LA SEÑORA DALLOWAY

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Virginia Woolf : La Señora Dalloway

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Clarissa creía que no tenían la más leve idea de la solución, era sencillamente éste: aquí había una habitación; allá, otra. ¿Acaso esto lo solucionaba la religión, el amor? El amor... Pero he aquí que el otro reloj, el reloj que siempre daba la hora dos minutos después del Big Ben, hizo acto de presencia con el regazo lleno de mil cosas diferentes, que dejó caer, como si nada se pudiera objetar al Big Ben, dictando la ley con su majestad, tan solemne, tan justo, aunque también era cierto que Clarissa, además, tenía que recordar muchas cosas menudas la señora Marsham, Ellie Henderson, los vasos para los sorbetes , todo género de pequeñas cosas que acudían en tropel, saltando y bailando tras la estela de aquella solemne campanada que yacía plana, como una barra de oro sobre el mar. La señora Marsham, Ellie Henderson, los vasos para los sorbetes: Debía telefonear inmediatamente. Voluble turbulento, el tardío reloj sonó, tras la estela del Big Ben, con el regazo lleno de bagatelas. Golpeados, quebrados por el ataque de los carruajes, por la brutalidad de los camiones, por el ávido avance de miríadas de hombres angulosos, de mujeres vistosas, por las cúpulas y agujas de edificios oficiales y hospitales, los últimos restos de los misceláneos objetos que llenaban el regazo parecieron chocar como la espuma de una ola fenecida contra el cuerpo de la señorita Kilman, quieta en la calle durante un instante para musitar: Es la carne. La carne era lo que debía dominar. Clarissa Dalloway la había injuriado. Era de esperar. Pero ella no había triunfado; ella no había dominado la carne. Era fea y torpe, y Clarissa Dalloway se había reído de ella por serlo; y había resucitado sus carnales deseos, ya que le molestaba tener tal aspecto al lado de Clarissa. Y tampoco podía hablar tal como lo había hecho. Pero, ¿por qué deseaba parecerse a ella? ¿Por qué? Despreciaba a la señora Dalloway desde lo más profundo de su corazón. No era seria. No era buena. Su vida era un entramado de vanidades y engaños. Sin embargo, Doris Kilman había sido avasallada. En realidad, muy poco le faltó para echarse a llorar cuando Clarissa Dalloway se rió de ella. Es la carne, es la carne murmuró. Porque tenía el hábito de hablar en voz alta, para sí. E intentaba dominar este turbulento y doloroso sentimiento, mientras avanzaba por Victoria Street. Rezaba a Dios. No podía evitar el ser fea; no podía permitirse el comprar lindos vestidos. Clarissa Dalloway se había reído. Pero ella concentraría su mente en cualquier otra cosa hasta llegar al buzón. De todos modos, le quedaba Elizabeth. Pensaría en otras cosas, pensaría en Rusia hasta llegar al buzón.


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