Leer Zulmira murió

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zulmira murió

Virgínia do Carmo ZULMIRA MURIÓ

Con ilustraciones de Julia Andrés Oliveira

Zamora, 2023

Edición limitada de 200 ejemplares

Título original: Zulmira morreu.

©Virgínia do Carmo. Poética Edições (2021).

© Sabaria Asociación Cultural, Zamora, 2023 (de esta edición).

© Julia Andrés Oliveira, 2023 (ilustraciones).

Traducción: Concha López Jambrina.

Revisión: Jesús Rebollo Prieto.

Diseño, maquetación y cubierta: Jesús Rebollo Prieto.

Ilustración de cubierta: Julia Andrés Oliveira.

ISBN:

Depósito legal:

Edita: Sabaria Asociación Cultural, Zamora, 2023.

Imprime: La Tipo Servicios Gráficos.

Y a través de la madre el hijo piensa

Que ninguna muerte es posible y las aguas

Están unidas entre sí

Por la mano de él que toca la cara loca

De la madre que toca la mano reveladora del hijo

Herberto Herder, La cuchara en la boca

Muchas mujeres se transforman en paisajes

Daniel Faria, Hombres que soncomo lugares mal situados

Preámbulo

Me encontré a Zulmira muerta en las páginas de un periódico, hace algunos años. La gente de la villa no habló de otra cosa durante días. Oí innumerables versiones y explicaciones sobre el final de la existencia de una mujer poco más mayor que yo, madre de dos hijos, como yo, con quien me crucé tantas veces en la pequeña villa donde ambas crecimos.

Un mes después empecé a escribir sobre su muerte, intentando, en realidad, comprender y rescatar su vida. Me sorprendí muchas veces intentando acordarme de sus expresiones, de su mirada, de su rostro, como si yo hubiera podido notar algún indicio de la tragedia que ahora alimentaba el rumor en las calles. Aparecieron algunos textos en algún que otro periódico local. Y como yo, otras personas empezaron ahí su relación de afecto con Zulmira, una mujer real que transformé en otra mujer, con otro nombre y un cuerpo diferente, otros hijos, otras heridas, otra historia. Tal vez incluso de otra edad y de

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otro tiempo. Porque esta Zulmira de la que os hablo en este libro es en cierta medida esa mujer, pero recrecida de otras muchas que también existen realmente y que todos los días mueren de verdad. Como Zulmira murió.

A lo largo de este tiempo que entretanto pasó, fui (re)construyendo fragmentos de su historia. A pesar de que nuestro encuentro se debió a la muerte, el destino de este libro es el recuerdo y la perpetuación de la vida de todas las mujeres que me duelen a través de Zulmira, porque murieron demasiado pronto.

Subrayo que a pesar de que solo es verdadero el punto de partida, esa mujer–origen está presente en este libro de una forma incuestionable. Y es a ella a quien dedico todas las páginas y todas las lágrimas. A ella y a sus hijos, también ellos reales.

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Del peso de escoger

Pesó las naranjas de noviembre, los orvallos de enero, las flores de mayo. Lo pesó todo con el cuerpo cerrado a la alegría. Los ojos vivos de Tomás, los ojos opacos de José, los ojos variables de Vera. Lo dispuso todo en las dos mitades de sí misma, en la mitad que quería vivir y no podía, y en la mitad de sí misma que quería morir, pero no moría.

No le quedaba siquiera la elección entre la vida y la muerte, tan solo escoger el día de morir. Por la manaña o por la tarde, ahora o después.

Pesó las alegrías y las amarguras, las sonrisas y las lágrimas, el deseo y el desánimo. El destino debe ser tan ciego como la justicia porque la balanza fue implacable.

Zulmira tuvo mucha dificultad para decidir cómo morir. Ella no sabía nada de nada, ni siquiera las maneras de morir cuando uno quiere. No quería asustar a sus hijos con su sangre derramada, no quería ni que la viesen

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muerta. Quería morir con el menor número posible de consecuencias.

Recordó que de pequeña había oído contar el caso de la tía Guillermina, que encendió el gas de la cocina y cerró la puerta, acabando así por morir sin gran sufrimiento y sin grandes perturbaciones en el orden de las cosas. Sería exactamente así, estaba decidido.

Fue por la mañana.

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De la deshonra

Zulmira había crecido en un pequeño barrio de una pequeña villa del interior, bajo el estigma de la bastardía. La llamaban Zulmira, la “zorra”1. No se lo llamaban abiertamente. Como si salvando sus oídos de las palabras, le evitasen así el daño del eco. Pero así era cómo hablaban de ella.

La madre era una buena mujer. Lo que le ocurrió fue que creyó que los estremecimientos del cuerpo tenían siempre raíces en el alma. En los sentimientos puros y castos que nacen mucho más adentro de la piel. Y así se entregó a la deshonra, inocente y apasionada.

El desencanto que la inundó los restantes días de su existencia, después de la dolorosa lección con la que la

1 En Trás-os-Montes, se usa este epíteto para designar a las hijas nacidas fuera del matrimonio (N.T).

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vida le quitó la inocencia fue tal, que la madre de Zulmira nunca más quiso saber de hombre alguno. Y muchos fueron los que, atendiendo a su condición de deshonrada, probaron suerte. Pero ninguno de ellos llegó a experimentar el deleite de sus formas de mujer. Zulmira admiraba a su madre, que se levantaba temprano para ir a las jeras, o, en días menos duros, hacer limpieza en las casas más bonitas de los barrios buenos de la villa. Que trabajaba de sol a sol, y que trabajaba cuando no había sol y el hielo le agarraba las manos, torturándole los gestos. Trabajaba como pocas mujeres, para criar a la pequeña Zulmira.

La criatura sufría con el distanciamiento de los abuelos que renegaron de la hija deshonrada y de la nieta ilegítima. Pero no le decía nada a su madre para no aumentar el caudal de lágrimas que todas las noches ella entregaba al cansancio en la paz de la almohada. Bien oía Zulmira su llanto oprimido bajo la mordaza del silencio. El ruido que hacía al correr para desaguar en mañanas siempre iguales.

Despertaba a Zulmira con una caricia en la frente. Todos los días y todos los días le decía: Dios te bendiga, hija mía.

Cuando Zulmira entró en la escuela, su madre sintió miedo por el bienestar emocional de Zulmira. Los otros niños, con refinamientos de maldad, constantemente le iban a recordar a la pequeña su condición de zorra todos los días.

Preocupada, decidió anticiparse y fue a la escuela, para hablar con la maestra. Le contó la historia de su vida. Compungida, le pidió que no castigase a la hija por los

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errores de su madre. Que la tratase como a las demás niñas. Que no dejase que las otras niñas humillasen a su hija.

La maestra, una mujer austera de mediana edad, habituada ya a los rigores del invierno social de este país nuestro aún asimétrico, le dijo que sí. Pero al día siguiente decidió, sin querer, que Zulmira sería su peor alumna. Porque ninguna niña sin padre podría tener un gran provecho escolar. Y la colocó en la última fila de la clase. Sin querer. Siguiendo, inconsciente, las sendas sencillas dejadas por los estigmas sociales del tiempo y del lugar.

Zulmira se dio cuenta. Pero no quiso preocupar más a su madre. Ni siquiera cuando las otras niñas comenzaron a reírse de ella en el recreo, porque tenía un padre que no era su padre. Su madre nunca le había explicado claramente qué había ocurrido para que nunca hubiese conocido a su padre. Pero Zulmira sabía que mientras tuviese aquella madre no le haría falta ningún padre. Era tácita pero sólida la complicidad que las unía. Una apretada trama de emociones que las independizaba del mundo.

Por eso cuando su madre le faltó a los 21 años de edad, Zulmira se perdió en las redes de los amores fáciles. Tropezó trágicamente con el padre de sus tres hijos y en la caída perdió el andar. Y así se volvió dependiente. Para siempre.

Zulmira murió
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