Tiempos de sordoceguera

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Tiempos de sordoceguera… Por Jesús Benítez La sabiduría, es el poder de convicción irrevocable. Se alcanza, no sólo con la experiencia, los años o el conocimiento, es también fruto de una actitud esencial ante la vida: perseguir la verdad y repudiar la ignorancia. A media que vamos envejeciendo, valoramos más a quienes sean capaces de sorprendernos o deslumbrarnos en lo cotidiano, aquellos que despejen dudas y nos aporten entusiasmo, sin precisar a cambio un valor tangible. Es algo que no tiene que ver exclusivamente con lo científico y sí mucho más con lo existencial.

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Nuestros mayores y sus ‘sagradas’ sentencias, son el mejor ejemplo de esos sabios insustituibles. El tiempo, siempre va por detrás de ellos, nunca al revés. Esa es la única forma de actuar que tienen para que el macabro reloj vital no termine de ganarles la partida. Y así, una vez tras otra, sin alardes o falsa modestia, aquellos que por edad podrían estar más cerca del adiós definitivo, nos dejan boquiabiertos con reflexiones desinteresadas de grado superior, insuperables, dogmáticas y a la vez pedagógicas, instructivas, cual consejos imborrables que superan con creces el silencio. Puede que hablen poco, tal vez lo preciso, siempre entrecortados y, en muchos casos, con síntomas de agotamiento, pero aquellos que atesoran por encima de las 6 décadas, suelen ensalzar en sus alusiones, esa sabiduría privada, entre metafóricos y divinos, siempre clarividentes, que nos permiten madurar, abandonar la ingenuidad o el desconocimiento. Son como refranes vivientes, de carne y hueso. Para todo tienen una ‘puntilla’, valoración analítica o socorrida explicación en base a experiencias personales o a las del entorno en el que se desenvuelven. No fallan, están en permanente poder de la inexcusable razón, ésa misma que previamente les pide permiso para sentar cátedra… Erramos al manifestar ‘juventud, divino tesoro’. No, ni mucho menos. Es justo al contrario: la vejez es el mapa de todos los tesoros, maná de la sabiduría inagotable, fuente del saber. Hasta los silencios de una persona de avanzada edad dicen mucho, más de lo que imaginamos. Ahí va un ejemplo, que no será (seguro) el último: mi padre, en los años finales de su vida, perdió la visión en uno de sus ojos y veía con dificultad en el otro. Al principio, lamentaba sus circunstancias, maldecía el infortunio, pero no eran pocas las ocasiones en las que nos dejaba sin palabras al preferir su dolencia “antes que a ver tanta desgracia como hay en el mundo”. Con más de ochenta, luchadas e intensas primaveras a sus espaldas, mi padre fue perdiendo también el sentido del oído. Imploró al diablo una razón para explicar sus males, pero no obtuvo respuesta. Para remediarlo, adquirimos unos avanzados audífonos, a los que no se adaptó y rechazó usar: “Es mejor no escuchar, no hay nada bueno que oír”, decía.

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Los desgraciados acontecimientos diarios, aquellos que toca vivir directamente o los que nos salpican en los medios de comunicación, nos llevan a la extenuación depresiva, al llanto recurrente, nos sumen en un atolladero sin salidas. No hay margen para el sosiego, ni recesos que permitan un suspiro: a un momento difícil o traumático, le puede seguir otro aún más devastador. Tan hostil e insoportable puede llegar a convertirse la existencia, que desearíamos pasar periodos transitorios de sordoceguera, sin ver, ni oír nada. Por muy terrible o injusto que aparentemente parezca, la sabia naturaleza humana genera de forma espontánea un sistema de inmunidad ante ese dolor que nos masacra el alma, a modo de sorderas o pérdidas de visión. Así de duro y paliativo a la vez. Es la única fórmula al uso: el deterioro progresivo de aquellos sentidos que palpan la evidencia del drama ambiental que nos rodea, para que el daño tenga un sedante o remedio que mitigue. Esa solución misericordiosa les llega a aquellos que están en el trámite final de sus vidas, intentando que ésta les sea algo más soportable. Los que aún vemos u oímos, debemos adaptarnos al dolor, superar si podemos los avatares diarios, pues tarde o temprano, nadie queda ajeno al momento en que todo se va silenciando y volviéndose oscuro... © Jesús Benítez – mayo de 2012

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