Nunca cabe tanto edén

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1 Nunca cabe Tanto Edén En Las Ramas Es difícil saber lo que se desprende de una frase pillada al vuelo, por así decirlo, o si lo prefieren y de forma más específica, tomada sin intención, fruto de la casualidad al pasar al lado de dos personas que conversan en un parque. Aunque nos parezca saber de qué hablan, o si sospechamos que hablan de nosotros y aún reconociendo un nombre en mitad de un comentario, si no hemos seguido el contexto y no nos hemos introducido en su tono e intención en a misma conversación, es posible que nos quedemos con cara de estar muy despistados. A pesar de hacernos los distraídos, reducir el ritmo de nuestros pasos y estirar el cuello (por no decir la oreja), en dirección al banco de madera que se abre tan sospechosamente interesante delante de nosotros, es muy posible que se hayan expresado en términos muy diferentes de los que imaginamos, y el resultado de nuestro extraordinario esfuerzo se cierre en un fracaso total. No es que yo sea un fisgón, a nadie le gustan los fisgones, pero tantas veces me he sentido atraído por conversaciones ajenas que corro el riesgo de no poder eludir una acusación de ese tipo. No me interesan las discusiones ni quiero de eso ser testigo, a nadie le gustan ni los gritos ni la violencia intimidatoria, ni por muy pasional que se esconda una relación detrás, pero una conversación tranquila en la mesa de una cafetería, una conversación que parece interesante y asumida como tal por ambas partes, una conversación larga y pausada por dos personas -da igual su sexo- que uno no sabe si son hermanos, jefe y empleado, amigos de la infancia, conocidos ocasionales, amantes recientes, aficionados a un deporte, coleccionistas, o tal vez, vendedor y comprador de caballos que han quedado por un anuncio del periódico y que descubren que se conocían de antes... ¿Cómo no van a interesarme esas conversaciones anónimas y todo lo que me estoy perdiendo del mundo? En los días siguientes, cuando paseaba por el parque a la misma hora y pasaba delante del mismo banco, encontraba allí a dos chicas hablando animadamente de un tema que me pareció interesante aún sin conocer la sustancia de la que se alimentaba. Allí empecé a encontrar comentarios encadenados y palabras sueltas que me cautivaron hasta el extremo de detenerme y sentarme a su lado. Ellas no se extrañaron y yo hacía que alimentaba a los gorriones, pero pronto se llenó todo de palomas y tuve que dejar de hacerlo -¿tal cosa hice con la intención de que aceptaran mi presencia sin sospechar mi interés?-. Eso parece ser que me ayudó a entrar en una situación que lejos de parecer anormal o, como mínimo, rara, también evitó que me vieran como un intruso, un pesado, o lo que sería peor, uno de esos maduros que escapan de sus casas para buscar compañía y conversación en los parques. Me fui haciendo con los temas que, debo decirlo porque es algo que también me satisfacía, cada cierto tiempo se repetían. Hablaban de sus amigos, de sus familias y de sus trabajos, pero sobre todo se contaban anécdotas de la vida real que las hacían reír escandalosamente. Una de ellas tenía especial talento en sacar humor de situaciones reales pero yo intentaba contenerme y no compartía aquellos momentos porque “se suponía que no estaba escuchando”, y por lo tanto nada de lo que dijeran me podía hacer gracia. ¿Ni siquiera como para esbozar una sonrisa?, me preguntaba. Bueno, después de todo, si alguien se ríe a mi lado, yo debería 2


compartir esa emoción y reír también aún sin conocer el origen de la gracieta. Como las dos chicas se iban acostumbrando a mi presencia, cada nuevo día me iba volviendo más y más impaciente a medida que llegaba la hora de mi paseo por el parque. En estos casos me resultaba fácil intuir mi falta carácter, la debilidad de mis compromisos en otros lugares y sobre todo, como me afectaban el estado de ánimo. Las dos chicas debían de tener una opinión tan insignificante de mi, que, en ocasiones, creo que me volvía invisible. De tal modo me vi ignorado durante tantos días y sus respectivos minutos en el parque, que tuve tiempo a creerme convertido en sal, en estatua, a veces, en farola y otras, en arbusto. No podía quejarme de esa situación, porque, al fin, era cuanto había deseado, pasar inadvertido y poder así escuchar las conversaciones entre dos amigas que quedaban para comer en el parque en las horas libres de su jornada partida. Había encontrado, después de mucho buscarlo, una situación más o menos equilibrada, entre voces, conversaciones, emociones y exclamaciones de todo tipo; claro que la incertidumbre por lo que habría de pasar en cada nueva cita también existía. Y cuando creí que todo entraba en una normalidad más o menos estable, una gripe me tumbó en cama con fiebre alta y agotamiento durante al menos una semana. Ya nadie podía cambiar aquella demora y todas las conversaciones que me estaba perdiendo. Mi ex-mujer acudió a mi llamada de auxilio aunque no de muy buena gana, y paso por la farmacia anunciando a su llegada que aquellos antigripales de nueva generación hacían milagros, pero tanta emoción publicitaria no podía ser buena y a mi me parecieron los de siempre. Mi indiferencia podría haber llegado a molestarla, porque, después de todo, llegar con sus anuncios y su vitalidad había respondido a mi propia idea de como salir lo antes posible de aquella situación. Aún después de tantos años que nos conocíamos, de haberlo compartido todo y de haber analizado los motivos reales de nuestra separación, ella seguía sin intuir que su voz era estridente y invasora. Cuando hablaban de las antiguas disputas, afirmaba con vehemencia que no habían sido felices por que Reugen no podía ser feliz al lado de nadie y eso lo llevaba a mostrar permanentemente un malestar que nadie podría soportar, “tener una persona así al lado no es una opción”, añadía. Recordaba que habían pactado no sacar más “trapos sucios”, profundizar en sus desavenencias o darle más vueltas de las necesaria. A pesar de eso, siempre le echaba en cara aquel día que llegó de un viaje de largo recorrido y lo llamó por teléfono para que la recogiera en la estación, estuvo casi dos horas allí sentada como un pasmarote y después de otras llamadas, algunas perdidas y otras tantas en las que él no contestó, al fin apareció con su flamante citroën y la ayudó a portar el equipaje; nunca supo si aquello lo hizo a propósito o fue cierto que el tráfico lo motivó, pero no lo pudo olvidar. Cuando ponía de nuevo sobre la mesa aquella vieja escena, notaba en él un cierto remordimiento y eso le hacía sospechar y utilizarla como arma en sus discusiones, que por fortuna ya no querían decir nada. Hacía poco, Reugen había hecho algunos cambios en su apartamento (había tirado un tabique y ahora disponía de una habitación menos, pero había conseguido más espacio en el resto de la casa) de modo que todo estaba bastante desordenado y se había reservado el derecho a devolver cada cosa a su sitio para cuando estuviera mejor. A Gertrude le agradó que al fin se decidiera a hacer algo productivo porque no estaba de acuerdo con la vida anodina que él llevaba, pero, una vez separados, ya no tenía derecho a opinar al respecto y, mucho menos, a presionarlo para que se volviera una persona más activa. Hizo algunos comentarios acerca del trabajo que se había realizado y le encontró algunos defectos que él no había visto, pero como no estaba dispuesto a someterse a su criterio le respondió que estaba sin rematar y cambió de tema. Para Reugen, Gertrude era un gran apoyo pero no iba a permitir que alterara su forma de vida, de la que él ya conocía todas sus flaquezas. Pero no siempre había sido así, se conocían desde niños y no es que ella hubiese cambiado, es que en aquel tiempo sus “tics” no tenían tanta importancia. Mientras fueron novios se entregaron explorándose y para eso, habían reducido la exigencia primaria de toda personalidad, imponerse. Creían, como por otra parte creen todos los enamorados, que su amor era puro. Se daban sin 3


reservas e intentaban cada uno llegar al fondo de la psique del otro, tocar su aura o sentir una electricidad que los condujera desde la piel al cerebro y después al corazón y al placer. Se miraban abiertamente, con amor y dolor e imaginaban mundos infinitos de comprensión en pareja, pero, como suele suceder, no se trataba más que de un espejismo. Aún con todo, a pesar de una más que anunciada decadencia de todas las cosas, duró lo suficiente para casarse y quererse hasta que nació su hijo. Fue una etapa necesaria en su relación, no necesitaban esconderse nada, no había secretos ni necesarios momentos ocultos. Los cuidados eran espontáneos y se preocupaban el uno del otro sin reservas, les salía de forma natural. Eran comprensivos si encontraban de pronto, un gesto, una visión, una reacción, lo que siempre les había desagradado en los otros en ellos no duraba. La vida se les ofrecía en una nueva dimensión que exploraron obviando cualquier crítica, y esa fuerte comprensión terminó por derrumbarse ante un peso de inseguridades ignoradas durante años que el cansancio no resistió, y en la que el amor, ya en la costumbre, no sirvió de contención. En lo que se refería a sus familias, los dos eran de orígenes parecidos. Por lo que sabían el uno del otro y por lo que habían hablado durante años acerca de ello, habían tenido una infancia muy similar y aquella familias eran tan antiguas en el lugar, que hasta era posible que en generaciones pasadas, tan próximas, alguna vez las sangre de sus familias se hubiera tocado y fueran algo parecido a primos, sin saberlo. Pero tampoco hubo una exactitud de sentimientos o emociones como los dos habían esperado encontrar después de su matrimonio, en eso tampoco fueron diferentes al resto del mundo. Al contrario, la actitud sosegada de Reugen Tarik perecía esperar que lo que tenía que suceder sucediera (eso sí sin complicarle demasiado las cosas) y ella, sin embargo, demostraba con su inquietud y su forma de salir al encuentro de todas las dificultades, no estar dispuesta a sentarse mientras el mundo seguía dando vueltas, y claro, eso la llevaba a meterse en situaciones en las que el patetismo de una edad avanzada se pone de manifiesto sin solución. Es verdad que ver bailar a Gertrude en una discoteca para quinceañeros no era nada agradable, pero... ¿qué hay acerca de Reugen, con su aparente ingenuidad por bandera? En absoluta podemos decir que ellos no estuvieran hechos el uno para el otro y que los dos no fueran igual de ajenos a su presencia en mundos en los que no encajaban. Él era también alocado, pero no del mismo modo, porque se puede ser discreto y alocado a la vez. Los dos habían siempre tenido la impresión de ser capaces de embarcarse en las más grandes aventuras, aunque el tono variaba especialmente y ese era uno de los motivos que los había llevado a preferir vivir separados. Tres días después de la primera visita, volvió Gertrude con sus preocupaciones sin espacio, a la que no le quedaba más remedio que añadir una más, su gripe. Dejó el bolso y los guantes sobre la mesa del salón y le dijo con voz profunda que debería tomar los medicamentos que para eso se los había comprado. Las cajas estaban intactas en el mismo lugar que las había dejado, sin embargo, se había tomado el caldo de verduras que le dejó en el microondas y el plato yacía en el fregadero sumergido en agua jabonosa. Parecía que la fiebre había bajado y la miraba sin viejos rencores, alegrándose, en todo caso, por haberle dejado una llave y que pudiera pasar por allí cuando quisiera. Pero, antes de que él pudiera agradecer su visita, sonó el timbre, Gertrude se dispuso a abrir y antes de que pudiera verlo, escuchó la voz ronca de su hijo Vieirí al que hacía más de tres meses al que no veía y eso lo alarmó. Sabía que no se acordaría de él para visitarlo a menos que sucediera algo importante y no alcanzaba a imaginar que podía ser. Gertrude estuvo en la cocina moviendo algunas cosas, no parecía interesada en lo que tuvieran que decirse, en parte porque ya lo conocía y, después de un rato, Reugen movió la cabeza para levantar la barbilla del pecho y lo miró. Sus ojos no eran los ojos de una persona feliz, tampoco había tenido nunca prisa por alcanzar ese estado que, por otra parte, le parecía más propio de las niñas criadas como princesitas, con miedo al dolor y repugnancia por los pobres y sucios obreros, que de él. ¿Podía decir de su hijo que había crecido “golpeando la cabeza contra las adversidades, mientras otros a su alrededor se complacían de su buena suerte? Tal vez, en sus desgracias había algo pobremente compartido con sus amigos de buena familia, cuando la suya ya no lo era. Pero cuando la idea que se tiene de uno mismo contribuye a la desgracia, es imperativo buscar un 4


resquicio de esperanza en alguna otra parte. Para él fue muy fácil decidir que quería vivir solo, pero no vamos a entrar ahora en sus motivos más profundos, trabajó desde muy joven y era totalmente independiente. Tomar la decisión de alejarse de aquello que era, en parte, la causa de sus trastornos, pareció lo mejor. Hizo cambiar algunas cosas en el viejo piso que pudo encontrar en las afueras, había buena comunicación y todo lo necesario para hacer una vida normal sin salir de su barrio lo tenía allí en forma de servicios, pero pasar largas temporadas sin ver a sus padres, sobre todo a su padre: eso ya no fue tan fácil. Como nuevo vecino, había sido aceptado sin reservas, se le daba conversación, se le ayudaba a transportar muebles, se le acercaba cuando lo veían andando porque solo quería caminar, lo cubrían de buenas intenciones, la vecina le había hecho un pastel de bienvenida y todo eso lo ayudaba a iniciar una nueva vida en la que buscaba un poco de sosiego para su psique. Era un joven fuerte y podría superar sus complejos y su sentimiento de culpa, si es que existía en los términos que Reugen creía. Tal vez los padres, aún sin pretenderlo, realizan un chantaje emocional ante el hijo que desea separarse de ellos, pero para Vieirí, eso había sido una necesidad emocional. Se había acostumbrado a vivir en aquel lugar, pero recientemente le había salido una oportunidad de trabajo en el extranjero y él y su amigo Maxiwell Petroski estaban preparándolo todo para salir del país. Hasta aquel momento desde la separación de sus padres, nunca había vuelto a tener una conversación con su padre acerca de las cosas que le importaban. Esperaba que algunos de sus sueños se cumpliera para poder hacerlo, porque eso sería como demostrar que cada vez que le había reprochado alguna decisión importante, se había equivocado. También estaba la desconfianza que se creó en él cuando la base de su vida, su familia, se vino abajo; eso fue como si le hubiesen movido la silla en la que se sentaba y a la que necesitaba volver cada vez que algo no funcionaba fuera. De pronto, ya no sabía si podía esperar toda la comprensión necesaria de alguien dispuesto a huir de él y de su madre. La confusión se apoderó de su mente adolescente en el momento de la separación y ya nunca había sido la misma. Pero en aquel momento, las cosas habían cambiado radicalmente, lo habló con su madre y quiso hablar con él porque no quería que se enterara por otros que estaba viviendo en el extranjero, tan lejos y por tanto tiempo. Confiaba en que si él lo pensaba, se daría cuenta que era algo parecido a lo que una separación matrimonial supone para los hijos cuando aún no son capaces de tomar sus propias decisiones, del mismo modo, los padres cuando empiezan con sus problemas de colesterol, de próstata, de articulaciones, de diabetes y no sé cuantas cosas más, deben sentirse igual de abandonados a su suerte. Todo el mundo ha pensado acerca de esto alguna vez, y la respuesta suele ser siempre la misma, no se puede condenar a dos personas que ya no se estiman a vivir juntos. Y no se trata de poner en cuestión el divorcio, en absoluto, pero el dolor que Vieirí había sentido había sido real y formó parte de sus decisiones. Los desengaños no sólo se producen en la pareja, los hijos también se desengañan de sus padres y, a veces, para siempre. Fue entonces, ante él, observando aquel anciano tumbado por la gripe, con barba de unos días, el pelo alborotado por el sudor de la fiebre e intentando coger un pañuelo de papel entre el plato de sopa sobre la mesilla y un vaso de agua que allí se había quedado durante horas, cuando lo recordó en imágenes de infancia, llevándolo a los hombros en una verbena popular, recogiéndolo en el colegio o haciendo un castillo de arena en la playa. Ya nada de eso, olvidado durante años, importaba, el gigante se había convertido en un vulnerable (poco honorable a sus ojos) montón de huesos y piel. A pesar de que no le pareció el mejor momento, anunció su partida como inminente y sabía que no abría objeciones, aún más, Vieirí sabía que no le respondería con nada que le pudiese molestar porque, en el fondo, no querría romper aquel pequeño hilo que aún los unía. Se trataba -tal vez no pueda condensar ese momento- de reconocer que una gripe podía anticiparse a todo y conseguir algo que no había sucedido durante años, que se hablaran abiertamente los tres. No podría describir específicamente esos detalles que constituyen parte de la verdad cuando hablamos con ese profundo propósito, sin ambages ni ansiando una distraída evasión. De pronto, hay un estado interior coincidente que lo facilita. En realidad, este tipo de cosas son más importantes de lo que creemos, incluso, la mayoría de las veces, más importantes que lo que 5


tengamos que decir. Reugen también estaba seguro de que así debía ser, y en apenas el tiempo en que su hijo tardó en subir del portal hasta los pies de su cama, se preparó para evitar cualquier discusión, se predispuso para lo que fuera y una admirable bondad insensata se dispuso para consentir en lo que fuera. En otro tiempo, hubiese analizado los pros y los contras, hubiese señalado todo lo que había que perder y se hubiese opuesto enérgicamente si Vieirí estuviera cometiendo un error de los que te sueles arrepentir, pero, ya no era el caso, en aquel momento se sentía triste y fatigado y hubiese aceptado por bueno cualquier daño. Si le hubiese dicho, “padre, voy a dar la vuelta al mundo en una cáscara de nuez”, le hubiese respondido, “de acuerdo, pero lleva un impermeable”. Ese era el tono de su conversación, y como así era, no tenía sentido parapetarse en su debilidad, y precisamente por ella se encontraba tan desprovisto de cualquier sentido práctico. En otro tiempo, hubiese empezado a sentir una creciente preocupación, porque no, no se iba a dar la vuelta al mundo en una cáscara de nuez, pero para el caso, abandonar su país, su familia y sus amigos para ir a trabajar al extranjero (lo que posiblemente iba unido al deseo de tardar años en volver) era a efectos prácticos lo mismo. No era una noticia fácil de digerir, pero Reugen lo aceptó todo con una sonrisa, pidió que le pasara unos pantalones y se levantó para poder pasar aquel rato con él de la forma más amable posible, desayunaron en el salón, se contaron algunas cosas de lo último que les había pasado en la vida y, con todo, aún hubo tiempo para rememorar alguna ternura de la infancia de Vieirí que a los tres les hizo mucha gracia. En los días que siguieron a esta reunión, Reugen sintió por primera vez en mucho tiempo, la necesidad de agradecer a su ex-mujer lo que hacía por él. Ella se sintió muy halagada, de modo que estaba predispuesta para mantener la relación de amistad en aquellos términos en el futuro. Pero había algo más, la ternura en aquellos términos, defendía su posición. Todo estaba, en cierto modo en el punto que deseaba, defendía su espacio aún cuando ya no era suyo y se sentía satisfecha de la inútil resistencia que la separación ofrecía al afecto que le profesaba.

2 Había olvidado la extraña sensación que me producían los parques vacíos a primera hora de la mañana. La gripe había desaparecido y al recuperar las fuerzas, salía muy temprano de casa como si necesitara recuperar el tiempo perdido. A esa hora una anciana suele cruzarse en mi camino, no la conozco ni se a donde va y, aunque camina con dificultad, no parece necesitar nada. En cierto modo nos conocemos, o como mínimo, nos reconocemos. Se me queda mirando como si se hubiese extrañado de mi ausencia durante tantos días. En realidad, si lo pienso detenidamente, no soy tan diferente de ella ni tampoco soy tan joven como me veo. Al llegar a una edad todo se precipita, envejecemos de golpe y en pocos años las diferencias se estrechan, me torturo pensando en eso. Al mismo tiempo reconocí a los jardineros, pero con ellos nada dura, suelen moverse, nunca paran, luego los cambian de puesto y desaparecen durante un tiempo; no son figuras familiares como otras. Desgraciadamente todo se empieza a mover a una velocidad que desafía la memoria y el buen gusto. Todos estos pensamientos me llevan a desear que nada cambie y que se nos permita realizar esa actividad de socializar los paseos como si se tratara de lugares confiables, de gentes reconocibles y amables, y, sobre todo, de evitar la desesperante sensación de estar solos. Lo reconozco, no soy tan sociable como pretendo, evito el contacto con otros, no me gusta que me toquen o que me hablen sin motivo, pero, tal vez me gustaría que fuera como lo he narrado y eso me hiciera cambiar. Después de divagar sobre mi vuelta a la calle de que las vivencias en mis paseos representan para mi una parte principal de mi vida, son de una importancia central, el compromiso 6


del hombre solitario con aquello en él que aún respira, y me pregunto si todas mis esperanzas no se vendrían abajo si por un accidente o enfermedad me viera imposibilitado para el paseo diario. Pero en cada paso que daba en ese nuevo día, también me daba cuenta en todo lo falso de lo que pensaba o imaginaba, siempre había sido así y debía tener cuidado con no hacer juicios inamovibles de pensamientos superficiales. Cuando me hablo mi mismo, noto que me abstraigo de la realidad, me voy a mundos irreales y hay algo que me preocupa: ¿Hablaré solo? ¿Seré uno de esos tipos a los que la gente se queda mirando porque hablan solos? Notaba que a veces eso sucedía, se le quedaban mirando con extrañeza, pero podía que fuera debido a otras circunstancias, tal vez mi aspecto descuidado o la cara de enfermo que se me pone cuando me fatigo y me falta el aire. Compruebo con satisfacción que aún me importa formar parte de la normalidad, moverme entre el resto sin que me rechacen, perderme entre la multitud, inadvertidamente, formar parte de la realidad. Anduvo solo un rato, disfrutando de la libertad que sentía al dejar atrás las cadenas de la enfermedad. Se paró a comprar tabaco en una tienda en la que solía conversar con el tendero, como le preguntó por su ausencia tuvo que recordar lo mal que se pasaba con los cambios de estación y los virus que estaban por todas partes. Después dijo algo muy tonto, y eso fue, que en tales casos nada lo iba a coger por sorpresa porque tenía el congelador lleno de carne y pescado. Daba igual, en esas conversaciones podía decir cualquier cosa que a nadie le importaba, pasaban de una cosa a otra sin darle la menor importancia a sus palabras. Pero, por fortuna, no sólo le pasaba a él, si alguien más allí decía que había un virus nuevo y que se estaba muriendo mucha gente por su causa, todos en la tienda podían darle categoría de epidemia por aquel tono de voz desmedido y misterioso, cuando probablemente se trataba de una gripe normal y, quien fuera, había interpretado mal las noticias de la tele porque le había alarmado ver un hospital colapsado en su servicio de urgencias. Las conversaciones ajenas eran algo que podía contener más poesía que la naturaleza, que los gestos o que las señales del universo. Como Reugen no era poeta ni siquiera había intentado escribir una sola de sus impresiones y consciente de sus carencias, esos días llenos de sensaciones y todas aquellas personas hablando sin timideces de sus cosas más personales, eran a su modo de ver, de una belleza difícil de igualar. Algunos se atrevían a opinar de las cosas más serias, o a susurrar sobre temas delicados, pero cuando era cosa de la iglesia o de la monarquía, los más temerosos salían corriendo. Le gustaban las tiendas y los bares donde se hablaba de tantas cosas. Ahora bien, tal y como él era de escrupuloso, apenas podía permanecer demasiado tiempo si notaba falta de naturalidad en los oradores, una afectación innecesaria o una poco estudiada vanidad. Desesperado se refugiaba en cualquier excusa para cambiar de tema o, incluso, cambiar de lugar y alejarse unos metros -lo suficiente para poder concentrarse en otra cosa- de aquellos que le resultaban tan incómodos. Ese día, con el mejor estado de ánimo, intuyó que algo realmente extraordinario se iba a manifestar. Unas señoras hablaban de un suceso que ocurriera no hacía mucho, se trataba de una violación ocurrida en un portal del barrio y en cuanto observó la pasión con la que se entregaban a aquel tema, no pudo dejar de “poner la oreja”. Se preparó para lo que pudiera venir, se apoyó en una mesa y encendió un pitillo y su satisfacción se colmó plenamente cuando una de las mujeres esgrimió una idea brillante, “le han hurtado la posibilidad de ser fecundada con amor”. ¿La chica había quedado en estado y tendría un hijo no deseado? ¿Por qué a aquella señora le preocupaba en tales términos? Decidió sentarse en una de las sillas y así se quedó, sentado, sin poder decir ni una palabra. No conocía aquel tipo de temas y eso parecía ser lo más interesante, así como había evitado desde siempre enfrentarse en su vida a verdades semejantes, a no sufrirlas y por lo tanto, a vivir con baja intensidad, del mismo modo ahora se sentía atraído sin poder evitarlo por aquella voz de señora que había pasado de los cincuenta y hablaba con tanta autoridad. Le pareció claro que el amor se convertía desde aquel momento en parte irrenunciable de la concepción, ¿era posible que las mujeres siempre lo hubiesen tenido en cuenta,, y a él, a esa edad avanzada de su vida, se le presentara como una revelación? Respiró profundamente y disfrutó del momento, al fin una conversación que le producían un tipo de vértigo desconocido. Quería preguntar, saber más, entrar en los detalles de semejantes emociones, pero, por otra parte, debía mostrarse indiferente, 7


escuchando pero sin que descubrieran su juego, sin que pudiesen mirarlo como un intruso, o lo que sería peor, uno de esos fisgones que van por ahí contando todo lo que escuchan para poder reírse a gusto. No, él no era así, necesitaba aquellas conversaciones como un alimento, se lo tomaba como un regalo, pero no podía interferir. Era un romántico de la semántica, la mañana avanzaba dulce, el tendero cortaba carne, otra señora cruzaba un brazo sobre el pecho y con la mano del otro brazo se cogía la garganta como si temiera algún dolor, así que todo era tan verdadero como el olor a jabón y agua sucia del caldero que acababan de arrojar en la puerta. ¿Era posible que después de la violación, aquella muchacha ya nunca pudiese amar a un hombre? La posibilidad existía, y tal vez desearía tener más hijos, pero ya nunca ser fecundada con el amor necesario: de parte a parte. “Un hombre se abalanzó sobre ella y la golpeó. Volvía de sus clases, empezaba a anochecer, hacía frío y no había gente”, seguía la señora contando lo que había sucedido. Se quedó ensimismado, apoyado en la mesa, mudo, pensando en la violación y la fiera violenta que la había llevado acabo. Parecía que algunos pasajes, los más delicados no debían conocerse más que en susurros y el grupo se iba cerrando en un muro impenetrable. Fue como una reacción a su propia actitud, a su imagen pensativa, se alejaba en su mundo de conversaciones propias, infranqueables como las otras. De repente sintió que algo rozaba sus piernas, era el gato de la tienda, su presencia mantenía alejados los ratones. Creía comprender el significado, confiaba lo suficiente en él para ofrecer una caricia desinteresada, un lomo brillante y eléctrico de gato casero. Los momentos así no deberían irse del todo, no deberíamos permitir que nuestras vidas los menosprecien y que las urgencias apenas los tengan en cuenta. En mi análisis de la realidad, en lo que a mis necesidades se refiere, no puedo admitir que la discreción sea una virtud. En mi juventud me decía con frecuencia que nos hacía falta más gente que revelara secretos, que dijera lo que otros no quieren que se sepa, aunque los llamaran traidores por eso. “El mundo no hubiese prosperado como lo ha hecho si los grandes descubrimientos de hombres notables, hubiesen sido guardados bajo llave por monjes, generales, monarcas o banqueros”- me decía. Consideraban esos hombres del pasado que el conocimiento era una posesión de más valor que el oro y establecían la ley del silencio, como si la elocuencia fuese un pecado. Hoy eso ha cambiado y nuestro nuevo mundo establece que la propiedad intelectual sólo está al alcance de aquellos que puedan pagarla; es por esto que prefiero las conversaciones de bar, las confidencias de las limpiadoras, oficinistas, carpinteros, pintores y amas de casa. Prefiero los chismes del mercado y las declaraciones de amor en los parques, a las mentiras de la prensa burguesa, y en ningún caso he de considerar más importante un sesudo ensayo a a una idea revolucionaria que sale del pueblo y se mueve de boca en boca como se mueven los idiomas. Observaba en las conversaciones más distraídas, el valor que le daba el pueblo a ese poder y como confiaban en cambiar el curso de la historia, simplemente manifestándose a favor o en contra de los últimos sucesos. No me resultaba difícil comprender que en sus vidas existiera la necesidad de estar en desacuerdo con sus dirigentes y referirse a sus errores con risa protocolaria. Estaba claro, intentaban ridiculizar todo lo superior porque sabían que sólo aquellos dispuestos a ponerse a su altura podrían comprender y compartir sus sufrimientos. A pesar de no ser capaces siempre de expresar lo que pensaban y sentían, de forma bastante precisa conocían que cuanto más perfecto se volvía el aparato del Estado y la realidad informativa que controlaba, más desamparados quedaban. Las televisiones presentaban un lenguaje académico y las noticias un mundo de príncipes y princesas que nada tenía que ver con ellos, era por eso que apenas le prestaban atención. Todas las princesas del pueblo tienen derecho a ser fecundadas con amor, me repetía. Aquella afirmación me había parecido suficiente para tener la cabeza ocupada todo el día y ese tipo de cosas era lo que me hacía feliz. No supe reaccionar inmediatamente, pero cuando la conversación se volvió mas íntima y se cerraron en un corrillo un poco más allá, entendí que me quedaba fuera y me levanté para seguir mi camino. Al ver a aquel grupo intrigando con las palabras sentí la tentación de acercarme, pero uno de ellos me miró de soslayo y me hizo sentir como un intruso; no lo conocía. Cuando al fin tenía nuevas ideas que mascar y con las que poder subir la cuesta que llevaba al 8


parque, convertido en un pensador trivial, la sensación de haber ganado otro día me acompañaba. Nunca escribí una palabra, la poesía se me hace un misterio y en prosa, terminaría por contar locuras que nada tendrían que ver con mi planteamiento inicial. Bajo este punto de vista intento comprender al escritor, como el que yo no soy, que cuando encuentra un argumento memorable, cree haber ganado un día si ese día escribe. Se escribe para sobrevivir y lamento no haber aprendido a mantenerme ocupado con esa disciplina; lo lamento sin acritud pero con pena. Comprendí entonces la utilidad de no decir cosas importantes y tenerla en cuenta como una solución más personal que la de aquellos que buscan estrofas brillantes. Pero cuando mis propias ideas y palabras aparecen, me dejo llevar embriagado por su sencillez sólo para poder relacionarlas con estructuras que me rondan en el exterior desde horas antes. Yo siempre me creí un ser libre por cuanto tenía mis propias ideas acerca de las cosas del mundo y de la vida, lo más parecido a un inadaptado que sufre todo tipo de agresiones verbales al manifestar abiertamente que su pensamiento choca con la generalidad -no se trata de una queja, cada uno libra sus luchas-. Ya sé que para unos pocos, mientras fui profesor, tenía una filosofía digna de un héroe y en último término lo era por tener que aislarme de aquella manera, pero no, en la forma ejemplar que aquellos pocos pretendían. Gertrude siempre me previno contra mí mismo y mi actitud. La veía entonces, con su carácter aleccionador, en su postura de siempre, abriendo su boca con energía y moviendo las aletas de su nariz involuntariamente, aquella gran lucha que libraba por animarme y convencerme de mi valía; hasta aquel momento yo nunca había sentido que nadie (además del natural seguimiento materno en la infancia) se preocupara así por mis pequeñas rarezas si no era para ofenderme. De repente, un tambor. Eran las vísperas de carnaval. El periódico hacía sus pronósticos de participación y hacía un resumen de los actos organizados para unas fiestas sin demasiadas sorpresas en cuanto a asaltos, vandalismo, o accidentes. Acababa de echarle un vistazo en la tienda y en el camino que me torturaba por no encontrar un banco donde darle un descanso a mi rodilla malograda, podía aún ver las fotos del carnaval del año anterior en mi mente. No era extraño pues, que el tambor repetido que se oía tan cerca estuviera acompañado de un nutrido grupo de “mascaritas”, comparsas en sus últimos ensayos o plañideras artificialmente avejentadas con ojeras y arrugas de lápiz carbón. Al final de la hoja, lo recuerdo bien, había una fotografía de la corporación municipal dando un discurso de ruidos molestos, subidos a un palco musical. El tamaño de la fotografía era suficiente para distinguir las muecas y los gestos de aprobación que los aduladores dirigían a las autoridades. Eran como ridículas estatuas que se morían por arrebatar el micrófono a los músicos. Algunas intentaban quitarle solemnidad al acto con algún pañuelo, antifaz o pico de garza sobre la cara, pero no lo conseguían. Era evidente que lo habían estado preparando juntos a las órdenes del regidor municipal, un hombre que como único mérito “se debía a su partido”, y aún así, había resultado muy aburrido para todos los presentes que se dedicaron a bailar sin prestarles ninguna atención, lo sé bien porque yo había estado allí. Es muy difícil que en una fiesta de carnaval algo pueda parecer ridículo, pero ellos, tan dados a los discursos, lo habían conseguido. El tambor resonó más evidente y a lo lejos pudo ver unos diez o doce jóvenes bajar cantando, vestidos de monjes algunos y otros de soldados, portando una guillotina con la que desafiaban el orden establecido. No creo que desearan cortarle la cabeza a nadie, pero si recortar el poder omnímodo que sólo en carnaval les permitía expresarse de tal modo. Dicho de otra forma, reaccionaban porque la sociedad está diseñada para los que mandan y todos podemos darnos cuenta de eso. Yo ya no tenía la fuerza de aquella juventud, pero podía entenderlos. Esta idea, alterada por pensamientos previos no podía durar en mi mente, tenía que volver a las formas de las conversaciones con las que previamente me parecía haber empezado un día lleno de ocupaciones. Seguía con atención sus movimientos pero no me detuve porque tenía una cita después de mediodía. ¿Seguirían las dos chicas sentadas todos los días en el mismo banco y a la misma hora? Había pensado mucho en ellas y deseaba volver a escuchar sus voces y su tono íntimo, sus conversaciones 9


tan personales y sus confesiones -a las que apenas había podido acceder porque adoptaban una postura cerrada y unas voces sofocadas en el murmullo-. Antes de su enfermedad parecía haber encontrado un momento de estabilidad en aquellas citas. Sabía que una de ellas era peluquera y que se habían reencontrado accidentalmente después de pasar años sin verse; eran de la misma edad y se conocían desde la infancia. Sus encuentros eran como un resumen, las dos querían saber lo que había estado haciendo la otra durante todo ese tiempo, como le había ido la vida y como era su familia. Rememoraban los mejores momentos vividos, se reían, se ilusionaban, pero también había momentos de silencio en los que, en ocasiones, aprovechaban para comer algo. Todo eso lo recordaba muy bien, pero también, las tristezas, y sobre todo, la enfermedad a la que había estado sometida una de ellas. Entonces se percató de que sabía cosas de ellas que eran más propias de un amigo o un familiar, que de un pobre viejo que se sentaba a su lado en el parque. Su vida era tediosa y eso lo excusaba para poder hacer las cosas que hacía, al menos tal y como él mismo veía las cosas. Tenía recuerdos felices de momentos parecidos, pero a cualquier otra persona le parecería una vida triste. Sus paseos no siempre resultaban lo que esperaba y se hacía sospechoso, como lo son los solitarios, a los ojos de muchos vecinos que nunca habían hablado con él. ¿Cómo explicarles? Luego, estaban aquellas tardes de fiesta para todos en las que el bullicio natural que solía buscar, desaparecía. Pasó la mañana visitando lugares y amigos, y se paró en el bar en el que solía tomar vino con taxistas y camioneros. Se encontraba apoyado sobre la barra, esperando ser servido cuando se le acercó Tomasi, un viejo amigo que aparcaba su coche eventualmente cerca del parque. Había mucha gente alrededor para la hora que era y se saludaron efusivamente. Se acercó Viertel, que también lo conocía y los observaba sonriente. Se produjo una conversación estimulante en la que tuvo que explicar todo lo relacionado con su enfermedad porque lo miraban como si hubiese estado al borde de la muerte. Después de una edad parece que las ausencias llevan a todos a pensar lo peor. Le hicieron todo tipo de preguntas acerca de aquello y eso derivó en una conversación acerca de enfermedades. Viertel no era capaz de seguir algunos de los argumentos, así que se conformaba con añadir a cada una de las frases de sus compañeros que sí, que todo era cierto y que había que cuidarse. Entonces la teoría de Reugen se fue a que un vaso de vino a media mañana y otro con la comida curaba todos los males. Tomasi pagó otra ronda de vino y los tres siguieron un rato con su conversación sobre enfermedades y sus cuidados. A continuación, entraron por la puerta del bar unos tres niños gitanos, el mayor no debía tener más de once años, uno tocaba una guitara, otro cantaba, y el tercero, el más pequeño pasaba la gorra. Hubo algunos que lo consideraron una molestia y les dieron la espalda. Reugen se apartó y les hizo sitio en el centro para que demostraran sus habilidades. Uno de ellos, el cantante, emocionado por tanta atención, puso todo de sí y con voz vigorosa no sólo intentaba demostrar que podía cantar con sentimiento profundo, sino que tenía cualidades para presentarse a un concurso de chorro de voz y volumen sin legar al grito. Enseguida advirtieron que los más molestos los increpaban desde el fondo con un, “a ver si se van ya”. Y no sólo eso, además el más corpulento y mal encarado, profirió amenazas que no me parece adecuado repetir y que no estarían acorde con el tono del relato. Casi puede resultar falto de coherencia, pero las cosas más crueles y sórdidas de la vida, se pueden contar sin ir unidas a las partes más soeces. La brutalidad se puede poner de manifiesto con toda su ridícula falta de tacto, sin entrar en detalles; si eso es lo que se desea hacer. Otro de aquellos tipos, se dirigió directamente a Tomasi, tal vez intentando restar tensión al momento, o tal vez porque era lo que realmente pensaba, dijo con una gran carcajada, “si al menos trajeran a su hermanita y se echara unos bailes...”. Reugen estaba tan nervioso e incómodo que temió enzarzarse en una agria discusión y salió sin decir nada, sin mirar atrás, sin detenerse. Desgraciadamente no había allí nadie que pudiera responder como se merecían, él no podía comportarse con la virulencia esperada debido a su edad y sobre todo a sus problemas de salud, no parecería tan fiero como un animal o como lo había sido en otros tiempos, sino como un jubilado del que todos parecían empezar a sentir lástima. Además le inquietaba dejar al descubierto sus debilidades, no quería que nadie notara que rehuía las situaciones sin control, pero 10


no lo conseguía. Se defendía del acoso de sus achaques y de la idea de que podía caer fulminado en cualquier momento por causas tan inesperadas como una subida de tensión sanguínea. Aún nos quedaría por explicar que tipo de fenómeno se produce en los bares y, más allá de toda lógica, porque son siempre hombres embrutecidos los que abusan de estos espacios avergonzando a todo lo que les es extraño. Tomemos como ejemplo a Reugen, que siempre se había mantenido al margen de estos lugares, pero que al jubilarse empezó a frecuentarlos, sobre todo porque pasaba tanto tiempo paseando por las calles que necesitaba entrar en ellos con frecuencia, para desaguar. Pensemos en él y en su falta de sentido del poder y de la ausencia de fe en aquellos que creen que pueden ir por la vida intimidando porque nadie respeta su ignorancia. Reugen, según su forma de ver las cosas, estaba completamente fuera de la violencia machista y todas sus aristas gestuales y verbales. Ya que había conocido episodios verdaderamente lamentables debidos a los hombres más ignorantes y brutos dotados de una autoridad física lamentable, no podía justificar la escala social en la que se los colocaba. Su vida había sido lo suficientemente larga para haber chocado en más de una ocasión con ellos y eso le hacía sentirse como una categoría aparte, pero al menos se mantenía en sus convicciones. El desprecio que sentía por ellos era inmenso y sin embargo entraban en su vida, porque eran amigos de sus amigos, familiares o parte de la sociedad con la que se relacionaba a diario, como acabamos de ver. Esto, no obstante no era suficiente para bajar un centímetro el listón de medir, que los colocaba fuera de todo rango, nada de ser comprensivo con ellos alegando que su formación se debía a la vida que habían llevado y porque no habían conocido otra cosa. No había justificación para los cobardes que se ensañaban con los más débiles. Las historias que había conocido al respecto también eran lamentables y nadie a quien escuchara hablar de ello podía decir que no sintiera repugnancia. Las características de las conversaciones populares más inteligentes son susceptibles de ser malinterpretadas si no se presta atención. Debemos precisar que el origen de tanto interés no es el morbo que produce la violencia, sino la necesidad de defenderse dentro de su propia clase y no esperar demasiado interés de las instituciones por crear barrios más habitables. Entre otras cosas, para aquellos que cuentan estas historias dotándolas de un acento teatral, no existe un escándalo que justifique la voz misteriosa, el gesto infernal, los ojos desorbitados, las manos nerviosas y la voz aguardentosa. Se deleitan en ejercicios impresionistas más propios de los filmes de terror de los años cuarenta y cincuenta, que de los tiempos que nos tocan. Incluso, sin entrar a contar la violencia machista, las persecuciones y palizas escolares, las violaciones y ajustes de cuentas, las venganzas entre vecinos o las peleas de perros organizadas hacia las apuestas, pueden hacerlo, es decir, contar hechos más o menos normalizados como una factura de la luz desmedida, de una detención policial errónea, un accidente de automóvil o una pelea por celos en una verbena popular, intentando gozar gesticulando y expresándose con la misma intensidad. La vida pasa tan rápido que no da tiempo a que todo salga como lo habíamos planeado. Yo siempre había creído que mi hijo iba a ser médico, pero hasta que ese momento llegara él no se alejaría ni un centímetro de los estudios. En este caso no fue debido a que la vida me hubiese pasado tan rápido que él detestara los libros, y ni aún en el caso de que durara ochenta años más, Vieirí hubiese sido incapaz de superar esa fobia. Consecuentemente, se puso a trabajar muy pronto, y no sólo eso, sino que maduró con rapidez y pronto tuvo su propia idea del mundo y fue completamente independiente. Muy pronto perdí toda influencia sobre sus decisiones. Le daba vueltas a lo que pudiera decirle para que no se fuera al extranjero, y me preocupaba a pesar de querer aparentar lo contrario. Me había gustado que me hiciera aquella visita y que contara conmigo de alguna manera. Al menos se había sentido predispuesto para contármelo y no, como había hecho en algunos de sus viajes en vacaciones, que me llamaba por teléfono o me escribía una vez que estaba a diez mil kilómetros de distancia. Desde luego que no podía ya influir en sus decisiones, pero eso no evitaba que siguiera dándole vueltas. Tomasi apareció llamándome en una calle en cuesta en la que tuve que detenerme en varias ocasiones para recuperar el resuello. No corría pero venía a buena marcha e intentaba darme alcance, eso parecía obvio. Me llamó en la distancia para que lo esperara y así lo hice. 11


Apenas había empezado a plantearme el resto del día y con la esperanza de no empeorarlo, un fuerte suspiro se deslizó haciéndome emitir un ronquido. Me tranquilicé y acepté que me acompañara un parte del camino porque, según dijo, ese día tenía que hacer unos recados e iba en la misma dirección. Nuestra conversación parecía civilizada y alejada del episodio del bar, sin embargo, a pesar de todo el empeño que puse en ello, terminamos por volver a aquel repugnante episodio, y hablamos, y discutimos, hasta que habiendo sobrepasado nuestro habitual nivel de confusión, demostró estar extenuado cuando empezó a darme la razón en todo -y eso me animó porque Tomasi debía tener, al menos, diez años menos que yo-. Me acercaba al lugar en el que tenían que estar mis dos amigas hablando de sus cosas, rodeadas de palomas, comiendo queso y fruta, riendo y llorando y debía hacer todo lo posible por desviarme en esa dirección, aprovechar la ocasión y despedirme amablemente de mi amigo. “Aquí me desvío”, afirmé mientras lo miraba. Y allí estaba él, sin prisa, sin terminar de dar razones a favor de los bares y la camaradería entre taxistas y yo impaciente con cada una de sus palabras. Miraba sobre los arbustos, no lo escuchaba, pero no se despedía. Así me iba moviendo, elevándome sobre mis puntillas, rascándome y tosiendo, cuando vi a una de ellas pasar. Tomasi intentaba hacerse oír, se acercaba, se movía en la dirección de mis movimientos y se interponía entre mis ojos y la chica que querían ver. Levantó la voz, dio un paso atrás y se alejó, “hablaremos otro día, hoy no estoy muy elocuente”, añadió a unos pasos de mi. En este reencuentro con la vida después de una gripe prolongada, estaba lleno de proyectos -si así puedo llamarle porque no se trataba de grandes empresas, de mover cosas de sitios o de moverme yo, ni hacer grandes transacciones económicas, ni nada parecido. Cuando digo proyectos, me refiero a la posibilidad de llenar mi mente de nuevo, de reencontrarme con viejos conocidos, de empezar nuevas conversaciones y, tal vez, intentar ser un poco más comunicativo y amable-. Todo eran buenos presentimientos, como si el karma me debiera algo por mi buen comportamiento y no al revés, que es como dicen que habitualmente se comporta. Tampoco se trataba de un cambio definitivo en mi, ni del procesamiento de antiguas plegarias, sino que asumía aquel aire que respiraba como propio y me daba la posibilidad de volver a mis rutinas. Y había aún algo más, me encontraba dispuesto en el afán de cada nueva hora de ser capaz de hablar con desconocidos, de saludar amablemente, de sonreír incluso. Aquel mediodía, sólo una de las chicas acudió a la cita del parque. Eso me tranquilizó porque pensaba que en mi ausencia podía haber perdido aquellos momentos que recordaba con entusiasmo, para siempre. Los bancos que habitualmente usábamos para sentarnos estaban muy sucios, pero como se trataba de un espacio recogido y fuera del alcance de los curiosos, ella no tuvo reparos en poner su pullover sobre la hierba y sentarse encima, y, a continuación, empezar su almuerzo con absoluta naturalidad. Me reconoció y me saludó, y yo intentó sentarme en una esquina del banco de piedra, cubierto de excrementos de palomas en algunas partes y llenos de vasos de plástico y botellas en otras. La papelera también estaba llena y no cabía tanta porquería hasta el punto de acumular bolsas de patata fritas y celofanes de bollería industrial por el suelo, al pie de la misma. Intentó limpiar un poco y dí unas vueltas antes de poder sentarme, lo que le llevó a decir, “está un poco sucio”. Sonreí y hablamos un rato acerca de lo sucia que estaba la ciudad y lo mucho que tardaban en llegar hasta allí los barrenderos, del supermercado que quedaba cerca y de que los jóvenes del instituto pasaban las tardes comiendo, fumando y hablando de política. No le interesaba la política, pero me dio la razón en eso. De las primeras conversaciones, o conversaciones de apertura, como podríamos llamarlas, hacía mucho que había aprendido que debían ser conversaciones ligeras, de gestos pero sin juicios y me parecía posible dar la razón a mi interlocutor con frecuencia aún en el caso de que no estuviera de acuerdo con ninguno de sus argumentos. Mi nueva amiga se llamaba Katarina y muchas veces vuelvo a pensar en ella y en el día en que por fin hablamos y compartió conmigo su almuerzo. Su forma de pensar entonces, me resultaba muy sofisticada y difícil de seguir, sobre todo porque las modas eran cambiantes, porque yo no iba con el curso de las nuevas tecnologías y porque las noticias giraban en torno a cosas que ya no 12


emitían en la radio, que era el medio que yo aún podía escuchar de vez en cuando. Tal vez no era muy original que después de una edad, todos nos vayamos desmontando de este trapecio de novedades insidiosas que son los informativos. No tienen profundidad y se expresan robotizados. Es muy posible que ya entonces, el drama que hay en algún momento de todas las vidas, en la de ella se manifestara en su voz y yo lo hubiese notado y que eso, me hubiera hecho sentir un interés desmedido por todo lo que tuviera que contar. Estaba cautivado por su amabilidad, que resultaba muy apropiada al ansia que sentía por conocerla un poco más y estar un poco más cerca de ella. Durante un rato, intenté no demostrar mi incomodidad por la retorcida postura que había adoptado en el banco y, cuando ella me pidió que me sentara a su lado lo primero que pensé es que levantarme del suelo me iba a costar porque mi espalda ya no funcionaba todo lo bien que era de esperar. Aún con todo, era emocionante poder comportarme como un joven, ella estiró su pull un poco más e hizo un gesto con la mano como si batiera en el lomo de un animal. El espacio era tan reducido que no podíamos evitar que nuestros cuerpos se tocaran pero ella hacía que todo pareciera muy natural. De vuelta en su apartamento, aquella noche, Reugen necesitó sentarse a oscuras en el sillón del salón, completamente en silencio, para poder pensar en todo lo que le estaba pasando. Las caras de las personas con las que había hablado las últimas semanas, se le representaban distorsionadas convenciéndolo, o al menos intentándolo, de que su vida era un error. Desgraciadamente son producto de su imaginación y su fuerza es limitada, no podrán ayudarle con sus dudas. Como hombre maduro sabía que no debía intentar llegar más allá de lo que proponían sus fuerzas, pero Katarina lo había invitado a visitarla en su piso de las afueras y no había sabido dar una excusa. De una forma parecida, Gertrude se había invitado a comer con él aquel domingo, y tampoco había podido exponer sus alegaciones porque antes de que él abriera la boca, ella había añadido que había comprado vegetales y que le cocinaría un caldo portugués; como en los viejos tiempos. En el tiempo en que todo esto devenía como una inesperada cascada de acontecimientos, apenas podemos referirnos al aspecto elegante que le daba a Reugen Tarik haber pasado por una tienda de ropa y haber renovado su aspecto. Aún así, no se miraba como un hombre elegante, pero respiraba con más fuerza y recuperaba una confianza en sí mismo que debemos considerar un espejismo. Nadie está libre de creerse lo que no es, muchos adoran los sueños en los que se convierten en napoleón, escritores, conquistadores, generales de una fuerza de obreros o estrellas de cine. Aquellos a los que no les molesta convertir en grandes sueños la falsa imagen que mandan al mundo, si además ya han vivido su vida y pretenden volver a sentirse jóvenes, son vistos como objetos patéticos de su propia debilidad y de la cobardía de no ser capaces de enfrentarse a la última etapa, la más dura y enferma. Se dejó rodear por las sombras y pensó, sobre todo, en Katarina y las cosas que contaba. Hacía ya tiempo que este pobre hombre sin sueños ni ambiciones, había dejado atrás su pretensión de ser amado y ahora nos encontramos con que en cualquier momento, independientemente de si somos demasiado jóvenes o demasiado viejos, de si llegamos antes que nadie o siempre en retraso, de si tenemos el concepto claro o lo confundimos con otras cosas que sólo se le parecen, el amor vuelve. Reugen, tan excéntrico y alejado de todo pensamiento común, que en ocasiones pudo sentirse completamente apeado del mundo, no puede hacernos sentir más que como meros lectores que somos de sus andanzas, porque no estaba entre sus planes dejarse observar tanto como él observaba al resto. Pero si el amor ha de surgir en cualquier momento, él ha de sentirse libre de tomarlo y no permitir que nosotros como meros observadores, podamos interferir con nuestros juicios entre el mundo y las nuevas sensaciones que le propone. No estaba en absoluto de más ser prudente, imaginar el día después de su fracaso y cuando llegara a la conclusión de que siempre mantener aquel tono iba a ser imposible, era muy posible que su vida no pudiera volver atrás e intentar seguir viviendo al mismo nivel y con el mismo ánimo como si nada hubiera pasado. Mientras pasaban los minutos en aquella profunda oscuridad, quedó sumido en la tristeza y sabía que no debería ser así. Tristeza por no ser capaz de enfrentarse a sus propios retos y por no alcanzar al entusiasmo juvenil e irresponsable de estar dispuesto a todo, tal y como debe ser en estos casos. 13


Pero a falta de tanta enérgica inconsciencia, otros pequeños placeres la sustituían. Cuando creyó que ya había sido suficiente de compadecerse de sí mismo, se levantó dispuesto a hacer todo lo que habitualmente hacía, fue a la cocina y preparó la cena, encendió el televisor para ver el resumen de los goles de fútbol del fin de semana, se fumó un pitillo y se puso las zapatillas. La noche estaba a punto de empezar y no siempre era rescatado por un sueño profundo, al contrario, eran muchas horas las que pasaba mirando al techo o aplastando la cara contra la almohada sin conseguir dormir. Se aferró a la necesidad de huir de los extraños pensamientos que le había producido Katarina con su invitación, para plantearse más que nunca, la necesidad de dormir aquella noche. Vivió aquellas horas con una excitación que no contribuía a su propósito de descansar y, a pesar de todos sus esfuerzos por evitarlo, se la pasó imaginando su encuentro con la muchacha, intentando seducirla, oliendo su perfume, acostándose sobre ella o desenredando el pelo que solía cubrir con una diadema. Después se levantaba para orinar, iba a la cocina para beber agua y vuelta a empezar. Las horas se hicieron largas y cuando consiguió desviar sus pensamientos hacia asuntos más cotidianos ya empezaba a despuntar el día. Todos los hombres tienen su propia forma de pensar, con rasgos comunes, pero con un planteamiento absolutamente original. La singularidad de Reugen intentaba sobrepasar esos miedos comunes que nos hacen compartir costumbres, sin embargo, estaba más desvalido que nadie. La tensión, cansancio y acumulación de responsabilidades, los sueños y cuidados a los que la gente se someten, evaden la idea de la inminencia de la muerte. No es ajustaba a ese patrón y nunca había evadido voluntariamente, si bien como vivir había sido un desafío -un juego-, no había tenido demasiado presente el momento final, no le había preocupado cuando sería y se había evadido obsesivamente, al fin como todos, pero él creía que de manera diferente. Eran tantas las reticencias a las que se entregaba en sus cosas, que no entendía muy bien la facilidad con la que otras personas se entregaban. Era tal su desconfianza que apenas había interactuado abiertamente con desconocidos y por eso jamás viera cosa igual, jamás lo habían invitado y le habían hablado con la amabilidad que la chica lo hiciera, ni siquiera Gertrude. Lo había mirado con dulzura e insistencia, lo había escuchado con paciencia, incluso, le había cogido las manos y le había dado un beso, antes de partir. Cuando ella hablaba, lo hacía dirigiéndose a él como una solución, con una atención directa, esperando respuesta a sus dudas. En cambio él, desde sus torpes reacciones, escuchaba sin terminar de comprender. Frecuentemente, en aquella conversación de mediodía, ella había buscado ser aceptada y él, a trompicones, había ido sintiendo en un juego del que se sabía parte pero no había iniciado. Según parecía, algunas cosas habían cambiado y otras, extrañas o rebeldes, se habían manifestado inesperadamente durante el tiempo en que no saliera a la calle. El barrio se hallaba en un estado de inconcebible desconfianza, cuando sus vecinos habían sido siempre cordiales y acogedores con los extraños. Los sucesos ocurridos iban desde una violación despreciable y cobarde, pero también algunos actos de vandalismo que habían dejado los parques con los bancos, las papeleras y las farolas destrozados. Las opiniones de los vecinos eran encontradas, pero parecía que en algo estaban de acuerdo, el campo municipal de fútbol estaba demasiado cerca y algunos de los altercados, carreras y persecuciones que allí se producían no podían tener motivos diferentes a los que indicaban los himnos que aquellos grupos exponían por las calles aledañas. No cabía duda de que se trataba de situaciones extraordinarias, si bien habían llegado a un punto que nadie estaba dispuesto a razonar al respecto; sólo cabía escandalizarse.

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3 El Cuerpo De Nadie Gertrude lo telefoneó al día siguiente, entonces se enteró por él mismo de que había conocido a aquella chica. En otras ocasiones había establecido relaciones de amistad con gente con la que hablaba en la calle, gente a la que en realidad no conocía de nada. Cuando eso empezó a suceder, ella se sintió un poco avergonzada, pero concluyó con que era su personalidad y parte de la vida que había deseado, por lo tanto lo aceptó tal y como era. Él no iba a abandonar sus costumbres de nuevo, lo hizo por el tiempo que estuvieron casados y si sus encuentros lo sacaban de esas terribles rutinas que lo deprimieran durante tantos años, todo estaba en orden. Trataba con aquella gente, llegaba a saber muchas cosas de sus vidas y también les contaba de la suya, nunca se convertían en una gran amistad y, en ocasiones, ni siquiera sabía hasta donde podía llegar la confianza que le ofrecían; como mínimo, eran gente tan extraña y solitaria como él. Aún con todo, en alguna ocasión, ella lo intentó, con ayuda de algunos viejos amigos, en reuniones que parecían ocasionales, Gertrude sacaba el tema y hablaban de aquellas personas con las que Reugen se relacionaba en los parques. Él era lacónico al respecto, respondía sin interés y el interrogatorio no duraba más que unos minutos. En conclusión, ella ya no era su esposa, no tenía derecho a meterse en su vida, pero quería seguir conservando su amistad y eso era suficiente para no seguir con aquellas maniobras que le habían servido durante años, pero ya no. Cuando llegue a la dirección que Katarina me había indicado, me abrió la puerta en bata porque según dijo se estaba duchando y me invitó a sentarme mientras terminaba. Permanecí sentado un buen rato, en silencio, con el aire extrañado de quien se dedica a curiosear con la vista a su alrededor pero no se atreve a levantarse y tocar lo que le llama más la atención. Las muchas cosas que poseía no tenían, en realidad, una personalidad común pero decían de ella. Fotos enmarcadas sobre las estanterías, un teléfono, cuadros baratos en las paredes, un reloj enorme y antiguo, una cámara de foto instamatic, un foular anaranjado, un cenicero limpio, flores de imitación, una lata de refresco y un vaso a su lado, un cajón lleno de pastillas y cremas, este tipo de cosas; demasiado para mí. Como no tenía otra cosa para distraerme, leí la etiqueta de una bebida de herbolario que estaba a mano, justo a mi derecha, sobre la mesita. Y como no conocía algunos de sus ingredientes más allá del ginseng, me quedé con que se trataba de algún estimulante o vitaminas para la fatiga, o ese tipo de cosas que toma la gente que compra en esos sitios. Lo sostuve delante de mis ojos intentando inclinarlo para que la luz incidiera completamente sobre la etiqueta y no me resultara tan difícil leer aquellas letras diminutas. Volvía a mirarlo poniendo la botella un poco más lejos, examinando cada uno de sus bordes y finalmente, la olí, buscando un olor que no conocía, pero no noté nada más que el olor a plástico del tapón. Me puso nervioso la idea de que pudiese estar observándome a través de una rendija de la puerta, fue como si hubiese sentido un ruido extraño que me convenciera y me pusiera sobre aviso, así que devolví la botella a su lugar. Sentí la tentación de hablar a voces e iniciar un conversación a través de la puerta del baño, pero no lo hice, permanecí en silencio y sin moverme del sillón. Si él y Gertrude hubiesen estado más unidos no habrían dado el paso de separarse, tan doloroso para los dos, de eso estaba seguro. El amor no es regular, pero si hay amor hay pasión y eso es un carrusel que, en cualquiera de sus formas, somos incapaces de domar. No se había arrepentido de su separación, a pesar de todo; y sabía que no se iba a arrepentir de lo que estaba haciendo hasta el punto de ocultárselo, porque podía pasar cualquier cosa pero seguiría siendo una persona muy querida. No la podía soportar cuando intentaba organizarle la vida, detestaba cualquier control que 15


ejerciera sobre él, y por su parte, ella había creído que era una cuestión de libertad para un espíritu indomable, pero no del todo. A medida que se hundía más en sus pensamientos recortaba que lo había enredado un millón de veces en conversaciones retorcidas y manipuladas, que revisaba los bolsillos de sus cazadoras mientras el dormía, los espiaba a través de las rendijas y entre las bisagras de las puertas, los espejos y los reflejos de las vitrinas y que en alguna ocasión en la que olvidó tirar de la cadena del retrete, la descubrió revisando sus heces; un horror. Un día la encontró leyendo algunas cosas íntimas y que no creía que entendiera, pero eso fue el fin, porque la cogió por los brazos muy enfadado y la sacudió como si se tratara de un cajón de huesos, le gritó, lo que nunca había hecho antes. No se conoció en ese papel y juntos decidieron que algo así no podía volver a suceder, así que se separaron y siguieron siendo amigos, lo que ya duraba unos diez años sin control. No era algo de lo que pudiera presumir, pero ninguno de los dos parecía avergonzarse de sus motivos. Katarina me gustaba hasta la excitación pero como todas las excitaciones recientes, uno no sabe el recorrido que pueden tener, e incluso, en ocasiones, se dan la vuelta y pierdes toda esperanza en que ellas te lleguen a sacar de la rutina y la inacción. Pero tengo que decir, que aquellos primeros compases me estaban haciendo disfrutar. Salió del baño con la parte de arriba del pijama, unas braguitas verdes muy pequeñas que se ceñían en las ingles y el pelo mojado. Yo no tenía nada que demostrar y tampoco me parecía que estuviera allí por creer que por eso fuera a cambiar mi imagen de solitario hacia otra de seductor, ni nada parecido. Ella me hacía preguntas y me contaba como le había ido el día, lo de sus clases para hacerse diseñadora de moda y lo de su trabajo por horas. Mientras hablaba preparaba café y se mostraba atenta a cualquier cosa que yo pudiese necesitar. Estaba deseando levantarme y estar tan cerca de ella que pudiera olerla, pero no quería que supiera que lo deseaba por eso no lo hice y permanecí sentado, entonces me dio una revista sobre bodas de personajes famosos para que me distrajera hojeándola mientras hablábamos. No quería que aquel momento se alargase demasiado pero ella no tenía prisa y esperó cerca de la cafetera hasta que el agua hirvió y puso dos tazas después de preguntarme como lo quería. Hay algo tan sensual en el café como inalcanzable en una mujer que está pensando en otra cosa mientras te abraza. Tomamos el café y ella se sentó en el brazo del sillón, entonces me dijo que le había amputado un pecho y que si quería verlo, le contesté que sí, por supuesto. Se abrió el pijama y me mostró una cicatriz sobre un trozo de carne hundido y añadió que podía tocarlo si lo deseaba, entonces pasé mis dedos sobre la amputación con toda la dulzura que pude. Noté que el pezón de su pecho entero se erizaba y que su respiración se hacía más profunda: nunca deseé tanto a una mujer como en aquel momento. La vida no pierde su pasión a pesar de los años, aunque las pasiones desembocan de forma incierta al final y eso si que no lo podemos evitar. Para Reugen cada nuevo intento no significaba nada, podría intentarlo indefinidamente, no había un límite, no había presión en eso. Al contrario, aceptar una y otra vez un desafío era la mejor de las señales, representaba la mejor de sus armas contra el paso del tiempo, un estado de ánimo a prueba de fracasos. Esa era la estrategia inquebrantable, la naturaleza de los dirigentes, desde una nación, un ejército o un equipo de fútbol, ellos debían mantener la moral alta a pesar de las peores perspectivas. Del mismo modo que perder fuerzas es un hecho inevitable, mantener la pasión por los sueños sólo depende de nosotros. El momento después de amarla, mi visión de la vida futura, el que había concebido en el pasado durante tardes de soledad y hastío, tuvo un considerable movimiento y se planteó ante mí con formas mucho más amables. Lo que más me dolió en ese instante fue saberme capaz de considerar ideas tan opuestas a las que durante tanto tiempo había ido tejiendo; se trataba pues de una rendición sin condiciones. Seguía siendo el mismo viejo intranquilo, aventurero pero receloso y no se me ocurrió que cuando llegase el momento no iba a poder con todo lo que se me venía encima. Así empezó un tiempo de paseos, de cenas románticas en cafés a la luz de la luna, de cines y teatros, de libros y discos prestados y sobre todo, de besos furtivos. A medida que avanzaba en esta relación, me di cuenta de que, en cierto modo, Katarina me había sustituido por su antigua amiga, de la que no volvió a saber nada. Me contaba cosas de sus estudios, 16


de sus sueños, de sus fracasos, de su familia y de los novios a los que había tomado en serio -según decía, los que nunca había aceptado plenamente no merecían ser recordados. Esto creaba una duda en mí, y eso era que en medio de ellos se encontrara alguno realmente importante al que no quería nombrar. Ése, el que realmente había dejado su corazón roto, no había aparecido en ninguna de sus divertidas anécdotas-. Observé también que se complacía en hacerme creer que yo era el preferido de todos ellos y que debía sentirme orgulloso por haber sido elegido. Tal vez temí entonces, que pasado ese interés desmedido por convencerme de su naturaleza fuera de lo común, o figurando que no se trataba más que de una diversión pasajera, pudiera entrar en una especie de segunda fase en la que mostrara un grave desinterés e, incluso, desprecio. Necesitaba tiempo para conocerla y parecía dispuesta a dármelo. Nos tratábamos con una dedicación que era propia de los enamorados primerizos, pero, en algún momento tendría que por otra cosa. Era preciso seguir avanzando, nunca era un tiempo perdido estar en su compañía, aunque al final rompiéramos, ni siquiera, aunque tuviera que volver cada noche a la soledad de mi apartamento y viviéramos por siempre en un eterno noviazgo. La situación que se daba para un hombre como él, al intentar transformar su vida, se había presentado inesperadamente. Se hacía todo tipo de preguntas y respuestas al respecto y eso le llevaba a facilitarse todo tipo de excusas. En realidad, cuando el amor surgió con una muchacha a la que doblaba la edad, cuando el poder de la pasión renació después de muchas primaveras muertas, él no estaba buscando más que conversaciones y paseos. Una vez plantado en su nuevo estado, se sentiría acuciado por remordimientos que tendrían que ver con la imposibilidad de vivir sin hacer planes. Vivir cada día sin pensar en el mañana no parecía la mejor forma de hacerlo, entonces echó mano de su mejor arma con las mujeres, dejar que fueran ellas las que tomaran cualquier decisión. La mujer joven, Katarina, por su naturaleza, en lugar de equilibrar la balanza se dedicaba a hacer grandes planes que no exteriorizaba y que resultaban imposibles de cumplir. Se sentía alterada ante la posibilidad de darle un sentido práctico a su relación, pero no podía admitir prolongarla si no conseguía un compromiso mayor, si no vivían juntos y si no aceptaban la posibilidad de que podía tener un hijo, o al menos, adoptarlo -algunos de ustedes podrán pensar que era demasiado pronto para eso, pero ella ya había hecho esos planes, incluso antes de conocerlo-. Por más que intentaba pasar más tiempo con él, los factores que les tocaban en sus vidas personales se lo impedía, así pues organizaba todo tipo de actividades para sentir su implicación en su proyecto, lo que desembocó en una fiesta para poder presentarle a sus amigos. Reugen no era una hombre del que se pudiera decir que tenía mal carácter, nunca lo había sido explícitamente, pero cuando Katarina le dijo que había llamado a todos sus amigos para una fiesta y que le gustaría que estuviera en ella, reaccionó con un escueto -¡Mierda!-, y eso si que era preocupante porque no lo había dicho así en muchos años. Podemos comprender que no intentaba ser agradable, ni que, como se suele decir, se le escapó, y que a ella le dolió especialmente. La relación se está echando a perder por mis estúpidas prisas, pensó ella. Pero él también sabía que nunca lo retendría contra su voluntad, ni siquiera estaba obligado a acudir a aquella estúpida fiesta, que estaba en un estado de excitación que no recordaba y que no esperaba eso de sí mismo. Era bastante normal que Katarina intentase sentirse en un compromiso, en el que obviamente no se sentía y caminaban juntos, de vuelta a su casa, sin decirse nada durante todo el camino, disimulando sus enfados, ligeramente separados pero manteniendo el mismo paso. Siempre subía para estar un rato con ella antes de volver a casa, pero ese día quiso separarse en el portal y allí se despidieron. No estaba cómodo en aquella situación pero sabía que no iba a ser la última vez que ella diera un paso sin consultarle, sin tener en cuenta sus rarezas e intentando manipular una situación en su favor, sabía también que no iba a ser la última vez que se vieran enfadados y la despedida fue muy fría. Una vez en el apartamento ella lloró amargamente y a continuación se secó las lágrimas agriamente con ambas manos y se miró al espejo, como si aquello fuese una operación necesaria en su propio reconocimiento, se trataba de saber si seguía siendo ella. Casi inmediatamente creyó 17


necesitar comer algo y se sentó poniendo la televisión a todo volumen ahogando así sus penas con el estruendo de una película en el momento de mayor tensión y uso trozos de carne en pan con salsa que caía por las comisuras de la boca. La explicación que le encontraba a la falta de interés en el compromiso que, en general, los hombres tenían, era que cuando veían parcialmente colmados sus anhelos más íntimos perdían una parte de la forma en que habían idealizado cada nuevo amor. Era necesario el compromiso, se decía, “porque en caso de que uno de los dos cayese enfermo, le sucediese un accidente, incluso si muriese, o mejor, si hubiese necesidad de compartir algún éxito duramente sembrado y cosechado, ¿a quién dirigirse?”. Evidentemente, también la lejana parentela se dispondría a recibirlos cuando viven lejos, pues la sociedad se ocupa de que esas normas sean respetadas, por muy marginal que pretendamos nuestras conductas, y en eso, Reugen tenía la excusa perfecta, se había convertido con el paso de los años en un inadaptado por pura comodidad. Para él lo más notable era haber encontrado a alguien capaz de comprenderlo y, a cambio, él la aceptaba también, tal y como era. Ese era su consuelo, poder pensar que de nuevo podía amar porque alguien lo entendía, cuando en realidad ella esperaba tanto como todos, o tanto como el resto de las parejas que conocía, al menos. En efecto, en la manera en que se dio cuenta de su errar y de que era demasiado tarde para echarse atrás fue duro para Reugen, pero sobre todo fue duro para Katarina. Por ello, a la mañana siguiente, no quiso esperar más y la telefoneó con el único propósito de anunciarle que iría a la fiesta que deseaba preparar, pero que no se disfrazaría aunque la fecha elegida caía encima del primer sábado de carnaval. Ella estuvo de acuerdo y colgó despidiéndose dulcemente, después se pasó la mañana canturreando y dando saltitos como una rana con la panza llena jugando en su estanque. Como la música era tan fuerte que parecía que el aparato empezaba a echar humo, Reugen intentó pasar a su lado discretamente porque creyó que le debía algún tipo de respeto. Sólo le faltó una reverencia religiosa hacia aquel aparato del que el inconsciente avisaba de su poder y del que temió que pudiese dispararse en aquel impreciso instante en el que estuco tan cerca que pudo quedarse sordo. Se desdibujó entre los jóvenes que bailaban y lo invitaban a retorcerse con ellos y hasta se internó en mitad del salón sin que nada le pareciera tan raro. El temido momento de la fiesta carnaval no era para tanto después de todo, y salvo dos o tres jóvenes que se obstinaban en permanecer con sus caras tapadas, el resto las llevaban al descubierto. Jamás hasta entonces, se había visto en una situación semejante y la severidad con la que se había comportado consigo mismo durante aquellos años, fue quedando relegada hasta no ocupar espacio alguno en la diversión que se le ofrecía sin tener en cuenta sus canas. Gertrude no podía estar más lejos de la verdad cuando lo prevenía contra la vida, era necesario arriesgarlo todo, era preciso olvidar quien era. A menudo lo visitaba y se mostraba preocupada por sus nuevas amistades, pero junto a todos los otros consejos que le había venido dando en los últimos años fueron a parar a un cajón de olvido. A pesar de todo lo divertido del baile y la música tan alta, también había conversaciones. Había estado esperando un momento que no podía obviar, que esperaba que lo cambiara para siempre y que, en realidad, lo devolvía a su entretenimiento más querido, escuchar las voces y las interpretaciones de actores reales. No existía la conversión, no mutaba, no le salía púas o escamas, ni nada parecido, se resistía a considerarse tan diferente a lo que venía siendo y lo aceptaba todo como un nuevo juego. Estaba, por el contrario, felizmente integrado en su nueva realidad. Katarina estaba muy cerca de él en todo momento, observándolo furtivamente. Si en tal situación ella no hubiera parecido, aunque lo hubiese llamado para decirle que había salido a comprar bebidas y que llegaría más tarde y debería desenvolverse allí sin conocer a nadie, se hubiera integrado igual, siempre dispuesto para inmiscuirse en todo lo que otros tuvieran que decir, sobre todo si no iba dirigido hacia su propia persona. Todo era muy real y estático, al contrario de lo que a algunos de aquellos chicos les pudiera parecer. Cada vez más auténtica y asumible cada escena: jóvenes hablando de una chica que había tratado con crueldad sus sensibles corazones y a continuación, sin apenas haber cambiado de postura, empezaban a hacer planes para el verano y aquel gran viaje una y otra vez aplazado. 18


Algunos habían bebido más de la cuenta y daban pequeños gritos de satisfacción sin terminar de mirar con claridad, exhibiendo sus brazos al aire y sus ojos desencajados. Reugen se decidió por tomar algo de ginebra después de mucho pensarlo, no quiso pasteles ni nada de lo que le ofrecían de comer, pero los rechazaba con una sonrisa. Las amigas de Katarina lo querían conocer y eso le pareció bien, se dispuso a responder a sus preguntas, pero el interrogatorio no duró mucho porque no estaba demasiado elocuente. Katarina lo entendía, y parecía inducirlo a no dejar de ser como era a pesar de todo el ruido y el movimiento incesante. La vida en su juventud había sido casi igual, se había manifestado con la misma energía, lo entendía y entendía que ella se dedicara a seguirlo como si estuviera jugando con él en una conexión que nada podía romper. De todas las sorpresas que Katarina le había preparado para aquella noche, hubo una que fue especialmente chocante, la que tuvo que ver con una mujer de más o menos su edad que se afanaba en preparar bebidas para todos. La estuvo observando durante unos minutos, esperando quizás que comenzara algún tipo de charla animada o sorprendente con alguien, pero no fue así. Ni un sólo momento dejó de tener la seguridad de que se trataba de alguien especial en la vida de Katarina y que había sido invitada con el único objeto de que él pudiera conocerla. No tenía por costumbre enfrentarse a las novedades con una impaciencia que lo descubriera, y de la misma forma excepcional le pidió que se la presentara. Con el ruido de la música apenas podían escuchar sus palabras, pero hubo algo que dijo la muchacha que entendió con nitidez -Es mi madre, Tegina-. Hablé con ella y me previno del daño que podía hacer, ese era el motivo que la había llevado hasta allí; era natural pero no le hice mucho caso. Busqué a Katarina porque ya no me sentía a gusto, pero parecía haber desaparecido. Salí de la fiesta y entré en el único bar que había en la calle, estuve allí sentado mirando a la calle, sumido en mis pensamientos por largo tiempo. Todo aquello en lo que podía pensar se manifestaba la contradicción del amor que quebrantaba todas las reglas, y yo, en medio de moral y conciencia desplazándome en los últimos años de mi vida, tal vez, la últimas horas. Volví a sentir una tristeza que creía olvidada por pertenecer a una especie de soñadores a punto de extinguirse, y entorno a éstos, la inclinación práctica por la supervivencia que todo lo devora. Mientras intentaba encontrar una razón que terminara con el abismo que se abría entre nosotros y el amor carnal, iba perteneciendo más que nunca a mis recuerdos. Allí encontraba sentido a la vida, me afanaba por apartar lo inesperado y aceptar sólo aquellos que me habían dado los mejores momentos.

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