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Los buitres desterrados La obligación de echar los desperdicios de las granjas en contenedores para evitar la contaminación de los acuíferos provoca la desaparición de la buitrera de Landete y el enfado de los ganaderos SILVIA PEINADO, G. Campalbo. Nubes, humo, incluso alguna pa­ loma. Éstas son las cosas que es más fácil ver si miramos al cielo. Los más observadores se pregun­

guntarán qué ha sido de los bui­ tres que antaño revoloteaban cer­ ca del monte. Quizá no mucha gente haya notado su desapari­

Buitres después del festín. / ARCHIVO.

ción, quizá nuestro frenético ritmo de vida nos priva de echar un vistazo al cielo de vez en cuando y contemplar a sus habi­

tantes, quizá somos demasiado egoístas para darnos cuenta de lo que pasa a nuestro alrededor. Lo cierto es que, aunque no nos fijemos, los buitres, al igual que otras especies, son cada vez más difíciles de encontrar y la causa la tenemos delante de nosotros: el hombre y sus raros hábitos: La idea, en principio ventajosa, de tirar los restos de animales en contenedores, ha supuesto un problema gravísimo para la supervivencia de estas aves carroñeras. Sin embargo, los contenedores, que parecían una solución, tienen demasiados inconvenientes. La única ventaja es que, al no enterrar a los animales, no aparece la contami­ nación que antes había y dañaba los acuíferos. Las desventajas son que el camión que debe transportar los cadáveres va de una granja a otra y puede transmitir enfermedades. Ade­ más, a parte del dinero que cuesta cada contenedor (400 euros), hay que pagar un seguro muy caro. Existen varias alterna­ tivas a este método, una de ellas consistiría en construir buitreras, es decir, terrenos cercados en los que echar los animales muertos para que sirvan de alimento a los buitres; también se podrían excavar fosas sépticas (especie de pozos recubiertos de hormi­ gón) que evitarían la contamina­ ción acuífera. Todo esto se da en un contexto de crisis del sector porcino con precios muy bajos desde hace años y uno de los pocos sustentos económicos de esta deprimida zona.

"¿Nos vamos a por hongos?" La afición a buscar níscalos atrae hasta nuestros montes a miles de personas ROCÍO MUÑOZ, Talayuelas. Muchos son (quizá ya demasia­ dos) los que se acercan todos los otoños hasta nuestros montes para recolectar el preciado nís­ calo o rebollón, una seta de apreciable valor gastronómico. Lo que en un principio era una actividad campestre que permitía gozar de un paseo fructífero por los montes, se ha convertido en una verdadera expedición de rapiña. Es muy triste contemplar cómo queda la superficie de los bosques una vez que han pasado por allí los "caballos de Atila" en busca del "hongo". No hace falta rastrillar el monte para encontrar este manjar, pero parece que la avaricia por conseguir el mayor número de kilos es superior a cualquier otra consideración eco­ lógica. A continuación, y para educar en la medida de lo posible

al novato recolector de setas, se exponen unas normas básicas para hacer compatible la recogida con el cuidado del entorno: 1. Procura llevar una cesta y no una bolsa, para que las esporas de las setas recolectadas se es­ parzan por el monte. 2. No remuevas la pinocha de la superficie con instrumentos de­ masiado agresivos, esto conlle­ varía la pérdida de riqueza del humus. 3. Corta el tronco por su base con un cuchillo, no lo arranques, para dejar la raíz en la tierra. 4. Da unos suaves golpes en la sombrilla de la seta una vez recogida para que caigan las esporas. 5. Tapa el resto de tronco con pinocha o tierra una vez cortada la seta.

"Menosprecio de aldea y alabanza de corte" ESTRELLA JOVER, Landete. Veamos que banda sonora le ponemos al día de hoy...El movimiento es mecánico; se apaga el despertador, se enciende la música. Cuando llevas toda tu vida viviendo en un pueblo de “mil y pico” habitantes, viendo a la misma gente día tras día sólo queda algo que se le pueda cambiar, y es eso mismo lo que hago yo cada mañana. Sí, se apaga el despertador, se enciende la música. Cada día un disco distinto, una banda sonora diferente. Así es como se pasan los años en el pueblo, uno tras otro; deseando que llegue el día de marcharnos a la ciudad, de romper con la rutina del pueblo, para que cada día sean otros los que te pongan su banda sonora y que cada día sea distinto: una exposición, muchas películas para elegir, teatro, tiendas... pero sobre todo, mucha gente. Cada vez que voy a la ciudad, con las manos en los bolsillos y la mirada atenta, yo practico el minoritario placer de no ir a ninguna parte, respirando aire, no tan limpio como el del pueblo, pero que airea la mente. Todos me dicen que, cuando me marche a vivir a la ciudad voy a echar de menos el pueblo, que voy a estar deseando volver los fines de semana, que la ciudad me va a cansar enseguida, que no está tan bien como parece, que el aire está muy contami­ nado, que es más caro, que tardas una eternidad en en llegar de un sitio a otro, que voy a echar de menos a mis amigos de aquí... No sé, puede que todo eso sea cierto, pero me muero de ganas por comprobarlo por mí misma.


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