpadeó para intentar que todo volviera a estar en su lugar. Era extraño, pero sus piernas temblaban y se sentían sospechosamente como jalea. Antes de darse cuenta, se encontró de rodillas en el suelo, mirando a su marido dirigiéndose hacia ella como un ángel vengador. —¡Oh, mi Dios! —murmuró—. Lo he enfurecido realmente ahora. Pero él no parecía enfadado. Él parecía... preocupado. Se precipitó hacia ella y se hundió de rodillas enfrentándola. Gannon estaba justo detrás del Laird, y también se veía muy afectado. Incluso Caelen llevaba algo distinto a su habitual mirada de aburrimiento. Sus cejas estaban unidas, y la miraba como a la espera de que reaccionara. —¿Por qué estamos de rodillas en el suelo, Laird? —susurró. —Necesito llevarte a nuestra recámara, muchacha, —dijo en un tono que podría usar con un niño. Su frente se arrugó en el momento en que el dolor punzó en su costado, como si alguien la hubiera pinchado con un hierro caliente. Se aferró a su lado y se tambaleó, pero él la cogió por los hombros con manos suaves. —¿Pero, por qué? Seguramente no puedes... —se inclinó hacia delante y susurró con urgencia—. Este no el momento para amar, Ewan. Estamos a plena luz del día. Porque, no puede ser mucho más allá de la hora del mediodía. Ignorándola, se inclinó hacia delante y la alzó directamente del suelo. Ella aterrizó con un golpe seco contra él, lo que envió otro fragmento de dolor a través de su costado. Jadeó y el mundo se volvió un poco acuoso cuando las lágrimas brotaron de sus ojos. —Lo siento, muchacha, —dijo bruscamente—. No quise hacerte daño. Tal vez no fuera una mala idea que la llevara hasta su cámara, ya que, por Dios, estaba de repente muy cansada y le era una tarea difícil mantener los ojos abiertos. —Si pudieras dejar de vociferar, podría ir a dormir, —dijo enojada. —No, muchacha, no te duermas. Todavía no. Necesito que te quedes despierta hasta que pueda evaluar tus lesiones. Entonces volvió a gritar, esta vez para que alguien buscara a la sanadora. ¿Sanadora? Ella no necesitaba una sanadora. Lo que necesitaba era una agradable y larga siesta. Y así se lo dijo al Laird. Él no le hizo caso y se la llevó a su habitación, donde la depositó en la cama. Se disponía a cerrar los ojos cuando comenzó a tirar de su ropa. Sus ojos se abrieron de golpe y ella le golpeó las manos. —¿Qué estás haciendo? Ewan parecía sombrío mientras la miraba.


—Has sido herida. Ahora déjame quitarte la ropa para que pueda ver dónde. Ella parpadeó. —¿Herida? Bien, así que, no era un dolor fuerte en su lado. —La flecha debe haberte golpeado, —expresó—. Había sangre en el suelo en el lugar donde estabas. ¿Te duele en alguna parte? —En mi costado. Siento un dolor atroz, ahora que lo dices. Cuando movió los dedos por su lado, ella dejó escapar un quejido. Él hizo una mueca. —Ten paciencia conmigo. Lo siento, pero tengo que ver lo que estamos tratando aquí. Sacó un cuchillo de su cinturón y hendió una gran abertura en un sector de su vestido. —Estás siempre arruinando mi ropa, —dijo con tristeza—. En poco tiempo, no tendré nada para cubrirme aparte de mi camisón. —Tendré un vestido nuevo confeccionado para ti —murmuró. Eso la animó considerablemente mientras él se afanaba con el cuchillo en su ropa. La rodó del lado que no le dolía y ella lo sintió ponerse tenso en su contra. —Ah, muchacha, vas y consigues por ti misma, ser disparada con una flecha. Se puso rígida. Y entonces farfulló. —¿Conseguí el flechazo por mí misma? Más bien como que uno de tus hombres me disparó. Me gustaría saber quién fue. Tengo en mente tomar una de las ollas de Gertie y golpearlo en su trasero. Él se echó a reír. —No es tan malo, pero todavía estás sangrando. Necesitarás que te cosan. Ella se quedó completamente inmóvil. —¿Ewan? —¿Sí, muchacha? —No dejes que metan una aguja en mí. Por favor. Dijiste que no era tan malo. ¿No puedes limpiarlo y vendarlo? Odiaba los ruegos en su voz. Sonaba débil y tonta, pero la idea de una aguja hundiéndose en su carne era peor que una flecha cortando a través de su piel.


Ewan presionó la boca en su hombro y se mantuvo allí durante un largo rato. —Lo siento, muchacha, pero tiene que hacerse. El corte es demasiado profundo y está demasiado abierto como para vendarlo. La herida necesita ser limpiada y cerrada. —¿Tú...? ¿Te quedarás conmigo? Le pasó la mano por su brazo y luego de nuevo hacia arriba desde el hombro a su mejilla. Le apartó el pelo de la cara y luego su mano ahuecó su nuca. —Estaré aquí, Mairin.


Capítulo 19 —¿Qué quieres decir con que la sanadora no está aquí? —preguntó con incredulidad. Cormac no estaba complacido de decirle a su Laird que la sanadora no podía ser traída. El temor podía leerse en su cara. —Encuentra a nuestra sanadora y tráela aquí, —expresó con los dientes apretados. —No puedo, señor, —le contestó Cormac con un profundo suspiro—. Los McLauren perdieron a su curador y Lorna fue a ayudar en el alumbramiento del hijo de su Laird. Usted mismo le dio permiso Resopló con frustración. Por supuesto que lo hizo. Lorna era una partera experta y McLauren había enviado un llamamiento desesperado a Ewan pidiendo ayuda cuando su mujer en labor de parto no pudo dar a luz a su bebé en el tiempo previsto. En ese momento, había considerado que si alguno de los McCabe requería los servicios de un sanador, él mismo atendería la necesidad. Sólo que ahora su esposa necesitaba puntos y, por Dios, que él no sentía ningún agrado por esa tarea. —Tráeme cerveza, tan fuerte como puedas encontrar, —masculló a Cormac—. Es posible que necesites preguntarle a Gertie donde guarda las reservas de la mezcla que conservamos a mano en caso de heridas y sedación. Necesitaré agua, aguja e hilo, y algo con lo que pueda unir la herida. Date prisa con eso. Cuando Cormac se marchó, se volvió hacia Mairin, que yacía en la cama, con los ojos cerrados. Estaba extrañamente pálida y eso le daba un aspecto aún más delicado a sus facciones. Negó con la cabeza por la dirección de sus pensamientos. La herida no era grave. Ciertamente nada por la que podría morirse. Siempre y cuando pudiera impedir que cogiera una fiebre. Gannon y Diormid estaban de pie cerca de la cama, rondando ansiosamente. Mientras Ewan esperaba a Cormac que trajera los suministros, se volvió a sus hombres y les habló en voz baja. —Quiero que cada persona en la fortaleza sea interrogada. Alguien tiene que haber visto algo. Me niego a creer que esto fue un accidente. Mis hombres son demasiado cuidadosos. Averigüen quién estaba practicando con arcos y flechas. —¿Cree que alguien trató de hacerle daño a la muchacha? —preguntó Gannon con incredulidad. —Eso es lo que me gustaría saber, —respondió.


—Estoy segura de que nadie tenía la intención de matarme, —les dijo Mairin con voz apagada—. Fue un accidente, eso es todo. Puedes decirles a tus hombres que los perdono por ello. —¿Qué quieres que haga, Ewan? Inquirió Caelen, sus rasgos dibujados en una apretada línea. —Quédate conmigo. Voy a necesitar ayuda para sostenerla. Cormac entró corriendo, con los brazos llenos y sus dedos alrededor de una vasija de cerveza, sujetándola fuertemente. Ewan tomó los artículos de las manos de Cormac y los agrupó al lado de la cama. No quería que nadie más tocara a Mairin, pero también reconocía la imposibilidad de que fuera capaz de hacerlo todo solo. Si tenía que darle las puntadas, —y ya que la sanadora no podía, nadie más lo iba a hacer sino él—, entonces necesitaba a uno de los otros para mantenerla sujeta y asegurarse de no hacerle más daño que bien. Miró a Cormac. —Ve a comprobar que los niños estén bien. Asegúrate de que Crispen sea atendido. Él va a preocuparse cuando oiga lo que sucedió. Haz que Maddie y las otras mujeres lo mantengan fuera de las escaleras hasta que todo esté hecho. Cormac hizo una reverencia y salió corriendo de la cámara, dejándolo con Caelen y Mairin. Tomando la vasija en su mano, Ewan se sentó en la cama cerca de la cabeza de ella y pasó un dedo sobre su mejilla. —Muchacha, necesito que abras los ojos y bebas esto. Sus párpados revolotearon y sus desenfocados ojos encontraron los de él. La ayudó a apoyarse lo suficiente para que pudiera poner sus labios sobre el recipiente. Tan pronto como el líquido golpeó su boca, se apartó, su rostro dibujado con una expresión de intenso disgusto. —¿Me estás envenenando? —reclamó. Contuvo la risa y puso el matraz cerca de su boca de nuevo. —Es cerveza. La necesitarás para ayudar a relajarte. También te servirá para el dolor. Se mordió los labios y con ojos preocupados lo miró de nuevo. —¿Dolor? Él suspiró. —Sí, muchacha. Dolor. Me gustaría que no fuera así, pero las puntadas te causarán dolor. Si te tomas esto rápidamente, no lo sentirás tanto. Te lo prometo. —Es probable que no sientas nada en absoluto después de un buen trago de eso, —murmuró Caelen.


Ella arrugó la nariz y suspiró de manera fatalista, mientras permitía a Ewan poner la bebida en su boca de nuevo. Para su crédito, se lo tragó rápidamente con sólo un mínimo de náuseas y asfixia. Cuando bajó el frasco, su piel tenía un matiz verdoso que le hizo temer que devolvería la cerveza a la menor provocación. —Respira profundo, —dijo—. A través de tu nariz. Deja que se asiente. Se dejó caer de nuevo sobre la almohada e inmediatamente soltó un eructo muy poco femenino, seguido de una serie de hipidos. —No has oído eso, —dijo. Caelen arqueó una ceja y le lanzó Ewan una mirada divertida. —¿El qué? —Eres un buen hombre, Caelen, —dijo ella dramáticamente—. No eres ni de cerca tan feroz como pareces, aunque si sonrieras de vez en cuando, te verías muy guapo. Caelen frunció el ceño ante eso. Ewan esperó varios minutos y luego se inclinó para mirar a Mairin. —¿Cómo te sientes, muchacha? —Maravillosa. ¿Por qué hay dos Ewans? Te puedo asegurar que uno es más que suficiente. Se sonrió. —Ya estás lista. —¿Lo estoy? ¿Para qué estoy lista? Sumergió uno de los paños en un cuenco con agua tibia que Cormac había preparado. Después de escurrirlo, limpió cuidadosamente la sangre, ahora seca del costado de Mairin. Era sólo un rasguño, y de hecho, parecía como si la flecha hubiera pasado directamente entre el brazo y su lado, ya que había un pliegue de sangre en el interior de su brazo también. La flecha atravesó más de su flanco, y era esa carne la que necesitaba ser cosida. Hizo un gesto a Caelen para que tomara posición al otro lado de Mairin. Éste caminó alrededor de la cama y con cuidado le sacó el brazo de modo que su lado desnudo quedara hacia Ewan. —Tendrás que sujetarla, —dijo Ewan con paciencia—. No quiero que se mueva cuando meta la aguja en su carne. De mala gana, la sostuvo más firmemente contra su cuerpo y le agarró la muñeca para que no pudiera sacudir su brazo. Mairin despertó y miró estúpidamente hacia Caelen. —Caelen, tu Laird no estará complacido de encontrarte en su cama.


Caelen rodó los ojos. —Creo que por esta vez lo entenderá. —Bien, no lo sé —dijo enojada—. No es decente. Nadie debe verme en la cama, excepto el Laird. ¿Sabes lo que le dije? Ewan levantó una ceja. —Tal vez sea mejor si te guardas esos asuntos para ti misma, muchacha. No le hizo caso y siguió divagando. —Le dije que no estaba calificado en el arte de amar. Yo creo que no estuvo contento con esa declaración. A pesar del brillo en los ojos de su hermano, Caelen estalló en carcajadas. —Oh, no es de buena educación reírte de tu señor, —le dijo ella con voz solemne—. Además, eso no es cierto. Yo estaba muy equivocada. Ewan movió una mano para cubrirle la boca, así no dejaría escapar ninguna otra cosa en su estado de embriaguez. —Creo que has dicho suficiente. Él hizo caso omiso de la mirada divertida de Caelen y señaló que estaba listo para comenzar. Caelen hizo una mueca, y algo asombrosamente parecido a la simpatía brilló en sus ojos cuando Mairin se sobresaltó ante el primer pinchazo de la aguja. Un gemido escapó de ella cuando le clavó la segunda puntada. —Date prisa, —susurró. —Lo haré, muchacha, lo haré. En la batalla, su mano jamás temblaba. Se mantenía estable alrededor de la espada. Nunca le había fallado. Ni una sola vez. Sin embargo, aquí, haciendo una tarea tan simple como insertar una aguja en la piel, tuvo que llamar a cada parte de su control para mantener sus dedos firmes. Cuando anudó la puntada final, Mairin se sacudió incontrolablemente bajo su toque. Los dedos de Caelen estaban blancos por la presión que ejercía sobre su hombro, y Ewan estaba seguro de que ella tendría contusiones. —Suéltala, —dijo con voz tranquila—. He terminado. Caelen soltó su hombro y Ewan le hizo un gesto para que saliera de la habitación. Después de que cerró la puerta tras de sí, estiró la mano para tocar la mejilla de Mairin sólo para encontrarla bañada en lágrimas. —Lo siento, muchacha. Siento que fuera necesario hacerte daño. Abrió los ojos, que había mantenido fuertemente cerrados, y las lágrimas brillaban en las profundidades azules. —No me dolió excesivamente.


Estaba mintiendo, pero sintió una oleada de orgullo por su bravuconería. —¿Por qué no descansas un poco ahora? Le diré a Maddie que te traiga una tisana para el dolor. —Gracias, Ewan, —susurró. Él se inclinó y le dio un beso en la frente. Esperó hasta que hubiera cerrado los ojos antes de apartarse y retirarse de la recámara. Afuera de la puerta, su comportamiento rápidamente cambió de cuidador a guerrero. Se fue en busca de Maddie primero y le dio instrucciones de no apartarse del lado de la cama de Mairin. Luego se encontró con Cormac, Diormid y Gannon en el patio para interrogar a sus hombres. —¿Han encontrado algo ya? —preguntó. —Todavía tenemos a la mayoría de los hombres por interrogar, Laird. Tomará algún tiempo, —comento Gannon—. Hay muchos que practican el tiro con arco, pero ninguno puede explicar el errante tiro. —Esto es inaceptable. Alguien le disparó a lady McCabe, ya sea por casualidad o con intención. Quiero a ese hombre, —se volvió hacia Diormid—. ¿No estabas supervisando el tiro con arco? ¿No puedes dar cuenta de tus hombres? Diormid inclinó la cabeza. —Sí, señor, tomo toda la responsabilidad. Cada uno bajo mi mando será interrogado largamente. Encontraré al responsable. Ewan negó con la cabeza tristemente. —No tendré a los niños de esta fortaleza sin protección. Es como Mairin dice. Ellos deben tener un lugar seguro para corretear y ser niños, sin que sus madres se preocupen de que vayan a ser asesinados por una flecha extraviada. A partir de ahora, los niños jugarán detrás de la fortaleza en la ladera, lejos de donde entrenan los hombres. —Donde ellos juegan ahora está bastante distante del patio, —dijo Cormac con un ceño feroz—. Lo que pasó hoy no debería haber ocurrido. —Sí, pero ocurrió, —replicó—. No quiero que suceda de nuevo. Reúnan a los hombres después de los interrogatorios. Quiero dirigirme a ellos.

Era bien pasada la medianoche cuando se encaminó cansinamente hasta su habitación. Habían interrogado a todos y cada uno de los miembros del clan, incluso a los niños, y nadie recordaba haber visto nada malo. Los hombres que practicaban tiro con arco juraron que ninguno de ellos era el responsable, y sin


embargo la flecha había sido una perteneciente a los McCabe. No había ninguna duda acerca de ello. Después, había dado a sus hombres una reprimenda acerca de ser más cuidadosos en su formación. Si no podían mantener a la gente de su propio clan seguros de sí mismos, ¿cómo iban a protegerlos de amenazas del exterior? Entró en su recámara, y Maddie se movió de su posición junto al fuego. —¿Cómo está? —preguntó en voz baja. La mujer se levantó y se deslizó silenciosamente para estar frente a Ewan. —Está descansando en este momento. Estuvo con dolor antes, pero después de que le diera la tisana, se calmó y pudo dormir mejor. He cambiado su apósito hace una hora. El sangrado se ha detenido. Ha hecho un buen trabajo cosiéndola, Laird. —¿Cualquier signo de fiebre? —Todavía no. Está fría al tacto, sólo inquieta. Creo que va a estar bien. —Gracias, Maddie. Puedes retirarte a tu casa ahora. Te agradezco que hayas atendido a Mairin. —Me alegré de hacerlo, Laird. Si usted tiene necesidad de cualquier otra cosa, envíe por mí sin demora. Le hizo una reverencia y luego se dirigió hacia la puerta. Ewan se desvistió y se metió en la cama junto a su esposa, con cuidado de no zarandearla. Tan pronto como su cuerpo tocó el de ella, ésta se agitó y se acurrucó en sus brazos como un tibio gatito en una noche fría. Lanzó un profundo suspiro contra su cuello y comenzó a envolver sus piernas alrededor de las de él, mientras echaba un brazo por encima de su cuerpo. Él sonrió. Era una cosita posesiva en la cama. Consideraba su cuerpo como su territorio y no tenía reparo en reclamarlo cuando lo tenía cerca. No es que le importara. En verdad, había algo bueno en tener a una caliente y dulce muchacha envuelta a su alrededor, que le atraía más de lo que nunca creyó posible. Le tocó un mechón de pelo, dejando que se enroscase alrededor de la punta de su dedo. No era un hombre que se dejara dominar por el miedo, pero cuando se dio cuenta de que Mairin había recibido un flechazo, experimentó una corriente de terror, diferente a todo lo que alguna vez había conocido. La idea de que podía haberla perdido no le sentó nada bien. Podría poner un montón de excusas, incluyendo la más grande, que si ella moría, Neamh Álainn nunca sería suya. Su clan nunca sería reconstruido. La venganza nunca sería alcanzada. Todas esas cosas eran ciertas. Pero la más sencilla verdad era que no quería perderla. Ninguna de las otras cosas había cruzado su mente cuando frenéticamente había examinado sus lesiones.


Sí, la chica se había metido bajo su piel. Había estado en lo cierto acerca de ella desde el momento en que, por primera vez la había mirado. Sin duda significaba problemas.


Capítulo 20 Cuando Mairin despertó, el dolor en su cabeza eclipsaba el malestar en su costado. Se lamió los labios agrietados, pero no fue suficiente para librarse del gusto horrible en su boca. ¿Qué demonios había hecho el Laird con ella? Lo único que recordaba era que le había ordenado beber un poco de un líquido asqueroso y tener que tragárselo. Incluso el recuerdo de ello, hizo que su estómago se tambaleara precariamente. Se dio la vuelta, poniendo a prueba la sensibilidad en su lado, pero se topó con un cuerpo cálido y acogedor. Sonrió y enroscó su brazo alrededor de Crispen y lo abrazó firmemente. Él abrió los ojos y se acurrucó más cerca de su pecho. —Estás bien mamá, ¿verdad? —Sí, cariño, estoy perfectamente bien. Apenas siento un pinchazo. Fue sólo un pequeño corte. —Estaba asustado. Su voz vaciló y el corazón se le oprimió por la incertidumbre en su voz. —Lamento que hayas tenido miedo. —¿Te duele? Maddie me dijo que papá tuvo que coserte. Yo diría que eso debió dolerte mucho. —Sí, lo hizo, pero no demasiado. Tu padre tuvo una buena y firme mano, fue rápido al respecto. —Papá es el mejor, —dijo Crispen, con toda la confianza que un niño tiene en su padre—. Yo sabía que cuidaría de ti. Mairin sonrió y besó la parte superior de su cabeza. —Tengo necesidad de salir de esta cama. He permanecido aquí tanto tiempo que mis músculos están rígidos y doloridos. ¿Te gustaría ayudarme? Crispen salió corriendo del lecho y luego hizo un gran espectáculo asistiendo a Mairin a ponerse de pie. —Deberías ir a tu habitación y cambiarte. Nos encontraremos abajo en las escaleras. Tal vez Gertie tenga algo de comida para nosotros dos. Él le dedicó una enorme sonrisa y luego echó a correr, cerrando la puerta detrás de sí. Mairin se estiró tan pronto como se fue, e hizo un mohín. Realmente no estaba mal. No había dicho una mentira. Sólo sentía una punzada o dos cuando hacía un mal movimiento. Sin duda, no era suficiente para permanecer en la cama.


Se dio la vuelta para sacar un vestido de su armario, cuando un destello de color llamó su atención. Su mirada se centró en la pequeña mesa situada cerca de la ventana. Encima de ella había una pila de tela cuidadosamente doblada. Era su vestido de novia. Olvidando todo acerca de su lesión, se apresuró y palpó con sus dedos la suntuosa tela. Entonces lo alzó y dejó que el vestido se desplegase. ¿Cómo? estaba como nuevo. No había evidencia del desgarro. Abrazó el material hasta la barbilla y cerró los ojos con deleite. Era una tontería estar tan emocionada por un vestido, pero una mujer sólo se casaba una vez, ¿verdad? Frunció el ceño. Así era, la mayoría del tiempo. No pensaría en cuestiones tales como el Laird muriendo y dejándola viuda. Acarició el traje por última vez, disfrutando de su suavidad mientras se deslizaba sobre sus manos. Luego lo guardó cuidadosamente, así lo mantendría hasta la próxima vez que tuviera ocasión de usarlo. Impaciente por dejar su habitación, fue a ponerse su ropa, sus gestos torpes mientras trataba de arreglarse con tan pocos movimientos en su lado izquierdo como fuera posible. Como mejor pudo, se cepilló el cabello y lo dejó caer suelto, ya que trenzarlo era inadmisible con una sola mano. Cuando estuvo convencida de que no se veía tan demacrada, salió de la recámara, esperando que no fuera demasiado tarde para el desayuno. Y ya era hora de que se ocupara de sus deberes como señora de la fortaleza. Seguramente eso la mantendría alejada de los problemas con Ewan. Los días posteriores a su boda habían pasado como un borrón, y aparte de relacionarse con las otras mujeres del clan, Mairin no había hecho gran cosa además de intentar evitar a sus fieles perros guardianes. Bien, basta de todo eso. Era el momento de tomar las riendas en su mano. Después de haber recibido una flecha en su costado, no estaba entusiasmada acerca de aventurarse fuera de la fortaleza de todos modos. Cuando entró en el salón, fue recibida con miradas de sobresalto, de los hombres de su clan. Gannon y Cormac estaban envueltos en un acalorado debate, pero cuando la vieron, se interrumpieron y se le quedaron mirando como si le hubieran crecido dos cabezas. Maddie, que pasaba a través de donde Mairin hizo su entrada, inmediatamente alzó las manos y corrió hacia ella. —Mi señora, aún debería estar en cama, —Gannon exclamó, mientras él y Cormac también se abalanzaban sobre ella. —Sí, —estuvo de acuerdo Maddie—. No debería estar levantada. Estaba a punto de subir una bandeja para que pudiera comer en la cama.


Mairin levantó las manos para silenciarlos. —Agradezco su preocupación. En verdad, lo hago. Pero estoy perfectamente bien. El permanecer en cama no sirve para nada, excepto para volverme loca. —Al Laird no le va a gustar esto, —murmuró Cormac. —¿Qué tiene el Laird que ver con esto? —exigió—. Debería sentirse aliviado al saber que ya estoy de vuelta en mis pies y lista para asumir mis deberes como ama de esta fortaleza. —Debería descansar, muchacha, —dijo Maddie con dulzura, mientras la giraba de regreso en dirección de las escaleras—. Usted no querrá agravar su lesión. Mairin se sacudió la mano de Maddie y se volvió hacia el salón, sólo para toparse con Gannon. —Ahora, mi señora, usted debería estar en cama, —dijo él con firmeza. —Estoy bien, —insistió—. ¿Por qué? no siento ni un poco de dolor. Bien, tal vez una pizca o dos, —añadió cuando Cormac le lanzó una incrédula mirada —. Pero esa no es razón para quedarse en cama en un día tan agradable. Incluso les permitiré acompañarme, —les dijo a ambos. —¿Permitirá? —le preguntó Gannon con el ceño fruncido. Ella asintió con la cabeza y sonrió serenamente. —Sí, lo haré. No seré ningún problema. Ya lo verás. —Lo creeré cuando lo vea, —Cormac murmuró. —Maddie, tengo necesidad de tu ayuda si es que estás dispuesta a darla. Maddie la miró confundida. —Por supuesto que la ayudaré, mi señora, pero sigo pensando que debería subir las escaleras y acostarse. Tal vez me pueda decir en qué es lo que necesita ayuda, mientras come sus alimentos en la cama. Mairin los afrontó a todos y dejó mostrar su disgusto. —No hay absolutamente ninguna razón para que me vaya a la cama. —Hay todo tipo de razones, esposa. Los hombros de Cormac y Gannon se hundieron de alivio, mientras que Maddie soltó un suspiro. Mairin se volvió para ver a su esposo de pie detrás de ella, con una mirada de leve irritación en su cara. —¿Por qué no puedo esperar siquiera la más mínima cooperación de tu parte? Se quedó boquiabierta. —Eso es... eso es... bien, eso es una cosa grosera que decir, Laird. Estás insinuando que soy difícil. No soy difícil, —se dio la vuelta alrededor para hacer frente a los otros—. ¿Lo soy?


Cormac parecía como si se hubiera tragado un bicho, mientras Gannon encontró algo en la pared para estudiar. Maddie no se molestó en tratar de ser circunspecta. Solamente se echó a reír. —¿Por qué no estás en la cama, Mairin? —preguntó Ewan. Se dio la vuelta para mirarlo. —Estoy bastante bien. Me siento mucho más yo misma hoy. Bueno, excepto por el dolor de cabeza. ¿Qué fue lo que me hiciste beber? —Algo para hacerte más accesible. Estoy tentado a pedir a Gertie que te prepare otra vasija. No tenía respuesta para eso. —Vamos sube las escaleras conmigo, para que pueda atender tu herida, —le dijo, mientras la conducía hacia ellas. —Pero... pero yo estaba a punto de… La llevó escaleras arriba. —Sea lo que sea que estabas a punto de hacer, puede esperar hasta que haya visto tu lesión. Si estoy satisfecho de que realmente estás lo suficientemente bien, como para estar levantada y dando vueltas alrededor, reconsideraré tu confinamiento. —¿Mi confinamiento? Eso es lo más ridículo… Ewan se detuvo y antes de que pudiera terminar su diatriba, plantó su boca sobre la de ella en un abrasador beso que rizó los dedos de sus pies. No fue un tierno gesto. Fue uno exigente... y apasionado, y Señor, ella no quería que él parase. Cuando se apartó tuvo un momento difícil para recuperar sus sentidos. Estaban fuera de... ¿su recámara? Parpadeó mientras trataba de recordar lo que les había traído hasta aquí. —¿Qué era lo que estabas diciendo, muchacha? Ella le frunció el ceño. Abrió la boca y luego la cerró de nuevo. —No lo recuerdo. Él sonrió y abrió la puerta, arrastrándola hacia el interior de la habitación. Empezó a tirar de su vestido y ella golpeó sus manos. —No dejaré que me rasgues otro vestido, —le murmuró. Ewan suspiró. —Hice que Maddie reparara tu vestido. Fue un accidente. Sus ojos se abrieron. —¿Laird, te encargaste de que cosieran mi vestido? Sus labios formaron una línea delgada y apartó la mirada, ignorando su pregunta.


—Por supuesto que no, —dijo él bruscamente—. Es una cuestión de mujeres. Los hombres no se preocupan por fruslerías de señoras. Mairin sonrió y luego se arrojó contra el pecho de Ewan antes de que pudiera alejarla con su mano. —Gracias, —dijo, mientras envolvía sus brazos alrededor de su cintura. Él dejó escapar un profundo suspiro y la alejó de su cuerpo, con una mirada de reproche. —Muchacha, ¿cuándo demostrarás alguna restricción? Vas a perjudicar tu herida de nuevo, lanzándote alrededor de esa manera. Ella sonrió ante su rostro severo, se inclinó y le palmeó la cara entre sus manos. Entonces tiró de él para un beso sin aliento que la hizo jadear y luchar en busca de aire en cuestión de segundos. No estaba segura de quién estaba más afectado. Si ella o él. Los ojos de Ewan brillaban, y sus fosas nasales se dilataron mientras ella se estremecía de nuevo. —Estoy realmente muy bien, Ewan, —le susurró—. La madre Serenity solía admitir que la mano de Dios siempre me guiaba, por lo que sin importar lo duro que me cayera o qué tan mal me lastimara, siempre me recuperaba con una velocidad increíble. El costado me duele, sí, pero no demasiado. Es más una molestia que un verdadero dolor. No hay razón para que permanezca en cama todo el día. —Quítate el vestido, Mairin. Me gustaría ver por mí mismo cómo te estás curando. Con un suspiro de contrariedad, aflojó los cordones de su corpiño y cuidadosamente separó el material. Desde la esquina de su ojo, vio la expresión de él volverse rígida, mientras contemplaba sus hombros desnudos. Fascinada por su intensa reacción, se tomó un poco más del tiempo necesario para dejar que el vestido se deslizase por su cuerpo. Su cabello caía por su espalda y hacia delante sobre sus pechos. Sólo los pezones se asomaban entre las hebras y la mirada de Ewan estaba fija en ellos. —¿Debo acostarme? —le preguntó en voz baja. Ewan se aclaró la garganta. —Sí. Está bien. Ponte cómoda. Esto no tomará más de un minuto. Se sentó en la cama, pero lo observó por debajo de sus pestañas. Mientras que le cambiaba el vendaje de su herida, su mirada caliente se arrastraba sobre el resto de su cuerpo, tan tangible que era como el roce de su mano sobre su piel. Se revolvió inquieta, mientras él terminaba de atar la tira de tela alrededor de su costado. La acción empujó sus pechos hacia delante, rozándole


el brazo. Sus pezones inmediatamente se fruncieron, el roce del cabello en las puntas sensibles envió una riada caliente de profundo placer dentro de su cuerpo. —Muchacha, este no es el momento para amarnos, —le susurró—. Pero me tientas. Sí, me tientas como ninguna otra. Ella le rodeó el cuello con los brazos y se miraron el uno al otro por un largo, y silencioso momento. Sus ojos eran hermosos y le recordaban las colinas de las tierras altas en primavera. Tan verdes y llenos de vida. Él bajó su boca a la de ella, suavemente al principio, apenas una simple presión de labios juntos. Un sonido de besos suaves, carne tocando carne. La besó en la comisura de la boca y luego regresó a la mitad, entonces capturó la otra esquina. —Sabes a sol. Su pecho se amplió y el placer en las dulces palabras la llenó a reventar. Podía sentirlo entre sus piernas, duro y palpitante. Tiró de sus calzones, empujándolos con impaciencia. Ella lo quería. Sí, lo quería intensamente. —Ewan, —susurró—. ¿Estás seguro de que no es el momento para amarnos? Un gruñido bajo brotó de su garganta. —Sí, eres una auténtica seductora. Ella levantó su cuerpo para encajarlo al de él, insegura de lo que estaba haciendo, pero se sentía bien. Estaba ruborizada y caliente, y necesitada de algo que estaba segura que sólo él podría darle. —Bésame —murmuró. —Oh, sí, te besaré, muchacha. Te besaré hasta que ruegues que me detenga. Sus labios se cerraron alrededor de su tenso pezón y tiró de él mientras lo chupaba más profundo en su boca. Sus manos acariciaron su cuerpo y ella se arqueó como un gato satisfecho buscando más del toque de su amo. —Despacio muchacha —murmuró—. No quiero que te hagas daño. ¿Lastimarse a sí misma? Iba a hacerle daño a él si no continuaba besándola. Él metió las manos entre sus muslos y echó un vistazo a los rizos que custodiaban su sensible carne. Rozó el tembloroso punto al mismo tiempo que sus dedos buscaban su húmeda abertura. A pesar de su advertencia, se arqueó impotente, incapaz de controlar su respuesta frenética. El fuego se intensificó en lo profundo de su cuerpo y se desplegó rápidamente a través de su ingle, apretando cada vez que sus dedos acariciaban su interior. Esta no era la forma en cómo se hacía, ¿verdad?


A ella no le importaba. Todo lo que le estaba haciendo se sentía tan maravilloso que quería rogarle que nunca se detuviera. Y así lo hizo. Una y otra vez, las palabras se derramaron entre quebrados sollozos. Chupó cada pecho, alternándolos mientras la conducía a un sinsentido con los dedos. Estaba caliente y resbaladiza a su alrededor y se erigía rápidamente hacia un final explosivo. Gimió y se aferró a sus hombros cuando levantó sus caderas, deseando más. Añadió un segundo dedo dentro de su vagina en el preciso momento en que su pulgar ejerció más presión. Habría gritado, –y lo hizo, gritó–, pero él levantó la boca de su pecho para capturar la de ella justo cuando estallo y se tragó el grito salvaje cuando se desintegró en sus brazos. Olvidada estaba su herida, la venda, cualquier dolor o malestar. Sólo había oleada tras oleada de intenso placer, hasta que se hundió en la cama, demasiado débil y flácida para hacer nada más que jadear en busca de aire. Él rodó hacia un lado y con cuidado la estrechó entre sus brazos. Sus labios tocaron su pelo y le acarició los mechones con una mano. Le rozó y mimó cada centímetro de su piel hasta que una nube maravillosa la rodeó y la envolvió con su cálido resplandor. —Duerme, muchacha,—murmuró—. Necesitas descansar. Demasiado confusa y saciada para discutir, cerró sus ojos antes de darse cuenta que lo había hecho. Su último pensamiento coherente fue que él era más potente que la cerveza como pócima para dormir.


Capítulo 21 Mairin dejó escapar un bostezo y lujuriosamente estiró los brazos sobre su cabeza. Se sentía tan ligera después de su encuentro de amor con Ewan que su costado ni siquiera dolía. Entonces se dio cuenta de que a pesar de su determinación de estar afuera y por los alrededores, había pasado la mitad del día en su habitación. Con el ceño fruncido, se levantó, gruñendo en voz baja, acerca de los maridos y sus artimañas. Lo había hecho a propósito, estaba convencida de ello. La había llevado a su cámara con en el pretexto de cuidar su herida y luego la había distraído haciéndole el amor. Y pensar que alguna vez había considerado que no era experto en tales cuestiones. Al contrario, él era demasiado hábil. Esta vez, cuando salió de su aposento, se encontró con Gannon justo fuera de su puerta. Lo miró con asombro mientras él se levantaba del suelo. —¿Has estado fuera de mi puerta toda la tarde? —Sí, mi señora. Es mi deber velar por su seguridad. Usted tiene el hábito de desaparecer, por lo que Cormac y yo sacamos pajitas para ver quién salvaguardaría la entrada de su habitación. Frunció el ceño, no le gustaba la idea de que fuera un deber tan desagradable que se veían obligados a sacar una astilla para realizar la insípida tarea. Se dirigió hacia las escaleras, determinada en ver a Maddie sin ninguna interferencia de su esposo o sus guardias de vigilancia. Cormac estaba en la sala compartiendo una jarra de cerveza con algunos de los ancianos del clan. —¿Has visto a Crispen por aquí? —preguntó a Cormac. —No, mi señora. Lo último que supe de él, es que estaba jugando con los otros niños. ¿Le gustaría que lo buscara? —Oh no, déjalo jugar. No tengo necesidad de él en este momento. Cormac se levantó y comenzó a caminar en dirección de Mairin y Gannon, pero ella levantó la mano. —Sólo voy a ver a Maddie. Gannon puede acompañarme. ¿No es así, Gannon? —Sí, mi señora. Si es todo lo que está pensando. —Por supuesto. Se está haciendo tarde. Muy pronto estará oscuro. El hombre se relajó. Asintió con la cabeza en dirección de Cormac y luego hizo un gesto para que Mairin lo precediera por el pasillo.


Estableció un paso enérgico, decidida a que cualquier persona que la viera pensara que estaba totalmente recuperada de su accidente. Por lo que cuando llegó a casa de Maddie, estaba sin resuello y se apoyó contra la puerta para sostenerse mientras tomaba aire. Después de recuperar el aliento, golpeó cortésmente a la puerta y esperó. Frunció el ceño cuando la respuesta no llegó. —Maddie no está en su casa, mi señora, —una de las mujeres le habló desde una casa de campo más abajo—. Está ayudando a Gertie en la cocina. —Gracias, —le contesto Mairin. —¿Le gustaría ir a la cocina? —preguntó Gannon amablemente. La idea de encontrarse con Gertie era suficiente para persuadirla de que podría esperar para hablar con Maddie. No era como si pudiera hacer mucho hoy, de todos modos. Se dio la vuelta en dirección a la fortaleza y se detuvo, mientras observaba el exaltado alboroto a la mitad del camino que dividía las cabañas. Dos hombres mayores estaban llevando a cabo una muy airada conversación, agitando los puños y expresando amenazas ferozmente. —¿Qué demonios están discutiendo, Gannon? —Oh, no es nada por lo que tenga que preocuparse, mi señora, —dijo Gannon—. Son sólo Arthur y Magnus. Trató de conducirla por la calzada, pero ella permaneció clavada en su lugar cuando las voces de los hombres se hicieron más fuertes. —¡Dejen ya de gritar cabras viejas! Mairin parpadeó sorprendida hacia la mujer asomada en una ventana, gritando a los dos hombres. Arthur y Magnus no le prestaron atención y continuaron su discusión. Rápidamente tuvo claro que la controversia era en torno a la yegua que estaba entre los dos, pareciendo muy poco sobresaltada con el jaleo. —¿A quién pertenece la yegua? —susurró—. ¿Y por qué discuten tan ferozmente sobre ella? Gannon lanzó un suspiro. —Es una vieja discusión, mi señora. Y ellos disfrutan realmente de una buena pelea. Si no fuera sobre la yegua, sería sobre alguna otra cosa. Uno de los hombres dio la vuelta y empezó a pisar fuerte por el camino, gritando durante todo el trayecto que iba directo al Laird. Pensando rápidamente, Mairin dio un paso en su recorrido y él se detuvo justo antes de que pasara por encima de ella. —¡Mira por dónde vas, muchacha! Ahora hazte a un lado, por favor. Tengo que tratar un asunto con el Laird.


—Serás respetuoso y cuidarás tu lengua, Arthur, —gruñó Gannon—. Es tu señora a quien te diriges. El hombre entrecerró los ojos y ladeó su cabeza hacia un lado. —Sí, si fuera así. ¿No debería estar en cama después de su accidente? Mairin dejó escapar un suspiro. Las noticias ya estaban sobre toda la fortaleza, sin duda. No tenía ningún deseo de parecer débil cuando asumiera sus funciones como señora. Ya estaba calculando mentalmente todo lo que había que hacer. Con o sin la ayuda de Maddie, ya era hora de que se involucrara en el funcionamiento del torreón. —Hazte a un lado, —declaró Magnus—. Tienes los modales de un burro, Arthur. —Sonrió a Mairin entonces, y le ofreció una amplia reverencia—. No hemos sido debidamente presentados. Me llamo Magnus McCabe. Mairin le devolvió la sonrisa y se aseguró de incluir en ella a Arthur, para que no usara eso como una excusa para iniciar otra discusión. —No pude evitar escucharlos discutiendo sobre la yegua, —comenzó vacilante. Arthur resopló. —Eso es porque Magnus tiene una boca del tamaño de una montaña. Mairin levantó una mano. —En lugar de molestar a su Laird sobre tal intrascendente cuestión, tal vez yo pueda ser de ayuda. Magnus se frotó las manos y lanzó una mirada de triunfo en la dirección de Arthur. —¿Lo ves? La muchacha determinará quién tiene el derecho sobre el animal. Arthur rodó los ojos y no parecía impresionado por la oferta de Mairin. —No hay nada que comprobar, —Arthur expresó con la mayor naturalidad—. La yegua es mía. Siempre lo ha sido. Gannon lo sabe. Gannon cerró los ojos y negó con la cabeza. —Ya veo, —dijo Mairin. Luego miró a Magnus—. ¿Usted le disputa a Arthur el reclamo de la yegua? —Sí, —dijo enfáticamente—. Dos meses atrás, se enfureció porque la yegua lo mordió en el… —No hay necesidad de decir dónde me mordió, —Arthur se apresuró a interrumpir—: Es suficiente decir que me mordió. Eso es todo lo que importa. Magnus se inclinó y le susurró. —Lo mordió en el culo, mi señora.


Sus ojos se abrieron de par en par. Gannon emitió una fuerte reprimenda a Magnus por hablar con su ama de una manera tan poco delicada, pero este no se veía ni un poco arrepentido. —De todos modos, una vez que la yegua mordió a Arthur, se puso tan furioso que la soltó, le dio una palmada en los flancos, y le dijo ingrata... —se detuvo y se aclaró la garganta—. Bueno, él le dijo que no se molestara nunca más en regresar. Hacía frío y llovía afuera, ¿sabe? Tomé a la yegua, la sequé, y le di un poco de avena. Así que ya ve, la yegua me pertenece a mí. Arthur renunció a todo derecho sobre ella. —Mi señora, el Laird ya ha escuchado su queja, —le susurró Gannon. —¿Y qué decidió el Laird? —le susurró a su vez. —Les dijo que lo resolvieran entre ellos mismos. Mairin hizo un sonido de exasperación. —Eso no fue de gran ayuda. Este sería un buen punto de partida como cualquier otro, para afirmar su autoridad y mostrar a su clan que era una compañera digna de su Laird. Ewan era un hombre muy ocupado, y asuntos tales como éste, debería ser resuelto sin arrastrarlo a una pequeña discusión. Se volvió hacia los hombres, que habían comenzado a discutir otra vez. Alzó las manos para que se callaran, y cuando eso no funcionó, puso sus dedos entre sus labios y emitió un agudo silbido. Ambos hombres se estremecieron y se volvieron para mirarla con asombro. —Una mujer no silba, —Arthur la reprendió. —Sí, él tiene razón, mi señora. —Oh, así que ahora los dos están dispuestos a estar de acuerdo en algo, —murmuró Mairin—. Era la única manera de silenciarlos. —¿Quería algo? —preguntó Magnus. Cruzó las manos cuidadosamente delante, convencida de que tenía el plan perfecto para resolver la disputa. —Tendré que decirle a Gannon que corte a la yegua por la mitad y le dé a cada uno una parte igual. Es la única manera justa de hacerlo. Arthur y Magnus la miraron, luego se miraron el uno al otro. Gannon cerró los ojos de nuevo y no dijo ni una palabra. —Ella es tonta, —dijo Arthur. Magnus asintió. —Pobre Laird. Lo debieron haber engañado. Se casó con una muchacha tonta. Mairin puso las manos en las caderas.


—¡Yo no soy tonta! Arthur negó con la cabeza, una luz de simpatía en sus ojos. —Tal vez tonta sea una palabra demasiado fuerte. Perturbada. Sí, tal vez perturbada. ¿Sufrió alguna lesión en la cabeza recientemente? —¡No, no lo hice! —¿Cuando era niña entonces? —preguntó Magnus. —Estoy en perfecto dominio de mis facultades —dijo bruscamente. —¿Entonces por qué en nombre de Dios sugiere que cortemos a la yegua en dos? —exigió Arthur. —Esa es la cosa más tonta que he oído. —Funcionó para el rey Salomón, —les murmuró. —¿El rey Salomón ordenó cortar a los caballos por la mitad? —le preguntó Magnus con voz confusa. —¿Quién es el rey Salomón? No es nuestro rey. Apuesto a que es inglés. Sería algo que un inglés haría, —dijo Arthur. Magnus asintió con la cabeza. —Sí, todo inglés es tonto —luego se volvió hacia Mairin—. ¿Es usted inglesa, muchacha? —¡No! ¿Por qué demonios pregunta algo así? —Tal vez ella tiene un poco de sangre inglesa, —dijo Arthur—. Eso explicaría las cosas. Se agarró la cabeza y sintió la repentina y violenta urgencia da arrancarse el pelo de raíz. —El rey Salomón sugirió que un bebé fuera cortado a la mitad cuando dos mujeres a la vez afirmaron ser su madre. Incluso Gannon la miró horrorizado. Magnus y Arthur, la miraron boquiabiertos y luego negaron con sus cabezas. —Y los ingleses afirman que somos bárbaros —Arthur se quejó. —El rey Salomón no era inglés, —dijo con paciencia—. Y el punto fue que la verdadera madre estaría tan horrorizada por el pensamiento de su bebé siendo asesinado, que le daría el bebé a la otra madre con tal de salvar la vida del niño. Los miró fijamente, con la esperanza de que hubieran entendido la moraleja, pero por el contrario la miraban como si hubiera arrojado una letanía de blasfemias. —Oh, no importa, —espetó. Indignada caminó hacia adelante, agarró las riendas de un asombrado Magnus, y tiró de la desventurada yegua a lo largo mientras se dirigía hacia la fortaleza.


—Mi señora, ¿qué está haciendo? —Gannon siseó, mientras corría para mantenerse junto a ella. —¡Hey, está robando nuestro caballo! —lloriqueó Magnus. —¿Nuestro caballo? Es mi caballo, imbécil. Hizo caso omiso de los dos hombres cuando comenzaron a discutir de nuevo. —Está claro que ninguno de ellos merece al pobre animal, —dijo Mairin —. Voy a llevarlo con Ewan. Él sabrá qué hacer. La expresión de Gannon le indicó que no estaba satisfecho con llevarle el caballo a su Laird. —No te preocupes, Gannon. Le diré que trataste de detenerme. —¿Lo hará? El tono de esperanza en su voz le hizo gracia. Se detuvo en medio del patio, repentinamente consciente de que no había hombres entrenando, y ni rastro de Ewan. —Bien, ¿dónde está? —preguntó con exasperación—. Oh, no importa, — dijo, cuando Gannon no respondió inmediatamente—. Voy a entregar al caballo a su jefe de caballerizas. Ustedes tienen un jefe de caballerizas, ¿verdad? —Sí, mi señora, sin duda alguna lo tenemos, pero… —Señálame la dirección de los establos entonces, —le dijo antes de que él pudiera continuar—. Realmente ya debería haberme familiarizado con todo en las tierras McCabe. He estado alrededor del torreón y de las casas de las mujeres, pero más allá de eso, soy terriblemente ignorante. Mañana rectificaremos eso. Gannon parpadeó. —¿Lo haremos? —Sí, lo haremos. Ahora, ¿los establos? Gannon suspiró y señaló al otro lado hacia un camino que conducía más allá de la ladera de piedra que albergaba el patio. Mairin reanudó la marcha, conduciendo a la yegua por detrás de la pared. Siguió el pasaje deteriorado hasta que llegó al otro lado de la fortaleza, donde vio una vieja estructura que asumió debían ser los establos. Había un marco nuevo de madera en la entrada, pero también había lugares que parecían abrasados por un viejo fuego. El techo había sido restaurado y parecía ser lo suficientemente robusto para resistir la lluvia y la nieve. Se molestó al ver Magnus y a Arthur de pie delante de la arcada que conducía al área donde los caballos del Laird eran cuidados. La vieron con recelo mientras se acercaba, y les frunció el ceño para mostrarles toda la fuerza de su disgusto.


—Ustedes no tendrán al caballo de regreso, —bramó—. Se lo daré al jefe de establos, de modo que sea atendido adecuadamente. —Yo soy el jefe de la caballeriza, muchacha tonta, —Arthur clamó de nuevo. —Te dirigirás a tu señora con respeto —rugió Gannon. Mairin miró boquiabierta a Arthur y luego se volvió hacia Gannon. —¿El jefe de las caballerizas? ¿Este... Este cretino... es el jefe del establo? Gannon lanzó un suspiro. —Traté de decírselo, mi señora. —Eso es ridículo, —farfulló Mairin—. Él sabe tanto de cómo llevar un establo como yo misma. —Hago un buen trabajo, —espetó Arthur—. Y lo haría mucho mejor si no tuviera que perseguir a las personas que roban mi caballo. —Queda relevado de su deber, señor. —Usted no puede relevarme de mi deber —Arthur chilló—. Sólo el Laird puede hacer eso. —Yo soy la señora de este castillo y le digo que ha sido destituido, —dijo Mairin beligerante. Se volvió a Gannon. —Díselo. Gannon se veía un poco incierto, pero apoyó la postura de su señora. Ella asintió con la cabeza, mientras Gannon informaba al hombre mayor que de hecho había sido relevado de su cargo. Arthur pisoteó murmurando toda clase de maldiciones mientras Magnus lo observaba con una sonrisa de suficiencia. —No es de extrañar que el caballo lo mordiera en el culo —murmuró Mairin mientras Arthur se alejaba. Le entregó las riendas a Gannon. —¿Lo pondrás en un establo y te asegurarás de que sea alimentado? Haciendo caso omiso del aspecto malhumorado de Gannon, se volvió para dirigirse en dirección a la fortaleza. Estaba muy satisfecha consigo misma. No sólo había logrado escapar de los confines de la fortaleza sin tropezar con su marido, sino que también había manejado una difícil situación. Su primer deber como dueña de la fortaleza. Sonrió y se apresuró a subir las escaleras entrando en el gran salón. Saludó a Cormac en su camino. —Sólo voy a cambiarme para la cena. Gannon llegará dentro de poco. Está tomando cuidado de una yegua para mí. Cormac se levantó con el entrecejo arrugado por la confusión.


—¿Un caballo? Mairin se fue dando saltitos por las escaleras. El día no había sido una total pérdida. De hecho, había sido bastante encantador. Y estaba haciendo avances en su intento por tomar parte activa en las actividades del torreón. Puesto que, había tomado una decisión sin siquiera haber molestado a Ewan acerca de un asunto tan trivial como aquel. Era lo menos que podía hacer. Él tenía muchos deberes importantes y cuanto más pudiera ella suavizarle las cosas, más sería capaz de concentrarse en esas tareas. Se echó agua en la cara y sacudió el polvo de su vestido. Sí, había sido un buen día, y su herida ni siquiera le dolía. —¡Mairin! Se estremeció cuando el rugido del Laird se extendió todo el camino por las escaleras y a través de la puerta de su cámara. Gritó lo suficientemente fuerte como para sacudir los tablones del techo. Con una agitación de su cabeza, cogió el cepillo y trabajó rápidamente los enredos de su pelo. Si maniobraba con su brazo izquierdo, su costado no punzaba, tomaría un tiempo trenzarse el cabello. Tal vez por la mañana. —¡Mairin, preséntate inmediatamente! Dejó caer el cepillo y frunció el ceño. Señor, pero el hombre era impaciente. Después de una sacudida más a su vestido, se dirigió escaleras abajo. Al doblar la esquina del salón, vio de pie a Ewan en medio de la habitación, los brazos cruzados sobre el pecho, una profunda mueca grabada alrededor de su boca. A su lado estaban Arthur y Magnus junto con Gannon y Caelen. Algunos de los hombres de Ewan permanecían alrededor de las mesas, mostrando un gran interés en el jaleo. Se detuvo frente a Ewan y sonrió con cautela hacia él. —¿Me convocaste, Laird? La mueca de Ewan se profundizó. Luego se pasó una mano por el pelo y miró hacia el cielo. —En el transcurso de la última hora, le has robado el caballo a un hombre y de alguna manera lograste dejarme sin el jefe de caballerizas. ¿Te importaría explicarte, muchacha? —He resuelto una disputa, —expresó—. Y cuando descubrí que este hombre odioso, quien claramente abusa de sus caballos era el responsable de los tuyos, Laird, yo remedié la situación. —No tienes autoridad para hacer nada de eso, —le dijo él firmemente—. Tus deberes son muy simples. Obedecerme y no interferir con el funcionamiento de esta fortaleza.


El dolor estrujó su pecho. La humillación tensó sus mejillas mientras miraba de un hombre al otro. Vio simpatía en la expresión de Gannon, pero en Caelen vio aprobación. No confiando en no avergonzarse aún más a sí misma, se dio la vuelta y caminó rígidamente para retirarse del salón. —¡Mairin! —le rugió Ewan. No le hizo caso y aceleró su paso. Evitó la escalera y salió por una de las puertas que conducían hacia el exterior. Odiosos, imposibles, desquiciantes. Todos ellos. La acusaron de ser tonta, pero éste era el más tonto de los clanes con que jamás se había topado. Las lágrimas quemaban sus ojos, pero furiosamente las desechó. El anochecer había caído sobre el lugar, cubriéndolo de tonos lavanda y gris. El frío la entumeció, pero no le prestó atención, mientras se apresuraba a través del patio vacío. Uno de los guardias de la muralla la llamó advirtiéndole, pero lo despidió con la mano y le dijo que no tenía intención de ir muy lejos. Sólo necesitaba estar afuera. Alejarse del gruñido de Ewan y la censura de sus ojos. Se mantuvo en línea con la pared de la fortaleza, asegurándose de permanecer dentro de la ladera de piedra. Tenía que haber un lugar en alguna parte que le otorgara intimidad sin dejar de ofrecerle seguridad. Su solución llegó en forma de los antiguos baños públicos en la parte trasera del torreón. Había incluso un banco en el caparazón de las paredes de piedra. Se agachó para pasar por debajo de una desvencijada puerta y se acomodó en la grada que se alineaba en el único muro que seguía en pie en su totalidad. Finalmente, un lugar lejos del resto del clan donde ella podría dar rienda suelta a sus lágrimas en privado y lamentarse del vergonzoso comportamiento de su marido.


Capítulo 22 Era importante que Ewan no saliera en persecución de su esposa, sobre todo delante de sus hombres. Evidentemente la muchacha no tenía idea de lo que había provocado aquí. Le daría tiempo para que se calmara y luego le enseñaría la forma de hacer las cosas. Se volvió de nuevo hacia las personas que estaban detrás de él. Gertie ya estaba poniendo la cena en la mesa, y, a juzgar por el olor, había sido un día muy bueno de caza para los hombres asignados a traer carne fresca a la fortaleza. —¿Tengo mi puesto de nuevo, Laird? —Arthur preguntó. Ewan asintió con cansancio. —Sí, Arthur. Tienes una buena mano con los caballos. Sin embargo, ya he tenido suficiente de tu incesante disputa con Magnus, y es obvio que esa es la causa del malestar de tu señora. Arthur no se veía muy feliz, pero accedió y se alejó para tomar asiento. Magnus parecía como si quisiera hacerle una burla pero el feroz ceño de Ewan lo detuvo. También él tomó asiento —a una mesa más allá de donde Arthur se había situado. Ewan se sentó y fue seguido por sus hombres. Cuando Maddie se dirigió para llenar su plato, él la detuvo. —Cuando hayas terminado de servir a los hombres, lleva una bandeja a tu señora. Está en su recámara, y no quiero que pierda la comida de la noche. —Sí, señor, me encargaré de ello inmediatamente. Satisfecho de que su esposa no pasaría hambre y que, por el momento, todas las disputas se habían acabado, se lanzó a su porción, degustando el sabor de la carne de venado fresco. Al permitir que Mairin superara su trastorno, era probable que en el momento en que se retirara a su cámara, la tormenta inicial hubiera pasado. Se felicitó por su análisis brillante mientras disfrutaba de una segunda ración del guiso. Media hora más tarde, sin embargo, cuando Maddie corrió al salón para decirle que su esposa no estaba en la habitación, se dio cuenta de que su error fue creer que cualquier cosa sería simple cuando se trataba de su impulsiva consorte. Ella lo hacía sentir incompetente, y que sus esfuerzos por mantenerla a salvo, eran fortuitos en el mejor de los casos. Nada de eso era cierto, pero esto elevó su ira, ya que no había tenido un momento de duda acerca de sí mismo desde que era un muchacho. Podía entrenar y conducir un ejército entero.


Podría ganar una batalla cuando lo superaban en número de cinco a uno. Pero no podía mantener a una chiquilla bajo control. Esto desafiaba toda razón y lo estaba volviendo loco en el proceso. Se apartó de la mesa y siguió la dirección en la que Mairin se había ido. Era obvio que no había subido las escaleras, por lo que continuó más allá de la puerta que conducía fuera de la fortaleza. —¿Has visto a tu señora? —preguntó a Rodrick que estaba junto a la pared. —Sí, Laird. Pasó por aquí hace una media hora. —¿Y dónde está ahora? —Está en los baños públicos. Gregory y Alain velan por ella. Ha estado llorando bastante, pero por lo demás, está bien. Ewan hizo una mueca y dejó escapar un suspiro. Preferiría mucho más que le bufara como un gatito enojado. No sabía nada de lágrimas femeninas y peor aún no tenía ninguna experiencia en el trato con ellas. Se fue en dirección de los baños. Gregory y Alain estaban de pie fuera de una de las paredes y parecían enormemente aliviados cuando llegó a grandes zancadas. —Gracias a Dios que está aquí, Laird. Debe hacerla contenerse. Se va a poner enferma de tanto llorar, —dijo Alain. Gregory frunció el ceño. —No es adecuado que una muchacha llore tanto. Sea lo que sea lo que tiene que prometerle, por favor hágalo. ¡Ella va a ahogarse! Ewan levantó una mano. —Gracias por su protección. Pueden irse ahora. Yo me ocuparé de su señora. Ellos hicieron un trabajo lamentable ocultando su evidente alivio. Cuando se fueron, él oyó los leves gimoteos que venían del interior de los baños. Maldita sea, pero odiaba la idea de verla llorando. Entró en el interior sombrío y miró a su alrededor, parpadeando para adaptarse a la oscuridad. Siguió el sonido de los sollozos, hasta que la encontró sentada en un banco a lo largo de la pared del fondo. Estaba parcialmente silueteada por una astilla de luz de luna que se filtraba a través de la estrecha ventana tallada en la piedra, y pudo ver que su cabeza estaba inclinada, y sus hombros caídos hacia delante. —Vete, —su voz ahogada se filtró a través de los derruidos baños. —Ah, muchacha, —dijo mientras se sentaba a su lado en el banco—. No llores.


—No estoy llorando, —le expresó con una voz que indicaba claramente que lo estaba. —Es un pecado mentir, —ofreció él, sabiendo que conseguiría su ratificación. —Es un pecado no hacer nada más, sino gritar a su esposa, también, — dijo con tristeza—. Prometiste quererme, sí, lo hiciste, pero juro por Dios que no me siento muy querida. Él suspiró. —Mairin, lamentablemente tú pones a prueba mi paciencia. Me imagino que seguirás exasperándome durante los años venideros. Puedo decir que esta no será la única vez que te grite. Si dijera otra cosa estaría mintiendo. —Me avergonzaste delante de tus hombres, —dijo en voz baja—. Frente a ese cretino jefe de establo. Es un sapo y no se le debería permitir acercarse a un caballo. Ewan le tocó la mejilla y metió un largo mechón de pelo detrás de la oreja, para poder ver mejor su rostro. Hizo una mueca cuando sintió la humedad en su piel. —Escúchame, cariño. Arthur y Magnus han estado discutiendo de una forma u otra desde antes de que yo naciera. El día que dejen de discutir será el día en que estén bajo tierra. Ellos vinieron a mí por lo del caballo, pero me negué a hacer un juicio, porque eso los mantenía enfocados en el animal. Si se lo diera a uno u otro, entonces encontrarían alguna otra cosa por la que seguir rivalizando, y al menos el tema del caballo es bastante inofensivo. —Me la llevé lejos de los dos, —dijo—. Puede ser una yegua vieja, pero se merece algo mejor que ser disputada por dos chiflados. Ewan se rio entre dientes. —Sí, me dijeron que robaste su caballo y que relevaste a Arthur de sus funciones. Mairin se retorció en su asiento y aferró la mano de él con la suya. —¿Cómo puede ese hombre deplorable ser tu jefe de caballerizas? Porque, Ewan, puso su propio caballo al frío sin comida ni refugio. ¿Tú le confiarías a un hombre así tu propia montura? ¿Un caballo que te llevarías a la batalla? Se sonrió ante su vehemencia. Era una cosita feroz. Ya había llegado a considerar el torreón como su hogar y se lo estaba tomando todo con una actitud militante. —Te agradezco tu determinación de asegurar que tenemos la mejor atención posible para mis caballos. Pero la verdad es que Arthur es un mago con esos animales. Sí, él es hostil y obstinado y no es muy respetuoso, pero es


viejo y ha sido el jefe de los establos desde que mi padre era Laird. No maltrató a su yegua, muchacha. Yo mismo lo habría golpeado con un látigo si ese fuera el caso. Solo fue la historia que contó para guardar las apariencias después de que la yegua le diera un mordisco en el trasero. Es un completo cordero cuando se trata de caballos. Son sus bebés, aunque moriría antes de admitirlo. Se preocupa más por ellos que por cualquier otro ser vivo. Mairin dejó caer los hombros y se miró los pies. —Hice el ridículo, ¿no? —No, muchacha. Ella se retorció los dedos en el regazo. —Sólo quería encajar aquí. Ser parte de un clan. Yo quería tener funciones. Quería que mi clan me respetara, viniera a mí con sus problemas. Solía soñar con tener un hogar y una familia. No pasaba un día en la abadía en que no imaginara cómo sería vivir libre de miedo y ser capaz de seguir mi propio destino. Se arriesgó a mirarlo, y él pudo ver la vulnerabilidad brillando en sus ojos. —Todo eso fue sólo un sueño, ¿verdad, Ewan? Su corazón dio un vuelco en el pecho. Era cierto que no había pensado mucho en sus circunstancias y cómo la habían afectado. Durante toda su vida adulta, había estado enclaustrada en una abadía, sólo con monjas por compañía y dirección. Se había acostumbrado a esperar que su vida fuera difícil e incierta cuando lo único que quería era libertad y alguien que la quisiera. Así que, muchas de sus acciones y el desprecio a su autoridad tenían sentido ahora. No era como si se dispusiera a pasar por alto descaradamente sus órdenes. Simplemente estaba tanteando el camino a su alrededor y deleitándose con el primer gusto a hogar y familia que jamás había experimentado. Estaba extendiendo sus alas y probando su poder por primera vez en su vida. Él la tomó en sus brazos y la apretó cariñosamente. —No, muchacha, no fue un sueño. Eso no es menos de lo que debes esperar de tu nuevo hogar y de tu clan. Todavía estás buscando tu camino. Cometerás errores y yo también lo haré. Esto es nuevo para los dos. Te propongo un trato. Ten paciencia conmigo y te prometo intentar no gritarte tanto. Ella se quedó en silencio por un momento, y luego giró la barbilla hasta que lo miró de nuevo. —Eso me parece justo. Pido disculpas por interferir en cosas que no eran de mi incumbencia. Tú tenías razón. Eso no me concernía.


El dolor y la derrota en su voz agitaron algo muy dentro de él. —Muchacha, mírame —dijo suavemente, mientras le inclinaba la barbilla con los dedos—. Esta es tu casa y tu clan. Tú eres la señora aquí, y como tal, tu autoridad está en segundo lugar directamente después de la mía. Preveo que tienes muchos años para mirar hacia adelante y hacer de este sitio tu hogar, uno donde te sientas cómoda. No hay necesidad de que todo se haga en un día. Asintió con la cabeza. —Estás fría, muchacha. Volvamos dentro de la fortaleza para que te pueda calentar adecuadamente. Como había esperado, sus palabras hicieron que se revolviera agitadamente contra él. Para darle un incentivo adicional, fusionó sus labios con los de ella, su calor fundiendo su boca fría. Hielo contra fuego. En instantes, le devolvía el beso con lujuriosas y calientes caricias con la boca abierta por su propia cuenta. Señor, pero la muchacha era una alumna rápida en el arte de besar y en el uso de las lenguas. Pasaría toda una vida siendo obsceno ante sus ojos, si sólo siguiera besándolo de esta manera. —Ven, —dijo subyugador—. Antes de que te tome aquí y ahora. —Eres una incitación al pecado, Laird, —dijo con su remilgada y desaprobadora voz. Él sonrió abiertamente y pellizcó su mejilla de una manera cariñosa. —Sí, eso puede ser cierto, muchacha, pero tú misma no eres ninguna santa tampoco.

Mairin observaba a su marido mientras comía los alimentos que Maddie le había entregado después de que ellos se retiraran a su habitación. Parecía engañosamente perezoso, tendido en la cama, con las manos detrás de la cabeza y las piernas cruzadas en los tobillos. Se había desnudado quedándose sólo con sus calzones, y a ella le resultaba difícil concentrarse en la comida mientras él estaba acostado viéndose tan malditamente atractivo. Mientras apuraba lo último de su cena, la conversación con Maddie le vino a la mente. Agachó la cabeza, segura de que Ewan vería el rubor subiendo por su cara, y no tenía deseos de contarle sus pensamientos. No cuando eran tan deliciosamente indecentes.


Pero ahora que la idea había arraigado en su mente, lo miró por el rabillo del ojo y se preguntó si tendría el descaro de hacer lo que Maddie había descrito. Era lógico que si él podía volverla tan sinsentido con su boca, lo contrario también sería válido. —¿No has terminado todavía, esposa? —le dijo Ewan arrastrando las palabras. Ella bajó la mirada hacia el plato vacío, y lentamente lo puso a un lado. Sí, éste era de hecho el momento perfecto para probar sus artimañas. Estuvo a punto de reírse ante la idea de tener sus propios trucos. La madre Serenity sería muy severa ante tal pensamiento. Sin querer parecer demasiado obvia, se tomó su tiempo preparándose para irse a la cama. Se desnudó con mucho más cuidado del que normalmente empleaba, cada uno de sus movimientos lentos y sensuales. Dos veces echó una ojeada a un lado para ver a Ewan observándola, sus ojos oscuros y velados. Cuando estuvo completamente desnuda, se contoneó hasta la palangana de agua e hizo un gran espectáculo lavándose. Se volvió hacia un lado, para darle una buena vista de su perfil, y lo oyó aspirar el aliento, cuando sus pezones se fruncieron a consecuencia del paño húmedo. Después de haber reunido el valor suficiente, y habiendo tenido bastante tiempo para formular su plan, echó a un lado la tela y se acercó a la cama. —Todavía estás vestido, marido, —murmuró, mientras permanecía de pie sobre él. A pesar de que todavía llevaba sus calzones, estos no hacían nada para disimular el bulto entre sus piernas. Estaba duro, y poniéndose más duro aún con cada segundo que pasaba. —Sí, muchacha, pero puedo remediarlo. Empezó a levantarse, pero ella se agachó y presionó una mano en su pecho. —Es mi deber desnudarte. Se recostó de nuevo en la cama, mientras los dedos de ella fueron a los cordones de sus calzones. Tan pronto como los aflojó lo suficiente, su erección despuntó hacia arriba. No estaba segura de que alguna vez conseguiría acostumbrarse a su tamaño. Y ni siquiera podía imaginar cómo se lo metería en la boca, pero Maddie parecía bastante segura de que muchas mujeres lo hacían. Cuando tuvo problemas para tirar del material sobre sus caderas, él se alzó y sus manos cubrieron las de ella mientras la ayudaba a empujarlo hacia abajo por sus piernas.


Como se había sentado, una vez más lo empujó, sólo que esta vez lo siguió hacia abajo, hasta que sus labios estuvieron a un mero aliento de los suyos. Lo besó, disfrutando de la sensación de su boca bajo la suya. Sus manos vagaron sobre su pecho, y se maravilló de lo duro y sólido que era. La aspereza de sus cicatrices contrastaba con el suave vello debajo de las palmas de sus manos. Sus pezones se arrugaron y endurecieron bajo sus dedos y continuó de regreso, frotando sobre ellos otra vez, fascinada por la reacción que era similar a la propia. —¿Qué pretendes, muchacha? —murmuró contra su boca. Sonrió y frotó la nariz contra su mandíbula, y besó su camino hacia el cuello al igual que él había hecho con ella. A juzgar por la repentina tensión en su cuerpo, le gustó cada pedacito tanto como le había gustado a ella. —Tengo una teoría, —susurró mientras se cernía justo sobre un plano pezón. Entonces movió la lengua y lamió la punta hasta que se endureció y sobresalió hacia afuera. Ewan gimió. —¿Cuál es tu teoría, muchacha? Colocando ambas manos sobre su pecho, arrastró su lengua por su línea media hasta que la sumergió en su ombligo. Él se estremeció y se arqueó, espoleando su erección contra su costado. —Mi teoría es que los hombres podrían disfrutar siendo besados... allí... tanto como las mujeres disfrutan de la boca de un hombre... ahí abajo. —Ah, infiernos, —dijo Ewan, con voz entrecortada. Enroscó su mano alrededor de su grueso miembro y metió la cabeza entre sus labios. Sonaba como un hombre tomando las últimas inhalaciones de vida. Su cuerpo estaba tan arqueado y tenso que parecía una viga de madera. Sus manos volaron hacia la cama y se apoderaron de las mantas. Oh sí, le gustaba. Envalentonada por su obvio placer, lo tomó más profundo, dirigiendo su mano arriba y abajo del eje mientras lo chupaba aún más a fondo en su boca. —Mairin, —jadeó—. Oh, dulce cielo, muchacha. Ten piedad. Ella sonrió y bajó los dedos para acariciar su hinchado saco. Él arqueó sus caderas, empujando incluso cuando lo tomó tan hondo como podía. Estaba increíblemente erecto, tan rígido, que se preguntaba cómo no se agrietaba su piel. Palpitaba en su mano, duro, pero aterciopelado, como una espada de acero envuelta en seda.


—Muchacha, no puedo aguantar mucho más. Tienes que detenerte antes de que me derrame en tu boca. Aun sujetándole con la mano, levantó la cabeza para poder mirarlo a los ojos. Su cabello cayó hacia adelante y él lo alcanzó hasta alisárselo sobre su rostro, su palma acunándole la mejilla mientras lo hacía. —¿Te gustaría derramarte en mi boca? —le preguntó con timidez. —Ah, Mairin, eso es como preguntarle a un hombre moribundo si quiere vivir. Ella le tomó la cara entre las manos y bajó la boca para besarlo. Largo y dulce, lamió sus labios y se zambulló dentro, raspando su lengua sobre la suya, degustando y embromándolo. —Me gusta la idea de saborearte, —susurró. Él ahuecó sus pechos, y mientras ella se apartaba, levantó los montículos y alzó la cabeza para así poder darse un festín con sus pezones. Se apoyó pesadamente contra él, con las rodillas débiles y temblando bajo el ataque. Si le diera la más mínima oportunidad, le cambiaría las tornas a su seducción. Se alejó, pero suavizó su retirada con otro beso, y luego trazó otro sendero bajando por su pecho, a su firme vientre y luego más allá hasta al nido de vello donde su erección sobresalía dura y descarada. Lamió primero, delineando la vena abultada en la parte inferior del grueso pene. Cuando llegó a la cabeza, ya había una gota de líquido que se filtraba desde la hendidura. Chupó suavemente, saboreando el gusto ligeramente salado de él. El aliento de Ewan escapó en un largo silbido, y cuando ella bajó su boca hasta su polla, pareció perder todo su cuidadosamente cultivado control. Se retorció en la cama, sus movimientos desesperados y sin medida. Lo sujetó fuerte, usando su lengua para volverlo loco. Su mano se cerró en torno a la de ella y la subió, apretando su agarre mientras trabajaba su mano hacia arriba y hacia abajo. Al darse cuenta de lo que él quería que hiciera, comenzó a moverla al ritmo de su boca. —Ah, muchacha, así. Justamente así —gimió. Sus dedos se enredaron en su pelo y luego se apoderó de la base de su cuello, sosteniéndola mientras sus caderas martillaban hacia arriba. Lo llevó a la parte posterior de su garganta y entonces el líquido caliente explotó en su lengua, llenando su boca con un flujo aparentemente interminable. Fue la cosa más erótica que podría alguna vez haber imaginado, y nunca habría pensado que algo tan básico y natural lograría excitarla tan sobremanera, pero amar a su marido de este modo la volvió tan salvaje como a él.


Se sentía poderosa y en igualdad, como si pudiera ofrecerle exactamente lo mismo que él le había dado a ella. Ewan colapsó sobre la cama y se deslizó fuera de su boca. Ella se tragó lo último de su pasión y se secó los labios con el dorso de la mano. La respiración de su marido salió entrecortada y áspera, entretanto su mirada se deslizó ardientemente sobre su cuerpo mientras su pecho se agitaba de arriba a abajo. —Ven aquí, muchacha, —dijo con voz ronca. La tiró hacia abajo encima de él, para que sus cuerpos se fundieran, calientes y sudorosos. Envolvió sus brazos a su alrededor y la sostuvo firmemente mientras presionaba un beso en su cabello. Recordando la afirmación de Maddie de que los hombres eran mucho más dóciles después de hacer el amor, Mairin levantó la cabeza hasta que el pelo colgó sobre su pecho. —¿Ewan? Sus manos se deslizaron sobre sus hombros y hacia abajo para ahuecar sus nalgas. Apretó y amasó suavemente mientras la miraba a los ojos. —¿Sí, muchacha? —Me gustaría una promesa tuya, —dijo. Él ladeó la cabeza hacia un lado. —¿Qué quieres que te prometa? —Me doy cuenta de que estamos recién casados y no conozco totalmente el camino de las cosas, pero he descubierto que soy una mujer muy posesiva. Quiero que me des tu palabra de que me serás fiel. Sé que es común que algunos hombres mantengan una aman… Fue interrumpida por la expresión de Ewan. Entonces éste suspiró. —Muchacha, acabas de desgastarme completamente. ¿Te importaría decirme cómo demonios tendría la energía para irme a la cama con otra mujer? Ella hizo una mueca. Eso no era lo que había querido oír. Él suspiró de nuevo. —Mairin, tomé los votos. Y no los tomé a la ligera. Siempre y cuando pruebes ser una esposa buena y fiel, no hay razón para que busque otra mujer. No te deshonraría, ni a mí mismo de esa manera. Tu lealtad es para mí, sí, pero mi lealtad es hacia ti y a los hijos que me des. Tomo mis responsabilidades muy en serio. Las lágrimas llenaron sus ojos y se inclinó hasta que sus frentes se tocaron. —Te seré fiel también, Ewan. —Será condenadamente mejor que lo seas, —gruñó—. Mataré a cualquier hombre que te toque.


—¿Te gustó cómo te besé... ahí… abajo? Él sonrió y alzó los labios para darle pequeños besos. —Me gustó mucho. Puede que te necesite, para darme un beso allí todas las noches antes de que nos retiremos. Ella hizo un mohín y le dio un puñetazo en el estómago. Él se rió y se retrajo en un simulacro de agonía. La agarró por las muñecas y rodó, cuidando de no zarandearla. Cuando estuvieron de lado, encerrados juntos, con las caras tan cerca que podían sentir, el aliento del otro, la tocó en la mejilla frotándola con el dorso de su nudillo. —Y ahora, muchacha, estoy pensando que tengo unos pocos besos de mi propia cosecha. Completos, con lengua. Mairin contuvo el aliento hasta que vio manchas bailando en su visión. —¿Lengua? ¿Te he dicho últimamente lo indecente que es tu lengua, Laird? —No puede ser más indecente de lo que la tuya acaba de ser, —contesto. Entonces procedió a demostrarle que, efectivamente, él era mucho, mucho más indecente de lo que ella podría soñar ser.


Capítulo 23 Ewan despertó con un golpeteo fuerte en la puerta de su recámara. Antes de que pudiera despertarse lo suficiente para responder al llamado, la puerta se abrió de golpe. Ya estaba fuera de la cama en el siguiente instante, su mano en el suelo, rodeando la empuñadura de su espada. —Jesús, Ewan, sólo soy yo —dijo Caelen—. Estabas durmiendo el sueño de los muertos. Se sentó sobre la cama, primero tiró de las pieles para resguardar la desnudez de Mairin y luego para proteger la suya. —Vete al infierno, —dijo, irritado. —Si mi presencia ofende tu virginal modestia, te daré la espalda hasta que te vistas, —le contestó su hermano. —No es la mía la que más me preocupa, —le gruñó. —Bien, diablos Ewan, no puedo ver a la muchacha, ni siquiera la estoy mirando. Es importante o no habría irrumpido en tu habitación. —¿Ewan? La voz soñolienta de Mairin traspasó las mantas, y su cabeza asomó. El cabello estaba todo revuelto, los ojos lánguidos, y de alguna manera todavía se las arreglaba para parecer adorable. Incluso Caelen, aunque dijo no estar mirando, Ewan lo atrapó contemplándola de refilón. Se inclinó y le apartó el pelo de la cara, luego la besó en la frente. —Escúchame, cariño. Quiero que vuelvas a dormir. Necesitas descansar. Ella murmuró algo que no pudo oír y se acurrucó bajo las mantas. Le tocó la mejilla otra vez y luego se levantó de la cama para ponerse su ropa. Ordenó a Caelen que lo esperara en el pasillo hasta que terminó, se puso las botas y cogió su espada. Con una última mirada en dirección a Mairin, se encaminó a grandes zancadas hacia el pasillo donde su hermano echó a andar con él. —¿Cariño? ¿Necesitas dormir? —Caelen lo imitó—. Creo que estás perdiendo tus bolas, hermano. Ewan apretó el puño y lo estrelló contra la mandíbula de Caelen. Éste se tambaleó y tuvo que agarrarse a la pared para no caer por las escaleras. —Bien, maldita sea, Ewan. Tengo que decir que el matrimonio no te sienta nada bien, —le dijo, mientras se frotaba la mandíbula. —Creo que me sienta muy bien. Cuando entraron al salón, Ewan vio a Alaric llegando a grandes zancadas, su ropa polvorienta y líneas de fatiga plegando su cara.


—¿Me arrastraste de mi cama caliente por la llegada de Alaric? —le preguntó Ewan. —Él dijo que era importante. Envió un mensajero por delante para convocarte a que se encontraran —Caelen se defendió. —Ewan, —llamó Alaric mientras caminaba hacia él. —¿Qué es tan urgente para que despacharas a un mensajero por delante de ti? —McDonald está en camino. Ewan frunció el ceño. —¿Aquí? ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido, Alaric? —Te casaste. Eso es lo que sucedió. El laird McDonald tenía toda la intención de casar a su hija contigo. No está complacido de descubrir que esa ya no es una opción. Él insistió en reunirse en persona, no le importa que estés recién casado, como ya le he tratado de explicar. Me informó que si querías esta alianza, deberías reunirte con él. Ewan maldijo. —No estamos en condiciones de atender a nadie. Apenas podemos alimentar a nuestro propio clan ¿y ahora tendremos que acoger a McDonald y a sus hombres? Necesitamos semanas para prepararnos para un evento como ese, no solo días. Alaric hizo una mueca y cerró los ojos. —¿Qué? —preguntó Ewan bruscamente. —No días. Día. Más maldiciones brotaron de los labios de Ewan. —¿Día? ¿Cuándo llegará? Alaric suspiró y se enjugó la frente con cansancio. —¿Por qué crees que casi arrastré a mi caballo por la tierra para llegar hasta aquí? McDonald llegará por la mañana. —¿Ewan? Ewan se volvió para ver a Mairin de pie a poca distancia, con la mirada interrogante. —¿Me das permiso para hablar? Levantó una ceja, sorprendido de que incluso se lo pidiera. Pero también vio lo nerviosa que parecía cuando miró a sus dos hermanos. Le tendió la mano, y ella se apresuró a tomarla. —¿Necesitas algo, Mairin? —Los oí, quiero decir, acerca de que viene el laird McDonald. ¿Hay algún problema?


La preocupación ensombrecía sus ojos azules cuando levantó la mirada hacia él. —No, cariño, no hay ningún problema. El laird McDonald y yo estamos en conversaciones. No es nada por lo que debas inquietarte. —¿Estará aquí mañana? —Sí. Frunció el ceño y luego cuadró sus hombros. —Hay mucho por hacer, Ewan. ¿Vas a ponerte difícil acerca de mi lesión y hacer que me quede en cama, o me vas a permitir cumplir con mi deber de modo que no esté avergonzada sobremanera cuando tengamos invitados importantes? —¿Avergonzada? Ella resopló con exasperación. —La fortaleza no está en condiciones para recibir visitantes. Hay limpieza por hacer, comida que cocinar, instrucciones que impartir. Porque, si alguien llegara hoy, pensarían que soy la más incompetente mujer de cualquier Laird. No solo yo estaría avergonzada, sino que tú lo estarías también. Sonaba tan horrorizada con la idea de que sería una vergüenza para él, que su mirada se suavizó. Le apretó la mano, que aún sostenía entre las suyas. —Siempre y cuando te comprometas a refrenarte si empiezas a sentir algún dolor, no tengo ningún problema con que trabajes para preparar la fortaleza. Sin embargo, espero que cualquiera de las tareas más duras sea asignada a las otras mujeres. No quiero que hagas nada que pueda desgarrarte los puntos. Su sonrisa iluminaba toda la habitación. Sus ojos bailaban y le apretó los dedos. Parecía eufórica, como si quisiera arrojar sus brazos alrededor de él, pero se replegó y dejó ir su mano. —Mi agradecimiento, Laird. No te defraudaré. Hizo una rápida reverencia y salió corriendo. —Bienvenido a casa, Alaric, —le expresó al pasar. Entonces se detuvo y se volvió, un mohín deformando sus labios. Se apresuró a retroceder hacia Alaric y tomó su mano. —Perdóname. Ni siquiera pensé en preguntarte si habías recibido algún refrigerio después de tu viaje. ¿Estás bien? Estamos felices de tenerte en casa. Alaric parecía perplejo mientras Mairin le agarraba la mano y se la estrechaba arriba y abajo mientras hablaba. —Estoy bien, muchacha. —¿Te gustaría que tuvieran agua caliente preparada en tu cámara para que puedas tomar un baño?


Alaric parecía horrorizado por la sugerencia, y Ewan sofocó la risa. —Uh, no, el lago será suficiente. Mairin frunció el ceño de nuevo. —Oh, pero el lago es tan frío. ¿No preferirías agua caliente? Caelen rió por lo bajo. —Adelante, Alaric. Toma un largo y agradable baño en la bañera. Alaric le envió a Caelen una mirada aplastante. Entonces le sonrió suavemente a Mairin, lo cual estuvo bien, ya que Ewan no quería tener que increpar a su hermano por herir los sentimientos de su esposa. —Es muy amable de tu parte pensar en mí, pero no hay necesidad de hacer traer agua. Prefiero mucho más nadar en el lago antes que meterme dentro de una tina. Ella le dirigió una brillante sonrisa. —Muy bien entonces. Si tengo tu permiso, señor, seguiré mi camino. Hay mucho por hacer este día. Ewan le hizo una seña para que se fuera y ella salió corriendo, sus pies apenas golpearon el suelo en su prisa. Alaric se dirigió a Ewan con el ceño fruncido. —¿Qué es todo eso acerca de descansar y el rasgado de sus puntos? ¿Qué demonios le hiciste? —Ven, —dijo Ewan—. Vamos a comer. Te diré todo lo que ha ocurrido desde que te fuiste, y tú puedes informarme de lo sucedido con McDonald.

Mairin recorrió todo el torreón con un propósito, tomar nota de lo que había que hacer y lo que podría hacerse en veinticuatro horas. Media hora más tarde, convocó a Maddie y a Bertha y les informó que iba a necesitar su ayuda y si conocían alguna plegaria que pudiera obrar un milagro. Maddie y Bertha reunieron a las mujeres de la fortaleza y Mairin se dirigió a ellas desde la parte superior de las escaleras que conducían al exterior del patio. —Mañana tendremos invitados importantes —explicó a la multitud reunida—. Y ninguna de nosotras quiere defraudar a nuestro Laird. Hubo murmullos de “no” y las mujeres negaron con la cabeza. Mairin las dividió en grupos y repartió las tareas domésticas. Incluso logró involucrar a los niños. Pronto el torreón estaba lleno de actividad mientras las mujeres corrían de un lado al otro.


A continuación, habló con los hombres que estaban asignados a las reparaciones ese día. Dio instrucciones para que limpiaran las caballerizas y prepararan los compartimientos para los caballos de McDonald. Finalmente fue en busca de Gertie para abordar la cuestión de los alimentos. La cocinera no estaba nada contenta al descubrir que tenía que preparar un verdadero festín para invitados inesperados. Bramó y protestó, pero Mairin se le quedó mirando y le dijo que poco ganaría quejándose. Estaba claro que no podían privar de comida a sus invitados. —No soy una hacedora de milagros, mi señora, —Gertie gimió—. No hay comida suficiente para alimentar a nuestro clan, y mucho menos a una horda de McDonald. —¿Cuáles son nuestras opciones, —le preguntó Mairin con cansancio—. ¿Qué es lo que tenemos y cómo podemos hacerlo estirar? Gertie le indicó que la siguiera a la despensa. Los estantes estaban espantosamente desprovistos. Quedaba apenas lo básico y la única carne era la de la última cacería. —Nuestras existencias dependen de lo que salen a cazar. Si los hombres fallan en traer comida, nos quedamos sin nada. No tenemos nada almacenado. Si no reponemos nuestras reservas en los próximos meses, el invierno va a ser ciertamente bastante difícil. Mairin frunció el ceño con tristeza. Con un poco de suerte, su dote sería entregada mucho antes y el clan nunca tendría que pasar hambre de nuevo. Le dolía imaginar a los niños sin tener nada que comer. Se frotó la frente y las sienes cuando el dolor se intensificó. —¿Qué tal si enviamos a los hombres a cazar? Si traen algo de vuelta esta noche, ¿tendrías tiempo para preparar una comida en la mañana? Gertie se frotó la barbilla pensativamente y examinó la alacena. —Si pudieran traerme un atado de conejos, podría hacer un estofado y utilizar las pocas sobras de venado que tenemos. Tendría un buen sabor, aunque no tenga un montón de carne. Puedo usar lo que nos queda de harina para hacer pan, y puedo tener galletas de avena también. —Suena maravilloso, Gertie. Voy a ir a ver al Laird para que envíe a algunos de sus hombres de cacería. Con un poco de suerte, traerán a casa lo suficiente para hacer una gran olla que nos dure hasta después de la visita de McDonald. Gertie asintió. —Si hace eso, muchacha. Empezaré con el pan mientras tanto.


Mairin se marchó y fue en busca de Ewan. Lo encontró en el patio, supervisando a un grupo de hombres más jóvenes mientras pasaban por una serie de ejercicios. Recordando lo que había sucedido la última vez, esperó pacientemente en el perímetro hasta que él la miró. Le dio un pequeño saludo y le hizo señas. Su marido habló unas pocas palabras con sus hombres y luego se acercó a donde ella estaba. —Ewan, tenemos necesidad de conejos. Tantos como se puedan conseguir. ¿Hay alguna forma de que puedas disponer de algunos hombres para la caza? Él lanzo un vistazo al otro lado del patio donde sus hermanos estaban enzarzados en una acalorada sesión de combate. Las maldiciones resonaban tanto de Caelen como de Alaric mientras intentaban valientemente mejorar uno al otro. —Iré yo mismo, —le dijo Ewan—. Tomaré a Caelen y Alaric. Traeremos los conejos que necesitas. Ella sonrió. –Gracias. Gertie se sentirá aliviada. Está en pánico sobre cómo alimentar a los McDonald. Los ojos de Ewan se oscurecieron y frunció los labios. —Me aseguraré de que el clan sea provisto. Siempre lo he hecho. Mairin puso una mano sobre su brazo. —Sé que lo harás, Ewan. Cuando mi dote llegue, no tendremos que preocuparnos acerca de qué comer nunca más. Él tocó su cara, ahuecando su mejilla durante un largo momento antes de dejar que sus dedos se arrastraran hasta su mandíbula. —Eres un milagro para este clan, muchacha. Estaremos sanos y fuertes otra vez, gracias a ti. Ella se sonrojó hasta las raíces del pelo, calentada por la ternura de sus caricias. —Partiré ahora. Espero que estemos de vuelta antes de la puesta del sol. Lo miró mientras caminaba por el patio y llamaba a Alaric y a Caelen. A continuación se giró y se apresuró a regresar al torreón. Aún quedaba mucho por hacer en preparación para la llegada de los McDonald. Estaría con suerte si dormía algo esta noche.


Capítulo 24 Mairin contempló la sala con cansada apreciación. Era cerca del amanecer y las mujeres habían trabajado toda la noche. Aquellas con niños, Mairin las había enviado a casa la noche anterior, pero un pequeño grupo se había quedado con ella para revisar los preparativos finales. El resultado era sorprendente. No es que quisiera hacer algo así otra vez en menos de un día, pero estaba muy satisfecha con los resultados. El interior del torreón brillaba. Los suelos y las paredes habían sido lavados. Las velas en los soportes del techo habían sido sustituidas por otras nuevas, y la luz bailaba en sombras a lo largo del artesonado. Una mezcla aromática de flores eliminaba el olor a humedad, sudor y suciedad. Mairin había tomado las pieles de las alcobas para forrar el piso delante de las chimeneas de piedra. El olor del guiso que hervía a fuego lento había torturado a Mairin durante las últimas horas, desde que Gertie había preparado los conejos que Ewan y sus hermanos habían traído de la caza. Estaba babeando sobre la idea de un trozo de crujiente y caliente pan, salido directamente del horno. Ewan había intentado convencer a Mairin de ir a descansar horas antes, pero ella había sido inflexible sobre las tareas por hacer, ya que no sabían exactamente cuándo el Laird McDonald haría su arribo. —Se ve maravilloso, mi señora, —dijo Maddie con orgullo. Mairin miró hacia donde Bertha y Maddie estaban y sonrió. —Sí, así es. Nada parece como antes. Incluso con las reparaciones que deben ser hechas y el daño del fuego, nadie puede criticar nuestro trabajo. Bertha apartó un pelo suelto en su frente. —El Laird se sentirá orgulloso de dar la bienvenida a sus huéspedes aquí. Usted ha hecho un milagro. —Gracias a ambas por pasar la noche ayudándome, —dijo Mairin—. Tú y Maddie digan a las otras mujeres que vayan a sus camas sin preocuparse por levantarse antes del mediodía. Las otras criadas pueden hacerse cargo de sus funciones mientras ustedes reposan. Las dos mujeres asintieron con gratitud y se apresuraron a irse, dejando a Mairin sola en el salón. Revisó su obra una vez más antes de volverse y caminar penosamente hacia las escaleras. No había mantenido exactamente su palabra dada a Ewan. Su costado le dolía considerablemente, y esperaba no haberse roto alguno de los puntos, pero la verdad del asunto era, que el trabajo necesitaba hacerse, y no era justo esperar que las mujeres de la fortaleza trabajaran largas horas, si ella misma no estaba dispuesta.


Sentía una gran satisfacción en el papel que había asumido. Las mujeres habían trabajado largo y duro, pero con un espíritu alegre. Habían hecho todo lo posible para complacer a Mairin y categóricamente lo habían hecho. Por primera vez, se sentía como en casa. Su casa. Y se consideraba realmente parte del clan McCabe. Se metió silenciosamente en su habitación, pero no tenía que haberse preocupado. Ewan ya estaba despierto y vestido, y terminando de ponerse sus botas. Frunció el ceño cuando la vio, e inmediatamente se puso de pie, su mano yendo a estabilizarla cuando se tambaleó. —Trabajaste demasiadas horas, —sentenció—. ¿Sientes dolor? ¿Has rasgado alguno de tus puntos? Apoyó la frente en su pecho, contenta de permanecer allí por un momento, mientras se componía a sí misma. Él le pasó las manos por sus brazos, hasta los hombros y apretó. —Te irás directo a la cama, muchacha. No quiero escuchar ningún argumento. Y no debes levantarte hasta que llegue McDonald. ¿Estamos entendidos? —Sí, —murmuró. Ni siquiera tenía que fingir obedecer esa orden. —Ven, déjame ver tu herida. La guió hacia la cama y, con manos suaves, la despojó de su ropa. —Es un pecado cuán expertamente liberas a una mujer de su ropa, —se quejó Mairin. Él sonrió mientras la ponía de lado. Palpó sobre el área cosida y frunció el ceño cuando ella se estremeció. —Está roja e hinchada. No estás tomando el cuidado apropiado, Mairin. Si no te moderas, vas a terminar en cama, con fiebre. Ella bostezó ampliamente y luchó por mantener los ojos abiertos. —Hay mucho por hacer como para estar en cama con fiebre. Se inclinó y la besó en la frente, posando sus labios allí por un momento. —No te sientes caliente al tacto. Aún. Duerme. Voy a hacer que una de las mujeres traiga agua caliente para tu baño cuando reciba el informe de que los McDonald han llegado a nuestra frontera. —Eso estaría bien, —murmuró semidormida, pero ya había perdido su dominio sobre la vigilia y se entregó a la oscuridad.


Mairin se despertó con el golpe en la puerta de su recámara. Parpadeó para apartar el pesado velo de sueño a un lado, pero sentía como si alguien le hubiera echado arena en los ojos. —Lady McCabe, tenemos el agua para su baño, —fue el comunicado desde la puerta—. Los McDonald llegarán en una hora. Eso la despabiló. Hizo a un lado las mantas y se apresuró a levantarse para contestar el llamado. Las mujeres llevaban baldes con agua, y pronto Mairin estuvo sumergida en la comodidad del agua caliente. Tanto como le hubiera gustado quedarse en remojo hasta que el agua se enfriara, se apresuró con en el lavado de su pelo. Dos de las doncellas permanecieron para ayudarle a secar y cepillar su cabello. Estuvo inquieta y agitada durante todo el proceso. Estaba nerviosa. Esta era su primera prueba real como nueva señora de la fortaleza. No quería que Ewan o los McDonald la encontraran deficiente. Se vistió con sus mejores galas de boda y descendió las escaleras una hora más tarde. La sala era un hervidero de actividad, y Ewan estaba de pie hablando con sus hermanos cerca de la mesa principal. Cuando entró, Ewan alzó la mirada y la vio. La aprobación en sus ojos hizo a su espíritu elevarse. Amagó un gesto para que se acercara a él y ella se apresuró para estar a su lado. —Llegas justo a tiempo para recibir a nuestros invitados conmigo, —le dijo—. Llegarán en unos pocos minutos. La condujo fuera de la sala, sus hermanos los seguían detrás. Cuando llegaron al patio, los soldados McDonald se desplegaban sobre el puente y a través del arco que daba al patio. Ella estaba, por supuesto, parcializada, pero los McCabe presentaban una visión mucho más impresionante. Ewan estaba en los escalones, con Mairin a su lado, mientras que el hombre que venía al frente desmontó e hizo a Ewan un gesto con la cabeza. —Es bueno verte de nuevo, Ewan. Ha pasado mucho tiempo. La última vez que estuve aquí, tu padre fue quien me dio la bienvenida. Lamento profundamente su muerte. —Como lo hacemos todos, —le contesto éste—. Te presento a mi señora esposa, Mairin McCabe. Ewan la escoltó hacia abajo y ella hizo una reverencia en frente del otro Laird. El laird McDonald tomó su mano y se inclinó, presionando un beso en sus nudillos.


—Es un gran placer conocerte, lady McCabe. —El honor es mío, señor, —respondió—. Le ofrezco a usted y a sus hombres refrescarse, si entran al salón. La comida está preparada y lista para servirse a su conveniencia. El Laird sonrió ampliamente y luego hizo un gesto detrás de él. —Te presento a mi hija, Rionna McDonald. La joven se mostraba reacia, tanto en comportamiento como en expresión, mientras se adelantaba. Así que esta era la mujer con quien el Laird McDonald quería que Ewan se casara. Mairin hizo todo lo posible por no reflejar el enojo en su cara. La muchacha era muy hermosa. De hecho su cabello brillaba al sol como filigranas doradas y su tez no se veía empañada ni por una sola mancha. Sus ojos eran de un peculiar color ámbar que hacían destacar los reflejos de su pelo que se asemejaban al oro bajo la luz del sol. Le echó un rápido vistazo a Ewan para juzgar su reacción. Lo último que quería era que él se sintiera arrepentido por haber perdido la oportunidad de casarse con esta mujer. Los ojos de Ewan brillaban con diversión. Probablemente había visto directamente en la cabeza de Mairin y leído sus pensamientos. Ella se volvió y sonrió a la otra mujer. —Entra, Rionna. Estoy segura de que debes estar cansada de tu viaje. Puedes sentarte a mi lado en la mesa y así lograr llegar a conocernos. Rionna le ofreció una sonrisa vacilante y permitió que Mairin la tomara por el brazo para llevarla al interior. La comida fue un asunto muy animado. El laird McDonald era un hombre fuerte, bullicioso, y comía con un entusiasmo que horrorizaba a Mairin. Pues, si tuviera que alimentar a este hombre en forma regular, los hombres McCabe estarían de caza día y noche, sin descanso entre ellos. Gertie frunció el ceño con desaprobación mientras volvía a llenar el plato del Laird por tercera vez. Mairin le llamó la atención y negó con la cabeza. No estaría nada bien insultar al Laird. La conversación se centró en torno a temas mundanos. Cacería. Incursiones. La preocupación por la protección de sus fronteras. Después de un tiempo, Mairin perdió la concentración, luchando por reprimir un bostezo que amenazaba con salir. Trató en vano de entablar una conversación con Rionna, pero la muchacha se centró en sus alimentos y mantuvo la cabeza baja durante toda la comida.


Cuando finalmente los hombres terminaron de comer, Ewan atrajo la mirada de Mairin, y ella se levantó para excusarse de la mesa. El tiempo para que los hombres discutieran de lo que fuera que dialogaban en reuniones como ésta, había llegado y sin duda no deseaban que las mujeres estuvieran presentes. Pensaba invitar a Rionna a salir a dar un paseo alrededor del torreón y quizás disfrutar con los juegos de los niños, pero tan pronto como Mairin se excusó de la mesa, Rionna huyó. Con un encogimiento de hombros, fue en busca de Crispen.

Cuando las mujeres salieron de la sala, el laird McDonald hizo un gesto hacia Ewan. —Debes sentirte muy orgulloso de tu esposa. La comida estuvo magnífica y la bienvenida fue cálida. —Mi esposa es un mérito para nuestro clan, —estuvo Ewan de acuerdo. —Estaba consternado al oír hablar de tu matrimonio —el Laird continuó —. Tenía la esperanza de una unión entre tú y Rionna. Eso hubiera sellado una alianza y uniría a nuestros clanes. Ewan alzó una ceja, pero no dijo nada. Observó a McDonald para ver a dónde quería llegar con esta conversación. McDonald miró a Alaric y a Caelen antes de volver su mirada a Ewan. —Me gustaría hablar claramente contigo, Ewan. Éste hizo un gesto a sus hombres para que abandonaran la mesa. Alaric y Caelen se quedaron atrás junto a él, McDonald, y unos pocos de sus hombres, permanecieron a un lado. —Quiero esta alianza, —dijo McDonald. Ewan apretó los labios ante el pensamiento. —Dime, Gregor, ¿por qué buscas esta alianza? La buena voluntad no es algo que asocio con nuestra relación desde la muerte de mi padre. Y, sin embargo, él era leal a ti, y tú a él. McDonald suspiró y se recostó en su asiento, con las manos cubriendo su sobresaliente abdomen. —Es necesario ahora. Duncan Cameron amenaza mis tierras. Nos hemos visto envueltos en algunas escaramuzas durante los últimos meses. Creo que está probando el poder de mi ejército, y voy a ser honesto, no hemos lidiado bien en las batallas que hemos luchado.


—Hijo de puta, —murmuró Ewan—. Tus tierras colindan con Neamh Álainn. Ese bastardo está planificando el día en que piensa hacerse cargo de las tierras de Mairin. —Sí, y no puedo contenerlo por mí mismo. —¿Qué estás proponiendo? Es obvio que no puedo casarme con tu hija. —No, —dijo McDonald, alargando sus palabras. Luego miró a Alaric—. Sin embargo, él sí puede.


Capítulo 25 Alaric casi se ahogó con su cerveza. Caelen parecía aliviado de que el comentario de McDonald no hubiera estado destinado a él, pero echó un vistazo de reojo a su hermano con la compasión escrita en su cara. Ewan disparó a Alaric una mirada de advertencia y volvió su atención de nuevo a McDonald. —¿Por qué es tan importante sellar esta alianza con el matrimonio? Sin duda, existen suficientes factores significativos en los que podríamos convenir en aliarnos por el bien común. —Rionna es mi heredera. Mi única heredera. No tengo hijos que tomen las riendas cuando yo muera. El hombre que se case con ella debe estar dispuesto a asumir los deberes de Laird, así como ser lo suficientemente fuerte para proteger la propiedad de amenazas como Duncan Cameron. Si nuestros clanes están aliados no sólo a través de un acuerdo, sino del matrimonio, tu lealtad hacia tu hermano no te permitirá romper nunca con nuestro convenio. Ewan se tensó y miró al hombre mayor, indignado por el insulto. —¿Estás diciendo que mi palabra no es fiable? —No, estoy diciendo que me sentiría más seguro con la alianza si hubiera más en juego que la protección mutua. No quiero mis tierras en manos de un hombre como Duncan Cameron. Él es un bastardo avaro, hambriento de poder, que traicionaría a su propia madre para favorecer su causa. »Hay rumores, Ewan, ahora más que nunca, de que Duncan conspira contra el rey. Y he oído decir que podría unirse a Malcolm para apoyar otro levantamiento contra el trono. Ewan tamborileó sus dedos sobre la mesa y miró de nuevo a Alaric, que tenía lo que sólo podría ser descrito como una mirada afligida de resignación. —Tendré que hablar con mis hermanos. No tomaré cualquier decisión que afecte a Alaric sin escuchar sus pensamientos sobre el asunto. McDonald asintió. —Por supuesto. Yo no esperaría menos. Por separado, somos clanes fuertes. Pero juntos seríamos una fuerza a tener en cuenta. ¿Crees que el clan McLauren se uniría a nuestra causa? Ese clan, aunque es pequeño, tiene soldados bien entrenados. Junto con los McCabe y McDonald, formarían una alianza formidable que sólo se fortalecería más cuando el tuyo controle Neamh Álainn. —Sí, lo harán, —dijo Ewan—. Con nosotros tres unidos, eso podría inclinar a Douglas hacia nuestro lado. Él controla las tierras al norte y al oeste de Neamh Álainn.


—Si sembramos la idea de Duncan Cameron husmeando alrededor de Neamh Álainn, vendrá lo suficientemente rápido, —dijo McDonald—. Por sí solo no puede hacer frente a un poderío como Cameron, pero con nosotros, Cameron no tiene ninguna posibilidad contra nuestras fuerzas. —Duncan Cameron no tiene ninguna posibilidad contra mí, —dijo Ewan suavemente. McDonald alzó su ceja con sorpresa. —Eso es un alarde abrumador, Ewan. No tienes los números a tu favor. Ewan sonrió. —Mis hombres están mejor capacitados. Son más fuertes. Más disciplinados. Yo no busco esta alianza para vencer a Cameron. Lo derrotaré con o sin aliados. Busco las alianzas para consolidar el futuro. Ante la mirada incrédula de McDonald, Ewan se echó hacia atrás en su asiento. —¿Te apetece una demostración, Gregor? Tal vez te gustaría ver de primera mano con quien te aliarías. Los ojos de McDonald se estrecharon. —¿Qué clase de demostración? —Tus mejores hombres contra mis mejores hombres. Una lenta sonrisa se extendió por toda la cara del hombre más viejo. —Me gusta una buena competencia, en verdad. Acepto. ¿Qué apostamos? —Alimentos, —dijo Ewan—. Provisiones de tres meses de carne y especias. —¡Por los clavos de Cristo!, impones duras condiciones. No puedo darme el lujo de deshacerme de ese tipo de generosidad. —Si estás preocupado por perder, podemos por supuesto suspender el encuentro. Conocer el talón de Aquiles de un oponente era lo más importante, y para Gregor McDonald, su debilidad era un desafío. Sugerir que tuviera miedo de perder una apuesta era como ofrecerles huesos a los perros de caza. —Hecho, —pronunció McDonald. Se frotó las manos con alegría y sus ojos brillaron triunfalmente. Ewan se levantó de su asiento. —No hay mejor tiempo que el presente. McDonald saltó de su silla e hizo un gesto hacia uno de sus comandantes. Entonces miró de nuevo a Ewan de forma sospechosa. —A ti y a tus hermanos no se les permite participar. Sólo los hombres. Soldados contra soldados.


Ewan sonrió perezosamente. —Si eso es lo que prefieres. No tendría a un hombre bajo mi mando si no fuera tan digno como yo con una espada. —Voy a disfrutar de asaltar tus provisiones cuando mis hombres demuestren su valía, —alardeó McDonald. Ewan mantuvo su sonrisa e hizo un gesto para que lo precediera a través de la sala. Cuando McDonald se apresuró a salir con sus hombres, Alaric se quedó atrás. —¿Ewan, estás considerando este asunto del matrimonio? Ewan miró a su hermano menor. —¿Estás diciéndome que tú no? Alaric frunció el ceño. —No, no es en absoluto lo que estoy diciendo. Pero demonios, Ewan, no tengo ningún deseo de tener que cargar con una novia. —Es una buena oportunidad para ti, Alaric. Serías Laird de tu clan. Tendrías tierras e hijos a quienes dejar tu legado. —No, —dijo Alaric en voz baja—. Este es mi clan. No el de McDonald. Ewan puso su mano sobre el hombro de Alaric. —Siempre seremos tu clan. Pero piensa. Mi hermano será mi vecino más cercano. Seremos aliados. Si te quedas aquí, nunca podrás ser Laird. Tu heredero no será Laird. Tú deberías agarrarte a esto con las dos manos. Alaric suspiró. —¿Pero matrimonio? —Es una chica hermosa, —señaló Ewan. —Bastante bonita, supongo, —gruñó Alaric—. No pude ver gran parte de su cara durante la comida porque miraba hacia abajo todo el tiempo. —Habrá mucho tiempo para verle la cara. Además, no es por la cara por lo que tienes que preocuparte. Es por el resto. Alaric se echó a reír y luego miró rápidamente alrededor. —Mejor no dejes que tu esposa te escuche decir eso. Podrías estar durmiendo con tus hombres esta noche. —¿Estás listo, Ewan? —la voz de McDonald resonó por el patio. Éste levantó la mano. —Sí, estoy listo.


—¿Qué diablos están haciendo? —preguntó Mairin al oír el rugido proveniente desde el patio. Crispen le agarró la mano y tiró de ella hacia la colina. —¡Subiremos a la colina para que podamos ver! Los otros niños hicieron lo mismo y pronto estaban encima del otero. Mairin protegió su cara del sol para así poder ver el ajetreo de abajo. —¡Están luchando! —exclamó Crispen. Los ojos de Mairin se abrieron como platos al ver a tantos guerreros reunidos en un círculo estrecho. En el centro había dos soldados, uno de ellos McCabe y el otro un McDonald. —Pues, ese es Gannon, —susurró—. ¿Por qué Gannon está luchando contra el soldado McDonald? —Es cómo se hacen las cosas, —se jactó Crispen—. Los hombres pelean. Las mujeres se ocupan del hogar. Gretchen le encajó un puñetazo a Crispen en el brazo y le dio una mirada feroz. Robbie a su vez empujó a Gretchen. Mairin frunció el ceño y lo miró fijamente. —Tu padre te dijo eso, sin duda. —Tío Caelen lo hizo. Ella hizo rodar sus ojos. ¿Por qué eso no la sorprendía? —Pero ¿por qué están luchando? —insistió. —¡Es una apuesta, mi señora! Mairin se volvió para ver a Maddie subiendo por la colina, varias de las mujeres McCabe a sus talones. Llevaban una cesta entre ellas. —¿Qué apuesta? —preguntó, cuando las mujeres se acercaron. Maddie dejó caer la cesta en el suelo y el rico olor del pan flotó en el aire. A pesar de la espléndida comida en la que había participado, Mairin se llevó una mano a su retumbante estómago. Los niños se inclinaron hacia adelante con entusiasmo, sus expresiones esperanzadas mientras rodeaban a Maddie. —Nuestro Laird y el laird McDonald hicieron un apuesta en cuanto a cuales hombres son mejores que los otros, —dijo Maddie, mientras empezaba a repartir pan a las mujeres ahora sentadas en el suelo. Luego le pasó un trozo a cada uno de los niños. Hizo un gesto a Mairin—. Únase a nosotros, mi lady. Pensamos en hacer un picnic y aclamar a los guerreros McCabe. Mairin se sentó en el suelo, extendiendo la falda sobre sus piernas. Crispen se dejó caer a su lado y comenzó a devorar su manjar. Ella tomó una pieza de pan y arrancó un pedazo. Cuando colocó el trozo en sus labios, frunció el ceño.


—¿Cuál es la apuesta? Maddie sonrió. —¡Nuestro Laird es astuto! Apostó las reservas de tres meses de alimentos. Si los McCabe vencen, vamos a recoger carne y especias de las provisiones de los McDonald. Mairin se quedó boquiabierta. —¡Pero no tenemos una reserva de tres meses de comida! Bertha asintió sabiamente. —Exactamente. Él apostó lo que más necesitamos. Fue brillante y bien pensado de su parte. —Pero ¿qué pasa si perdemos? No podemos permitirnos desprendernos de tales riquezas. Ni siquiera tenemos nada que podamos perder. Una de las mujeres mayores chasqueó por lo bajo. —Nuestros guerreros no perderán. Es desleal pensar que lo harían. Mairin arrugó el ceño. —No estoy siendo desleal. Sólo pensé que era extraño que el Laird apostara algo que no tenemos. —Ya que no perderemos, en realidad no es un problema —Maddie le dijo, acariciando el brazo de Mairin. —Oh, mira, Gannon ganó su pelea y ahora es el turno de Cormac, — exclamó Christina. Se ve siempre tan guapo, ¿no es así? Las mujeres alrededor de Christina sonrieron con indulgencia. Maddie se inclinó hacia delante y susurró en forma conspiradora. —Nuestra Christina sólo tiene ojos para Cormac. Mairin observó el modo en que las mejillas de Christina se volvieron color de rosa tan pronto como Cormac se acercó al círculo. Se había quitado la camisa y los músculos se hinchaban y ondulaban en sus brazos. Era una bonita vista. No tan magnífica como la visión de Ewan era, pero aun así nada mal en absoluto. Christina jadeó cuando Cormac tomó concretamente un duro golpe y cayó hacia atrás. Se cubrió la boca con la mano y se quedó mirando como el guerrero se levantaba y se abalanzaba de nuevo hacia delante. Los sonidos de golpes metálicos atravesaron el aire mientras Cormac luchaba con renovada avidez. Se había acabado segundos más tarde, cuando Cormac hizo que la espada de su oponente saliera volando por el aire. Levantó su espada sobre su cabeza y luego la bajó drásticamente hasta el punto de descansarla debajo de la barbilla del otro hombre.


El hombre levantó las manos en señal de rendición y Cormac extendió una mano para ayudarlo a levantarse. —Nuestros hombres están haciendo un buen trabajo contra los guerreros McDonald, —dijo Bertha con aire de suficiencia. De hecho, los soldados McCabe despacharon rápidamente a los dos siguientes. La contienda había terminado, considerando que cuatro de los guerreros McDonald ya habían caído, pero el quinto acechaba en el círculo, completamente adornado con armadura de protección y casco. —¡Es pequeño! —exclamó Maddie—. Pues, no puede ser más que un muchacho. Evidentemente, Diormid, quien había sido elegido para ir de último, estuvo de acuerdo, porque se quedó a un lado, con una mirada perpleja en su rostro. Cuando el guerrero más pequeño levantó su espada, Diormid negó con la cabeza y avanzó. Aunque era mucho más chico que Diormid, demostró ser extremadamente ágil y rápido. Hábilmente evitó los golpes que probablemente lo habrían lanzado a sus pies Los guerreros McDonald, inspirados por el mejor desempeño que habían tenido hasta el momento, se alzaron, gritándole estímulos al muchacho. Era un luchador rápido, y hacía que a Diormid se le hiciera difícil permanecer estable. Mairin se encontró conteniendo el aliento, impresionada por el coraje del hombre más pequeño. Se inclinó cuando Diormid esquivó una lluvia de empujes y volvió a contener la respiración cuando el muchacho saltó para evitar una arrolladora patada de Diormid. —Es tan emocionante, —susurró Gretchen junto a ella. Mairin sonrió a la niña que estaba tan cautivada por el espectáculo delante de ellas. —Sí, lo es. Parece que Diormid tiene sus manos llenas con el muchacho. La pelea avanzaba y estaba claro que Diormid se sentía frustrado por su incapacidad de hacer que el hombre mucho más pequeño se rindiera. Los movimientos del primero se hicieron más desesperados y salvajes. Era evidente que quería poner fin a la lucha y tan claro que el muchacho no tenía ninguna intención de ello. Entonces algo asombroso sucedió. Diormid arremetió y la pierna del muchacho salió disparada, haciendo tropezar a su oponente. En un instante, saltó contra la parte superior de éste con un grito digno del guerrero más experimentado. Espada en alto, luego la descendió drásticamente hasta que la punta descansó contra la vulnerable carne del cuello de Diormid.


Diormid fulminó con la mirada al joven, pero finalmente dejó caer su espada en concesión. —El muchacho ha superado a nuestro Diormid, —Maddie susurró. Poco a poco el muchacho se levantó y le tendió la mano a su adversario. Éste se impulsó, casi tirando al muchacho a sus pies mientras luchaba con el peso del guerrero mucho más grande. El hombre de los McDonald retrocedió tambaleándose y luego envainó su espada. Entonces arrancó el casco de su cabeza y una masa de cabello dorado se derramó de sus confines. Rionna McDonald estaba de pie delante de los hombres ahí reunidos, su pelo resplandeciente al sol. Las mujeres junto a Mairin jadearon de asombro. —¡Es una muchacha! —exclamó Gretchen con alegría. Se volvió hacia Robbie, con los ojos brillando con luz impía—. ¿Ves? ¡Te dije que las mujeres podían ser guerreras! Crispen y Robbie estaban mirando a Rionna con una mezcla de asombro y reticente admiración. El padre de Rionna estaba apopléjico. Empujó a través de la multitud de hombres, con la cara grabada de rabia. Agitó los brazos gritándole a Rionna y Mairin se esforzó por oír sus palabras. Rionna inclinó la cabeza, pero no antes de que Mairin viera el destello de ira cruzar su cara. La mano libre de la muchacha se apretó en un puño a su lado y dio un paso atrás ante su encolerizado padre. Mairin estaba de pie, con el corazón vinculado a la mujer, a pesar del hecho de que se había puesto un traje de hombre y humillado a un guerrero McCabe. De hecho, Diormid estaba furioso, su rostro tan oscuro como una nube de tormenta. Aun así, Mairin se encontró corriendo hacia el patio, con la intención de rescatar a la muchacha de una horda de varones enojados. Mascullando disculpas, dio codazos a través de los hombres, haciendo caso omiso de sus murmullos irritados cuando los empujaba a un lado. Pasar a través de la última línea fue difícil, debido a que los guerreros estaban parados hombro con hombro. Ella empujaba y golpeaba sin éxito, hasta que finalmente pateó la parte posterior de una rodilla, causando que se combara. Él se dio la vuelta con un gruñido, hasta que vio quién estaba detrás de él. Su expresión cambió de golpe y se apresuró a apartarse a un lado para dejarla pasar.


Aliviada de haber logrado con éxito entrar al círculo, se dio cuenta de que no tenía un plan más allá de llegar hasta allí. Ewan no tomó a bien su presencia y la contempló, agujereándola con la mirada desde el otro lado del cerco de guerreros. Mairin metió la mano en la de Rionna, ignorando la mirada de sorpresa de ésta. —Reverencia, —susurró Mairin. —¿Qué? —Haz una reverencia, entonces retrocede conmigo. Y sonríe. Una sonrisa realmente grande. —Les ruego nos perdonen, Lairds. Nos iremos ahora. Los niños del torreón necesitan nuestra atención, y debemos ver por la comida de la tarde, — dijo Mairin. Les ofreció una sonrisa deslumbrante y se inclinó en una reverencia. Rionna también esbozó una sonrisa, y Mairin se maravilló de lo impresionante que la muchacha era. Su boca se extendía en un amplio gesto, mostrando sus perfectamente rectos y blancos dientes, y un hoyuelo en la suave piel de su mejilla. Rionna hizo una reverencia y eso le permitió a Mairin arrastrarla fuera del perímetro. Los hombres tropezaron entre ellos para moverse, cuando ella les obsequió otra dulce sonrisa. Remolcó a la muchacha lejos de allí, esperando el rugido de Ewan en cualquier momento. Cuando logró salir del patio, exhaló un suspiro de alivio. —¿A dónde vamos? —preguntó Rionna. —Hay una niña a quien le encantaría conocerte, —le dijo Mairin alegremente—. Está muy impresionada con tu desempeño. Rionna le lanzó una mirada de perplejidad, pero permitió que Mairin la llevara hasta la colina donde los demás estaban sentados mirando con ávido interés. Gretchen no pudo contenerse por más tiempo. Tan pronto como Mairin y Rionna se acercaron, se levantó de un salto y casi bailó sobre Rionna. Hizo una reverencia, pero burbujeaba con tanta emoción que procedió a bombardearla con una sucesiva docena de preguntas. Al ver la perplejidad completa de Rionna, Mairin se compadeció de ella y le puso una mano a Gretchen en el hombro para detener el flujo de cháchara. —Gretchen quiere ser una guerrera, — le aclaró —. Se le explicó que las mujeres no podían ser guerreras, y ahora está decidida a que eso es obviamente una mentira, desde que Diormid fue derrotado en el manejo de las espadas.


Rionna sonrió, esta vez una sonrisa genuina, y se arrodilló delante de Gretchen. —Debo compartir un secreto contigo, Gretchen. Esta no es una opinión popular, pero creo firmemente que una mujer puede ser lo que quiera ser, si pone su mente en ello. Gretchen estaba radiante de alegría. Entonces se volvió sombría mientras miraba más allá de Rionna hacia el patio. —Su papá no estaba feliz de que luchara contra Diormid. Los ojos de Rionna se oscurecieron, de una luz dorada a una tonalidad ámbar. —Mi padre nunca pierde la esperanza de hacer una dama de mí. Él no está impresionado con mis habilidades como guerrera. —Yo sí estoy impresionada, —dijo Gretchen tímidamente. Rionna sonrió de nuevo y tomó a la muchacha de la mano. —¿Te gustaría tocar la empuñadura de mi espada? Los ojos de la niña se redondearon y su boca se abrió. —¿Puedo? Rionna guió su mano hacia abajo, hasta que se cernió sobre el mango incrustado con joyas de la espada. —Es más pequeña que una espada normal. Es más ligera, también. Hace que sea más fácil para mí manejarla. —Es increíble, —exhaló Gretchen. —Quiero ver, —dijo Robbie beligerante. Tanto él como Crispen, empujaron hacia adelante, su ojos brillantes de admiración. —¿Podemos tocar? —Crispen susurró. Tan reticente como había estado durante la comida, ahora estaba abierta y amigable con los niños. Mairin decidió que sólo debía ser extremadamente tímida. Cuando los niños se reunieron alrededor de Rionna, charlando y gritando por encima de su espada, Mairin casualmente echó un vistazo hacia el patio para ver a Ewan de pie en la distancia, las manos anudadas a la cintura mientras la contemplaba. Ella le ofreció un pequeño saludo con la mano y se alejó antes de que tuviera cualquier idea de convocarla. Cuando los niños se alejaron, Mairin miró a la otra mujer. —¿Te gustaría darte un extenso baño antes la comida de la noche? Rionna se encogió de hombros.


—Por lo general nado en el lago, pero supongo que horrorizaría a mi padre si tuviera que hacerlo aquí. Los ojos de Mairin se abrieron como platos. —¿Estás loca? ¡El agua está helada! Rionna sonrió. —Es un buen entrenamiento para la mente. Mairin negó con la cabeza. —No entiendo como alguien renunciaría a las alegrías de una bañera llena de agua caliente, por una infernal zambullida en un lago helado. —Como la inmersión en el lago no es una posibilidad, con mucho gusto aceptaré tu amable oferta de un baño caliente, —dijo Rionna con una sonrisa. Entonces inclinó ladeó cabeza y miró a Mairin con una extraña expresión en su rostro. —Usted me gusta, lady McCabe. Yo no la horrorizo como hago con otros. Y la forma en que se abrió paso entre los hombres para rescatarme estuvo muy bien amañada. Mairin se ruborizó. —Oh, llámame Mairin. Si vamos a ser amigas, lo apropiado sería que te dirijas a mí de esta manera. Maddie se aclaró la garganta detrás de ella, y ésta se volvió, horrorizada por haberse olvidado de sus modales. —Rionna, quiero que conozcas a las mujeres de mi clan. Cada mujer se adelantó, y a su vez Mairin las fue presentando, introduciendo los nombres que recordaba. Maddie suministró aquellos que Mairin no había aprendido hasta el momento. Cuando terminaron, Maddie dirigió a las mujeres de nuevo al torreón para que pudieran calentar el agua para el baño de Rionna. Después de mostrarle la recámara que ocuparía, Mairin bajó las escaleras para revisar los planes para la cena. Estaba casi llegando a la cocina cuando Ewan entró en la sala. El laird McDonald lo acompañaba y Mairin aceleró el paso. —¿Dónde está mi hija? —exigió McDonald. Ella se detuvo y se volvió hacia el hosco Laird. —Está escaleras arriba, preparándose para tomar su baño y cambiarse para la cena. Aparentemente, calmado por la idea de que su hija no estaba luchando contra más guerreros, el Laird asintió antes de volverse hacia Ewan. Mairin esperó un momento, totalmente a la expectativa de que su esposo la reprendería


por su interferencia, pero él miró por encima del laird McDonald y le guiñó un ojo. Lo hizo tan rápido que estaba segura de haber visto mal. La idea de verlo haciendo algo así como un guiño era demasiado para comprender. Seguramente lo había imaginado, se dirigió hacia las cocinas, una vez más.


Capítulo 26 Mairin llevaba mucho tiempo dormida cuando Ewan llegó a su habitación esa noche. Se detuvo junto a la cama y la observó mientras dormía, tan acurrucada bajo las pieles que sólo se asomaba su nariz. Las conversaciones con McDonald habían aminorado rápidamente cuando más cerveza fue consumida. En lugar de hablar del matrimonio y las alianzas, los hombres se habían sentado alrededor de la mesa en el salón a beber y participar en narraciones subidas de tono de mozas de taberna y cicatrices de viejas batallas. Ewan se había excusado, más interesado en deslizarse en una cama caliente con su mujer que en participar en jactancias procaces. Debería molestarle que incluso dormida la muchacha ejerciera tal poder sobre él, lo único que tenía que hacer era imaginarla, escaleras arriba en su cama y ya estaba impaciente y listo para abandonar a los hombres. Pero se encontró con que no le molestaba en absoluto. Mientras que los demás se quedaron en el salón recordando con cariño noches pasadas en el regazo de una mujer, él estaría en la parte alta, sosteniendo a la suya en sus brazos. Se desnudó y cuidadosamente retiró las mantas. Ella inmediatamente se movió, frunció el ceño, y luego tiró de las pieles para sujetarlas de vuelta. Él se rió entre dientes y se metió en la cama a su lado. La impresión del cuerpo caliente contra el suyo lo trajo al instante y totalmente a la conciencia. Mairin se movió otra vez, murmuró algo en su sueño, y procedió a refugiarse debajo de él. Su camisón cayó por un brazo, dejando al descubierto la curva de su cuello y la piel suave de su hombro. Incapaz de resistirse, presionó su boca contra su carne y mordisqueó un camino hacia la columna de su cuello. Él amaba su sabor, le encantaba la forma en que su perfume llenaba su nariz cuando su lengua lamía sobre su suavidad. Ella emitió un suspiro que le hizo cosquillas sobre la oreja. —¿Ewan? —preguntó adormilada. —¿A quién más estabas esperando, muchacha? —Oh, no lo sé. Parece que cada vez que despierto, hay personas en nuestra recámara. Él se rió entre dientes y mordisqueó su oreja. —¿No estás enojado conmigo? Se echó hacia atrás y la miró. —¿Qué has hecho ahora?


Ella resopló, y sus labios se torcieron en una línea de contrariedad. —No he hecho nada. Me refería al día de hoy. Cuando me hice cargo de Rionna y la llevé conmigo. Sé que no debería haber interferido pero… Él puso un dedo sobre sus labios. —No, no deberías haberlo hecho. Pero estoy descubriendo rápidamente que haces muchas cosas que no deberías. Fue algo bueno que hayas sacado a Rionna cuando lo hiciste. Su padre estaba enojado, y tú suavizaste la situación. Mi única queja es que te colocaste potencialmente en una explosiva situación, por no hablar de que te metiste a través de un grupo de hombres que estaban atrapados en la emoción de una batalla. Ella deslizó sus manos por su cintura, más abajo, hasta que encontró su dureza. Sus dedos rodearon el eje y él gimió cuando se hinchó dentro de su agarre. —Pero no estás enojado, —dijo en un suave susurro. Sus ojos se estrecharon mientras empujaba más dentro de su mano. —No creas que no sé lo que estás tratando de hacer, muchacha. Sus ojos se abrieron inocentes mientras lo acariciaba desde su saco hasta la punta de su polla. Se inclinó para besarla, respirando su esencia misma. Inhaló, sosteniendo y saboreando su aroma y luego se volvió y bulló alrededor de sus labios y lengua. —Esto no te va a sacar de problemas todo el tiempo, —le advirtió. Ella sonrió. —Me conformo con la mayor parte del tiempo. Estaba a punto de perderse en su mano. Su suave exploración le estaba conduciendo al borde de la locura. Tenía que tenerla. Ahora. Se agachó y agarró el dobladillo de su camisón. —No destruyas… El sonido de la tela rasgándose amortiguó su advertencia. Empujó el material a lo largo de sus caderas y rodó hasta quedar posicionado entre los muslos extendidos. Encontró su calor, sentía su ardor sedoso extendiéndose sobre la cabeza de su pene y con un empuje estuvo en su interior. Ella jadeó y se arqueó contra él, su vientre temblaba bajo el suyo. Estaba tan prieta a su alrededor, aferrándolo como un puño, y manteniéndolo tan íntimamente constreñido que empezó a deshacerse. —Ah, muchacha, lo siento. —¿Por qué?


Sus manos se arrastraban por encima de sus hombros, sus uñas arañando su carne. Cerró los ojos, sabiendo que esto no iba a durar mucho tiempo en absoluto. —Me parece que pierdo todo el control cuando estoy contigo. Esto será rápido. No puedo contenerme. —Está bien, —susurró—. Porque al parecer no puedo contenerme tampoco. Ella levantó las caderas y envolvió sus piernas alrededor de su cintura. Era demasiado para él resistirse. Empujó con fuerza y ya se sentía dejándose ir. Una vez más empujó, sumergiéndose profundamente en el interior de su complaciente cuerpo. Su semilla salió disparada a borbotones y él siguió impulsándose, una y otra vez hasta que su pasaje, tan resbaladizo por su pasión, lo liberó. No dispuesto a privarse de su dulzura ni por un momento, enterró de nuevo su polla de regreso en la hendidura y se acomodó en su interior, montando las réplicas mientras ella temblaba y se convulsionaba en torno a él. Se inclinó hacia delante, apoyando su peso sobre ella, mientras permanecía dentro de su caliente vaina. Ella respiraba con dificultad, sus bocanadas de aire soplaban sobre su cuello y pecho. Su cuerpo estaba enredado alrededor del suyo, sus brazos y piernas aferrándolo y sosteniéndolo cerca, como si nunca fuera a soltarlo. A él le gustaba eso. Sí, le gustaba mucho. Finalmente, rodó hacia un lado, pero mantuvo sus extremidades entrelazadas. Quería que fuera parte de él. Le gustaba la visión del cuerpo mucho más pequeño sostenido por el de él. Ella era suya. Mairin dio un bostezo lujurioso y le acarició el pecho con la nariz. Sabía que estaría dormida en cuestión de segundos, pero él permaneció despierto, saboreando la sensación de tanta dulzura femenina en sus brazos. Cuando por fin se durmió, tuvo cuidado de mantenerla lo más estrechamente atada a él como fuera posible.

Al día siguiente, Mairin se ocupó de que las mujeres prepararan la comida del mediodía, mientras que Ewan estaba ocupado con el laird McDonald. Los dos hombres habían salido a cazar por la mañana, para gran disgusto de Rionna, que se había tenido que quedar al margen de la partida de caza.


Estaba sentada en la sala, vestida con un atuendo de hombre, una holgada túnica que se tragaba la mitad superior de su cuerpo, luciendo aburrida y un poco aterrorizada por todo el bullicioso ambiente a su alrededor. Rionna era un pequeño misterio para Mairin. Quería preguntarle a la muchacha por su aparente fascinación con los deberes de los hombres, pero tenía miedo de insultar a la mujer. Se había enterado por Maddie que el laird McDonald trataba de casar a su hija con Alaric para sellar la alianza con el clan McCabe, y que de hecho, los Lairds estaban en ese momento en conversaciones acerca de ese acuerdo. Compadecía a Rionna, le daba la impresión de que la muchacha no tenía deseos de casarse, y sólo podía imaginarse la reacción de Alaric a la propuesta de ese arreglo. ¿Qué esperaba lograr participando en este tipo de actividades impactantes que obviamente atraían la ira de su padre hacia ella? Y Alaric, seguramente no aceptaría el deseo de su esposa de participar en luchas con espadas. Ewan había estado horrorizado, y Alaric no pensaba de manera diferente. Todos los hermanos McCabe tenían ideas firmes sobre el papel de una mujer, y definitivamente no era el camino que Rionna había elegido. Rionna necesitaba a alguien más... comprensivo, aunque Mairin no podía imaginar a ningún guerrero permitiendo tales libertades a su esposa, como las que la muchacha aparentemente disfrutaba. Negó con la cabeza y permitió que Rionna permaneciera tumbada en una de las sillas viendo lo que sucedía a su alrededor. —¿Está todo preparado? —le preguntó a Gertie cuando entró al calor sofocante del área de la pequeña cocina. —Sí, acabo de sacar el pan de la leña y el estofado hierve a fuego lento. Tan pronto como regresen los hombres, empezaré a servir los alimentos. Mairin agradeció a Gertie y luego volvió sobre sus pasos hacia el pasillo. Un ruido en la entrada le dijo que su marido había regresado y fue a saludarlo. Ella dio un paso atrás, esperando a que ingresara completamente. Él entró, el laird McDonald justo detrás, con Caelen y Alaric en la retaguardia. —Bienvenido a casa, esposo. Si tú y el Laird toman asiento a la mesa, la comida será servida. Ewan asintió su aprobación y ella se retiró para decirle a Gertie que comenzara a servir. Más de los hombres de Ewan entraron, mezclándose con los soldados de McDonald. Las tres mesas de la sala se llenaron rápidamente, mientras que los


hombres que no habían conseguido asientos, esperaban en la entrada de la cocina por su porción. Insegura de cualquier acuerdo de matrimonio, ya que Ewan no había tenido a bien compartir la propuesta del laird McDonald con ella, optó por sentarse al lado de Rionna, con McDonald al otro extremo de la mesa y Ewan a su lado. Alaric y Caelen ocuparían los dos puestos siguientes al invitado. La comida fue un evento ruidoso, bullicioso mientras la cacería de la mañana era relatada para que todos escucharan. Platos y fuentes iban y venían de todas partes y Mairin se encontró confundida, al punto de no saber cuál copa era la suya. Tomó la que estaba entre Ewan y ella, bebió un sorbo antes de seguir con su almuerzo. Arrugó la nariz ante el sabor amargo, y confiaba en que todo el lote de cerveza no estuviera estropeado. La puso a un lado para que Ewan no la bebiera y le indicó a Gertie que le llevara al Laird otra copa, por si esa era realmente la de él. El laird McDonald mantuvo a Ewan involucrado en diálogos acerca de la protección de las fronteras, el aumento de las patrullas, y el plan para fortalecer sus alianzas hablando con Douglas. Mairin prestó sólo una atención parcial a la charla mientras observaba a Rionna escoger su porción ociosamente. Se preguntaba acerca de qué tema podría participar con la otra mujer, cuando un calambre onduló a través de su vientre. Frunció el ceño y puso una mano sobre su abdomen. ¿Estarían los alimentos en mal estado? Pero sin duda era demasiado pronto para sentir los efectos, y además la carne era fresca, traída apenas dos días atrás. Observó a los demás, pero no vio ninguna señal de incomodidad. De hecho, todo el mundo atacaba su comida con aparente satisfacción por su sabor. Cogió la copa en la que habían reemplazado la cerveza amarga cuando otro calambre se apoderó cruelmente de su estómago. Abrió la boca para tomar aliento, pero el dolor era tan intenso que se dobló. Otro ramalazo acuchilló a través de ella, atenazando sus tripas con un nudo implacable. Su visión se volvió borrosa y sintió un repentino deseo de vomitar. Se alzó y con las prisas, derribó la copa de Ewan. El líquido se derramó sobre la mesa y en el regazo de su marido. Éste se distrajo de su conversación con McDonald, una mueca estropeando sus labios. Ella se tambaleó y luego se dobló, dejando escapar grito mientras el fuego retorcía sus entrañas.


Rionna se levantó de un salto y se inclinó ansiosamente sobre Mairin, con el rostro arrugado por la preocupación. A su alrededor, murmullos surgieron mientras todos se enfocaban en su señora y su evidente angustia. —¡Mairin! Ewan se puso de pie, con las manos extendidas para sostenerla. Se habría caído si no la hubiera arrastrado contra él. Ella se quedó sin fuerzas, sus piernas ya no podían sostener su peso. —Mairin, ¿qué te pasa? —exigió él. —Enferma, —jadeó—. Oh Dios, Ewan, creo que me estoy muriendo. El dolor... Se postró de nuevo y Ewan descendió con ella, relajando su peso en el suelo. Por encima de ellos, apareció el rostro preocupado de Alaric. —¿Qué demonios está pasando, Ewan? —demandó. Empujó hacia atrás a Rionna y mantuvo un protector perímetro alrededor de Mairin. Y entonces ésta volvió la cabeza y vomitó por todo el suelo. El sonido era horrible incluso a sus propios oídos, pero se sentía diez veces peor. Era como si se hubiera tragado un millón de piezas de vidrio y ellas estuvieran triturándole las entrañas. Se hizo un ovillo en el suelo, ante tanto dolor, en un momento de debilidad, rezó por la muerte. —¡No! —rugió Ewan—. No morirás. No lo permitiré. ¿Me oyes, Mairin? Yo no lo permitiré. ¡Me obedecerás, maldita sea! ¡Por una vez me obedecerás! Gimió cuando Ewan la levantó del suelo. Hizo una mueca cuando sus gritos resonaron en su cabeza. Él bramó órdenes y el salón expectante volvió a la vida con el sonido de pies corriendo y exclamaciones vacilantes. Se agitaba en brazos de Ewan, mientras la subía por las escaleras. Irrumpió en su recámara, al tiempo que seguía vociferando demandas al resto de su clan. No fue suave cuando la depositó en la cama. Su estómago convulsionó de nuevo cuando el olor de su propio vómito le quemó la nariz. Su vestido. Estaba arruinado. Ahora ni siquiera podría ser enterrada con él. Ewan le agarró la cara con las manos y se inclinó hasta que sus narices estaban casi tocándose. —Nadie te va a enterrar, muchacha. ¿Me oyes? Vivirás, o que alguien me asista, te seguiré hasta el infierno y te arrastraré de vuelta gritando y pataleando todo el camino.


—Me duele, —sollozó. Su toque se suavizó mientras le apartaba el pelo de su cara. —Lo sé, muchacha. Sé que te duele. Lo soportaría por ti, si pudiera. Prométeme que lucharás. ¡Prométemelo! No estaba segura de qué era por lo que se suponía debía luchar, el dolor que rugía a través de sus entrañas solo le daba ganas de acurrucarse en una pelota y cerrar los ojos, pero cuando lo intentó, Ewan la sacudió hasta que los dientes traquetearon en su cabeza. —Ewan, ¿qué hay de malo en mí? —musitó, cuando otra oleada de dolor la abrumó. Su rostro estaba sombrío y por un momento se le hizo borroso. —Has sido envenenada.


Capítulo 27 Habían pasado muchos años desde que Ewan había rezado. No desde el nacimiento de su hijo, cuando había orado junto a la cama de su esposa, en el momento en que ésta tuvo dificultades para dar a luz la vida dentro de ella. Pero se encontró ofreciendo una ferviente oración ahora, mientras permanecía de pie encima de la cabecera de Mairin. Maddie llegó corriendo con Bertha pisándole los talones. —Usted debe provocarle el vómito, Laird, —le dijo Bertha —. No hay tiempo que perder. No podemos saber qué cantidad de veneno tomó, y debe vaciar el estómago de todo su contenido. Ewan se inclinó y agarró a Mairin por los hombros, haciéndola rodar hasta el borde de la cama, por lo que su cabeza quedó colgando a un lado. Tomó su cara suavemente entre las manos y le abrió la boca con el pulgar. Se retorció y luchó contra él, pero él apretó con más fuerza, negándose a ceder. —Escúchame, Mairin, —dijo con urgencia—. Hay que eliminar el contenido de tu estómago. Debo hacerte vomitar. Lo siento, pero no tengo otra opción. Tan pronto como sus labios se separaron, él metió los dedos hasta el fondo de su garganta y ella se atragantó y convulsionó. Con un solo brazo para inmovilizarla, era difícil. —Ayúdame a sostenerla, —le gritó a Maddie—. Si no puedes hacerlo, llama a uno de mis hermanos. Bertha y Maddie, saltaron hacia delante, presionando todo su peso contra el cuerpo de Mairin. Tuvo arcadas de nuevo y vomitó sobre el suelo. —Una vez más, Laird, —instó Bertha—. Sé que es difícil verla con tanto dolor, pero si es para que sobreviva, hay que hacerlo. Haría cualquier cosa para que no muriera, incluso si eso significaba causarle agonía. Le sostuvo la cabeza y la obligó a vomitar. Una y otra vez se convulsionó hasta que nada más pudo ser expulsado fuera de ella. Todo su cuerpo estaba tan rígido, que era un milagro que no se le hubiera roto ningún hueso todavía. Aun así siguió adelante, decidido a mantenerla con vida. Finalmente Bertha le tocó el brazo. —Está hecho. Puede soltarla ahora.


Maddie se levantó y humedeció un trapo con agua de la palangana y se lo dio rápidamente a Ewan. Él le limpió la boca a Mairin, y luego la frente enrojecida y sudorosa. Con cuidado, la recostó de nuevo en la cama y ágilmente la despojó de su ropa. Tiró las prendas a un lado y dio instrucciones a las mujeres para que limpiaran la recámara y así librarla del repulsivo olor. Se sentó a su lado mientras la cubría con las mantas para proteger su desnudez. La miró ansiosamente, sintiéndose tan impotente que ardió en él, una rabia tan profunda que lo quemaba. Podía oír el alboroto fuera de la puerta de la habitación, sabía que sus hermanos estaban allí, con los demás, pero él no podía apartar los ojos de Mairin. Las mujeres rápidamente limpiaron el lío de la recámara y retiraron la nauseabunda ropa. Momentos más tarde, Maddie regresó, cerrando la puerta firmemente detrás de ella. —Laird, deje que me haga cargo de su cuidado, —dijo con voz suave—. Ya vació su estómago. No hay nada más que hacer ahora, sino esperar. Ewan negó con la cabeza. —No la dejaré. Le pasó un dedo por el pelo lacio y le tocó la mejilla, alarmado por cuán fría se sentía la piel bajo su toque. Su respiración era poco profunda, tan ligera que muchas veces había inclinado su cabeza a fin de percibirla, temeroso de que el aire no saliera por su nariz por más tiempo. Había caído en la inconsciencia. No se había movido, no se había agitado, ni gritado por el cruel dolor que la atacaba. Él no sabía qué era peor. Si oír sus desvalidos gritos o verla tan inmóvil como si estuviera muerta. Ambas cosas lo asustaban como el infierno. Maddie estuvo junto a la cama durante un largo rato, y luego, con un suspiro, se volvió y salió de la habitación. Antes de que Ewan pudiera descansar en la cama junto a Mairin, sus hermanos irrumpieron en la recámara. —¿Cómo está ella? —exigió Alaric. Caelen no habló, pero la tormenta estaba allí en sus ojos, mientras miraba a Mairin. Ewan le tocó de nuevo la mejilla y le pasó los dedos por debajo de su nariz, hasta que sintió el ligero intercambio de aire sobre su piel. Había tanta agitación bullendo en su interior. Rabia. Miedo. Indefensión.


—No lo sé, —dijo finalmente. La admisión fue como un cuchillo retorciéndose en su vientre hasta que sintió la misma urgencia de vomitar que Mairin. —¿Quién le hizo esto? —siseó Caelen—. ¿Quién pudo haberla envenenado? Ewan miró hacia ella mientras la ira anudaba su pecho. Sus fosas nasales se dilataron y cerró los dedos en puños apretados. —McDonald, —dijo con los dientes apretados—. El maldito McDonald. Alaric se echó hacia atrás, sorprendido. —¿McDonald? Ewan miró fijamente a sus dos hermanos. —Quiero que se queden con Mairin. Ambos. Llámenme si hay algún cambio en su condición. Ahora mismo, no confío en nadie más que ustedes, hasta que descubra quién está tratando de matar a mi esposa. —Ewan, ¿a dónde vas? —exigió Caelen, mientras Ewan salía de la habitación. Éste se dio la vuelta al llegar a la puerta. —Voy a tener unas palabras con McDonald. Bajó como una tromba por las escaleras, su espada desenvainada mientras entraba en la sala donde la mayoría de sus soldados estaban ahora reunidos. Se irguieron al verlo con la hoja en la mano. McDonald estaba parado a un lado, rodeado por sus guardias. Rionna junto a él, mientras ambos conversaban en tono de urgencia. La tensión se respiraba en el aire de la sala, tan densa que la piel de Ewan se erizó al sentirla. Rionna alzó la vista, alarmada cuando lo vio acercarse. Sacó su espada y se colocó delante de su padre, pero Ewan la empujó a un lado provocando que se tambaleara. La sala estalló en un caos. Los hombres de McDonald se abalanzaron sobre Ewan, y los hombres de éste reaccionaron ferozmente en la protección de su Laird. —Protege a la mujer, —ladró a Gannon. Estaba encima de McDonald antes de que éste pudiera desenvainar su espada. Agarró al hombre mayor por la túnica y lo estrelló contra la pared. La cara de McDonald enrojeció de rabia y sus mejillas se hincharon cuando Ewan tensó el cuello de su túnica apretándolo alrededor de su garganta. —Ewan, ¿qué significa esto? —¿Qué tan mal querías que me casara con tu hija? —le preguntó Ewan en un tono de voz peligrosamente bajo.


McDonald parpadeó confundido antes de que la comprensión se estableciera en él. La saliva salpicó de sus labios cuando resopló e hizo un sonido de indignación. —¿Me estás acusando del envenenamiento de lady McCabe? —¿Lo hiciste? Los ojos de McDonald se estrecharon con furia. Empujó las manos de Ewan, en un intento de desprenderse del asimiento de éste, pero Ewan sólo lo estrelló de nuevo contra la pared. —Esto es la guerra, —escupió McDonald—. No voy a dejar que este insulto quede sin respuesta. —Si quieres guerra, estaré más que feliz de complacerte, —siseó Ewan—. Y cuando haya limpiado el suelo con tu sangre, tus tierras y todo lo que te es querido, será mío. ¿Quieres hablar de insultos, Laird? ¿Vienes a mi casa, aceptas mi hospitalidad, e intentas matar a mi señora esposa? McDonald palideció y miró fijamente a los ojos de Ewan. —No hice nada de eso, Ewan. Tienes que creerme. Sí, yo quería que Rionna se casara contigo, pero un matrimonio con tu hermano estará igual de bien. Yo no la envenené. La mandíbula de Ewan se contrajo y su nariz se ensanchó. El sudor cubrió la frente de McDonald y miró nerviosamente hacia la izquierda y la derecha, pero sus hombres habían sido fácilmente dominados por los soldados McCabe. Rionna estaba a varios metros de distancia, con los brazos sostenidos por Gannon. Estaba realmente cabreada, y le tomó todo su esfuerzo a Gannon retenerla. No había culpa en los ojos de McDonald. ¿Le estaría diciendo la verdad? La simultaneidad en la llegada de McDonald y el envenenamiento de Mairin era demasiada coincidencia. ¿O sólo fue para que pareciera de esa manera? Ewan relajó su agarre y movió a McDonald lejos de la pared. —Perdonarás mi mala educación, pero quiero que tú y tus hombres salgan de mis tierras ahora mismo. Mi esposa yace enferma de muerte y no sé si sobrevivirá. Y que sepas esto, McDonald. Si ella muere, y descubro que tuviste algo que ver en ello, no habrá piedra en toda Escocia bajo la cual te puedas ocultar, ni rincón donde puedas buscar refugio. —¿Q-Qué hay de nuestra alianza? —McDonald balbuceó. —Lo único que me preocupa ahora es mi esposa. Vete a casa, McDonald. Vete a casa y reza para que ella sobreviva. Hablaremos de nuestra propuesta de alianza otro día.


Él casi lanzó a McDonald contra la puerta que conduce fuera de la sala. —¡Ewan! La muchacha está enferma otra vez. Está vomitando atrozmente. Nada de lo que Caelen y yo hacemos parece ayudar. Ewan dio media vuelta para ver a Alaric con aspecto macilento, de pie en la entrada de la sala. —Ocúpate de que se marchen, —espetó a Gannon—. Escóltalos hasta nuestra frontera y asegúrate de que no se detengan. Entonces echó a correr, llevándose por delante a Alaric mientras tronaba por las escaleras. Irrumpió en la recámara para ver a Caelen sosteniendo a Mairin sobre el borde de la cama, mientras ésta vomitaba y se convulsionaba. Caelen parecía desesperado, y sin embargo, la mantenía protectoramente contra sí, aferrándola mientras todo el cuerpo de ella se sacudía con la fuerza de las arcadas. Caelen levantó la vista cuando su hermano se abalanzó hacia la cama. —Ewan, gracias a Dios que estás aquí. ¡No puedo hacer que pare y esto la está matando! Ewan tomó el cuerpo inerte de Mairin y lo acunó en sus brazos. —Shh, cariño. Respira conmigo. A través de la nariz. Debes detener las arcadas. —Enferma, —gimió—. Por favor, Ewan, déjame morir. Duele demasiado. Su corazón dio un vuelco y la abrazó aún más fuerte contra él. —Sólo respira, —susurró—. Respira para mí, Mairin. El dolor desaparecerá. Lo juro. Se aferró a su túnica, tan fuerte que el material se apretó incómodamente a través de sus brazos. El cuerpo de ella se tensó, pero esta vez se las arregló para contener la urgencia de vomitar. —Eso es, muchacha. Aférrate a mí. No te dejaré ir. Estoy aquí. Ella sepultó la cara en su cuello y quedó inerte. La bajó hacia la cama y luego miró a Caelen que estaba junto a al lecho, su rostro delineado con impotente furia. —Humedece un paño para que pueda limpiarle la cara. Caelen se apresuró a ir hasta la jofaina. Escurrió un paño y se lo pasó a Ewan. Éste limpió la frente de Mairin y luego le pasó la tela húmeda sobre la boca. Ella suspiró, pero no abrió los ojos mientras él limpiaba el resto de su cara. Parecía haber terminado con los espasmos que sacudían su estómago. Se acurrucó junto a su costado y envolvió un brazo alrededor de su cintura. Y luego, con un suspiro, se deslizó en un profundo sueño.


Ewan ahuecó la parte posterior de su cabeza y presionó los labios contra su frente. El hecho de que había despertado era una buena señal, pero odiaba verla con tanto dolor. Su cuerpo estaba tratando de librarse del veneno, y ella continuaba luchando valientemente contra sus efectos. —Vive, —susurró—. No te dejaré morir. Alaric, que había seguido a Ewan de regreso a la recámara, y Caelen lo miraron desconcertados por la inusual manifestación emocional de su hermano. En este momento, a Ewan no le importaba que vieran su debilidad. —La quieres, —señaló Alaric con brusquedad. Ewan sintió que algo dentro de él se aflojaba y desplegaba. Sí, la amaba, y no podía soportar la idea de perderla. Por Dios que ella iba a despertar, hablarle descaradamente, y entonces él la seduciría para que le dijera las palabras que más deseaba oír. Sí, ella iba a vivir, y entonces, la pequeña muchacha espinosa iba a quererlo tan absolutamente como él la amaba. Miró a sus hermanos, quienes lo veían con extraña fascinación. —Voy a necesitar la ayuda de ambos. Alguien trató de matarla. Por mucho que me duela, tiene que ser alguien de nuestro clan. Tenemos un traidor entre nosotros y deberá ser eliminado o Mairin nunca estará segura. No puedo perderla. Nuestro clan no puede perderla. Ella representa nuestra salvación —y la mía—. Si no lo hacen por ella, su hermana, entonces háganlo por mí, su hermano. Alaric cayó de rodillas junto a la cama, extendió la mano, y puso sus dedos sobre la mano inerte de Mairin. Caelen cuadró los hombros y luego él también se puso de rodillas al lado de Alaric. Tocó a Mairin en el hombro y su mirada se suavizó al contemplarla. —Has tenido siempre nuestra lealtad, Ewan —dijo Alaric con voz grave —. Nuestra devoción te pertenece. Ahora comprometo mi lealtad y mi fidelidad a Mairin también. La protegeré como tu esposa y mi hermana. Pondré su seguridad por encima de la mía. La declaración solemne de Alaric envió una feroz oleada de orgullo a Ewan. —Ella es una buena chica, —dijo Caelen con brusquedad—. Es una buena madre para Crispen y una esposa leal. Es una buena influencia para ti, Ewan. La protegeré con mi vida y buscaré hacer justicia por los agravios cometidos en su contra. Ella siempre tendrá un lugar de honor a mis ojos. Ewan sonrió, sabiendo lo difícil que debía haber sido para Caelen recitar tal compromiso.


—Gracias. Esto significa mucho para mí. Debemos asegurarnos de que esté a salvo de ahora en adelante. No será fácil de contener cuando esté de nuevo sobre sus pies. —Pareces estar seguro de su recuperación, —le indico Caelen. Ewan bajó la vista de nuevo, mientras la esperanza quemaba en sus entrañas como azufre. —Sí, estoy seguro. La muchacha es demasiado cabezota para ceder a la muerte.

Ewan se reunió con sus hermanos bien entrada la noche. Se sentaron en la sala con solo una vela para iluminar el cuarto oscuro. —Hemos interrogado a todos los que sirvieron, a cada uno en la cocina, todos los que estuvieron en contacto con la comida, y los que se reunieron en el salón, —informó Caelen. —Gertie está mortificada, —dijo Alaric con gravedad—. Está afectada porque Mairin fuera envenenada. No creo ni por un momento que Gertie esté detrás de esto, incluso siendo la que hubiera tenido más oportunidad que nadie. Ella ha estado con nuestro clan desde antes de que naciéramos. Era leal a nuestro padre y ha seguido inquebrantable desde su muerte. Ewan no lo creía tampoco, pero sería insensato descartar la posibilidad. Él no podía imaginarse a ninguno de su clan tratando de matar a Mairin. ¿Por qué lo harían? Representaba esperanza. Ella era su salvación y no había nadie que no lo supiera. Pero alguien lo había hecho. Gannon y Cormac entraron en la sala, sus expresiones sombrías. La fatiga llenaba sus rostros mientras iban directamente hasta Ewan. —Laird, tenemos un informe. Él les hizo un gesto para que se sentaran. Cormac se sentó pero Gannon optó por quedarse de pie, su agitación era evidente por la forma en que abría y cerraba los puños. —Hemos determinado la fuente del veneno —Gannon, dijo. —Díganme, —escupió Ewan. —No estaba en la comida. Probamos las piezas sobrantes de las bandejas, incluyendo la de lady McCabe. El veneno estaba en una copa. Estaba casi llena, así que no llegó a beber mucho de ella. —Gracias a Dios —bufó. Aún había esperanza. —Laird, —dijo Cormac dolorosamente—. Creemos que la copa no era la de lady McCabe.


Ewan golpeó sus puños sobre la mesa y se inclinó hacia delante. —¿De quién era entonces? Gannon dejó escapar un suspiro. —Creemos que era la suya, Laird. En ese momento, Caelen y Alaric casi se desplomaron de sus sillas. —¿Qué diablos quieres decir? —demandó Caelen. —Hemos hablado extensamente con todas las mujeres de la servidumbre. Había tres copas. Una que lady McCabe volcó cuando se levantó de la mesa. Esa era su copa, pero no fue colocada correctamente y no creemos que haya llegado siquiera a beber de ella. Tomó la copa que le pertenecía a usted y bebió una pequeña porción. Debe haber tenido mal sabor porque la apartó a un lado y convocó a una de las mujeres que sirven para que le trajeran otra. Poco después, cayó enferma. —Pero ¿por qué...? —La voz de Ewan se fue apagando, y miró a sus hombres de confianza y a sus hermanos—. La flecha. La flecha no estaba destinada a Mairin en absoluto. Se suponía que era para mí. —Jesús, —dijo Alaric con agitación—. Alguien está tratando de matarte, Ewan. No a Mairin. —Tiene más sentido, —dijo Caelen con gravedad. —No ganan nada si Mairin muere. Ese no sería el caso si Ewan muriese, dejando a Mairin sin esposo y sin hijos. —Cameron está detrás de esto y de una u otra manera, se ha infiltrado en nuestro clan. Alguien aquí está siguiendo sus mandatos. Dos veces han tratado de matarme y, por dos veces Mairin casi ha muerto como resultado. El puño de Ewan se estrelló contra la mesa con un repugnante chasquido, mientras maldecía al cabo de su ejecución. —Sí, ¿pero quién? —preguntó Alaric. —Eso es lo que tenemos que averiguar, —dijo Ewan. —Y hasta que no lo hagamos, Mairin debe ser vigilada estrechamente en todo momento. No voy a tenerla herida por otro atentado contra mi vida.


Capítulo 28 Fuertes gritos interrumpieron el sueño agradable y brumoso de Mairin. No podía estar segura de que fuera un sueño, pero todo era hermoso y etéreo, y no sentía ningún dolor. Prefería la ingravidez complaciente y tranquila contra la alternativa. Entonces se encontró siendo sacudida hasta que su cerebro parecía estremecerse en su cabeza. El dolor regresó y escuchó la voz de Ewan. Oh, pero el hombre amaba gruñir. Parecía disfrutar de un buen sermón, sobre todo cuando iba dirigido a ella. —Tú eres la muchacha más desobediente que he tenido la desgracia de conocer, —le rezongó—. Te ordeno no morir y estás determinada a hacer justamente eso. Tú no eres la leona que defendió a mi hijo. Ella nunca renunciaría como tú lo estás haciendo. Mairin frunció el ceño ante su insulto. Era muy propio de él actuar tan vergonzosamente mientras ella estaba enferma y moribunda. Actuaba como si ella lo hubiera hecho a propósito. Lo oyó reírse. —No, muchacha, bien puedes estar enferma, pero no te estás muriendo. Vas a obedecerme esta vez o, pongo a Dios como testigo, que te pondré sobre mis rodillas. Lo miró, o por lo menos pensó que lo hizo. La habitación todavía le parecía increíblemente oscura, y sus párpados se sentían como si alguien hubiera puesto piedras sobre ellos. De repente el pánico la golpeó. Tal vez la estaban preparando para su entierro. ¿Acaso no ponían piedras en los ojos de los muertos para mantenerlos cerrados? ¿O eran monedas? De cualquier manera, ella no quería morir. —Shh, muchacha, —la tranquilizó Ewan—. Abre tus ojos. Puedes hacerlo por mí. Nadie te está enterrando, te lo juro. Abre tus ojos y mírame. Déjame ver esas hermosas pupilas azules. Le tomó toda su fuerza, pero se las arregló para entreabrirlos. Hizo una mohín cuando la luz del sol alanceó a través de su cabeza, y de nuevo rápidamente los cerró de golpe. —Cubre la ventana, —ladró Ewan. Mairin frunció el ceño. ¿A quién le hablaba? Se estaba convirtiendo en un acontecimiento habitual que tuvieran visitantes en su recámara. Oyó una risita y abrió los ojos, sólo para ver una figura borrosa que se asemejaba a Ewan. Parpadeó rápidamente y luego miró más allá de él, para ver a Alaric y a Caelen frente a la ventana ahora cubierta.


—Es bueno que hayas regresado a casa cuando lo hiciste, Alaric. Ewan podría necesitarte para el funeral. Alaric frunció el ceño. —¿El funeral de quién, muchacha? —El mío, —dijo. Trató de levantar la cabeza, pero pronto descubrió que estaba tan débil como un gatito recién nacido. Caelen se echó a reír y Mairin se volvió para ofrecerle una mueca de desagrado. Ella aspiró. —No es un asunto de risa. Ewan podría estar muy disgustado si muero. —Que es precisamente, por lo que no vas a hacer nada por el estilo, —le dijo él arrastrando las palabras. Volvió la cabeza para mirarlo de nuevo y se sorprendió al verlo tan... demacrado. Su cabello estaba desaliñado, sus ojos enrojecidos, y tenía lo que parecían ser unos cuantos días de buen crecimiento de barba en su mandíbula. —Yo soy siempre obediente, marido. Si me ordenas no morir, no lo haré, por supuesto que no me negaré a tu deseo. Ewan sonrió mientras la miraba y ella vio tal alivio en sus ojos que el aliento quedó atrapado en su garganta. —Es un pecado mentir, esposa, pero juro por Dios que no creo que ni a Él ni a mí nos importe esa falsedad. —Humm —musitó—. Yo trato de ser obediente. —Sí, muchacha. Te ordené que no murieras, y fue muy servicial de tu parte obedecerme esta vez. Estoy tan contento, que podría considerar el no gritarte la próxima vez que se te ocurra desobedecerme. —Los dos están chiflados, —se quejó Caelen. Alaric se acercó a la cama, alcanzó su mano y se la oprimió. —Bienvenida de nuevo a la tierra de los vivos, pequeña hermana. Nos diste a todos nosotros un gran susto. Ella puso su otra mano sobre su estómago. —No siento dolor. Es muy extraño, la verdad, pero tengo hambre. Ewan se echó a reír y luego se inclinó hacia ella y presionó los labios contra su frente durante un largo rato. Se estremeció contra su piel y suavemente pasó la mano por su pelo, mientras lentamente se apartaba. —Debes estar hambrienta, muchacha. Has estado en cama durante tres días y vaciaste el contenido de tu estómago en el primer día. —¿Tres días? Estaba horrorizada. Absolutamente horrorizada.


—Sí, muchacha, tres días. —su tono se hizo más grave y las líneas volvieron a aparecer en su rostro. Él parecía... cansado. Ella extendió la mano para trazar las líneas de su frente y luego dejó que sus dedos se arrastran por su mejilla. —Te ves cansado, esposo. Estoy pensando que necesitas un baño y un afeitado y luego un largo descanso. Él ahuecó su mano sobre la de ella, atrapándola contra su mejilla. Entonces giró su boca hacia adentro y le besó la palma. —Ahora que estás despierta, en efecto voy a dormir. Pero no pienses que sólo porque has despertado vas a estar correteando por toda la fortaleza. Permanecerás en cama hasta que yo diga que puedes levantarte y ni un minuto antes. Mairin le dirigió una mirada de disgusto, pero contuvo su lengua. No estaría bien comenzar una discusión con él al momento de despertarse. Después de todo, podría ser complaciente al menos en una ocasión. Ewan se echó a reír. —Sí, muchacha, parece que en ocasiones puedes ser muy complaciente. —Realmente tengo que aprender a controlar mejor mi lengua, — murmuró—. No puedo ir por ahí desembuchando cada pensamiento. La madre Serenity me dijo que iba a llegar el día en que lamentaría haber adquirido este terrible hábito. Pienso que estaba en lo correcto. Ewan se inclinó y la besó de nuevo. —Pienso que tu lengua es perfecta. Tanto Caelen como Alaric se rieron y Mairin se escandalizó. —¡Ewan! La mortificación calentó sus mejillas y tiró de las mantas para cubrirse la cabeza. La risa de Ewan se sumó a la de los otros dos, mientras ella se acurrucaba deseando que el suelo se abriera y se los tragara a todos. Él finalmente ahuyentó a sus hermanos fuera de su cámara y luego ordenó que trajeran comida para los dos. Probó cada bocado de comida por sí mismo, antes de pasárselo a Mairin. En verdad, muy a su pesar eso la asustaba. No quería que él muriera por ella y así se lo dijo. No pareció impresionado por su preocupación. —Es mi deber velar por ti, muchacha. —Y un buen trabajo que vas a hacer si mueres en el proceso, —se quejó.


Después de comer, se recostó en la almohada y cerró los ojos. Realmente se sentía bastante débil, y la verdad era que la comida no le había sentado del todo bien en el estómago. Después de tres días de ayuno, supuso que era natural. Se quedó mirando cuando escuchó abrirse la puerta, y un desfile de criadas entró en la habitación llevando cubos de agua caliente. —Pensé que te gustaría un baño caliente —le dijo Ewan. En ese momento quiso arrojarse contra él y abrazarlo hasta que no pudiera respirar. Y lo habría hecho si no considerara que incluso mover sus brazos era increíblemente agotador. Por lo que se quedó allí como un montón de carne inútil y observó con creciente excitación como el vapor del agua se elevaba de la bañera casi llena. Cuando el último cubo de agua fue vertido, Ewan se inclinó sobre la cama y comenzó a desatarle los cordones de su camisón. Ella no tenía la energía suficiente para protestar, no es que se opusiera tampoco de todos modos. Muy pronto tuvo la ropa fuera de su cuerpo y él la tomó suavemente en sus brazos y la llevó hasta la bañera. La ayudó a descender en el agua caliente, y Mairin sollozó de placer cuando el calor acarició su cuerpo. En lugar de dejarla como ella había previsto, se arrodilló al lado de la bañera. Alargó la mano hacia la jarra en el suelo y la llenó de agua antes de verterla por su espalda para mojarle el pelo. Cuando sus dedos se hundieron en las hebras para lavarle el cabello, cerró los ojos ante el simple goce de tenerlo cuidando de sus necesidades. Estaba más débil de lo que podría haber imaginado alguna vez, después de su terrible experiencia, y estaba agradecida por su consideración. Gimió suavemente cuando él dirigió su atención hacia el lavado de su cuerpo. Se tomó su tiempo, frotándole los hombros y los brazos. Sus manos se sumergieron en el agua y tomó sus pechos, frotando los pulgares sobre las duras puntas. No se detuvo demasiado tiempo allí, sino que continuó su búsqueda incesante para lavar cada centímetro de su cuerpo. En el momento en que llegó a sus pies, estaba temblando con placer en bruto. Le alzó una pierna y regó agua sobre su muslo. Entonces empezó un masaje minucioso de cada parte de su extremidad, yendo de abajo hacia arriba. Cuando llegó a sus dedos, ella trató de agitar su pie y apartarlo mientras gritaba ante la sensación de cosquillas. Él se carcajeó, pero le agarró el tobillo para que no se escapara. —No tenía idea de que fueras tan cosquillosa, muchacha.


Sostuvo su pie con ambas manos y se las pasó sobre el tobillo y, a continuación, para su sorpresa, le besó el arco. La acarició de camino hasta la pierna, por encima de su rodilla, y hasta la unión de sus muslos. Sus manos eran como seda sobre su piel. La combinación del agua caliente y sus calmantes caricias eran un bálsamo para sus andrajosos sentidos. Fue minucioso en su lavado. Ninguna parte quedó sin tocar. En el momento en que terminó, estaba laxa, su visión borrosa, y se sentía tan letárgica que no podría haberse levantado de la tina aunque hubiera querido. Ewan la alzó y la abrazó sobre la bañera, mientras el agua escurría por su cuerpo. La dejó junto al fuego y envolvió rápidamente una manta grande a su alrededor, metiendo los extremos entre sus pechos. —Tan pronto como tu cabello esté seco, te voy a meter de vuelta en la cama, —le dijo—. No quiero que cojas frío. Justo cuando no podía imaginar estar más sorprendida por su tierno toque, comenzó a secar su cabello con un paño. Sus manos se movían a través de las hebras y cuando hubo eliminado el exceso de agua de la masa pesada, comenzó a deslizar un peine a través de los nudos. Ambos se reclinaron en frente del fuego, ella recostada entre sus muslos, delante de las llamas. Fue sumamente paciente, haciendo una pausa cuando encontraba algún enredo particularmente difícil. La tibieza del hogar los envolvió alrededor, hasta que la piel le resplandeció en un color rosa. El calor se filtró en sus huesos y se encontró cabeceando mientras él la peinaba. Cuando terminó, apartó el peine a un lado y envolvió sus brazos en torno a ella. Presionó su mejilla contra un costado de su cabeza y se balanceó ligeramente mientras miraba las brasas. —Me has asustado, muchacha. Ella suspiró profundamente y se fundió en su abrazo. —Me asusté también, Laird. La verdad es que no me agradaba el pensamiento de dejarte a ti y a Crispen. —Crispen dormía en tu cama cada noche mientras estuviste enferma. Él, en un lado, y yo en el otro. Estaba tan decidido como yo a que no murieras. Ella sonrió. —Es agradable tener una familia. —Sí, muchacha, lo es. Creo que Crispen, tú y yo formamos una excelente familia. —No te olvides de Caelen y Alaric, —dijo con el ceño fruncido—. Y Gannon, Cormac, y Diormid, por supuesto. Ellos me hacen enfadar, pero tienen


buenas intenciones y son siempre tan pacientes. ¡Oh! Y Maddie, Bertha y Christina. Ewan rió contra su oído. —Nuestro clan, muchacha. Nuestro clan es nuestra familia. Oh, a ella le gustaba la idea de eso. Familia. Dio un suspiro de satisfacción y apoyó la cabeza contra su hombro. —¿Ewan? —Sí, muchacha. —Gracias por no dejarme morir. La verdad es que yo estaba cerca de darme por vencida, pero tus gruñidos me hicieron imposible ceder. Te gusta rugir. Probablemente te hizo feliz tener una excusa para hacer todo ese escándalo. La apretó contra sí, y ella sintió el temblor de su cuerpo que señalaba su silenciosa risa. —Cuando estés bien, vamos a tener una larga conversación. Trató de incorporarse, pero él la abrazó con fuerza. —¿Hablar de qué, Laird? —Palabras, muchacha. Palabras que tengo la intención de que me ofrezcas.


Capítulo 29 Le había dado una quincena completa en la cual la intimidó para que descansara, la inundó con su afecto —en privado, por supuesto— y le hizo el amor... Ah, la chica se había recuperado rápidamente y Ewan había pasado cada noche volviéndola a ella, y a sí mismo, locos de placer. Sin embargo, Mairin nunca había hablado de amarlo. Le expresaba libremente sus elogios, los cuales tenía que reconocer eran muchos. Le decía en el más dulce de los tonos que era guapo, valiente, arrogante... Aunque no estaba seguro de que dijera esto último como un cumplido. Ciertamente estaba impresionada con sus habilidades en el amor, y ella había perfeccionado unas cuantas por sí misma, de las que él todavía no se había recuperado totalmente Tenía que amarlo. No podría tolerar que sólo sintiera un breve afecto por él. Sin duda alguna, no era obediente, ni era particularmente respetuosa. Pero veía la forma en que lo contemplaba cuando pensaba que él no estaba mirando. Veía además, cómo caía en sus brazos, noche tras noche en la oscuridad de su habitación. Sí, ella lo amaba. No había otra explicación. Él sólo tenía que lograr que se diera cuenta. El envenenamiento la había hecho más cautelosa, y por mucho que a Ewan le gustara que se tomara en serio sus peticiones, le hacía anhelar sus intercambios fogosos —por lo general cuando hacía caso omiso de una orden—. No le gustaba que ese espontáneo encanto de Mairin se hubiera reducido por haber estado cerca de la muerte. Sólo Ewan, sus hermanos, junto con Gannon, Cormac, y Diormid sabían la verdad. Que Mairin no había sido la víctima planeada. Existían muchas razones para que él mantuviera la información para sí mismo. Una de ellas, era que su clan se había vuelto ferozmente protector con su esposa desde el incidente. Todos ellos la cuidaban con buen ojo, y nunca estaba sola. Eso se adecuaba perfectamente a sus propósitos, porque si alguien estaba tratando de matarla o no, ella todavía se enfrentaba a la amenaza que representaba Duncan Cameron. La segunda, que no tenía ningún deseo de que Mairin se preocupase, y si se enteraba de que él era la víctima prevista, no una sino dos veces, era imposible saber lo que la muchacha podría llegar a hacer. Ewan había descubierto en un corto período de tiempo que ella era feroz en la protección de las personas que consideraba suyas.


Y la muchacha consideraba a Ewan suyo, para la inmensa y presuntuosa satisfacción de sí mismo. Podría no haberle ofrecido las palabras que quería oír, pero no podía negar su posesividad cuando se trataba de él. Recordaba bien la mirada que le había dado cuando Rionna McDonald le había sido presentada. Esperaba con ansia el día en que estuvieran libres de amenazas. La sombra que pesaba sobre la fortaleza había afectado, no sólo a su esposa, sino a todo el mundo. Mairin... bien, Ewan no había tenido un solo informe de que causara ninguna reyerta desde que se había levantado de su lecho de enferma. Debería haber sabido que eso no sería cosa del pasado... —¡Laird, tiene que venir rápido! —señaló Owain mientras corría hacia Ewan. El joven jadeaba mientras se detenía. Parecía como si hubiera venido corriendo todo el camino desde donde provenía. Ewan se apartó del pastor, quien le estaba dando una contabilidad detallada de las reservas de los McCabe, y frunció el ceño. —¿Que está mal, Owain? —Es lady McCabe. La sala entera se encuentra en una trifulca. ¡Ella ordenó a un grupo de sus hombres que asumiera los deberes de las mujeres! —¿Qué? —exigió Ewan. Luego presionó los dedos sobre el puente de su nariz y tomó una respiración profunda—. Dime exactamente lo que sucede, Owain. —Heath la enfureció, pero no sé qué ocurrió, Laird. ¡Ella le ordenó a él y a un grupo de hombres que lo acompañaban, para que hicieran la colada! ¡Y cocinaran! Dios nos ayude a todos. Y la limpieza de las cocinas y los suelos de... —Owain se interrumpió, sin aliento, y luego prosiguió de manera precipitada —. Todos están dispuestos a sublevarse porque sus hermanos no pueden controlar a la muchacha. Frunció el ceño y maldijo por lo bajo. Heath era un soldado joven e impetuoso, que apenas recientemente había llegado al clan McCabe. Él era un hijo bastardo del laird McKinley —uno de muchos— quien no había sido reconocido por su padre antes de su muerte. El resultado era que no tenía hogar. Ewan había reunido a tales hombres a lo largo de los años, añadiéndolos a sus números cuando muchos de los de su propio clan habían sido eliminados por el ataque de Duncan Cameron. Ya había tenido problemas con Heath y un grupo de jóvenes, engreídos y arrogantes soldados que se habían aliado con él, poco después de su llegada. Habían sido sancionados antes, y Ewan ya tenía decidido que haría un último esfuerzo para que se convirtieran en guerreros McCabe.


Si Heath estaba involucrado, no podía ser bueno. La combinación de él junto a su igualmente impulsiva mujer, y una explosión estaba asegurada a ocurrir. —¿Dónde están mis hermanos? —requirió. —Están con lady McCabe en el salón. Es una situación muy tensa, Laird. Hubo un momento en que temí por la seguridad de la señora. Eso era todo lo que necesitaba escuchar Ewan. Corrió por el pasillo, y al doblar la esquina en el patio, vio a todos sus hombres, quienes habían abandonado su entrenamiento, permaneciendo de pie con sus cabezas ladeadas mientras escuchaban el estruendo que provenía del interior de la fortaleza. Los empujó llevándoselos por delante, se precipitó por los escalones, e irrumpió en la sala. La escena ante él era un caos. Un grupo de jóvenes soldados estaban al otro lado de la habitación, rodeados por los hermanos de Ewan, Mairin y Gertie. Cormac y Diormid estaban siendo duramente reprendidos por Gertie. La cocinera se encontraba tan molesta que sacudía una cuchara frente a los dos hombres y lograba atizarlos con ella, uno de cada tres golpes. Alaric y Caelen tenían ambos una gran expresión de furia, mientras trataban de colocar a Mairin detrás de ellos. Pero ella no estaba colaborando. Lo que llamó la atención de Ewan, sin embargo, fue Mairin, quien estaba en el medio del combate, con el rostro tan rojo de ira que parecía a punto de explotar. Estaba de puntillas, gritando todo tipo de insultos contra Heath y de ahí a Gannon, quien también estaba valientemente tratando de mantenerla a distancia. El rostro de Heath estaba púrpura por la rabia. La muchacha no tenía ni idea del peligro en que se había puesto a sí misma. Pero Ewan sí lo sabía. Había presenciado el temperamento del temerario joven, más de una vez. Ya había comenzado a cruzar la habitación cuando vio a Heath levantar su mano. Ewan soltó un rugido, desenvainó su espada, y se abalanzó cubriendo el espacio restante. Mairin se agachó, pero aun así el puño rozó su mandíbula mientras se apartaba. Salió volando hacia atrás al mismo tiempo que Ewan se estrellaba contra Heath. Si Caelen y Alaric no lo hubieran sujetado por ambos brazos, Ewan habría matado al hombre más joven en el acto. Aun así, este yacía en el suelo, chorreando sangre por la boca. Ewan se retorció de su agarre, pero ellos no lo dejaban ir. —¡Suéltenme! —rugió.


Forcejearon con él un poco más, antes de que por fin lograra romper su sujeción. Tiró de su brazo y se dirigió a donde Mairin se estaba levantando del piso. La cogió por el codo y la ayudó a ponerse de pie. Entonces le tomó la barbilla y le dio la vuelta para poder ver su mandíbula. —Apenas me tocó, —le susurró—. En verdad, Ewan, no me duele en absoluto. La furia crepitaba por su piel. —¡No tenía derecho a tocarte en lo absoluto! Morirá por esta ofensa. Dejó caer la mano de su cara y luego se volvió para fulminar con la mirada el resto de la habitación. —¿Puede alguien decirme, en el nombre de Dios, qué está pasando aquí? Todos empezaron a hablar al mismo tiempo. Ewan cerró los ojos y luego bramó pidiendo silencio. Se volvió hacia Mairin. —Dime qué ocurrió. Bajó la mirada hacia sus manos, pero no antes de que él viera cómo la delataba el temblor de su labio. —Yo se lo diré, Laird, —dijo Diormid en voz alta mientras daba un paso adelante—. Ella le ordenó a Heath, Robert, Corbin, Ian, y Matthew para que asumieran las tareas de las mujeres, —la incredulidad y la indignación que Diormid sentía en nombre de sus hombres era evidente—. ¡Dio instrucciones a todos para que cocinaran, limpiaran y fregaran los suelos! Ewan vio cómo la expresión Mairin se volvía plana. Sus labios se contrajeron en una delgada línea, y a continuación, simplemente se dio la vuelta, y habría huido de la sala si Ewan no la hubiera apresado rápidamente por el brazo para evitar su salida. —¿Muchacha? —preguntó enfáticamente. Su barbilla tembló, y parpadeó furiosamente. —Tú sólo gritarás, Laird, y no tengo deseos de ser humillada de nuevo delante de mi clan. —Dime lo que pasó, —dijo con voz severa. Estaba decidido a no mostrar debilidad delante de sus hombres. Lo que quería hacer era tirarla entre sus brazos y besar esos labios temblorosos. Ella estaba al borde de las lágrimas, y él haría casi cualquier maldita cosa para evitar su llanto. Pero lo que tenía que hacer era ser justo y severo. Él tenía el deber para con todos los involucrados de ser ecuánime e imparcial, lo que significaba que si su esposa había urdido otra de sus atolondradas maquinaciones, estaba destinado a hacerla llorar.


Su mentón se alzó, lo cual lo aliviaba. De lejos prefería su beligerancia a sus lágrimas. Ella señaló a Heath. —Ese... Ese idiota golpeó a Christina. Ewan se tensó y se giró bruscamente para ver a Heath poniéndose de pie ayudado por Diormid. —¿Es eso cierto? —preguntó Ewan en voz baja. —La perra fue impertinente, —gruñó Heath—. Se merecía mi reprimenda. Mairin bufó con indignación. Habría volado hacia el soldado de nuevo, pero Ewan la atrapó por la cintura y tiró de ella contra su pecho. Pateó sus tobillos, pero no la soltó. Se volvió hacia Alaric y empujó a Mairin a sus brazos. —No dejes que se vaya, —ordenó Ewan. Alaric envolvió un brazo alrededor de su cintura y simplemente la sostuvo contra su pecho, sus pies a unas pulgadas del suelo. Lucía indignada, pero Ewan estaba más interesado en la explicación de Heath. Se volvió hacia éste una vez más y lo inmovilizó con toda la fuerza de su mirada. —Tú me lo dirás todo. Mairin luchaba en los brazos de Alaric pero él la mantenía atrapada. —Ewan, por favor, —rogó—. Yo te diré todo lo que pasó. Estaba mucho más que furiosa. Se sentía tan enferma por el tratamiento de los hombres hacia las mujeres de servicio que estaba lista para tomar la espada de Ewan y destriparlos a todos. Si pudiera levantarla, haría exactamente eso. Se volvió hacia Alaric cuando su esposo siguió sin hacerle caso. —Alaric, ¿puedo tomar prestada tu espada? Alaric levantó una ceja sorprendido. —Muchacha, tu no podrías levantar mi espada. —Podrías ayudarme. Por favor, Alaric, tengo la necesidad de derramar algo de sangre. Para su sorpresa, él se echó a reír. Su risa sonó fuerte en la silenciosa habitación. Lágrimas de frustración pincharon sus ojos. —Por favor, Alaric, no es correcto lo que él hizo. Y ahora dará excusas a Ewan por su vergonzosa conducta, por el comportamiento de todos ellos. La mirada de Alaric se suavizó. —Ewan se hará cargo de esto, muchacha. Él es un hombre justo. —Pero él es un hombre, —insistió. Alaric le lanzó una mirada de perplejidad.


—Sí, así es, acabo de decirlo. Antes de que Ewan pudiera volver a exigir una explicación a Heath, el salón estalló una vez más. Las mujeres invadieron la habitación, sus gritos rivalizando con los de cualquier guerrero. Para el asombro de Mairin, llevaban una gran variedad de armas improvisadas, desde horcas y varas, hasta piedras y dagas. Ewan quedó boquiabierto justo cuando Alaric finalmente soltó a Mairin de su agarre. Ésta aterrizó con un ruido sordo en el suelo y depositó una mirada contrariada en dirección de Alaric. Pero él, como todos los demás hombres, se dio la vuelta para mirar con asombro como las mujeres se arremolinaban alrededor de ellos. —Muchacha, ¿estás bien? —preguntó Bertha desde el frente de la multitud de mujeres. Christina se apresuró hacia Mairin, le agarró la mano y luego hizo un gesto a Maddie antes de atraerla hacia las mujeres reunidas. Mairin apretó la mano de Christina cuando vio el oscuro moretón en la mejilla de la chica. —¿Estás bien? —le susurró ella. Christina sonrió. —Sí, gracias a usted, mi señora. —Laird, queremos tener unas palabras con usted —Bertha vociferó. Agitó la horca para dar énfasis, mientras Ewan seguía mirando pasmado a las mujeres. —¿Qué demonios está pasando? —solicitó éste—. ¿El mundo entero se ha vuelto loco? —Tus hombres se comportaron de manera censurable, —le contestó Mairin. Las mujeres manifestaron su acuerdo, agitando sus armas y zapateando sus pies. Los soldados parecían no saber si debían estar asustados o enojados. Ewan cruzó los brazos sobre su pecho y la miró severamente. —¿Qué fue lo que hicieron, muchacha? Mairin echó un vistazo a las otras mujeres, extrayendo valor de su apoyo. Entonces alzó la barbilla y clavó en el Laird su mejor impronta de ceño fruncido. Debió haber sido una estampa digna porque él alzó una ceja mientras la miraba a su vez. —Las mujeres estaban haciendo sus deberes, del mismo modo en que esperamos que los hombres hagan los suyos. Entonces ese idiota de allí decidió poner a prueba sus encantos con Christina y la chica lo rechazó. Se puso tan


furioso por el rechazo que comenzó a criticar su trabajo. Ya ves, ella estaba sirviendo a los soldados su almuerzo. »Así se inició un esfuerzo por menospreciar y rebajar el trabajo de todas las mujeres de este torreón. Ellos empezaron a hacer burlas y se hicieron cada vez más y más fuertes en sus críticas. Le gritaron a Maddie cuando la comida no estuvo servida lo bastante pronto. Se quejaron acerca de la preparación de Gertie cuando les pareció que la comida no estaba lo suficientemente sabrosa o estaba demasiado fría. Tomó un largo respiro antes de seguir derramando el resto de su ira. —Y cuando Christina intentó disipar la situación, Heath la hizo tropezar. Ella desparramó cerveza por todas partes y luego él tuvo el descaro de castigarla por arruinar su ropa. Cuándo protestó, él le dio una bofetada. Las manos de Mairin se retorcieron con furia mientras daba un paso adelante, todo su cuerpo temblando de rabia. Señaló al grupo compuesto por Heath, Robert Corbin, Ian, y Matthew. —Y ninguno, ni uno de ellos intervino para ayudarla. ¡Ni uno! Nadie movió un dedo para detener su abuso a Christina. Ellos estaban demasiado ocupados riéndose y criticando el trabajo de las mujeres. Se detuvo frente al Laird y empujó un dedo en su pecho. —Bien, yo digo que si es así de fácil y los hombres son tan críticos, pueden asumir los deberes diarios de las mujeres, y vamos a ver lo bien que ellos realizan las tareas femeninas. Contuvo la respiración y esperó la acusación de Ewan. —Me gustaría hablar, Laird, —gritó Berta, su voz sonó tan fuerte que más de una mujer hizo una mueca. —Puedes hablar, —dijo Ewan. —No me extenderé demasiado con mis comentarios, pero escuche esto. A partir de este momento, las mujeres no moveremos un dedo en esta fortaleza. ¡Y cuidaremos de lady McCabe! Ewan levantó la ceja de nuevo. —¿Ustedes la van a cuidar? Bertha asintió. —Sí, ella se va con nosotras. No permitiremos que sea reprendida por defendernos. Para sorpresa de Mairin, él sonrió. —Hay un pequeño problema con eso, Bertha. —¿Y cuál es? —preguntó ella. —Que el que la cuida soy yo, tu Laird.


Esa declaración provocó una serie de murmullos recorriendo el pasillo. Tanto los hombres como las mujeres se inclinaron hacia adelante, curiosos en cuanto a de qué manera el Laird procedería. Era evidente que estaba indignado. —No me dejaré influenciar por el chantaje ni las demandas —dijo. Cuando Bertha hinchó el pecho y se preparó para lanzarse a otra encolerizada afrenta. Él levantó una mano para hacerla callar. —Voy a escuchar lo que ambas partes tienen que decir antes de dictar sentencia. Una vez que lo haga, el asunto será inapelable. ¿Está claro? —Sólo si tomas la decisión correcta, —murmuró Mairin. Ewan le lanzó una mirada aplacadora. El Laird se volvió y la verdad era que no se lo veía contento mientras miraba a Heath y a los cuatro hombres más jóvenes que estaban desafiantes a su lado. Luego miró a Gannon, que era el más antiguo de todos sus hombres. —¿Tienes una explicación para esto? Gannon lanzó un suspiro. —Lo siento, señor. Yo no estaba presente. Estaba en el patio con algunos de los otros soldados. Les había informado que no comerían hasta que realizaran sus maniobras correctamente. —Ya veo, —se volvió hacia Cormac, que estaba al lado de Diormid y Heath—. ¿Cormac? ¿Tienes algo que exponer? Cormac parecía furioso. Echó un vistazo entre los hombres, que miraban expectantes hacia él, y a Ewan, quien también esperaba su exposición. —Es como nuestra señora informó, Laird, —expresó con los labios apretados—. Entré en la sala al mismo tiempo que Heath hacia tropezar a Christina —la cólera ondulaba en el rostro de Cormac mientras miraba a Heath —. No fue culpa de la muchacha. Los hombres se hicieron más enérgicos con sus insultos y cuando Christina manifestó su desacuerdo, Heath la golpeó. Juro por Dios que lo habría matado yo mismo, pero lady McCabe intervino antes de que pudiera actuar, y entonces mi principal preocupación fue su seguridad. Ewan asintió con la cabeza su conformidad por la evaluación de Cormac, y luego miró hacia el lugar donde Diormid estaba junto a Heath. —¿Y tú defiendes sus acciones? Diormid parecía desgarrado en su lealtad a los hombres jóvenes directamente bajo su mando. —No, Laird. Esa no fue la historia que me contó a mí. —¿Así que no estuviste presente durante los acontecimientos? —Ewan preguntó. Diormid negó con la cabeza.


—Entré en el salón cuando lady McCabe emitía las órdenes a los hombres para que se hicieran cargo de las obligaciones diarias de las mujeres. —¿Y alabas sus acciones? ¿Las apoyas? —le preguntó Ewan. Diormid vaciló antes de decir. —No, Laird. Estoy avergonzado de ellas. Luego Ewan se volvió hacia Bertha. —Puedes llevarte a las mujeres y retirarse a sus casas. Sé lo mucho que les gustaría pasar un día de ocio. Robert, Corbin, Ian, y Matthew se encargarán mientras tanto de sus funciones. Mairin frunció el entrecejo ante la omisión de Heath, pero los vítores de las mujeres le impidieron expresar su descontento. Igualmente explosivos eran los gritos de consternación que provenían de los cuatro que Ewan había condenado a hacer el trabajo de las mujeres. Se veían tan horrorizados que Mairin hizo todo lo posible para no sonreír de satisfacción. Bertha sonrió a Mairin. —Venga muchacha, debe celebrar con nosotras. Mairin giró para abandonar la sala con las mujeres, cuando Ewan se aclaró la garganta. Poco a poco se dio la vuelta y miró hacia el Laird. Seguramente él no estaba enojado con ella. No después de haber escuchado la historia completa. Su expresión era todavía severa mientras la llamaba con un dedo. Suspirando, dejó a Bertha para ir con su marido. Las mujeres permanecieron en la sala, ya fuera por curiosidad acerca de lo que quería el Laird o para defender a Mairin de su reprimenda. Ella no estaba segura, pero estaba agradecida por su apoyo. Cuando estuvo a una distancia respetable, se detuvo y cruzó las manos frente a su cintura. —¿Me llamabas? La llamó con el dedo una vez más, y ella resopló mientras se movía aún más cerca. Extendió su índice y le tocó la barbilla, insistiendo hasta que estuvo mirando directamente hacia él. —¿Tienes instrucciones para mí, Laird? —Sí muchacha, las tengo. Ella echó la cabeza más hacia atrás y esperó su orden. Sus dedos se arrastraron sobre su barbilla, hasta la mandíbula donde el puño de Heath la había rozado. Entonces hurgó en el pelo sobre su oreja, ahuecó la mano sobre la parte posterior de su cabeza en una posesiva captura. —Bésame.


Capítulo 30 Mairin estaba tan aliviada que se lanzó a los brazos de Ewan y fusionó su boca ardientemente sobre la suya. —Tú no confiaste en mí, muchacha. Su voz la estaba reprendiendo mientras saboreaba sus labios de nuevo. —Lo siento, —susurró—. Se te veía como si quisieras gritarme otra vez. —¡Laird, usted no puede requerir que hagamos las tareas de las mujeres! Ewan se volvió bruscamente ante la protesta de Robert. —En efecto, sí puedo. Si alguien tiene algún problema con mi mandato, son libres de abandonar el torreón. Los labios de Heath se alzaron en un gruñido y Mairin automáticamente se incrustó más en el asimiento de Ewan. El hombre le provocaba náuseas, y el odio en sus ojos la asustaba. —¿Qué acerca de Heath? —susurró—. ¿Por qué fue indultado de hacer el trabajo de las mujeres? El enfado que ennegreció el rostro de Ewan la aterrorizó. —Quédate con Alaric. En realidad la depositó entre Alaric y Caelen antes de acechar hacia donde Heath se encontraba. Sus hombros se cerraban enfrente de ella, por lo que se alzó en puntillas, oscilando de izquierda a derecha en un esfuerzo para ver sobre o a través de los dos hermanos. Cuando Ewan alcanzó a Heath, no dijo ni una palabra. Se echó hacia atrás y estrelló su puño en el rostro del joven. Éste cayó como una roca. Gimió lastimeramente cuando Ewan apiñó su camisa en sus manos y lo arrastró de nuevo hacia arriba. —Eso fue por Christina, —gruñó Ewan. Luego embistió su rodilla directamente entre las piernas de Heath. Tanto Alaric como Caelen hicieron un gesto de dolor. Gannon palideció y Cormac se estremeció y apartó la mirada. —Y eso fue por mi esposa. Dejó caer a Heath en el suelo, donde éste rápidamente se hizo un ovillo. Y Mairin podría jurar que el hombre estaba llorando. —Yo estaría llorando también, muchacha, —murmuró Alaric. Ewan se volvió y se dirigió a Gannon en un tono glacial. —Él muere. Llévatelo. Heath palideció ante la pena de muerte y comenzó a mendigar en tonos roncos. Los guerreros allí reunidos hicieron una mueca mostrando su disgusto por el deplorable comportamiento del hombre.


—Sí, Laird. Inmediatamente. Gannon se inclinó y lo alzó sobre sus pies, entonces él y Cormac lo sacaron del salón, Heath todavía se encorvaba por el dolor. Ewan luego dirigió su atención a la concurrencia y prorrumpió. —Mis disculpas, Christina, porque sufrieras semejante injusticia. No condono, ni voy a aceptar ese comportamiento de mis hombres. Disfruta de tu día libre de deberes. Dudo que ellos hagan las tareas como las harías tú en su lugar, pero el trabajo será hecho. El corazón de Mairin se hinchó de orgullo. Estaba tan conmovida por la sincera consonancia en que Ewan expresó sus palabras que sus ojos picaron y se cuajaron de lágrimas. Se aferró a los brazos de Caelen y Alaric hasta que sus nudillos se volvieron blancos. Caelen cuidadosamente abrió los dedos que aprisionaban su codo y luego rodó los ojos cuando se dio cuenta de sus lágrimas. —¿Por qué demonios estás llorando, muchacha? Ella se sorbió la nariz y se restregó la cara contra la manga de la camisa de Alaric. —Es maravilloso lo que ha hecho. Alaric le acunó la cabeza y frunció el ceño hasta que dejó de secarse las lágrimas en él. —Es un buen hombre, —dijo. —Por supuesto que lo es, —dijo Caelen lealmente. Después de haber resuelto la cuestión, Ewan caminó hacia donde estaba Mairin. Sin preocuparse de cómo se vería, ni del hecho de que no la había invitado esta vez, ella corrió de Alaric y Caelen y se catapultó a los brazos de su marido. Salpicó su rostro con un aluvión de besos y se aferró a su cuello, estrujándolo con toda la fuerza de la que era capaz. —Déjame respirar, muchacha, —dijo Ewan con una risita. —Te amo, —le susurró al oído—. Te amo tanto. Y de repente estaba abrazándola tan fuertemente como ella lo apretujaba. Para su total confusión, se volvió y la arrastró fuera del salón. Subió las escaleras de dos en dos e irrumpió en su habitación pocos minutos después. Después de que pateara la puerta para cerrarla, miró ferozmente hacia ella, su apretón tan ajustado a su alrededor que no podía meter un solo aliento en sus pulmones. —¿Qué fue lo que dijiste? —le preguntó con voz ronca. Sus ojos se abrieron con sorpresa ante su vehemencia. —Hace sólo un momento. En el salón. ¿Qué me dijiste al oído?


Tragó saliva con nerviosismo y se removió en sus brazos. Luego se armó de valor mientras seguía sujetándola firmemente en torno a él. —Te amo. —Ya era hora, maldición —gruñó. Parpadeó, confundida. —¿Era hora de qué? —Las palabras. Por fin las dijiste. —Pero apenas me acabo de dar cuenta, —dijo con desconcierto. —Yo ya lo sabía, —dijo con petulante satisfacción. —No lo hacías. Ni siquiera lo sabía yo, ¿así que como pudiste saberlo tú? Él sonrió. —Dime, muchacha, ¿cómo planeas pasar tu tarde de ocio? —No lo sé, —admitió—. Tal vez iré a buscar Crispen para jugar con él y los otros niños. Ewan negó con la cabeza. —¿No? —cuestionó ella. —No. —¿Por qué? —Porque he decidido que una tarde de ocio suena muy atractiva. Sus ojos se abrieron con asombro. —¿De verdad? —Mmm-humm. Me preguntaba si tal vez estabas dispuesta a relajarte conmigo. —Es un pecado ser perezoso, —susurró. —Sí, pero lo que tengo en mente no tiene nada que ver con ser perezoso. Se ruborizó ante la sugerencia de su voz. —Nunca te has tomado una tarde libre de tus funciones. —Mi deber más importante es velar por las necesidades de mi esposa. Él ahuecó el área de la mejilla donde Heath la había golpeado, y su mirada se ensombreció. —¿De verdad tienes la intención de matarlo, Ewan? —susurró. Ewan frunció el ceño. —Te golpeó. Eres la esposa del Laird, la señora de este castillo. Yo no tolero ninguna falta de respeto y estoy malditamente seguro de que mataré a cualquier hombre que alguna vez te toque. Mairin se retorció las manos, la culpa surgiendo a través de ella.


—Lo provoqué descaradamente. Yo lo llamé nombres terribles. Usé palabras que una dama nunca debería utilizar. La madre Serenity lavaría mi boca con jabón. Ewan suspiró. —¿Qué quieres que haga, Mairin? Ha sido un problema antes de hoy. Él ya había agotado su concesión de oportunidades. Incluso si no te hubiera golpeado, yo no toleraría que levantara una mano a otra mujer de este clan. —¿Puedes desterrarlo? Me gustaría pensar que un hombre sin hogar y los medios que esto supone sufriría mucho más que si le ofrecen una muerte fácil y rápida. Tal vez morirá de hambre o una manada de lobos se lanzará sobre él. Ewan se echó hacia atrás por la sorpresa y luego se rió, el sonido gutural envió aguijones de placer a través de la columna de Mairin. —Eres una chica sedienta de sangre. Asintió con la cabeza. —Sí, Alaric dijo lo mismo. —¿Por qué es tan importante que no lo haga matar, Mairin? Es mi derecho como Laird y como tu marido. —Porque me siento culpable por provocarlo así. Si él no me hubiera golpeado, no habrías ordenado su muerte por golpear a Christina. No es que no lo hubieras castigado, —se apresuró a decir. —Así que prefieres que sea exterminado por un grupo de lobos. Volvió a asentir con la cabeza. Él se rió entre dientes. —Que así sea, muchacha. Tendré a Gannon escoltándolo fuera de nuestras tierras con la orden de no volver jamás. Ella echó los brazos a su alrededor y lo apretó tan fuerte como pudo. —Te amo. La apartó y luego se inclinó para besar la punta de su nariz. —Dilo de nuevo. Curvó los labios y frunció el ceño hacia él. —Eres un hombre exigente, Laird. Sus labios se encontraron y él bebió profundamente de ella, frotó la lengua sobre su boca hasta que la abrió para dejarlo entrar —Dilo, —susurró. —Te amo. Con un gemido bajo, la tomó en sus brazos y la llevó de espaldas, hasta que sus piernas golpearon el borde de la cama. La arrastró con él y luego rodó


hasta que quedara tumbada con poca delicadeza encima de él. Apartó su ropa, dejando al descubierto primero sus hombros y luego sus brazos. La agarró y tiró de ella de modo que pudiera acariciarla en el escote con la nariz. Ah, pero sus labios eran mágicos. Determinada a que no fuera el único torturador, se inclinó y pasó la lengua sobre los gruesos tendones de su cuello. Sonriendo cuando se estremeció y se puso rígido debajo de ella, hundió los dientes en su carne, inhalando su aroma masculino. Probó su sabor, rodando la lengua por cada línea y pendiente. —¿Mairin? Se apoyó, para así poderlo mirar directamente a los ojos. —¿Sí, marido? —¿Tienes una especial predilección por este vestido? Ella frunció el ceño. —En realidad no, es un vestido de trabajo después de todo. —Bien. Antes de que pudiera pensar en su significado, rasgó la tela de su corpiño, todo el camino hasta más allá de la cintura. Éste cayó, exponiendo sus pechos a su ansioso toque. —No es justo, —se quejó—. Yo no puedo arrancar tu ropa. Él sonrió. —¿Te gustaría, muchacha? —Sí, me gustaría. Riéndose, rodó hasta quedar encima de ella y empezó a quitarse su atuendo. Tan pronto como estuvo desnudo, sacó los jirones restantes del vestido, apartándolos de su cuerpo, entonces la hizo tumbarse de nuevo encima de él. —Esta es una posición extraña, esposo. Estoy segura de que no quieres hacerlo de esta manera. Trazó una línea desde la sien, pasando por su mejilla y sobre sus labios. —Sí, muchacha, tengo predilección por ella. El día de hoy las mujeres están a cargo y los hombres están haciendo el trabajo. Así que me parece justo que tú debas estar en la parte de arriba. Soy tu humilde siervo. Sus ojos se dilataron. Pensó en lo que le había dicho, estrechó los labios y, finalmente, negó con la cabeza. —No estoy del todo segura de que tal cosa sea posible. —Oh sí muchacha, es posible. No sólo es posible, sino que es una experiencia maravillosa.


Él afianzó sus caderas, levantando su posición para colocarla por encima de su ingle. —Baja tu mano, muchacha. Guíame dentro de ti. Ella vibraba de emoción y anticipación. Sus piernas se agitaron y las clavó contra los costados de su marido mientras se agachaba y agarraba su dureza. —Oh sí, muchacha, justo así. Sostenme justo ahí mismo. Déjame acoplarme a ti. La movió, manteniéndola abrazada mientras frotaba la punta de su polla a través de su calor húmedo. Entonces encontró la entrada y se deslizó dentro, tan sólo un ápice. Ella abrió los ojos de golpe y se tensó cuando empezó a traspasar su hendidura. —Relájate, —la tranquilizó. La guió hacia abajo y ella quitó su mano, colocando ambas palmas sobre su pecho. Se recostó hacia delante mientras los dedos de él se deslizaban de sus caderas a sus nalgas. Ewan se apoderó de su carne y la extendió más ampliamente mientras se empalaba más profundo. Con un último impulso, sus nalgas se encontraron con la parte superior de sus muslos. Era una sensación inquietante, ser atravesada, tan llena y sin alivio. Su cuerpo vibraba de placer. Sus pezones tirantes en duras puntas, hinchados y rogando por su toque. La incitó, soltando sus caderas y difuminando los dedos sobre su vientre, subiendo hasta ahuecar los dos pechos en sus manos. Pequeñas chispas de fuego crepitaron a través de su cuerpo cuando pulsó los tensos botones. Los embromó y engatusó hasta que estuvieron dolorosamente rígidos. —Móntame, —dijo con voz ronca. La imagen de hacer tal cosa explotó en su mente. Un frenesí de calor se propagó por su núcleo hasta que éste se contrajo y lo aferró con más fuerza dentro de su vaina. Deseosa por cumplir su orden, comenzó a moverse, tímidamente al principio. Se sentía torpe y cohibida, pero la mirada en los ojos de Ewan le dio toda la confianza que necesitaba para continuar. Una y otra vez se meció, elevándose y entonces dejándose caer. Ambos emitieron sonidos de satisfacción, que se hicieron más desesperados y urgentes mientras ella asumía su propio ritmo. Deleitándose con la libertad recién descubierta, procedió a conducirlos mucho más allá de los límites de la razón. Sonrió seductoramente a su marido cuando él le suplicó que dejara de atormentarlo.


Con los labios fusionados a los suyos tan fuertemente como sus cuerpos se acoplaban, encontraron su liberación. Se tragó el grito de triunfo de su marido, mientras él engullía su grito de éxtasis. Sus dedos se clavaron en sus caderas y tiró de ella hacia abajo, sosteniéndola firmemente mientras se vaciaba en su cuerpo. Con un suspiro, se derrumbó encima de él y se acurrucó en su calor. Su corazón golpeaba frenéticamente contra el de ella, hasta que no estuvo segura cuál de los dos latía más fuerte. Envolvió sus brazos a su alrededor y besó la parte superior de su cabeza. —Te amo, Mairin. Por un momento, pensó que no había oído correctamente. Sí, ella lo amaba. Más de lo que había imaginado podría amar a un hombre. Pero nunca habría soñado que él le devolvería sus sentimientos. Era afectuoso con ella. Incluso apasionado. Pero no había esperado que le ofreciera su corazón. Las lágrimas llenaban sus ojos cuando se alzó, su pelo cayendo sobre el pecho de él, mientras lo miraba con asombro. —Dilo otra vez, —le dijo con voz ronca. Sonrió al oír sus propias palabras arrojadas de vuelta hacia él. —Te amo. —Oh, Ewan, —susurró. —No llores, muchacha. Yo haría prácticamente cualquier cosa para no verte llorar. —Son lágrimas de felicidad, —sorbió—. Me has hecho tan feliz, Ewan. Me has dado un hogar y una familia. Un clan al cual llamar propio. Y hoy me respaldaste, cuando yo temí que me acusarías delante de todos. Él frunció el ceño y sacudió la cabeza. —Siempre te respaldaré, esposa. Puede que no siempre esté de acuerdo contigo, y habrá momentos en que no pueda tomar una decisión con la que estés conforme, pero siempre te apoyaré. Lo abrazó de nuevo y apoyó la cara en su cuello. —Oh, te amo tanto, Ewan. Él rodó hasta que quedaran de costado uno frente al otro. Le tocó la cara, acariciando los tenues rizos de cabello sobre su mejilla. —He esperado mucho tiempo a que dijeras esas palabras, muchacha. Y ahora que lo has hecho, nunca me cansaré de oírlas. Ella sonrió. —Eso es bueno, Laird, porque tengo este problema de decir cualquier cosa que pasa por mi mente, y es un hecho que estaré pensando en cuánto te amo, muy a menudo.


—Tal vez deberías demostrármelo, —dijo en una voz ronca y excitada. Su boca se abrió con asombro. —¿Otra vez? Sonrió y la besó. —Sí, muchacha, otra vez.


Capítulo 31 Mairin lentamente se arrastró fuera de la cama y se dirigió directamente hacia el orinal donde vomitó lo poco que le quedaba en su estómago de la noche anterior. Era un hecho lamentable y había ocurrido con precisión, cada mañana durante la última quincena. Sólo que no terminaba allí. Vomitaba inmediatamente después del desayuno, y luego otra vez después de la comida del mediodía, y por lo general al menos una vez antes de acostarse. Había escondido su condición a Ewan durante el mayor tiempo posible, pero con tantos vómitos y la forma en que miraba la comida, como si estuviera siendo envenenada de nuevo, era inevitable que la descubriera. Le diría hoy de sus sospechas. No es que en realidad fueran sospechas porque parecía obvio que estaba embarazada de su hijo, y Dios era testigo, de que Ewan había puesto suficiente empeño en la tarea de impregnarla. El clan entero abrazaría la noticia con regocijo. Con su dote a punto de ser entregada en cualquier momento, la prosperidad finalmente visitaría la fortaleza. El embarazo y parto seguro de un niño, sellaría el control de los McCabe sobre Neamh Álainn. Saltaba de alegría ante la idea de contarle a Ewan las noticias. Después de lavarse la boca y ponerse un vestido, Mairin se encaminó a bajar las escaleras donde se encontró con Gannon. Arqueó las cejas por la sorpresa de verlo, ya que, desde su envenenamiento, Ewan se había asegurado de mantenerla custodiada, ya fuera por sus hermanos o por él mismo, a cada momento del día. Era un hecho al que estaba resignada y había aceptado de buen grado. —Buenos días, mi señora, —expresó Gannon alegremente. —Buenos días, Gannon. Dime, ¿qué has hecho para provocar la ira de tu Laird? Gannon parpadeó y la miró con confusión. Luego se echó a reír al darse cuenta de que estaba bromeando con él acerca de su deber. —Nada mi señora, la verdad es que me ofrecí para la tarea de cuidarla hoy. El Laird y sus hermanos han ido a recibir a los McDonald. Sus cejas se alzaron de nuevo. Cualquier mención sobre los McDonald había sido desechada después de su envenenamiento. Por consiguiente, ella misma, incluso se había olvidado de la cuestión de la alianza. Su partida no había sido en buenos términos, por lo que la idea de su regreso le provocaba mucha curiosidad.


—¿Dónde están? —preguntó. —Descargando las provisiones de alimentos de la carreta, —dijo Gannon con una sonrisa. Mairin juntó las manos con deleite. —¿Así que cumplieron con esa ridícula apuesta? Gannon rodó los ojos. —Por supuesto. Es además, una ofrenda de paz. Los dos clanes deben suavizar cualquier sensación de rencor si vamos a aliarnos entre nosotros. —Oh, eso es maravilloso. Seguramente esto nos proveerá durante los meses de invierno. Gannon asintió. —Y más allá, si la caza sigue teniendo éxito. Y cuando su dote llegara, el clan tendría ropa de abrigo para el invierno. Los niños tendrían zapatos. Ellos comerían en lugar de tener que preocuparse de dónde sacarían su siguiente alimento. Esta era una noticia muy bienvenida. —¿Dónde podría encontrar a Ewan, —sonsacó a Gannon. —Debería escoltarla hasta él tan pronto se levantara. Ella frunció el ceño. —Bien, pues ya me he levantado, así que vamos. Se rió por lo bajo y la condujo fuera, donde las carretas de los McDonald habían sido conducidas al patio. Los hombres estaban descargando los suministros y llevándolos a la despensa. Ewan estaba absorto en la conversación con McDonald, y Mairin frunciendo el gesto examinaba a las personas que cubrían el patio. Luego su mirada se posó en Rionna y se iluminó. Comenzó a llamarla y a saludarla con la mano, cuando Ewan llamó su atención y le hizo señas para que se acercara. La atrajo a su lado mientras se aproximaba. —El laird McDonald quería darte sus respetos. Ellos sólo han venido a entregar las provisiones pero no van a quedarse. Dado que nos hemos puesto de acuerdo acerca del matrimonio de Alaric con Rionna, nos encontraremos más adelante durante el verano, para celebrar el acuerdo y anunciar su compromiso. Mairin sonrió al Laird, quien tomó su mano y le hizo una reverencia. —Me siento aliviado de que su salud esté totalmente repuesta, mi señora. Espero con mucho interés el momento en que nuestros clanes estén unidos, no sólo por la alianza sino por el vínculo matrimonial.


—Tanto como yo, —expresó—. Buen viaje, estaré deseando verlos cuando regresen. Cuando uno de los hombres pasó con el cadáver destripado de un ciervo, el estómago de Mairin se agitó. Sus mejillas se esponjaron mientras aspiraba aire por la nariz para no vomitar allí, delante de Ewan y de McDonald. Ya habían tenido demasiados reveses la última vez que los visitó el Laird, y ella no tenía ningún deseo de que comenzaran otra gresca por la pérdida del contenido de su estómago sobre todas sus botas. Se apresuró a excusarse diciendo que necesitaba ver a Gertie para poder supervisar el almacenamiento de las provisiones y salió corriendo antes de que Ewan pudiera hacer algún comentario. Una vez dentro del torreón, se tomó su tiempo, estabilizando su respiración y luego se encaminó hacia las cocinas. No había sido un completo ardid. Ella quería saber los planes de Gertie para el repentino excedente de alimentos, y también imaginaba que sería una agradable sorpresa planificar una comida especial para la ocasión. Como era de esperar, Gertie refunfuñaba sobre un gran caldero de estofado cuando Mairin entró a la cocina. La mujer se detenía periódicamente a probarlo, entonces gruñía y agregaba otra hortaliza. Gertie levantó la vista y frunció el ceño cuando vio a Mairin. —Parece indispuesta, muchacha. Le he guardado un plato de la comida del desayuno. ¿Sigue sintiéndose mal cada vez que come? Conmovida por su consideración, Mairin puso una mano sobre su estómago. —Sí, me temo que sí. La verdad es que nada me parece demasiado apetitoso en estos días. Gertie chasqueó la lengua y sacudió la cabeza. —¿Cuándo le va a decir Laird que está llevando a su hijo? —Pronto. Quería estar segura. Gertie rodó los ojos. —Muchacha, nadie tiene tantas arcadas como usted, a menos que estén enfermos. A estas alturas ya habría muerto o se habría mejorado. Mairin sonrió y se llevó una mano a su vientre. —Sí, es verdad, aun así no quería correr el riesgo de decirle algo al Laird que fuera falso. Sería demasiada carga para estos pequeños hombros. La expresión de Gertie se suavizó. —Usted tiene buen corazón, muchacha. Nuestro clan tiene mucho por lo que estar agradecido desde que vino a nosotros. Casi parece demasiado bueno para ser verdad.


Avergonzada por la alabanza de la otra mujer, Mairin dirigió la conversación hacia el tema a tratar. —Pensé en organizar una comida especial, ya que el laird McDonald cumplió su apuesta. Parece que todo lo que hemos comido en los últimos tiempos es estofado de conejo. Estoy segura de que a los hombres les encantaría tener venado fresco y verduras. Ciertamente podríamos prodigar una pequeña celebración sin agotar nuestras despensas a niveles peligrosos otra vez. Gertie sonrió ampliamente y extendió la mano para darle una palmadita a Mairin en el brazo. —Yo estaba pensando en lo mismo, muchacha. Ya tenía en mente hacer pasteles de carne de venado, con su permiso, por supuesto. Con la sal que el laird McDonald proveyó, ya no tendremos que ahorrar cada pizca para disecar. Hará que la comida tenga un sabor delicioso. —¡Maravilloso! Dejaré la planificación en tus capaces manos. He prometido a Crispen arrojar piedras saltarinas sobre el lago, con él esta tarde. —Si espera sólo un momento, le daré un poco de pan para que coma. Esto asentará su estómago y le proporcionará a usted y a Crispen una merienda para la tarde. Gertie envolvió varios panes pequeños en un fardo de tela y se los entregó a Mairin. —Ahora fuera, muchacha. Vaya y pase un buen rato con Crispen. —Gracias, —dijo Mairin cuando dio la vuelta para irse. Con su corazón ligero y vertiginoso acerca de la idea de decirle a Ewan sobre su embarazo, salió para encontrarse con Crispen. Los rayos del sol resplandecían luminosos y orientó su cara hacia ellos, buscando más de su calor. Se detuvo un momento para mirar la comitiva de los McDonald a través del puente al otro lado del lago. Con la mirada buscó a Ewan pero él ya había salido en otra labor. Se encaminó hacia la esquina de la fortaleza, siguiendo la orilla del lago buscando una señal de Crispen. Se encontraba de pie sobre el afloramiento de una roca a cierta distancia, su pequeño cuerpo perfilado por el sol. Estaba solo, lanzando piedras a través de la superficie del agua. Observaba el recorrido de la piedra, aparentemente hipnotizado por la forma en que avanzaba a través del lago. Su risa sonaba tan pura y límpida que se adueñó del corazón de Mairin. ¿Había algo más bello que la alegría de un niño? Se imaginó el día en que Crispen llevaría a su hermano o hermana al lago para lanzar piedras. Los dos se reirían y jugarían juntos. Como una familia.


Sonriendo, comenzó a avanzar, buscando en la tierra, las piedras adecuadas, mientras caminaba. Recogió media docena antes de llegar a donde Crispen se encontraba. —¡Mamá! No había ninguna descripción para la abrupta alegría que se apoderó de ella cuando la llamó mamá. Él corrió a sus brazos y ella lo abrazó apretadamente, esparciendo sus piedras por la tierra en el proceso. Riendo, él se agachó para ayudarla a recuperarlas, exclamando su admiración por la perfección de una o dos piedras, mientras las examinaba. —Quiero lanzar esta, —dijo, sosteniendo una piedra particularmente plana. —Vamos entonces. Apuesto a que no puedes hacer que salte más de ocho veces. Sus ojos se iluminaron como ella sabía que lo harían, ante el desafío que había establecido. —Puedo hacer nueve —se jactó. —¡Oh, oh! Como alardeas. Los hechos son mucho más fuertes que las palabras. Déjame ver tu valor de primera mano. Su barbilla se elevó, la concentración estrechando sus cejas, alineó su tiro y a continuación estableció el vuelo de la roca. Ésta golpeó el agua y saltó en rápida sucesión hacia la otra orilla. —¡Uno! ¡Dos! ¡Tres! —Hizo una pausa para tomar aliento pero su mirada nunca se alejó de la progresión de la piedra—. ¡Seis! ¡Siete... ocho... nueve! —se volvió—. ¡Mamá, lo hice! ¡Nueve veces! —Sin duda, una proeza —dijo, reconociendo su hazaña. —Inténtalo tú ahora, —la instó. —Oh, no tengo la esperanza de mejorar a alguien tan experto como tú. Él infló su pecho y sonrió con aire de suficiencia. Entonces su rostro se iluminó y le tomó la mano. —Apuesto a que lo harás bien... para ser una mujer. En respuesta ella restregó su pelo. —Debes dejar de escuchar las ideas de tu tío Caelen, Crispen. No vas a congraciarte con las damas en el futuro. Él arrugó la nariz y sacó la lengua, haciendo un sonido de arcadas. —Las chicas son horribles. Excepto tú, mamá. Se rió y lo abrazó otra vez. —Estoy muy feliz por no ser considerada una chica horrible. Él le metió una piedra perfectamente plana y lisa en su mano.


—Inténtalo. —Muy bien. Después de todo, el honor de todas las mujeres descansa en mis manos. Crispen se rió de su comicidad mientras ella alineaba minuciosamente su tiro. Después de probar unas pocas oscilaciones con el brazo, disparó y vio como la roca navegaba lejos, golpeando la superficie y levantando agua al rebotar. A su lado Crispen contabilizó con sus dedos. —¡Ocho! ¡Mamá, hiciste ocho! ¡Eso es brillante! —Wow, ¡lo hice! Se abrazaron y ella lo hizo girar hasta que ambos estuvieron mareados. Se derrumbaron en el suelo con un ataque de risa, y Mairin le hizo cosquillas a Crispen hasta que pidió clemencia. En la ladera que daba al lago, Ewan se acercó por detrás de Gannon y Cormac, quienes estaban vigilando a Mairin y al muchacho. Observó mientras luchaban en el suelo, escuchando el sonido alegre de sus risas resonando por la tierra. Sonrió y reflexionó sobre cuán afortunado era. Había ganado tanto en tan poco tiempo. No importaba que múltiples amenazas ensombrecieran su existencia. Él tomaba momentos como estos y los atesoraba. El amor era en efecto, muy valioso.

Ewan subió cansinamente las escaleras y en silencio entró en su habitación. Un poco de su fatiga se disipó y la tensión bajo la cual había estado se alejó, mientras contemplaba a su dormida esposa. Estaba tumbada boca abajo, con poca delicadeza, sus brazos extendidos sobre la cama. Dormía igual que hacía todo lo demás. Plenamente. Sin reservas. Se despojó de su ropa y se metió en la cama con su mujer. Ella se acurrucó en sus brazos sin siquiera abrir los ojos. Estaba a menudo agotada en estos días, un hecho que no había pasado desapercibido para él. Tampoco lo habían hecho todas las arcadas que la pobre muchacha había tenido durante las últimas semanas. Todavía tenía que decirle sobre su embarazo, y él no sabía si era porque no quería agobiarlo con lo enferma que se sentía, o si realmente no se había dado cuenta aún por sí misma. Le pasó una mano por el costado y otra por su cadera, antes de deslizarla entre sus cuerpos para descansarla sobre su todavía plano abdomen, donde su hijo reposaba. Un niño que representaba una inmensa esperanza para el futuro de su clan.


La besó en la frente, sonriendo al recordarla junto a Crispen lanzando piedras en el lago. Se removió contra él y adormilada, abrió los ojos. —No estaba segura de que fueras a venir a la cama esta noche, Laird. Él sonrió. —En realidad, es bastante temprano. Sólo que tú te retiraste a dormir mucho antes de lo habitual. Bostezó y se acurrucó más cerca, entrelazando sus piernas con las suyas. —¿Has llegado a un acuerdo con respecto al matrimonio de Alaric? Ewan pasó una mano por su cabello. —Sí. Alaric ha accedido al enlace. —Vas a extrañarlo. —Sí, echaré de menos tenerlo aquí como mi mano derecha. Pero ésta es una gran oportunidad para él de gobernar sus propias tierras y clan. —¿Y Rionna? ¿Está satisfecha con el acuerdo? La frente de Ewan se arrugó. —No me concierne si la hija de McDonald está satisfecha o no. El matrimonio está establecido. Ella cumplirá con su obligación. Mairin rodó sus ojos, pero Ewan no quería estar en desacuerdo en una noche en que sólo deseaba sostenerla en sus brazos, y besarla larga y profundamente. —Prefiero hablar de otros asuntos, esposa. Se apartó un poco y lo miró con escepticismo. —¿Qué cosas, marido? —Como por ejemplo, cuando vas a decirme que estamos esperando un hijo. Los ojos de Mairin se suavizaron y brillaron cálidamente a la luz de la chimenea. —¿Cómo lo supiste? Él se rió entre dientes. —Has estado durmiendo mucho más de lo habitual. Normalmente estás inconsciente en el momento en que vengo a la cama por la noche. Y no puedes retener nada de comida en el estómago. Arrugó la nariz con disgusto. —No tenía intención de que te enteraras de mis arcadas. —Deberías saber a estas alturas que no puedes esconder nada de mí, muchacha. Todo lo que te afecta, es asunto mío y preferiría escuchar de tus propios labios cuando no te estás sintiendo bien. —Me siento muy bien ahora, —susurró.


Levantó una ceja antes de capturar sus labios en un beso largo. —¿Qué tan bien? –él murmuró de nuevo. —No lo sé. Puede ser que necesite un poco de amor para hacerme sentir completamente yo misma. Él ahuecó su mejilla con ternura y frotó el pulgar en su boca. —Por supuesto, no podemos permitir que te sientas nada menos que tú misma. La fortaleza no sabría qué hacer si no estuvieras volviéndolos locos a cada momento. Ella apretó el puño y lo golpeó en el pecho. La abrazó más fuertemente contra él y la risa de ambos se filtró a través de la puerta cerrada. Al final del pasillo, Alaric cerró silenciosamente su puerta para que el sonido no invadiera su santuario. Se sentó en el borde de la cama y miró por la ventana las estrellas abajo en el horizonte. Envidiaba a su hermano. Ewan estaba profundamente embelesado con su matrimonio y con su esposa. Mairin era una mujer como ninguna otra. Había dicho la verdad cuando le señaló a su hermano que no estaba preparado para el matrimonio. Tal vez nunca lo estaría. Porque había decidido, tan pronto como vio a su hermano caer tan fuerte por su nueva novia, que nunca se conformaría con menos en su propia relación como lo que Ewan y Mairin compartían. Sólo que ahora no se le ofrecía una elección. Su clan lo necesitaba. Su hermano lo necesitaba. Y él nunca le negaría nada a Ewan.


Capítulo 32 Durante las siguientes semanas, el tiempo se hizo más cálido y Mairin pasaba tanto tiempo fuera del torreón como podía. A pesar de que no lo admitiría delante de Ewan, mantenía un ojo avizor en el horizonte, en busca de cuándo su dote sería llevada por la escolta del rey. La misiva de Ewan al rey no había tenido respuesta hasta ahora, pero Mairin mantenía la esperanza de que en cualquier momento oirían la noticia de que la dote había sido llevada a las tierras de los McCabe. Su vientre se había abultado muy ligeramente. Aún no era perceptible bajo las faldas de su vestido, pero por la noche, desnuda, debajo de Ewan, él se deleitaba en el pequeño oleaje que albergaba a su niño. No podía mantener sus manos o su boca alejada del pequeño abultamiento. Lo manoseaba y acariciaba, y luego besaba cada centímetro de su carne. Su manifiesta alegría por su embarazo produjo a Mairin una gran satisfacción. El regocijo de su clan por el anuncio calentó todo su cuerpo. Cuando Ewan se había puesto de pie durante la cena y anunció la gravidez de Mairin, la sala había estallado en aplausos. La palabra corrió a lo largo del torreón y la celebración siguió, hasta bien entrada la noche. Sí, la vida era buena. Nada podría estropear este día para Mairin. Acarició su vientre, respiró el aire perfumado, y se dirigió al patio, impaciente por obtener un vistazo del entrenamiento de su marido. Mientras descendía por la colina, miró hacia lo alto y contuvo la respiración. Su corazón palpitó furiosamente cuando vio a los jinetes distantes galopando hacia la fortaleza McCabe. Desplegada y al vuelo, sostenida por el jinete delantero, iba la bandera del rey llevando el emblema real. Su prisa era indecorosa, pero no le prestó atención. Recogió sus faldas y corrió hacia el patio. Ewan ya estaba recibiendo el mensaje de la inminente llegada del mensajero de su majestad. El aviso había corrido como un reguero de pólvora alrededor de toda la fortaleza y los miembros de su clan comenzaron a salir de cada esquina, hacinados en el patio, los escalones de la fortaleza, y la ladera con vistas al patio. El aire estaba cargado de expectación y los murmullos de excitación se desencadenaron como el fuego mientras zumbaban de una persona a otra. Mairin dio un paso atrás, su labio inferior apretado con tanta fuerza entre sus dientes que probó su propia sangre. Los hermanos de Ewan lo rodearon mientras esperaban a que los jinetes se acercaran. El jinete que iba delante pasó a medio galope a través del puente y detuvo su caballo delante de Ewan. Se deslizó de su montura y dio un saludo.


—Traigo un mensaje de Su Majestad. Le entregó un pergamino a Ewan. Mairin inspeccionó a los jinetes restantes. Había sólo una docena de soldados armados, pero no había señales de baúles o cualquier otra cosa que pueda indicar la llegada de su dote. Ewan no abrió de inmediato el pergamino. En su lugar, extendió su hospitalidad a la comitiva real. El resto desmontó y sus caballos fueron llevados a las caballerizas. Las mujeres McCabe trajeron refrescos a los hombres cuando se reunieron en la sala para descansar de su viaje. Ewan les ofreció alojamiento para pasar la noche, pero ellos se negaron, su necesidad de volver al castillo Carlisle los apremiaba. Mairin murió mil muertes mientras revoloteaba, esperando a que Ewan abriera el mensaje. Sólo cuando el emisario estuvo sentado con la bebida y la comida, Ewan también tomó asiento y desenrolló la misiva. Ella le susurró a Maddie para que buscara pluma y tinta, sabiendo que Ewan tendría que escribir una respuesta si fuera necesario, antes de que el mensajero se despidiera. A medida que sus ojos se movían de un lado a otro, su mandíbula se apretó y su expresión se volvió asesina. El pecho de Mairin se tensó por el miedo, mientras observaba la ira creciendo como una tormenta en sus ojos. Incapaz de contenerse, se precipitó hacia Ewan y tocó su hombro. —¿Ewan? ¿Pasa algo malo? —Déjame, —dijo con dureza. Al instante retrocedió ante la furia de su voz. Su mano cayó y dio un paso hacia atrás de manera apresurada. Ewan levantó la mirada hacia el resto de los allí reunidos y ladró una orden para que despejaran la sala. Mairin dio la vuelta y se fue, evitando la mirada de simpatía de Maddie mientras pasaba a su lado. Ewan leyó la misiva de nuevo, incapaz de creer lo que estaba ante sus ojos. Echó un vistazo a la firma en la parte inferior, ésta indicaba que había sido firmada por el consejero más cercano al monarca, no por el mismo rey. No estaba seguro de qué hacer con eso. Independientemente de que hubiera sido firmada por el rey o su asesor, llevaba el sello real y fue entregada por un contingente de la Guardia Real. Ewan se veía obligado a obedecer, a pesar del hecho de que las acusaciones eran ridículas y un insulto a su honor. —Ewan, ¿qué ha pasado? —exigió Alaric. El mensajero del rey miró con recelo, como Ewan empujaba su copa a un lado.


—¿Va a escribir una respuesta, Laird? El labio de Ewan se curvó y contuvo apenas su deseo de envolver sus manos alrededor del cuello del hombre. Sólo su conocimiento de que era injusto matar al emisario por las palabras de otro le impidieron dar rienda suelta a su furia. —Puede llevar mi respuesta de regreso, verbalmente. Dígale a nuestro soberano que iré. El mensajero se levantó, hizo una reverencia, llamó a sus hombres y se batió en retirada. La sala estaba vacía, salvo por Ewan y sus hermanos. Éste cerró los ojos y golpeó su puño contra la mesa con un sonoro estruendo. —¿Ewan? —El interés de Caelen era penetrante, tanto él como Alaric se inclinaron hacia adelante en su asientos. —He sido llamado a la corte, —comenzó. Todavía no podía creer el contenido de la misiva. —¿A la corte? ¿Por qué? —exigió Alaric. —Para responder a los cargos de secuestro y violación. Duncan Cameron ha llevado su demanda al rey y alegó haberse casado con Mairin, y consumado el matrimonio, y que yo la secuestré y abusé de ella profundamente. Puso una reclamación sobre la dote de Mairin que precedió a la mía, y ahora exige la devolución de su esposa y la liberación inmediata de su legado. —¿Qué? Tanto Caelen como Alaric rugieron su indignación. —Voy a presentarme en la corte, donde el rey decidirá el asunto. —¿Qué vas a hacer? —inquirió Caelen. —Estoy seguro como el infierno de que no llevaré a mi esposa a cualquier lugar donde Duncan Cameron tenga su morada. Ella permanecerá aquí bajo estricta vigilancia, mientras viajo a la corte. —¿Qué quieres que hagamos? —preguntó Alaric herméticamente. —Necesito que mantengan vigilada a Mairin. Les confío a ustedes su vida. Tomaré un contingente de mis hombres conmigo, pero la mayor parte de mi ejército se mantendrá aquí. La seguridad de ella es primordial. Es más vulnerable que nunca, ahora que lleva a mi hijo. —Pero, Ewan, estos cargos son graves. Si el rey no se pronuncia a tu favor te enfrentarás con severas sanciones. Es posible que incluso con una sentencia de muerte, puesto que Mairin es la sobrina del rey —Caelen dijo—. Necesitaras más apoyo. Si dejas la mayor parte de tu ejército aquí, te pones en una situación de desventaja.


—Tal vez sería mejor si la llevaras contigo, —sugirió Alaric tranquilamente. —¿Y exponerla a Cameron? —Ewan gruñó. Los labios de Caelen se apretaron. —Iríamos con todo el poder del clan McCabe detrás de nosotros. Puede que no seamos un ejército tan grande como el de Cameron, pero él ya ha sufrido una derrota de consecuencias catastróficas contra nosotros, y tiene que saber, a juzgar por la forma en que escondió la cola y corrió como el hijo de puta cobarde que es, que sería un suicidio desafiarnos en una pelea justa. —Es demasiado conveniente que seas convocado a distancia, Ewan, — agregó Alaric—. Eso dividiría nuestras fuerzas. Si vas con muy poca protección, podrías ser emboscado y asesinado en tu camino a la corte. Si por el contrario llevas demasiada, dejas la fortaleza vulnerable y a Mairin también. Ewan consideró las palabras de Alaric. Tanto como le dolía, su vehemencia inicial sobre tomar a Mairin lejos de cualquier lugar donde Duncan Cameron estuviera presente desapareció, sabía que lo mejor era no dejarla fuera de su vista. Si él iba, también lo haría ella, y llevaría toda la fuerza del clan McCabe con ellos. —Tienes razón. Estoy demasiado enojado para pensar correctamente, — señaló Ewan con cansancio—. Reuniré a los McDonald y los McLauren para que nos proporcionen tropas para proteger el torreón durante nuestra ausencia. Mairin necesita estar cerca de mí para que pueda velar por su protección en todo momento. No me gusta la idea de ella viajando, ahora que está encinta. —Podemos llevar un ritmo más lento y traer una litera de modo que esté cómoda, —sugirió Caelen. Ewan asintió, y entonces recordó que le había gruñido a Mairin que lo dejara, cuando le había preguntado qué estaba mal. Había estado tan furioso que había necesitado un momento para procesar las acusaciones absurdas que habían sido arrojadas contra él. —Jesús, —murmuró—. Debo encontrar a Mairin y explicarle. Por poco le arranco la cabeza antes de que ella saliera de la sala, y ahora tengo que decirle que tenemos que viajar a la corte para responder a una citación del rey. Nuestro futuro depende del capricho de nuestro monarca. Su dote. Neamh Álainn. Mi hijo. Mi esposa. Todo podría serme arrebatado en un momento. Alaric levantó una ceja e intercambió una mirada con Caelen. —¿Vas a permitir eso? Ewan atravesó a sus hermanos con toda la intensidad de la emoción bullendo en su pecho.


—No. Enviaré misivas a los McLauren, a los McDonald, y al laird Douglas al norte. Quiero que estén listos para la guerra.

Mairin paseaba por el suelo de su habitación hasta que estuvo a punto de gritar de frustración. ¿Qué contenía el mensaje del rey? Ewan se había puesto furioso. Nunca lo había visto tan enfadado, ni siquiera cuando Heath la había golpeado. Estaba tan enferma de preocupación que era la primera vez en quince días, que su estómago se rebelaba, y las náuseas subieron por su garganta. Se dejó caer en el taburete delante del fuego y agarró la copa de agua que Maddie le había llevado momentos antes. Tomó un sorbo del líquido en un esfuerzo para calmar su vientre, pero la tensión estaba anudada demasiado densa. Tan pronto como el agua bajó, su estómago se agitó, y ella se precipitó hacia el orinal, vomitando el líquido. Registró la apertura y cierre de la puerta, pero estaba demasiado implicada en su actual miseria. —Ah, cariño, lo siento. Las manos de Ewan confortaron su espalda pero su estómago siguió convulsionándose dolorosamente. Juntó el pelo en su nuca y le puso la palma sobre el vientre en un intento de calmarla. El sudor brotaba de su frente y se dejó caer en los brazos de Ewan cuando finalmente se detuvieron las horribles arcadas. Él le acarició el cabello y la sostuvo fuertemente contra sí. Presionó un beso en su sien, y ella pudo sentir la súbita tensión irradiando a través de su cuerpo. Se giró, tan preocupada que por un momento tuvo que luchar contra las ganas de vomitar de nuevo. —Ewan, ¿qué pasa? —susurró—. Estoy muy asustada. Él ahuecó su cara y se le quedó mirando, sus ojos verdes centelleando. —Lo siento, te grité en el salón. Estaba muy perturbado por el contenido de la misiva y descargué mi ira —y mi miedo— contra ti. Fue injusto. Negó con la cabeza, sin preocuparse por su anterior exabrupto. Había sido obvio que él había estado trastornado por la noticia, independientemente de la que fuera. —¿Qué decía el mensaje? —preguntó de nuevo. Ewan suspiró y se inclinó hasta que su frente tocó la de ella. —En primer lugar quiero que sepas que todo va a estar bien. Aquella declaración sólo la preocupó aún más. —Hemos sido citados a la corte. Ella frunció el ceño.


—¿Pero por qué? —Duncan Cameron lanzó una reclamación por tu dote antes de que mi petición fuera recibida por el rey. Su boca cayó abierta. —¿Con qué motivo? —Hay más, Mairin, —dijo en voz baja—. Él sostiene que ustedes estaban casados, que se acostó contigo, y que yo te secuestré y abusé profundamente de ti. Los ojos de Mairin se agrandaron con indignación. Abría y cerraba la boca mientras trataba de reunir una respuesta apropiada. —Cuando se entere de que llevas un niño, seguramente afirmará haber engendrado al bebé. Mairin apretó su vientre, de repente aterrada, cuando las implicaciones la golpearon. Ewan había sido convocado para responder ante aquellos cargos. El rey decidiría el asunto. ¿Y si decidía en contra de Ewan? La idea de que iba a ser entregada a Duncan Cameron la envió de vuelta directamente al orinal. Ewan la abrazó y murmuró palabras de amor y consuelo mientras estuvo de nuevo enferma. Cuando terminó, la recogió en sus brazos y la llevó a la cama. La envolvió en su regazo y la acunó contra su pecho mientras yacían sobre sus lados. Estaba aterrorizada. Absolutamente aterrorizada. Él le alzó la barbilla hasta que sus miradas estuvieron enlazadas. —Quiero que me escuches, Mairin. No importa lo que pase, jamás te entregaré a Duncan Cameron. ¿Me entiendes? —No puedes ir en contra del rey, Ewan, —le susurró. —Y un cuerno que no puedo. Nadie aparta a mi esposa y a mi hijo de mí. Lucharé contra Dios mismo si hace falta, y puedes estar segura Mairin, de que no voy a perder. Envolvió sus brazos alrededor de la cintura de Ewan y apoyó la cabeza en su pecho. —Ámame, Ewan. Abrázame fuerte y ámame. Rodó hasta quedar encima de ella, mirándola fijamente a los ojos. —Siempre te amaré, Mairin. Malditos sean el rey y Duncan Cameron. Nunca te dejaré ir. Le hizo el amor dulce e intensamente a la vez, prolongando su placer hasta que estuvo sin sentido, hasta que no conociera nada distinto aparte de su pasión. Hasta que creyó en las palabras que él había pronunciado tan ferozmente.


—No te dejaré ir, —juró mientras ella caía con abandono en sus brazos. Entonces encontró su propia liberación y la acunó contra su pecho, susurrando su amor por ella y su hijo.


Capítulo 33 —Tengo malas noticias, Laird, —dijo Gannon con voz sombría. No gustándole el tono de su comandante, Ewan alzó la vista, con el entrecejo fruncido, mientras Gannon se dirigía a grandes zancadas hacia él, todavía polvoriento de su viaje. —¿Has traído al padre McElroy? —exigió Ewan. El tiempo era esencial. Había enviado a Gannon a buscar al sacerdote para que pudiera dar testimonio de la ceremonia de boda realizada entre Ewan y Mairin. Sólo esperaba la llegada del clérigo antes de partir para la corte. —Está muerto, —mordió al fin Gannon. —¿Muerto? —Asesinado. Las maldiciones salieron de los labios de Ewan. —¿Cuándo? —Hace dos días. Viajaba entre la tierra de los McLauren y los McGregor hacia el sur, cuando fue atacado por ladrones. Ellos lo abandonaron a la putrefacción y fue descubierto por soldados McGregor al día siguiente. Ewan cerró los ojos. —¿Ladrones? No lo creo. Los sacerdotes no tenían nada que robar. Un ladrón no se habría molestado. Era más probable que Cameron hubiera dispuesto el asesinato del sacerdote para evitar que diera su testimonio ante el rey. La carta que sostenía Ewan era la prueba de que Mairin era la sobrina de David, y seguramente él escucharía su recuento de los hechos. Las mujeres no eran escuchadas en tales asuntos, pero Ewan no podía imaginar al rey haciendo caso omiso de la palabra de su propia sangre. —Alisten a los caballos y a los hombres, —Ewan ordenó a sus hermanos —. Iré a decirle a Mairin que nos marchamos a toda prisa. Dos horas más tarde, con la llegada de los guerreros McDonald y McLauren para fortalecer el castillo McCabe, Ewan y sus hombres se pusieron en marcha. Mairin montó delante de su esposo. Una litera era llevada en caso de que ella se cansara del caballo, pero hasta que el momento llegara, Ewan la quería lo más cerca posible de él. Los miembros del clan se reunieron para despedirlos, la preocupación estropeando cada una de sus caras. La ceremonia fue sombría y tensa, y las oraciones fueron susurradas por el regreso seguro de su Laird y su señora.


No viajaron tan reciamente como Ewan podría haber hecho en otras circunstancias. Se detuvieron para pasar la noche antes del ocaso, establecieron tiendas de campaña y construyeron varios fuegos en todo el perímetro. Ewan colocó guardias por turnos alrededor toda el área, así como fuera de la tienda de campaña que compartía con Mairin. Ella no dormía, ni tampoco comía bien. Estaba nerviosa y al borde, y cuanto más se acercaban al castillo Carlisle, más profundas se hacían las sombras que tenía debajo de sus ojos. Los hombres de Ewan estaban tan tensos y en silencio, como si estuvieran preparándose mentalmente para la guerra. Ewan no podía refutar que, efectivamente podrían ir a la guerra. No sólo contra Cameron, sino en contra de la corona. Tal acción los marcaría como parias para el resto de sus días. La vida no había sido fácil para los McCabe estos últimos ocho años, pero sólo empeoraría una vez que pusieran precio a sus cabezas. En el quinto día de su viaje, Ewan envió a Diormid por delante para anunciar su inminente llegada y también para averiguar si Cameron ya había comparecido y cuál era el estado de ánimo que se respiraba en la corte. Hicieron una pausa en su trayecto y Ewan persuadió a Mairin para que comiera mientras esperaban el retorno de Diormid. —No quiero que te preocupes, —le murmuró. Ella levantó la cabeza hasta que su mirada se encontró con la suya, sus ojos azules brillaban con amor. —Tengo fe en ti, Ewan. Ewan se volvió al oír que un jinete se acercaba. Dejó a Mairin y fue a saludar a Diormid que había regresado desde el castillo. Su rostro era un conjunto de líneas sombrías. —Tengo instrucciones del hombre del rey. Tendrá que dejar a sus hombres fuera de los muros del castillo. Usted y lady Mairin deben ser escoltados dentro y llegados a ese punto la señora será puesta bajo la protección del rey hasta que la situación se haya resuelto. Usted tendrá sus propios aposentos hasta que sean llamados a dar testimonio. —¿Y Cameron? —exigió Ewan. —También está alojado en alcobas separadas. Lady Mairin será instalada en el ala privada del rey bajo fuerte vigilancia. Ewan ni siquiera consideró ese mandato. —Ella no se apartará de mi lado. Tendrá su estancia en mis habitaciones, —se volvió hacia sus hermanos y sus tres comandantes de confianza.


—Ustedes también me acompañarán dentro de los muros del palacio. Habrá momentos en los que deba dejar a Mairin para atender a nuestro rey, y no la quiero sin protección ni por el más breve momento. —Sí, Laird. La protegeremos con nuestras vidas, —prometió Gannon. —Espero que así sea. Siguieron cabalgando hasta llegar a una hora de viaje del castillo y cuando se acercaban, se encontraron con un pequeño contingente de soldados del rey, quienes los escoltaron hasta los muros del palacio. En el lado este de las paredes, los hombres de Cameron habían establecido su alojamiento, sus tiendas tenían la insignia de éste y las banderas volaban desde lo alto de las estructuras. Ewan hizo un gesto a sus hombres para que acamparan en el lado oeste y les dio instrucciones de permanecer alerta en todo momento. Cuando sus hombres partieron, sólo Ewan y Mairin, Caelen y Alaric, y los tres comandantes a quienes Ewan había encargado la seguridad de su esposa se quedaron. Cabalgaron por el largo puente sobre el foso y a través de la entrada arqueada de piedra, que conducía al patio. La corte estaba muy concurrida en ese momento y muchos esperaron para ver como Ewan y sus hombres se detenían. Cuando el hombre de armas del rey contempló a quienes concurrían con Ewan, saludó a éste con un ceño. Ewan bajó a Mairin entregándosela a Alaric, luego desmontó y la atrajo hacia sí. —Estoy aquí para escoltar a lady Mairin a sus aposentos privados, —dijo el hombre de armas mientras se acercaba. Ewan desenvainó su espada y apuntó al hombre, quien se detuvo en seco. —Mi esposa se queda conmigo. —El rey no ha emitido su juicio sobre el asunto. —Eso no importa. Mi esposa no se apartará de mi vista. ¿Estamos entendidos? El soldado frunció el ceño. —El rey oirá acerca de esto. —Espero que lo haga. También puede decirle que mi señora esposa está encinta, y que ha viajado un largo camino para esta farsa de audición. No estoy complacido de haberla alejado de nuestro hogar en un momento en que debería estar siendo atendida. —Yo, por supuesto, entregaré su mensaje a Su Majestad, —respondió el soldado con rigidez.


Se dio la vuelta y le indicó a varias mujeres que se encontraban en el perímetro a la espera de órdenes: —Vean que al laird McCabe y a sus hombres les sean mostrados sus aposentos y que tengan refrigerios después del viaje. Ewan ayudó a Mairin a subir los sinuosos escalones hasta la sección que alojaba las cámaras reservadas para los huéspedes. Alaric, Caelen, y sus comandantes fueron enviados a una abierta habitación común con una gran variedad de jergones para dormir. Ewan y Mairin se dirigieron hacia una recámara más grande en el otro extremo del corredor. La tomó entre sus brazos y la recostó con cuidado sobre la cama. —Descansa, amor. Debemos dar lo mejor de nosotros mismos, durante nuestra estancia aquí. —¿Qué vamos a hacer, Ewan, —preguntó contra su cuello—. No tengo ningún deseo de mezclarme en la corte. No tengo ninguna gala para asistir a las cenas. No puedo fingir indiferencia cuando la sola idea de compartir una comida a la misma mesa con Duncan Cameron me pone enferma. —Debemos actuar de forma natural. Si nos escondemos, la gente dirá que tenemos algo que ocultar. Si evitamos a Duncan Cameron, las personas dirán que le temo. Le acarició la mejilla y miró a Mairin fijamente a los ojos. —Tenemos que estar en guardia y no permitir que nadie piense ni por un momento que las reclamaciones que Cameron ha lanzado son nada más que falsas. Si puedo tener pronto, una audiencia con el rey, tengo fe en que todo esto será aclarado y podremos estar de regreso en casa. —Entiendo, —dijo en voz baja. Ella se acurrucó más apretadamente en sus brazos y bostezó ampliamente. La besó en la frente y la instó a dormir. El viaje había tomado su peaje junto con el estrés y malestar. Necesitaría toda su fuerza para lo que estaba por venir.

Un golpe sonó en la puerta de la recámara, despertando a Ewan de su sueño. Mairin todavía estaba profundamente dormida, con la cara metida en su cuello. Suavemente se apartó de ella y se levantó, poniéndose su túnica. Cuando abrió la puerta, un sirviente le hizo una reverencia y extendió una placa enjoyada con un pergamino encima. Ewan tomó el documento y asintió con la cabeza al criado. Llevó la misiva dentro de la habitación y se sentó en el pequeño escritorio donde una vela medio apagada parpadeaba, proyectando sombras


sobre la pared. Desenrolló el pergamino y leyó la citación. Debía asistir a la cena en la mesa del rey en el gran salón. Echó un vistazo a Mairin, quien había sucumbido a su agotamiento. Él no quería que ella tuviera que soportar la tensión de una comida en la cual Cameron probablemente estaría presente, pero también era importante mantener una actitud ante la concurrencia de no haber hecho nada malo. Mairin era su esposa. Su amada esposa. Llevaba a su hijo. El rey y sus consejeros necesitaban ver de primera mano lo absurdo de las acusaciones contra Ewan. Con un suspiro fue a despertarla. No tenía ninguna joya para adornarla, pero su sola belleza brillaba aún más intensamente, sin estar solazada por el resplandor de las riquezas. Su vestido era una simple confección que las señoras habían cosido apresuradamente cuando se habían enterado del inminente viaje a la corte. Una criada del castillo modeló el cabello de Mairin, trenzándolo y luego recogiéndolo en una pesada trenza encima de su cabeza. La criada la habría dejado suelta, pero Mairin le cogió la mano. —Es impropio para una mujer casada mostrar su cabello en la corte, y yo estoy casada con el laird McCabe. Por favor forme el tocado alrededor de mi cabeza. Ewan sintió una oleada de orgullo por lo firme y comedida que su esposa sonaba a pesar de que sabía lo asustada que estaba. Cuando la doncella terminó, Mairin se levantó y se volvió hacia su marido. —¿Estás listo para escoltarme a la cena, Laird? —Sí, esposa. Le tomó la mano, la metió bajo su brazo, y la cubrió con la otra mano, mientras la guiaba fuera de la cámara. Sus hermanos esperaban al final del pasillo con Gannon, Cormac, y Diormid flanqueándolos. Todos ellos hacían una vista impresionante, caminando por los pasillos del castillo hacia el gran salón. En efecto, cuando llegaron al salón, la conversación se silenció cuando todo el mundo se volvió para ver la entrada de Ewan. A medida que éste escoltaba a su esposa hacia la alta mesa en el estrado, los murmullos se elevaron y corrieron de mesa en mesa. Mairin se puso rígida contra él y su barbilla sobresalió. Sus ojos se estrecharon y una profunda calma se instaló sobre sus rasgos. Como el día de su boda, cuando había entrado en la sala con todos sus aires de princesa, ella ahora caminaba junto a Ewan mientras la guiaba hasta sus asientos. Otro zumbido de murmullos surgió, esta vez más alto, y Ewan se volvió para ver a Duncan Cameron caminando a grandes zancadas hacia ellos, alivio salvaje reflejado en su rostro. Ewan escondió a Mairin detrás de él y sus


hermanos dieron un paso adelante, pero Cameron se detuvo y cayó de rodillas a los pies de Mairin. —Mi señora esposa, finalmente. Después de tantos meses, había perdido la esperanza de volver a verte otra vez. Mairin dio un paso atrás, distanciándose de Cameron y agarrando la mano de su marido con más fuerza. Ewan vio la especulación —y la compasión — que inspiró el rechazo de Mairin en la sala llena de gente. Cameron estaba jugándoselo todo en su papel de víctima, y obviamente había obtenido el apoyo de muchos, humillándose a sí mismo a los pies de ella. Cameron se levantó, el dolor grabado en las líneas de su rostro. El hombre era un consumado actor, incluso logró una palidez cenicienta, mientras se retiraba, aparentemente derrotado, para tomar su sitio al otro lado de la mesa. Ewan apenas había sentado a Mairin y a sí mismo cuando sonó la trompeta, señalando la llegada del rey. Todo el mundo se levantó y volvió su atención hacia la puerta, pero no fue el rey David, quien entró. Era un grupo de sus consejeros más cercanos, entre ellos el primo del rey, Archibald, quien había emitido la convocatoria para que Ewan compareciera. Archibald asintió pomposamente y tomó el asiento generalmente reservado para el rey. Primero miró a Duncan Cameron, y luego contempló fijamente a Ewan antes de dejar que su mirada se deslizara hacia Mairin sentada a la derecha de éste. —Confío en que su viaje no fuera demasiado exigente, lady Mairin. Acabamos de oír que está encinta. Ella se inclinó tímidamente. —Le doy las gracias por su consideración, mi señor. Mi marido ha tenido un gran cuidado de mí. —¿Dónde está el rey? —preguntó Ewan sin rodeos. A Archibald no le gustó la pregunta. Sus ojos se entrecerraron mientras lo miraba. —El rey tiene otros asuntos que atender esta noche. —Se volvió para examinar a las muchas personas sentadas en las mesas del salón—. Comamos, —anunció. Los criados alineados en la pared estallaron en actividad, llenando las copas con vino y colmando las fuentes con alimentos. El aroma era tentador y las mesas se desbordaban con derroche. —Come, —le susurró Ewan a Mairin—. Debes guardar tus fuerzas. La presencia de Ewan y de Duncan en la misma mesa provocó una tensión tan densa que el resto de los nobles sentados alrededor de ellos


permanecieron en silencio. Archibald no sufrió ningún efecto negativo y comió con grandilocuencia, haciendo un gesto para segundas y luego terceras raciones de pollo asado. Ewan estaba listo para dar por finalizada la comida, de modo que él y Mairin pudieran retirarse a su dormitorio, pero Archibald mantenía un constante flujo de charla mundana y aburrida que le provocó dolor de cabeza. Él no tenía paciencia para los juegos interpretados por los aristócratas. Todo el mundo sabía, por qué él y sus hombres estaban allí, y el aire estaba cargado con anticipación por la potencial confrontación. Las personas reunidas estaban casi frotándose las manos por tal evento. —El rey está considerando el asunto que le ha sido expuesto, —dijo Archibald finalmente, mientras se echaba hacia atrás en su silla—. Tiene la intención de convocarlos a ustedes dos para que se presenten ante él en la mañana. Entiende que este es un momento de gran tensión para lady Mairin y no es saludable para una mujer en su delicada condición. —Su nombre es lady McCabe, —lo cortó Ewan. Archibald levantó la ceja. —Sí, bueno parece ser la pregunta acuciante. Su Majestad decidirá el asunto por la mañana. —En ese caso, si me disculpa mi señor, me gustaría llevar a mi señora esposa de regreso a nuestra recámara para que pueda descansar. Archibald hizo un gesto con la mano. —Por supuesto. Sé que esto debe ser un suplicio para ella. Ewan se levantó y luego ayudó a Mairin a ponerse de pie. De nuevo se cubrió con un aire impasible y regio, el cual irradiaba de ella en oleadas. Pasó por cada mesa, con la cabeza en alto, hasta que mucha de la gente que la contemplaba apartó su mirada con incomodidad. —Lo hiciste muy bien, —murmuró Ewan—. Todo estará hecho mañana y podremos volver a casa. —Espero que tengas razón, Ewan, —dijo con ansiedad, mientras él cerraba la puerta de su cámara—. Duncan Cameron me inquieta. No es propio de él adoptar tan humilde conducta y jugar al desairado. No me gusta el asesor del rey, —dijo sin rodeos—. Plantearé el asunto ante mi tío, el rey. He oído que es un hombre justo y religioso, como lo fue mi padre. Seguramente hará un juicio ecuánime de acuerdo con la voluntad de Dios. Ewan tenía menos confianza en la piedad de los hombres y su disposición a actuar de acuerdo a las leyes de Dios, pero no dijo nada a Mairin. Quería que ella tuviera fe en que esto terminaría rápidamente y en su favor. En cambio él ya se preparaba silenciosamente para lo peor.


A la mañana siguiente, se levantó antes del alba. Se paseó por el suelo de la habitación, esperando y preocupándose. Había hablado con sus hermanos después de que Mairin se había quedado dormida la noche anterior y habían planeado cada contingencia. Llamaron a la puerta y Ewan fue rápidamente a contestar para que ella no fuera despertada. Uno de los guardias del rey se encontraba fuera de la puerta. —Su Majestad solicita la presencia de lady Mairin en sus aposentos. Enviará un guardia a buscarla dentro de una hora. Usted debe esperar sus órdenes para presentarse en el gran salón. Ewan frunció el ceño. —Estará bien cuidada, Laird. —Voy a hacerte personalmente responsable de su seguridad, —le dijo Ewan en tono amenazador. El guardia asintió y luego se marchó por el pasillo. —¿Ewan? Se volvió para ver a Mairin apoyada sobre un codo, el pelo cayéndole sobre los hombros. —¿Qué está pasando? Ewan cruzó la habitación y se sentó en el borde de la cama. Incapaz de resistirse, le pasó la mano a lo largo de su costado y luego sobre la pequeña protuberancia de su vientre. —¿Has sido capaz de sentir si nuestro hijo se mueve ya? Ella sonrió y ahuecó su mano sobre la suya. —Es apenas un aleteo, casi como un pincel diminuto sobre mi piel. Pero sí, puedo sentirlo. Ewan hizo subir su camisón hasta que la extensión de lisa piel estuvo expuesta para su vista. Se inclinó y presionó su boca en la curva de su vientre. La ondulación era firme, evidencia del niño que abrigaba dentro de su cuerpo. Estaba seguro de que nunca había visto un espectáculo más hermoso. Se sentía cautivado y fascinado por completo. Podría pasar horas disfrutando de la suave y sedosa piel pálida y de la belleza de la mujer que llevaba a su hijo. Los dedos de Mairin se enredaron en el cabello de su esposo durante mucho tiempo mientras él besaba la muesca poco profunda de su ombligo. —¿Qué te dijo el mensajero? —preguntó en voz baja. Levantó la cabeza y la miró a los ojos.


—Te convocó a la cámara del rey dentro de una hora. Estará enviando un guardia para escoltarte y luego me citará a mí al gran salón. El nerviosismo revoloteó en sus ojos y sus labios se contrajeron en una fina línea. Se tensó debajo de la mano que mantenía ahuecada sobre su vientre y él comenzó a acariciarla para poder aliviar algo de su tensión. —No creo que permita que nadie te cause cualquier daño, cariño. Tú eres su sobrina, su sangre. Sería muy mal visto, si no pudiera garantizar tu seguridad. Su gobierno está demasiado débil con la amenaza de Malcolm y sus seguidores para que él haga nada para perder aún más apoyo. Se inclinó hacia él y tomó su rostro entre sus manos, sus pulgares corriendo sobre sus pómulos. —Siempre sabes qué decir. Te amo por eso, mi poderoso guerrero. Volteó su cara hasta que su boca se deslizó sobre la palma de su mano y presionó un beso sobre la sensible piel. —Y yo te amo a ti. Recuerda eso. —Convoca a la doncella. Necesitaré ayuda si quiero estar lista para ver al rey dentro de una hora, —dijo con una mueca. Él se levantó y la ayudó a salir de la cama. —Voy a llamarla de inmediato. Se puso de pie a su lado y giró la cara de modo que pudiera mirarlo profundamente a los ojos. —Prométeme que partiremos en el momento en que este asunto se resuelva. Siento la necesidad de estar en casa con mi clan. —Tienes mi palabra.


Capítulo 34 Mairin caminaba por el pasillo, rodeada por cuatro guardias. Estaba más nerviosa a cada minuto que pasaba, ante la idea de enfrentarse cara a cara con su tío. Estaba dispuesta a abogar por el caso de Ewan y decirle todo lo que Duncan había hecho. Después de escuchar por completo lo que tenía que decir, el rey no podía fallar a favor de Cameron. El guardia llamó a la puerta y ésta fue abierta por Archibald, quien les hizo señas hacia el interior. Sonrió y tomó la mano de Mairin mientras la guiaba hasta una cómoda silla en la lujosamente decorada sala de estar. —Me temo que el rey no se siente muy bien el día hoy —dijo suavemente —. Se ha visto obligado a retirarse y transmite sus más profundas excusas por no ser capaz de hablar con usted en privado como había esperado. Yo actuaré en su nombre y rendiré mi juicio sobre el asunto ante la corona. El temor golpeó el pecho de Mairin cuando se colocó más cómodamente en la silla. Sus manos temblaban y las escondió entre los pliegues de sus faldas para no delatar su inquietud. —Espero que la dolencia de Su Majestad no sea grave, —dijo cortésmente—. Había esperado poder conocer a mi único pariente de sangre. —Eso no es del todo exacto, —Archibald dijo—. Yo soy el primo del rey, por lo que nos hace estar relacionados por la sangre. —Sí, por supuesto, —murmuró. —Tendré que pedirte que esperes aquí, prima, hasta que seas convocada al gran salón. Te proporcionaré, por supuesto, un refrigerio. No te faltará nada durante tu reclusión. Llamarla prima y luego su referencia casual a su confinamiento, hizo que los pelos en la nuca de Mairin hormiguearan. Sin embargo, la miraba con amabilidad y parecía realmente preocupado por su bienestar, así que sonrió y ofreció su agradecimiento. —Me gustaría hablarle, si me lo permite, sobre el asunto que se presenta ante usted, mi señor. Le dio una palmadita en el brazo. —No es necesario, mi querida dama. Estoy seguro de que los acontecimientos han sido lo suficientemente tratados y es mi deber llegar al fondo de los mismos, escuchando los argumentos de ambos hombres. Te aseguro que haré lo correcto. Tuvo que obligarse a no discutir. Lo último que quería era la ira del hombre que tenía su vida en sus manos.


—Ahora, si me disculpas, debo dirigirme a la gran sala y convocar a los Lairds para que den su testimonio. Yo, por supuesto, te llamaré cuando estén listos. Asintió con la cabeza y apretó las manos en su regazo. Cuando el primo del rey salió de la habitación, ofreció una oración ferviente para que la justicia prevaleciera el día de hoy y que Duncan Cameron pudiera ser consignado al infierno a donde pertenecía.

Ewan estaba fuera del gran salón con sus hermanos y los comandantes a la espera de su citación. Más alejado estaba Duncan Cameron con sus hombres, y le tomó todo su esfuerzo no lanzarse contra el hombre y matarlo en el acto. Cameron fue convocado primero, y pasó al lado de Ewan con una mirada de satisfacción petulante. No era sólo su falsedad lo que le molestaba. Era la suprema confianza, tanto en su mirada como en su talante. Era un hombre que no temía el resultado de la audiencia de hoy. Caelen puso su mano sobre el hombro de su hermano. —No importa lo que pase, estamos contigo, Ewan. Ewan asintió su apreciación, entonces murmuró en voz baja para que sólo sus hermanos pudieran oírlo. —Si las cosas van mal, quiero que abandonen la audiencia, encuentren a Mairin, y la saquen del castillo. Su seguridad es lo más importante. Independientemente de lo que tengan que hacer para mantenerla segura, háganlo. Alaric asintió con la cabeza. A continuación, Ewan fue llamado para que hiciera su aparición, entró en el salón, sus hermanos hombro con hombro detrás de él. Sabía que sus guerreros formaban un espectáculo impresionante. Su aspecto era más grande, más musculoso, y más feroz que cualquier otro guerrero entre la asistencia. Ellos avistaron el camino despejado en el medio de la sala hasta el púlpito donde Archibald se encontraba sentado en el trono de David. La sala estaba llena de gente, todos insaciablemente curiosos de cómo el rey presidiría. Murmullos emocionados saludaron a Ewan al entrar; sus hermanos y sus comandantes obtuvieron muchas miradas escrutadoras de los otros soldados presentes. En la parte delantera de la asamblea, Ewan se apostó en el lado izquierdo de la sala, Cameron estaba situado a la derecha, mientras esperaban la llegada de David.


En lugar del arribo del rey, los soldados comenzaron a llenar la habitación, recubriendo el camino hacia el estrado para que todo el mundo quedara detrás de la línea de los guerreros. Más soldados llenaron la parte frontal, alrededor de la tarima y de pie en una línea firme frente a Archibald. Ewan frunció el ceño. Era como si esperaran una batalla. Y entonces su esposa entró en la sala, flanqueada por las huestes de David. Poco a poco se abrió paso por el salón hacia el estrado donde Archibald la veía acercarse. Gesticuló para que tomara la posición a su derecha, y ella elegantemente se hundió en el asiento. Su mirada encontró la de Ewan al instante, y nadie en la habitación pudo dejar de notar el destello instantáneo de emoción que pasó como un rayo entre ellos. Archibald levantó las manos y se dirigió a la multitud reunida. —Su Majestad, el rey David, está indispuesto el día de hoy. Está enfermo y nuestras oraciones deben estar con nuestro monarca en su momento de necesidad. Él me ha pedido que presida durante la audiencia de hoy y que mi palabra sea recibida como suya. Ewan se volvió bruscamente hacia sus hermanos para ver la misma incredulidad dibujada en sus rostros, que estaba en el suyo. Esto estaba mal. Era un error. Cerró los dedos en puños y miró a Duncan, quien sólo tenía ojos para Mairin. —Laird Cameron, has presentado graves cargos contra el laird McCabe. Acércate. Escucharé todo desde el principio. Duncan caminó confiadamente hacia el estrado y se inclinó ante lord Archibald. —Mairin Stuart llegó al castillo Cameron desde la Abadía Kilkirken, donde fuimos desposados por el sacerdote que ha atendido las almas de los de mi clan durante los pasados dos años. Tengo una carta escrita por él, para el rey que da testimonio de este hecho. Los ojos de Ewan se estrecharon ante la atrocidad de que un hombre de Dios fuera cómplice de este engaño. Duncan entregó el pergamino a Archibald, quien lo desenrolló y lo leyó antes de hacerlo a un lado. —Nuestro matrimonio fue consumado—. Duncan extrajo de una alforja que colgaba de su costado la sábana manchada con la sangre de Mairin—. Ofrezco esto como prueba. Los puños de Ewan se apretaron con rabia. Sí, esa sangre, era la sangre de Mairin. Esta era la sábana que había ordenado al hombre de Cameron entregarle a su Laird, como constancia de que el matrimonio de Ewan y Mairin había sido consumado. Sábana que ahora era ofrecida por Duncan como prueba de que había yacido con Mairin.


Archibald se volvió hacia Mairin, cuyo rostro estaba tan pálido como la muerte, con la mirada fija en el lienzo. Miró a Ewan con desconcierto, y éste cerró los ojos. —¿Puede usted dar testimonio sobre el hecho de que la sangre en la sábana es suya, lady Mairin? ¿Reconoce usted, este lienzo? Sus mejillas se colorearon y miró a lord Archibald, claramente insegura en cuanto a cómo proceder. —Me gustaría tener su respuesta, —Archibald estipuló. —Sí, —dijo ella, con voz quebrada—. Esa es mi sangre, pero no es la sábana de Duncan Cameron. Es de la cama de… —Eso es todo lo que requiero, —dijo Archibald, cortando su mano en el aire para silenciar a Mairin—. Acerca de esta sábana, exijo una sola respuesta, nada más. Guarda silencio hasta que te haya dado permiso para hablar de nuevo. La furia se instaló en el pecho de Ewan, hirviendo por la forma en que Archibald se había dirigido a Mairin. Le mostró una flagrante falta de respeto, tanto como esposa de un Laird como sobrina del rey. Parecía que fuera a discutir, pero Ewan captó su mirada y rápidamente le hizo un gesto con la cabeza. No tenía ningún deseo de que fuera castigada por pronunciarse en la corte del rey. La sanción por tal causa sería alta, y más aún para una mujer, por tener la osadía de expresarse. Se mordió el labio y apartó la mirada, pero no antes de que Ewan viera la ira en sus ojos. —¿Qué sucedió después? —preguntó Archibald a Cameron. —Pocos días después de mi matrimonio con lady Mairin, ella fue secuestrada de mi castillo por hombres actuando bajo las órdenes del laird McCabe. Fue apartada de mí, y ha permanecido en sus tierras. El niño que lleva es mío. El laird McCabe no tiene ningún derecho. Nuestro matrimonio es válido. Él la ha mantenido como su prisionera y forzado a hacer su voluntad. Pido su intervención Su Majestad, para que mi señora esposa y mi hijo vuelvan a mí y su dote me sea liberada según lo solicitado en mi misiva al rey, para informarle de nuestro matrimonio en los meses pasados. Mairin jadeó ante las acusaciones derramadas de los labios de Duncan. Ewan dio un paso adelante, pero Caelen lo agarró del brazo y lo retuvo. —Primo, por favor, —rogó Mairin—. Permíteme ser escuchada. —¡Silencio! —rugió Archibald—. Si no puedes mantenerte callada, mujer, te haré desalojar de esta sala. Se volvió hacia Duncan.


—¿Cuenta con testigos que apoyen su explicación de lo que pasó? —Usted tiene la declaración del sacerdote quien nos casó. Eso precede a cualquier reclamación que el laird McCabe hace de Mairin, su dote, o sus tierras. Archibald asintió y luego giró con calma para mirar fijamente a Ewan. —¿Qué arguye ante estas demandas, laird McCabe? —Que son una total y absoluta mierda, —Ewan dijo con calma. Las cejas de Archibald se juntaron y sus mejillas enrojecieron. —Mantendrá un lenguaje civilizado en su presentación, Laird. Usted no le hablaría así al rey, por lo que tampoco se expresará en mi presencia de tal manera. —Sólo puedo decir la verdad, mi señor. El laird Cameron habla falsamente. Secuestró a Mairin Stuart de la abadía donde había tomado refugio durante los pasados diez años. Cuando se negó a casarse con él, la golpeó tanto que apenas pudo caminar durante días, y llevó las contusiones durante una quincena entera. La sala estalló en una serie de murmullos. El bullicio se elevó y se hizo más fuerte hasta que Archibald gritó pidiendo orden. —¿Qué pruebas puede ofrecer? —Archibald preguntó. —Yo vi los moretones. Vi el miedo en sus ojos cuando llegó a mis tierras, de que yo la tratara como lo hizo Cameron. Mi hermano Alaric la atendió durante el viaje que duró tres días a partir de donde la encontró, después de escapar de las garras de Cameron hasta que llegaron a la tierra de los McCabe. Él también vio las contusiones y fue testigo del dolor que la muchacha sufrió. »Nos casamos unos días después de su llegada. Ella vino pura a mi cama, y su sangre virgen fue derramada en mi sábana, esa que Cameron le ha ofrecido en este día. El niño que lleva es mío. Ella no ha conocido a ningún otro hombre. Archibald se reclinó en su asiento, con los dedos presionados juntos en forma de V mientras inspeccionaba a los dos hombres que tenía delante. —Usted ofrece una explicación muy diferente a la del laird Cameron. ¿Tiene testigos quienes puedan legitimar la veracidad de sus palabras? Los dientes de Ewan se prensaron en un gruñido. —Le he ofrecido la verdad de la misma. No necesito ningún testigo para confirmar mi reclamación. Si desea consultar a alguien, pregúntele a mi esposa. Ella le dirá exactamente lo que le he dicho. —Me gustaría hablar, mi señor. Ewan se volvió, sorprendido de ver a Diormid dando un paso al frente, su mirada centrada en lord Archibald.


—¿Y quién es usted? —exigió Archibald. —Soy Diormid. He estado bajo las órdenes del laird McCabe durante los últimos cinco años. Me encuentro entre sus hombres de confianza, y yo mismo estuve encargado de la seguridad de lady Mairin en muchas ocasiones después de su llegada a las tierras McCabe. —Muy bien, acércate y danos tu versión. Ewan se giró para mirar a Gannon, quien sacudió la cabeza ante la silenciosa pregunta de Ewan. La acción de Diormid no había sido por iniciativa de Gannon. Ewan los había instruido para no decir, ni hacer nada durante la audiencia. —No tengo ningún conocimiento de lo ocurrido antes de que lady Mairin llegara a las tierras McCabe. Sólo puedo hablar sobre los hechos que ocurrieron después. La verdad es que ella fue maltratada duramente bajo la mano de laird McCabe. Él la guarda con celo y, es cierto que ella fue infeliz la mayor parte del tiempo en su fortaleza. Fui testigo de sus lágrimas en más de una ocasión. Un grito se elevó de la multitud. Ewan vio una bruma de color rojo nublando sus ojos y sus oídos zumbaron. La sed de sangre lo golpeó duramente. Nunca había querido asesinar a otro hombre con tanta intensidad como ansiaba matar a Diormid en ese momento. Sus hermanos estaban igualmente furiosos. Gannon y Cormac se veían horrorizados por la calmada declaración de Diormid de flagrantes mentiras. —Durante el tiempo que estuvo en la tierra McCabe, fue disparada por un arquero y envenenada. Estuvo a punto de morir. También hay que señalar que el sacerdote a quien llamaron para casar al Laird con lady Mairin murió bajo circunstancias sospechosas hace menos de quince días. Ewan no pudo aguantar más. Su rugido sacudió toda la sala mientras se abalanzaba sobre Diormid. Mairin gritó su nombre. Sus hermanos se lanzaron tras él. El caos imperó, mientras los soldados del rey saltaron para separar a los dos hombres. Les llevó a siete de los guardias apartar a Ewan lejos de Diormid. —¿Cómo has podido traicionarnos así? —demandó Ewan mientras era separado de Diormid—. ¿Cómo puedes estar ante Dios y el rey y dar falso testimonio de los acontecimientos que sabes que no son ciertos? Que Dios te consigne al infierno por este pecado. Me has traicionado. Has traicionado a lady McCabe. Has vendido a tu clan. ¿Y para qué? ¿Por unas cuantas monedas de Duncan Cameron? Diormid se negó a encontrarse con la mirada fija de Ewan. Se limpió la sangre de su boca, donde éste lo había golpeado y se volvió hacia Archibald.


—Es como ya he dicho, pongo a Dios por testigo. —¡Mientes! —rugió Ewan. Duncan Cameron se movió para estar al lado de Mairin. Los ojos de ella estaban clavados en Diormid, su mirada atormentada. Con la mano cubría su boca que estaba boquiabierta por la conmoción. —Esto es preocupante, —declaró Archibald—. Usted se refrenará, laird McCabe, o tendré que enviarlo al calabozo. Cuando Duncan puso su mano sobre el hombro de Mairin, Ewan entró en erupción otra vez. —¡No te atrevas a tocarla! —Quiero proteger a mi esposa de los arrebatos de laird McCabe, —dijo Duncan a Archibald—. Permítame que la aleje de todo esto. Archibald levantó su mano. —Creo que he oído lo suficiente para dictar sentencia en la presente cuestión. Mi fallo es en favor de laird Cameron. Es libre para llevarse a su esposa y regresar a sus tierras. La dote confiada a la corona hasta que Mairin Stuart se casara será liberada a laird Cameron y llevada a sus tierras en virtud de la guardia del palacio. Un grito onduló a través del cuarto cuando Mairin saltó sobre sus pies. —¡No! Ewan estaba conmocionado. Un hombre en quien él había confiado con su propia vida, con la vida de Mairin, había traicionado a todos de la manera más cruel posible. También era evidente que Ewan nunca tuvo una oportunidad desde el principio. Archibald estaba confabulado con Duncan Cameron. Lo que no estaba claro era si el rey también estaba aliado con Cameron, o si Archibald conspiraba descaradamente contra su primo. —Mi señor, por favor, escúcheme, —suplicó Mairin—. Eso no es cierto. ¡Nada de eso es verdad! ¡Mi marido es laird McCabe! —¡Silencio, mujer! —Duncan rugió. La abofeteó en su reprimenda y ella cayó en la silla de donde acababa de levantarse—. Está angustiada y no piensa con apropiada claridad, mi señor. Por favor, perdone su impertinencia. Me ocuparé de ella más tarde. Ewan no pudo contenerse. Tan pronto como Cameron agredió a Mairin, se volvió loco. Salió disparado a través de la habitación, golpeándolo en el pecho. Los dos hombres cayeron al suelo, y una vez más, el caos reinó. Esta vez, sus hermanos no hicieron nada para detenerlo. Estaban luchando su propia batalla contra la guardia del rey. Una batalla que no podían esperar ganar. Eran enormemente superados en número, más de una docena contra uno. Sin sus espadas, estaban aún en mayor desventaja.


Ewan fue apartado a rastras de Duncan y cayó bajo el peso de cuatro soldados. Tiraron de sus brazos hacia atrás y presionaron su cara contra el suelo. Mairin voló a su lado y se arrodilló, sus manos extendidas hacia él. Las lágrimas se deslizaban libremente por sus mejillas. —¡Encarcelad a laird McCabe! —ordenó Archibald—. Y a sus hombres. Laird Cameron, tome a su esposa y salga de esta sala. Duncan se inclinó y agarró a Mairin por el cabello mientras tiraba hacia arriba. Ella luchó como un gato salvaje y Ewan rugió su furia mientras se liberaba e intentaba atacar a Cameron de nuevo. Los soldados lo agarraron, sujetándolo de vuelta cuando él se resistió y forcejeó contra ellos. Mairin estaba siendo alejada a rastras, con los ojos llenos de lágrimas, y los brazos extendidos hacia su marido. —¡Mairin! —gritó Ewan con voz ronca—. Escúchame. Resiste. ¡Tienes que sobrevivir! Aguanta. No importa qué. Soporta lo que debas, pero sobrevive para mí. Sobrevive para nuestro hijo. Vendré por ti. Lo juro por mi vida. ¡Vendré por ti! —Te amo, —dijo ella entrecortadamente—. Siempre te amaré. La empuñadura de una espada cayó sobre su cabeza. El dolor enturbió su visión y su cabeza cayó bruscamente hacia un lado. Mientras se deslizaba hacia el suelo, la negrura se cernió en torno a él, su última imagen fue la de Mairin siendo arrastrada, gritando, fuera del salón por Duncan Cameron. —Te amo, también, —susurró.


Capítulo 35 Mairin se encontró siendo empujada dentro de la cámara de Duncan Cameron por delante de él. Ladrando órdenes a los que le rodeaban cuando ella tropezó hacia la cama. En el momento en que él se acercó al lecho donde estaba tirada, se apresuró a alejarse, lista para defenderse en cualquier forma que fuera necesaria. Él se sentó en el borde, con expresión serena mientras la contemplaba. Uno de los criados puso una copa en su mano y luego Duncan los despidió con un gesto. Uno por uno, sus hombres salieron de la habitación hasta que se quedó solo con Mairin. Ella se subió sobre un codo y retrocedió para poner más espacio entre ellos. Él dio un exagerado suspiro de resignación. —Lamento lo que ocurrió entre nosotros la primera vez que nos conocimos. Me doy cuenta de que mis acciones fueron reprochables y mis habilidades para el cortejo brillaron por su ausencia. ¿Cortejo? ¿Habilidades? ¿Reprochable? Sus palabras nadaban por su mente confusa. ¿Estaba loco? —Sus acciones de ahora son reprobables, —le contestó con voz ronca—. Usted mintió. Uno de los propios hombres de Ewan engañó y traicionó a nuestro clan. Puedo asumir que bajo su instigación. —Sería beneficioso para ti que sacaras lo mejor de tu situación, —dijo Duncan. En su voz había un toque de sombría advertencia. —Por favor, —dijo, con voz entrecortada. Odiaba haber sido reducida a la mendicidad ante este hombre. Pero por Ewan, no tenía ningún orgullo. No había nada que no haría por él—. Déjeme volver con Ewan. Estoy realmente casada con él. Duncan se encogió de hombros. —No importa si estás casada con él o conmigo. Eso es intrascendente, siempre y cuando reciba tu dote y el control de Neamh Álainn, —transfirió la copa a la mano más cercana a Mairin y la extendió en su dirección—. Ahora aquí, bebe esto, querida. Así se resolverá nuestro problema inmediato. Lamento que vaya a causarte dolor, pero espero que no dure demasiado tiempo. Se quedó mirando fijamente la copa que se cernía cerca de sus labios. La olió y retrocedió ante el acre olor. —¿Qué es eso? ¿Por qué me causará dolor? ¿Creía que era tonta? Él le dirigió una dulce sonrisa que envió un frío estremecimiento por su columna.


—Es necesario librar tu cuerpo de la criatura que llevas. No te preocupes, te daré plazo suficiente para sanar antes de hacerte demandas. Sin embargo, no quiero esperar demasiado tiempo. Es importante que lleves a mi hijo tan pronto como sea posible. El terror golpeó su estómago. Las náuseas se elevaron, ondeando por su pecho hasta atragantarla y tuvo que alejarse. Sepultó la cara en la almohada. —Lo siento, —dijo en tono apagado—. No estuvo bien de mi parte, pero me encuentro enferma en los momentos más inusuales, desde que me di cuenta de la criatura que llevo. —Es como son las cosas, —ofreció Duncan generosamente—. Cuando lleves a mi hijo, no levantarás un dedo. Estarás muy bien servida. Hasta el parto. Las palabras no fueron dichas pero flotaban pesadas en el aire. Sí, ella no tenía ninguna duda de que sería tratada como una reina hasta el día en que diera a luz al heredero de Neamh Álainn. Él tenía la intención de matar a su hijo. El hijo de Ewan. Y sustituirlo por su propia semilla. El sólo pensamiento la hizo tener arcadas de nuevo, e inhaló fuertemente por la nariz para evitar vomitar por toda la cama. —Vamos, es mejor hacerlo de una vez. Tómatelo de un trago. Llamaré al sanador del palacio para ayudarte con la peor parte. Él dijo que esto puede ser muy doloroso. Estaba tan tranquilo al respecto. ¿Cómo podía hablar de cometer un crimen con una tierna sonrisa? El hombre era un monstruo. Un demonio del infierno. —¿Por qué perder un tiempo valioso? —dijo sofocada. Trataba desesperadamente de hacerse con un plan, algo, cualquier cosa para persuadirlo del asesinato. Él frunció el ceño. —¿Qué quieres decir? —Usted trata de deshacerse de la criatura que llevo en mi vientre cuando ya estoy casi a la mitad de mi embarazo. La pérdida de un bebé en esta avanzada etapa puede provocar que una mujer quede estéril. No hay ninguna garantía de que quedaré embarazada inmediatamente o no lo haga en absoluto. Usted ya ha reivindicado ante todos que el niño que llevo es suyo. Si no importa con quien estoy casada, ¿por qué debería importar de quien es el bebé que llevo? Siempre y cuando dé a luz un niño, el control de Neamh Álainn será suyo. ¿Por qué habría de esperar y arriesgarse a que no pueda quedar embarazada otra vez? Su ceño se profundizó, como si no hubiera considerado tal posibilidad.


—Quiero que mi hijo viva, —dijo en voz baja—. Independientemente de a quién llame padre. Haría cualquier cosa para protegerlo. A este respecto usted lleva ventaja, Laird. Duncan se levantó y caminó nerviosamente frente a la cama. Se detenía de vez en cuando y la miraba como si tratara de determinar la verdad de sus palabras. —A menudo se dice que el amor de una madre no conoce límites. Muy bien, Mairin Stuart. Estoy de acuerdo con tus términos. Perdonaré la vida de tu hijo, pero a partir de hoy eres mía. No lucharás contra mí cuando quiera hacer uso de tu cuerpo. Nunca pronunciarás una sola palabra para contradecir la explicación que le he dado a lord Archibald. ¿Estamos entendidos? Que Dios me perdone. —Estoy de acuerdo, —se atragantó ella. —Entonces prepárate para partir del castillo. Saldremos dentro de una hora para volver a las tierras Cameron.

—¡Ewan! ¡Ewan! Despierta por el amor de Dios. Se vio sacudido violentamente mientras tomaba conciencia de su entorno. Entreabrió un ojo y miró a su alrededor sólo para verse envuelto por la oscuridad. —¿Caelen? —dijo con voz áspera. —Gracias a Dios. El alivio en la voz de su hermano era asombroso. —Mairin. La palabra envió astillas de aflicción a través de su cabeza y pecho. La bilis subió por su garganta al saber que en estos momentos su esposa estaba con su torturador. —Mairin, —dijo de nuevo—. ¿Dónde está ella? El silencio se hizo opresivo. Oyó la respiración de sus hermanos en la oscuridad, y supo que temían el relato que debían hacer. —Lo siento, Ewan. Duncan se marchó hace horas, llevándose a Mairin con él, —dijo Alaric con voz sombría. Ewan se sentó, el dolor desgarrando su cabeza. Sus hermanos lo cogieron por los hombros y lo recostaron nuevamente cuando estuvo a punto de caerse. —¿Dónde estamos? —requirió. —En los calabozos del rey, —dijo Caelen, la furia mezclada con cada palabra—. Archibald, ese pequeño bastardo nos arrojó a todos nosotros aquí después de que sus soldados te golpearan en la cabeza.


—¿Cormac y Gannon? —Aquí, Laird, —contestó Gannon. Hielo llenó las venas de Ewan cuando todo vino de nuevo a él con celeridad. —Diormid. ¿Dónde está ahora? —No estoy seguro, Laird, pero se ha ido de aquí. Sabe que cualquiera de nosotros lo mataría apenas verlo. Es posible que se haya ido con Cameron, ya que parece que estaba trabajando para él desde el principio. —Los atentados contra mi vida. La flecha. El veneno. Debe haber sido él. Tenía órdenes de Duncan para matarme. Cuando eso no funcionó, hizo su denuncia ante el rey. —Sospecho que ya había puesto la acusación en marcha incluso antes de que Diormid atentara contra tu vida —dijo Alaric —. Tenía todos los ángulos cubiertos desde el principio. —La pregunta es, si David está involucrado en esto junto con Archibald, o si éste actúa solo con Cameron, —reflexionó Caelen. Ewan puso sus manos en el suelo áspero de la mazmorra y se impulsó para sentarse. —Archibald dijo que David estaba indispuesto y los rumores en el castillo confirmaron que el rey está muy enfermo. No me sorprendería si él estuviera detrás de eso también. —¿Estás bien, Ewan, —le preguntó Alaric—. ¿Te duele demasiado la cabeza? Tocándose un lado de la sien, sintió el calor de la sangre, pero ésta era espesa y ya no fluía libremente. —Estaré bien. Lo más importante es que Mairin no permanezca bajo el poder de Cameron ni un minuto más de lo necesario. —He enviado un mensaje a nuestros hombres, —expresó Caelen —. Tengo la esperanza de que pronto escucharemos algo de ellos. Ewan miró alrededor de la oscura mazmorra. —¿Cómo enviaste un mensaje a los nuestros? —Yo podría haber amenazado a uno de los guardias que nos arrojó a la celda, —admitió Caelen—. Le dije que si no informaba a nuestros soldados de nuestro destino lo ensartaría en mi espada, lo castraría, y alimentaría a los buitres con sus testículos. Alaric se rió entre dientes. —El hombre no podía alejarse de nosotros lo suficientemente rápido para llevar el mensaje de Caelen a nuestros soldados.


—¿Cuánto tiempo hemos estado aquí? —Ewan preguntó mientras se frotaba más de la sangre del lado de su cabeza. Caelen suspiró. —Varias horas. Uno de los guardias, quien obviamente siente que es mejor mantenerme en mi lado bueno, me informó de la marcha de Cameron hace unas horas atrás. —Hijo de puta, —juró Ewan—. No puedo creer que ese bastardo haya permitido que Mairin cayera en manos de Cameron. Todo esto fue una argucia desde el principio. Archibald nunca tuvo la intención de presentar este asunto ante David, y él malditamente seguro nunca tuvo el propósito de escuchar a Mairin ni a mí. El testimonio de Diormid sólo le dio el influjo de la opinión pública para que, cuando ofreciera su sentencia, no hubiera un contragolpe de parte de los otros Lairds, quienes podrían haber pensado que intervino injustamente. —Lo siento, señor, —dijo Cormac, la devastación se sentía en cada palabra—. Debería haberlo visto. Yo pasaba cada día en compañía de Diormid. Luché con él. Comía con él. Entrenamos juntos. Éramos como hermanos. Nunca habría imaginado que nos traicionaría. —No es tu falta, apenas tanto como la mía o la de cualquiera, —Ewan dijo con tristeza—. Yo mismo le confié la seguridad de Mairin muchas veces. Se pasó la mano por la cara con cansancio y trató de apartar el recuerdo de las manos de Cameron sobre Mairin fuera de su mente. Él no podía imaginar a Cameron haciéndole daño porque eso lo conduciría a la locura. El único modo de sobrevivir a esto era sofocarlo. Aplacar sus emociones. Apagar las imágenes que parpadeaban a través de su mente con precisión tortuosa. —Duncan esperará un ataque a gran escala sobre su propiedad, —señaló Caelen—. Él entiende que Archibald no puede detenernos en el calabozo del rey para siempre, y también sabe que irás por Mairin. Lo sabe y estará esperándote, por lo que se hallará preparado. —No puedo arriesgar la seguridad Mairin atacando su castillo con la fuerza de todo mi ejército. Si ella no estuviera confinada allí, yo le daría la lucha que él espera y no me importaría un carajo lo que pretendiera. Pulularía sobre sus tierras como la peste y diezmaría todo a nuestro paso. Pero no correré el riesgo de que Mairin quede atrapada en la batalla. Y si Duncan llegara a pensar que todo está perdido, la mataría por resentimiento. —Sí, —estuvo de acuerdo Alaric—. ¿Entonces qué vamos hacer? —Entraremos a hurtadillas en su castillo y sacaremos a Mairin de allí. Caelen dejó escapar un profundo suspiro, el cual resonó fuerte en la quietud de la celda del calabozo.


—Haces que parezca como una misión de simple asalto, Ewan. Cameron se esperará un truco como ese. —Tendremos éxito. No tenemos otra opción. Caelen, Alaric, Gannon, y Cormac expresaron su acuerdo. Se hizo el silencio una vez más mientras esperaban. Una hora más tarde, un ruido fuera de la celda los hizo moverse. Caelen saltó a sus pies y cargó hacia los barrotes de hierro cuando un guardia se acercó por el pasadizo, antorcha en mano. —Deben darse prisa, —susurró el guardia en una voz urgente—. Sus hombres han proporcionado una distracción. Síganme. Les llevaré a la entrada norte. Alaric ayudó a Ewan a ponerse de pie y salieron apresuradamente de la celda hacia la escalera de piedra que daba al primer nivel del castillo. El guardia corrió por el pasadizo, cruzando la gran sala, y más allá de las cocinas. Salieron del palacio a través de la estrecha puerta donde los desperdicios eran desechados y se acercaron a un pequeño portón de madera esculpido en el imponente muro de piedra que sobresalía hacia arriba. El guardia sacó una llave y abrió apresuradamente un candado grande de metal. —Adelante, —exhortó. Los hombres salieron por la puerta, pero Ewan hizo una pausa al final. —Tienes mi agradecimiento, —le dijo al guardia—. Tienes que velar por tu rey. Archibald conspira contra él. He oído rumores de que el rey no está bien. Examina su comida y bebida. El guardia asintió. —Vaya con Dios, laird McCabe. Oraré por el regreso seguro de su señora esposa. Ewan sorteó la entrada y siguió a sus hombres en la noche. Corrieron a través del terreno, en dirección al distante amparo del bosque.


Capítulo 36 Ewan emitió un suave gorjeo, el sonido hizo eco en la tranquilidad de la noche. A lo lejos, un llamado en respuesta se escuchó y Ewan se arrastró sigilosamente hacia adelante, sus hermanos le seguían de cerca. Habían esperado cuatro días por la luna nueva, después de haberles tomado tres días para llegar a las tierras de Cameron y examinar cuidadosamente la disposición del castillo. Ewan no podía esperar un solo momento más. No había habido ninguna señal de Mairin en varios largos días, mientras observaban y esperaban. Duncan la mantenía bajo estricta vigilancia. Después de señalar hacia la cámara en la que Mairin muy probablemente estaba alojada, Ewan y sus hombres rodearon la fortaleza. Junto con sus hermanos, se deslizó en el interior de la ladera de piedra, pasando por los guardias dormidos hacia la torre que se alzaba encima de su cabeza. Ahora en la oscuridad, Ewan arrojó una cuerda con gancho hacia la pared. Le tomó cinco intentos antes de fijarla al alféizar. Tiró de la soga para asegurarse de que lo sostendría, y comenzó una rápida escalada por la pared hacia la ventana.

Mairin estaba en su ventana con la cabeza inclinada, mientras la vergüenza de sus circunstancias caía sobre sus hombros. Un pacto con el diablo. La vida de su hijo por la suya. La supervivencia de su hijo por su vida con Ewan. No se arrepentía de la decisión que había tomado, pero lloraba por todo lo que había perdido. Por todo lo que jamás tendría. La tensión de la semana pasada había sido demasiada para soportar. Estaba al final de su capacidad. Tenía miedo de comer, no fuera a ser que Duncan cambiara de opinión y faltara a su palabra. Temía a cada momento, que hubiera puesto una poción en su bebida o alimento que causara la pérdida de su hijo. Vivía en constante temor de tener que entregarse al hombre que ahora la llamaba esposa. Se tambaleó con cansancio y se volvió en dirección a la cama. No podía continuar de esta manera. No era bueno para su hijo, y sin embargo, no tenía elección. Las lágrimas brillaron en sus mejillas mientras daba paso al dolor abrumador que brotaba desde lo más recóndito de su alma. ¿Cómo podría vivir de ahora en adelante, cuando había conocido un amor tan profundo que le


dolía en el recuerdo? ¿Cómo podría alguna vez acostarse voluntariamente con otro hombre después de conocer el toque de Ewan? Finalmente, en su cansancio, se arrastró bajo las mantas y hundió la cabeza en la almohada para que nadie oyera sus sollozos. No tenía ni idea del paso del tiempo. Cuando sintió una mano deslizándose sobre su brazo hacia su hombro, se estremeció y dio la vuelta, dispuesta a defenderse del ataque de Duncan. —Shh, muchacha, soy yo, Ewan, —susurró. Se quedó mirando a su marido en la oscuridad, incapaz de creer que él estuviera aquí, en su recámara. Él tocó su mejilla húmeda y le secó el rastro de lágrimas. Su voz sonaba torturada y las palabras parecían arrancadas de su alma. —Ah, Mairin, ¿qué te ha hecho? —¿Ewan? —Sí, muchacha, soy yo. Ella se levantó y echó los brazos alrededor de su cuello, aferrándose a él como si le fuera la vida en ello. Si estaba soñando, no quería volver a despertar. Quería existir en este mundo de ensueño donde los brazos de Ewan estaban firmemente a su alrededor y podía oler su fuerte fragancia masculina. La aplastó contra él, su mano acariciándole la cabeza, agitando y haciendo un lío de su ya rebelde cabello. —Ewan, —se atragantó—. Oh Dios, Ewan. Ewan. Sus labios encontraron los de ella, y la besó desesperadamente, como si fuera el último beso que jamás compartirían. Mientras sus labios estaban enredados, las lágrimas se deslizaban sobre sus lenguas. Ella lo aspiró, el último aliento que quería tomar. Vivía para este momento, tratando de alcanzar todo lo que había perdido, todo lo que más quería. —Shh, no llores, muchacha. Me rompes el corazón. No tenemos mucho tiempo. Tengo que sacarte de este lugar. Sus palabras penetraron la intensa pena que la rodeaba. Lo miró fijamente, con miedo de creer que era real, que estaba allí y no era un invento de sus más anheladas fantasías. La recogió de la cama y la cargó hasta la ventana. Se asomó y ella se aferró a sus hombros, mientras miraba hacia abajo la distancia vertiginosa entre su alféizar y el suelo. —Escúchame, cariño, —dijo él con voz suave. Le rozó los labios sobre la sien y la abrazó con fuerza contra su pecho. —Vamos a bajar por una cuerda desde tu ventana. Levantó la cabeza, alarmada.


—¡Ewan, yo no puedo! El bebé. Estoy demasiado grande y torpe. Él le tomó la barbilla y pasó los dedos por su mejilla, mientras la miraba fijamente. —Estaré contigo a cada paso del camino. Voy a bajarte primero. Alaric y Caelen esperan por nosotros abajo. Si te caes, van a atraparte. Necesito que confíes en mí. Ella extendió la mano para tocar su cara, su amor y su fe elevándose desde su alma. —Podría volar si me lo pidieses. La besó con fuerza y luego la bajó al suelo. Sin perder tiempo aseguró la cuerda alrededor de su pie, de modo que le quedara como un estribo. Entonces, colocó la soga desde éste hacia sus manos, enlazándola alrededor de sus muñecas y palmas, para que ella se agarrara con fuerza. El otro extremo lo ató a su propia cintura y tomó posición justo dentro de la ventana. —Súbete al alféizar, cariño. Con mucho cuidado, pon tus pies contra la pared del castillo y mantenlos allí, para que no te raspes contra las piedras mientras te bajo. Trata de mantenerte erguida. Era una locura lo que le estaba pidiendo hacer, y sin embargo se subió a la cornisa, sujetándose a sus hombros como si le fuera la vida en ello. Él agarró la cuerda a escasos centímetros de sus manos y se apuntaló a sí mismo, cuando Mairin comenzó a trepar. Poco a poco ella bajó su pie hasta rozarlo contra la pared de piedra. —Eso es, muchacha. Ve despacio y con cuidado. Te tengo. No te dejaré caer. Deslizarse sobre el alféizar fue lo más difícil que jamás había hecho. Y luego simplemente se dejó ir. Cayó en espiral hacia abajo, golpeando sus pies contra la pared mientras trataba de recobrar su equilibrio. Echó la cabeza hacia atrás y vio a Ewan luchando con todas sus fuerzas para frenar su descenso. La cuerda tenía que quemar sus manos, y sin embargo, seguía aferrado a ella. Trabó ambas extremidades contra la pared y agarró la soga con todas sus fuerzas. A mitad de camino finalmente logró controlar su descenso al bajar por la pared con sus pies. Cuando por fin se acercó abajo, Alaric y Caelen extendieron sus manos y agarraron su cintura. La deslizaron al suelo y rápidamente desataron la cuerda para que Ewan pudiera tirarla de regreso hacia arriba. —¿Cómo bajará? —susurró ella con urgencia. Ellos la ignoraron y se quedaron mirando hacia lo alto, esperando por Ewan. Varios largos minutos más tarde, vio su oscura figura descendiendo por la cuerda, mano sobre mano, con los pies contra la pared como ella había hecho.


Cuando alcanzó una distancia segura, se dejó caer el resto del camino, aterrizando con un golpe suave a su lado. Cogió sus manos y, como sospechaba, estaban desgarradas y en carne viva. Su garganta se hinchó y le besó cada palma, sosteniéndolas con reverencia entre las suyas. —Vamos, —siseó Alaric—. Gannon está esperando con los caballos. Se agacharon y corrieron hacia la ladera de piedra a lo lejos. Alaric arrojó otra soga y el gancho golpeó el borde de piedra en la cima con un tintineo. Sin perder tiempo, trepó por la pared y se colocó en la parte superior, con la mano extendida hacia Mairin. Ewan la izó sobre lo alto de su cabeza y la impulsó para que pudiera alcanzar la mano de Alaric. Sus dedos resbalaron varias veces, antes de que Alaric finalmente la capturara y deslizara sus dedos hasta agarrar su muñeca. Ewan empujó hacia arriba y su hermano tiró de ella con una fuerza increíble. —Agárrate a la saliente e impúlsate hacia mí, —siseó Alaric. Mientras la balanceaba, ella se propulsó hacia la parte superior de la pared y rodó hasta estar cabeza a cabeza con él. —Escúchame, —le dijo—. Siéntate a horcajadas sobre el muro. Tan silenciosamente como puedas, desplázate hacia atrás hasta hacerle suficiente sitio a Caelen para que pueda escalar. Él bajará y entonces te dejarás caer. Yo me quedaré para ayudar a Ewan. Sus manos están demasiado dañadas para subir por otra cuerda. Con cierta vacilación, ella balanceó una pierna para poder sentarse a horcajadas sobre el muro y rápidamente se empujó hacia atrás hasta que hubo suficiente espacio para que Caelen trepara por la pared. Momentos más tarde, él osciló sobre la cima y a continuación, se dejó caer hacia el otro lado. —Toma mi mano y te bajaré por el borde. Presta atención a Caelen y, cuando te lo diga déjate ir. Él te cogerá, —la instruyó. Tragando de nuevo su miedo, se aferró a la mano de Alaric y se deslizó por el borde. Se dejó caer, sus pies raspando el lado del muro para frenar su impulso. Alaric cogió su muñeca y casi logra desarticular su brazo. —Suéltate, —llamó Caelen—. Te tengo, Mairin. Cerró los ojos, se apartó de la pared de una patada, y soltó la mano de Alaric. No debería haberse preocupado. Caelen ni siquiera se tambaleó bajo su peso cuando la atrapó contra su pecho. Aun así, le echó los brazos alrededor de su cuello, abrazándolo con gratitud feroz por no permitir que cayera. Él suavemente apartó sus brazos lejos de su cuello y la dejó sobre sus pies. Sus rodillas se doblaron y ella se aferró a su mano para no caerse.


—Estás bien ahora, —dijo Caelen en voz baja y tranquilizadora. La sujetó a su lado para sostenerla mientras esperaban a que Ewan y Alaric descendieran. Ewan bajó primero y Mairin se arrojó en sus brazos. Lo abrazó con tanta fuerza que probablemente no podría respirar, pero no le importaba. Estaba en sus brazos. Él la estaba alejando de Duncan Cameron. —Vengan, —instó Alaric cuando cayó al suelo—. Gannon está esperando con los caballos. Corrieron bajo la protección de los árboles. Justo a la entrada del bosque, Gannon estaba con sus caballos y Ewan la urgió hacia su montura. Alaric y Caelen se balancearon sobre sus sillas de montar. Cormac y Gannon ya estaban montados en sus caballos. Ewan se subió a su silla con un movimiento rápido y luego simplemente se agachó, cogió a Mairin del suelo, y la instaló enfrente de él. Apoyó la cabeza sobre el pecho de Ewan y deslizó su brazo alrededor de su cintura. Las lágrimas caían libremente, pero no hizo nada para distraerlo de su concentración. Si Cameron descubría que se había ido, los perseguiría con la fuerza de todo su ejército, y Ewan se vería refrenado por llevarla con él. Sólo cuando estuvieron a kilómetros de distancia alzó su cara, para mirar a su marido. —¿Ewan? Él dejó caer un beso en la parte superior de su cabeza. —Ahora no, cariño. Ya hablaremos cuando toquemos tierras McCabe. No nos detendremos hasta llegar a nuestra frontera. Duerme ahora. Tenía en la punta de su lengua la pregunta de cómo pensaba que iba a dormir, pero antes de que hubieran recorrido otra milla, su agotamiento la alcanzó. Después de tantas noches sin descanso, por temor a lo que Duncan podría hacer, ahora estaba a salvo en los brazos de su marido. Apoyó la cabeza sobre su amplio pecho y permitió que el movimiento constante del caballo la arrullara hacia el sueño. Ewan cabalgaba con una mano sosteniendo las riendas, y la otra envuelta firmemente alrededor de su esposa. Impuso un ritmo agotador que sus hombres estaban más que dispuestos a mantener. No podrían detenerse para dormir o comer hasta que llegaran a su frontera.


Capítulo 37 Fiel a su palabra, Ewan no se detuvo más que unos pocos minutos hasta que estuvieron justo fuera de la frontera de las tierras McCabe. Se abrieron paso entre las noches, el ritmo que estableció fue inhumano. Mairin cabalgó con él, y cuando no estaba durmiendo, Ewan la alimentaba del saco de arpillera atado a su silla de montar. Sus hombres tenían un aspecto gris por el cansancio pero nadie manifestó ni una sola queja. El viaje fue inquietantemente silencioso, ni Caelen ofreció conversación, y Alaric tampoco. Estaban demasiado enfocados asegurándose de no ser perseguidos. —Ewan, tengo necesidad de parar, —le susurró. —¿Puedes esperar unas pocas millas más? —le preguntó—. Estaremos en tierra McCabe pronto. Ella hizo un mohín. —Me temo que no. El niño que llevo hace que sea difícil contenerme. Su sonrisa fue fugaz mientras llamaba a un alto. La bajó cuidadosamente de la silla, y prácticamente cayó desplomada. Gannon estaba allí para cogerla, y casi lloró de gratitud cuando él le ofreció una reconfortante sonrisa. Para completa estupefacción de Gannon, echó los brazos alrededor de él y lo abrazó con fuerza. Sus manos subieron y él balbuceó mientras intentaba preguntarle sobre lo que estaba haciendo. —Gracias, —susurró. Se apartó y le sonrió. —¿Por qué, mi señora? —le preguntó confundido. —Por venir por mí. Se volvió entonces y fue en busca de un área privada para hacer sus necesidades. Ewan sonrió y miró cómo su esposa se escondía detrás de un árbol a lo lejos. Había sorprendido a Gannon con su gratitud. Si él tuviera que adivinar, todos sus hombres serían los destinatarios de su afecto antes de que esto hubiera acabado. Un momento después, Mairin volvió y Ewan absorbió la visión de la disposición de la mano protectora sobre su pequeño y redondo vientre. Le asombró lo aliviado que se sentía de tenerla en su casa, o casi. Había empujado a sus hombres fuertemente, temeroso de que Duncan los persiguiera y que Mairin quedara atrapada en medio de la batalla. Necesitaba que estuviera segura. Quería que estuviera lejos del inevitable derramamiento de sangre entre él y Cameron. Los días del bastardo estaban contados, y no importaba que para ello tuviera que desafiar al mismo rey, él vengaría a su esposa.


Mientras se inclinaba para levantar a Mairin hacia la silla, se dio cuenta de que ya no buscaba venganza por el agravio hecho a su padre y a su clan. Reclamaba venganza para una hermosa muchacha, la cual tenía más dolor en sus azules ojos de lo que él nunca hubiera querido ver en su vida. —Ya casi estamos en casa, —le susurró al oído. Ella se volvió y lo miró con tristeza y súplica en sus ojos. —Tan pronto como crucemos las tierras McCabe, ¿puedes enviar a tus hombres por delante? Tengo que hablar contigo, Ewan. Es importante que lo haga antes de llegar al torreón. Una vez que lleguemos al patio, seremos lanzados de un lado al otro. Tenemos que resolver esto. Debemos hacerlo. Tocó su cara y trató de suavizar las líneas de preocupación de su frente. ¿Qué demonios la tenía tan afligida? El terror se apoderó de su corazón ante la profundidad de la tristeza en su mirada. Él oró por tener la fortaleza para soportar el relato de todo aquello. —Sí, muchacha, hablaremos. Una hora más tarde, detuvo su caballo y luego hizo señas a los demás para que siguieran adelante. Caelen y Alaric se acercaron en sus monturas y se detuvieron junto a Ewan y Mairin. Alaric frunció el ceño. —No me gusta dejarte solo, Ewan. —Estamos lo suficientemente lejos en nuestra tierra ahora. Necesito un poco de tiempo a solas con mi esposa. Estaremos con ustedes pronto. Sigan adelante y anuncien que la llevaré a casa sana y salva. De mala gana, Alaric y Caelen cabalgaron por delante. Su ritmo se aceleró cuando empezaron a bajar por la montaña hacia el último tramo al hogar. Pronto, los otros siguieron su ejemplo, espoleando a sus cabalgaduras al galope y luego a una carrera. Las exclamaciones llenaron el aire. Gritos y clamores de triunfo llenaron los oídos de Ewan, y no pudo evitar sonreír. Pero cuando miró a Mairin, sus ojos estaban entristecidos y llenos de dolor. Su corazón dio un vuelco y cerró sus parpados mientras se preparaba para hablar de todo lo que Duncan le había hecho. Una parte de él no quería saberlo. Quería olvidarlo —quería que ella lo olvidara—, para que pudieran ponerlo firmemente en el pasado. Pero también sabía que Mairin necesitaba decirlo, para poder librar su sistema del veneno que Cameron le había infligido. Se bajó de su caballo y luego extendió la mano para deslizarla suavemente desde la silla de montar. La llevó a un parche de espesa hierba calentada por el sol. Se sentó en el suelo y la situó con firmeza entre sus brazos.


Apenas podía dar crédito de que estaban en sus tierras y ella estuviera de regreso en su regazo. La semana pasada había sido una prueba de resistencia para él. En su punto más bajo, se preguntó si alguna vez la vería de nuevo. No quería que su fe fuera puesta a prueba jamás de tal manera de nuevo. —Hice una cosa terrible, —se atragantó ella. Ewan se echó hacia atrás, sorprendido, su frente surcada por la confusión. —¿De qué estás hablando? —Estuve de acuerdo. Que Dios me ayude, estuve de acuerdo en pactar con ese demonio, a fin de mantener a nuestro hijo a salvo. Fui desleal a ti, Ewan, porque juré que mentiría y apoyaría la reclamación de Duncan a cambio de la vida de nuestro niño. Ewan se tragó su propio dolor ante la desesperación de su voz. —Shh, —le susurró—. Nunca creeré ni por un momento que fuiste desleal a mí. El dolor llenó los ojos de Mairin. —Quería hacerme abortar a nuestro hijo. Él iba a obligarme a beber un brebaje. Habría dicho y hecho cualquier cosa para salvar a nuestro bebé. Lo convencí de que si yo abortara, por lo avanzado de mi estado, había una posibilidad de que no podría tener otro hijo. Lo convencí de que lo lógico era continuar con la creencia de que era su hijo, mientras diera a luz un bebé, él controlaría Neamh Álainn, independientemente de quién fuera el niño. Estuvo de acuerdo, pero incluso entonces tuve miedo de comer o dormir porque me preocupaba de que se retractara de su palabra y se deshiciera de nuestro bebé. Ewan la tomó en sus brazos y la meció una y otra vez, sus ojos cerrados ante el terror que ella había vivido. No era de extrañar que estuviera tan delgada. No había comido por miedo a perder al niño. Su hijo. —Tu agudeza me asombra, muchacha. Haber pensado en una solución tan rápidamente. Me siento humillado por tu valentía y audacia. Ningún niño podría tener una madre más feroz. Nuestro hijo o hija será bendecido sin medida. Lo miró fijamente, la esperanza iluminando sus ojos por primera vez. —¿No estás enojado? —¿Cómo podría estar enojado con una mujer que sacrificaría todo para salvar a mi niño de cualquier daño? —Oh, Ewan, —susurró. Y entonces sus ojos se nublaron de nuevo y ella apartó la mirada. Le alzó la barbilla con un tierno ademán. —¿Qué es?


—Acepté ser su esposa. Consentí en que jamás lo rechazaría, —cerró los ojos mientras las lágrimas resbalaban en senderos plateados por sus mejillas. Durante un momento Ewan no respiró. No podía imaginar semejante sacrificio. Su pecho dolía cuando finalmente llevó aire a sus pulmones. Pero si ella podía encontrar el valor para decirle todo, él encontraría el coraje para oírlo. —Dímelo, cariño. ¿Acaso...? ¿Te hizo daño? Las palabras se derramaron dolorosamente de sus labios. Su garganta amenazó con cerrarse al imaginarse lo que debía haber sufrido. —Yo... yo vomité sobre él la primera vez que lo intentó. Le eché la culpa a mi embarazo, pero juro por Dios que la idea de acostarme con Cameron me puso enferma. Después parecía tener miedo de que repitiera mi ofensa, así que permaneció lejos de mí. El alivio de Ewan fue tan grande que lo hizo sentirse mareado. La tomó en sus brazos y la aferró a él, absorbiendo la sensación de tenerla a su alcance después de estar tantos días sin ella. Y luego se rió entre dientes, la imagen de los vómitos por todas partes sobre Cameron lo divertía en extremo. Mairin lo miró, sus ojos brillando tan intensamente que se perdió en esos profundos estanques. La luz se atenuó por un momento y ella frunció el ceño. —Ewan, ¿y la dote? ¿La hemos perdido para siempre? Ewan suspiró. —Fue concedida a Duncan. No tengo ninguna duda de que la recibirá, estés viviendo con él o no. Archibald, y posiblemente el mismo rey, están en connivencia con Cameron. Las lágrimas llenaron sus ojos y ella bajó la cabeza. —Todo por lo que te casaste conmigo no llegará a cumplirse. Nuestro clan necesita comida y ropa. Nuestros soldados necesitan suministros. Tenemos necesidad de reparaciones. ¿Cómo vamos a sobrevivir, Ewan? Le agarró la cara entre sus manos y la miró a los ojos. —Tú eres todo para mí, Mairin. Puedo estar sin alimentos. El torreón puede desmoronarse. Pero no puedo vivir sin ti. Lo lograremos. Siempre lo hemos hecho. De alguna manera lo llevaremos a cabo. Pero yo no puedo vivir mi vida sin ti. No me importa si la dote nunca nos es ofrecida. Aunque jamás reclamemos Neamh Álainn. Mientras te tenga a ti, muchacha. Siempre y cuando te tenga a ti. Mairin se lanzó a su alrededor y lo abrazó hasta que no pudiera respirar. Su cuerpo temblaba mientras las lágrimas se deslizaban por su cuello. Sin embargo, él no la reprendió por ello, porque por Dios, que él quería llorar también.


—Te amo, Ewan. Gracias a Dios que viniste por mí. Presionó su frente contra la de ella mientras sus labios bailaban cada vez más cerca el uno del otro. —Lucharía contra los fuegos del infierno para traerte a casa, muchacha. Ahora vamos a montar. Nuestro hijo extraña a su madre y nuestro clan echa de menos a su señora.

El clan entero estaba reunido en el patio cuando Ewan cabalgó a través del puente, con Mairin sostenida firmemente delante de él en la silla. Su cabeza descansaba sobre su pecho y su pelo caía por la espalda, los extremos alzándose por la ligera brisa. Los miembros de todo su clan se volcaron hacia delante, su necesidad de ver que su señora estaba bien, era evidente en cada uno de sus rostros. Ewan se detuvo y retiró la manta que protegía Mairin de la vista. El patio estalló en un coro de ovaciones. Se enderezó en su abrazo y sonrió a su clan. Las lágrimas brillaron en sus ojos y les ofreció una señal tranquilizadora. —¡Mamá! ¡Mamá! Crispen salió disparado de entre multitud y corrió directamente hacia el caballo de Ewan. Éste miró a su hijo y le sonrió. —Quédate ahí, muchacho. Ayudaré a tu madre a bajar. Las sonrisas de Crispen y Mairin iluminaron todo el patio. Algo dentro de Ewan se estremeció y estrujó hasta que su pecho dolía. Era el amor. Alaric y Caelen se adelantaron y Ewan les entregó a su esposa, mientras desmontaba. Como había esperado, ella lanzó sus brazos, primero alrededor de Alaric y lo apretó hasta que él riendo, rogó por misericordia. Luego lo dejó ir, y se volvió hacia Caelen, quien ya tenía las manos en alto para protegerse de ella. Sin hacerle ningún caso, se lanzó hacia él, y su hermano no tuvo más remedio que atraparla, para que no cayera. Lo abrazó con fuerza, balbuceando su agradecimiento todo el tiempo. —Tú, mujer tonta, —refunfuño Caelen—. ¿De verdad pensaste que te dejaríamos con aquel cerdo? —pellizcó su barbilla y ella le sonrió, antes de abrazarlo de nuevo. Caelen gruñó y le dio la vuelta en dirección a su marido. Ewan estuvo más que satisfecho de recogerla en sus brazos y oscilarla a su alrededor. —¡Bájala, papá! Quiero abrazar a mamá.


Riéndose, Ewan la dejó en el suelo y Crispen inmediatamente lanzó sus brazos alrededor de su cintura. Entre lágrimas, Mairin lo estrechó contra sí y procedió a besar cada centímetro de su pelo. Alaric y Caelen la miraban con indulgencia, pero Ewan podía ver en sus ojos el evidente cariño que sentían por su esposa. Los había conquistado a todos ellos. A Ewan. Sus hermanos. Sus hombres. Su clan. Levantó la mano para acallar el escándalo en torno a ellos. —Hoy es un día realmente glorioso, —dijo al clan reunido—. Nuestra señora nos ha sido devuelta al fin. Hizo sacrificios increíbles para mantener a nuestro hijo a salvo y el legado McCabe con vida. Le preocupaba que la pérdida de su dote, de alguna manera opacara el entusiasmo por su regreso, cuando en realidad ella es nuestro mayor tesoro. Se volvió entonces hacia Mairin y lentamente cayó sobre una rodilla delante de ella. —Tú eres mi mayor tesoro, —susurró. A su alrededor, sus hombres también se hincaron sobre una rodilla, sus espadas desenvainadas y señalando en su dirección. Alaric y Caelen dieron un paso adelante. Ewan vio la pregunta en sus ojos. Luego ambos cayeron de rodillas delante de ella. Fue demasiado para el corazón tierno de su esposa. Lloró tan ruidosamente como un recién nacido. A nadie pareció importarle. Sonrisas brillaban en los rostros de sus postrados hombres. —Oh, Ewan, —exclamó, mientras se lanzaba hacia él. No tuvo más remedio que atraparla, aun así, aterrizaron en el suelo en una maraña de brazos y piernas. Se cernió sobre él salpicando su rostro y cuello con besos. Lloraba con tanta fuerza que sus labios resbalaron dos veces de su cara hacia sus orejas. —Te amo, —gimoteó—. Nunca soñé que encontraría a un hombre como tú. Ewan la cogió en sus brazos y la miró amorosamente a los ojos. —Es bien sabido que fuiste un regalo de Dios para este clan, muchacha. Y para mí. Especialmente para mí, —susurró. Una aclamación contundente casi lo ensordeció. Mairin se llevó las manos a los oídos, pero su sonrisa bastaba para iluminar la más oscura noche de invierno. Sin importarle quién lo viera o a qué conclusión llegaran, se puso de pie, la balanceó en sus brazos, y se dirigió hacia los escalones del torreón. —Ewan, ¿qué estás haciendo? —le reclamó.


La silenció con un beso, mientras caminaba hacia el interior de la sala. —Calla, mujer. No me cuestiones. Tengo una necesidad apremiante de experimentar la indecencia de mi esposa.


Capítulo 38 Mairin miraba con nostalgia el terreno montañoso, la tierra rebosante de verde, y aspiró el aire dulcemente perfumado del verano. Se moría de ganas por salir del torreón, aunque sólo fuera para dar un paseo por el patio, pero Ewan le había prohibido expresamente dejar la seguridad de sus paredes, y él ya tenía suficientes preocupaciones sin su adición a los mismos. El clan McCabe se preparaba para la guerra. No era un clamor hacia el exterior, sino más bien un tranquilo alistamiento de los hombres y sus armas. Ellos se habían resignado a su destino como enemigos de la corona y de Duncan Cameron. Mairin se apartó de la ventana y bajó las escaleras hasta el salón, donde encontró a Gannon y a Cormac almorzando con sus soldados. Agitó la mano para que siguieran comiendo. —Sólo voy a la cocina a ver a Gertie, —dijo mientras caminaba—. No voy a aventurarme más lejos que eso. Gannon asintió con la cabeza, pero mantuvo un ojo en su avance. —Quédese donde pueda verla, mi señora. Sonrió y se acercó a la puerta, pero se quedó donde Gannon pudiera verla desde donde estaba sentado. Sólo que Gertie no estaba atendiendo el fuego como era su costumbre. Mairin olfateó el aire. No había pan siendo horneado tampoco, lo cual era inusual dado que Gertie siempre tenía una hornada de pan, de día o de noche. Mairin se preguntaba a menudo cuando la mujer tomaba un descanso. Tal vez había entrado en la despensa. Sí, eso era probable, y de ser así, volvería en un instante. Gertie no dejaría el fuego desatendido por más de unos pocos segundos. Pero cuando Gertie no regresó, Mairin frunció el ceño. Un ruido que sonaba como un gemido procedente de la alacena, la impulsó a actuar. Corrió a través de la cocina y entró en la pequeña habitación, su mirada buscándola. Allí, acurrucada en el suelo yacía la anciana, sangre corría por su sien. Mairin se apresuró a arrodillarse junto a la mujer. Luego se volvió, dispuesta a pedir ayuda a Gannon, cuando una mano le cubrió la boca y un brazo la levantó bruscamente del suelo contra un cuerpo duro. —Ni un sonido, mi señora. Se las arregló para liberar su boca. —¿Diormid?


—Silencio, —rumió. Su conmoción desapareció dando paso a una violenta rabia. —¿Te atreves a presentarte en tierra McCabe? No vivirás para ver otro amanecer. Mi marido te matará. —Usted es mi paso a la libertad, —gruñó junto a su oreja. La sensación inconfundible de una lámina cortando su vestido a la altura de su vientre envió un escalofrío por la columna de Mairin. Él sostenía el cuchillo tan cerca que apenas podía moverse por miedo a ser herida. Diormid tensó su agarre sobre ella y presionó la punta de la hoja contra su ahora desnudo vientre. —Escuche bien. Si hace algo estúpido, rebanaré su vientre y verteré al bebé en el suelo. Si no cumplo con llevarla de vuelta a Cameron, moriré. Y si soy atrapado en la tierra McCabe, moriré también. No tengo nada que perder lady McCabe, y le aseguro que si llama la atención sobre nosotros, la mataré a usted y a su criatura antes de morir. Por alguna razón sus palabras la enfurecieron en vez de que el temor golpeara su corazón. Estaba harta del interminable miedo en que todos ellos vivían. Estaba cansada de ver la preocupación en los ojos de Ewan. Él no dormía bien. No comía bien. Todo porque temía las consecuencias de las decisiones que había tomado como Laird. Tocó la daga atada a su cinturón. Caelen se la había regalado a su regreso a la fortaleza. Su idea era, que no había ninguna razón para que una chica no fuera capaz de defenderse a sí misma si la situación se presentaba. Reconoció en este momento, que estaba totalmente de acuerdo. Con cuidado de no alterar a Diormid de cualquier manera, asintió su conformidad. —Por supuesto que haré lo que quieras. No tengo ningún deseo de que dañes a mi hijo. —Saldremos por la parte trasera, donde la ladera se hunde. Mi caballo espera bajo los árboles. Si alguien la ve, debe gritar que Gertie necesita de la sanadora. Mairin asintió. La mano de Diormid se cerró alrededor de su nuca, mientras su otra mano aún empuñaba la cuchilla contra su vientre. Tan pronto como sintió el metal abandonar su carne, se dio la vuelta, con su daga en mano. Sorprendido, Diormid balanceó su cuchillo, cortándola en la parte superior del brazo. Pero apenas registró el dolor, tan concentrada estaba en su tarea. Ella estrelló su rodilla directamente entre sus piernas, al mismo tiempo que hundía la daga profundamente en su vientre. Él se tambaleó hacia atrás y


luego cayó con fuerza, sus manos fueron a su entrepierna. Lloraba mucho más lastimeramente de lo que Heath había hecho cuando Ewan le dio el mismo tratamiento. Queriendo asegurarse de que estaba incapacitado, agarró una de las ollas pesadas del suelo y lo golpeó en la cabeza. Quedó inmediatamente inmóvil, tendido en el suelo, los brazos y las piernas abiertas de par en par. Sólo la empuñadura de su daga brillaba contra su abdomen. Ninguna parte de la hoja era visible. Estaba enterrada demasiado profunda en su carne. Satisfecha de que él no iría a ninguna parte por el momento, se volvió y huyó, gritando por Gannon mientras lo hacía. Cuando entró en la cocina, corrió a toda velocidad hacia Gannon y rebotó. Se habría caído si él no la hubiera agarrado por los brazos para estabilizarla. Entonces vio su vestido rasgado, y su expresión se volvió tempestuosa. —¿Qué sucede, mi señora? ¿Qué ha pasado? Antes de que pudiera responder, la empujó detrás de él y sacó su espada. —Hay algo que debo mostrarte, —le dijo con urgencia—. Bien, es decir, te necesito para montar guardia mientras voy a buscar Ewan. Sin esperar su respuesta, corrió alrededor de él y tiró de su mano, impulsándolo hacia la despensa. Señaló a Diormid tendido en el suelo. —Tengo que buscar a Ewan. ¿Puedes asegurarte de que no se mueva hasta que yo vuelva? El rostro de Gannon se ensombreció con furia mientras miraba al hombre en quien había confiado y llamado su hermano de armas. Luego miró a Mairin con asombro. —Mi señora, ¿qué ha hecho con él? Ante su pregunta, los acontecimientos de los últimos momentos la alcanzaron duro y rápido. Se instaló en su interior la comprensión en cuanto a lo cerca que ella y su bebé habían estado de ser lastimados. Sus manos comenzaron a temblar y su estómago se rebeló. Se volvió y vomitó violentamente. Se dobló, abrazándose mientras jadeaba en el suelo. Las lágrimas quemaban sus ojos mientras inhalaba regularmente, en un intento por calmar su agitado estómago. —Mi señora, ¿está herida? ¿Qué ha pasado? —preguntó Gannon preocupado. Se enderezó y puso su mano sobre el brazo de Gannon para mantener el equilibrio. —¿Tengo tu palabra, Gannon? ¿Te asegurarás de que no se mueva hasta que vuelva con Ewan?


—Ya estoy aquí, muchacha. Toda la fortaleza oyó tus gritos, —la voz de Ewan sonó detrás de ella. Se volvió en su dirección, para verlo a él y a sus hermanos posicionados en la puerta e inmediatamente se arrepintió de su acción. Las náuseas se elevaron hasta su garganta y se inclinó una vez más. Fue Caelen quien pasó un brazo a su alrededor, y la abrazó mientras los espasmos se apoderaban de ella. Ewan estaba demasiado ocupado observando la escena que tenía delante. —¿Qué demonios ha pasado? —rugió—. ¿Cómo logró entrar en nuestra despensa? —Se volvió hacia Gannon—. ¿Tienes alguna explicación para esto? —No, señor, no la tengo. —Gertie, —se atragantó Mairin—. Ewan, ella está herida. Ewan hizo señas a Gannon para que viera a Gertie, quien aún yacía en el suelo a poca distancia. Gannon la levantó en sus brazos y la sacó del almacén. Ya estaba volviendo en sí y protestando en voz alta que ella podía caminar por sus propios medios. Ewan se volvió hacia Mairin, quien temblaba como una hoja contra el costado de Caelen. —Dime lo que pasó, muchacha. —Él cortó mi vestido, —dijo, mientras sostenía la tela destrozada de sus faldas—. Amenazó con desgarrar al bebé de mi vientre si yo no cooperaba. Alaric la miraba asombrado. —Si él puso un cuchillo en tu vientre, ¿cómo en el nombre de Dios terminó inconsciente en el suelo con tu puñal en su panza? —Seguí el ejemplo de Ewan, —explicó remilgadamente. Ewan alzó una ceja e intercambió una mirada con Caelen. —Esto lo tengo que escuchar, —murmuró Caelen. —Le di un rodillazo... ahí abajo. Y bueno, clavé mi daga en su vientre al mismo tiempo. Cuando cayó, quise asegurarme de que no se escaparía, así que lo golpeé en la cabeza con una olla. Alaric se estremeció. —No creo que vaya a ir a ninguna parte, muchacha. Ella se encogió de hombros. —La verdad es que quería matarlo. ¡Él amenazó a mi hijo! Caelen rió entre dientes. —No creo que Crispen o tus otros hijos tengan que preocuparse alguna vez por ser lastimados, hermano. Tu mujer asumirá por sí sola, cualquier amenaza a tus descendientes. Ewan atrajo a Mairin contra su costado y le besó la parte superior de la cabeza.


—¿Estás bien, cariño? —No me hizo daño. Le apartó la mano de su brazo y frunció el ceño cuando vio la sangre en él. —Entonces, ¿qué es esto? —exigió. Se encogió de hombros, recordando ahora que Diormid la había cortado durante el forcejeo. —No es nada más que un rasguño, Laird. Lo lavare después. —¿Qué debemos hacer con Diormid, señor? Cormac preguntó desde la entrada. La expresión de Ewan se ensombreció, pero luego miró a su mujer, probablemente recordando su aversión de tener a Heath asesinado por su infracción. —Creo que debería alimentar a una manada de lobos salvajes, — murmuró Mairin—. Tal vez dejarlo atado entre dos árboles y desangrándose para atraer a los depredadores. Ewan y sus hermanos la miraron boquiabiertos de asombro. —O podríamos simplemente arrastrarlo detrás de un caballo durante algunos kilómetros, —analizó esperanzada. Caelen estaba muerto de risa. —Muchacha sanguinaria. ¡Me encanta! Ella es feroz, Ewan. Me gusta mucho tu esposa. —No me sorprende, —refunfuñó Ewan. Miró a Mairin con exasperación. —Yo iba a sugerir matarlo y acabar de una vez, ya que no sobrevivirá a tu daga en su vientre de todos modos. —Es una muerte demasiado rápida, —dijo con un resoplido—. Creo que debería sufrir. Ewan frunció el ceño y ella accedió con un suspiro. —Oh, muy bien. Mátalo rápidamente. Pero él no debe ser sepultado en tierra McCabe. Puedes alimentar a los buitres con su cadáver, ¿no? Ewan negó con la cabeza y se echó a reír ante su tono esperanzado. La tomó en sus brazos y la apretó hasta que ella no podía respirar. —Sí, muchacha, podemos alimentar a los depredadores con su cuerpo. ¿Te hará sentir mejor imaginar sus ojos siendo arrancados de sus órbitas? Su estómago se revolvió ante la imagen y se llevó una mano a la boca para contener las ganas de vomitar de nuevo. Luego miró a su marido. —¡Lo has hecho a propósito! Él sonrió y se volvió hacia sus hermanos.


—Encárguense de su cuerpo. Me llevo a mi esposa de regreso a la sala. Mairin dejó que Ewan la guiara fuera, pero luego se detuvo y se volvió para exclamar. —Querré mi daga de regreso, Caelen.


Capítulo 39 —¡Laird! Laird! ¡El rey se acerca! Ewan soltó la mano de Mairin y se apresuró a la sala donde Owain gritaba llamándolo. El joven, obviamente había corrido todo el camino, pues estaba sin aliento, mientras frenéticamente buscaba a su señor en el hall. Cuando vio a Ewan, corrió, repitiendo su anuncio una y otra vez. —¡Para! —dijo éste apretando los dientes—. Cuéntame todo. ¿Qué tan lejos está el rey? ¿Acaso cabalga con su ejército? Antes de que Owain pudiera responder, otro de los soldados de Ewan corrió dentro de la sala. —¡Laird! ¡McDonald cabalga a través de nuestras puertas! Ewan avanzó hacia el patio, Mairin pisándole los talones. Llegó a los escalones, a la vez que el laird McDonald desmontaba de su caballo. Más allá de las puertas de la fortaleza, lo que parecía ser todo el ejército de éste se extendía a lo largo del terreno. —Ewan —lo llamó McDonald—. Mis hombres trajeron noticias de que la guardia del rey se aproxima. Apenas un momento después de este pronunciamiento, el ejército McDonald se separó para permitir que laird McLauren pasara sobre el puente, hacia el patio. A lo lejos, el regimiento McLauren se congregó en la parte posterior de los hombres de McDonald. —Ewan, —McLauren saludó mientras se acercaba a los dos Lairds—. He venido tan pronto como lo he oído. Ewan miró a los dos hombres con sorpresa. La visión de tantos soldados a caballo era una vista impresionante, extendiéndose hasta perderse de vista. —¿Se dan cuenta que por sus acciones, están rebelándose activamente contra la corona? Serán señalados como proscritos, —dijo Ewan. El laird McLaren frunció el ceño. —Está mal lo que hizo, Ewan. Si él toma a la mujer de un hombre, ¿qué sigue? ¿Sus tierras? Yo estoy de tu lado, al igual que mis hombres. El laird McDonald asintió con la cabeza. Ewan agarró el antebrazo de laird McLauren y luego se volvió para hacer lo mismo con McDonald. Entonces lanzó su puño al aire y dio un grito de guerra que fue recogido por sus hombres y se extendió a los McDonald y los McLauren. Pronto las colinas circundantes a la fortaleza hicieron eco con el sonido de la inminente batalla. Se volvió hacia Mairin y tomó sus manos entre las suyas.


–Quiero que tomes a Crispen y permanezcan detrás de los muros de la fortaleza. No salgan hasta que los mande a llamar. Prométemelo. Ella asintió con sutileza, los ojos muy abiertos por la aprensión. Se inclinó y la besó. —No tengas miedo, Mairin. Prevaleceremos el día de hoy. Ahora ve a ocuparte de ese corte en tu brazo. Ella tocó su cara. —Sé que lo haremos. Se volvió y llamó a Crispen. Luego emitió una orden tajante para que todas las mujeres de la fortaleza se retiraran detrás de los muros. —Saludaremos a nuestro rey en la frontera de mis tierras, —declaró Ewan. Ordenó a sus hombres que montaran sus caballos y cabalgaron hacia allí, los McDonald y los McLauren detrás de ellos. Sentía una gran aflicción, pero estaba resuelto en su posición en contra de la corona. La vida que se estaba forjando a sí mismo, a Mairin y a sus hijos no sería fácil. Sus nombres siempre estarían asociados con deshonor. Un héroe para algunos, un proscrito para la mayoría. Si mantener a la mujer que amaba a su lado era motivo de deshonra, estaba dispuesto a llevar ese manto por el resto de sus días. Cuando llegaron a su frontera, Ewan se sorprendió de ver al rey montado sobre su caballo con una escolta de sólo media docena de hombres. Esperaba más allá del límite, sin hacer ningún esfuerzo para cruzar hacia las tierras McCabe. —¿Es esto un truco? —murmuró McLauren junto a Ewan—. ¿Dónde está el resto de sus hombres? Es un suicidio venir sin su ejército. —Permanezcan aquí, —dijo Ewan con gravedad. Les hizo señas a sus hermanos, a Gannon y a Cormac, y cabalgó hasta que estuvo justo delante del rey, pero todavía dentro de sus tierras. El rey parecía cansado, como si aún sufriera los efectos de su enfermedad. Su cara estaba pálida y demacrada, sus hombros hundidos precariamente. —Su Majestad, —reconoció Ewan—. ¿Por qué ha venido a mis fronteras? —He venido para corregir un error. Y darte las gracias. De todas las cosas que Ewan pensó que su rey podría decir, esa no era una de ellas. Ladeó su cabeza, pero no dijo nada, esperando a su vez que el monarca se explicara.


—Vienes no sólo con el poder de tu ejército, sino con los de los clanes McDonald y McLauren, —dijo el rey—. Dime, laird McCabe, ¿habrías luchado el día de hoy contra mí, si yo hubiera venido con una declaración de guerra? —Sí, —respondió Ewan sin dudarlo. La diversión brilló en los ojos del rey. —Al hacerlo, te estarías marcando a ti mismo como un marginado por el resto de tus días. —Sólo si pierdo, —dijo Ewan, arrastrando las palabras—. Y no tengo intención de perder. El rey se movió en su silla de montar. —Me gustaría conocer a mi sobrina, laird McCabe. Ewan dirigió una mirada al rey David, sin inmutarse por el brusco cambio de tema. —No permitiré que Mairin se aleje de mis muros. El rey asintió con la cabeza. —Razón por la cual, espero que me invites al interior. Tenemos mucho que discutir, y como ya he señalado, tengo mucho que agradecerte. —Podría ser un truco, —murmuró Alaric. —Entrará solo, —dijo Ewan—. Sus hombres se quedarán fuera de los muros. El rey arqueó una ceja. —¿Me estás pidiendo que tenga tanta confianza en un hombre que ha admitido que no tiene ningún problema con matarme? —Si lo único que quisiera fuera matarlo, ya estaría muerto, —dijo Ewan con calma. David lo observó un momento más y luego asintió lentamente. —Muy bien, entonces. Cabalgaré contigo hacia la fortaleza. Mis hombres me escoltarán hasta tu puerta. Ewan se volvió y dio a sus hombres la señal de aguardar. Luego indicó a David que lo siguiera. Los hermanos de Ewan flanqueaban al rey mientras cabalgaban hacia el torreón. Fiel a su palabra, David indicó a sus hombres que se detuvieran al llegar al puente a través del lago. Los guerreros McDonald y McLauren se quedaron atrás mientras que los hombres de Ewan cabalgaron por el puente detrás de su Laird. Se apearon, David se deslizó de su caballo y osciló, tambaleándose sobre sus pies. Ewan frunció el ceño pero no hizo nada para avergonzar a su rey ofreciéndole ayuda en frente de sus hombres.


—¿Laird, debo enviar a buscar a lady McCabe? —Cormac susurró. Ewan negó con la cabeza. —No, y de hecho, quiero que vayas con tu señora y te asegures de que permanece en su habitación hasta que yo la llame. Protégela bien, Cormac, hasta saber todo lo que ocurre aquí. Cormac asintió y se alejó rápidamente. Los hombres entraron en la sala y Ewan pidió cerveza y refresco. Se sentaron a la mesa principal y David estuvo en silencio mientras bebía su cerveza. Después de un momento miró a Ewan por encima del borde de su copa y se mordió los labios, en cierta medida, pensativo. —Necesito hombres de tu calaña, Ewan. Tenías toda la razón para despreciarme y sin embargo, advertiste al guardia sobre tus sospechas, de que estaba siendo debilitado por hombres en quien confiaba. Fue gracias a esa advertencia que estoy vivo y delante de ti hoy. Archibald, en efecto, conspiraba contra mí junto con Cameron. Mi primo lentamente me envenenó durante un largo tiempo, de modo que pareciera que hubiera enfermado y muerto de causas naturales. El rey bajó su copa y suspiró. —Quiero pedir disculpas por los daños causados a ti y en especial a tu señora esposa. Me gustaría conocer a mi sobrina con tu bendición. Ewan miró a su rey por un largo momento, pero sólo vio sinceridad reflejada en los ojos del anciano. Luego se volvió hacia Caelen. —Ve y escolta a Mairin hasta la sala para que pueda reunirse con su tío.

Mairin aferró el brazo de Caelen cuando llegaron a las escaleras. Había instruido a Crispen para que se quedara en su habitación con Maddie, pero en este momento daría cualquier cosa por tener a alguien más a quien agarrarse. Caelen se detuvo en lo alto de los escalones y luego sacó su daga de la pequeña funda de cuero que había creado para adjuntar a su cinturón. —Pensé que te podría gustar tener esto de nuevo, —dijo con diversión. Cogió la daga y la ató a su cinto. —Gracias, Caelen. Es muy amable de tu parte. Él sonrió y le apretó el brazo para tranquilizarla. —Levanta la barbilla. Una muchacha tan feroz como tú no se inclina ante nadie.


Bajaron las escaleras y doblaron la esquina hacia el salón. Al otro lado de la habitación, Ewan y el rey se levantaron de sus asientos en reconocimiento a su presencia. Las rodillas de Mairin entrechocaban con terror abyecto. No la clase de terror de que temiera que el rey pudiera hacerle daño. No, Ewan estaba de pie justo al lado del monarca, y él nunca permitiría que tal cosa sucediera. Ante todo, esta era su familia. Su carne y sangre. Su tío. Y él era el rey de Escocia. Caelen se detuvo justo delante del rey y aflojó su agarre sobre el brazo de Mairin, dando un paso atrás para permitirle su momento con su tío. Recordando que debía mostrar respeto por el rey, sin importar lo que Caelen pensara que ella no debía inclinarse ante nadie, se apresuró a hundirse en una amplia reverencia y rezó por no caer a sus pies. Esperó por su permiso para levantarse, pero para su sorpresa, él se arrodilló frente a ella y le tomó las manos entre las suyas. La atrajo a sus pies, y se asombró aún más al ver un brillo luminoso de humedad en sus ojos. Ojos que le recordaban a los suyos propios. Se veía demacrado. Pálido y agotado como si hubiera librado una larga batalla contra la enfermedad y no había hecho más que empezar su recuperación. Líneas grabadas profundamente en su frente, y arrugas estropeaban las comisuras de sus ojos. Él mantuvo un firme apretón sobre sus manos mientras las mantenía en el espacio entre las suyas. —Si alguna vez tuve alguna duda, no la tengo ahora, —dijo con voz ronca—. Tienes el aspecto de mi madre, que Dios tenga en su gloria. —¿Lo tengo? —susurró Mairin. —Sí, ella era una mujer hermosa, de espíritu bondadoso, y dedicada a aquellos que la necesitaban. Mairin tragó, abrumada por la enormidad de este momento. Después de tanto tiempo en la clandestinidad, de vivir con miedo, al fin era reconocida abiertamente por la sangre de su padre. Su marido se acercó a su lado y envolvió un brazo alrededor de su cintura. El rey a regañadientes soltó sus manos y dirigió una mirada hacia Ewan. —Hiciste algo bueno, Ewan. El pensamiento de la muchacha en manos de Duncan Cameron... —se aclaró la garganta—. Trabajaré para corregir los agravios infligidos contra ti y tu esposa. Daré la bendición pública a su unión y tendré su dote inmediatamente transportada bajo fuerte custodia desde Neamh Álainn.


Mairin quedó sin aliento. —Pensé que había perdido mi dote ante Duncan Cameron. El rey negó con la cabeza. —Archibald concedió la dote a Duncan, pero no sabía dónde estaba guardada. Únicamente yo tengo ese conocimiento, ya que sólo a mí me fue confiada la herencia legada por Alexander al primogénito de su hija. Ha estado bajo llave en Neamh Álainn desde que mi hermano hizo su testamento muchos años atrás. —Oh, eso es maravilloso, Ewan, —exclamó mientras casi bailaba en brazos de él. Se volvió hacia su tío, preocupada por su palidez y debilidad aparente. —Nos haría un gran honor si permaneciera aquí hasta que su salud se restablezca. Los ojos del rey se ensancharon con sorpresa y miró a Ewan por su confirmación. Éste se encogió de hombros. —Hace mucho tiempo determiné la temeridad de negarle nada a mi esposa. Además, ella tiene el derecho de hacerlo. Hasta que esté a plena capacidad, la amenaza sigue siendo fuerte para usted. Se necesitará tiempo para descubrir a los que colaboraban con Archibald. Nos sentiríamos honrados si pasara algún tiempo con nosotros. David sonrió ampliamente. —Entonces, estaría encantado de aceptar su hospitalidad. Al final, David se quedó durante una quincena, hasta que la dote de Mairin fue entregada. Su marido y el rey, después de un comienzo cauteloso, realmente consiguieron llevarse estupendamente. Cazaban la mayoría de las tardes, salían con los hermanos de Ewan y regresaban para beber cerveza en la sala y discutir acerca de quién traía la mayor matanza. La salud de David mejoró rápidamente con la cocina de Gertie y la persistencia de Mairin para que descansara. Cuando salió con el contingente de soldados para entregar su dote, ella estaba en realidad muy triste de verlo partir. Esa noche, en la intimidad de su habitación, Ewan le hizo el amor dulcemente, más tarde ella se rió al recordarse diciéndole al Laird que no estaba calificado en el arte de amar. —¿Qué te divierte, mujer? Es un pecado reírse justamente después de que un hombre se ha satisfecho en el amor. Le sonrió y se acurrucó en sus brazos. Como siempre, la acunó junto a él, protectoramente, rodeando su crecido vientre.


—Estaba recordando ciertas evaluaciones inexactas que hice acerca de tu destreza. —Demonios que sí, te equivocaste, —gruñó. Ella se rió de nuevo y luego suspiró con satisfacción. —Es un día maravilloso, Ewan. Nuestro clan se ha salvado. Podemos alimentarlos, vestir a nuestros hijos, y suministrar a nuestros hombres las armas y armaduras que tan desesperadamente necesitan. —Sí, cariño, es un día maravilloso. Luego se volvió y la besó hasta que ella no podía respirar. La miró con tanta ternura en sus ojos que su corazón se agitó en su pecho. —Casi tan maravilloso como el día en que pisaste por primera vez la tierra McCabe.

Fin.

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Seduciendo a una muchacha de las Highlands. Alaric McCabe miraba hacia la extensión de tierra McCabe y lidiaba con la indecisión que lo azotaba. Respiró el aire frío y miró hacia el cielo. No nevaría el día de hoy. Pero pronto. El otoño había caído sobre las highlands. El aire era más frío y los días se habían vuelto más cortos. Después de tantos años de lucha para ganarse la vida, para reconstruir su clan, su hermano Ewan había hecho grandes progresos en el restablecimiento de los McCabe a su antigua gloria. Este invierno, su gente no pasaría hambre. Sus hijos no serían privados de la ropa adecuada. Ahora era el momento de que Alaric hiciera su parte por su gente. En poco tiempo viajaría a la propiedad McDonald donde formalmente pediría la mano de Rionna McDonald en matrimonio. Era pura ceremonia. El acuerdo había sido hecho semanas antes. Ahora el envejecido Laird quería que Alaric pasara un tiempo entre ellos, un clan que un día se convertiría en suyo cuando se casara con la hija y única heredera de McDonald. Incluso ahora, el patio estaba lleno de actividad mientras un contingente de soldados McCabe se preparaba para hacer el viaje con él. Ewan, su hermano mayor y Laird del clan McCabe, había querido enviar a sus hombres de confianza para acompañarlo en su viaje, pero él se negó. Todavía había peligro para la esposa de Ewan, Mairin, quien estaba embarazada con su niño. Mientras Duncan Cameron estuviera vivo, representaba una amenaza para los McCabe. Él codiciaba lo que era de Ewan —a su esposa, y su eventual control sobre Neamh Álainn, un legado heredado a través de su matrimonio con Mairin, la hija del ex rey de Escocia. Y ahora, debido a la tenue paz en las highlands y la amenaza que Duncan Cameron planteaba no sólo a los clanes vecinos, sino al trono del rey David, Alaric acordó el matrimonio que habría de consolidar una alianza entre su gente y el clan cuyas tierras colindaban justo entre Neamh Álainn y las propiedades de los McCabe. Sería un buen enlace. Rionna McDonald tenía una apariencia hermosa, aunque era una muchacha extraña que prefería vestirse y hacer los deberes de un hombre sobre los de una mujer. Y Alaric poseería lo que nunca tendría si permanecía bajo Ewan: su propio clan que dirigir. Sus propias tierras. Y un sucesor quien heredaría el manto del liderazgo. Así que ¿por qué no estaba más ansioso de montar a caballo y cabalgar en dirección a su destino?


Se volvió al oír un ruido a su izquierda. Mairin McCabe corría por la ladera, o al menos lo intentaba, y Cormac, el guardia asignado para ese día parecía exasperado mientras seguía su estela. Su chal estaba envuelto con fuerza a su alrededor, y sus labios temblaban de frío. Alaric le tendió la mano, y ella la agarró, inclinándose hacia él mientras intentaba recuperar el aliento. —No deberías estar aquí, muchacha, —le reprochó—. Vas a morir de frío. —No, ella no debería, —coincidió Cormac—. Si nuestro Laird se entera, va a estar enojado. Mairin rodó sus ojos y luego miró ansiosamente hacia Alaric. —¿Tienes todo lo que necesitas para tu viaje? Alaric sonrió. —Sí, lo tengo. Gertie ha incluido suficiente comida para un viaje doblemente largo. Ella alternó apretando y acariciando la mano de Alaric, sus ojos preocupados mientras se frotaba el incipiente vientre con la otra mano. La atrajo más cerca, así tendría el calor de su cuerpo. —¿No deberías acaso esperar un día más? Es cerca del mediodía ya. Tal vez te convendría esperar y salir temprano en la mañana. Contuvo su sonrisa. Mairin no se sentía feliz con su partida. Estaba muy acostumbrada a tener a su clan justamente donde quería. En la tierra McCabe. Y ahora que Alaric se alistaba para marcharse, se había vuelto cada vez más vocal en su preocupación y su descontento. —No estaré fuera demasiado tiempo, Mairin, —dijo suavemente—. Unas pocas semanas a lo sumo. Entonces volveré por otra temporada antes de que se celebre el matrimonio y resida permanentemente en el castillo McDonald. Sus labios se curvaron hacia abajo en un gesto infeliz, ante el recordatorio de que Alaric dejaría a los McCabe y, a efectos prácticos, se convertiría en un McDonald. —Deja de fruncir el ceño, muchacha. No es bueno para el bebé. Ni tampoco lo es, que estés aquí en el frío. Ella suspiró y le echó los brazos al cuello. Alaric dio un paso atrás e intercambió una mirada divertida con Cormac sobre su cabeza. La muchacha estaba aún más emotiva ahora que estaba hinchada con el niño, y los miembros de su clan estaban cada vez más familiarizados con sus explosiones espontáneas de afecto. —Te voy a extrañar, Alaric. Sé que Ewan también lo hará. No dice nada, pero está más callado ahora.


—Te echaré de menos también, —dijo Alaric solemnemente—. Ten la seguridad de que estaré aquí cuando des a luz al más joven de los McCabe. En ese momento, su rostro se iluminó, dio un paso atrás y extendió la mano para darle una palmadita en la mejilla. —Sé bueno con Rionna, Alaric. Sé que tú y Ewan sienten que ella necesita una mano firme, pero en verdad, creo que lo que más necesita es amor y aceptación. Alaric se removió inquieto, horrorizado de que quisiera discutir cuestiones de amor con él. Por amor de Dios. Ella se echó a reír. —Está bien. Veo que te he hecho sentir incómodo. Sin embargo, presta atención a mis palabras. —Mi señora, el Laird la ha visto y no parece contento, —dijo Cormac. Alaric volvió para ver a Ewan de pie en el patio, con los brazos cruzados sobre el pecho y un ceño grabado en su rostro. —Vamos, Mairin, —dijo Alaric mientras metía la mano debajo de su brazo—. Será mejor que te devuelva con mi hermano antes de que venga a buscarte. Ella se quejó en voz baja, pero permitió que Alaric la escoltara por la ladera. Cuando llegaron al patio, Ewan le dirigió una mirada a su esposa, pero volvió su atención a Alaric. —¿Tienes todo lo que necesitas? Alaric asintió. Caelen, el hermano menor de los McCabe, se detuvo al lado de Ewan. —¿Estás seguro de que no quieres que te acompañe? —Te necesitan aquí, —le contesto—. Más ahora, que el tiempo de Mairin se acerca. Las nieves del invierno estarán pronto sobre nosotros. Sería propio de Duncan organizar un ataque cuando cree que menos lo esperamos. Mairin se estremeció al lado de Alaric otra vez, y él se volvió hacia ella. —Dame un abrazo, hermana, y luego vuelve a la fortaleza antes de que cojas un resfriado de muerte. Mis hombres ya están listos, y no te tendré llorando sobre nosotros mientras tratamos de partir. Como era de esperar, frunció el ceño, pero una vez más, le echó los brazos alrededor y apretó firmemente. —Que Dios te acompañe, —susurró. Alaric frotó una mano sobre su pelo de manera cariñosa, y luego la empujó en dirección a la fortaleza. Ewan reforzó el dictado de su hermano con su propia mueca feroz.


Mairin le sacó la lengua y luego se dio la vuelta, con Cormac siguiéndola hacia los escalones del torreón. —Si me necesitas, envía un mensaje, —indicó Ewan—. Iré inmediatamente. Alaric asió los brazos de Ewan y los dos hermanos se contemplaron fijamente durante un largo momento antes de liberarse. Caelen lo golpeó en la espalda cuando éste se disponía a montar su caballo. —Esto es algo bueno para ti, —dijo Caelen sinceramente, una vez que Alaric estuvo a horcajadas sobre su montura. Se quedó mirando a su hermano y sintió el primer indicio de satisfacción. —Sí, lo es. Tomó una respiración profunda mientras sus manos se apretaban en las riendas. Sus tierras. Su clan. Él sería Laird. Sí, era algo muy bueno.

Alaric y una docena de soldados McCabe cabalgaron a un paso constante durante todo el día. Dado que se habían impuesto un inicio tardío, lo que normalmente les llevaría un día a caballo ahora les obligaría a llegar a tierra McDonald a la mañana siguiente. Sabiendo esto, no los presionó, de hecho se detuvo para que sus hombres acamparan justo después del anochecer. Construyeron sólo un fuego y mantuvieron las llamas bajas, por lo que no iluminaba una extensa área. Después de que comieron los alimentos que Gertie había preparado para el viaje, dividió a sus hombres en dos grupos y fijó a la primera cuadrilla de seis para que montaran la primera guardia. Se apostaron alrededor del campamento, proporcionando protección para que los seis restantes se acostaran a descansar unas horas. Aunque Alaric tenía previsto hacer la segunda vigilia, no podía dormir. Yacía despierto en el duro suelo, mirando hacia el cielo lleno de estrellas. Era una noche clara y fría. Los vientos se alzaban desde el norte, anunciando que se avecinaba un cambio en la temperatura. Casado. Con Rionna McDonald. Se esforzó, pero apenas podía conjurar una imagen de la muchacha. Lo único que podía recordar era su brillante pelo dorado. Era reservada, lo que él suponía era una buena característica para una mujer, aunque Mairin apenas era una esposa particularmente callada y obediente. Y sin embargo, la encontraba adorable, y sabía que Ewan no cambiaría ni una sola cosa de ella.


No obstante, Mairin era todo lo que una mujer debería ser —suave y dulce—, Rionna era varonil, tanto en vestimenta como en carácter. No era una chica poco atractiva, lo desconcertante era que se permitiera practicar actividades completamente inadecuadas para una dama. Era algo que tendría que abordar de inmediato. Una perturbación leve del aire fue la única advertencia que tuvo antes de abalanzarse a un lado. Una espada alcanzó su costado, cortando a través de su ropa y carne. El dolor quemó a través de su cuerpo, pero lo hizo a un lado mientras tomaba su espada y se impulsaba rápidamente sobre sus pies. Sus hombres cobraron vida y el aire de la noche se llenó con los sonidos de la batalla. Alaric luchó contra dos hombres, el sonido metálico de las espadas abrasando sus oídos. Sus manos vibraron por los repetidos golpes mientras los esquivaba y atacaba. Fue retrocediendo hacia el perímetro establecido por sus soldados y casi tropezó con uno de los que había enviado como centinela. Una flecha sobresalía de su pecho, dando testimonio de cuán sigilosamente la emboscada había sido preparada. Ellos eran superados abismalmente en número, y aunque Alaric enfrentaría a los soldados McCabe contra cualquier persona, y en cualquier momento asegurándose el resultado, su única opción ahora era llamar a una retirada, para que no todos fueran sacrificados. Simplemente, no había pronóstico posible de ganar seis a uno. Gritó a sus hombres para que se subieran a sus caballos. Luego despachó al hombre frente a él y luchó para alcanzar su propia montura. La sangre manaba de su costado. El olor acre se elevó en el frío y llenó sus fosas nasales. Su visión ya se había atenuado, y sabía que si no se llegaba a su caballo, estaría perdido. Silbó y su cabalgadura se encabritó justo cuando otro guerrero arremetía contra él. Debilitándose rápidamente por la pérdida de sangre, luchó sin la disciplina que Ewan le había inculcado. Se arriesgó. Fue imprudente. Estaba luchando por su vida. Con un rugido, su oponente se abalanzó contra él. Agarrando su espada con ambas manos, Alaric se balanceó. Le cortó el cuello a su atacante, decapitándolo completamente. No perdió ni un solo instante saboreando su victoria. Ya había otro atacante dirigiéndose hacia él. Con lo último de sus fuerzas, se arrojó sobre su caballo y le dio la orden de correr.


Podía distinguir la silueta de los cuerpos mientras su caballo tronaba en la distancia, y con una sensación de hundimiento, Alaric supo que no eran del enemigo. Había perdido a la mayoría, si no a todos, sus soldados en el ataque. —A casa, —le ordenó con voz ronca. Se agarró a su costado y trató valientemente de permanecer consciente, pero con cada zarandeo del caballo, mientras volaban a través del terreno, su visión se iba mitigando. Su último pensamiento lúcido fue que tenía que llegar a casa para advertirle a Ewan. Sólo esperaba como el infierno, que no hubiera habido un ataque en la propiedad McCabe también.


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