El puerco

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SABARIA fue un territorio casi mítico, extendido a ambos lados de la Raya, entre Zamora y Trás-os-Montes, cuya existencia solo se conoce por unas pocas fuentes visigóticas. Su nombre parece ligado de una manera secreta a Martín de Braga, evangelizador de los suevos, nacido en Panonia, quizás en la ciudad de Savaria, la actual Szombathely. Martín es el primero en reseñar un continuum cultural de la Raya: las mascaradas de invierno. SABARIA nace con la voluntad de crear un nuevo espacio de encuentro entre las artes portuguesas, en especial la literatura, y las hispánicas –en castellano y en leonés-, para ser como un espejo en el que mirarse y también con el que poder cruzar al otro lado.


Edición limitada a 200 ejemplares Nº 1

Título original: O porco de Erimanto e outras fábulas A.M. Pires Cabral (2010) Traducción: Concha López Jambrina. Revisión: Jesús Rebollo Prieto. Cubierta, diseño y maquetación: Jesús Rebollo. Todos los derechos reservados. Las ilustraciones proceden de dominio público (Nuevas figuras de sombras chinescas, Juan Llorens, 1859. Col. Metropolitan Museum of Art).

ISBN: 978-84-09-42022-3 DL: ZA 79-2022 Imprime: La Tipo Servicios Gráficos Edita: Asociación cultural "Sabaria"


A.M. Pires Cabral (Chacim, Macedo de Cavaleiros, 1941) se licenció en Filología Románica por la Universidad de Coímbra. Fue profesor de enseñanza secundaria en Vila Real, animador cultural, coorganizador de las Jornadas Camilianas. Ha publicado hasta el momento cerca de seis decenas de títulos de poesía, teatro, novela, cuento, ensayo y crónica.



A.M. PIRES CABRAL

El puerco de Erimanto y otras fábulas



Aportaciones para la historia de este libro La obra de un escritor se parece más a un cordillera que a una planicie. Quiero decir, que siempre tiene altibajos. Quiero decir, que unas obras, sea por el motivo que sea –por calidad intrínseca o por cualquier otro factor más o menos imponderable–, gozan de una recepción más cálida que otras. El público lector es muchas veces caprichoso, imprevisible, y puede muy bien suceder que le guste aquello que juzgábamos que detestaría, y que deteste lo que juzgábamos que le gustaría. Por la parte que me toca, también hay en el historial de acogida del producto literario que sale de mi oficina –y ya van sesenta y tantos títulos–, algunos momentos de éxito y hasta de moderado entusiasmo, a la par de otros momentos de total indiferencia. La primera de esas situaciones ocurre, por ejemplo, con el cuento “El puerco de Erimanto o los peligros de la especialización”, que ya ha sido traducido al eslovaco, catalán y castellano (en este caso, se han hecho tres traducciones diferentes, contando esta). Por otro lado, el libro en que el cuento se incluye llamó la atención de unos cuantos críticos literarios, algunos de los cuales se desempeñana en publicaciones de prestigio y credibilidad de nivel nacional (Colóquio Letras, Expresso, Jornal de Letras, Revista LER). He anotado los siguientes: Alberto Velho Nogueira, Andreia Brites, António Guerreiro, Hugo Pinto

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Santos, José Mário Silva, Márcia Seabra Neves, Pedro Mexia y Pedro Serra. Todos ellos, salvo una excepción –y a medias–, encontraron en el libro razones para elogiarlo. Por fin, guinda escarchada en lo alto del pastel, El puerco de Erimanto y otras fábulas resultó ganador en 2010 del Gran Premio de Cuento ‘Camilo Castelo Branco’, promovido por la Associação Portuguesa de Escritores y la Câmara Municipal de Vila Nova de Famalicão, un premio nacional y prestigioso. No doy estos datos por inmodestia, como podría juzgar alguien que me conociera. He llegado a una edad en la que la inmodestia ya no me tienta; por el contrario, me aborrece. Los doy porque de algún modo pueden justificar la publicación de este libro en Zamora, ciudad casi portuguesa. Y –ya que estoy haciendo una especie de reseña de la historia de este libro– no será ocioso informar al lector español sobre la génesis del mismo. Comenzaré por decir que siete de los cuentos aquí reunidos fueron publicados por primera vez en otro libro titulado O homem que vendeu a cabeça, publicado en 1985, en una discreta editorial de Lisboa, llamada Nova Nórdica. Teniendo razones para creer que la distribución de este libro no haya sido la suficiente, me lancé entonces a reformular, a veces profundamente e incluso el título, los cuentos, y, añadiéndoles tres nuevos cuentos, los di a la estampa en 2010, en las añoradas Edições Cotovia. Para señalar bien las diferencias con el prototipo de 1985, le di otro título: O porco de Erimanto e outrasfábulas. Es el libro que el lector tiene entre manos, ahora en traducción española, y ojalá que no le desagrade del todo.

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Aportaciones para la historia de este libro

Casi terminando esta breve nota introductoria, siento que es mi obligación agradecer a Concha López Jambrina y a Jesús Rebollo que hayan encontrado en el libro méritos suficientes para justificar su traducción. Y que lo hayan traducido tan acertadamente. Y que publicándolo me hayan dado motivos para pensar que no fueron en vano las horas sentadas frente al ordenador, a dar tumbos con la escritura no siempre fácil de estas historias que, casi todas ellas, rondan lo absurdo –que es, como todo el mundo sabe, la versión más acabada y fiable de lo real–. Por fin, quiero darles cuenta de la alegría, y del honor que me hacen, por haber sido escogido mi libro para inaugurar una línea editorial que lleva Sabaria por nombre. Es otro título de gloria que acrecienta su historial. Sabaria fue, por lo que me cuentan “un territorio casi mítico” que abarcaba las tierras de Zamora y de Bragança. Dos ciudades hermanas, que mucho y bien se quieren la una a la otra. La proverbial cortesía castellana determinó que el primer libro publicado en Sabaria sea la obra de un bragançano, reforzando así los lazos de amistad y de cariño entre dos regiones que, en las cosas que tienen que ver con el corazón, son al final solo una. Gracias, Concha y Jesús, por este gesto de tan grande significación.

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El puerco de Erimanto O Los peligros de la especialización No se extrañen de las lágrimas en mis ojos, vengo de visitar a padre. –Lo va a encontrar peor –me previno el doctor Moisés Varela, en cuanto me vio–. Ya casi no habla. Gruñe, solo. Dificilísimo de entender. Por lo demás, no tiene ni la más mínima intención de comunicarse sea con quien sea. Incluso preparado para el deterioro que el intervalo de seis meses con que espaciaba mis visitas sin duda debía haber producido, la visión de padre me aterrorizó y a la vez me angustió. Como si quisiese armarme de coraje para verlo cara a cara, espié primero por la pequeña mirilla acristalada de la puerta. Padre estaba al fondo del cuarto, doblado sobre sí mismo (ese doblado sobre “sí mismo” era algo más psicológico que físico, no sé si entienden lo que quiero decir), exactamente como un cerdo estaría en su pocilga. Tenía el tronco desnudo y, como había engordado bastante, su dorso se parecía cada vez más al lomo lustroso de un Large White. –No hay quien pueda tenerlo vestido –explicó el doctor– Lo rompe todo con los dientes. Nada, por otro lado, que se aparte de la lógica del caso. Me fijé en que sus caninos habían sufrido una notable hipertrofia y, si se mantenían a aquel ritmo de crecimiento, pasados algunos meses más acabarían sin duda por parecerse a las navajas de un jabalí.

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–El dispendio se evita permitiendo que ande con el tronco desnudo – concluyó el doctor. Cuando se abrió la puerta, Padre debió de sentirse acosado y buscó el lugar más apartado del pequeño aposento, la mirada baja y expectante clavada en los intrusos: el doctor y yo. –Padre, soy yo; Jerónimo, su hijo. Pareció tranquilizarse un poco. Pero no habló. Solo hizo un breve gruñido en el que me pareció entender un registro amigable y grato. Sin embargo, cuando avancé hacia él con los brazos abiertos, dio un nuevo gruñido, esta vez claramente hostil. Y me di cuenta de que si no paraba, podría embestir contra mí. Me contuve amedrentado. –Padre, ¿está mejor? No dijo nada. Se quedó en su rincón, acorralado, hirsuto y dispuesto a luchar en caso necesario. –Le traigo recuerdos de madre. Y de la prima Constanza. De todos, realmente. De mi mujer también. Y de sus nietecitos. Todos le echan mucho de menos y esperan que en breve vuelva al seno de la familia. Dije esta parte final con voz trémula, porque, aunque ese fuera ciertamente nuestro deseo, sin lugar a dudas el progreso inexorable de la enfermedad jamás lo permitiría, y yo ya sabía eso. Cuando miento o busco animar a un enfermo en fase terminal, se me quiebra siempre la voz, por eso soy una pésima visita para los enfermos. Pero Padre pareció indiferente a la conmoción de mi voz. Se mantenía acorralado en su rincón, los ojos bajos e inexpresivos –y ahora más menuditos que nunca, unas pequeñas cuentas brillantes como los ojos de un puerco– fijos en mí. –Le traje esta suculenta calabaza –dije yo, sacando de una bolsa de plástico una bonita calabaza de tamaño medio y exhibiéndola ante él, como intentando comprarle una reacción de simpatía. Padre reaccionó a la calabaza. Se acercó con mil prevenciones, lleno de

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perfidia, y me la quitó de la mano con un golpe seco. Después se apartó furtivamente para su rincón y se puso a comérsela. Desvié los ojos, incómodo, Padre arrancaba directamente de la calabaza, con los dientes, grandes bocados que masticaba con ansia. Incapaz de soportar la escena, lancé la mirada alrededor del aposento. Y entonces vi, en el rincón opuesto al de Padre, un montículo de heces. –¿Qué es aquello? –pregunté severamente al doctor. –Tiene aspecto de ser excrementos –me respondió con naturalidad–. Entienda, ya desde primera hora estamos limpiando, pero entretanto… ¿Qué se hace en un caso de estos? Se llora, sin duda. ¿Y qué se consigue? ¿Remediamos así algo con nuestro llanto? Como mucho aliviamos la conciencia, que para eso sirve la conmoción – un dispositivo destinado a darnos una buena conciencia–. Como quien se lava las manos tal cual hizo Pilatos o como quien dice: “Me entristecí, nada más puedo hacer. Estoy en paz con aquello que me entristeció.” La realidad es que salí del hospital conmovido hasta lo más profundo de mí. El proceso de suinificación de Padre parecía ahora velocísimo y totalmente irreversible, y un médico amigo ya me había hecho saber que si aceptaban mantenerlo en el manicomio, no era porque hubiese esperanza alguna de cura, sino porque Padre constituía un caso patológico poco común, jamás descrito, y habría de constituir el tema principal de la tesis de doctorado del Dr. Moisés Varela, profesor ayudante de Psiquiatría en los Hospitales Centrales y médico interno del Instituto de Salud Mental Aureliano Mezquita, quien, con el implacable olfato de los buitres, fue el primero en olisquear allí materia para un case study sensacional. Confieso que la tragedia de Padre, que era, por natural repercusión, la tragedia de toda la familia, si bien es cierto que a veces nos deprimía y llegaba a incomodar, a ratos nos parecía más llevadera por la expectativa de ver su caso descrito en una tesis de doctorado. Nunca ninguna tesis de Psiquiatría

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se había ocupado de ningún miembro de la familia, y esto nos parecía un buen comienzo. La contribución de Padre a la ciencia médica – y no solo ya para la odiada ciencia histórica– acababa por ser orgullo para todos nosotros. Al menos quedaba esa lucecita brillando, esa contrapartida de satisfacción frente a la negrura de la tragedia. Habrá, sin duda, quien desee saber, por boca autorizada de una persona de la familia, cómo ocurrió todo. Especialmente de una persona que haya seguido tan de cerca la evolución de los acontecimientos. Yo lo he hecho. Yo puedo contar la historia, y si la escribiera algún día, la titularé “Los peligros de la especialización” o quizás, “El demonio de la especialización”. Y no necesitaría rematarla con un aviso muy serio a todos los incautos: “¡Nunca lleven demasiado lejos el ansia de la especialización!”, porque la historia, de tan explícita, me dispensaría de eso. En estos tiempos tan propicios a la especialización, una especialización a la ligera, llevada al absurdo, tal vez fuese buena idea considerar el precio que se puede exigir a cambio de aprender todo lo posible sobre cualquier cosa, sea la que sea: el pubis o la pelvis, Paris o París. Padre era, cuando gozaba de salud mental, un autodidacta muy considerado en los medios científicos. No pudo obtener un grado superior porque infelizmente los bienes del abuelo eran escasos para una aventura de esas, pero traía dentro de sí y acariciaba el gusanillo de la Historia. Gusanillo que no dejó de engordar con el paso del tiempo. Ya casado, céntimo que conseguía rescatar del sustento de la familia lo invertía en libros de historia; toda hora que le conseguía robar a los quehaceres profesionales la pasaba en la Biblioteca Municipal consultando manuales de Historia. De ese modo fue adquiriendo una formación consistente –y la correspondiente reputación–. Se convirtió en lo que se podría llamar un sabio. Recurrían a su voto de desempate, en pendencias y polémicas, académicos enfrentados. Las revistas más prestigiosas se disputaban sus artículos, los pagaban a peso de oro, hasta

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el punto de que un día Padre pudo dejar su puesto en la función pública y pasar a ganarse la vida con artículos y conferencias. Fue elegido por unanimidad y aclamación socio corresponsal de cuatro academias extranjeras: una en Bélgica, otra en Egipto, la tercera en Guatemala y la cuarta, nada menos que la exigente The Historians Society de Montgomery, Alabama. Tenía los diplomas enmarcados en una pared de su gabinete de trabajo. Todavía están allí, porque creemos que ese es su lugar –¡pero, Dios mío, cómo duelen!–. Lo tenía todo para ser un hombre feliz. Había realizado su sueño y vivía para contemplar su realización. ¿Qué más podía desear? Y un día, inopinadamente, entró en él el demonio de la especialización. –Sé lo esencial sobre Historia Universal –nos dijo un día, mientras se sentaba a la mesa del comedor–. Estudié mucho, y hoy puedo proclamar eso con orgullo. Pero no soy feliz. Reconozco que mi saber es extenso, pero tal vez no profundo. Siento necesidad de enfocarlo y profundizarlo. Ya me he decidido: de aquí en adelante me concentraré en la civilización griega. Y así hizo, despreciando todo lo demás. Pasó dos años zascandileando entre Cnossos y Nicosia, entre Alejandría y Atenas, observando in loco las condiciones de clima y geografía que habían contribuido al esplendor de la civilización helénica. Nos escribía desde allí largas cartas entusiasmadas y entusiasmantes. Sin embargo, en las últimas nos parecía traslucir un cierto desencanto. Era como si estuviese a camino de la saciedad en lo que se refiere a la civilización griega y necesitara concentrarse, dentro de ella, en algún asunto particular. Y daba a entender su fascinación por la mitología griega. “Es verdaderamente admirable”, escribía él en una de sus cartas, “cómo el pensamiento griego se plasmó en la mitología y cómo la mitología griega responde a todas las cuestiones esenciales de la existencia humana. Admirable y profundo. Creo que nadie ha estudiado esto todavía como se debe, incluyendo Cornford y Vernant y todos los demás.”. Y dijimos para nosotros:

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–Ya dio en qué entretenerse. El próximo objeto de su especialización será la mitología griega. Y así fue, realmente. Entonces aprendió todo sobre mitología griega. Leyó, consultó, asistió a la Universidad de Atenas que, una vez resueltas las minucias de la ausencia de un currículo convencional, de buen grado le ofreció un puesto de profesor invitado. Un buen día, de paso por Nápoles, vio en un museo la estatua a la que llaman Hércules Farnesio y se quedó impresionado. ¿Contemplando la belleza intemporal de la estatua? No: dándole vueltas a los trabajos de Hércules, el atribulado gigante de Beocia. Fue ese el momento en que le nació en el espíritu la idea de restringir aún más su área de especialización. Se dedicaría en adelante, con todas sus energías y capacidades a estudiar los animales mitológicos que Hércules, por la fuerza o por la astucia, tuvo que vencer. Regresó a Lisboa con enormes cajones cargados de bibliografía e iconografía sobre el León de Nemea y demás alimañas sobre las que se erigía la fama de Hércules. En breve sabría todo sobre el asunto. Pero el demonio de la especialización continuaba a caballito sobre él. –¿Sabéis? –dijo un día– tantos animales mitológicos constituyen todavía un área demasiado vasta para llegar a saber algo que valga la pena sobre cada uno de ellos. Ando pensando seriamente en centrarme en un único animal. Solo tengo dudas en la opción. Hay dos que me atraen: la Hidra de Lerna y el Jabalí de Erimanto. Cualquiera de ellos tiene mucha tela que cortar. Acabé por ser yo – podría haber sido Madre, o la prima Constanza, o incluso mi mujer, aunque esta por lo general nunca se inmiscuyera en los asuntos de Padre, al que ya por entonces (¡premonitoriamente!) llamaba en secreto “el Pirulas”–, pero quiso el destino que fuera yo quien le diera el pálpito fatal.

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–El Jabalí, Padre. Siempre es un animal de cierto peso, e incluso de cierta nobleza. Además existe de verdad, lo que le puede proporcionar pistas, en materia de anatomía y comportamiento, para el estudio de tal ser. Ahora que, una hidra… ¿Quién ha visto nunca una hidra? –Pues sea –decidió–. De ahora en adelante me dedicaré en exclusiva al Jabalí de Erimanto. Y lo cumplió. Estudió con empeño, de nuevo marchó para Grecia y anduvo por allí siete meses; nos iba mandando cartas en las que se felicitaba por haber escogido tan sugestivo y sucinto asunto para su especialización. A punto de regresar, nos escribió una carta jubilosa en la que se vanagloriaba de saberlo todo, pero todo, sobre el afamado cerdo, incluyendo la genealogía y los hábitos nocturnos. Fue entonces cuando torcimos el gesto. De nuevo entre nosotros, Padre vivía radiante. Se diría que su ansia de especialización había culminado y podía ahora gozar los laurales de ser indiscutiblemente la máxima autoridad mundial sobre el Jabalí de Erimanto. Pero una noche en la que todos salimos a cenar para festejar el cumpleaños de la prima Constanza, oímos estremecidos a Padre que pedía al camarero: –Torreznos del Minho1. Pero del Jabalí de Erimanto, por favor. Por un reflejo de defensa, intentamos encauzar esto como una especie de broma. Pero Padre, ante la negativa del empleado, se amohinó y se negó a escoger otra cosa. Intercambiamos miradas, preocupados. Había sucedido aquello que nos temíamos sin habérnoslo confesado nunca: la especialización llevada a aquellos extremos perturbó psíquicamente a Padre. Rojões à moda do Minho es plato típico del norte de Portugal. Consiste en trozos de magro de cerdo marinados y fritos, con variada guarnición.

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Y todo ocurrió entonces a una velocidad meteórica. No fue posible minimizar la enfermedad. En casa a la hora de las comidas, Padre unas veces suplicaba, otras exigía con altos bramidos la casquería anatómica del jabalí de Erimanto. Él, que se había apoderado intelectualmente del jabalí, ansiaba ahora consumar físicamente esa posesión, deglutiéndolo. Un día quería pie del Jabalí de Erimanto; otro día, jeta del Jabalí de Erimanto. La situación se volvió insostenible. Llegamos a consultar cuatro psiquiatras. Todos fueron unánimes en recomendar el internamiento y en asegurar que la cosa solo podía ir a peor. Un día metí a Padre en el coche y lo llevé al Instituto de Salud Mental Aureliano Mezquita. Le dije que íbamos a ver el mar a la Boca del Infierno. Lo más punzante y doloroso en medio de todo esto es que él sabía perfectamente a dónde lo llevaba. Y por el camino, repetía sin cesar, con voz compungida: –¡Fue todo en vano ¡ ¡Fue todo en vano! Cuando lo visité por primera vez, me llamó Hércules y mostró una sorprendente hostilidad. Comenté esto con el psiquiatra de servicio, el doctor Moisés Varela. –Hum –hizo él, torciendo la nariz–. Ya estoy viendo en que va a resultar esto: acabará por identificarse con el tal jabalí. (Fue cuando el doctor se interesó por el caso y nunca más lo dejó). Su pronóstico, desgraciadamente, se demostró acertado. Evito relatar más detalles de aquel patético viacrucis de Padre en su proceso de suinificación. Con lo que he relatado bastará. A veces no puedo dejar de sentirme incómodo, con un ápice de remordimiento, por haber sido yo quien resolvió el dilema de Padre, sugiriéndole que optase por el puerco. Ya antes lo llamé “pálpito fatal”. ¿Pero no me

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estaré culpabilizando en exceso? ¿Será que el pálpito contrario no iría a revelarse igualmente fatal? Un día planteé estas dudas al criterio del doctor Moisés Varela. –No se mortifique por eso –me dijo–. Si tiene algunas cuentas que ajustar por ese pálpito, no será con su conciencia. Será con la propia ciencia. –¡¿Cómo?! … –pregunté, asustado– ¿Con la ciencia? –Con la ciencia. Repare. Ya vio cómo su padre se está suinificando. Bien, los cerdos, nosotros sabemos perfectamente cómo son, no era necesario este sacrificio de su padre para conocerlos por dentro y por fuera. Ahora que las hidras… ¿Cómo era una hidra? Los biólogos y los historiadores hoy día discuten mucho sobre eso, sin conseguir ponerse de acuerdo. Pues bien, si usted le hubiese sugerido a su padre que se especializase en la Hidra de Lerna, es muy probable que hoy lo tuviésemos transformado no en puerco (disculpe la rudeza), sino en una hidra. Es decir: hidrificado. Y entonces sí, el mundo sabría finalmente qué especie de animal era la hidra. Hizo un gesto de resignación. –Se perdió una oportunidad histórica. Si los biólogos e historiadores supieran que la tuvo en sus manos, lo crucificarían, se lo garantizo. Pero yo no digo nada, no se preocupe. No se extrañen de las lágrimas en los ojos, vengo de visitar a Padre.

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Índice

Aportaciones para la historia de este libro

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El puerco de Erimanto o los peligros de la especialización

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Los peldaños de la muerte

21

El hombre que vendió su cabeza

73

Hombres y sombras

85

Catarsis

101

Las visitas del señor director

115

Desiderio

127

No fiarse nunca

159

Dueño de su muerte

169

El tío Florindo o los maleficiosde la poesía

175





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