Obligados a Escoger De lo peor de la vida a nadie le gusta hablar ni escribir. A todos nos gusta que nos descubran qué es lo mejor y no lo peor para poder experimentarlo y dar nuestra opinión al respecto. No deseamos perdernos nada de lo bueno: ni dejar de saborear una comida exótica, ni de ver un paisaje al que casi nadie tiene acceso, ni de experimentar las técnicas sexuales y masajes de otras culturas, ni de leer el último libro de moda. No deseamos saber nada de lo malo, al menos en esa etapa de la vida en la que estamos descubriendo todo lo que puede ofrecernos, esa etapa del descubrimiento en la que decidimos que ya habrá tiempo para la malo, y añadimos, que indudablemente habrá de llegar. La verdad es que nuestros descubrimientos suelen superarnos, la vida no decepciona si la plantemos así, y si nos llenamos de buenos recuerdos, es muy posible que más adelante podamos decir que lo que haya de venir por malo que sea esté justificado. Ninguno de nosotros somos héroes de leyenda, estamos sometidos al dolor y no nos quedará otro remedio que permitir que pasen los años y ver como nuestras fuerzas se van apagando. Eso no quiere decir, de ninguna manera, que la vida sea mentirosa, en todo caso, debemos reconocer que necesitamos engañarnos, o al menos dejarnos llevar por la fantasía, durante nuestra juventud para apreciarla en toda su plenitud. No empecé a darme cuenta de todo lo que moría a mi alrededor hasta una edad bastante avanzada, cerca de los cincuenta, y eso fue debido muy posiblemente a mi carácter inocente, a mi ingenuidad acerca de tantas cosas y al sentido naïf de la vida que sentí que debía explotar al máximo si quería dejarme influir por todas las corrientes que la misma vida propone. Y precisamente ahora en que la belleza ya no es tan importante no puedo dejar de admitir que me he vuelto insensible a aquellas distracciones juveniles, pero abierto a comprender lo que hay de desafío en las enfermedades y la muerte de conocidos, famosos, viejos amigos, colegas en lo laboral y familiares. No, no podemos decir que la vida nos miente cuando no hemos hecho nada por entenderla. Con frecuencia, algunos imagináis una vejez apacible rodeados de nuestros seres más queridos, posiblemente en una familia bien avenida, en armonía y disfrutando de dulces y canciones navideñas. Es un estereotipo infantil, posiblemente de la galería Disney, que se nos ha colado de las películas de Frank Capra o de libros como, Mujercitas o Cuento de Navidad, este último del estimadísimo Dickens. Ciertamente es un sentido de la vida muy respetable y desde luego, nos anima a ser más felices que toda la tradición trágica de la expresión cristiana de la vida que se convierte en muerte mientras se vive -es cierto que también los cristianos intentaron hacer más dulce su mensaje exponiendo la navidad como algo propio, pero enseguida nos llega la semana santa cargada de sangre y salvajismo-. El permanente juicio cristiano sobre todas las cosas y conductas no debería atormentarnos con un infierno ineludible en el lecho de muerte, cuando hoy son muchos los que no desean misas ni curas en su entierro. La idea de atormentar a un anciano indefenso, en su lecho de muerte, con el infierno, para acto seguido decirle que si se entrega a la religión y al cura que lo atiende, podrá descansar y aceptar esa transición hacia al muerte como un acto de alivio, no deja de ser una idea muy retorcida y propio de cabezas muy crueles. A lo largo de nuestra vida pensaremos más de una vez en nuestra muerte, nos preguntaremos cómo va a ser, de qué moriremos o aquello a lo que somos más propensos y, también, iremos diseñando nuestro entierro y en la mayoría de los casos dejaremos las indicaciones para que sea de nuestro gusto. Tal vez entonces no pensamos en que sea adecuado para los que asistan a darnos el 1