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La presente edición es el resultado del concurso El viaje, del IES María de Molina, con la colaboración de la Biblioteca Pública de Zamora. Los organizadores del concurso quieren agradecer nuevamente a José Hernández, Anunciación Palacios, Carmen Sánchez y Cecilio Vidales su labor como jurado de este certamen.

Los autores. Edición: Jesús Rebollo y Julio Eguaras Portada y maquetación: Francisco Carretero. ISBN: ………………….. Depósito legal: …………………….. IMPRIME: ………………………




Como un andar. Como una Germinación que perderá su grano Desvanecida, inútilmente, en el tiempo. Nunca igual que los túneles, Que el viajero aquel Que toma su billete a precio fijo. Es nuestra vida. Jesús Hilario Tundidor (†2021)



EL VIAJE Concurso literario del IES María de Molina Prólogo de JAM Viñas y epílogo de Andrés Sánchez. Maribel Andrés Llamero 132, Asier Aparicio 36, José Ángel Barrueco 165, Miguel Bártulo 157, Ezequías Blanco 42 52, Juan Luis Calbarro 136, Pedro Calbarro 139, Seve Calleja 114, Natalia Carbajosa 106, Choche 134, Mario Crespo 103, Luis Miguel de Dios 88, David de Juan Marcos 128, Juan Manuel de Prada 80, Julio Eguaras 63, Enrique Ferrero 35, Jesús Ferrero 162, Pablo García Casado 112, Luis García Jambrina 95, Luciano García Lorenzo 93, Rafael Á. García Lozano 127, Ángela Hernández 17, Karmelo Iribarren 66, Raquel Lanseros 113, Concha López Jambrina 48, Jesús Losada 144, Carlos Malillos 141, Pablo Malmierca 110, Julio Marinas 86, Benito Pascual 53,Concha Pelayo 56 62, Toya Pelayo 124, Luis Ramos 98, Maeve Ratón 140, Fernando Romera 59, Gloria S. de Castro 61, Tomás Sánchez Santiago 120, Ana Saragoça 67, Carmen Seisdedos 145, Atilano Sevillano 41, Pedro Simón 160, Antonio Tejedor 38, David Trueba 31, Kirmen Uribe 84, Manuel Vilas 79, JAM Viñas 156 ILUSTRACIONES de Paco Roca, Ana Eguaras, Esteban García, Manuel García y Jesús Rebollo.

PARTICIPANTES Categoría A Sara Dueñas Maíllo (Ganadora) 169 Jesús Carro 197, Alicia Fernández 181, Mario García 171, Míriam Garretas 187, María Iglesias 184, Claudia Izquierdo 186, Carla Martínez 189, Iria Miguel 190, Ángel F. Nieto 180, Cecilia Pascual 193, María Sánchez 195, Sara Wen 176

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Categoría B Irene Mateos Gallego (Ganadora) 199 Axel Antón 203, Selene Alonso 206, Isabel Bragado 213, Iliana Castro 208, Silvia de Castro 231, Marina del Barrio 229, Christian Fernández 236, Laura García 220, Pablo López 202, Alejandro Martín 234, Nuria Martín 225, Rodrigo Monje 223, Elena Redondo 211, Paz Tejero 214, Elena Tomé 219, Tomás Verdes 227

Categoría C José Luis Vecilla Pascual (Ganador) 241 Virginia Bollo 270, Benjamín Charro 251, Lucas del Río 255, Rocío Ferrero 273, Juan Luis Fontanillo 244, Laura Galindo 252, Raúl Garrido 264, Daniel Garrote 260, Luis C. Gejo 256, Francisco Hermoso 258, Luis Hernández 247, Raúl Julián 267, Luis C. López 281, José A. Muñoz 279, Ángela Pérez 270, Victoria A. Raindo 274, Sonia Sánchez 283, Rubén Santamaría 262, Antonia Tárraga 277

Categoría C2 María Mateos Gallego (Ganadora) 287 Diana Álvarez 299, Concha Castaño 302, Ángela S. Jiménez 305, Mª Eugenia Martín 291, Rebeca Martín 296, Ramiro Morán 293, Lucía Puente 289, Mª Elena Sánchez 297

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Prólogo Nómadas digitales JAM Viñas No hay nada como volver a un lugar que no ha cambiado, para darte cuenta de cuánto has cambiado tú (Nelson Mandela).

Soy humano, soy viajero. Y soy viajero porque leo y las palabras me muestran el camino. Cuando cuerpo y mente no pueden viajar juntos, al menos conviene que uno de los dos lo haga, y la que mejor está preparada para el viaje es la mente, dado que en su cerebro hay miles de neurovías rápidas que pasan por innumerables estaciones. Por eso, si se alimenta con buena literatura de viajes, la mente la degustará con deleite, pues la incorporará de modo natural a su recorrido neuronal. Apreciado ser humano, recuerda que, si no fuera por los viajes, hoy quizá no tendríamos alfabeto, ni mitos, ni ritos, ni oráculos, ni cuentos, ni museos, ni peregrinos, ni experiencia política, ni medios de

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transporte, ni turismo y, lo más importante para muchos, no tendríamos souvenirs, recuerdos tangibles de nuestro paso por otros lugares o, si lo prefieres, te lo digo de modo más estético, al estilo de Cesare Pavese: “No se recuerdan los días, se recuerdan los momentos”. Hace apenas unos miles de años, un ser humano contempló a los animales de la sabana africana deambular de un lugar para otro. Contempló que ciertos animales desaparecían durante una estación y de nuevo, al cabo de unos meses, regresaban. Comprendió que esos animales se desplazaban para mejorar su vida y, a partir de ese momento, él mismo se transformó en un “homo viator”. Comprendió que su vida se hacía caminando, buscando la forma de sobrevivir, pero también, por ser un “homo sapiens”, la forma de conocer y de conocerse. Y comprendió que el viaje estaba en la propia naturaleza: el Sol parece desplazarse por la bóveda celeste durante el día y por la noche sigue viajando de forma oculta, para aparecer de nuevo al día siguiente; los ríos se abren camino por cauces más o menos amplios hasta llegar al mar; las olas no paran en su vaivén de viajar hasta las orillas. Todo en la naturaleza es movimiento. Y nosotros, como niños que imitamos a nuestra madre, remedamos a la naturaleza, y en nuestros genes llevamos el nomadismo. Al principio, con nuestro índice, (pues aún no teníamos otros elementos más sofisticados) apuntábamos hacia un punto que nos

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llevaría a mejorar nuestra existencia y hacia ese horizonte caminábamos llevando a cuestas a nuestra familia y a nuestros antepasados. Nos convertimos en nómadas con historia, porque detrás de cada desplazamiento, de cada viaje, portamos nuestras experiencias y vivencias. Y quizá recordando a nuestros antepasados, creamos abundantes narraciones en las que aparecían siempre héroes viajeros, que fueron abriendo caminos al resto de los mortales. En nuestra cultura los más conocidos son Ulises y su periplo accidentado antes de volver a encontrarse con su mujer Penélope y con su hijo Telémaco, Jasón y sus Argonautas en su búsqueda del vellocino de oro, Hércules con sus doce trabajos o Eneas que después de la guerra de Troya le esperaba un viaje hacia las costas italianas, pues su destino era formar el embrión de la futura Roma. Pero también hubo héroes que experimentaron viajes iniciáticos al más allá, como el llevado a cabo por el músico y poeta Orfeo, que se atrevió a visitar el reino del Hades para buscar a su esposa Eurídice, o la marcha emprendida por el poeta Dante que, acompañado del también poeta latino Virgilio, recorrió el Purgatorio y el Infierno, pero que, para su viaje definitivo al Paraíso, prefirió a su amada Beatriz. Muchos llegaron a añorar su lugar primigenio, aquel que les proporcionó la primera felicidad de la niñez. El ser humano fue consciente desde su

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origen que en el viaje estaba el aprendizaje. “Cuando emprendas tu viaje a Ítaca / pide que el camino sea largo, / lleno de aventuras, lleno de experiencias.” El gran poeta Kavafis nos enseñó que nuestro punto de partida es siempre un lugar, el templo de nuestra existencia, pero si ese lugar nos dio la vida, en un futuro lejano podremos regresar a él, porque, como los padres que no piden nada a cambio, nos acogerá en su seno y solo nos hará una pregunta: si hemos sido felices en nuestro recorrido por la vida. Por eso, el ser humano debe aprender que el cuándo es menos importante que el cómo. No te preguntes jamás cuánto tiempo queda o cuántos años has cumplido, sino qué has aprendido y qué has vivido hasta llegar hasta el momento en que te hallas. El proceso, el recorrido, es decir, el viaje, es lo que colmará tu existencia. Don Quijote regresó a su hogar y murió siendo Alonso Quijano, porque lo realmente importante fue cómo vivió siendo don Quijote. Se podrá juzgar al Lazarillo al final de su vida, pero para él lo fundamental fue la experiencia y el conocimiento a través de sus amos. Hace muchos años, estudiando a Heródoto en la facultad, hallé una de las etimologías más curiosas, el origen de la palabra “historia”, y mi sorpresa fue que procedía de “hístor”, cuyo significado es “testigo ocular” o, lo que es lo mismo, “conocedor” porque un testigo puede dar testimonio de lo visto, además de ser interrogador o examinador de las

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certezas de otras personas que también “conocen” porque han visto. Así pues, el “historiador” (“hístor”) es, en definitiva, un investigador y la historia es el resultado de las observaciones o de las investigaciones de unos hechos aportados por unos testigos. En conclusión, cualquier historia, como cada una de las que se incluye en este volumen, es fruto de un proceso de investigación y, para escribirlas, antes hay que viajar o, al menos, ser testigo de unos hechos que luego, en la soledad de la habitación o en la mesa de un bar mientras se toma un café, se recrean y se conforman, como seguro lo hizo hace unos dos mil quinientos años el padre de la historia, ese autor viajero llamado Heródoto. En casi todos los concursos, cuando se le pregunta al concursante qué haría si consiguiera un suculento premio monetario, siempre hay dos respuestas esenciales: viajar (a veces desea un vehículo, que en cualquier caso le servirá para desplazarse) y adquirir una vivienda. Sin duda, en estas dos respuestas se resumen las expectativas del ser humano desde su origen: el nomadismo y el sedentarismo. Nuestros pies nos animan a caminar, a descubrir un mundo diferente al nuestro, pero las manos nos aconsejan quedar, organizar, colocar, ordenar. Los pies nos invitan a dejar todo de cualquier manera, pero las manos refrenan ese impulso. Y en estas contradicciones seguimos, pero nos

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inclinamos por la traslación, pues, si el ser humano siempre ha buscado con sus índices un punto en el mapamundi o en el firmamento para desplazarse, aunque se quede en ilusión, manifiesta que sus neuronas son nómadas y ese mismo ser humano hoy sigue apuntando con sus dedos, pero a golpe de clic, y, mientras realiza ese gesto manual, desde su ventana puede contemplar ora un paisaje marino, ora, uno montañoso, ora, uno rural, ora, uno urbano, y así es como el nuevo estilo de vida le permite regresar al nomadismo, lo que demuestra que somos unos trashumantes, a pesar de (o gracias a) las nuevas tecnologías. Querido lector, sigue apuntando con tus dedos y continúa pasando las hojas de este volumen, porque ese simple gesto te llevará de viaje y, cuando regreses de él, pregúntate si has sido feliz.

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COL ABOR

ACION

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Pensar en lo imposible Ángela Hernández No sabría decir en qué momento, pero lo hubo, el caso que es que mi raciocinio flaqueó y, sin llegar a sentir un pesimismo que no me dejaba progresar, aquella vacilación me llenó de incertidumbre. Subí al autocar en fila india. Cuando llegué al asiento que me correspondía me acomodé y comencé a darle vueltas al magín. Como lo más importante se hallaba en el punto de mira de mi destartalado cerebelo, que ya te empleaste a fondo en decirme que desvariaba y echarme en cara mi condenado control que yo ejercía sobre ti dejando tu vida mutilada, pues según el psicólogo tú tenías razón y aquello era una invasión en toda regla, quedé al margen de tu vida por propia voluntad, no quise echar más leña al fuego. Pero llegó el día en que ya no eras la misma, aun así, los 17


profesionales seguían diciendo que lo mejor era la distancia. Nadie advirtió que la distancia se construye con los elementos más propicios a la soledad y la incomunicación. Y aquello se convirtió en una nebulosa de la que tú no salías y en la que nadie osaba entrar. Hasta que un día, cansada de la propia pereza, mandé al carajo a la caterva de profesionales que al amparo de sus novedosas teorías te habían mandado a la mierda y traté de rescatarte, sin mucho éxito, he de decir también. Salí entonces al encuentro del abismo, porque aquello no podía tener otro nombre. El objetivo que me había marcado y, por ende, el que me impelía a recoger los pedazos que quedaran de tu desplome por el barranco que tú misma habías puesto en el camino era ya irreversible. Pensar en lo improbable. Desear que tú no fueras tú. Confiar, contra todo pronóstico, que aquel cuerpo no fuera tu cuerpo y esperar. Suponer que lo llegado a mis oídos fuera fruto de la imaginación, que todo fuera un sueño y un minuto después tener la certeza de que estabas a mi lado, porque, aunque no lo creas y pienses que estoy gagá por todos esos condicionantes que tenéis los jóvenes, conozco al dedillo tus resortes y, te juro que, a pesar de los cortafuegos que tratas de intercalar entre tu vida y la mía, jamás soltaré tu mano. Las ruedas del autocar rodaban enfangadas por la carretera comarcal que llegaba casi hasta los Pirineos en la frontera con Francia. Iba atestado de temporeros que había recogido en Andalucía, con pocas ganas de

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socialización y mucho sueño acumulado. Algunos eran marroquíes que venían de la Vega del Tájar de hacer la recogida del espárrago y ahora se encaminaban a Francia a recolectar fruta. Una ligera neuralgia hacía presa mi cabeza de pesadez y una somnolencia que todavía podía domeñar sin la ayuda de las aspirinas que siempre llevaba conmigo me invadió. De pronto, toda la luz que anegaba el interior del vehículo se esfumó y una oscuridad liviana, pero profética, golpeó mi cerebro sin compasión. Entrábamos en el túnel de Somport. El autocar aminoró la marcha, dio las luces de cruce y permaneció tan silencioso como lo estaba desde que arrancó. No se oía una palabra, a lo sumo, algún suspiro escapado de un pecho sin control. Daba la sensación de que a todos los viajeros les habían dado un brebaje y se hallaban desmayados. La oscuridad se me hizo eterna. Yo luchaba por ver la luz a cualquier precio y el autocar se movía lento, caminaba al albur de la fila de vehículos que le antecedía. Me distrajeron las luces de gálibo de un camión y desperté de aquel espejismo en el que me hallaba tratando, ¡pobre de mí!, de variar la naturaleza de las cosas. Fueron nueve kilómetros en los que me dio tiempo a pensar en la inutilidad de mi vida, en la esterilidad de la tuya y en cómo recoger los pedazos que había dejado la guerra, porque, digan lo que digan, tú habías estado en la primera línea de fuego y yo en la

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retaguardia. Me fustigué por eso mismo, me recriminé el no haberme expuesto contigo y, al fin, me atribuí la culpa. No había estado a la altura, debí preverlo, pensé. Adivinar que estabas entrando en una espiral de desazón que cada vez hundía un poco más tu alma en ese fango de desgobierno y lealtades foráneas, que no sé qué veías en ellas, porque cada día que pasaba iban encerrándote más y más en un círculo, el suyo, del que muy pocos se escabullían. Pensar en tu indolencia y en la necesidad de salir del cascarón que seguramente yo había construido a imagen y semejanza de lo que hizo conmigo mi madre, porque a estas alturas de la película ya sé que todo se copia por la absurda pretensión de querer que nada de lo que consideramos inamovible cambie, tal vez por ese irracional sentido de que la seguridad es lo mejor. Salimos, por fin, a la carretera. El sol se estrellaba en el cristal de las ventanas cuyas cortinillas se hallaban recogidas; reverberaba sobre aquella superficie haciendo visible su naturaleza que venía del exterior donde los altísimos chopos de las orillas cabeceaban levemente como si ellos también acabaran de dejar un sueño. –¿Le ocurre algo? –preguntó mi compañero de asiento. Me sobresalté por lo inesperado. Enseguida me repuse, limpié mi rostro por el que el llanto había dejado su rastro y contesté que no, que era algo involuntario. Y efectivamente, había sido algo instintivo, ni siquiera yo misma me había percatado de

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mi llanto; no había calibrado que un surco de líquido biodegradable despertara algún interés en la jurisdicción de aquel tabernáculo en el que dormitaban sesenta viajeros. Él volvió a su ser y yo a mi zozobra. Cerré los ojos y me aislé de todo aquel barullo de emociones silenciosas que se propagaba como una onda concéntrica por la superficie interior del vehículo. Mezclada entre los temporeros, nadie excepto yo conocía mi filiación, por lo tanto, nadie tenía por qué estar al cabo de las operaciones que mi cerebro iba impulsando a medida que el traqueteo del autocar entraba por las veredas rurales repletas de frondosos árboles en sus orillas. Iba a buscar a mi hija y no sabía si estaba viva o muerta. Inspiré con el temor de que cualquier virus que pudiera estar en el ambiente podría penetrar en mis pulmones, pues, aunque aún no se conocía la pandemia, por todas partes se comenzaba a hablar ya del coronavirus. Imaginar que todavía estábamos a tiempo, deliberar sobre mi compromiso consciente, el que surgió con tu nacimiento, y poder cambiar el rumbo de tu vida y, quizá, de la mía. Volver a ser personas que no se conforman con una llamada de teléfono cada cierto tiempo y desear permanecer en tu memoria por los siglos de los siglos. Faltaban casi tres horas para llegar. Traté de dormir, pero los pensamientos se revolvían furiosos por no haber sabido a tiempo cortar por lo sano, y aquella niña que

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durante toda su infancia trató de consolidar una armonía, tal vez fingida, ahora se hallaba derrotada ignorando que en la derrota también me hallaba yo. Primero fue lo de la ONG para luchar por las ballenas, luego el justiprecio de los productos de la tierra, más tarde la red de trata de mujeres por las que marchaste a París para redimirlas de sus cadenas, y ahora esto. Tú solita habías caído en sus redes. Ya no colaba que tardaras seis meses en hacer una llamada y, cuando la hacías, que hubieras perdido la templanza con que al principio recibías mis reprimendas, pues no querías ver más allá de tu pequeño reino afortunado. Como no tenías pelas, yo te las enviaba. Pero aquello no paraba, no tenía fin. Al carecer de trabajo, adolecías de un lugar fijo con el que establecer un contacto y tu móvil se hallaba siempre desconectado. Un escalofrío como un trallazo recorrió mi cuerpo desde la espina dorsal hasta la zona distal de mis metacarpos. Me envolví en un chal inexistente, pero el frío que se instaló en la intimidad de mi cuerpo era un frío que no se neutralizaba con ningún mecanismo que pudiera alterar las condiciones más elementales de la propia naturaleza. El autocar aminoró la marcha y algunas personas levantaron la testuz por encima del respaldo de los asientos que tenían delante. Atravesábamos un pequeño riachuelo sobre un puente romano, cuya calzada, empedrada con el desgaste propio de los años, todavía mantenía sobre la superficie de rodamiento un

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pavimento geométrico difícil de transitar por un coloso de sesenta pasajeros. A los brincos de su estructura seguía un destemplado despertar de los viajeros cuyo vaivén les puso en alerta. Me vinieron de golpe a la memoria tus juegos infantiles. Seis años, una coleta rubia y una risa contagiosa mientras jugabas a la rayuela saltando las casillas a la pata coja. No existía en el mundo una dicha tan simple, tan inocente y tan de verdad. ¿Qué pasó, que ya no queda nada de aquel ingenuo candor que, por el solo hecho de ser acreedor del mismo, uno podía tocar el cielo con las manos? Sentir que solo existimos tú y yo y, que, para bien o para mal, estamos destinadas a encontrarnos. Aunque no sea enteras, más bien a pedazos, eso ya lo sé. Creer en la buena suerte y que todo quede relegado a esa cota de error que en sus archivos maneja la policía. Pensar en la posibilidad de que nada será igual, y acaso, de que ni siquiera sea posibilidad, porque quedó prendida en un sueño huero que hoy se encuentra a cien millas de los hemisferios cerebrales que es donde residen las emociones. A la derecha del ventanal el paisaje de coníferas caminaba a la par de los caballos de vapor que movían la maquinaria del autocar. Al pasar por Borce el cuello de algunas cabezas se estiró. Parejo a la carretera, al filo de la velocidad con que la vista alcanzaba el cabo de la carretera corría también el camino de Pau por donde los peregrinos

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vagaban desde la época medieval hasta llegar al monasterio de Sant Pere de Rodes. Los montes y desfiladeros por entre los que discurría la carretera conformaban el escenario de un cuento, con la espesura de unos montes de abetos teñidos de verde, un verde oliva en las estribaciones de sus faldas, tal vez atestados de polvo y de todas las partículas en suspensión que levantaban los vehículos al circular por aquel desconocido paraíso, y un verde absenta en el interior del macizo del monte, un verde violento, casi lujurioso que llegaba a los ojos reverberando un fulgor más o menos infinito. Pero yo no estaba para cuentos ni para escenarios fabulosos ni para nada que no fueras tú, y vivía con desesperación el sosiego con que el autocar circulaba por las carreteras comarcales de aquellos pueblecitos franceses. Soñar con lo imposible. Volver al sueño insaciable de la probabilidad, una probabilidad incierta, pero posible en el universo de la soledad. Sentir el cosquilleo del abrazo esperado, de los besos casi olvidados, de las palabras inocentes e insulsas de puro simples. Volver a estar a tu lado como cuando íbamos a la playa y no te avergonzabas de que yo te esperara con la toalla en las manos cuando salías del agua y te quitara la arena de tus pies antes de calzarte, porque para eso era tu madre y así lo aceptabas sin otra bizantina consideración que la del cariño. Un indicador de la carretera decía que ingresábamos en

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Burdeos, capital de la Nueva Aquitania. El autocar entró, por fin, en la carretera nacional A 65. De ahora en adelante iríamos más de prisa. Atrás quedaban los viñedos, las grandes extensiones de uva Merlot y Cabernet Sauvignon que los franceses cultivaban al rebufo de la veneración de un centenar de propietarios con castillo que hacían de aquel paisaje un modelo preferente en el ejercicio de un laboreo casi de culto entre los viticultores de la zona. El autocar rodaba a una velocidad proporcional a la calzada que pisaba, una velocidad que hasta el momento se había reservado por la naturaleza de las carreteras por las que habíamos transitado durante las últimas horas. Cerré de nuevo los ojos. Ahora los elementos de los arcenes y aquellos a los que la vista alcanzaba como un espejismo de dispersión pasaban por mis retinas a una velocidad de cien kilómetros por hora. Sentí un vértigo súbito y rotundo que hizo que mi cabeza flaqueara girando de forma descontrolada en el sentido inverso a las agujas del reloj. ¡Dios!, la sensación de desmayo estaba a punto de hacer su aparición. Notaba cómo la sangre galopaba por mis venas en un loco afán por anegar mi sistema vital desfallecido. ¿Por qué esta angustia y a la vez este centelleo intenso y luminoso hace que la alerta que pervive con cautela por encima de mi raciocinio traiga y lleve los recuerdos a su antojo como si yo fuera un títere en sus manos?

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Pienso en tu generosidad y yo misma me desarmo. ¿Recuerdas el día que encontraste al gato en un hoyo del parque? Era un recién nacido. Alguien había tratado de acabar con la camada, pero Limón, que así lo llamaste para los restos, fue más listo o estaba más vivo que los demás, maulló con toda la fuerza de sus pulmones y tú, que tenías casi diez años, oíste sus maullidos desesperados, lo tomaste en tus manos con delicadeza, lo llenaste de mimos y carantoñas, y al llegar a casa le preparamos un biberón y su camita de miraguana, ¿recuerdas? Otro día, cuando ya eras mayor de edad, con dieciocho años cumplidos, trajiste a casa a un homeless, un abuelo sin techo que encontraste sobre una manta en la cabina de un banco. No podías permitir que un hombre viviera como una bestia, y ¡mira por dónde! ahora tú eres esa bestia. El conductor ha hablado por megafonía. Va a realizar una parada técnica. Los viajeros podremos salir para ir al lavabo y estirar las piernas. En veinte minutos estaremos arriba. Yo no me muevo de mi asiento. No quiero dejar la posición de mi cuerpo ahora que mi cerebro ha regresado hasta los recuerdos más dulces de tu vida. Renuncio a mover las piernas para no perder el hilo de la percepción de una retentiva que para mí es como el maná, porque ya lo dicen los neurólogos, los recuerdos asociados a la memoria se hallan en el hipocampo, y por nada del mundo desearía distraer esas neuronas que tan

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buenos recuerdos me reportan. Acordarse de la inocencia de tus razonamientos. Pensar en el afán de tus edades desde que eras un bebé y yo tenía miedo de que dejaras de respirar cuando dormías, hasta la edad en que elaborabas tus ideales y, celosa de tus sueños y utopías, no permitías que nadie se inmiscuyera en tus consideraciones filosóficas. Han dejado la puerta abierta del autocar y algunos viajeros han comenzado a entrar. Mis recuerdos de hace un instante se han ido al carajo. Me enfado conmigo misma por no haber sido capaz de mantener el contacto con los esquemas cerebrales que repentizaban aquella vida que tuvimos hace mil años. Miro por la ventanilla. El que más y el que menos ha entrado en la cantina de la estación de servicio y ha comprado un bocadillo. Les veo darle un mordisco y recuerdo tus idas y venidas desde el montículo de la ermita hasta la casa. Tus amigas y tú, unas adolescentes deslenguadas y presumidas, pasabais las tardes de verano haciéndoos confidencias y correteando por los alrededores de la fuente de la que os había prohibido beber. Llegabais sedientas a la casa, os tomabais un vaso de agua y marchabais de vuelta con el bocata que yo os había preparado entre las manos. A ti te encantaba el de queso, ¿recuerdas? Ya estamos todos dentro. El conductor ha cerrado las puertas del autocar. Iniciamos la marcha. Dejamos la vía de servicio y salimos otra vez a la carretera general.

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Enfilamos la línea recta con una rapidez desconocida. Me asombro de lo fácil que hoy es llegar a cualquier punto de la tierra, aunque se encuentre en el desierto del Gobi, que es donde tú me enviabas cuando te enfurruñabas conmigo. Debía ser lo más lejano que conocías. Las horas vuelan y yo me muero por descifrar ese algoritmo que todo el mundo parece desconocer. La policía dice que han encontrado un cuerpo, que puede ser el tuyo. Yo no creo una palabra. Si la gendarmería me está esperando cuando llegue a su destino el autocar, malo. De lo contrario, es que ya conocen la identidad del cuerpo aparecido. Cruzo los dedos para no dar un paso en falso. No quisiera jactarme del mal ajeno, ¡Dios me libre!, pero a mí el único cuerpo que me importa es el tuyo, un cuerpo vivo, un cuerpo palpitante de savia, de amor, de sensaciones, como el que yo recuerdo, a fin de cuentas, mi cuerpo, pues bien mirado y, aunque te subas por las paredes por lo que pienso, eres una parte de mí. Estamos llegando. A lo lejos, entre el azul del fondo destacan las agujas de la catedral. A medida que pasa el tiempo, en la cúspide del campanario se ve con claridad meridiana la estatua de Notre-Dame de Aquitania. Me hubiera gustado ver las casitas de las Landas con sus terrazas y geranios donde pasamos un verano, ¿te acuerdas?, pero la carretera general es mucho más rápida y el autocar, con su tacómetro, sabe las horas que faltan para llegar a su destino.

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Abstenerse de pensar en lo inexorable, en aquello que tiene que ocurrir, porque el destino, el azar o la casualidad lo hace inevitable y no hay fuerza humana que pueda impedirlo. Creer en lo imposible por enésima vez, porque lo que está dentro de la posibilidad no hay dios que lo detenga. Estamos llegando, entramos en la dársena. Miro en todas direcciones. Busco el uniforme de la Gendarmería. Ni rastro de las fuerzas armadas. Escudriño los recovecos de la estación. ¡Nada! Casi me desmayo. ¡Dios, qué alivio! Pensar en lo inverosímil y no echarme para atrás, porque a pesar de todo, mi mente no se ha vuelto majareta. Pensar en lo imposible, porque solo tú estás al cabo de mis pensamientos, de mis emociones y de todo aquello que hace grande a una persona. Sin embargo, ni han venido a decirme que han encontrado tu cuerpo, ni tú eres tú, ni yo soy yo. Pero pudiéramos haberlo sido, porque en algún lugar de la tierra, próxima o en las antípodas, tal vez en el último viaje que lleve a cabo, una madre, probablemente, busque el cuerpo muerto de su hija, y siempre existe un chasquido que un ser humano presiente, un atisbo, una señal o, tal vez un instante de fulgor por el que un alma siempre se serena.

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Paco Roca

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Salir y llegar David Trueba1 Habrá que reconocerle al Gobierno que en la gestión de la llegada de pateras con inmigrantes a Canarias durante los últimos meses ha actuado con más diligencia que algunos de los países de nuestro entorno. La situación no era sencilla, pues a lo largo de semanas la llegada de inmigrantes desde las costas de Mauritania, Marruecos y Senegal era constante. Pese al alto riesgo del viaje, que se ha cobrado incontables vidas, en apenas unas jornadas el muelle de Arguineguín se vio saturado por miles de recién llegados para los que no había ni infraestructuras de acogida ni mínimos sanitarios. La decisión de no transportarlos a la Península, pese a que debido al confinamiento sanitario hay plazas libres de acogida, es más polémica; recurrir a barracones y campamentos es un error. Evitar el efecto llamada, la idea de que el camino de migración ilegal es la ruta más sencilla para acceder a Europa, no puede justificar la indignidad en el trato a las personas. Mantener a los recién llegados en esa especie de limbo que conduce a la expulsión o el reparto peninsular debería acortarse al máximo. Todo el mundo sabe que la entrada masiva de inmigrantes se produce en vuelos comerciales y que las llegadas por patera o por 1

XL Semanal, 29/12/2020

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salto a las vallas fronterizas representa una pequeña porción numérica de una cantidad bastante estimable, pero que está lejos de representar una alarma nacional. Por ello la llegada a Canarias, constante y reiterada, se convirtió en noticia, aunque si se gestionara de manera más diligente probablemente no se crearía ese espectáculo. Acumular en el muelle a dos mil personas durante semanas rozaba la catástrofe, y solo la presión de la opinión pública y las autoridades locales provocó que se reaccionara. El problema siempre aparece cuando se engrandece la amenaza, muchas veces alimentada por campamentos masificados y sin control. Son variados los intereses que proponen convertir la llegada de emigrantes en una especie de terror ciudadano. Responden siempre a un cálculo electoral bien determinado. Sin embargo, en esos mismos días de crisis humanitaria apareció otra noticia más chocante. La apertura de la primera sede del Instituto Cervantes en el África subsahariana. Es sorprendente que hasta ahora no hayamos tenido una de estas instituciones de enseñanza del idioma y familiarización con la cultura española en las grandes ciudades del África negra. La apertura de la sede en Dakar quizá sea un primer esfuerzo por revertir la inercia. En un mundo ideal, la emigración tendría que organizarse de manera pautada desde el lugar de origen,

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atendiendo a las demandas laborales de los países desarrollados. Si antes de producirse el desplazamiento se llevara a cabo una labor de formación, podríamos disponer de un corredor que dignificara lo que es una constante humana: el deseo de progreso. Las condiciones sociales y económicas en gran parte de África y Latinoamérica empujan a la emigración a los más jóvenes. En un mundo hiperconectado, ya es imposible ocultar las desigualdades. Ese es el efecto llamada más definitivo, pues los jóvenes crecen con modelos de éxito basados en el dinero, la fama y la codicia. Cortarles las alas no es ninguna solución. Tampoco las amenazas represivas, que como se ha visto en las tres últimas décadas no disuaden a los que emprenden el viaje pese al riesgo. Sería, por lo tanto, la aceptación de los cupos de emigración más organizados, la preparación de los candidatos y su destino prefijado lo que posibilitaría empezar a racionalizar el conflicto. A la espera, por supuesto, de que las economías más dañadas alcancen mejoras y los gobiernos locales respeten derechos y repriman sus corruptelas. El Instituto Cervantes puede ser una primera piedra en esa construcción de un proceso migratorio digno. Si se establecieran condiciones para la emigración razonables y asumibles, permitiríamos que esa presión constante se canalizara de una manera más humana que el

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viaje desesperado, la entrega a las mafias y la lucha por saltarse las vigilancias fronterizas. No tendríamos un mundo perfecto, pero al menos comenzaríamos a considerar los flujos naturales de población no como una maldición, sino como una constante tan natural como las estaciones del año.

Paco Roca

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El regreso Enrique Ferrero Nunc dimittis (soliloquio de un legionario romano) Regresas a un entonces extraviado, a qué lugar sin nombre cuando el niño no tuvo más futuro que la guerra. Sólo tienes un cuerpo cuarteado, de herrumbre y de intemperie cicatrices y un puñado de historias que aprendiste en las noches amargas tras la lucha. Hablaban de aquel hombre que sufría un viaje tan imposible de regreso por expreso deseo de unos dioses. Dichoso, recuerdas que decías, el pecho que por regresar padece al hogar y a pesar de las desdichas porfiando espera en su aventura. Sin patria a qué lugar has vuelto, sin tiempo ni siquiera te imaginas por qué este poema estás escribiendo. Será, al fin piensas, lo poco que queda del retorno del viaje de una vida, del eterno descanso del guerrero.

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¿Señor Travel? Asier Aparicio El señor Travel es un hombre inquieto, activo; un tipo cuya inteligencia solo reposa en las horas de sueño (aunque para coger carrerilla). Al señor Travel le encanta conocer nuevos lugares, hablar con gente ignorada, y nadie se arriesgaría a adivinar su edad. Difícil encontrarlo sin un plan, sin un proyecto; difícil hallarlo instalado en el aburrimiento o la apatía. El señor Travel no atiende a la pereza ni se asusta por las incomodidades; no aborrece las travesías lentas, prolongadas… para muchos extenuantes (aun antes de ser emprendidas). Él cree en el paso a paso, en el disfrute de cada experiencia como si fuese la última página. El señor Travel es reflexivo, no se apura con la prisa, disfruta con el reposo. Sus horas parecen largas, pero solo porque desea que trascurran despacio. Su soledad es aparente, su compañía constante. Pocos sospechan la inmensidad de su experiencia; nunca trae un suvenir de los lugares visitados: colecciona lo invisible. Si hay una cosa que detesta es sobrevolar los espacios, engañarse pensando que conoce algo solo porque se lo han contado. Hace tiempo que digiere por sí mismo, que no se fía de las guías y manuales; demasiadas veces encuentra en ellas el sesgo o la

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omisión. Por eso disfruta el doble cuando descubre un espacio virgen, una tierra inmaculada. Y nunca queda decepcionado; le alivia comprobar la vastedad de la geografía humana. El señor Travel es, en fin, un hombre privilegiado, que todavía cree en los pozos sin fondo y en las torres erigidas hacia el infinito. Porque ha descubierto, con alegría, que le faltarán días para seguir viajando, que solo él marca el límite al conocimiento… en medio de un universo infinito. ¡Y no está dispuesto!, ¿por qué? Hace tiempo que doblegó a su pereza. El señor Travel… ¿Cómo? ¿Que no se llama Travel, que me he equivocado? Ok, disculpen ustedes. Me refería al señor… Reader.

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Anaquel de versos para un último viaje Antonio Tejedor Mi abuelo Alberto tiene 81 años, un diagnóstico de Alzheimer avanzado y un deseo que en su lengua de trapo resume con una sola palabra: pueblo. Hay un problema añadido: la distancia. El abuelo vive en Argentina, a donde llegó hace 65 años expulsado por el fantasma del hambre y acogido en Rio de la Plata con la esperanza de una vida más regalada. Se casó, tuvo tres hijos, trabajó lo que no está escrito hasta levantar un negocio de telas y arropado por su buena ventura poco a poco fue echando al olvido la cuna. Hasta hace poco más de un año, cuando todos los recuerdos se le volaron y retornó el más perdido. “Pueblo”, repite desde entonces como un martillo pilón a mi tío Ernesto, con quien vive. Hasta que dijo “vamos” y hemos venido los tres, de vuelta a los años antes de los años, antes de sus primeros pasos, antes de su lenguaje y de sus juegos. Hay amores sagrados que no terminan nunca, dicen. Hemos llegado a Zamora, una ciudad cercana a su pueblo y a la que viajaba con frecuencia. Por la noche, desde la ventana del hotel, veo cómo arden los cristales del barrio junto al rio y cómo el sol los apaga cuando rasga el velo de la niebla para pintar un dorado en las murallas. La panorámica le deja frío como la mañana de febrero. Después hemos

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paseado por las calles, la catedral, el mirador del Troncoso, Balborraz… nada. Ni siquiera el sabor de un plato de callos le he volcado un recuerdo. Nos acercamos al pueblo. Mi tío se ha sentado adelante, con el taxista, y le he pedido que baje el parasol para que, en su espejo, pueda ver la cara del abuelo sin que se sienta observado. Busco un gesto mientras sus ojos se comen el paisaje que comienza a verdear. Mira con aprensión, como si quisiera abarcar todo el campo a la vez, pero su cara es una página en blanco, ni una línea de emoción asoma a ella. –Mira, papá, este teso es el Monruelo, ¿verdad? No se inmuta. Tendría que hacerlo, que en los tiempos que él estuvo por aquí todas las horas y todos los paisajes le pertenecían y este otero no fue menos. Como algún otro que cierra el horizonte, gibas que le nacieron a la llanura para evitar la monotonía. Al llegar a las primeras casas, mando parar el taxi. Hay un cartel con el nombre del pueblo: Fuentespreadas, dice. Nada. Tomamos un café en el bar de la plaza. Mira a un lado y a otro, una casa de piedra que hay al fondo, el ayuntamiento, un jardín circular. No fija la vista en ninguno de ellos. En este pueblo hizo su sacrificio y en él se quedó su piel, su sudor, sus fiestas y un reguero de nostalgias a pesar de la amenaza del hambre. La mañana es fría y su yo sigue en invierno, al sur del sur donde ha vivido.

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-El pueblo ya no es ni sombra de lo que fue, dice el camarero. Luego nos indica un camino para ir al Montico, otro otero a cuyos pies labraba el abuelo unos campos y tenía la huerta. En la linde, cuatro almendros fieramente en flor. Subimos con lentitud de bueyes. Hay piedras grandes entre las hierbas, posibles restos de una edificación milenaria. Tengo la esperanza de que este lugar solo exista para él, niño navegante en el mar de barbechos, corsario de una llanura sin tesoros. Solo aquí, en este lugar de magia, las emociones pueden crear la realidad, su realidad. Sentados sobre una roca que fue dolmen, el paisaje se relaja entre campos ondulados y algún árbol cerca del horizonte. El abuelo, ahora de pie, junto a la ladera, deja caer su sombra en ese espacio de tierra sobre la que descansar tiernamente la mirada. Algo ha cambiado de pronto Tengo la impresión de que el pasado se está abriendo como las ramas de un árbol ante sus ojos y el silencio cobra todo su sentido en el centro de las cosas. Entonces, en ese preciso instante, él se descubre caminando por la noche un segundo antes de que todos sus recuerdos estallen en el estanque mágico de su cerebro y se derramen en forma de lágrima por la mejilla abajo. Mi agradecimiento a los poetas Ramiro Gairín, Raquel Vázquez, Felipe Benítez Reyes, Basilio Sánchez, Aurora Luque, Raquel Lanseros, Luis A. Cuenca, Lara Moreno, Eloy Sánchez y Rosa Barbel. A cada uno de ellos he robado un verso.

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Quixotesco Atilano Sevillano Aún es el día de hoy que no acierta a explicarse lo ocurrido. Hechos que ponen en duda su propia integridad psíquica. Tiene desvaído el motivo real del viaje, pero apostaría su vida a que a alguna alta razón respondería. Ocurrió que a don Alberto le dio por dar vía libre a sus pensamientos de tal modo que vinieron a posarse en el Ingenioso hidalgo de la oxidada armadura. Serían las siete de la mañana de un sábado en el que el amanecer presagiaba una mañana azul y soleada, propia de los últimos días de la primavera. Leyó de nuevo el pósit pegado en el espejo del baño para recordarse de lo que tenía previsto para aquella jornada. Cogió el metro en Sol para La Moncloa como lugar favorito de expansión. Aquel era su reino, muchos años de sudor y sufrimiento lo había levantado de la nada. La armadura ceñida al pecho le dificultaba la respiración, cada vez más entrecortada ante la polvareda provocada por la abrumadora superioridad del enemigo, el Caballero de la Blanca Luna. Atardecía sobre Madrid, el sol se ocultaba detrás del horizonte y ya asomaba la señora de la noche. Momento propicio para abandonar el campo de batalla. Lejos de don Alberto las supersticiones, así

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cuando, en otra ocasión, viajó al Cementerio de Nuestra Señora de la Almudena se le apareció la enamorada Altisidora, reconociendo enseguida el enorme parecido con su fallecida mujer. No se sabe muy bien el porqué de la repentina decisión de tomar clases de vudú, mas a los pocos días ya descargaba toda su ira en un muñeco de trapo. Tras larga conversación, a la postre, tuvo a bien aceptar dar fin a sus volátiles y esforzadas andanzas. Fatum est scriptum. Al anciano, antes de que le llegase la inevitable dictadura del silencio, le esperaba la verdadera vida, la de las calladas y a la vez ruidosas historias de su vasta biblioteca, donde, sin duda, sentía el viaje como algo más seguro, aunque no totalmente despojado de un mínimo de grandeza o heroicidad.

El viaje gratis de Pulgarcito Ezequías Blanco2 Cada uno tiene sus razones para convertirse en romero peregrino del Camino de Santiago. La mía es bien simple, la curiosidad en la primera de sus 2

Este relato se publicó por primera vez en el libro "Érase una vez..." (Antología de cuentos populares-Serie Ecos de la Infancia). Diputación de Albacete, 2018 y la segunda en mi libro de cuentos "Solo hay una clase de monos que estornudan", Huerga&Fierro Editores/Narrativa, Madrid, 2019.

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acepciones del Diccionario de Autoridades: deseo, gusto, apetencia de ver, saber y averiguar las cosas, como son, suceden, o han passado. Llevo ya varios años pateando tramos muy diferentes en los cuales me he encontrado a los personajes más variopintos que me han contado otras tantas historias tan inverosímiles como inconcebibles. Pero eso lo vamos a dejar para otro día. Me ceñiré aquí al relato de lo que me aconteció el verano pasado en la primera etapa que va desde Sarriá a Portomarín y que puso en crisis mi fe, basada en el cristianismo, sobre la concepción irreversible del tiempo y de todas las cosas que caen en su interior. Pues bien, salí del albergue de Sarriá temprano. Saludé cortésmente a los peregrinos que comenzaban la jornada cuando yo y me puse a caminar. Mis ojos no querían perderse nada: convento de la Magdalena, río Pequeño, Ponte Áspera, iglesia románica de Santiago en Barbadelo… A unos seis o siete kilómetros del origen paré a descansar junto a una fuente que había en un cruce de caminos bordeado de bosques y, de repente, comencé a sentir el ambiente que me rodeaba como cargado de una magia misteriosa. Sin saber ni cómo ni por dónde, a mi lado se hallaba una niña de unos nueve años con un chubasquero rojo que llevaba en su mano izquierda una cesta tapada con un mantel de bordados muy finos y en la derecha una correa, al

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final de la cual había un perro: - ¿Cómo te llamas? - le pregunté. Y ella me contestó como contestan las niñas habladoras, como si le hubieran dado cuerda: - Me llamo Aurora pero, como siempre llevo el gorro del chubasquero puesto en la cabeza, todos me llaman Caperucita… Y como el chubasquero es rojo, me llaman Caperucita Roja… Y en la cesta llevo una torta y un tarrito de miel para mi abuela que está enferma… Y, aunque pienses que es un perro el que me acompaña, estás muy equivocado… Es un lobo que es mi amigo… ¿Tú eres ecologista? Yo sí… Soy amiga de todos los animales pero del que más de este lobo que una vez me quiso engañar, pero como era un lobo que hablaba y no sabía que por la boca muere el pez, con mucha paciencia lo he domesticado… Y conmigo vive a cuerpo de rey… Y me quiere mucho… Me froté los ojos bien fuerte para sentir que lo que estaba viendo y oyendo era realidad y no alucinación. Cuando los abrí, ya no vi nada. Por si acaso, grité en todas direcciones: - Ten cuidado, Caperucita, que al final del cuento el lobo te devora… Y no pienses que va a venir algún leñador o cazador para sacarte de su panza ni nada de eso… ¡Que los cuentos infantiles son muy crueles…! Me acerqué a la fuente y me lavé la cara para despejarme porque aquella visión me había dejado algo atontado. Al incorporarme, una pareja,

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hombre y mujer, de romeros peregrinos, estaban esperando a que yo acabara para refrescarse. Les pregunté si no habían visto a una niña con un perro y, ellos, negaron con la cabeza y dijeron a coro “I don´t speak spanich”. Emprendí de nuevo el camino con desasosiego, con inquietud… Paré a comer a las afueras de Ferreiros en una especie de restaurante regentado por una tal Natalia a quien le conté lo que me había pasado. Esta fue la respuesta que obtuve de su boca de acento gallegazo descomunal: - Por aquí pasan muchas cosas raras… El corazón de la tierra siente sobre sí un hervor especial que a veces se manifiesta en regocijo… A ver si va a ser un hechizo o un embrujo o un mal de ojo ¿quién sabe? Cualquier cosa podría ser… El contarle mi experiencia a Natalia y, a pesar de que sus palabras no me aclararon nada, me tranquilizó como se tranquiliza uno cuando comparte sus preocupaciones, sus angustias, sus miedos con otras personas. Esa tarde me dispuse a seguir en la tele la etapa correspondiente del Tour de Francia y di unos paseos por los alrededores hasta la hora de cenar en que volví al bar de Natalia. Allí entablé conversación con una muchacha bellísima, de cabello largo y palidez extraña. Todo iba por buen camino hasta que se le ocurrió decirme que se llamaba Blanca Nieves… Al oír aquel nombre, a punto estuvo de darme un patatús. Me repuse y le

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pregunté con sorna: - ¿…Y dónde escondes a los enanos? - Y tú ¿cómo sabes lo de mis enanitos? Los he dejado durmiendo en las literas de mis habitaciones… La semana que viene me voy a casar con un príncipe portugués y mañana nos espera una dura jornada… Me llamó la atención el que llevara debajo del brazo una caja de zapatos que no soltaba ni a sol ni a sombra y que apretaba con fuerza. Eso me tenía tan intrigado que le pregunté: - Si no es indiscreción… Podría saberse qué llevas en esa caja. - Llevo unos zapatos de hierro candente que me dio mi hada protectora para regalárselos a mi madrastra el día de mi boda porque tienen la propiedad de que, quien se los pone, no puede dejar de bailar hasta caer muerto… Ji, ji, ji… Tuve que ir al servicio porque no daba crédito. Me lavé bien la cara otra vez y, cuando volví, allí no había ni rastro de Blanca Nieves. Le pregunté a Natalia que puso cara de incredulidad y que, a su vez, interpeló a los cuatro parroquianos por si ellos hubieran visto a una muchacha por el local. Los cuatro negaron con la cabeza… Natalia me volvió a repetir lo de “el corazón de la tierra”, lo del “hervor especial”, lo del “regocijo” lo del “embrujo”... Y esta vez lo remató todo con dos interrogantes que eran el mismo: “¿No tendrás fiebre, muchacho? ¿A ver si vas a tener fiebre…?”

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Abochornado, me fui a mi litera y comprobé que en la de al lado, por la silueta, descansaba el cuerpo de una mujer… Inevitablemente me vino al caletre el pensamiento siguiente: “¡Ya sólo me faltaba, para rematar el día, que esta fuera la Bella Durmiente!” Pero, no, porque roncaba como un camión y, de vez en cuando, soltaba unos cuescos bien sonoros… Y nunca, que yo sepa o haya leído, a ninguna princesa se le ocurrió tener tales defectos. Al día siguiente, me levanté ufano para emprender la jornada que me esperaba y, cuando me eché la mochila al hombro, oí una vocecita en mi cogote que me decía: - No me aplastes, bruto, que soy Pulgarcito. Me he metido en tu mochila para realizar mi viaje más deprisa. Voy a buscar los tesoros a casa del ogro para salvar a mi familia de la pobreza y a mis hermanos del serio peligro que corren pues el ogro quiere matarlos… Y, tú, forastero, si fueras tan amable de llevarme, yo te indicaría el camino y correspondería con creces a tu generosidad. Miré en mi mochila con desdén y, efectivamente, sobre una de mis latas de sardinas en conserva de aceite pude comprobar que aquel ser no tenía ni más altura ni más volumen que el tamaño de un pulgar. Era como una figurita en miniatura de cualquiera de los museos de miniaturas del mundo. Le contesté, bastante mosqueado, que iba en busca de Hansel y Gretel, de Los tres cerditos, de Barbazul, de La Cenicienta, de Los Músicos de

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Bremen, de El Flautista de Hamelim, de El gato con botas, de El sastrecillo valiente, de El lobo y los siete cabritos… Y de la madre que los trajo a todos. Pulgarcito no captó la ironía, o hizo como que no la captaba, porque su vocecita en mi cogote dijo: - Esos cuentos los conozco, son vecinos míos en los libros, pero el de “La madre que los trajo a todos”, no… ¿Quién es “La madre que los trajo a todos”? Yo, convencido ya de que el tiempo se inventa todo tipo de argucias para hacerse reversible, le espeté: - Anda, pieza, cállate, si quieres que este viaje te salga gratis.

O Tita3 Concha López Jambrina Pela margem esquerda do Douro acima, vou de carro. À direita o Douro, à minha esquerda é o meu filho quem guia. Ainda estamos na Ribeira. Enquanto vamos deixando, do meu lado, a ponte Luís I, vou 3

Tita deriva da palavra Titanic. Em português a palavra paquete tem dois significados, pessoa que faz encomendas e também o nome de um navio. Por isso é um jogo de palavras dar o nome de Tita ao rapaz da Ribeira que faz o que lhe encomendam e é assim um paquete.

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contando-lhe a história do Tita. Era um rapaz da Ribeira, daqueles que se atiram ao rio à procura de moedas. Gostava-se dele logo à primeira vista. Esbanjava energia. Aquele ar desmedido tinha qualquer coisa de assustador. Foi ele quem me contou a origem do nome do restaurante da Ribeira: “Filha da mãe preta“. O restaurante começou por ser um armazém onde serviam almoços aos carvoeiros que vinham pelo Douro. Os carvoeiros entravam no tasco com a cara preta de carvão. Tratavam das refeições uma mãe e uma filha, ambas sempre bem dispostas às brincadeiras dos carvoeiros. Um dia, um desses homens passou as mãos sujas de carvão pela face da “Mãezinha”, o riso na sala foi geral e alguém lhe disse o seguinte: “Agora, parece uma Mãe Preta”. E assim surge o nome do estabelecimento, até porque todos os clientes começaram a tratar a Sra. Rosalina como “Mãe Preta”. Daí à sua filha passar a ser conhecida como a “Filha da Mae Preta“ foi um ápice. Hoje em dia, é assim que o restaurante é conhecido. O Tita conto-me isto e muito mais. O meu filho atravessou a rotunda do Freixo e seguimos em frente pela estrada do Douro acima. Enquanto avançamos ele começa a falar-me dos seus sonhos . A estrada 122 pela qual o meu filho me embala nesta viagem é a estrada mais bela do mundo para andar de mota. Enquanto olho para as flores amarelas das encostas ele vai de mota pela estrada. Eu continuo a falar no Tita e então o

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meu filho pergunta-me que nome é esse de Tita. Eu conto-lhe que é uma lenda, contaram-me que o um dia alguém falava na Ribeira com raiva por um caso que tinha lá acontecido e um homem enraivecido dizia eu matava-o, então o Tita, calmo e forte, disse: -Então, matavas mesmo? Isso é só saber por onde é que ele anda. O homem respondeu, oh! que grande paquete que tu és , tu és o Titanic e assim ficou para sempre o Tita. Vejo que achou piada à história do Tita e sorrio. Continuamos a viagem, ele de mota e eu com os meus sonhos de sempre: uma quinta no Douro. É sempre mais acima, é sempre na outra margem. Antes de chegar à barragem Crestuma-Lever, planeamos o negócio: uma quinta no Douro. Teria laranjeiras, amendoeiras, árvores de flores amarelas e esses milagres todos que vejo pela janela. Faríamos uma exploração de mirtilos, framboesas e azeitonas. Hoje tudo se vende na net, ele trataria disso e levaríamos ao Porto as encomendas. No outono, quando o Douro é mais dourado do que nunca, navegaríamos de pirágua, como se faz , lá longe, quando o Douro, ainda jóvem se abeira de Villaralbo. Sinto o rio velho e cansado, mas acima é mais parecido com o meu filho, tem mais pedalada e, no entanto, aqui estamos os três , cada um com os seus sonhos, o Douro a descansar na Foz, experiente e exausto de tanta beleza e desgraça, eu sempre a procura da outra margem para a quinta, o meu filho de mota nas curvas.

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Assim é esta viagem, esse é o rumo e o destino, os sonhos que partilhamos, essa é de sempre a nossa maneira de nos encontrarmos na viagem. À esquerda o meu filho, à direita o Douro e eu num sonho de amanhã, acho que nunca fui tão feliz.

Manuel García


El viaje

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Ezequías Blanco Te llevan por espacios transparentes donde no hay nada a que aferrarse. Ves los colores pero no podrás arrullarlos mientras estás despierto ni asirlos mientras duermes. ¿A qué viene este exceso de pasillos de esquinas…? Sientes que un perro te muerde un rincón del espíritu que un águila rompe tu hígado con sus garras sin que aparezca nadie a rescatarte. A ti que nunca ofendiste a los dioses ni te llamaste Prometeo. Se oye el eco de la muerte en el miedo que bebe de tus ansias o en el corazón de las yeguas que palpitan escondidas dentro de tu sangre y que se la beben con sus labios reventados. El temblor es el dueño de toda vanidad del palacio que ayer fuera tu cuerpo y de la que hoy yace entre sus ruinas. 4

Del libro Tierra deluzblanda, Editorial Los libros del Mississippi, Madrid, 2020.

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Última parada5 Benito Pascual Es tarde, se sube al último autobús de la línea. No le extraña que esté vacío. Se sienta y una vez en marcha se entretiene viendo a los paseantes, también los últimos, y los escaparates de las tiendas que van apareciendo detrás del cristal. Los destellos de luz de los coches que vienen de frente la aturden. Al principio no repara por dónde la lleva el conductor. Todo parece normal. No sabría decir cuántas veces ha pasado por los mismos sitios que ahora. El movimiento oscilante y la noche son propicios para la imaginación y la nostalgia. Ambas cosas para ella siempre lo han sido, por eso se sumerge en una especie de ensoñación. En breve pierde la conciencia de sí misma. La única realidad que existe es la que se muestra afuera. Tampoco parece existir la noción del tiempo, viaja dentro de él. Hace rato que ha dejado de transitar por los lugares habituales de esta línea; las calles, las plazas, los edificios, las personas no son las mismas. Eso demuestra que el conductor se ha salido del itinerario marcado. No está demasiado segura, pero cree estar en las afueras. Está a punto de avisar al conductor pero advierte un confort inusual, comienza a sentirse fuera de sí misma. No 5

Icebergs, microrrelatos. 2019.

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tiene miedo, intuye que está en buenas manos. Ahora está amaneciendo ahí afuera, se ven campos de cultivos y casas diseminadas por el paisaje. De repente le recorre un escalofrío, el vértigo que siempre la invade cuando inicia un viaje. El tiempo parece pasar demasiado deprisa, no es la velocidad del autobús. Desconoce cuál será su destino pero no le importa demasiado. El paisaje ha cambiado, es de día y transita por una carretera solitaria a través de un páramo. Hace un calor agobiante. A pesar de la desolación que se despliega en él, encuentra en ella rastros evidentes de belleza. También la desolación y la belleza van de la mano. Sigue su camino, la ciudad de la que partió ha quedado lejos, demasiado lejos, de tal manera que ya no forma parte de ella, es más, se siente de ninguna parte y de todas a la vez. Ni siquiera recuerda cuál era su destino. Es posible que sea la vez que más cerca haya estado de la felicidad. Es libre. El ronroneo del motor es la banda sonora que la acompaña. El sol está a punto de esconderse debajo de las montañas hacia donde se dirige. Pronto volverá a ser de noche. Se queda dormida y sueña que el autobús se adentra en un bosque, puede que se trate de la taiga. El bosque da paso a una pradera inmensa, salpicada de lagos; allí trotan manadas de caballos salvajes. A los pies de una colina se distingue una yurta, alrededor un rebaño de ovejas y unos niños jugando. Le gustaría acercarse a ellos y sonreírles. De todas formas a esa

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altura del viaje sabe que ya no volverá nunca a su lugar de origen, que su vida se convertirá en un viaje infatigable, una sucesión de días y noches en movimiento. Que a una ciudad le seguirá una llanura, un desierto, una selva, la tundra, la sabana, el mar. Una huida hacia adelante en la que no cabe mirar hacia atrás.

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Paco Roca


El viaje Concha Pelayo Cuando cansado de luchar y para terminar sus días, Alonso de Ojeda recaló en un convento franciscano, hubo de pasar mucho tiempo para alcanzar la paz y el sosiego que necesitaba su espíritu viajero. Habían sido muchos los mundos que visitó y las aventuras que protagonizó para acostumbrarse, de pronto, a tan repentina calma. Por eso le costaba conciliar el sueño, atrapada su imaginación en los recuerdos. Fue una de aquellas noches, cuando el calor se hacía tan insoportable que le obligaba a mantenerse despierto hasta el alba, cuando sus ojos agotados se cerraron y le llevaron a protagonizar un extraño sueño del que nunca podría olvidarse. Se había visto a sí mismo dividido en dos partes, una tenía forma de luna y la otra de hombre, al que le faltaba la mitad de su cuerpo. De aquella media anatomía humana, fluía la sangre imparable hacia la Tierra hasta cubrir por completo su faz. Se vio inmerso en la vorágine de un extraño y lejano siglo en el que los hombres habían avanzado tanto y habían desarrollado tanto la tecnología, que ni ellos mismos eran conscientes de las graves consecuencias que, en un futuro, les acarrearían. Cuando despertó, su cuerpo se hallaba empapado en sudor, pero respiró tranquilo pues estaba

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completo. Se dio cuenta de que acababa de retornar de una época muy pretérita y de que aquel extraño cuerpo reencarnado en el suyo había pertenecido a un hombre llamado Isaías, hijo de Amós, el que había sido condenado a morir por orden del Rey Manases siendo serrado su cuerpo por la mitad. Pero tampoco había sido él quien había tenido aquél extraño sueño, sino la propia Luna. Él sólo había sido elegido para difundirlo entre los hombres. Por este motivo, Alonso de Ojeda reunió a todos los miembros de la Comunidad y les contó su extraño sueño al que dio por título "LA PESADILLA DE LA LUNA". Y así comenzó su relato ante el estupor de los presentes: "Cuando los rayos del sol se extinguieron en el horizonte, la Luna, como tantas otras noches, hizo su aparición en el firmamento. Había despertado de un espantoso sueño que tardaría mucho tiempo en olvidar. No supo cómo sucedió, pero, de pronto, se dio cuenta de que el Planeta Tierra dejaba de ser esa hermosísima bola redonda azul para convertirse en una centelleante hoguera.” “La Luna parpadeaba con sus ojos de luna una y otra vez. Por más que lo intentaba no acertaba a ver lo que tantas otras noches veía. Unas densas nubes cargadas de materias extrañísimas le impedían ver los grandes océanos y los mares meciendo sus embarcaciones. Tampoco podía ver los hermosos bosques y las inmensas selvas, ni

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podía ver a los animales salvajes corriendo entre la maleza. Si dirigía la vista hacia Oriente, tampoco divisaba la Gran Muralla China, ni a los millones de chinos transportando sus mercancías.” “Tampoco veía ni los templos ni sus pagodas como tantas otras veces, ni veía a los fieles adorar a Buda. Si dirigía la mirada hacia Occidente para recrearse, una vez más, en la vieja Europa, todo le parecía negro y opaco. Nada acertaba a ver. Pensaba la Luna: "¿Me estaré volviendo vieja, ciega y sorda? Mi capacidad de iluminación la he perdido, -se decía-." “De pronto, comenzó a oír unos ruidos ensordecedores. Vio como unos extraños artefactos pasaban junto a ella a gran velocidad en todas direcciones. Desde la Tierra, comenzó a llegar un humo muy denso y pestilente que la hacía tambalearse. Sus cráteres se iban llenando de partículas mortíferas que levantaban pequeñas explosiones. Grandes resplandores, rojos, azules, violetas, iluminaban la Tierra dándole un aspecto fantasmagórico. “No podía creer lo que veían sus ojos. Los edificios caían unos junto a otros, derrumbándose, hechos pedazos. Grandes oquedades se abrían en el suelo tragándose casas, monumentos, palacios, escuelas. Los aviones se estrellaban contra el suelo envueltos en llamas sobre los edificios derruidos.” “Los ríos se desbordaban anegando las fértiles riberas y arrastrando a su paso cuanto

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encontraban. Las costas más bellas se iban enfangando de materias pestilentes y viscosas mientras los mares ascendían de nivel a gran velocidad haciendo que los barcos chocaran contra los acantilados que los convertían en astillas.” “Desde su atalaya, la Luna no veía ya ni a los hombres, ni a las mujeres. Todo se había reducido a partículas pequeñísimas, negruzcas y carbonizadas. En alguna parte, acertó todavía a ver, con gran dificultad, a una madre amamantando a su hijo, exhibiendo un seno estático y acartonado. La leche materna se había convertido en veneno mortífero.”

Mediterráneo Fernando Romera Y si un día navegas de los hombres lo suficientemente lejos . Y contemplas los faros parpadear según su ritmo propio y piensas: allá estará Marsella, allá Villefranche…

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Y la noche te llama desde una luna blanca, algo, tal vez, dorada cuyo reflejo abordan los delfines noctámbulos. Y recuerdas algunos versos de tu poeta Stevenson, del mar. Y si te asaltan deseos de pensar que esta belleza recordarás un día, al borde de la muerte, -consoladora imagen que en nada ha de servirtedetén el pensamiento, reza alguna oración que recuerdes de niño: este mar es sagrado, en sus orillas ocurrió todo lo que a ti te ha importado. Sé reverente. Sé un poco más humilde: En estas aguas tú, no vales más que un pensamiento, no una historia, un mito, una leyenda.

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Siempre hay un viaje esperándote Gloria S. de Castro

Los viajes fugaces son aquellos que realizas saboreando el momento desde el primer instante, el equipaje, los zapatos, ese libro y la eternidad

Siempre hay un viaje esperándote. Te das la vuelta en la cama y ya estás llegando a tu destino. Así es la vida, un cruzarse en el tiempo y en el espacio, una maleta repleta de sensaciones y al tiempo vacía de cosas materiales. Y es que yo me quedo con lo vivido. Los viajes nos ayudan a amanecer en otros soles, a atardecer en las lunas más íntimas del fondo del mar, a acariciar las nostalgias pensando en el reencuentro, a paladear despedidas con sabor a sal y con olor a mar, a instantes ruidosamente hilarantes. Siempre que preparo un viaje me entrego a él como si fuera el último, intensamente. Ordeno la ropa, busco aquellos libros que quiero leer, deshago nudos absurdos sobre el futuro, y los tiro a la basura. Y sonrío, siempre sonrío, y me abro una cerveza. ¡Y es que los viajes nos entregan tanto de nosotros mismos! Nos enseñan a enfrentarnos a momentos que fluyen desde la dulzura hasta la impaciencia, desde la calidez hasta la indiferencia. Y en todos hay líneas que se cruzan en el suelo, caminos que se

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entrelazan. Y en todos, hay un avión que espera que embarques.

“viaje íntimo” Concha Pelayo prisa por llegar a ningún sitio prisionera del imperioso yo me devora la prisa devoro transitar los ignotos caminos llegar… a dónde donde llegar si el destino no es otro que este yo impaciente

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ansiosa con prisa por llegar

Ana Eguaras

El vino de Colón Julio Eguaras

El viaje es un tema recurrente en la literatura universal; aparece ya en libros como la Biblia o La Odisea y ha jugado un papel fundamental en muchos géneros literarios como la novela de caballerías, picaresca, bizantina o de ciencia ficción. ¡Cómo no pensar inmediatamente en los

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relatos de Julio Verne! Podemos entender el viaje como signo de existencia, como experiencia intelectual o espiritual, o como fuente de conocimiento. El viajero, en su mayoría, conoce previamente el país al que viajará, se ha documentado sobre sus costumbres y su lengua y lo ha imaginado a través de lecturas de otros viajeros, aunque siempre buscará un punto de vista diferente y estará, además, condicionado por sus ideas y prejuicios; pero también existe el viaje no planificado, aventurero…Este es el verdadero viaje, en opinión de Juan Manuel de Prada, el que permite una demorada inmersión en las costumbres y los ritos de un lugar que nos resulta ajeno. El libro de viajes se convierte por tanto, en la descripción del lugar al que se va y la difusión colectiva de estas experiencias y observaciones mediante su publicación, acompañada en ocasiones de mapas, dibujos, grabados o fotografías, aunque autores como Camilo J. Cela convirtieron el libro de viajes en obra maestra incidiendo más en la interpretación y las experiencias del viajero que en la descripción de monumentos, calles o plazas. Los motivos del viaje son distintos según la época y el lugar de procedencia del viajero y diferente será también la visión que proporcionarán del país visitado a través de sus libros; es igualmente variable el género que adoptan: memorias, cartas, diarios, correspondencia diplomática, familiar o

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comercial, relatos, crónicas, ensayos, poemas… Existen viajes de descubrimiento, que modificaron la percepción o el conocimiento que una parte del mundo tenía del resto, como el primer viaje de Colón a América. Diversos testimonios aseguran que en esas tres carabelas viajó un producto singular, el vino de Toro, que tenía fama de “aguantar” muchos meses sin avinagrarse. Se cuenta también que la carabela La Pinta (nombre que recibe una medida de vino) fue bautizada así por el confesor de Isabel la Católica, el toresano Fray Diego de Deza. La propia Reina se ganó el apodo de “La Enfermera” por ordenar suministrar vino a sus soldados en la Batalla de Toro para reconfortarles y elevar su ánimo. En cualquier caso, sea realidad o ficción, nada impide que nuestra imaginación vuele a esas embarcaciones y sea testigo de esos tragos reponedores de los marineros, agotados por las durísimas condiciones de un largo viaje, sin duración conocida, sin destino conocido y en precarias condiciones de higiene o nutrición. Uno se puede imaginar sentado con un pequeño grupo de marineros, compartiendo el vino entre confidencias, nostalgias y camaradería, o envalentonando a alguno hasta provocar una pelea… O celebrando avistar tierra. Un brindis por los viajes, por todos los viajes. Y, por supuesto, con vino de Toro o de cualquiera de las variedades de la Ruta del Vino de Zamora.

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Esos viajes Karmelo Iribarren Viendo pasar las nubes Puedes viajar, Pero nunca sabes a dónde.

Porque ellas Son solo un señuelo. Es el viento el que conduce. Y está loco.

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Raimundo Ana Saragoça Dizem que Raimundo conhecia muito mundo. É uma afirmação que já se transformou em provérbio naquela aldeia da Beira Baixa, entalada entre serranias inóspitas e cada vez mais vazia. Raimundo homem é hoje uma imagem esmaecida na memória dos mais velhos, mas a sua presença imponente ainda habita os sonhos de quem cresceu na aldeia e hoje labuta pelos sítios mais díspares do planeta. Sim, estes homens e mulheres aprenderam a sonhar o mundo pela boca de Raimundo e por ele foram em sua busca. Em Maio de 1968, quando de Paris irradiavam ondas de choque que agitavam o status quo em toda a Europa, especialmente as juventudes do Sul, famintas de liberdade, aquela aldeia viveu também a sua revolução. Mas, como a sua juventude era faminta apenas, tolhida e atrofiada por gerações mal alimentadas e que da vida conheciam apenas o milenar imperativo ora et labora, a revolução foi a chegada de Raimundo. E lá por ser mais pequena não foi mais limitada do que a que abalou o vasto globo, desconhecido de todos porque ali não chegavam jornais, rádio e muito menos televisão. As notícias, escassas e atrasadas, chegavam por via do padre, que para bem do rebanho as limpava de espinhos e

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elementos perturbadores. A única verdade que não tinha conseguido maquilhar fora a da guerra, uma vez que quem regia os destinos da Nação, se sempre esquecera aquele recanto serrano, não o eximia do patriótico dever de mandar os filhos lutar por algo que eles nem tentavam entender. A população recorria aos únicos expedientes que conhecia em prol dos seus rapazes: as mulheres rezavam ardentemente para que os seus rebentos não fossem saudáveis a ponto de serem dignos de morrer, e os homens, ao contrário dos seus pais e avós, suspiravam de alívio quando lhes chegava a nova de terem gerado uma moça. Raimundo chegou à boleia numa carroça de ciganada, e só mostrou não lhes pertencer quando, de saco da tropa ao ombro, resolveu apear-se ali enquanto os outros seguiam. Era homem dos seus cinquenta anos, de bigode farto e olhar penetrante, umas farripas de cabelo grisalho e rebelde a espreitar-lhe na nuca sob o boné. Atravessou a praça sob os olhares do mulherio escondidos pelas portadas das janelas, e a sua entrada na venda silenciou todas as conversas dominicais. Não se preocupou em conquistar a simpatia dos presentes com técnicas elaboradas. Tomou-a de assalto, desejando boas tardes em voz potente e confiante, e oferecendo uma rodada. Não havia memória de um forasteiro chegar tão depressa aos corações dos locais, de seu natural desconfiados. A falar verdade, não havia memória de um forasteiro

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desde que 20 anos antes o pároco ali arribara, e isso nem podia considerar-se um forasteiro, era só o novo funcionário do Altíssimo, desinteressado e distante como o patrão, maldizendo a atribuição de freguesia tão pouco prometedora. Raimundo era alentejano, isso saltou logo aos ouvidos dos presentes, pois todos viviam anualmente a odisseia dos ratinhos, migrantes beirões que desciam à planície nas épocas da ceifa e da apanha da azeitona. Era sim senhores, confirmou, nado e criado na vila da Cuba, onde tinha nascido também o grande navegador Cristóvão Colombo. Homessa, não sabiam? Então porque pensavam que ele chamara Cuba à primeira terra a que aportou na América? E logo ali Raimundo os enredou numa narrativa fascinante de espionagem luso-castelhana. Quando foi chegada a hora do jantar, já Raimundo era indispensável à aldeia. O que convinha a ambas as partes, porque ele tinha exactamente precisão de ali assentar arraiais. Depois de uns dias a trouxe-mouxe, pernoitando aqui e ali, Raimundo instalou-se na casa do falecido padeiro da aldeia. Ao que parece o homem tinha paulatinamente mantido duas famílias em vida, e pela sua morte a viúva nãooficial, vendo-se só, pobre, desvalida e desgraçada, tinha-se enforcado, não sem antes deixar os dois filhos entregues, por via do pároco, à legítima esposa enlutada. Esta, convencida pelo senhor

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prior que criar os mocinhos junto das filhas era a vontade divina, lá se sujeitara, contrariada. E assim tinha ficado a casa da rival ao abandono, apesar da excelente localização, em pleno largo da vila. Raimundo oferecia-se para pagar uma renda modesta e a entregar-lhe parte das nozes, laranjas, limões e do mais que crescesse no quintal. Entretanto o Verão ia chegando, e com ele a vontade de seroar ao sereno, conversas a meia-voz, olhos atentos a quem passava. Como uma força desconhecida, o largo defronte da casa de Raimundo atraía todos depois do jantar, a começar pelas crianças, sentadas no chão, de pés descalços a fazer cócegas à terra batida. Sentado no degrau de pedra, aquele homem de voz hipnótica contava como era o cultivo de cacau no Brasil, como os masaï, altos e nobres, corriam pela planície africana, como na Noruega se secava o bacalhau que se comia no Natal casado com as couves da aldeia, como o canto das mulheres do Rif se ouvia das ruas, arrastado, dolente, infinito, encantatório, como os espanhóis tinham eliminado civilizações superiores à força de vírus e espadeirada, como no Japão se erguiam ondas altas como as serras que envolviam as aldeias e engoliam populações inteiras, populações essas que viviam em casas de bambu e papel. Papel? Sim, papel. E não havia móveis, e as camas eram enxergas que de manhã se enrolavam e guardavam, e as almofadas eram banquinhas de madeira, credo, coitadinhos, dizia

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uma mulher. Não, coitadinhos não, explicava Raimundo, era um povo superior, o mais delicado que se podia encontrar, de gestos minuciosos e vozes suaves, e sabem quem deste lado os encontrou primeiro? Os portugueses, sim. Que eram umas bestas barbudas sem limpeza nem educação, e que lhes levaram as primeiras armas de fogo. Aquelas horas após a ceia tinham-se transformado no momento mais ansiado na aldeia. Faziam esquecer por momentos a ausência de moços novos, perdidos por matos de que Raimundo evitava cuidadosamente falar. As cabeças de todos começaram a encher-se de sonhos: as crianças nos bancos da escola olhavam para o quadro e viam a erupção do vulcão dos Capelinhos, que durara um ano e acrescentara quilómetros de terra negra à Ilha do Faial; os velhos atrás das ovelhas eram tuaregues no deserto; as mulheres espremendo e voltando a espremer a massa dos queijos na francela olhavam para a correnteza de soro a caminho do alguidar e viam o Danúbio atravessando a Europa e inspirando valsas pelo caminho. O taberneiro passava os copos de vidro grosso na água da tina de folha, mudada todas as semanas por questões de higiene, e via-se ao balcão de um saloon no Oeste americano, com pioneiros a passarem-lhe à porta e rechonchudas mulheres da vida a dar alento à cóboiada. Aos domingos, o padre erguia a cabeça desatenta e

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Esteban García

já não encontrava uma mole abúlica a papaguear as orações. Sim, papagueavam-nas, mas com um enfado de quem agora sabia mais, de quem ao cerrar os olhos exaustos entrava num mundo de cores que antes desconhecia. Um dia depois da missa encheu-se de brios, e de jovialidade postiça afivelada no rosto dirigiu-se à venda para conhecer

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o tal Raimundo que ousava ameaçar o seu ascendente sobre aquelas ovelhas. Entrou a matar com uma ou duas frases de Santo Agostinho que lhe tinham ficado do seminário, e foi triturado sem piedade por São Francisco de Assis, por Lutero, por Calvino, e por fim por Bertrand Russell, que nem ele sabia quem era, mas que a avaliar pelo que dizia tinha as chamas do inferno à espera, se é que não estava já lá a assar. E aquele demoníaco Raimundo sem perder o sorriso humilde, a falar como se lhe estivesse a prestar reverência, a salvarlhe a face perante os paroquianos quando na verdade lhe deixava a alma inchada de hematomas! Dia negro para o padre, para a Igreja, para a Cristandade! Apertava com as mulheres no escuro da confissão, cuidado, minha filha, o teu marido está longe, o teu pai perdeu os trambelhos e anda pela serra feito parvo, esse Raimundo disse-te, fez-te, aconteceu-te? Diz-me lá, meu anjinho, o Raimundo mexe-te debaixo da saia? Não te acanhes, moço, ele alguma vez te pediu que lhe fizesses isto ou aquilo? Rapariga, ele não tenta abrir-te os botões da blusa, não te leva a mão para ali? O teor das perguntas tornou-se de tal modo escabroso que o mundo que Raimundo narrava na sua voz cantada de alentejano passou a ter um contraponto horrendo nos sussurros e arquejos do padre. Quando aos homens chegaram os relatos daqueles interrogatórios cheirando a cera e a deboche,

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foram peremptórios: acabavam-se as confissões, iase à missa e estava a obrigação comprida, não admitiam que a pretexto de lhes salvar as almas o padre enchesse a cabeça de mulheres e crianças com coisas que ninguém naquela aldeia sabia sequer que existiam. Ao ver a freguesia escassear e deixar de lhe mostrar boa cara, o prior tomou-se de brios e recorreu aos superiores. Estes informaram-se junto do poder dos homens: Raimundo era desconhecido de todos, nada constava. Acaso falava de política ao povo simples, tentava afastá-lo do lugar que Deus e o Governo lhe tinham destinado nesta passagem pela Terra? De cabeça pendida, o pobre sacerdote teve de admitir que não, Raimundo falava apenas do mundo que percorrera, de montanhas altíssimas e planíces sem fim e aves coloridas e homens exóticos e bichos que pareciam flores e arvoredo tão espesso que a luz do sol não chegava ao chão e de dunas imensas onde de longe em longe havia um riacho cantante à sombra de tamareiras e onde as alfaces cresciam como se tivessem sido plantadas num quintal da aldeia. Da Rússia, falava da Rússia? Da Rússia assim propriamente Rússia não, falava das estepes brancas de encandear, onde o meio de transporte eram carroças sobre patins, por vezes puxadas por cães. Bom, por aí não iam lá, ao menos falava da China? Ah, sim, da China já o ouvira falar, parece que nos tempos antigos enfaixavam os pés às meninas para os impedirem

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de crescer, era uma mania lá deles, mulheres de pés pequenos, e os pides pensando ai a minha vida. De fato e chapéu e expressão façanhuda fizeram uma visita de cortesia a Raimundo e saíram como entraram, enfadados com o tempo perdido por causa da dor de cotovelo do padreca. Nunca imaginaram que, se tocassem num cabelo daquele homem mágico, todos os habitantes da aldeia, cães e gatos incluídos, lhes teriam saltado ao caminho. Foi depois disso que a visita quinzenal da carrinha do peixe passou a incluir uma novidade. Enquanto na parte de trás a peixeira Júlia despachava a freguésia, que mesmo pobre sempre lhe levava alguma sardinha e carapau, o peixeiro Ramiro retirava do banco da frente volumosos caixotes que passavam de imediato para a casa de Raimundo, à qual a carrinha estacionava mesmo rentinho. Ninguém sabia o que os caixotes continham, e os inquéritos caíam em saco roto, Ó Júlia, mas o que é que vem ali? Não são contas do meu rosário, isto dá meio-quilo mais um niquinho, queres que tire ou vai assim? E dali não saía mais nada. A gente perguntava, mas não se inquietava. O mais certo era serem tarecos para ele se instalar. Coisa má não havia de ser, que do Raimundo só chegavam sorrisos e sonhos. No entanto, não fosse o diabo tecê-las, e sem ser preciso combinarem-se, dos caixotes nunca chegou notícia ao padre. Uma noite, ao deitar-se no quarto por cima da venda, pareceu ao taberneiro ouvir um ruído

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furtivo de passos no largo. Ainda fez um esforço para se chegar à janela, mas o sono foi mais forte e acometeu-o de um ressonar agudo ainda antes de pousar a cabeça no travesseiro. Espreitando, teria visto de fugida um vulto a esgueirar-se cosido às paredes, de saco da tropa às costas. A manhã surgiu a contragosto, cinzenta, como se adivinhasse a cratera que ia abrir no coração da aldeia. A porta da casa de Raimundo estava escancarada, e dele nem sinal. Foi com algum receio, algum pudor, que ao fim de algum tempo uma mulher se decidiu a entrar. Só agora se davam conta de que em todo aquele tempo ninguém passara daquela porta para dentro. O recheio não podia ser mais pobre, nem mais rico. Uma mesa, um banco, uma bacia e um jarro, um colchão de barbas de milho no chão, junto ao lume apagado. Tudo objectos que eles reconheceram por já existirem antes de a casa mudar de mãos. A diferença estava nas paredes. A madeira dos caixotes fora transformada em prateleiras, que, de cima a baixo, forravam a casa com o calor de milhares de livros. Os rapazitos, ainda com as letras frescas na cabeça, silabavam a custo títulos e nomes: na patagónia, o egipto notas de viagem, t e lawrence, viagens na minha terra, as chuvas vieram, wenceslau de moraes, a estepe, jorge amado, luís de camões, pearl buck, peregrinação, a pousada da sexta felicidade, somerset maugham, erico veríssimo, debaixo do vulcão, mark twain, a

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volta ao mundo em oitenta dias, paul bowles, as verdes colinas de áfrica, ferreira de castro, muitos, muitos, sem respeito por renome ou nacionalidade, apenas pela lonjura. À tristeza e confusão iniciais foi-se sobrepondo lentamente a compreensão do que havia a fazer com o que tinham diante dos olhos. Raimundo partira, mas tinha-lhes deixado o mundo.

Caminatas de forastero J. Ángel Berrueco se notaban la soledad y el sigilo en las calles vacías de Molsheim yo era un forastero con mochila, pelo largo, botas y abrigo los paseos matinales coincidían con el horario de comida de sus habitantes. 10.000 personas vivían en ese lugar y apenas me topaba con un alma. veía siempre las mismas caras, los mismos lugares: la fundación bugatti plazas, monumentos, castillos, colegios de jesuitas y vestigios medievales. 10.000 habitantes, pero sólo estaba yo

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pateando las aceras y mirando las fachadas para matar el tiempo y esperarte junto a la iglesia de san jorge había huellas de homenaje a los muertos de la contienda franco-alemana, las guerras mundiales, la batalla de indochina, tambow y otros campos de rusia entre 1943 y 1945: un monolito de piedra y tres placas con sus nombres y apellidos el latido de la muerte, del tributo a los caídos en escenarios bélicos, lo apaciguaba después yendo al parque de las cigüeñas y a los arroyos por donde merodeaban los patos y los cisnes. me dedicaba a observarlos y, así, los soldados se diluían en el olvido aquello no era distinto de nuestra idea del cielo: agua clara, hierba limpia, quietud y algo de brisa, las aves batiendo las alas y mirándome a los ojos pero faltabas tú para quitarme la soledad y este miedo de ser mortal.

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El 600 Manuel Vilas6 Poco cabe decir del desmoronamiento de todas las cosas que han sido. Cabe señalar mi personal fascinación por ese automóvil, por ese Seat 600, que fue motivo de alegría para millones de españoles, que fue motivo de esperanza atea y material, que fue motivo de fe en el futuro de las máquinas personales, que fue motivo para el viaje, que fue motivo para el conocimiento de otros lugares y otras ciudades, que fue motivo para pensar en los laberintos de la geografía y de los caminos, que fue motivo para visitar ríos y playas, que fue motivo para encerrarse dentro de un cubículo separado del mundo. La matrícula es de Barcelona, y el número es un número perdido: 186.025. Algo quedará de esa matrícula en alguna parte, y pensar eso es como tener fe.

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Ordesa, Alfaguara, 2019, p. 16.

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Desplazamientos Juan Manuel de Prada7 Antes del boom turístico, sólo los ricos podían viajar; para comprobarlo, basta leer cualquier novela de Henry James, cuyos protagonistas cruzan el charco para tirarse meses en otro continente, explorando a sus gentes y dejándose sorprender por sus insospechadas costumbres. Desde que

7 XL Semanal, 11/03/2019.

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inventaran esa variante del transporte agropecuario designada eufemísticamente ‘vuelos low-cost’, el gozo de viajar ha quedado reservado a los pobres de solemnidad. Y es que lo que el común de las gentes entendemos actualmente por ‘viaje’ constituye, en realidad, un ‘desplazamiento’ que nos deposita como fardos en el lugar de destino, para después convertirnos en zascandiles programados que se hospedan en hoteles idénticos y emplean sus horas en excursiones gregarias, regidas por un horario siempre apremiante y por la visita obligatoria a lugares que la propaganda ha desgastado hasta convertir en emblemas pestíferos del imaginario kitsch. Lo que antes distinguía el viaje era su demorada inmersión en las costumbres y en los ritos de un lugar que nos era ajeno; al suprimirse esta condición esencial, al despojar el viaje de su naturaleza exploratoria, apenas nos queda un sucedáneo o remedo de viaje, en el que los lugares ajenos se reducen a escaparates móviles que se suceden ante nuestros hastiados ojos, como láminas de un prospecto turístico. E incluso se da la paradoja de que si, por un raro azar, ese viaje programado introduce algún sobresalto que infringe la rutina, enseguida queremos interrumpirlo o poner una reclamación, como acaba de ocurrirles a esos turistas españoles que veraneaban o invernaban en Tailandia. Así que para viajar en nuestros días hace falta ser pobre de solemnidad, o actuar como si lo fué-

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semos. Sólo el viajero a salto de mata que sigue frecuentando las carreteras comarcales y las líneas de ferrocarril menos concurridas, el vagabundo que se hospeda en pensiones descatalogadas y mata el hambre en tabernas refractarias a los menús políglotas, puede presumir de aprovechar los beneficios del viaje. Porque lo otro, que es lo que usted y yo hacemos, apenas merece la designación de simulacro; un simulacro tan cómodo y recurrente como un sueño de morfina. Si la misión del viaje consiste en zambullirnos en la extrañeza, a través de geografías que nos van despojando de las legañas que entorpecen nuestros sentidos y nuestra inteligencia (y así, zambullidos en esa extrañeza, llegar a incorporar esas geografías a nuestro atlas vital), convendremos que hemos suplantado el viaje por el desplazamiento. Y es que esa zambullida en la extrañeza se lograba, sobre todo, a través de la interiorización de otro tiempo y la conquista de otro espacio que podía resultar hospitalario o inhóspito, pero que en cualquier caso nos hacía sentir forasteros. El boom turístico asesinó la posibilidad del verdadero viaje, aboliendo tiempo y espacio, suplantándolos por una ‘reconstrucción’ de nuestro mundo habitual que imbuye al turista la creencia de que, pese al desplazamiento, sigue inmerso en un ámbito familiar. Las lentas travesías transatlánticas, los viajes nocturnos en trenes por los que circulaba la tumultuosa vida (con su cortejo de azares risueños o infaustos) han sido sustituidos

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por vuelos velocísimos en los que queda borrado todo apunte de improvisación; o en los que, si acaso, podemos disfrutar de un retraso ‘por razones técnicas’ que nos deja empantanados en cualquier aeropuerto con olor a tigre. El turista de nuestro tiempo, hacinado en aviones en los que apenas puede rebullirse, acata las penurias de esta nueva forma de transporte a cambio de la inmediatez en el traslado, olvidando que no existe viaje si no hay conciencia del paso del tiempo. Lo otro es mero transporte de ganado. Pero esta conversión del viaje en devaluado desplazamiento no sería completa si no se contase con la complicidad de los hoteles, cuya misión no es otra que transmitir al cliente una sensación de aséptica y repetida familiaridad. Las habitaciones de los hoteles –no importa el país o continente al que hayamos sido ‘desplazados’– son siempre idénticas: idénticos materiales acrílicos, idénticos aparatos televisivos con tropecientos canales, idénticos minibares con botellas liliputienses, idénticos potingues en el lavabo. Tanta premeditada uniformidad, que convierte a los hoteles en una especie de refugio transnacional protegido contra los efluvios exteriores, obedece a un afán de mantener al turista ajeno al flujo abigarrado de la vida que discurre tras las ventanas. Abolidos tiempo y espacio, ¿qué demonios queda del viaje? Bienvenidos a la era de los grandes desplazamientos.

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Es viernes en Nueva York Kirmen Uribe8 Aquí, somos inmigrantes: esa es la palabra. Nos resulta imposible conseguir papeles, un seguro, el permiso de trabajo. Ser emigrante es eso. Ahora estamos al otro lado del muro, lejos de la vida apacible de Europa. Somos inmigrantes, y son muchos los que están peor que nosotros. Esta misma mañana hemos estado en aquella pequeña clínica de Harlem. Nos han aconsejado que, si queremos papeles, no nos acojamos al seguro público, porque esos datos los archivan. La conversación nos ha dado para un rato, la larga hora que ha estado esperando al médico un niño enfermo a nuestro lado.

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17 segundos (Visor, 2020). Trad. Gerardo Markuleta.

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Tomemos las bicicletas y vayamos al parque Riverside. Desde allí se ve el río Hudson, grandes cargueros que navegan hacia el norte. El parque está elevado: desde él no se ve la enorme autopista que pasa por debajo. Pedaleemos deprisa. Uno al lado del otro, como si fuéramos libélulas. Aquí la misma vida es algo por hacer. Pero no te preocupes, todo saldrá bien. Junto a ti todo es más sencillo, vamos hacia Riverside.

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La sierpe Julio Marinas

Inspirado en el cuadro Madonna con el niño y Santa Ana o Madonna de los palafreneros de Caravaggio.

Mi ardid es existir para que vuestros pies inmaculados huellen mis múltiples cabezas, para que se mancillen de mí mismo. Arrancad mi lengua, reventad mis ojos, inculcad el odio y salpicad su sangre emponzoñada entre vuestras progenies. Así os revelaré que Él también alimenta la mentira. El Eterno es quien siempre os conmina a destruir a su antojo si mi boca ha mordido. Nuestro Creador desea que yo nunca renuncie a escupir confusión y terror. Le conviene esta rivalidad que os mantiene ocupados en victorias terrenas. Le divierte el jüego de excitar al Averno. Y ahora juzgad, pobres estúpidos, si no es más interesada y abyecta su omnisciencia. En sus planes jamás contempló redención.

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El coche de línea Luis Miguel de Dios Para los niños de mi pueblo, viajar equivalía a coche de línea. No había vehículos particulares ni taxis ni nada parecido. A las localidades cercanas, a las fiestas, a los entierros o a visitar a un familiar, se iba a caballo, en burro o a pie. Incluso alguna gente se desplazaba caminando hasta Zamora (42 kilómetros), Salamanca (otros 42) o Toro (unos 30). A partir de ahí, los niños perdíamos el control de la distancia. ¿Dónde estaba Madrid?, ¿dónde Barcelona o Bilbao o Valladolid, los lugares a los que emigraban nuestros vecinos?, ¿cuánto se tardaba en llegar? Y cuando algunos hombres, y más tarde también mujeres, empezaron a marcharse a Francia y a Alemania, lo de la lejanía ya era inabarcable. De Francia sabíamos poco más que lo de la Guerra de la Independencia y la batalla de San Quintín. Y de Alemania nunca nos contaron nada. Hitler y la II Guerra Mundial no existían. Esos sitios tenían que estar en el culo del mundo porque los que se fueron a veces tardaban años en volver, aunque tuvieran a sus padres en el pueblo. Así las cosas, el coche de línea, aquel armatoste lento, ruidoso y humeante, era el único nexo de unión entre nuestra párvula realidad y lo que sucedía en el exterior. Y era, asimismo, fantasía

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pura, campo abonado para soñar, motivo para hablar, discutir y elucubrar en los corrillos o en los alrededores de las fogatas donde ardían las brujiñas o corremundos. ¿Cómo sería eso de viajar lejos, lejos, muy lejos?, ¿qué nos encontraríamos? Alguna vez, alguno nos dijo que había oído que también había trenes, unos bichos que circulaban por vías de hierro y que echaban mucho más humo, ¡dónde va a parar!, que el coche de línea. No nos lo acabábamos de creer, pero cuando llegaron las dos primeras teles al pueblo, que se instalaron en el café del señor Amador y en el bar del señor Adolfo, comprobamos que tenían razón y que el coche de línea no lo era todo en esta vida. Sin embargo, ni en mi pueblo ni en toda la comarca había trenes, así que el coche de línea no perdía ni un ápice de su importancia. O montábamos en él o no habría viaje ni real ni imaginado. Quizás por eso, todas las tardes esperábamos su aparición como un momento señalado, casi vital, en nuestra rutina diaria. Apenas asomaba por la cuesta de La Bóveda, dejábamos el fútbol y comenzábamos a corear con una música pegadiza un estribillo: “El coche, el coche, el coche a la cuesta; el coche a la cuesta”. Y salíamos corriendo hasta colocarnos encima del viejo puente de piedra, en los bordes de la carretera de tierra, la única que nos enlazaba con el resto del mundo. Los mayores imponían su ley, siempre los primeros. Para demostrar su hombría, su agilidad, su valor corrían

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delante de aquel vehículo torpe y renqueante que a duras penas conseguía subir la pequeña inclinación que le separaba de la parada. Imitaban lo que veían hacer a algunos mayores en los encierros de las fiestas patronales. El coche de línea sustituía a los toros. A los pequeños y a los más miedosos nos tocaba correr detrás, si bien, dada la cachaza del coche de línea, llegábamos a la misma vez que él, a tiempo de escuchar las broncas que el chófer y el cobrador les echaban a los mayores. -¡Salvajes, algún día va a ocurrir una desgracia!, gritaban casi al unísono el señor Agustín y Manolo. (Nunca supe por qué a uno lo llamábamos señor y al otro lo tuteábamos, tal y como oíamos en casa). Después de dejar viajeros, pocos, correspondencia, una saca de Correos, y algunos bultos, el coche de línea volvía a arrancar. Y con su traqueteo se iban los propósitos de la enmienda de los más atrevidos. Tres o cuatro se agarraban a la escalera de la baca y allí aguantaban hasta que el vehículo cogía velocidad. Se tiraban en marcha entre las maldiciones de Manolo, que les veía tras unos cristales que vibraban ruidosamente con cada bache. Cuando descendía el último, todos nos arremolinábamos en torno a los valientes. Sacaban pecho, nos contaban, exagerando, sus impresiones y nos invitaban a imitarlos. -No seáis cagones; se pasa muy bien y ya nos veis, nada, ni un rasguño. Mientras tanto, el coche de línea, ajeno a estas

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cavilaciones, enfilaba hacia Fuentesaúco, el pueblo más grande de la comarca, al que algunas veces me llevó mi abuelo Fernando a la Feria de los Santos, todo un acontecimiento allá por primeros de noviembre. Pero fuimos en una burra llamada Nena. Por la mañana, no había comunicación entre los dos pueblos. Ni siquiera los enlazaba el coche de línea, de modo que nuestros sueños de viajar quedaban bastante cercenados, rotos antes de empezar a materializarse. Poco después, cambió todo. A los diez años y medio fui a estudiar al Instituto “Claudio Moyano”. Me acompañó mi madre a la pensión de la Plaza de San Antolín donde me hospedé aquel curso. Por la tarde, ella se volvió al pueblo, en el coche de línea, claro. Aún recuerdo, casi con lágrimas infantiles, el nudo que se me hizo en la garganta. ¿Merecía la pena viajar para quedarse solo ante un mundo que se me antojaba inhóspito y en el que tenía que demostrar que, como decían en el pueblo, “valía para estudiar” y para sacar la beca adelante? Primera vez que iba a Zamora. Viaje iniciático, inolvidable, vital, de esas impresiones que te marcan en la vida. Fue también el fin de la infancia, el adiós a un paraíso perdido. Y el coche de línea seguía asomando día tras día por la cuesta de La Bóveda, pero ya no para mí. Ahora lo que deseaba era volver montado en él para pasar las vacaciones en el pueblo. Y ver desde

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arriba, desde sus viejos asientos, correr a mis amigos y compañeros delante y detrás del vehículo. E intuir que tarareaban el eterno “El coche, el coche, el coche a la cuesta, el coche a la cuesta”. Y que algunos continuaban preguntándose (ahora me lo preguntaban a mí) qué era un viaje a la capital, cuanto corría el coche de línea y si me mareaba o no. Y cómo explicarles qué era un viaje si todavía, muchos lustros después, todavía no lo sé yo.

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Viaje a los pájaros del río Luciano García Lorenzo9 Recién estrenada la luz de la mañana, hoy he bajado a la orilla del Duero, cerca de las aceñas y de las piedras, ya pocas, del viejo puente, de los juncos, tan firmes como ese campanario, memoria de un barrio de extramuros condenado a ver pasar la vida sin saber mucho de ella. Corriente arriba en torrentera, se remansan las aguas en la azuda para escuchar a la garcilla presumida, a los pardales, mis amigos de antaño, con los jilgueros, testigos de furtivas aventuras, y los vencejos, más de plazas y calles que de ríos; a la abubilla que es mi amigo el cuquillo, a esos andarríos de voz atormentada, y a los colirrojos un tanto escandalosos; a la grajilla, fragorosa, tan poco viajera quizás porque siempre fue fiel a su pareja. Escucho a la paloma torcaz de las patas rojizas, a la hermana pequeña, bravía y cimarrona, al martinete y a su prima, la garza real, “alta en el cielo”, que escribiera Cetina, al humilde y pequeño avetorillo tan escondido y misterioso, al abejaruco 9

La piel dulce, Pigmalión, 2021

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de cien colores y pico presumido, al ruiseñor excelso de Rubén Darío “que era alondra de luz de la mañana” a la gentil oropéndola de los preciosistas; avisto el verderón, él entre verde y amarillo, ella tirando más a castaño, a marrón, como tantos ojos de gente de esta tierra, al morito, que ha vuelto después de tantos años con su gruñido ronco y enfadado, a las golondrinas de Alfonsina Storni: “¡Llevadme golondrinas! ¡Llevadme!”… Amor, aunque no es tiempo de emigrar hacia el sur, te espero a la orilla de mi río con un coro de trinos y plumas encendidas ensayando un te quiero.

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Postal desde Salamanca en 1577 Luis García Jambrina Queridos amigos, este verano hemos venido de vacaciones a la Salamanca del siglo XVI. Se trata de uno de esos cronotopos que oferta la agencia de viajes online La Cuarta Dimensión. El traslado lo efectuamos por un agujero de gusano y la verdad es que fue rápido y cómodo; no obstante, os recomiendo que, si lo hacéis, os toméis antes una pastilla contra el mareo, pues viajar por el tiempo produce vértigo. El caso es que aparecimos en la célebre ciudad renacentista en enero de 1577. Tras darnos la bienvenida, el guía que nos esperaba nos proporcionó vestuario apropiado y nos dio algunos consejos para que la estancia fuera agradable. Y, por supuesto, nada de móviles. Después de concertar alojamiento en la posada de la Veracruz, muy cerca de la puerta del Río, nos dirigimos a la catedral o Iglesia Mayor, en la que nos llamó la atención su original cimborrio coronado por una veleta con forma de gallo, símbolo de la Iglesia vigilante, que cuadraba muy bien con ese aire de fortaleza que tenía el edificio. Por otro lado, observamos que se estaba construyendo una nueva catedral, mucho más imponente que la anterior. Al día siguiente, fuimos a la plaza de San Martín, de grandes dimensiones y de trazado muy irregular.

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Dividida en dos mitades por un gran desnivel, la explanada de arriba estaba reservada para los puestos ambulantes, así como para los festejos, corridas, torneos, juegos y ajusticiamientos. Los puestos fijos del mercado se concentraban cerca de la iglesia de San Martín. Asimismo, había tiendas de los más diversos productos en los soportales, donde pudimos comprar algún suvenir. También vimos muchos palacios, levantados para hacer ostentación de riqueza y poder, como el de la familia Maldonado o Casa de las Conchas, llamada así porque su fachada estaba decorada con más de trescientas veneras dispuestas al tresbolillo. Pero, sin duda, lo que más nos ha impresionado hasta el momento es la Universidad. Fundada en 1218, es la más antigua y prestigiosa de España. El edificio de las Escuelas Mayores se encontraban en la rúa Nueva, y a ellas daba acceso una majestuosa portada. La Fachada Rica, como se la conoce popularmente, era un enorme tapiz o retablo de piedra hecho de símbolos, medallones, figuras, frisos y una abigarrada decoración, llena de enigmas y secretos. Y todo ello parecía estar como suspendido en el aire sobre la doble entrada que daba acceso al templo del saber. En el interior se encontraban las diferentes aulas o generales, la capilla y la singular escalera renacentista que conduce a la Biblioteca. En medio del claustro, sencillo y austero, había un poste, en el que los maestros atendían las consultas de los

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alumnos y resolvían sus dudas, pues en clase no podían ser interrumpidos. De repente, comenzaron a entrar en el patio bandadas de estudiantes, todos vestidos con la característica loba o sotana corta y sin mangas, gregüescos, bonete chato y manteo de paño. “¿Qué sucede?”, pregunté a uno de ellos. “Se trata del maestro fray Luis, que acaba de salir de la cárcel de Valladolid, donde ha estado por haber traducido el Cantar de los Cantares a la lengua vulgar y se reincorpora hoy a su cátedra”. Empujados por uno de los grupos, nos adentramos en una de las aulas, donde muchos otros aguardaban desde hacía horas, a pesar de que los bancos eran incómodos y estrechos. Al poco rato llegó el agustino, en medio de un silencio expectante. Debía de tener unos cincuenta años; el rostro era redondo, el color de su pelo trigueño y los ojos verdes y vivos. Desde lo alto de su cátedra, nos miró a todos con emoción y comenzó a decir: “Dicebamus hesterna die”, o sea: “Decíamos ayer”. Y continuó luego su clase, como si no hubiera pasado nada, en el mismo punto en el que la había dejado casi cinco años antes. Toda una lección para los allí los presentes y más para los que veníamos de casi cinco siglos después.

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Como una aurora nueva

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Luis Ramos de la Torre Hay que reconocer que cuando decidió hacer ese viaje Etelvina no estaba ni animada ni desalentada, todo lo contrario; tomó su decisión como algo perteneciente a las cosas que hacía desde la rutina y asumió dejarse llevar sin más, como cualquiera, tal y como había hecho en anteriores ocasiones, pero esta vez con más motivo, pues según sus planes iba a ser la última. Había viajado de formas diversas, pero esa no sería, ni mucho menos, la primera vez que iba a apuntarse a los viajes del Imserso para que la llevaran a cualquier lugar que pensaba elegir a la hora de hacer la solicitud y dependiendo de cómo se encontrase en el momento de leer los programas. Tampoco era esta la vez en la que se la veía más ilusionada, pero era consciente de que debía terminar el trabajo que desde hacía años se había impuesto como una de las tareas importantes en su vida. El destino elegido sería lo de menos, aunque no estaría mal, por supuesto, que la ciudad y los viajes intermedios fueran de su agrado o al menos resultara interesante para sus objetivos todo lo que derivase de las experiencias que tuvieran sus 10

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Con los ojos del frío, Lastura 2021.


compañeros de viaje después de las visitas que hiciesen a las diferentes propuestas del programa. En alguna ocasión se había encontrado con personas con las que ya había coincidido en sus viajes anteriores y que, al verla allí no extrañarían, sino todo lo contrario, su forma peculiar de actuar durante el trayecto; siempre solía suceder lo mismo. Etelvina viajaba con todos en el transporte asignado sin ningún tipo de prebendas, ya fuese autobús, tren, o avión; no ponía ningún inconveniente; ahora, eso sí, por unas razones u otras, siempre intentaba viajar al lado del conductor del vehículo; no soportaba estar mezclada entre los asientos y los viajeros, era como una pequeña agorafobia extraña. Por ello, si no aducía problemas motrices, indicaba carencias en la vista o añadía cualquier otra dolencia más o menos simulada que le sirviera para lograrlo, pero en la mayor parte de las ocasiones solía conseguirlo. A la mayoría de los compañeros de viaje les llamaba mucho la atención que se quedara en el hotel de manera casi continuada mientras los demás salían de excursión a ver las ciudades, los museos o cualquier otra cosa del programa previsto; y cuando se daban cuenta, solían preguntarse extrañados, cuáles serían las razones para que alguien así se apuntase a un viaje, lo pagase, y al final no participara en casi nada con nadie, salvo a la hora de las comidas o en las sobremesas nocturnas.

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La verdad es que Etelvina no era de las personas que iniciase un viaje sin haber leído antes todo lo que estaba programado en él, y no sólo lo leía con atención, sino que conocía perfectamente lo que iban a ver, los contenidos de las visitas y todo lo referente a otros aspectos, tanto de tipo histórico como geográfico, artístico o culinario. Todo esto hacia aún más grande su leyenda de mujer extraña, inusual, diferente y llamativa, pero ella tenía muy claro cuáles eran los objetivos de sus viajes y, por el momento, no iba a dejar de llevarlos a cabo, por muy raro que a los demás les pareciera su comportamiento. Su propósito estaba centrado en lo que ella misma llamaba “periturismo”, es decir, todos las acontecimientos y las personas que rodeaban a los viajes antes de la salida, dentro del propio viaje o una vez terminado; por ejemplo, le importaba las vivencias y las opiniones de los gerentes y los conserjes de los hoteles, las impresiones de los camareros, las cuitas de las encargadas de las habitaciones, de los conductores, de los mecánicos o de los responsables de las gasolineras donde paraban; toda esa gente que está alrededor de cualquier viaje y que de una manera u otra protagoniza el viaje, pero sin viajar. Por ese motivo, Etelvina se quedaba entre todos ellos para hacer el seguimiento y el análisis de lo que ocurría en torno del viaje sin ser lo previamente programado.

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Había planificado llevar a cabo diez viajes con diez propuestas de análisis diversas y éste sería el último, el que completaría su estudio y con el que daría forma al libro diferente que le prometió a su padre que escribiría después de haber estado viajando con él durante tanto tiempo por diferentes lugares de Europa y América. Viajes, que desde que él falleció, Etelvina decidió no volver a repetir, salvo los diez programados para escribir su libro “Viaje alrededor de los que complementan los viajes”. Durante los dos primeros días del programa, todo transcurría con la normalidad y la cordialidad que más o menos había vivido en los viajes anteriores. La gente iba y venía cumpliendo con las estancias, salidas y entradas debidamente programadas, mientras que ella llevaba a cabo sus entrevistas, tomaba sus apuntes y entretenía su tiempo de “ocio” dando algún paseo o revisando y viendo cosas más o menos interesantes. En los días siguientes se dio cuenta de que sus charlas con César, el conductor del autobús, tanto en el viaje y en las comidas que durante esos días compartían, como en algún que otro momento del transcurrir diario, se le volvían más amenas, interesantes y necesarias. César, un poco más joven que ellos y próximo a la jubilación, era un hombre culto, gran conversador y al que la idea de que alguien editase un libro de ese tipo le parecía importante, necesaria y en cierto modo

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reivindicativa y justa. Etelvina, siempre reflexiva y puntillosa consigo misma, notó que estaba descuidando ciertos aspectos de su futura publicación por buscar más momentos de encuentro con el conductor, su experiencia en ese sentido era muy precaria y no quería equivocarse a su edad mezclando las cosas que quería hacer con el terreno pantanoso de los deseos y los sentimientos. Por su parte, a César se le veía contento con la situación; era viudo desde que un cáncer galopante se llevó la vida de Juana su mujer hacía ya tres años y no había nada que le impidiera llevar a cabo su vida como mejor le pareciese. El curso de las cosas fue colocando los hechos en su sitio, por eso acordaron resolver la situación una vez que el viaje hubiese terminado y volviesen a la vida normal, sin importarles en absoluto el hecho de vivir en ciudades diferentes; sabían perfectamente que las prisas nunca fueron buenas consejeras, y más a ciertas edades. Pero antes de nada, César le pidió por favor que si pudiera, le encantaría participar en el libro, que le podría hacer algunas preguntas y que no le importaba nada que no apareciera su nombre, -ni mucho menos-, sólo se trataba de hacer un homenaje a su profesión y a los años que llevaba dedicados a ella. Desde el momento en que escuchó esas palabras, que le sonaron como una aurora nueva, Etelvina supo que la dedicatoria del libro llevaría dos

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nombres; el de su padre, viajero incansable, y el de César, perfecto representante de todas aquellas personas anónimas que estando alrededor de los viajes ayudan a que éstos salgan un poco mejor o se conviertan en algo extraordinario.

Fantoft. Bergen (Noruega) Mario Crespo Somos cuatro, dos parejas, tenemos un Ford Focus azul alquilado y viajamos por Noruega ligeros de equipaje. Bergen es la segunda ciudad del país. Precioso enclave. Llueve durante trescientos días al año. Llegamos y sale el sol. Nos hablan de una iglesia de madera. Una de esas románico-escandinavas con forma de barco vikingo. Está en la periferia, en un monte. Noruega tiene grandes atracciones naturales. Es lo que la gente busca en los fiordos. Sentirse bien. Sentir algo distinto. Hay bastantes españoles en el mercado del puerto. Comemos una tapa de ballena ahumada. Noto un cosquilleo en las yemas de los dedos. Diez vibraciones. Es el estrés, está saliendo a presión por las manos. Siento mi cuerpo pleno de antioxidantes. Hablo de manera pausada, como un sabio. Soy libra, pero no creo en el Zodiaco. En

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Bergen el cielo está estrellado a pesar de que es de día. Estamos muy arriba, el globo se achata para acogernos. Y ves el cielo a un palmo de tu cabeza, de tu cerebro. Dicen que la iglesia de Fantoft posee propiedades curativas. Pero los escandinavos no son tan tontos. El Focus, tras horas dando vueltas, llega al paraje de la iglesia. No hay peregrinos. La gente no sube de rodillas hasta el monte. No veo velas ni exvotos. Apenas media docena de coches. Todo está en silencio. El aire está cargado de oxígeno. Inspiro y me purifico. Expulso un esputo que me recuerda mis tardes de footing. Catarsis y otras sensaciones difíciles de describir. Durante la subida no vemos la iglesia. La ascensión es dura, empinada. Estamos agotados. Si el panel informativo del parking está en lo cierto, el monumento se encuentra arriba: on top, en su edición en inglés. Metros de cuesta por una senda embarrada nos llevan a un claro entre la frondosidad verdeoscuracasinegra del paraje. Ahí está. Vemos el tejado a dos aguas cubierto de escamas de madera. Nuestra alegría desbordada rompe el silencio de los allí presentes. Disculpen, somos españoles. Fotos y más fotos. Dentro, un pequeño retablo insertado en la angostura del ábside brilla gracias a un haz de luz que entra por uno de los vanos saeteros. Recuerdo la luz blanca, el sonido creciente llegando a mi cerebro, el ruido de fondo, las voces angelicales y, después, todo blanco: el paradigma de la luminosidad, algo excepcional que

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no sabría describir. Sobre todo porque después de esa experiencia mística no recuerdo nada más. No sé cómo salimos de allí, cómo llegamos al coche. Y aseguro que no bebí. Creo que esa laguna en la mente fue provocada por aquella luz blanca que, en su elevación protogótica, no me ascendió al Cielo; lo bajó hasta mí.

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Viaje a Zamora11 Agosto de 2019 Natalia Carbajosa I Azud. Aceña. Zuda. Tajo, licencia de nombre y piedra sobre agua que, a su vez, hiende la carne de la tierra. El cuerpo ofrecido a la corriente que confunde, alborozada, su curso. Subir, bajar… la garza sabe. II Crepúsculo estival en carretera. Apenas coches. Lento, extenso, interminable. Como negándose a ceder su permanencia a la oscuridad total. Extraños privilegios del Poniente. Solitario, sí. También inabarcable. III Por campos de amarillo y lila, cereal y lavanda. Y cielo: cielo y tierra, continuidad salpicada aquí y allá por la escasa verticalidad del adobe. Parda y humilde, apenas piedra. Piedra y cielo entonces, y siempre espacio, espacio todo. Entre tanto infinito, sólo parece caber aquí una resonancia: la de los poetas.

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Cuento kilómetros (Eutelequia, 2011, LcL Libros 2013).

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IV Frontera al norte del Duero. Tierra sin ley. Western medieval. Primeros colonos. En cada pueblo un castillo, muralla, fortaleza. La historia que se ve, y también la que deja un roce invisible. Aleteo, quizás imaginado, de un pardal en la encina. V Sayago: inmensas afloraciones de granito. Como si desde el suelo asomase la memoria enfriada de este planeta cuando no era nada más que magma. En los pueblos del camino, los alfares. De la fuerza a la belleza, la domesticación de la roca en los enseres. VI San Cebrián. Lo vegetal hecho piedra, fósil tallado por la arcilla de la mente. Electricidad que viaja de las manos al cincel. Lo eterno cuando se manifiesta en la escala humana. Fustes que son troncos de palmera. Palmera-piedra. VII Escultura sacra que burla la doctrina y sus abstracciones y cobra vida en lo cotidiano: la Virgen encinta, San José con el niño en brazos. Y ese guasón de San Cipriano, patrono de brujas y adivinos, ex-practicante de la magia negra… Colegiata de Toro, Pórtico de la Majestad: a un

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lado la puerta de la salvación, al otro las llamas de las que huyen las ánimas. ¿De verdad ya no existe el Purgatorio? ¿No tiene esto más miga, Alighieri, que aquella cansina oposición entre güelfos y gibelinos? VIII La Santa Espina. Dos conceptos, dos principios prevalecen sobre todo lo demás entre los monjes que erigen monasterio. Uno abstracto y otro concreto: la soledad y el agua. Uno concreto y otro abstracto: la soledad y el agua. IX Otero. Parra. Seoane. Fernández. San Román. Se repiten los apellidos. Familias enteras. Sílabas sepultadas bajo las aguas en Ribadelago. Arriba, la nueva presa, de cuya construcción suponemos que no se habrán escamoteado materiales, emite su zumbido de abeja inmortal. Se traduce como: no olvidar, no olvidar. X Sobre el cimborrio, las cigüeñas duermen de pie, en una pata, ofreciendo el perfil al Poniente. Los focos apuntando a la fachada neoclásica de la catedral funden en mármol visual piedra y ave. Detrás, leve y tupido a la vez, el fondo escénico: noche y luna.

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XI En una parte del pueblo se habla castellano. En otra, portugués. Bajo el puente de piedra, el agua pone apropiado nombre a esta riqueza expresiva y espontánea que se burla de los lindes, de las reglas, de las palabras retorcidas hasta el no decir: Río de Honor. CODA Las coplas veraces de un poeta (zumbón, entrañable, sereno) inauguran las fiestas de verano en la plaza. Otra vez el fundador de rituales, el que rubrica los ciclos. El suyo es el reino de Kairós. Y nos da la bienvenida.

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Camino12 Pablo Malmierca El mar es una larga carretera. (Manuel Padorno. La Guía)

Los cuervos picotean restos de grano en la autopista, el tiempo pasa sigiloso entre el hueco de tus piernas. La lluvia golpea, salvaje, las líneas de tu mirada, los árboles desaparecen entre fumarolas del pasado. Ignoro el futuro que partirá de tus manos, mis recuerdos son el espacio entre tus dedos.

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Poema perteneciente a El tacto estremecido. Eolas, 2021.

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El hambre devora los milímetros entre tú y yo, en mi estómago un enorme gusano me roe desde dentro. Te miro, tus pupilas me devuelven un universo de águilas que se precipitan sobre el recuerdo de un mundo cercenado. Intento hablarte, eres tú la que me dice: no sigas, el camino siempre fue otro.

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Galveston, TX13 Pablo García Casado

voy cruzando este mapa con la esperanza de verte el teléfono es distancia líneas que han perdido su elástico vaivén y tu voz al oído es tan dulce que saqué todo el dinero del banco me compré un ford y me puse a conducir por las vastas extensiones

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El mapa de América, DVD Ediciones, 2001.

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Hit the road, Jack14 Raquel Lanseros La autopista es el tiempo que tarda en convertirse el principio en el término. Entretanto en el día que me quieras. No se pisan jamás las mismas huellas —Heráclito dijo algo parecido— sin embargo conducen al lugar donde estamos. Nunca le tengas miedo al horizonte no hay placer más sabroso que el trayecto. Acepta el pan servido en cualquier parte disfruta del asilo que te ofrezcan pero ten preparadas las maletas. Aprende por tu bien el arte de marcharte siempre un segundo antes de que te hayan echado.

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A las órdenes del viento (Ed. Valparaíso, Granada, 2ª edic. 2015 ampliada)

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Las tribulaciones de Aquiles Seve Calleja Hay niños que ansían poder hacer cuanto antes lo que hacen sus mayores: fumar, conducir coches, pedir un crédito o leer ciertos libros. Otros, en cambio, querrían no crecer nunca, no tener que ir a servir al ejército, ni entramparse por comprar una casa o quedarse calvos. Pero a ésos, generalmente, no les suele quedar otro remedio. Hay también hombres contentos de serlo, entusiasmados de sentirse por fin adultos. Gente que nunca volvería a ponerse un pantalón corto si no es para jugar al tenis, orgullosa de su máquina de afeitar, su periódico bajo el brazo y sus corbatas de seda a cual más sorprendente. Son por lo general bastante altos y algo calvos. Tarde o temprano acaban siendo padres y yendo a ver películas de dibujos animados, y se reúnen entre ellos para hablar de la Bolsa y del colegio de sus hijos, y una vez al año, les toca ver pasar la cabalgata de Reyes o ir al Parque Infantil de Navidad. Sin embargo, a sus veintimuchos, casi treinta años. Aquiles se sentía disgustado hasta de su propio nombre, que le quedaba demasiado ancho. Por eso, en cuanto pudo, le arrancó una sílaba y, desde un veintinueve de febrero —casualmente le había tocado nacer en año bisiesto— decidió llamarse Ales.

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Ales no tenía de mayor más que la edad, y hasta ése era un asunto discutible. Para la gente chismosa, la que todo lo pone en entredicho, a la que le entusiasma polemizar, los veintiocho años de Ales eran, en honor a la verdad, siete. Siete añazos que tenían de particular el tamaño, acaso un tanto desproporcionado para cualquier otro, pero no para un Ales de aproximadamente ochenta y cinco kilos de anchura por uno-coma-sesenta y cinco de alto, según la ficha de cuando lo tallaron en la academia. De aquel entonces, sólo queda la ficha con sus datos de filiación rotulados a mano y el estigma azulado de un tampón que rezaba NO APTO, pero de todo aquello no tuvieron la culpa ni el sargento de policía encargado de evaluar las pruebas físicas de acceso, ni sus kilos, ni su ajustada talla, sino sus pies. Que para ser policía, además de ver y oír medianamente bien, y de no ser demasiado grueso ni bajo, no bastaba con querer serlo. Que él sí que quería. Había, además, que descalzarse y dejar estampadas sobre un papel las huellas de los pies. Y ahí fue donde Ales perdió su primera oportunidad de demostrar que, aparte de su tamaño, era un tipo normal y corriente. Sólo que alguien debía de haber decidido que dejar impresa toda la planta de los pies era un inconveniente para ser admitido. Y Ales tuvo que conformarse con seguir en la tienda, ayudando a su madre a vender historietas de Mortadelo, Akira, Axterix, Kika, Greg y

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Agatha Christie, bolígrafos, cuadernos y gomas de borrar. Un trabajo que, la verdad, no le entusiasmaba demasiado, pero que, si no tomaba una decisión rápida, amenazaba con tenerlo encerrado de por vida entre anaqueles y torres de cajas de cartón. Porque su buena madre tenía puestas en él todas las ilusiones del negocio familiar VDA. DE RUIZ PAPELERIA Y ARTICULOS DE REGALO, que años atrás se había llamado simplemente LIBRERIA RUIZ y que, si todo iba viento en popa, iba a tener un nuevo rótulo, y esta vez luminoso, que dijera LIBRERIA SUCESOR DE RUIZ - ARTICULOS DE ESCRITORIO - JUGUETERIA Y REGALOS. Y él no estaba dispuesto a consentirlo porque tenía otras aspiraciones. Porque, por más que lo había intentado en sucesivas convocatorias, si no había podido aspirar a ser capitán de fragata, bombero o guardia municipal, sí que sería al menos marinero a secas, dispuesto a navegar por el Mar del Norte. Probablemente no llamarían demasiado la atención sus tantos kilos por aquellas latitudes. Tal había sido su sueño a los veinte años y en él había depositado todas sus ilusiones durante mucho tiempo. Escribía en secreto a todas las compañías navieras y se quedaba a esperar una respuesta. Y así, el papel que otros solían gastar en cartas a una novia desde cualquier academia, lo gastó Ales en tales menesteres. Y hasta le pareció que en aquel tiempo el mundo se hubiera ido

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ahuevando por los polos, llevándose el Mar del Norte cada vez más arriba, alejándoselo cada vez más de la papelería. Aquiles era nombre de héroe. ¡Ocurrencias de su difunto padre! Cómo iba a suponer aquel buen hombre, entregado al oficio de librero, la devoción de su hijo por las salsas. Y es que el chico, desde bien pequeño, había mostrado cierta debilidad por untar bien el pan en toda clase de pringues. Porque, contra lo que pudiera imaginarse, no eran su tentación los dulces, no. Que si gastaba sus dineros en bollos y en chocolatinas lo hacía por los cromos y papeletas de concursos de viajes, que ésa sí que era su mayor devoción. Porque había decidido que si no viajaba vestido de uniforme y arropado de sirenas y luces estridentes, tarde o temprano alcanzaría su sueño gracias a los concursos, a los sobres-sorpresa y a las rifas, que a él, por su oficio, le llegaban a diario en letra impresa en los faldones de diarios y revistas. ¿Qué esfuerzo le podía suponer estar al día en nombres de famosos, altitudes de picos, dimensiones de ríos y efemérides a alguien que, como a él, le era tan familiar resolver jeroglíficos, sudokus y crucigramas o rastrear gazapos como las tachuelas a un zapatero sedentario? Mientras tanto, y para desgracia de la viuda de Ruiz, comprobar albaranes, ordenar los pedidos y desembalarlos era tierra baldía dejada de la mano de un labrador con vocación viajera. Porque

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Aquiles sólo tenía de héroe de la Ilíada un ejemplar en rústica que jamás llegó a abrir, su nombre de pila y, claro está, la tienda de sus desdichas. Y sin embargo, en el fondo, tenía no poco en común con su tocayo el griego. Cuentan que, cuando aquel otro perdió a Briseida, se negó a combatir contra los troyanos, y que se retiró a una tienda frente al mar. Entonces, reaccionó como éste en cuanto vio perdida toda posibilidad de navegar uniformado. Claro que, en su caso, el mar era la plaza que la gente surcaba de un lado a otro y donde solían jugar los chicos en los atardeceres. Y es que Aquiles-Ales se había jurado odio eterno contra el jefe supremo de todos los ejércitos, se llamara Agamenón o como se llamara en realidad a entre los griegos aquellos. Pues este Ales le habían arrebatado a su mejor amigo, al que tocó en suerte embarcar en Algeciras a destinos inciertos. Se llamaba Fabián en este caso, y no Patroclo, pero eso qué más da. El hecho es que su amigo no volvió ya por el barrio, prefirió quedarse por allí como engrasador de una empresa naviera que lo puso a viajar de un lado a otro. Porque Fabián fue siempre su incondicional, su alma gemela y, de haber sido un héroe colérico, este Aquiles habría vengado su pérdida contra el primer Héctor que se le pusiera delante. Lástima que Aquiles fuera tan sólo un nombre, y la Ilíada, un simple libro sin estrenar que le habían regalado alguna vez a este tal Ales.

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—Lo que tú necesitas es un poco más de movimiento —solía decirle siempre el cartero Patricio—, que te vas a oxidar aquí sentado todo el santo día. Era Patricio menudo y ágil como una ardilla. Echado hacia un lado por culpa de su valija siempre al hombro, se movía como un buque escorado, como un autómata de pilas siempre nuevas jugando a las cuatro esquinas de portal en portal. Si había clientes en la papelería, se limitaba el cartero a dejar la correspondencia en un ángulo del mostrador, a decir hola y a irse sin darle tiempo a la puerta a cerrarse del todo. Pero si no, si encontraba a Ales solo, posaba su equipaje unos instantes y se sentaba un rato a echar un cigarrito a hurtadillas y no se iba hasta haberlo consumido. —Déjame la gorra —solía pedirle Ales. —Pero si no te entra —aducía siempre el cartero, que, al quitársela, dejaba asomar una cabeza despeinada, como una cama sin hacer. A Aquiles le quedaba pequeña, pero se la calzaba porque le entusiasmaba imaginarse capitán de barco. —¡Todo a estribor! —voceaba erguido detrás del mostrador— ¡Avante a toda máquina! ¡Arriad ese foque, que está amainando el viento! —¿En qué quedamos? —protestaba Patricio, dejando salir todo su humo de golpe—. ¿Es un vapor o un velero? Y no es que él entendiera demasiado del arte de

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marear, pero algo raro encontraba en las órdenes del capitán aquel con gorra de Correos. —¡Y a ti qué más te da! —refunfuñaba Aquiles, meciéndose en el oleaje de aquellas fantasías, que no solían durar sino un instante, lo que tardaba en consumirse el pitillo o en entrar algún cliente. Entonces, Ales guardaba mar y buques detrás del mostrador. Pero sin renunciar jamás a su aprendida pose de oficial, plantado allí en el puente de la papelería.

Ronda Tomás Sánchez Santiago “El hombre es sólo memoria y regreso” (palabras de un swahili, El sueño de África, Javier Reverte)

De todos los viajes que en la vida he emprendido -y los hubo de amor y los hubo de huida y los hubo vibrantes y luminosos como un repentino estallido solar-, ninguno como aquel que hice día por día, de mañana y de tarde, desde una tienda de olores agridulces hasta un colegio de tufo a sotana y a aliento muerto. Todo era inaudito por entonces porque a nada lo había abochornado todavía la fuerza de la costumbre con sus manías secantes. Pongamos que

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estábamos en 1965. La ciudad se encogía aún más en el invierno y sus calles estaban invadidas por figuras con esas funciones que las hacían caminar con amenazante determinación: policías empanados en faldones grises, serenos siempre abotargados por la falta de sueño, curas presurosos seguidos a duras penas por un monaguillo que agitaba con escándalo tintineante una campanilla como una sirena terminal que advertía de algo… Entonces esas estampas formaban parte natural de una cotidianidad melancólica de la que estaba ausente la alegría civil. Cada mañana yo salía de casa antes de las 8’30. Aquel itinerario -pero qué iba a ser yo entoncesque atravesé hasta los dieciséis años no era sino el mismísimo viaje de la vida, que se me fue mostrando solapadamente en todo aquello que yo iba viendo primero con ojos infantiles y luego con la mirada turbia y avisada de quien intuye que bajo el revoque encalado de cada fachada aguarda siempre una imprevista pared con desollones y caries y el dibujo de esos extraños animales del malestar. Así se iba estirando cada día aquel itinerario de ida y vuelta. Entre la ilusión y el desengaño. Pero todo amortiguado, rozado nada más por la felpa discreta de la insinuación. Como si no hiciese falta dar más pistas a aquel colegial sobre lo que espera en la vida a cualquier ser humano. Andando el tiempo, me convencí de que había aprendido más por aquel camino de vaivén que en las propias aulas durante

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los ocho años en que recorrí el trayecto. ¿Y cómo era eso? ¿Qué se me iba presentando, sin atisbarlo yo, en aquella caminata de media hora escasa? Primero era la parte caudal de la calle Riego: el estanco, la carbonería -aquellos camiones que volcaban en la calzada el cisco y aquellos hombres tiznados y con un sobretodo de arpillera que lo metían a paladas por troneras a ras de tierra-, el zaguán con la tienda de retales, la pensión Madrid (oh, los nombres que trepaban ávidos hasta la altisonancia), la fábrica de hielo con su magia glacial. Aquella galería de oficios materiales contenía ya en sí misma un reflejo cierto del mundo: lo minúsculo, lo desechado, lo peligroso, lo provisional, lo transeúnte. Todas las gamas de esa noción de la existencia humana que ya intuye que no hay que creer en lo absoluto, en lo enterizo, en la dudosa plenitud de lo colmado. Todo eso estaba ya allí, justo al lado de la calle Feria. Y un poco más allá, a la izquierda, la costanilla de San Antolín, un desnivel simbólico que ya me ponía en otro tenor en la ciudad. Podría ser -eso lo pienso solo ahora- el símbolo de un ascenso. Un ascenso trabajoso, sí, porque la cuesta era pina y sostenida, y eso dotaba de significación ejemplar el hecho de ir al colegio. Tras el esfuerzo, la prosperidad. Se trataba de estar en la ciudad a otro nivel. Pasada la cumbre de la cuesta había otros oficios: el del batihoja que sabía del frío de los metales, el de las mujeres pálidas y escurridizas del bar “El gallo”,

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que a veces se sentaban a tomar el sol con batas rameadas y en zapatillas de pompón excesivo (era el pórtico del tenebroso barrio de La Lana, con sus calles prohibidas: Cortarrabos una de ellas, como un aviso tremendo a quien osase penetrar en esos andurriales), el de la churrería de la calle de San Esteban, atormentada siempre del humo del aceite… Han pasado los años pero cada mañana de mi vida creo comenzar ese mismo camino. Creo que los ruidos que oigo desde la cama antes de levantarme son los de mi madre preparando el desayuno para mis hermanos y para mí; creo que de un momento a otro oiré a la señora Bene, la churrera de dedos agarbanzados por el frío, que bajaba con su carro desde la Plaza Mayor dando aquel aullido primitivo y de singular estridencia para anunciar su mercancía; y creo a ojos cerrados que enseguida iniciaré el trayecto que me irá llevando a través de calles irrelevantes hacia los lugares que a todos nos esperan en esa aventura no del todo descifrable que es la existencia: el amor, la sorpresa, el azar, el deseo, la suerte, el esfuerzo… Y aún percibo, en fin, la mueca irónica que me hizo la vida -a todos nos la hace en algún momento- para desvelarme que el saber estaba en el itinerario, no en el destino. En la ronda diaria de casa al colegio y no dentro de aquellos muros que me esperaban con su espesura, y donde todo se fiaba a una domesticación no siempre incruenta.

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Crónica de hielo Toya Pelayo El frío de este invierno está calando hasta los huesos, por eso mi columna de hoy trae tiempo desapacible. Hace unos días surgió la necesidad de desplazarme a otra ciudad, un viaje relámpago, ida y vuelta en el mismo día y por un magnífico motivo, cosas de los hijos. Me ilusionaba lanzarme a la carretera aunque las circunstancias, en el ecuador de la tercera ola y las alarmantes cifras en Extremadura, no fueran propicias. Pero, ¡ay!, qué pronto mi gozo en un pozo. Si por unos segundos

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imaginé un viaje como los de antes, pronto caí de la nube. La primera dosis de realidad llegó en una estación de servicio, nos sirvieron café y un dulce, sí, pero para tomar en la calle, permanecer en el interior en tiempo pandémico es privilegio de transportistas y camioneros. Toledo nos recibió con los estragos de Filomena todavía visibles en sus calles; las máquinas han amontonado la nieve formando montículos, efímeras y sucias montañas de hielo, que se derriten de forma tan lenta como silenciosa; así, el agua corre incesante por las calles encantadas convirtiéndolas en peligrosos toboganes encharcados. La última vez que estuve allí la sensación fue la de una ciudad manchega de chinos, el mismo Alcázar estaba tomado por grupos venidos del país asiático. Ahora, ni rastro de chinos, alemanes o zamoranos, ¡ay, Toledo!, quién te ha visto y quién te ve, aunque si de ver bien una ciudad se tratara, este sería el momento, sin barullo de turistas corriendo de acá para allá, más atentos a tomar fotografías y hacerse un selfi que a observar los detalles de un palacio. Pensé que al menos la climatología acompañaba porque, a pesar de las previsiones meteorológicas, no llovía, pero el hombre del tiempo no se había equivocado. Cerca de mediodía comenzó una llovizna fina, llover sobre mojado, que se intensificó hasta empapar abrigos, gorros y

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calzado, calándonos el alma. Y los paraguas en el coche. La ciudad, de la que conservaba un bellísimo recuerdo, se mostraba inhóspita y desacogedora, las persianas de los bares echadas y las máquinas de café apagadas; desde cada rincón la presencia amenazadora de los silenciosos montículos, fugaces monolitos, derritiéndose, con el consiguiente riesgo de resbalones; sin ningún sitio en el que tomar un plato caliente, ni siquiera calentar las manos al abrigo de una taza de café. Después de muchas gestiones y paseos, catorce mil pasos según Google, la única opción era la comida basura del McDonald’s de Zocodover: comida para llevar; por cierto, el viento se llevó el toldo de la franquicia. Lloviendo a mares, calados, sin paraguas, el Alcázar se nos mostró inexpugnable, mejor un Big Mac al calor del coche que nada. Aunque el motivo del viaje era festivo, recordaré los pies empapados y el corazón tiritando por la añoranza de aquel otro Toledo encantado. Escribí de hielo y helé esta querida Zona. Para darle un toque de calor escribo sol en el último párrafo: uno grande, fulgente y radiante nos acompañó en el regreso a Cáceres, él y la calefacción del coche secaron mis botas extendidas sobre el salpicadero.

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Pasajul Macca Vilacrosse Rafael Ángel García Lozano Bemolle café. Pasajul Macca Vilacrosse. Cubiertas amarillas de vidrio a dos aguas y el retorno de un catalán y un empresario comprometido en levantar la forma de herradura más bella de la ciudad. Aún somatizada en colmenas de gris y tonos idílicos de pastel; el paraíso frustrado en la tierra ya desde el origen. Y París como horizonte aún más al Este. Los pasajes nos cobijan del frío o nos llevan el paso a cubierto, nos muestran y dejan ver, nos elevan de estado, nos intimizan, nos hacen crecer –con modestia- por dentro, nos elegantizan e inteligentizan cuando osamos a aprovecharlos, nos vuelven burgueses y popularizan a la vez. Nos hacen más libres. Aquí se labraron ansias de grandeza, tertulias todas de ideas y artes, greguerías alcohólicas y cafés sensatos al abrigo de cualquier revolución

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verdadera de promoción humana. Quizá fuera en los cafés, quizá Europa se rindiera a sus adentros, cuando la lluvia encuentra tregua en la cumbrera amarilla que me persigue por la planta urbana de este terreno otomano y quicio de dos mundos. El pasaje de Bucureşti. Entre sillones de terciopelo caro y el humo dulce de sus vecinos cercanos.

Volver a casa

y otras expediciones polares David de Juan Marcos Viajamos. Viajamos para ver el Machu Picchu y para cruzar el Puente de San Francisco. Viajamos para pasar diez días en la playa y atiborrarnos de lo que nunca comemos. Viajamos para cansarnos de otras rutinas. Para fotografiar esto y aquello, ese paisaje tan, ese monumento que. Para oler, para ejercitarnos en la improvisación y el ascetismo, para contar, para no ir a ninguna parte, para jugarnos la vida, para dormir doces horas en un colchón extragrande, para decir: yo vi, yo estuve, yo hice. Yo fui. Porque viajar siempre se conjuga

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de la mano del verbo ir y en muy pocas ocasiones del verbo volver, siendo esta parte, el regreso, la más indeseable para la gran mayoría de los viajeros. En el caso de los escritores, sin embargo, volver a casa se ha convertido muchas veces en un buen hilo del que liberar madejas. Pienso, por ejemplo, en Odiseo, el gran regresador de la literatura, quien tras diez años de guerras troyanas pasó otros diez años luchando contra dioses, criaturas mitológicas y héroes para arribar a Ítaca junto a su mujer y su hijo; en Phileas Fogg, que salió del Reform Club, a cinco minutos en coche de caballos de su mansión de Saville Road, y tardó ochenta días en volver convertido ya en otro hombre; en Alonso Quijano: ay, tres veces partió a desfacer entuertos y tres veces regresó a casa molido a palos. La lista es larga: Edmundo Dantés, el Principito, Alicia, Bilbo Bolsón, Bastián, Robinson Crusoe… Yo, que lo mejor de la ciudad en la que vivo es su aeropuerto, cuando no viajo, leo –que es lo más lejos que puede largarse uno sin moverse del sofá–, y empachado como estoy de papilla novelesca cada vez disfruto más de las historias que fueron, que ocurrieron, que cuentan los que se marchan. Y vuelven. Así, pensando en mi viaje preferido de vuelta a casa, he recordado el celebérrimo anuncio que el explorador Shackleton publicó en 1914 en The

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Times cuando buscaba tripulantes para embarcarse hacia la conquista de la Antártida: Se buscan hombres para viaje peligroso. Sueldo escaso. Frío extremo. Largos meses de completa oscuridad. Peligro constante. Regreso no asegurado. Honor y reconocimiento en caso de éxito. Al anuncio respondieron más de cinco mil aspirantes y el resultado de la demencial aventura es bien conocido por los devotos de héroes y gestas. La expedición fracasó en su tentativa de cruzar el continente helado de punta a punta pasando por el polo. Triturado por la presión de la masa de hielo que intentaba atravesar, el barco Endurance −cuya traducción, Resistencia, evoca por desfachatez y consecuencias al Titanic− quedó encallado en una banquisa y siete meses después se hundió antes siquiera de alcanzar las costas antárticas. Los veintisiete hombres, cincuenta perros y un polizón que se había colado en la escala de Buenos Aires tuvieron que acampar sobre el hielo flotante y sufrieron durante quince meses bajo unas condiciones que el propio Shackleton ilustró así a su regreso: Hemos pasado por el infierno. Al principio intentaron desplazarse sobre el helado Mar de Weddell tirando de sus barcas, pero apenas eran capaces de recorrer un par de kilómetros al día. No les quedó más remedio que quedarse quietos sobre el hielo a la espera de un

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milagro y sacrificar a sus cincuenta perros −necesitaban la carne que estos se comían−. Milagro o no, finalmente el bloque de hielo se rompió y, subidos a los botes salvavidas, la corriente los empujó hacia mar abierto hasta alcanzar Isla Elefante, en el archipiélago de las Shetland del Sur. Una vez allí, Shackleton y otros cinco hombres se jugaron de nuevo el pellejo en un bote para alcanzar la isla de San Pedro. El mar estaba frío y encrespado y esa travesía −mil trescientos kilómetros en dieciséis días− todavía se considera a día de hoy un imposible. Pero la aventura no había terminado. Shackleton y sus hombres tuvieron que atravesar una cordillera inhóspita por un terreno nunca cartografiado hasta entonces, y cuando por fin llegaron a un lugar habitado, en Punta Arenas, no recibieron socorro de la armada británica porque había estallado la Primera Guerra Mundial y los objetivos militares no pasaban por recoger náufragos. Fue en la estación ballenera de Stromness donde un barco chileno los rescató y los llevó de nuevo a Isla Elefante para salvar a los otros veintidós marineros del Endurance. A pesar del fracaso, los veintiocho hombres seguramente lograron con este ejemplo de supervivencia y voluntad una de las mayores hazañas de la historia de las grandes expediciones, el gran viaje de vuelta a casa.

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Oasis artificial Maribel Andrés Llamero Como quien se encuentra perdida en la sabana, crecí cercada de cafés, que llamaron Venecia o San Francisco,

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cappuccinos en la boca y el cabello rociado de un tinte azafrán, última tendencia en el salón Iguazú. De punta a punta el autobús que rasga este altiplano sabe que el barrio Manhattan nos conecta al exterior con un servicio estándar de internet por horas; que al ferretero no es verdad que le sirvan los tornillos de Jamaica; que en Mar del plata te cogen muy bien el pantalón; y que nada nunca iguala a estos cruasán recién traídos aun calientes de la París.

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Viajando con el alcanfor By Choche la señora no se quita el abrigo, hace mucho calor en el bus, pero no se lo quita, y entre eso, y el olor a alcanfor, paso un mal rato, es curioso ese olor, cuando una prenda convive con esas bolitas en el armario, nunca la suelta, esa prenda queda impregnada para siempre jamás, nunca se librará de ese olor, al otro lado del pasillo, una joven viejuna, es decir, una chica vestida como su abuela, jersey granate de cuello vuelta, falda de cuadros, coleta y gafas de pasta marrones, pero lo mejor, es que saca un libro del bolso, colección RTV73, está leyendo Alfanhui de Sánchez Ferlosio,

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con sus páginas amarillentas, con ese olor, en ese preciso momento todo me cuadra, estoy en un bus de los años 50, retrocedo en el tiempo, los pantalones vaqueros se convierten en pana, me salen unas botas marrones, camisa de cuadros y una bolsa con la matanza, se respira tranquilidad, se respira alcanfor, en la radio las noticias y Manolo Escobar, el conductor con gorrilla, el paisaje en blanco y negro, que pasada, me despierto al llegar a destino, todo en color, todo en su sitio, incluso el olor a alcanfor, la historia de Alfanhui, me queda ese regusto añejo, pero qué cojones, todo está en su sitio, incluso yo.

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Cuando acaba el viaje, no ha hecho más que empezar Juan Luis Calbarro Desde siempre, los viajeros nos dividimos en dos grupos: los que cifran el éxito del viaje en el número de quilómetros cubiertos y los que nos conformamos con haber andado los necesarios. Yo prefiero estos viajes de corto recorrido y largo aliento, libres de la extenuante aspiración de acumular postales. Me gusta demorarme y charlar con los paisanos y aprender sobre una espadaña vieja en una iglesia, sobre un giro lingüístico, sobre una tradición, sobre una etimología, sobre un relieve. Si no puedo escribir algo que me interese o me emocione cuando regreso –a veces, ya mientras regreso–, el viaje, como dicen los muchachos de ahora, no me renta. Concebido el viaje de esta forma, cuando acaba no está haciendo más que empezar. De mi primer viaje a Hastings en 1985 surgieron con el paso del tiempo algunos poemas y un volumen de desmañados relatos que, seguramente por fortuna, aún sigue inédito. Algunos años después, un vendedor callejero de perritos calientes de Mousehole me proporcionó la materia de un artículo para Historia 16: la incursión de corsarios españoles que, a finales del siglo XVI y en el contexto del conflicto angloespañol, había asolado

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aquella aldea de pescadores a excepción de la casa del viejo Jenkins, único testigo que hoy recuerda en la localidad el tiempo anterior a aquella desgracia. La catedral de Chichester me sugirió un vínculo entre la invasión normanda de Inglaterra, el arte y el demoledor paso del tiempo, con un célebre, hermosísimo y desengañado poema de Philip Larkin como argumento. En esa misma localidad, visitar la Casa Gremial me condujo a conocer una etapa de la vida y de la obra de William Blake. Los anglonormandos también están presentes en algunas reflexiones mías sobre el castillo de Lewes o los sorprendentes murales románicos de la diminuta iglesia del diminuto Clayton. En el invierno anterior a la pandemia disfruté de una escapada literaria a Edimburgo y aproveché para visitar el magnífico Museo Kelvingrove de Glasgow. Ya entonces planeé para el verano de 2020 seguir la ruta de los militares españoles que invadieron Escocia en 1719 y, de la mano de personajes locales de la talla de Rob Roy, plantaron cara a los casacas rojas enviados por los Hanóver y acabaron presos en la cárcel de Edimburgo. Habría visitado el castillo de Eilean Donan, donde al parecer todavía vaga el espectro de un oficial español. Habría pisado las huellas de aquellos infantes de marina en el campo de batalla de Glenshiel. Habría recogido los ecos de los oficiales presos en Edimburgo, a quienes bajo

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palabra de honor se les permitió salir del húmedo castillo y codearse con la alta sociedad edimburguesa. Naturalmente, también habría aprovechado para probar un buen güisqui y las célebres vieiras de la isla de Skye… La pandemia se encargó de aplazar un plan que aún sigue en pie, porque semejante baño de historia no puede quedar arrumbado debido a un simple virus. Pasado el primer estado de alarma, en verano se suavizaron las restricciones y planeamos unas vacaciones familiares en el Cantábrico. El camino nos llevaba a Zamora y luego a Asturias y Cantabria, pero a la ida paramos en casa de unos amigos en Alaejos, provincia de Valladolid. Con ellos pudimos visitar las ruinas de lo que a lo largo de buena parte de los siglos XIX y XX fuera una importante industria metalúrgica, señera en Castilla la Vieja: la Fundición Martín. El hallazgo inesperado convirtió lo que iban a ser meras vacaciones en auténtico viaje; a la vuelta pude documentar lo que en las ruinas solo había podido vislumbrar, y ordenar sobre mi mesa y mi teclado retazos de un rico pasado industrial que jamás había sospechado. Viajar es, así, algo distinto a ir de vacaciones: es, de la forma en que prefiero viajar, convivir con el pasado y pensar en el futuro, mirar el arte y el paisaje, escuchar la música y las palabras. Leer en los libros y en las ciudades. El viaje adquiere de esa forma textura espiritual y se constituye en

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paradójico testimonio de solidez y permanencia; algo que conviene mucho, creo yo, a nuestra frágil, doliente, efímera condición humana.

Hay que ser vago Pedro Calbarro Primero el túnel, luego la luz. Allí estaba Pablo. Delante de él, esperándolo, la figura alargada, con amplia capucha, la guadaña en una mano y la otra apuntando hacia el frente. Pablo se acercó. En el frente, unas enormes escaleras que se alzaban hacia una espesa bruma. Incontables escalones se subían hasta el cielo, imposible ver el final. Pablo miró hacia arriba. Después dirigió la vista a la muerte, que lentamente asintió. Cerró sus ojos e inspiró profundamente. -¡Doctor, ha vuelto, hay pulso! -¡Eso es imposible, hace cinco minutos que certificamos su muerte! -¡Mire el monitor! Está respirando. -¡Es cierto, mantenedlo estable! -¿Cómo puede ser, doctor? -No sé, pero te digo una cosa: si yo fuera creyente, diría que esto es un milagro.

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Viajo con un montón de muertos a mi lado Quiero deiar de respirar para pasar inadvertida pero corro el riesgo de morir por asfixia Uno de los muertos me sonríe Tiene los ojos mansos por donde crecen las flores Finjo estar dormida El conductor da un frenazo v el ave que anida en su gorra de plato se empotra en la luna Las flores se abren Pierden los pétalos «Los muertos no lloran» me digo y tomo mi valija y salgo corriendo al pasillo a enfrentarme a la muerte Ella se ríe me espera Camino hacia el silencio Maeve Ratón

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Viaje al "intranjero" Carlos Malillos

No corras, vete despacio, que a donde tienes que llegar es a ti mismo. Juan Ramón Jiménez. Platero y yo.

La vida es un viaje que comenzamos, sin saberlo, cuando damos los primeros pasos de una andadura que te hará repetir este gesto miles o quizás millones de veces, según las que el destino haya prefijado para ti. Desde el momento en el que adquieres un cierto grado de raciocinio, vas descubriendo formas atrayentes de un sorprendente colorido, figuras que se mueven en torno a ti procurándote todo aquello que necesitas, palabras que vas descifrando... ¡Has comenzado a vivir! A partir de entonces, el trepidante e imaginario tren de sensaciones te irá asombrando a diario. Conocerás el amor y sentirás su fina aguja traspasándote el corazón, elevándote ingrávido sobre el mundo y sus circunstancias, como también sentirás otras veces el dolor del fracaso y la decepción. En el camino encontrarás todo tipo de amigos y de envidiosas piedras pretendiendo frenar tu impulso, y también la mano amable que te ayudará a levantarte y a proseguir. El secreto para que este viaje vital transcurra felizmente radica, como dijo Antonio Machado, en llevar un equipaje ligero. Para vivir no necesitas mucho, tan solo precisas lo necesario. De cada

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lugar que visites, has de quedarte con lo mejor, desechar aquello, que por fácil de conseguir, pueda proporcionarte una felicidad pasajera que suele ser casi siempre engañosa. Retén en tu mente los buenos momentos para gozarlos en el recuerdo cuando carezcas de ellos, sin olvidar los malos para poder evitar en lo sucesivo, otros semejantes. Procura vivir tu vida y que la vida no te viva a ti. Para ello, amplia sin cesar el campo del conocimiento, relaciónate con quien te pueda aconsejar o brindarte su experiencia, teniendo en cuenta que tú eres el dueño y señor de cuantas decisiones tomes. Ten siempre presente que estás formado de dos partes indisolublemente ensambladas. Eres un espíritu encarnado, o si lo prefieres, un cuerpo animado. Todo aquello que captes por los sentidos, constituirán experiencias externas que irás anotando en tu personal agenda de viajes al extranjero (lo que es exterior a ti), pero no olvides que el viaje más alucinante lo percibes cuando meditas, reflexionas y sacas consecuencias. Este viaje al "intranjero" (lo que constituye tu intimidad) es, a mi modo de ver, el más hechizante, porque no envejece, ni se deteriora con el tiempo; muy al contrario, crece a medida que vas haciendo camino y te aporta serenidad para afrontar los cambios, proporcionándote, en cada momento, una nueva forma de ver las cosas, afianzando tu personalidad, de manera, que relativizando todos

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los pasajes de tu diario vivir, llegues a ser feliz en cada instante. Que de eso se trata. Esto es lo que deseo para ti, querido alumno, tú que tienes la suerte de estar experimentando las primeras sensaciones de un viaje único y fascinante, que espero sea de largo recorrido.

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Abres una puerta frente a ti que da al infinito. Es entonces cuando palidecen los límites del orbe. Volamos en un avión con dirección al naciente. Asomados a la ventanilla vemos caer el sol como una moneda que incendia un campo de nubes aprisionadas. Y te digo que nada existe si tú no me piensas. Jesús Losada15

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Del libro Corazón frontera.

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Viaje a la India Carmen Seisdedos I. Quiero reflexionar, al comienzo de estas líneas, acerca de qué hace que un desplazamiento sea un "viaje", en el sentido lúdico que esta palabra ha adquirido en nuestra cultura. Al menos, claro, para mí. Viaje es, en primer lugar, elección. Ese sitio, que no puede ser otro en un momento dado, el que uno siente que está esperándolo, aquel para el que estamos listos en una circunstancia de nuestra vida. Viaje es, en segundo lugar, preparación, y eso en muchos sentidos. El viaje empieza mucho antes de poner el pie en el coche, el tren o el avión; empieza cuando uno se proyecta en todo que le va a permitir el mayor disfrute. Libros, revistas, audiovisuales, de historia, de arte, de literatura, de geografía, de sociología, de etnografía, música..., nos sumergimos mucho antes en un mundo que se va construyendo, que nos predispone y que hace que, al llegar al destino, el conocimiento sea, en cierto modo, reconocimiento. Viaje es riesgo. Siempre que viajo, en algún momento, recuerdo la novela de Paul Bowles, que llevó al cine Bertolucci, El cielo protector. Cierto que el tema de la obra es la crisis de una pareja, pero las circunstancias se vuelven más significativas por la salida de la zona de confort, la

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posibilidad de catástrofes naturales, de accidentes, de enfermedad, de muerte..., la alienación, lo extraño, lo desconocido con lo que podemos toparnos en un viaje, y en lo que quizá no seamos capaces de desenvolvernos.

Paco Roca

Paco Roca

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II. Todo eso lo he vivido, como señalo, siempre que he viajado, pero de forma más radical, si cabe, du-rante mi última experiencia. Fue en India, en febrero y marzo de 2020, y eso es lo que quiero reflejar en las líneas que siguen. Si todo viaje es elección, India lo es por muchos conceptos. De forma inicial porque hay que elegir qué visitar. Incluso en un viaje largo en el tiempo. Y porque, de la visita, hay que elegir qué se cuenta. Porque la India es infinita. Yo elegí, y elegí adentrarme en la historia, el arte, el paisaje, porque creo que en las estepas del centro de Asia, en las grandes cumbres de los Himalayas, en los valles de los caudalosos ríos que nacen en ellas y van hacia el este y hacia el sur, late el eco de las voces antiguas, de las grandes civilizaciones que nos han construido. Por eso la India en la que me sumergí y preparé, para reconocerla después, no era ni la de los shadus ni los gurús de arcanas espiritualidades que ni entiendo ni son para mí. La India que yo buscaba, la que finalmente vi, es la de las ciudades del Rajastán y la de Delhi, especialmente la del Sultanato, y la del imperio mogol, por tanto Delhi de nuevo y Agra. Al recorrer las calles de estas y otras ciudades, los hoteles, me parecía que cada rostro, cada ropaje eran los de los personaje de una estupenda novela sobre el país, Un buen partido, de Vikam Seth, aunque, en realidad, tampoco eran las personas lo que lo que me atraía hacia India.

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III. Delhi, cuyo nombre parece proceder del rey Dhilu, de la dinastía Maurya, que gobernó durante cientos de años, suele ser descrita como una ciudad caótica, pero en realidad no lo es o no lo es tanto. Es bueno saber que solo entre los siglos XII y XVII hubo siete ciudades. Antes y después de eso algunas más; por tanto es bulliciosa, densamente poblada, pero puede comprenderse y abarcarse. Desde Quila Rai Pithora, la primera de las que se individualizan como tales ciudades, fundada por el rey hindú Prithura Chauba, de la dinastía chauban, hacia 1180, se han sucedido reinados que profesaban el islam. La mezcla de ambas sociedades, hinduista e islámica, de ambas religiones, de ambas culturas, está muy presente, en Delhi y en el resto del país, y no siempre, como sabemos, para bien. Desde aquella época, siglo XII, hasta 1526 se extiende en el tiempo el Sultanato de Delhi. Ya las construcciones hinduistas son formidables: templos, palacios, fuertes, baolis o pozos escalonados, y absolutamente inolvidables. Cuando aparece el islam la síntesis entre ambas formas de arquitectura es lo que hace incomparable a esta región. Los restos materiales del sultanato son abundantes y muy bien conservados: el pueblo de Merhrauli, construido en una de sus partes en torno al Qutb Minar, fue convertido por un general de Mohamed de Ghur, desde 1193, en centro del sultanato. Mezquitas, tumbas, memoriales de santones, un

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baoli... lo convierten en un parque arqueológico de visita inexcusable y uno de los lugares más bellos de la ciudad. También el complejo Nizamudin nos remite a esa época. El santón sufí de ese nombre murió en 1325, en el parque arqueológico se encuentra su tumba y otras muchas, mezquitas y viviendas de operarios, que son testigos melancólicos de la grandeza del pasado. Después volveremos a este lugar. En 1398 Amir Timur, Amir El Cojo, Tamerlán, llegó y casi destruyó Delhi. Pero no pudo aún con ella. Otras dinastías vendrían, especialmente la de los Lodi, que, quizá, no fueron extraordinarios gobernantes, pero dejaron mausoleos y mezquitas que, aún hoy, nos asombran en los Jardines Lodi, una de las zonas más apacibles y más hermosas. Las tumba y la mezquita Bara Gumbad y especialmente la de Sikander, el último de la dinastía y del sultanato, son un prodigio de armonía. También el puente Athpula, construido en el siglo XVI, deber ser recordado como parte este entorno monumental y paradisíaco. IV. Incluso algunos buenos guías indios, y los míos lo eran, no distinguen entre mongoles y mogoles, pero, obviamente, como sabemos, no son lo mismo. Los primeros fueron los pueblos de Gengis Kan y sus sucesores, que entre los siglos XII y XII llegaron incluso a Japón (allí los

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detuvieron los kamikazes, que no son o no son solo los aguerridos pilotos, no necesariamente suicidas, de la Segunda Guerra Mundial, sino vientos huracanados de las temibles costas niponas, que en aquella ocasión rolaron a favor de los locales, desbaratando las naves mongolas de Kublai Kan). Sí conquistaron China y se adentraron por el oeste en Europa, en episodios bien conocidos. En las estepas asiáticas, en concreto en el actual Uzbequistán, entre los siglos XIV y XV, gobernó Tamerlán a quien ya citábamos, que se quiso heredero de los anteriores, incluso contrajo matrimonio con una de sus princesa, pero nunca fue reconocido ni como mongol ni como kan. En aquellos tiempos los contactos entre pueblos y culturas eran mucho más frecuentes de lo que podemos imaginar. Enfrente del Mausoleo de este casi mítico gobernante, en Samarcanda, hay una calle muy conocida en la ciudad que se llama Rodrigo González de Clavijo. Este personaje, castellano de los siglos XIV y XV, fue a su corte como embajador de Enrique III el Doliente de Castilla, y dejó una crónica espléndida de ese viaje, Embajada a Tamerlán, que aún hoy se lee con gusto. Uno de los sucesores de Tamerlán, su nieto Babur, entró en guerra con los uzbekos, que lo derrotaron. Él huyó, se refugió en Kabul y después llegó a Delhi, venció al último de los sultanes, Sikander Lodi, puso fin al Sultanato y comenzó una nueva época en 1526. El imperio mogol.

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Babur murió en Agra, aunque fue enterrado en Kabul, ciudad que no siempre fue sinónimo de barbarie, destrucción y muerte. V. A Babur lo sucedió su hijo Humayun. De él, de historia triste y final ridículo, solo vamos a mencionar el maravilloso mausoleo, quizá la primera costrucción, icónica y modélica para otras, de estilo mogol. La hizo para él Mirak Mirza Ghiyas, por encargo de la viuda mayor del emperador, Hagi Begum. Está en Delhi, en el parque arqueológico Nizamudin y es la primera y portentosa tumba-jardín, construida en arenisca roja y mármol blanco incrustado. Sus celosías talladas como encajes en piedra, sus proporciones, su armonía, solo fueron superadas un siglo después por lo que se considera su sucesor natural, el Taj Mahal de Agra, del que hablaremos enseguida. Los grandes mogoles fueron grandes por muchas razones, al menos algunos de ellos. A Humayun lo sucede su hijo Akbar, desconocido casi en nuestro mundo, pero un gobernante de primer orden, muerto en 1605. Tolerante con todas las religiones del país, creyente y practicante de la suya, el islam, a esa tolerancia se debe que aún hoy podamos disfrutar de los templos hinduistas repartidos por el norte del subcontinente indio o de los no menos importantes templos jainistas, de Ranakpur entre otros. Mandó construir la ciudad de Fatehpur Sikri, levantada entre 1571 y 1585, en honor de

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Salim Christi, santón sufí y consejero del rey. Esta ciudad fue abandonada, incomprensiblemente para nosotros, 14 años después. Enfermedades, falta de agua... ¿Quién sabe qué sucedió en estos misteriosos lugares del pasado? Hoy podemos visitarla, casi intacta, con sus columnas de incomparable belleza, a no muchos kilómetros de Agra. También su mausoleo, iniciado por él mismo, completado por su hijo Jahangir a 12 kilómetros de la mencionada ciudad, en Sikandra, sigue la pauta del de Humayun y es reposo y jardín, tumba y recuerdo. Agra, la ciudad, y Sha Jahan, el hijo y sucesor de Jahangir, nombres que permanecen unidos inalterablemente a lo largo de los siglos. Pero en Agra hay mucho del legado mogol. Si ya hemos dado cuenta de dos mausoleos, antecedentes por el concepto y el diseño arquitectónico del Taj Mahal, el de Humayn y el de Akbar, hay que mencionar un tercero, que por esas mismas razones, pero especialmente por el material de que está hecho y el tipo de decoración, es ya un claro referente directo. Construido no mucho pero si algo antes; concretamente iniciado en 1622, se trata de la tumba Itimad-ud-Daulah, encargad por Nur Jahan, esposa predilecta de Jahangir, para su padre, del mismo nombre que el sepulcro, alto funcionario en la corte del emperador. Esta tumba es una excelente combinación de mármol blanco, mosaicos de colores, taracea de piedra y celosías.

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Se trata de un monumento no muy conocido, poco visitado, pero tan proporcionado, tan bello y tan innovador, que ir a la ciudad e ignorarlo es una ofensa que no puede perdonar la idea de perfección. Y por fin el Taj Mahal. Poco se pude decir de él que no se sepa. Nada, sin embargo, prepara para la visita, ya que el recinto, que uno podía imaginar recoleto, es tan grandioso, los espacios tan bien calculados, los jardines tan hermosos, los surtidores tan apacibles que constituye, sin duda, el mayor monumento que nunca haya sido, no solo construido, aún imaginado, al amor. Sha Jahan amaba profundamente a Mutaz Mahal, que murió en 1631. El edificio, de mármol blanco, actualmente purísimo, pues está siendo restaurado y limpiado permanentemente, está encuadrado por otros dos de arenisca roja, la más típica de las construcciones mogolas. Se completó en 1643. Los trabajos de pietra dura, los relieves, la caligrafía, la luz de las diferentes horas del día, y aún de la noche, pues no hay nada comparable con luna llena, los árboles... en fin, no creo que haya palabras para describirlo. Dentro, en la parte superior están los sepulcros del emperador y su esposa. Miento, los sepulcros, como en todas las tumbas y mausoleos de este tipo, están debajo, en otro nivel, y no son visitables, pero hay documentales que demuestran que en esa planta baja hay la misma belleza que en la superior.

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Existen leyendas según las cuales el emperador pensaba construir otro mausoleo para él en mármol negro. No se sabe, lo cierto es que descansa junto a su emperatriz en el más grandioso monumento concebido para tal fin, y el sagrado río Yamuna es testigo de ello. Sha Jahan murió en 1658, pero antes su genio constructor lo llevó a levantar Shajahanabad, la séptima ciudad de Delhi. La elegante avenida de Chandai Chowk, la Jama Masjid, el Fuerte Rojo, son las huellas de su paso por una ciudad a la que convirtió en capital de su imperio. Lo sucedió Aurangzeb, su ambicioso y despiadado hijo, que encerró a su padre en una estancia del Fuerte Rojo de Agra, también construido por el romántico y desdichado emperador. Desde allí lloraba por la esposa muerta, pues la vista del grandioso mausoleo fue el consuelo que le quedó. El hijo guerreó, destruyó, e inició la decadencia de un imperio al que otro más moderno y quizá más desalmado se llevó por delante a mediados del siglo XIX. Aunque como pasa tantas veces, algunos de los gobernantes y representantes del mismo reconstruyeron con sensibilidad y salvaron mucho de lo que hoy vemos. Pero no es esa la India de la que hoy quería hablar. VI. Todo viaje supone riesgo, y más en determinados momentos. Al lado del Taj Mahal, el día 12 de marzo de 2020, recibí varios mensajes del

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Ministerio español de Asuntos Exteriores, recomendándome, como a todos los que estábamos fuera de España, la vuelta. Sabíamos que existía un virus, pero entonces ignorábamos la desolación que traería. En aquel momento India tomaba más precauciones frente a él que las que vimos en España el día 15, cuando llegamos a Madrid, y parecía controlar la situación, aún a costa de cierta incomodidad para los viajeros. Yo había ido a ver monumentos y paisajes, pero la elección de un lugar pone en marcha un mecanismo, no consciente, de afinidades electivas, por eso, mientras escribo estas líneas, aunque yo no había ido a ver personas, tengo un nudo en la garganta, pues en ese país, ya muy querido para mí, tan desigual socialmente, con estructuras de protección muy precarias, muy poblado, con una forma de vida a veces ingenua y despreocupada, con costumbres arraigadas, a las que no les es fácil renunciar, la muerte ha mordido y es hoy más visible que las sonrisas y las ropas tan vistosas y coloridas. Tuve que regresar antes de concluir las visitas, no pude ir ni a Orcha, ni a Khajuraho ni a Varanasi, pero, cuando todo esto acabe, si puedo, volveré y para entonces la empatía y la esperanza serán parte de mi equipaje.

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Viaje sedentario

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JAM Viñas El viajero está echado, boca arriba, sobre una chaise-longue forrada de cretona. Desde ella el nuevo viajero se sabe dueño del mundo, un mundo que se abre y se cierra a su antojo. El nuevo viajero no necesita mochila, porque sus recursos están sujetos por hilos invisibles. La hojarasca del sendero ya no cruje bajo sus pies, porque ha decidido dar protagonismo a sus manos, que acarician la superficie lisa de un ratón domesticado. El nuevo viajero no sale al encuentro de los lugares, son los lugares los que abren ventanas para él. Este nuevo viajero ya no es un nómada, es un sedentario que sigue señalando el horizonte con su dedo índice, un horizonte que no conoce el allí, sino el aquí y el ahora de la décima de segundo que tarda en cosquillear a su múrido inmóvil. El nuevo viajero es un navegante como Colón, pero su nave jamás saldrá del puerto, porque está anclada en una pantalla como el cuadro del velero que cuelga a su espalda. El nuevo viajero puede ver e incluso escuchar el sonido de los pueblos y de las ciudades con su instinto digital, pero el olor, el tacto y el gusto siempre serán los de su chaise-longue forrada de cretona donde pierde el sentido de la orientación. 16

Te tengo en cuento. M.A.R. Editor.

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Ni el olvido ni la invasión Miguel Bártulo Ya las abejas liban las tempranas flores y los trinos nupciales despiertan las auroras o adormecen ocasos croando nanas. Ya vuelos majestuosos surcan los horizontes y otean encinares y roquedales. Ya las fragancias densas perfuman el arribeño Sayago. Ya una textura multicolor tapiza el suelo áspero. La primavera es tiempo de retornos, no de olvidos ni de masivas invasiones. No se debe profanar ni violar este templo sagrado de naturaleza virgen. Se trata de contemplar y descubrir. Es para para comenzar y mantener una íntima relación y dejarse fecundar por mansas y tiernas emociones. Se tiene que ir despacio, muy despacio; y en silencio, muy en silencio; escuchando, recibiendo y prodigando caricias. Sin producir huidas hurañas o desgarros en cotos conquistados por especies remotamente asentadas que van venciendo al tiempo, ruidos y carencias, no sin dificultad. No se trata de consumir una ruta turística ofertada en modas pasajeras y prefijadas. Sayago no es un estante más de un supermercado para degustar sensaciones superficiales y efímeras, sino un manantial de misterios al que de modo pastoril hay que reverenciar y arrodillarse, para sorber el agua fresca que brota rumiacosa entre sabrosos

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berros y morujas, para poderla beber y que te pueda saciar la sed tras sofocantes fatigas. Hay experiencias que no logran expresarse ni encerrarse en las palabras y que hay que vivenciar personalmente. El manantial Sayago es de veta y caudal abundante. Pero depende de la capacidad del cántaro. Y hoy, por lo que a veces percibimos, se acercan recipientes muy agrietados o agujereados en el fondo, que llamamos colodras y que nada pueden retener. Es mejor que se abstengan. Sayago se merece un trato reverente y miradas profundas. Para poder ver la verdad hay que mirar hacia dentro antes que mirar hacia fuera. Los besos del cielo con la tierra no están al alcance de cualquier retina. Se necesita una actitud contemplativa y mística, como glosa de manera encomiosa San Juan de la Cruz. Por toda la hermosura nunca yo me perderé, sino por un no sé qué que se alcanza por ventura. Sabor de bien que es finito lo más que puede llegar es cansar el apetito y estragar el paladar (Cf. Glosa a lo divino)

Lo digo, porque sería imprudente adentrarse en

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solitario por parajes tan abruptos, pero un paseo en grupo, no significa que esté ausente el respeto y el imprescindible reencuentro individual. Hay algunos atisbos con visión económica que atraen transeúntes. No es cuestión de criticarlos ya que lo que se necesita es que haya muchos más. Pero sí tienen que estar claros y asumidos esos principios de respeto y responsabilidad que tan bien supieron vivir y transmitir nuestros mayores: “El no sé qué que se alcanza por ventura” Estos meses tiernos y floridos, tapizados de gamas tan variadas es buen momento para acercarse aquí, sin olvido, sin invasión, para ver y escuchar lo mucho que te enseña y dice esta naturaleza arribeña que desentoña a Perséfone y enjuga las invernales lágrimas y tristezas rutinarias. Ah! ¡No dejes de encontrarte con la mejor especie que desgraciadamente es la más amenazada: la humana! Miradas acuosas, brillantes, profundas y hundidas en cerdosas cejas entre agrietados rostros y surcadas frentes de aguantar tantas intemperies. Sayago es un regalo a recibir y descubrir con mimo.

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El mejor verano de tu vida Pedro Simón Hay una edad géiser en la que erupciona el mejor verano de tu vida. Vienes de los cromos de Panini y del fútbol; de los otros veranos cartesianos con playa, padres y hermano; de los últimos juegos de mesa y del Nestea. Entonces, fium, en el mejor verano de tu vida van apareciendo como por ensalmo no sólo los granos sino los amigos. Las canciones que te acompañarán toda la existencia, los primeros amaneceres sin dormir en el frontón, ese montón de cosas prohibidas y nuevas, los besos que todavía no sabes dar porque no hay tutorial que te enseñe, todos esos momentos inolvidables a los que volverás 20 años después. O 40. Y aún hoy. Cuando seas un mierda que prefiere un crucero antes que la cuadrilla. Es el mejor verano de tu vida y acabas de sellar con sangre una lealtad inquebrantable: tiene que ver con un lugar. Uno que no hace falta que sea especialmente hermoso. Ni que tenga playa. Ni discoteca. Ni turistas. No hay ningún sitio como un pueblo pequeño para recorrer el mundo entero. El mejor verano de tu vida es en la adolescencia de los 15. Y en los 16. Y en los 17. Y en los 18. Luego vas creciendo y al sexto mejor verano de tu vida te

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das cuenta de que has visto a tus padres tres horas en los últimos cinco días. De que ya no te tratan como a una niña o un niño. Y de que hacerse mayor, vaya, es ir haciendo surco con incertidumbres que van a más. Con el tiempo descubres que la felicidad era aquel prueba-error y aquellas primeras llaves de casa que te confiaron. Esos ratos frente al espejo creyéndote mayor y la bicicleta volando nocturna como la de ET. El «déjame media hora más, mamá» y el «Juan está por Vero». El «vamos a comer en la peña» y, por supuesto, el «este es el mejor verano de mi vida». Ahora tengo un trabajo que es exactamente el que soñaba, acabé aquellos estudios que tanto detestaba, conseguí una casa que terminé de pagar (de pequeño me obsesionaba acabar debajo de un puente), he alcanzado los 48 logrando hacer el pino, he estado en lugares increíbles, he conocido a gente memorable, quiero y me siento querido, estoy viendo a mis hijos sanos y radiantes en esa edad géiser, tengo un confortable sillón con orejeras. Y sin embargo. Y sin embargo cuando llega septiembre, pienso que -viaje a donde viaje, me gaste la pasta que me gaste, haga lo que haga- ya no volverá nunca jamás el mejor verano de mi vida.

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Los hermanos Crow Jesús Ferrero En una taberna de San Francisco abarrotada de rugientes marineros, los hermanos Crow planeaban cómo hacerse con el tesoro oculto en algún lugar del islote de San Félix, del archipiélago de las Desventuradas. Mientras consumían turbulento whisky de centeno, elaboraron un plan que, aunque complejo, podía llevarse a cabo. Lo más importante era conseguir el mapa en el que se indicaba el lugar del tesoro, en poder del capitán Morgan, de cuya goleta, la Esmeralda, era tripulante Jack, el menor de los Crow. Tres días después la Esmeralda se hizo a la mar, y en ella iba Jack, con la cabeza llena de buenas intenciones. Jack sabía que el capitán Morgan llevaba el mapa dentro de una cartera de cuero que colgaba de su cuello y de la que nunca se separaba. La noche anterior al abordaje de la isla, anclaron a unas millas de distancia de San Félix, y tras repartir ron en demasía, el capitán aconsejó a sus hombres dormir un poco, pues en cuanto despuntase el alba se acercarían la San Félix en una chalupa para hacerse con el tesoro. Todos se sumieron en un sueño profundo, salvo Jack, que apenas había bebido y que había vertido láudano en el tonel del ron. A media noche el menor de los Crow se apoderó el mapa, mientras

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Morgan roncaba tirado sobre un banco de cubierta; arrojó la chalupa al agua tras haber atado a uno de sus bancos un tonel de ron y un saco lleno de alimentos, descendió hasta la bodega, y con un pico perforó el casco por debajo de la línea de flotación. Acto seguido se arrojó al mar, alcanzó la chalupa y se dirigió al islote mientras la Esmeralda se hundía. Su ansiedad era tal que en cuanto llegó al islote ni siquiera miró hacia atrás y se dirigió a la cueva indicada en el mapa, en la que halló un cofre de madera de roble lleno de monedas de oro de origen español. Pasó más de dos horas acariciando las monedas, besándolas y derramando lágrimas de avaricia. Si todo iba bien, dentro de una semana llegaría su hermano en una goleta de su propiedad, cargarían con el cofre y pondrían rumbo a Inglaterra para disfrutar de sus riquezas. Jack dejó el cofre en la cueva e intentó no sucumbir a la impaciencia. Le sobrevino una ataque de gula pero el islote no era rico en dones de la naturaleza. Apenas había vegetación y era todo él una roca volcánica, inhabitable e ingrata, pero en la chalupa tenía comida y ron. Al llegar a la orilla, le sorprendió ver un mástil encajado en la roca. Se acercó a él y comprobó que era el palo mayor de la Esmeralda. No mucho después, creyó oír ruidos procedentes del otro lado de la roca. Intentó ocultarse, pero ya era demasiado tarde. Toda la tripulación de la Esmeralda, incluido el capitán,

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surgieron de entre las peñas mirándole acusadoramente. De inmediato Jack imaginó lo que había pasado. Sus compañeros se hallaban a salvo porque se habían agarrado al mástil des-prendido del casco, y habían conseguido alcanzar la orilla. Intentó huir, pero el mar embravecido hacía de muralla tenaz a sus sueños de fuga y el islote tenía menos de dos kilómetros de ancho. Consiguieron cazarlo junto a la cueva y entre todos lo acuchillaron. Dos días después los recogió un barco al mando de un expedicionario español llamado Malaspina, que los dejó subir a cubierta a cambio de la tercera parte del tesoro. Cuando Alexander, el mayor de los Crow, llegó a San Félix, solo encontró un esqueleto cuyo cuerpo parecía haber sido devorado por las aves de rapiña. Estaba anocheciendo y Alexander decidió pernoc tar en el islote, junto a la tripulación, compuesta por seis hombres. Despertó al amanecer y le desconcertó no ver a nadie a su alrededor. Se incorporó, dirigió la mirada hacia el mar y divisó a lo lejos su goleta, que poco después desapareció tras la línea del horizonte. Alexander debía mucho dinero al contramaestre, que al no contar ya con el tesoro, le había robado el barco dejándolo solo en el islote. Al tercer día de su infierno en San Félix llegó a roer los huesos de su hermano, y una semana después murió de hambre, de sed y de soledad cuando estaba despuntando el alba y el mar parecía de lava.

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caminatas de forastero José Ángel Barrueco se notaban la soledad y el sigilo en las calles vacías de Molsheim yo era un forastero con mochila, pelo largo, botas y abrigo los paseos matinales coincidían con el horario de comida de sus habitantes. 10.000 personas vivían en ese lugar y apenas me topaba con un alma. veía siempre las mismas caras, los mismos lugares: la fundación bugatti plazas, monumentos, castillos, colegios de jesuitas y vestigios medievales. 10.000 habitantes, pero sólo estaba yo pateando las aceras y mirando las fachadas para matar el tiempo y esperarte junto a la iglesia de san jorge había huellas de homenaje a los muertos de la contienda franco-alemana, las guerras mundiales, la batalla de indochina, tambow y otros campos de rusia entre 1943 y 1945: un monolito de piedra y tres placas con sus nombres y apellidos

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el latido de la muerte, del tributo a los caídos en escenarios bélicos, lo apaciguaba después yendo al parque de las cigüeñas y a los arroyos por donde merodeaban los patos y los cisnes. me dedicaba a observarlos y, así, los soldados se diluían en el olvido aquello no era distinto de nuestra idea del cielo: agua clara, hierba limpia, quietud y algo de brisa, las aves batiendo las alas y mirándome a los ojos pero faltabas tú para quitarme la soledad y este miedo de ser mortal.

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Buscando vacaciones Sara Dueñas Maíllo Ganadora “¡En el barco por el mar es agradable viajar!” solía decir el afamado capitán. Eran los piratas más fieros del mundo, y secuestraban desde reyes hasta vagabundos. Pero claro, como todos los humanos los piratas necesitan vacaciones de vez en cuando. Y por eso estaban allí, viajando por el mar, para encontrar un buen sitio donde descansar. Después de muchas millas se encontraron por sorpresa un pequeño islote hecho de helado de fresa.

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Se quisieron quedar allí pero no cabían todos (aunque de helado de fresa se pusieron hasta los codos). Siguieron avanzando, continuando con su viaje hasta que encontraron la Isla del Potaje. Fueron a explorar la isla pero no les gustó: demasiado sano les pareció. Más adelante encontraron la Isla del Ron; y esta, evidentemente, sí que les gustó: ¿a qué clase de pirata no le gustaría una isla entera donde todos los días ron se bebiera? Así pues, decidieron pasar sus vacaciones en aquel lugar perfecto y así recuperar fuerzas para volver al secuestro.

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Excusas, excusas… Pero pregúntaselo a Dumbledore Mario García Polo Y ahí estaba yo, preparado para despegar; al levantarme todo parecía normal, le rogaba cinco minutos más al despertador mientras me tapaba las orejas con la almohada. “Todos los días igual, nada especial por hacer”. ¡Qué equivocado estaba! ¡En ningún momento me imaginaba que la NASA estuviera haciendo viajes a la Luna a ricos mafiosos! Me debieron de confundir con alguno de ellos y me llevaron hasta la NASA. Pensaba todo esto mientras despegaba (para aliviar tanto el miedo, como la euforia; ¿y si el mafioso venía a por mí?) liberé todos estos pensamientos y me agarré

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fuerte; iba a cruzar la atmósfera. Cerré los ojos un momento, sentí un impacto y, al volver a mirar, ¡¡ESTABA CAYENDO EN PICADO!! La atmósfera había hecho efecto rebote contra mi nave y no podía pararla. Me estaba acercando hacia algo que parecía Inglaterra. Me acercaba hacia un lugar, aparentemente desértico, con unas enormes ruinas. Me preparé para el impacto y… ¡¡PUM!! Fue peor de lo que me esperaba. Lo último que recuerdo antes de desmayarme es haber visto que no había aterrizado en tierra firme sino que mi nave estaba flotando en el aire. Como si hubiera aterrizado en algo invisible. Alucinacionespensé. Lo siguiente que recuerdo es ver la cara de una enfermera y una especie de ogro en miniatura con orejas grandes y puntiagudas. No me acuerdo muy bien de lo que pasó después pero debí de volverme loco ya que me tuvieron que anestesiar. Lo único que recuerdo mientras estuve sedado es que empecé a pensar en la monstruosa figura que había vislumbrado y me llegaron a la mente las palabras: “Elfos Domésticos, Dobby, Winky, Kreacher”. Me desperté y sí, parecía un elfo doméstico; además la enfermería era igual a la de Hogwarts y pensé: No puede ser verdad. Empecé a unir cables y me di cuenta: Aterricé en el “aire” de unas ruinas ya que no eran ruinas de verdad, en realidad era Hogwarts bajo el hechizo de ocultamiento de Dumbledore.

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Con un movimiento efusivo me quité toda la maquinaria que llevaba encima para poder respirar y salí corriendo de la enfermería. Los alumnos, me miraban extrañados mientras murmuraban sobre mí y mi extraña apariencia. En cuanto vi al primer alumno, se me saltaron las lágrimas. Todo lo que había soñado cuando era pequeño se hacía realidad. Me sabía de memoria los planos de Hogwarts por lo que no fue muy difícil encontrar el despacho de Dumbledore. Como no me sabía la contraseña, grite y aporreé la estatua de hipogrifo que había debajo de la escalinata subterránea para acceder al despacho de Dumbledore y me abrió. “Te estaba esperando”- me dijo. Me explicó todo lo que tenía que hacer para volver a mi mundo y por qué había llegado hasta allí. Me mordí los labios pero le espeté: “¿Por qué no me puedo quedar? ¿Y por qué no me llegó mi carta de Hogwarts?”. Me dijo que no me podía quedar y que no tenía magia. Por lo que en Hogwarts no pintaba nada. Volví a mi casa pero no sin antes pedirles un autógrafo a mis personajes favoritos. Y por ese motivo no he podido acudir hoy al trabajo- finalicé. Miro ansioso el “escribiendo…” de mi jefe, pensando: ¿se habrá creído mi mentira? Su respuesta fue breve pero muy clara: “DESPEDIDO”; estaba en mayúsculas, no había nada que luchar. Me tocaba buscar otro trabajo.

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Un viaje especial Marta Sacristán Barba

El viaje va a comenzar, será espectacular, irregular, singular, ahora los ojos has de cerrar. Empezamos a imaginar cómo volamos hacia el mar, allí nos dirigimos sin nadar al universo de Avatar. Proseguimos por el mundo, viajando a Camelot, Arcadia, Shambhala, Liliput, Macondo, El Olimpo, El Edén, Tierra Media... El viaje ha empezado hoy, el viaje ha comenzado junto a Arnia. El viaje me transporta donde voy, el viaje me ha situado en Narnia En Narnia hay un gran león, el sátiro escucha rugidos y corre con emoción acercándose a los enormes ruidos. Sigamos nuestro viaje en Oz, junto al hombre de hojalata y sus amigos

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que nos cuentan la historia del tigre sin voz. En el silencio solo se escuchaban los ladridos del pequeño Totó que en la cueva resonaban. Cercano a este fantástico mundo encontramos un pequeño lugar, un pueblo, Macondo que no para de brillar y brillar. En las playas nos encontramos, donde los pajaritos escuchamos y a las criaturas admiramos, es un bonito lugar que adoramos. Pasamos por Utopía, un lugar desigual, y un tanto inusual. Grandes y joviales castillos, que rodeados por el mar están, emiten hermosos brillos. Seguiremos en un bello lugar, pasando por la ciudad de Zamora, una ruta que vamos a amar, la Ruta del Vino que visitaremos ahora. En la Ruta del Vino

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pasamos por El Perdigón, Corrales y Morales del Vino y más lugares, ¡un montón! En esta ruta disfrutamos, estos bonitos pueblos son los que más amamos. Pasaremos por miles de lugares, quizás mejores, quizás peores, pero Zamora será el que más añores.

El viaje es inusual, a la vez que abismal, no hay ninguno igual, porque este no tiene final…

El viaje a Yusk Sara Wen Crespo En 2141, un grupo de ingenieros, médicos y científicos consiguieron desarrollar unas naves interespaciales con las que pudieron visitar los demás planetas del sistema solar. Estalló una guerra mundial en la que los países luchaban por las colonizaciones a los únicos planetas habitables: Urano y Neptuno, que pese a antiguas investigaciones se vio que eran habitables.

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En diciembre de 2321, la Tierra se vio devastada por varias bombas nucleares que destrozaron la atmósfera y sus habitantes se vieron obligados a abandonarla. Establecieron una conexión entre Urano y Neptuno en la que podías viajar de uno a otro. Ya habían pasado 1700 años desde que se abandonó la Tierra cuando un meteorito de grandes dimensiones colisionó con ambos planetas. Solo unos pocos se pudieron salvar. Desde entonces, vivimos en una nave que deambula por el espacio. Yo nací en la nave, no he conocido otro lugar hasta que el oxígeno y los alimentos comenzaron a escasear. En ese momento, fue cuando decidimos buscar un nuevo planeta: El planeta Yusk. Doce aventureros y yo, con 17 años, nos subimos a la última nave con provisiones. Iba bien, veíamos los demás planetas y estrellas pensando cómo sería vivir fuera de una nave. Sin preocupaciones. Parecía todo muy fácil. Pasaron los días y empezábamos a tener miedo, una antena de comunicación de nuestra nave falló, por lo que estábamos solos, en mitad de la nada. No sabíamos ni siquiera si existía el planeta.. Empezamos a discutir. Llevábamos de viaje casi dos semanas. Habíamos perdido toda la esperanza cuando de pronto vimos algo similar al planeta que buscábamos. Aterrizamos en una pequeña laguna. Era como los cuentos que había en la nave sobre la

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Tierra. Nunca habíamos visto algo tan bonito. Paseamos por los acantilados buscando algo con lo que arreglar la radio de nuestras naves para avisar a nuestras familias. Había restos metálicos, como si hubiera caído otra nave hace cientos de años. Encontramos unas herramientas y la arreglamos. Les contamos como era el planeta y empezaron el viaje. Con las descripciones que teníamos de Yusk nos dimos cuenta de que este era otro, totalmente distinto. Era un planeta desconocido, inexistente para los demás. Lo llamamos Celeste, por los colores que se veían en el cielo al atardecer. Por un momento nos sentimos a salvo y tranquilos pero no duró mucho más de dos meses, cuando llegaron los demás desde la nave. Estábamos al sur de una isla, en una cabaña. En el silencio de la noche nos pareció oír voces humanas. Cuando amanecimos dedujimos que había sido un sueño. Pero de pronto, una gran nave irrumpió en la atmósfera. Nos precipitamos hacia ella y descubrimos un pequeño grupo humano en su interior. Eran las voces que resonaban en nuestros oídos la noche anterior. Cuando el planeta Tierra fue devastado, un grupo de población más avanzada al resto también buscaban Yusk, pero llegaron a Celeste como nosotros. El problema era que Yusk tenía grandes cantidades de radiación y sus cuerpos no estaban

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acostumbrados a ella pero nosotros habíamos vivido toda nuestra vida en el espacio, por lo que estábamos acostumbrados a soportarla. Para ellos, nosotros éramos tóxicos. No queríamos empezar otra guerra por el planeta así que, con los planos que ellos tenían, pudimos llegar a nuestro verdadero destino: Yusk. Ya han pasado más de 3 años desde que llegamos. Nos reencontramos con varias naves que abandonaron Urano y Neptuno tras la colisión y ahora estamos intentando hacer mejor las cosas que nuestros antepasados.

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De la infancia a la madurez Ángel Francisco Nieto Rodríguez De pequeño tenía un sueño, llegar a la madurez Mi viaje para ser persona. Está siendo duro andar este camino, Mi corazón se ha despedido de amigos, familiares. Mi alma ha vivido aventuras que jamás olvidaré. En mi niñez la música me llamó Mi corazón empezó a latir a ritmo de tambor Gracias a Pedro y Edelio la alborada sanabresa [retumbó en mi interior. En mi infancia conocí la amistad, el esférico a mi amigo Diego me unió me enseñó jugando, a dar lo mejor de mí cada día, Y ahora en el San Lorenzo luchó con orgullo junto [con mis compañeros.

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La música con mi Semana Santa me unió Con la trompeta en mis manos subiendo Balborraz el “Bolero de Algodre” me hace [volar Mi destino está lejos, quedan por aprender muchas [cosas. Acompañado de personas que me apoyan, que me hacen creer en mí mismo. Me han dado alas a mi corta edad. Aprender a volar y aprender a caer. Gracias a los que me habéis apoyado, Y a los que seguiréis ahí.

La lección de nuestra vida Alicia Fernández Calles Un viernes a las siete de la mañana nos levantamos para ir a recorrer un largo camino por la naturaleza. Íbamos en una caravana, éramos cinco: mis padres, mi hermana, una amiga y yo. Aunque nerviosos, estábamos deseando salir.

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Cuando me desperté llamé a mi amiga y no paramos de hablar mientras preparábamos las cosas. A la vez mi madre y mi padre preparaban las neveras y mi hermana estaba ayudándoles. Habíamos decidido salir a las siete y media de casa e ir a buscar a mi amiga. Cuando llegamos a su casa, le ayudamos con el equipaje y la aventura comenzó. Mientras íbamos en el coche hacía calor pero una brisa de aire fresco entraba por las ventanas. Olía bien, como cuando estás en la playa mirando al sol. Vimos un camping y un señor alto y un poco extraño nos invitó a pasar desde la puerta. No sabíamos quién era pero nos dijo que estábamos en el lugar adecuado para pasar unos bonitos días. Dejamos todo en el camping y fuimos a dar una vuelta por allí cerca. Todo el mundo nos hablaba de una excursión ideal para familias. Nos quedamos una noche pero a la mañana siguiente nos fuimos con la caravana al lugar donde empezaba la excursión y llegamos al estanque que nos habían indicado. Nos encontramos a una señora y nos explicó que la aventura consistía en ir a los sitios indicados y hacernos una foto con el animal que nos sugirieran. El primer lugar al que llegamos era caluroso y oscuro. Debías sacarte una foto con una mariposa. Mi amiga cogió una linterna y comenzó a alumbrarlo todo. Empezamos a ver que algo se

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movía entre la oscuridad y sinceramente no parecía una mariposa pero tampoco era un lugar para encontrarte un oso o un león, así que no le hicimos caso. Pero, de repente, un animal algo extraño, de color morado y semejante al caballo, apareció entre los árboles. Se nos quedó mirando y nos hizo un gesto para seguirle. Nos llevó a un lugar donde había una puerta. Entramos y se veían muchas imágenes de momentos felices de nuestra vida pasada. Nos dijo que no olvidáramos aquellos momentos tan maravillosos y luego, una mariposa se posó sobre una roca y nos hicimos la foto. Al siguiente día nos dirigimos a otro lugar. En este, hacía frío. El viento traspasaba la ropa. Era de noche y a esas horas bajaba la temperatura. La foto nos la debíamos sacar con un escarabajo muy peculiar que no éramos capaces de encontrar. En un instante, un animal parecido al del otro lugar pero de otro color nos condujo a un sitio con otra puerta. Entramos y se veían imágenes de momentos duros de nuestra vida. Nos dijo que de todo lo malo se aprendía algo bueno y luego nos hicimos la foto con el escarabajo que el bello caballo azul nos mostró. El último lugar al que debíamos ir estaba vacío. No había árboles ni animales y debíamos sacarnos la foto con un toro, algo que me extrañó. Sin embargo, al final del camino llamó nuestra atención un cofre. Dentro había una nota que decía algo que nunca podré olvidar porque me

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ayudó a afrontar tanto las cosas buenas como las malas de mi vida y decía: “No sabes lo fuerte que eres hasta que ser fuerte es tu única opción. De lo malo aprendemos para luego lograr aquellas cosas que deseamos. Los sueños no se cumplen, hay que lucharlos y ser valiente como el toro y no olvidar el gran proceso hasta conseguirlos”. Cuando vimos todo esto, nos hicimos la foto con el toro y después regresamos al estanque. La señora vio las fotos y le dimos las gracias por todo. Ella nos miró y nos guiñó un ojo.

Un lugar en el cielo María Iglesias Roncero Llevaba dos años ya de viaje. Se llegaba a hacer aburrido. Solo el negro del espacio y, ocasionalmente, alguna estrella cercana permitía salir de la rutina. Pero ya quedaba poco, el puntito brillante que estaba justo en la dirección de la nave, era su destino. Finalmente, al cabo de unos pocos días, llegó al planeta que tenía fijado en su ordenador desde que salió de casa. Se fijó que en el lado nocturno del planeta se veían algunas luces, el planeta estaba habitado. Siempre sospecharon que existiría algún tipo de vida, pero parece que, incluso, había vida

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inteligente, capaz de generar alumbrado por la noche. Tomó tierra en el lado nocturno para intentar no llamar la atención. Cuando se abrió la puerta de la nave vio sobre el suelo una especie de manto de color verde que no supo identificar. La temperatura era agradable y en el cielo se veía un enorme satélite que alumbraba ligeramente su entorno, pero no lo suficiente como para distinguir claramente lo que había a su alrededor. Comenzó a caminar hacia una zona en que se veía un ligero resplandor. Intentaría acercarse a los habitantes de ese planeta sin llamar la atención, al menos hasta que supiera si son amigables o no. Mientras iba caminando vio sobre el suelo extendido una especie de roca de color negro alargada, parecía construido artificialmente. Le pareció que los habitantes del planeta podrían haberlo hecho a modo de camino, así que decidió seguirlo a cierta distancia por si acaso se encontraba con alguien. Al cabo de caminar un rato, vio a lo lejos una forma rectangular que reflejaba levemente la luz, como si de alguna manera captara la levemente iluminación. Se fue acercando y, finalmente, llegó a distinguir unos símbolos en la curiosa superficie. En ese momento no entendió lo que ponía, pero lo escribió en su cuaderno de viaje: BIENVENIDO A MORALEJA DEL VINO

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Golondrina viajera Claudia Izquierdo Moralejo Amanece y alzo el vuelo voy sin rumbo, estoy volando muchas horas, planeando, quiero que me lleve el viento. La brisa me está meciendo y las nubes acarician mis alas, que se deslizan en libertad por el cielo. Lugares que van surgiendo, montes, ríos, cordilleras, caminos, puentes, praderas; el mundo bajo mi cuerpo. Atrás se queda el invierno, voy en busca de otros lares, y atravesando los mares, llego a la tierra del fuego. Volamos a ras del suelo mil golondrinas fugaces, en las llanuras vivaces del cálido mundo nuevo.

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Mi primer viaje con amigas

Míriam Garretas Rodríguez Era una tarde corriente. Estaba con mis amigas. No sabíamos qué hacer. Y de repente ¡una brillante idea! Las vacaciones de verano estaban a tres días de empezar y queríamos hacer algo divertido y diferente. Se nos ocurrió hacer un viaje aunque nos costó mucho decidir el sitio. Finalmente pensamos en ir a Asturias por sus montañas, sus playas y la variedad de su fauna. Buscamos dónde alojarnos por internet. Ya lo teníamos todo reservado ¡en cinco días nos íbamos! Los días se nos hicieron eternos, hasta que… ¡Sí! Ya podíamos decir que había llegado el momento tan esperado. Íbamos en el coche. Nos esperaban tres largas horas de viaje. Cuando llegamos a la casa, descargamos nuestras cosas del coche y nos fuimos a Villaviciosa a comprar unas cuantas cosas para comer. Después fuimos a la playa a comer y también nos quedamos a merendar. Por la noche vimos que en Cantabria había un zoo y queríamos ir a ver los animales. Compramos las entradas y a la mañana siguiente nos dirigimos hacia allí. Había muchos animales, leones, tigres, osos, jirafas y muchos más. Algunos nos impresionaron bastante.

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Llegó la hora de volver a nuestro apartamento. Al día siguiente, decidimos probar a hacer surf. Nos animamos y ¿cómo no?, Con la ayuda de un monitor, fue una experiencia increíble ¡Terminamos agotadas! Por la mañana hicimos las maletas y para aprovechar el último día fuimos a la playa. Llegó la hora de volver y, mientras íbamos en el coche, recordamos lo bien que nos lo habíamos pasado.

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¿Falta mucho...? Carla Martínez García ¿Falta mucho para llegar? Me estoy empezando a aburrir, y como no me puedo dormir, tengo que volver a preguntar. Mi madre me dice que me ponga a contar, cuento árboles y coches, cuento, hasta que se hace de noche, pero… ¿falta mucho para llegar? Hambre empiezo a tener, y como no tengo que comer, paramos en una salida, para poder llenar la barriga. Si alguna vez te has preguntado, si ya hemos llegado, pues te digo lo contrario. ¡Este viaje es un calvario! Nunca había visto tales colinas, una abajo, la otra arriba, siento que me da la risa, este viaje no termina. Pero… ¿falta mucho? no, ya estamos al llegar,

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y como ya me empiezo a acostumbrar, el sueño comienza a asomar. Cuántos coches, cuántos árboles, cuántos baches, ¡cuándo acaba este viaje! Por fin, se divisa el destino, largo ha sido el camino, ya no vuelvo a preguntar pero, ¿falta mucho para regresar?

Viaje a un universo paralelo

Iria Miguel García Hola, me presento, soy Luna. Lo único que tengo que decir de mi vida es que es muy aburrida o al menos lo ha sido estos últimos 17 años. Todos menos ese día, el 14/3/2017. Ese día, fue muy especial para mí. Nos remontamos a un martes por la tarde a las 19:30h. Había quedado con mis amigas para despejarme un poco ya que había estado estudiando toda la tarde porque al día siguiente tenía un examen de historia. Era bastante importante porque eran los exámenes finales de los que dependería mi evaluación; y la verdad, no me apetecía suspender. Con mis amigas me sentía

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bien, me sentía libre, literalmente podíamos hablar de cualquier tema sin que nadie se ofendiese. Sonaría un poco egocéntrico decir que son las mejores, pero es que lo son. Habíamos pasado la tarde hablando y cuando llegué a casa, abrí la puerta y me estaba esperando mi padre para cenar. En cuanto cené, me fui a mi habitación y me puse a darle un último repaso al examen que tanto ansiaba hacer. Después de eso ya eran como las 22:45h y como estaba hecha polvo me dormí enseguida. De repente, noté que alguien me acariciaba suavemente el brazo. Me levanté rápidamente pero ya no había nadie. Me intenté volver a dormir pero no pude. Otra vez notaba que alguien me acariciaba el brazo y abrí los ojos muy despacio. Me alteré enseguida, estaba un poco confusa. Frente a mi había un chico de unos 14 años llamado Karim. Era rubio, de ojos verdes y parecía bastante alto. Me miraba fijamente y le pregunté de una manera muy cortante: -¿Quién eres tú y qué haces en mi habitación? Lo noté un poco indignado. Y me respondió: - Este no es tu cuarto ni tu mundo. ¿Qué? ¿Por qué decía eso? Era evidente que era mi cuarto o al menos se parecía a él. -¿Estás bien? – Dijo sacándome de mi viaje astral. – Iba a ir a dar un paseo, ¿vienes?- dijo como si me conociese de toda la vida. -Sí, sí.- dije confundida. Cuando salimos a la calle noté una sensación rara y es que el aire estaba más

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limpio. Miré al cielo y mis teorías se confirmaban: las nubes eran totalmente blancas y el suelo estaba DEMASIADO limpio como para estar tratado por humanos. -Sí es lo que piensas. El aire no está contaminado, el suelo está limpio, todo está perfecto. ¿Todo? ¿A qué se refería con todo? Y, ¿cómo sabía que donde yo vivía no estaba así? -Sé que en el mundo en el que vives es todo lo contrario y que hay muchos problemas: el hambre, la pobreza, el crimen, la contaminación, el racismo… Y aquí no, aquí es todo lo contrario, todos nos llevamos bien. Un mundo ideal, sin problemas y sin nada de lo que preocuparse. Me quería quedar allí para siempre. Se trataba de un mundo paralelo en el que todo iba bien y nadie te juzgaba, simplemente era perfecto. He de decir que Karim me caía bien. Le pregunté que como podía regresar a mi mundo, aunque me doliese, a lo que me respondió que al día siguiente ya estaría en mi mundo otra vez. En ese instante me pregunté si mi familia se preocuparía por mí, pero estaba bien allí. Todos eran amables. Conocí a la familia de Karim y todos me trataron muy bien. Incluso me ofrecieron quedarme a dormir allí ya que yo no pertenecía a ese mundo. Al día siguiente, Karim y yo salimos a dar un paseo y a que me enseñase cosas de “su mundo”. Me dijo que allí la gente no tiraba la basura al mar, todos los coches eran eléctricos y

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por eso no había contaminación. La gente no maltrataba a los animales, todos eran buenos con todos y toda la gente tenía trabajo. ¡Eso explicaba la de tiendas y supermercados que había por la zona! Finalmente, llegó la hora de comer y yo ya me tenía que ir. Me dolía mucho el simple hecho de pensar en lo mal que tendríamos que haber tratado el mundo para que estuviera así de dañado, de sucio, de descuidado… Me despedí de su familia. Karim chasqueó los dedos y en ese mismo instante, desperté en mi cama, en la misma postura en la que me fui como si nada de eso hubiera pasado. Recuerdo que al día siguiente, de camino a instituto, miré al cielo, estaba gris y no precisamente porque fuese a llover. Seguro que habíais oído hablar de la contaminación, de que no tirásemos cosas al suelo, bla, bla, bla. Pero ahí, me di cuenta de lo importante que era eso y más problemas que no quiero nombrar. Espero que el mundo se conciencie de una vez del daño que podemos llegar a hacer.

Vive, sueña, viaja… Cecilia Pascual González Parece imposible creer que existamos todos a la vez,

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que veamos el mismo cielo y en él hallemos el mismo consuelo. Cuando viajas, conoces… gente nueva, otros roces; y es difícil pensar que después, al despertar, cada uno continuará en su misma realidad. Viajas, comprendes, vives, recorres, por otros caminos, por otros lugares, llenando tu alma de nuevos colores, sumando experiencia, ganando en amores.

Amor por el nuevo día, amor por el cielo azul, amor por esta travesía, que solo conoces tú. Una riqueza que no perderás: sus imágenes, en tus ventanas grabadas; sus sonidos, en tus oídos por siempre; sus olores, en tus sueños volverán. Todo tu mente de nuevo recordará. Con o sin equipaje, con o sin compañía, disfruta de este bello viaje; disfruta de tu vida día a día.

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Perdida 366 días María Sánchez Nieves Desde que era niña soñaba con ser mayor de edad para poder hacer un montón de cosas que siendo una niña no podía hacer. Una de ellas era viajar con mis amigos. Cuando cumplimos los dieciocho organizamos un viaje para pasar un par de semanas en la playa. Cuando por fin llego el día preparé mis maletas y salimos pronto para poder aprovechar el día al máximo. Llegamos muy cansados del viaje asique nos relajamos y pasamos todo el día en la playa. Decidí alquilar una lancha y dar una vuelta para poder explorar el mar. Llegué tan lejos que solo veía dos cosas a mi alrededor, el cielo y el mar. Me quedé allí un tiempo tomando el sol y cuando me quise dar cuenta había empezado una tormenta muy fuerte y por mucho que intentaba acercarme a la orilla no podía. Cuando abrí los ojos vi que estaba en la orilla y empecé a correr desorientada sin saber dónde estaba. Al poco tiempo de estar caminando me di cuenta de que no estaba en la misma playa en la que había cogido la lancha si no que estaba en una isla. Pensé que lo único que podía hacer era caminar para ver si alguien más vivía en ella. Tenía la pequeña esperanza de que estuviera habitada pero después de estar horas caminando no encontré a nadie, estaba sola en una isla desierta. Las semanas pasaron y nadie aparecía por allí. Bebía agua de un pequeño manantial y me

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alimentaba comiendo frutos de los árboles. Todos los días dibujaba una pequeña marca en un árbol para saber los días que llevaba allí. Poco a poco aprendí a vivir en aquella isla pero había un problema, los árboles frutales que había eran muy pocos y estaba empezando a quedarme sin nada de comida y no sabía cuantos días más podría aguantar allí. No me podía ni imaginar lo que estarían pensando mis amigos y mi familia, todos estarían muy preocupados por mí. Un día mientas dormía escuche un fuerte zumbido encima de mí. Había un helicóptero volando a pocos metros sobre el mar. Me levanté rápidamente y escribí “ayuda” sobre la arena con un trozo de una rama de un árbol y funcionó. Poco a poco el helicóptero fue bajando. La chica que lo conducía me reconoció y me dijo que todo el mundo pensaba que estaba muerta. Me llevó al hotel donde me había alojado hacía un año y desde allí llamaron a mis padres para comunicarles que estaba vivía. Al día siguiente de llegar a casa era portada de todos los periódicos del país “Chica de 19 años es encontrada después de un año desaparecida en una isla desierta”.

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El viaje Jesús Carro González Ser abeja es ser viajera. Viajamos de día, viajamos de noche, viajamos con alegría, viajamos sin coche. De Panamá a Canadá, de Turquía a Rumanía.

Solas o acompañadas, solemos ser odiadas, nos matan sin razón, como si no tuviésemos corazón. Es duro viajar y más sin rimar, ese cántico con amabilidad es el zumbido en realidad. Viajar es habilidad, pues lo hacemos bastante y nos encanta de verdad.

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Viajamos por tierra pues tus pensamientos encierra, viajamos por agua pues tu cabeza apacigua.

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El camino hacia la felicidad Irene Mateos Gallego Ganadora De nuevo La Humillación. Llevaba toda la vida deambulando entre sus emociones, tratando de llegar a alguna en la que se sintiese cómoda y tranquila. Pero parecía que caminaba en círculos, siempre las mismas, siempre esas 4. Primero estaba La Tristeza, pasaba la mayor parte de su tiempo en ella. Era como una explanada vacía, con un suelo azulado y aire frío. No le gustaba mucho estar allí. A veces pasaban sus Recuerdos, una especie de fantasmas que representan algún momento de tu vida y hacen que recuerdes exactamente cómo te sentiste. Cada emoción tiene sus propios Recuerdos y los de La Tristeza no eran demasiado agradables, pero no eran los peores. Después llegaba La Soledad. Era una de sus emociones favoritas, ya que no tenía nada, ni 199


siquiera Recuerdos. Era simplemente un suelo gris y un poco de niebla en el aire. También estaba El Odio, una especie de desierto de arena rojiza. Sus Recuerdos eran horribles, no hacían más que gritar y poner malas caras. Sin embargo, tenía algo bueno, era un espacio pequeño, siempre salías rápido. Por último, La Humillación. Sin duda la emoción que menos le gustaba. Era un espacio totalmente negro y con un montón de Recuerdos. Acababa de volver a entrar en ella y ya habían aparecido tres. Empezó a correr como hacía cada vez que estaba en ese lugar. Pero en vez de dejar atrás a los Recuerdos como de costumbre, estos la seguían y cada vez eran más. Los odiaba porque le mostraban todas las veces que sus alas habían hecho que se metieran con ella. Todo el mundo tenía unas alas pequeñas, como del tamaño de un brazo y de colores suaves, pero las suyas, al contrario, eran negras y del mismo tamaño que el resto de su cuerpo. Eran su mayor complejo, siempre la habían rechazado por ellas. Ya había llegado a La Tristeza, pero los Recuerdos aún la seguían. Cada vez eran más y estaban más cerca. Llegó a una emoción que hacía mucho que no sentía. El Miedo. Era una superficie morada con pequeñas nubes blancas en un cielo gris. Seguía corriendo, cada vez más cansada hasta que no pudo más, estaba justo entre El Miedo y El Odio. Los Recuerdos se acercaban cada vez más

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rápido y no veía una escapatoria. Entonces, con una mezcla de emociones, extendió sus alas y se elevó por encima de ellos. Nunca había volado, siempre había rechazado la idea de desplegar sus alas. Cuanto menos se notaran mejor. Pero ahora no había otra escapatoria. La sensación era mucho mejor de lo que esperaba, y sin darse cuenta, se olvidó de sus alas y continuó su vuelo. Se elevó hasta tener un campo de visión lo suficientemente amplio como para ver todos los terrenos que conocía. Se desplazó unos metros para ver si encontraba algo. Y, para su sorpresa, apareció una plataforma con un camino de baldosas rosas entre dos jardines de flores, un cielo despejado y un ambiente cálido. Por primera vez se sintió bien, se sintió feliz, tranquila. Al fin la había encontrado, una buena emoción. Consiguió relajarse después de mucho tiempo y se dio cuenta de que gracias a sus alas había llegado allí, y de que, si se hubiese aceptado a sí misma antes, esa no sería la primera vez que visitaba La Alegría.

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Paco Roca

El viaje Pablo López Sánchez El viaje es la vida El viaje es el camino El viaje lo da todo El viaje lo quita todo La vida es el viaje Y nuestras experiencias Son nuestro equipaje Nos creemos todo Y no somos nada 202


Cada uno insignificante, Una ínfima parte Pero sí importante, En la que uno deja Vida, caminos, pena El viaje nos da la vida El viaje nos da el camino El viaje nos quita el camino El viaje nos quita la vida Pero se queda tu esencia Se queda tu experiencia, En el viaje de otros, Dejando tu todo a su todo Y ahí acaba tu viaje Y empieza otro, su viaje.

¡Buen viaje…! O no

Axel Antón Alonso Mi experiencia viajando hacia Kelowna fue de lo más estrepitosa, quizá por la inexperiencia, quizá por los nervios, no lo sé. Lo que sí sé es que no sé ni cómo llegué sano y salvo. Todo empezó saliendo de mi casa, iba rumbo a Valladolid donde cogería un autobús para acto seguido ir a Barajas. Primer

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traspié: me olvidé de una maleta y no me di cuenta hasta que llegamos a Toro. Tocó dar la vuelta. No pasa nada, habíamos salido con mucho tiempo de antelación. Después, llegué a Valladolid, me despedí de mis padres y me monté en el autobús. Llegué a Barajas. Desafortunadamente, el conductor de autobús se confundió de terminal y tuve que ir a la terminal correspondiente, literalmente corriendo como si me fuese la vida en ello. Una vez en mi terminal, fui a coger los billetes de avión, tenía que coger tres billetes diferentes debido a que para llegar a Kelowna debía hacer los siguientes viajes: Madrid-Frankfurt, Frankfurt-Vancouver y Vancouver-Kelowna. Pues bien, solo me dieron dos billetes, los de los dos primeros viajes, y me dijeron que el tercero me lo darían en Vancouver. Así fue como empezó mi viaje. Afor-tunadamente, durante el primer vuelo no hubo ningún inconveniente, fue todo bien. Llegué a Frankfurt, cogí mis maletas e inmediatamente fui a llevar las maletas a otro lugar para que me las metieran en el siguiente avión. Entré en el segundo avión (cuyo viaje iba a ser de 11 horas) y ahí volvió el rock. Obviamente viajé en “economy class”, ya suficiente gasto era ir a Canadá. Pues bien, os recomiendo que, para un viaje de más de diez horas, si podéis, paguéis un poco más para no viajar en “economy”. Es insoportable estar tanto tiempo sin poder moverte en un espacio enano en el que tus codos y los de el de al lado chocan y las piernas no te

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entran porque tienes el asiento de delante metido en la cara. Si a esto le sumas, que la comida de los aviones está realmente mala y que, la comes por el simple hecho de que si no lo haces te mueres de hambre, fue un tramo horroroso. A pesar de todo, y a esas once largas horas, aterricé en Vancouver, estaba todo casi hecho, en veinte minutos salía el vuelo a mi destino final, y era un vuelo corto, menos de una hora. Pero, quedaba lo peor, y no lo sabía. Cuando iba a montarme en el último avión, me acordé de que tenía que pedir el último billete, ya que en Madrid no me lo dieron. Fui a por él, pero no aparecía en el registro, me dijeron que no me podía subir al avión. El avión salía en diez minutos y no tenía cómo subirme a él, llamé a los responsables, me recorrí el aeropuerto con las maletas encima. Tras muchas carreras, conversaciones rápidas y faltas de entendimiento, solucionaron mi problema, pero ya era tarde, el vuelo ya había salido y el siguiente vuelo salía en cinco horas. Cinco horas más, vaya sufrimiento, por culpa del “jet lag” además, no tenía nada de sueño. Pasó el tiempo y por fin me monté en el ansiado último avión. Fue un viaje corto, pero con algún que otro problema (para variar) al aterrizar ya que el avión debía ser antiquísimo. Finalmente, y tras mucho sufrimiento, llegué a mi destino. Fue un viaje largo, en total unas 30-32 horas de viaje. Casi nada para un chaval de quince años que viajaba casi por primera vez.

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Es por esto, que, desde entonces, cada vez que me preguntan “¿Te gusta viajar? Sí, ¿no?”. Yo siempre digo: “Depende a que te refieras con viajar” porque conocer gente, cultura, costumbres nuevas es alucinante. Pero los inconvenientes que puede traer viajar (trasladarse al destino) son muchos y muy probables. Hay que ir con pies de plomo.

Como por arte de magia Selene Alonso Tomás Sus ojos se cerraron levemente para por fin, después de un largo día poder descansar. Aún así no podía dormir el hecho de que su compañera de clase realizará un trabajo sobre los viajes en el tiempo y su posible invención no le dejaba pensar en otra cosa. Tras dar mil vueltas en la cama encontró una posición cómoda y por fin se durmió, pero algo a su alrededor estaba cambiando. Después de descansar las horas necesarias se despertó, pero tenía un dolor de cabeza terrible así que se tomó una pastilla, pero al levantarse se dio cuenta, su casa tenía ahora un estilo rústico que no había poseído nunca. Se frotó los ojos pensando que era cosa de su imaginación, pero no, todo era diferente, el suelo crujía cuando lo pisaba, aun así la casa parecía más nueva de lo que anteriormente había sido. Después de desayunar en un ambiente irreconocible para él, decidió salir a la calle. Los

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hombres llevaban camisas con corbata mientras que las mujeres portaban vestidos que les llegaban a la altura de la rodilla. La gente que pasaba por delante de él le miraba extrañada por su vestimenta. En ese momento un señor que le transmitió algo de confianza pasó por delante. El mismo llevaba un característico sombrero que creía conocer de su época y se atrevió a realizar la pregunta. -Perdone señor, ¿En qué año estamos?- su voz sonó temerosa, no estaba seguro de querer saber la respuesta. -En 1952 ¿Se encuentra usted bien? -Eh si gracias, que tenga un buen día. -Esto no es posible tiene que ser una broma o los viajes en el tiempo existen y Ruth tenía razón en su trabajo.- Pensó mientras avanzaba por la ancha calle. Antes de continuar entró en una tienda para comprarse algo de ropa, las miradas de la gente ya le agobiaban. Minutos más tarde ya estaba totalmente integrado en la época. Tras andar unos 10 minutos entró a un bar, necesitaba un café, quería llegar al fondo de todo ese asunto y no se podía permitir tener sueño, no sabía lo que podría pasar. Mientras la agradable camarera le estaba preparando su pedido, vio un periódico y no pudo evitar leerlo. 21 de Febrero de 1952 no era una fecha normal, eso lo había dado en historia, era dos días antes de un atentado y justo en ese punto de la

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ciudad. Tras tomarse el café se fue a su casa, no quería seguir ahí, no pertenecía a esa época, era la época de sus abuelos no la suya. Y por una vez lo admitió, sentía terror y sin darse cuenta el gran reloj de su casa marcó las 9 de la noche, el tiempo estaba transcurriendo muy rápido. Después de cenar sin parar de darle vueltas al asunto se fue a la cama a ver si podía descansar un poco, su mente necesitaba un respiro. El reloj dio las 12 y por suerte él ya se encontraba dormido. Tras unas horas el reloj marcó las 11 de la mañana y como de costumbre se despertó, pero la casa ya no tenía ese ambiente rústico y el suelo ya no crujía. Corriendo se asomó a su balcón, todo era como él lo había conocido, pero algo no encajaba, en el balcón de frente ahora estaba el característico sombrero que el señor que le dijo el año en el que estaban tenía puesto.

El destino

Iliana de Castro Bisson Elena llevaba toda la noche despierta, aunque la decisión estaba tomada desde hacía mucho tiempo. Hacía meses que la idea rondaba por su cabeza, era muy tentadora; había pasado semanas y semanas retocando su plan. Un plan que consistía en dejar todo aquello que conocía sin dar explicaciones ni tan siquiera a sus padres. No y no, sabía que

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intentarían convencerla de que se quedara en el barco. Esa noche partiría, aprovechando que el resto de la tripulación estaba durmiendo. Siempre había vivido en “El sueño” y hasta hace bien poco no le había parecido un problema. Jamás había envidiado a los niños del continente que crecían juntos. Vivir sin ningún rumbo preciso, o más bien cambiante, rodeada de piratas, ¿acaso no suena bien? Para sus padres era un sueño, ella bien lo sabía. Elena quería descubrir ciudades que no apareciesen en los mapas costeros que solía mirar durante horas cuando era más pequeña, conocer gente diferente. Más tarde comprendería que también quería conseguir algo sola, empezar de cero. Sigilosamente se levantó y cogió unas bolsas llenas de víveres y algunos de sus objetos más preciados. Elena se sentía segura, viva y sobre todo decidida. Revisó uno de los esquifes, reunió dos remos y poco después ya estaba en el mar. Remó, remó y remó para alejarse todo lo posible de “El sueño”. Cuando llegó el alba estaba exhausta, sin embargo, siguió remando. Durante las horas del día en las que el calor era insoportable se dedicaba a pintar, a jugar con las cartas o descansaba. Pasaban los días y Elena ya no tenía claro que era lo que quería. Estaba terriblemente arrepentida; del destino que la había llevado a dejar todo canto tenía apenas quedaba una sombra. Se servía de un mapa para marcar sus progresos en la ruta. El viaje

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estaba siendo bien diferente de lo que ella se había imaginado: un mar tranquilo y agradable, un tiempo estable, islas desiertas repletas de frutas exóticas y nuevos animales. En cambio, el mar tranquilo la aburría con su monotonía y embravecido la llenaba de desesperación. Entonces sentía como sus maniobras no hacían ningún efecto sobre el pequeño bote. Las islas desiertas la dejaban indiferentes, eran meros descansos. Las vistas, los amaneceres y las puestas de sol habían perdido su significado, ya nos las acompañaban historias, leyendas y recuerdos que sus padres le contaban cuando era niña. Ahora extrañaba todo cuanto llegó a odiar: el barco, su vida en él, sus padres y los demás piratas. Tras dos meses en el mar vio una pequeña ciudad costera en el fondo del horizonte, la idea de llegar a la costa la llenó de esperanza. Al mismo tiempo no sabía que hacer una vez llegara, ya tendría tiempo para pensarlo. Recordando el viaje comprendió que, si tan solo se quiere llegar a un destino, se olvida uno de disfrutar del camino.

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El olor a café

Elena Victoria Redondo González El olor a café me saca de mis pensamientos y mientras me sirvo una taza no puedo evitar pensar en lo decepcionante que ha sido este viaje. Nada había salido como yo esperaba. El problema es que a veces mi imaginación supera a la realidad y el destino soñado no había sido tan maravilloso como yo suponía. Hoy era mi último día de vacaciones y me había comprometido con Marc, mi compañero de trabajo, en llevar un paquete a unos familiares que viven en esta isla. Me quedaba de camino hacia el aeropuerto y aunque no era lo que más me apetecía pensé que ya nada podría salir peor. Tal como me indicó Marc, a unos 20 km del aeropuerto encontré la desviación a Thornfield. El paisaje hasta ahora agreste y desolador, comenzó a cambiar. Ante mis ojos apareció un bosque de castaños espectacular, y mi humor empezó a mejorar. Atravesé un arroyo a través de un puente empedrado y allí, al final de un camino de tierra, apareció la casa. Era un edificio señorial, construido en piedra de granito, y aunque el aspecto parecía algo inquietante, poseía una gran belleza. Subí una escalinata y cuando estaba a punto de tocar el timbre, la puerta se abrió. El interior de la casa era oscuro y de techos latos. Una gran

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lámpara de araña coronaba el recibidor. Las paredes estaban cubiertas de retratos de antepasados que me observaban. Desde dentro una voz femenina me invitó a pasar hasta el salón. Una mujer rubia de mediana edad sentada al piano me sonrió. -“Te estábamos esperando querida”, dijo mientras tocaba una pieza de Chopin. En ese momento entraron dos nuevos personajes, dos hombres que parecían ser padre e hijo. Yo llevaba en las manos el pequeño paquete que debía entregar al primo de Marc y así lo hice dispuesta a continuar mi camino. Eduard, que así se llamaba el primo de mi compañero, lo cogió emocionado y sus padres entre aplausos y gritos animaban a Eduard a abrirlo. Me levanté con la intención de despedirme cuando Elisabeth, la madre de Eduard, dijo: -“Quédate querido, comparte con nosotros esta maravilla”. He de reconocer que sentía mucha curiosidad por saber qué podría ser aquello que contenía el paquete y que provocaba tanta emoción en esta extraña familia. Os adelanto que el contenido de esa pequeña caja cambió el sentido de mi viaje, algo inesperado ocurrió en esta gran casa, Thornfield. A veces lo que parece ser un desastre acaba siendo una aventura extraordinaria, pero eso ya es otra historia.

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El viaje de la vida

Isabel Bragado Fariza Querida Muerte: Mi mayor virtud es regalar a todas las personas la oportunidad de iniciar mi viaje en barco. Sin embargo, mi mayor miedo es conocerte y perder a uno de mis pasajeros. Soy efímera y me aferro a los viajeros que cada día intentan luchar para poder seguir adelante. Luchar por los sueños que quieren cumplir, por tener la oportunidad de tener un asiento y no desaprovecharla, incluso luchar contra el mar para no hundirse. Montarse en el barco significa sobrevivir cada instante, aprender con los años de la experiencia y vivir rodeado de otros pasajeros. Me niego a que se lo pongas tan fácil a los pasajeros que quieren tirar todo por la borda, que cuando tienen algún problema se ven ahogados. Quiero que dejes de ser una tentación y permitas disfrutar a todos del viaje. El viaje más bonito de todos, que a pesar de las dificultades hace sentir momentos de felicidad. Como un reencuentro con un ser querido, un abrazo en los momentos difíciles o una simple sonrisa. Como todos los finales acaban en agua salada, tú y yo nos encontraremos en el mar. Hasta luego. Fdo.: La vida.

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En el cielo Paz Tejero Gómez Al bajar del coche una sonrisa se dibujó en mi rostro, después del largo viaje me di cuenta de que había merecido la pena. El campo estaba resplandeciente, el sol estaba empezando a ocultarse por el horizonte, jamás había visto un cielo tan diáfano, permitía ver claramente el remolino de colores que formaba el atardecer, los cuales, indicaban que hasta el siguiente día, el sol

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permanecería oculto, detrás de la pequeña colina del oeste. Estaba muy cansado del viaje, aun así, miraba con adoración ese paisaje que se encontraba ante mis ojos, la sencillez de este hacía que fuera impresionante. Estaba alejado de la sociedad, era un sitio especial para mí, era el lugar en el que había conocido a mi difunta mujer, el lugar en el que ella me había contado miles de historias sobre las constelaciones. Estaba tan bonito como lo recordaba, lleno de esas pequeñas flores blancas y amarillas que usan los enamorados para saber si la otra persona les quiere o no les quiere. Al mirar hacia abajo, un pequeño niño me miraba con una carita inocente y con su dulce voz me pregunto: -¿Abuelo, por qué me has traído a este sitio? Como decirle que era el lugar en el que la imaginación era primordial, el lugar en el que no se necesitaban los móviles ni lo ordenadores, un lugar en el que las historias se podían hacer realidad, un lugar en el que se veía la gran magnitud del cielo y lo insignificantes que nos vemos a su lado. La razón era para retroceder y recordar los viejos tiempos. Le conteste finalmente: -Simplemente quería enseñarte la extrema belleza de un paisaje tan simple y peculiar como este. Nos sentamos en el suelo. Miles de recuerdos, este

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lugar, el paisaje que tanto significado tenía para mí, los sentimientos que perduraban, y la ilusión por compartirlo ahora con mi nieto. Una vez el cielo empezó a oscurecerse, nos tumbamos boca arriba, observando las estrellas del cielo, pequeños puntos a millones de kilómetros, con una historia detrás de cada una. Empecé a contarle todas las historias de constelaciones que alguna vez alguien me había contado a mí. Empezó a interesarse mucho pero el agotamiento por el viaje hizo que se quedase dormido entre mis brazos, y un “te quiero abuelo” resbalo de entre sus labios. Me di cuenta en ese momento, que muchas veces no es la cantidad de sitios que recorras, ni la cantidad de cosas que veas, si no la importancia de saber compartir los sentimientos que un lugar representa para ti con las personas adecuadas.

Entramos en la bahía David Roncero Macías

Entramos a la bahía helada, una gigantesca entrada del mar en ese sistema de bloques de hielo inerte. Había puntiagudos islotes con forma de arpón por todas partes, todo estaba rodeado de enormes acantilados de hielo, bloques de un color blanco pálido. A lo alto de los precipicios se

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encontraba una pequeña ciudad, el único punto comercial en aquella remota parte del mundo. Cuando atracamos en el pequeño puerto, me percaté de que la única forma de subir por esa escabrosa pendiente era por una especie de elevador, una jaula de madera colgada por una cadena atada a la cumbre que, a cambio de unas monedas nos llevaría a la ciudadela. Había multitud de torres de vigilancia por todas partes, tanto como por la bahía, como alrededor de las murallas, de un color negro azabache. Soplaba un viento gélido, no supe darme cuenta de donde procedía, pero me habría sido indiferente. Tardamos casi una hora para llegar a nuestro destino por un camino de grava congelada, un intento fallido de facilitar el acceso. Al entrar por las murallas me sentí reconfortado al encontrarme en un lugar tan acogedor, y a la vez tan insólito. Nos encontrábamos a finales de otoño, al acabar la tarde, no sentía las manos ni la cara, pero a las gentes de allí no parecía importarles tanto como a mí. Vagué por las calles y callejones de aquella ciudad hasta que llegué a una posada al pie de una imponente colina por la que se seguía abriendo paso la gran urbe. Mi alcoba contaba con un colchón de paja, una mesita con una vela y una pequeña ventana con vistas a una calle secundaria. Solo habíamos atracado allí para pasar una noche resguardados y poder comprar reservas para continuar navegando. Me reuniría con mis com-

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pañeros de embarcación la mañana siguiente. Apagué la vela y me dormí en ese cuarto oscuro y frío intentando asimilar donde me encontraba. Me desperté con el cuerpo agarrotado y cansado además había dejado la ventana abierta sin saberlo antes de acostarme. Esa mañana estaba cubierta por una espesa niebla, no se podía ver más allá de unos metros, esperé hasta que se disipó para bajar al puerto en el que se encontraba mi barco. Era mediodía y bajé en aquella jaula de madera casi podrida, se vislumbraban algunos de los pequeños islotes escondidos entre la fría agua, aunque seguía persistiendo aquella espesa niebla. Partimos a pesar de ella, nos alejábamos cada vez más del puerto y este empezó a desaparecer. Continuamos navegando poco a poco, aunque parecía que no nos movíamos, el agua estaba negra, fría e implacable me horrorizaba mirar hacia ella. De repente el barco chocó con algo, un peñasco, miré alrededor y vi los cascos de otros barcos que corrieron nuestra misma suerte. El agua comenzó a inundar la pequeña cubierta, un gélido frío me recorrió el cuerpo. Me llegaba el agua hasta la cintura, algunos de mis compañeros se agarraron al islote, pero todos sabíamos que no llegarían a ningún sitio. El frío del agua por todo mi cuerpo me inundaba y, poco a poco dejé de sentir frío, parecía calor, lo más reconfortante que había sentido en mucho tiempo, no notaba ninguna parte de mi cuerpo, solo calor. No estaba cansado, ni

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dolorido, solo me pesaba la idea de que acabase allí, en aquella inhóspita bahía, me pareció casi ridículo que todo acabase tan rápido y de aquella forma.

Hace mucho frío Elena Tomé Rodríguez

Hace mucho frío. El viento helado inunda mis pulmones cuando trato de respirar y siento los dedos entumecerse; pero es normal. Los inviernos aquí siempre fueron muy duros. Tras ascender por caminos escarpados entre árboles y nieve, y adentrarme en las oscuras grutas congeladas que se extienden por las entrañas de la tierra, por fin he llegado. Un espectacular paisaje se muestra ante mis ojos; de esos que te quitan hasta el aliento. Un cristal inmenso flota plácidamente sobre la superficie del agua. Es tan grueso como para soportar el peso del cielo, y tan prístino que me permite ver las rocas que yacen muy profundo, pero no en el fondo. Sea lo que sea que se esconda ahí abajo, en la espesa negrura, es un misterio. Decidida, me acerco a la orilla y empiezo a caminar sobre el abismo. Con cada uno de mis pasos, el vidrio cruje de forma sobrecogedora y se agrieta, creando verdaderas obras de arte bajo mis pies. Las placas chocan entre sí y, capa por capa, se

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amontonan para luego alzarse entre rugidos. Los rayos de luz, al atravesarlas, crean las más hermosas vidrieras que haya visto en toda mi vida. Escuchar ese profundo sonido hace que me estremezca, pero al mismo tiempo me acompaña y me transmite paz; es extraño, ¿cierto? Poco a poco, dejo las montañas atrás y corro hacia el horizonte, deslizándome veloz sobre los filos de dos cuchillas. Soy libre. El Lago Baikal, lo llaman.

La llave

Laura García Martín Aquella mañana una sensación extraña le recorría el cuerpo. Se levantó como de costumbre, pero en el fondo, su conciencia le indicaba que algo no estaba bien. Tenía los pelos de punta y sus pensamientos cruzaban su mente a la velocidad de la luz, una cosa inusual para ser las ocho de la mañana un martes. Tras darle muchas vueltas, Sofía bostezó y procedió a dirigirse a la cocina. Las tablas del suelo crujían estrepitosamente a cada paso que daba. Normal, la casa era bastante vieja pero la más barata del vecindario. Se dijo a si misma que en algún momento las arreglaría ya que el ruido la ponía nerviosa y aunque llevaba poco tiempo allí, aborrecía el sonido. Buscó los cereales que había comprado hace poco

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mientras sonaba una melodía que provenía del canto de los pájaros de la vecina de al lado. Para su sorpresa, no los encontró. Juraba que los había guardado en el armario junto a las latas de atún ayer por la tarde, pero no estaban. A lo mejor los dejé en la bolsa de la compra. Nada. Absolutamente nada. Una vez que desistió en la búsqueda de los dichosos cereales, se tumbó en el sofá, pero este no estaba igual que siempre. Los muelles se le hacían más incómodos de lo que normalmente eran. Había un bulto, no muy prominente, pero lo suficiente como para que se diera cuenta. De pronto, otra vez. Otra vez la sensación de esa mañana. Cuanto más acercaba la mano al bulto del sofá, más incómoda se sentía. Finalmente levantó el cojín del sofá y allí estaba. Había una llave, bastante grande. Ocupaba toda la palma de la mano de Sofía y era pesada. No tenía nada de especial, ni grabados, ni formas raras, no. Simplemente era una llave. Sofía se preguntó de dónde habría salido y recordó que el sofá venía con la casa. Seguramente sería de los antiguos inquilinos. De pronto le sobrecogió una sensación de curiosidad. ¿Qué abría esta llave? Estuvo toda la mañana buscando hasta que de repente llegó a la biblioteca de la casa. Intentó mover todos los libros de sitio a ver si con suerte había una puerta secreta. Como en las películas, se dijo. Y efectivamente la había. Miró la cerradura. La llave encajaba a la perfección. Abre la puerta,

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se dijo. Ábrela. Metió la llave en la cerradura. La giró. Se abrió la puerta. Se vio envuelta en una oscuridad como no la había visto antes. Un viento helador la congeló hasta los huesos y de pronto una mano que no podía ver la agarró y la tiró por un agujero invisible para el ojo humano dada la total oscuridad. Cayó, cayó y cayó hasta aterrizar en un suelo llano, sólido y congelado. Levantó la vista y no consiguió distinguir nada más allá de la nieve que la rodeaba. Estaba por todas partes, incluso Sofía estaba cubierta de ella. Tras mucho esfuerzo consiguió levantarse tras la caída. Sintió un dolor agudo en la espalda por el golpe, pero eso no le impidió avanzar. El suelo era resbaladizo y estuvo avanzando horas y horas. Justo cuando iba a tumbarse y rendirse ante su destino, atisbó, con dificultad al principio, una puerta igual que por la que había pasado antes, a unos treinta metros de ella. Sin pensárselo dos veces corrió hacia ella, aferrándose a su salvación como a un clavo ardiente. Otra cerradura. Metió la maldita llave, la giró. En un instante se abrió la puerta y apresuradamente, la cruzó. Apareció en un lugar totalmente diferente. Era primavera y había geranios, lirios y todas las flores que Sofía podía imaginar. Al fondo consiguió ver una casa entre unos árboles colosales. Su próximo destino, pensó. Pero, ¿qué hacía allí? Con tantas cosas que ver no le había dado tiempo a preguntárselo. ¿Qué era esa llave? Y lo que era más

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importante, ¿a dónde se dirigía? Ella no lo sabía, pero aquí empezaba su viaje.

Recuerdos

Rodrigo Monje Martín En pleno 2021, espero que todo vaya volviendo a su sitio. Hemos dejado atrás el que fue, sin duda, uno de los años más tristes y extraños de nuestras vidas. Nunca había visto a la gente de mi entorno tan preocupada e inquieta. Sin respuestas a mis preguntas insistentes sobre qué estaba ocurriendo y cuándo terminaría. Ese año 2020 ha hecho cambiar nuestras costumbres, dejar de visitar a la familia y amigos,

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trabajar y estudiar de otra manera… También, solidarizarnos con los demás, valorar los momentos cotidianos y apreciar la salud, pero de verdad, no como una frase hecha. Algunos de los sueños de los que hemos prescindido ha sido el de viajar. Pequeñas escapadas, ciudades del mundo recorridas sin mascarilla, pueblos remotos con tradiciones antiguas que perviven en el presente, naturaleza y paisaje; volar, caminar sin rumbo y sin horario… El placer de conocer, desconectar, callejear, charlar, descubrir. El propio viaje se va haciendo a sí mismo, es libre, y espontáneamente se dibuja. Mi mente recuerda especialmente mi viaje a Lanzarote, llena de casas blancas y lava negra. La pequeña isla canaria me encantó por su sencillez y belleza. Sus volcanes te hacen pensar que has viajado a una luna más cercana, con aroma a mar y a dulces. Allí, probablemente pasé las mejores vacaciones de mi vida, cosa curiosa, porque fui en diciembre y además pasé la Navidad en manga corta. Me da mucha nostalgia recordar la caminata que hice a uno de los volcanes más altos de España, en el Timanfaya. Fueron casi tres horas de un gran esfuerzo. Qué momentos tan agradables son los que reponen fuerzas en las mejores excursiones, mientras observas un paisaje espectacular: el mar, los acantilados, las enormes y profundas cuevas, los árboles centenarios… Dice mi abuela que el aire

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puro y los bocadillos son muy buena medicina y que te pintan los colores de la salud en la cara. Ya lo creo que sí. Los abuelos saben mucho; ellos han viajado también, de otra manera, eso sí: la vida ha sido su viaje. Allí, también conocí a otras personas de mi edad, de las cuales me hice muy amigo. En este momento pienso en ellas. Solo puede verlas durante unos días en mi vida, y ahora no sé qué ha sido de ellas ni dónde están. Habrán seguido su viaje… Sin duda, en todo momento hay que pensar en positivo. Siempre nos estará esperando un gran viaje y, probablemente, será el mejor.

Si yo hiciera un viaje Nuria Martín Martín Si yo hiciera un viaje, ¿hace falta que diga dónde? Yo tengo determinadas cosas muy claras. Hay muchas ciudades a las que me gustaría ir, conocer o viajar pero si tengo que recomendar una me quedo con la mía, Zamora. ¿Por qué? Os voy a dar mis razones, es una ciudad pequeña, accesible, tranquila… en la que me gustaría pasar el resto de mi vida, aunque eso dependerá de mi futuro profesional, principalmente. Pero para que lo entendáis mejor, vamos a jugar al “si fuera… ”. Así os digo que si por ejemplo yo fuera un monumento,

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sería la Catedral de Zamora, aunque también podría decir cualquier Iglesia de las muchas románicas que hay aquí. ¿Sabíais que es la ciudad europea con más iglesias de arte románico? Si yo fuera una comida, sería arroz a la zamorana, ya que es el plato típico de aquí, y además está muy rico. Si yo fuera un color, sería el rojo y el verde, como la bandera zamorana. Si yo fuera una calle, sería Balborraz, porque aunque no es donde yo vivo, a mí me parece la más bonita. Si yo fuera un puente, no sabría con cual quedarme, ya que hay tres: El Puente de Hierro, El Puente de Piedra y El Puente de los Poetas. Si yo fuera un parque sería Valorio, ya que puedes observar la naturaleza y disfrutar en el parque y merenderos con tu familia o amigos. Si tuviera que elegir una golosina, elegiría el campeche, que si no eres de Zamora, no sabrás lo que es. Si yo fuera un equipo, podría elegir entre muchos que hay en mi ciudad, (C. B. Zamora, Zamora C. F, MMT seguros…) pero me quedaría con el C. D. Zamarat, ya que, es el único equipo profesional femenino de baloncesto que hay en mi ciudad y además juego en él. Si yo fuera un río, sería el Duero, ya que es un río y no un afluente y es el que pasa por mi ciudad. Y por último, que se me está haciendo tarde y tengo que ir a ver la procesión de Semana Santa, (otra de las costumbres que hay en mi ciudad) si yo hiciera un viaje, ¿hace falta que diga dónde?

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Su realismo

Tomás Verdes Rodríguez Cuando me desperté en aquel vagón de cristales tintados de púrpura, lo único que quería era salir del tren. Apenas había abierto un ojo y ya estaba viendo un elefante en la cabina. Se supone que era el maquinista, pues no había visto nunca a un elefante tan bien uniformado. Además, yo seguía mareado y no conseguía enfocar imagen. Era de noche. Los destellos de luz visibles tras las ventanas eran lo único que mis lentes perezosas meritaban por enfocar. Y, cuando pude ver con más claridad, comprobé que aquel tren no circulaba por tierra, que estaba más elevado de lo habitual. Creía estar viendo los rascacielos a mi lado y eso era impensable si de verdad estaba viajando en tren. Confundido, le pedí al maquinista que se detuviese. Y me hizo caso. Puso el ancla en una nube y ya quedó suspendido el tren. Y yo abrí las compuertas, dispuesto a comprobar que eran esos destellos tan centelleantes. Pero desde allí no se veía nada. Menuda situación, ahora tenía que bajar a la tienda de prismáticos de la planta baja del tren. Pero bueno, bajé. Las escaleras estaban estropeadas así que tuve que ir en ascensor. Y vaya elenco me encontré allí; un locutor mudo, un vaquero con muletas y un elefante con gabardina. Se parecía mucho al

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conductor... Y bueno, llegué abajo y fui directo hacia la tienda a coger los prismáticos. Y subí otra vez en ascensor, y ya me estaba esperando el conductor en la puerta a ver si me bajaba o qué narices quería hacer. “¡Voy, voy!” – le dije con prisa. Mirando el Rólex con cara de asco estaba el muy sarcástico. ¡Pero si no había tardado nada! Y nada, miré por las puertas con los prismáticos y no veía nada. Hasta dos veces lo intenté, pero se veía todo negro. A ver, que yo tampoco quería quitarle la tapa de las lentes. Estaban nuevos y no era plan de gastarlos para bobadas, ni mucho menos. En fin, yo seguía sin descifrar qué era esa luz. Qué decepción. Pero me acordé de que guardaba una caña de pescar en el bolsillo de la americana. Y la saqué con cuidado de no romper ninguna costura y le lancé el sedal a esa maldita luz que ni siquiera alcanzaba a ver. Y una vez le había dado caza, tiré con fuerza, todo lo que pude, pero nada conseguía. Así que decidí lanzarme del tren. Como la cuerda había quedado enganchada a aquel fulgor amarillento, pude trepar por ella e ir acercándome a esa luz. Y el tren ya se marchó. Y yo a lo mío, a escalar por el sedal. Y cuando acabé y llegué a la luz, la luciérnaga me miró extrañada y me preguntó por qué la molestaba a esas horas de la noche. Antes de que pudiera responderle, ya me había propinado una coz con la pata trasera. Y entonces, empecé a caer al vacío. ¡Qué desesperación! ¡Iba a morir y llevaba la americana

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hecha un desastre! Menos mal que la caída fue larga y pude reparar bien mi atuendo. Pero es que cuando ya llevaba dos minutos de caída me estaba empezando a aburrir. Vaya tostón, dos minutos en medio del cielo, que ahí no pinta uno nada. Si es que me estaba entrando hasta sueño. Y sí, me dormí. Pero escasos segundos después impacté contra el suelo. Y abrí los ojos con celeridad. Y no me desperté sobre el cemento, sino sobre el látex. Y me tapaba una manta tan cómoda como una nube. Pero eso era muy aburrido. Además, se parecía mucho a mi dormitorio. Así que volví a cerrar los ojos y volví a coger otro tren. No tenía ni idea de su destino, pero tampoco me importaba no saberlo. Lo único que esperaba era que la siguiente experiencia fuese tan increíble como la anterior y un poco más mágica y desafiante. Al fin y al cabo, esa es la magia de un buen viaje, ¿no?

Un destino para recordar Marina del Barrio Crespo Eran las 12:30 cuando me subí al tren, un tren que me llevaría a Zamora, en donde me esperaba una vida llena de oportunidades. Hace tiempo que había oído hablar de aquella ciudad con una bonita catedral y un río, el famoso rio Duero. El tren se puedo en marcha, me di cuenta de que,

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en frente de mi había un niño que jugaba con su madre y no paraba de reír y reír. Me recordó a cuando yo era pequeña. Aquellas tardes de verano, en las que podía pasarme horas y horas tirando piedras en el embalse de Ricobayo. Después de la infancia el tiempo pasó muy rápido, haciendo una pequeña pausa en los 16, qué edad tan bonita aquella, una edad en la que los amigos eran lo más importante. Dos años más tarde me estaba graduando, había conseguido después de tanto esfuerzo aprobar segundo de bachillerato. Y finalmente, el último paso antes de ser profesora, la universidad. Después de estar tanto tiempo pensándolo, me decanté por la Universidad de Salamanca, en donde estudié biología para poder ser profesora. La verdad es que fueron seis años llenos de muchas emociones fuertes, seis años en donde te das cuenta de lo que quieres realmente en la vida. Bueno, pues ahí estaba yo llegando a Zamora, en donde al fin podría enseñar todo lo que sabía a jóvenes que todavía se estaban encontrando a ellos mismos, jóvenes que en un futuro serían maestros, policías, médicos…. El tren se paró, había llegado a mi destino. Cogí la maleta, la chaqueta y me dispuse a bajar de aquel vagón. Una bonita voz nos daba la bienvenida por megafonía. Salí de la estación y observé el viejo reloj marcaba las dos de la tarde. Después de observar la ciudad en donde seguramente pasaría

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el resto de mi vida, me dispuse a buscar el piso en donde iba a vivir. Abrí la puerta era un piso pequeño, con un salón, una acogedora cocina y una habitación con algo menos de unos cinco metros. Deje la maleta a los pies de la cama y después de tomar un batido que me había comprado en la estación me fui a dormir. La alarma de mi teléfono me despertó, eran las 7:30, me levanté hice la cama, me vestí, cogí una fruta y me dirigí al trabajo soñado durante toda mi vida, profesora. Serían las 8:15 cuando llegué al lugar donde empezaría una vida nueva, una vida dedicada a la enseñanza, cruce la puerta entrando al fin en el hall del instituto María de Molina.

Un relato normal

Silvia de Castro Merillas Era la típica noche lúgubre, oscura y silenciosa en la que el aire estaba tan denso y frío que no apetecía ni respirar. Normalmente cualquiera saldría de ese ambiente… ¿no? Me autodefiniría como una persona normal. Saco buenas notas, pero no lo suficiente como para que mis amigos tengan envidia. Vivo con mis padres, mi perrita Kira; y está por llegar mi hermanito Javier. Soy fanática de los libros de suspense,

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misterio; y, a veces, cuando tengo un día en los que me he sentido valiente, de los de terror. Día tras día escucho la palabra “normal”; vida normal, comida normal, día normal… Empecé a dar todo por sentado gracias a esa palabra, y mi ilusión de sentir o vivir cosas nuevas se fue desvaneciendo cada vez más y más. Supongo que nos pasa a todos… llega un momento en el que te das cuenta de que la vida no es tan bonita como pensabas y decides optar por algo sencillo. Pero, el momento en el que vi a esa niña lo cambió todo. Paseaba por el parque con mi perrita Kira y de repente me encontré con ella. Una niña de unos seis años la cual vestía con un vestidito rojo conjuntado con unos zapatos del mismo color. Vino a acariciar a Kira y me dijo: “Hoy el día es maravilloso”. Después de eso, hizo una respiración pausada y profunda, y, me miró con una dulzura me dejo el corazón temblando. que Automáticamente sonreí. Seguidamente de ese momento me empecé a replantear todo lo que daba por normal. Hasta las cosas más cotidianas para mí, para otra persona pueden ser sueños inalcanzables… ¿Qué derecho tenemos a darlo todo por sentado? Optamos por una vida sencilla y llena de seguridades absolutas que jamás nos cuestionamos, ya que es mucho más fácil que sentir cada cosa como si fuera la primera vez, no como un esfuerzo,

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sino como una manera de pensar. Pararnos a admirar las cosas que damos por sentado, que pensamos que siempre van a estar ahí. Este viaje al que llamamos vida; lleno de baches, cuestas, bajadas, llanuras interminables e infinidad de caminos a escoger. Decidí experimentar todas aquellas cosas, aunque a primera vista fuesen malas, desde aquel preciso momento. Aquella noche lúgubre, oscura y silenciosa, en la que nadie a simple vista quisiera estar. Decidí disfrutarla, ya que en lo más ínfimo de ese denso bosque iba a haber algo nuevo que sentir.

Paco Roca


Sobre este extraño viaje

Alejandro San Martín Prieto El otro día, predeciblemente fui abordado por sorpresa por uno de los muchos pensamientos varados en mi cabeza. En una suerte de despertar, como en una broma brusca de esas preparadas; pero de preparado nada, ¡que me estoy haciendo viejo! Que terrible desgracia, ya había consumido el 25% de mi vida (discúlpenme los números, es que soy de Ciencias). Como es propio en mí, me quedé rumiando sobre semejante revelación, y me encontré con un concurso literario. El malestar que me generan mis pensamientos venció en este caso a la pereza que me da estructurarlos –además, no hay nadie con el suficiente valor para escucharme– y aquí estoy, en clase de inglés “tomando apuntes”. En medio de esta pretenciosa vorágine tocó a mi puerta el porqué (siempre igual de oportuno, para qué le haré caso a vagabundos, luego vienen a tu casa a pedir más), y encima va el cabrón y se mezcla con la angustia existencial, ¡qué putada! Sea como fuere, me estaba haciendo viejo, a mi existencia le queda cada vez menos, y lo peor es que no se si eso es bueno o malo. Pero, ¿qué es la vida? Unos dicen que la fase previa al cielo, o algo así, otros así hippies dicen que es un viaje y que hay que disfrutarlo y tal, y luego estamos los

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“amargados” que la vemos como algo absurdo, unos míseros años de sufrimiento y caos entre dos nadas. Aunque da igual, si esto fuera un viaje en una montaña rusa, estaría ya al borde de la bajada. Y como estos años hayan sido la subida, ¡menudo viajecito me espera! Abatido por el caos y la incertidumbre me di cuenta de otro hecho, a medida que pasaban los años, mi esencia se iba desvaneciendo, y aunque hasta ahora ese miedo a perderme entre los escombros de esta sociedad había cobrado fuerza, ahora comenzaba a materializarse. Presa de un pánico existencial observé absorto mis pensamientos. Tantos años tragando mediocridad en el colegio no habían sido en vano, la infección se estaba propagando. Poco a poco me iba disolviendo en este mar gris, de sordas caracolas, que llamamos “realidad”, o “vida”. El idealismo y pasión por el cambio que me inundaban hace dos años se iban diluyendo al compás de los “así es la vida”, “no queda otra”, “siempre ha sido así”… “Siempre ha sido así”, terrible, a este ya no le queda nada, lo han consumido, está en fase terminal. Esta burda proposición me produjo tal aversión que desarrollé un profundo pavor a acabar así. Definitivamente, si la vida es un viaje como dicen los hippies, a este ya no le quedaba combustible. Pero qué viaje más extraño, sin rumbo, a la deriva, la única guía aparente son las líneas discontinuas

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de la carretera, ah sí, y los baches, muchos baches, agujeros, y carreteras cortadas, sin salida. Pobres de los que vayan sin frenos. Seguía sin comprenderlo, para qué seguir avanzando hacia un borroso horizonte, hacia algo ilusorio. La única certeza era que a pesar de consumirnos y de agotarnos por el hastío no dejamos de pisar el acelerador, salvo unos pocos que levantaron las manos del volante –quizás ese era su destino final, quién sabe-. Qué perversa ironía, nos aferramos al dolor de la incertidumbre “conocida” por el miedo a la propia incertidumbre. (Aquí comprendí que, si este mundo tiene un creador, tiene un refinado sentido de la ironía, y también que es ciertamente un poco macabro todo esto). En fin, quien sabe si al final de este viaje que llamamos vida mi destino será ser consumido. Y al estilo en el que Orwell forzó a su protagonista, tal vez yo acabe pensando que 2 + 2 = 5.

Mi viaje hacia el cielo Christian Fernández Lozano Teniendo en cuenta la importancia de mi viaje nunca me dispuse a soñar en el vuelo recogiendo con soltura mi equipaje arriba mirando hacia el mundo nuevo

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prometiendo a mi madre una cercanía después de tan arduo esfuerzo, viajando a la calurosa lejanía observando mis alas y la fuerza que ejerzo. Viendo el sol cruzando el poniente y el nido justo debajo de mis pies, siendo como un pez a contra corriente sintiendo mis alas color café Dispuesto a ya mi nido abandonar con el obvio miedo de caer, fallar no es algo que se pueda perdonar pero es algo que se ha de hacer Mirando a mi madre a los ojos diciéndome a donde dirigirse saltando desde mi tamojo mis alas empiezan a abrirse. Saliendo del nido asustado el susto poco a poco se convierte en miedo, como si mi confianza la hubieran raptado pero accedo a mirar al suelo Ahora estoy relajado en mi cara suena el viento soy ese pájaro que ha logrado poner sus alas en el cielo

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El nuevo viaje a las Indias

Gabriel Sacristán Barba En 2134, tras el desastre nuclear de 2056, además de la apertura de búnkeres en 2114, las nuevas civilizaciones empiezan a prosperar. El recién proclamado Imperio de León, anexa los Reinos de Asturias, Galicia y la República Mercantil de Oporto. El emperador de León, Alfonso XIV, decide que es el momento de iniciar el gran paso al colonialismo con los navíos capturados durante las guerras previas. Se envía al almirante Juan Carlos de apellido Barba a establecer un puerto mercantil en las costas de la India, por su gran valor comercial de especias. Debido a la inestabilidad con el Reino de Lisboa, se le ordena pasar por el viejo canal de Panamá e instaurar un protectorado en Panamá. Por ello, Juan Carlos parte en el viaje con su tripulación hacia Panamá. Durante el camino se encuentran con la Marina Real de Lisboa; con la que tienen un fuerte enfrentamiento en alta mar. 3 de los 6 buques que llevan quedan destruidos y, por suerte pueden rescatar a 60 marineros de estos. Llevan semanas a la deriva, la cantidad de personas por barco es considerable además los suministros empiezan a escasear, afortunadamente divisan una isla a lo lejos, con una bandera... La bandera es del Reino Unido, eso es bueno. Reino

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Unido está fragmentado, por lo que se han encontrado con una de las colonias, así que, si el rumbo es correcto están en las Islas Vírgenes Inglesas, por consiguiente, cerca de Panamá. Esto se confirma con el avistamiento de otra isla, esta vez con la bandera de EEUU. No cabe duda, son las Islas Vírgenes. Atracan en el puerto, llenan sus despensas con suficiente comida y materiales para poder seguir el viaje e implantar el protectorado en Panamá (sin ningún problema). Semanas después de partir, se encuentran, por fin, con las costas de Panamá. Sin embargo, tras construir un puerto y una base, se dan cuenta de que el canal está obstruido por un montón de madera. Lamentablemente, no se puede quemar, está húmeda, por lo que se tiene que quitar a mano. Tras meses de quitar madera, el canal queda libre. Además con esta madera crean un barco nuevo para ser usado exclusivamente por el protectorado. Meses después, Juan Carlos parte, atraviesa el canal, posteriormente, tras meses de navegar y parar a por suministros en islas del Pacifico lo consigue. Juan Carlos llega a las Indias, allí funda la ciudad costera de Nuevo Vigo, en honor al puerto de donde partió.

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El viaje del peregrino José Luis Vecilla Pascual Ganador Ahora acabo de recibir el papiro. El reconocimiento, nombrándome escriba en la capital, me produce una gran inquietud; pues no encontré, todavía, a quien confesar la verdad que en Siwa me fue revelada. Fue en tiempo de las hambrunas, cuando decidí viajar, en una caravana de peregrinos, hasta el Templo de Amón. Contaba la tradición que hasta allí había volado una paloma, señalando dónde fundar el oráculo. Yo era joven, huérfano, y necesitaba huir, no había quien me quisiera ni me valorara, y los peregrinos supieron como mitigar mi aflicción. ¡Nada te hace sentir tan solo como la felicidad de los demás! Al fin llegó la noche de la partida, para viajar, guiados por las estrellas, durante dieciséis días por el desierto. En la tarde del día octavo, cuando descansábamos en un oasis,

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una tormenta, que había surgido bruscamente, sacudió con furiosas rachas nuestro campamento. Aquel mar de arena, espoleado por el viento, amenazó con enterrarnos allí mismo. Nadie habló, temerosos que el mundo desapareciera en ese mismo instante. La inquietud se apoderó de todos, pues el sol no volvió a brillar hasta el día siguiente. Fue esa noche, mientras todos enviaban súplicas al cielo, cuando vi a un anciano intentar recuperar su jaima. Acudí a ayudarle, para que no fuera devorado por la tormenta. A partir de entonces viajamos juntos. Por la mañana, en los oasis, le curaba los pies con ungüentos y le refrescaba la boca con agua. Por la noche, en el desierto, cuando la noche es más noche que nunca, animó mis momentos de flaqueza y despertó mi interés por aprender, ¡tanto me seducía el verbo del anciano! Llegó el último amanecer, cuando, superada la colina, divisamos como se alzaba la ciudad sobre un mar de palmeras. Siwa apareció poblada de torres y azoteas, construida para ser hermosa. Los edificios caoba destacaban sobre la tierra erosionada, y por encima de todos ellos el templo, que se reflejaba en el lago. Al alcanzarlo, nos despojamos de nuestros harapos de lana, para lavarnos y vestirnos con el blanco lino. Era tal el contraste con el camino, que la ciudad aparecía majestuosa. El desierto estaba cercano, pero no sentía ya su amenaza.

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-Es una mujer que te enamora y te abraza, bailando en un delicado movimiento -me dijo el anciano-. Ven al templo en siete días y preguntas por mí. Aquellos días sentí como la desazón me invadía, y a duras penas pude recorrer calles y rincones. Entretuve mi mente contemplando palacios majestuosos, que se reflejaban en estanques de turbias aguas, donde saltaban peces plateados. Al anochecer, desde uno de los lagos, la ciudad parecía danzar al ritmo de cálidas luces. No existía atardecer rojo, más sorprendentemente rojo, como el que disfruté en aquella orilla. Cuando cerraba mis ojos y soñaba, refrescado por la sutil brisa, se evaporaba el temor a que en cualquier momento fuera a despertar. Al séptimo día acudí al templo, y escoltado por los pilonos, llegué a un patio, junto al lago sagrado, donde el anciano me esperaba. Después de orar en el santuario, me acompañó a un gabinete, desvelándome sus secretos. Cómo descubrió que no había sido una paloma quien había mostrado dónde construir el templo, sino una sacerdotisa negra, obligada a huir de la corte. -Si hubiera venido una paloma sería por equivocación, ¡confundió el norte con el sur! -se rio. Nunca estuvieron aquí ni Cleopatra ni Alejandro Magno, ni tragó el desierto al magno ejército persa que quiso invadirnos; todo fue para aumentar la fama del oráculo. El pueblo lo que necesita es soñar, que le consuelen del caos, por eso se levantó

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ese templo, pero todo ello son ilusiones. La verdad es mucho más trágica, ¡todo se acaba en este mundo! -dijo sorprendiéndome. -Aprecia las palmeras, el agua, la mañana, el sol, las estrellas, los besos. No creas, simplemente vive, lo demás es una pantomima. ¡Lo que tienes que hacer es sentir la vida!- terminó diciéndome. Después de aquel día no volví verlo, y nadie supo decirme de él. Ahora, con el papiro en la mano, con cuatro hijos y una nieta, todavía no he encontrado a quien contaré este secreto. Siento que con mi verdad no querrán vivir, prefiero que no pierdan la esperanza, que disfruten la luz de las estrellas y el calor del amor. He soñado que se levantaran otros caminos en otros lugares, y también serán engañosos. Sin embargo, no puedo marchar de este lugar hasta hallar a quien entregar esta desesperanza. ¡Sois tan afortunados!

Algún día

Juan Luis Fontanillo Ramírez Ella siempre lo había querido. Incondicionalmente. Él siempre la había querido. A su manera. Y, por alguno de los muchos misterios de la vida, todo funcionaba entre ellos. Ella había abandonado todo, incluso a sí misma, por cuidar de él, de sus

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incomprensibles rarezas, de sus múltiples manías. Una mujer abnegada, junto a un hombre que jamás cambiaría. Pero aun así, le quería. Porque la vida es así de caprichosa. Y porque sabía que si no lo hacía ella, nunca lo haría nadie. Todavía pensaba que todo el mundo tenía derecho a ser querido. Él hacía lo posible por no defraudarla demasiado, que en su caso ya era mucho. Simplemente, esperaba a que la vida le diera una oportunidad de demostrarle que también la quería. A su manera. Y se la dio. Ella soñaba con un viaje, un único viaje. Florencia. El Arte era su mundo y el Renacimiento su pasión. Desde niña imaginó que un día caminaría por el Ponte Vecchio del brazo de su amado. Ahora ya no era una niña, aquel tiempo quedó muy atrás, pero sí tenía alguien a quien amar. Probamente él distaba mucho de ser su ideal de amor pero, sorprendentemente para el resto, ella ya había decidido que le bastaba con cuidarlo, con mimarlo, con renunciar a su propia vida por estar junto a él, por disfrutar de las pocas alegrías que esa misma vida le ofrecía a su lado. Pero era perfectamente consciente de que la realidad no es un cuento de hadas, especialmente no de las hadas que renuncian a sus sueños sin haberlo intentado. En algún momento, al principio de su relación, cuando cada proyecto parecía tan real, le había contado que nada en el mundo le haría más ilusión que viajar a Florencia. Él parecía ignorarlo o, lo

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que era peor, parecía haberlo olvidado. Ese viaje estaba muy bien para las películas o para los libros llenos de historias de amor en los que ella se sumergía, a falta de momentos reales con los que plasmar su ilusión. En su vida, se decía a sí mismo, no había sitio para algo así. La vida les devoraba con un ritmo implacable hasta el punto de que ella había abandonado cualquier tipo de esperanza sobre el viaje. No estaba enfadada. No. Sencillamente, no había podido ser. Y, de repente, todo cambió. Se sorprendió de que la hubiese citado en el viejo caserón abandonado. Aquel lugar tan vacío de vida en el que se suponía que había empezado su amor, en aquel tiempo tan difuso en la memoria en que habían pasado de los juegos y las confesiones a las caricias prohibidas, a las promesas esperanzadoras, a las ilusiones que pronto serían perdidas. Imaginaba que él se arrepentiría, como había hecho tantas y tantas veces. Que la llamaría, o ni siquiera eso, para decirle que esta vez no podía ser, que le había surgido algo y que no podían verse. Esa vez no. Ya habría una nueva ocasión, puesto que el futuro está lleno de nuevas ocasiones. Sin embargo, pasaba el tiempo y él no llamaba ni le mandaba un mensaje. Quizá esta vez sí, quizá ahora él la sorprendería. Increíblemente emocionada, llegó antes de lo previsto y empezó a recordar… Mientras lo hacía, la sobresaltó la llamada de un número desco-

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nocido. Ni un solo músculo de su rostro cambió al oír la voz del oficial de policía diciéndole que su amor yacía muerto en la última curva antes de llegar al caserón, para celebrar los veinte años exactos desde que le dijo “te quiero” por primera vez. En su mano todavía mantenía agarrados, con la maldita fuerza del rigor mortis, dos billetes azulados de avión con destino a Florencia.

El vagón Luis Hernández Díez Faltaban escasos minutos para la medianoche, y el reverberante silbido de la locomotora indicaba a los pasajeros que el tren estaba cerca de partir. Un hombre subió al segundo vagón, mientras sus zapatos de piel hacían sonar golpes rítmicos en una fina chapa metálica, que cubría el maltrecho suelo del viejo vagón. Los asientos no eran espléndidos, sobre todo para un trayecto Santiago-Soria; pero al menos no eran de madera como los de los últimos vagones. Depositó su maletín Sansón en la balda superior, junto a su fedora beige oscuro. Se sentó y se mantuvo observando a los pasajeros que entraban uno a uno al registro de los billetes que llevaban a cabo dos hombres de camisa azul. Vio una madre, con sus dos hijos a cada costado; otro hombre trajeado; y por último, una mujer, que

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calculó debía tener unos treinta y dos años. Decidió dirigir su mirada a través de la pequeña y sucia ventana a su derecha, aún a sabiendas de que no vería gran cosa. De pronto, escuchó los pasos de una persona caminando con tacones. Era un sonido muy particular –no estaba poco acostumbrado a escucharlo, precisamente–, así que dedujo que era la mujer joven. Se decantó por no desviar sus ojos

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del cristal. Pero fue en vano, pues pudo ver en dicho cristal la figura de la mujer, de pie frente a él, mientras el contorno de su piel era iluminado por la tenue luz que la Luna reflejaba. Entonces, tornó su vista hacia ella con curiosidad. El rostro de aquella mujer transmitía profunda neutralidad por la situación, y sin mediar palabra, se sentó en la butaca adyacente. Él, confuso, la miraba de manera acusativa, como esperando una explicación. La respuesta que recibió fue un silencio sepulcral, acompañado por una sutil sonrisa, que denotaba quizás más tristeza que mofa. Ella se levantó, para finalmente hablar. – ¿Está libre el asiento?- dijo. –Sí, tal y como el resto- respondió el hombre. La dama frunció levemente el ceño, mas replicó con celeridad. –Pues por esa misma razón se lo pregunto, me gustaría tener compañía en el viaje -. Él contestó, señalando hacia el frente –Hay otro caballero tres filas por delante. Ésta vez, la sonrisa sí se veía burlesca, y respondió tajante –Si ese hombre se viera la mitad de interesante que usted si quiera, tal vez me hubiera planteado ir-. El hombre, sin desviar sus ojos de la pálida tez de su nueva acompañante, dijo -¿Qué le hace creer que soy interesante?-, a lo que ella, a través de una suave carcajada, tan fugaz como las luces de los faroles que se divisaban por el ventanuco; contestó –Si se lo dijera perdería la gracia, ¿no es así?-. El caballero devolvió su vista hacia el exterior, diciendo –Supongo que tiene razón-. El silencio

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regresó, acaparando la atención de los presentes por encima del traqueteo de las vías. Finalmente se sentó a su lado. –Me llamo Katarina. Es un placer, a lo que él contestó asintiendo con la cabeza. -¿Y cómo debo dirigirme a usted? No me ha dicho su nombre-. Raudo, y con una traviesa mueca esbozada en su cara, respondió –Si se lo dijera perdería la gracia, ¿no es así?-. Ella rio ampliamente mientras miraba al frente, y él siguió hablando. –Por su nombre y ligero acento deduzco que es extranjera-. Ella dijo –Mi madre lo era, de Suecia. Murió cuando era muy pequeña, así que me crie allí, y posteriormente vine a España con mi padre. Cuando todo el sufrimiento que se vive ahora no se podía ni llegar a sospechar...-. La charla se extendió. Conversaron las cuatro horas y veintiún minutos de trayecto, sobre temas de toda índole: gustos y aficiones –mayormente los de ella-, la estación de destino, que casualmente compartían; el futuro próximo, tanto el suyo como el del país... Finalmente sintieron que el zarandeo de la batea amainó, y supieron que habían llegado. Lentamente, Katarina se levantó de su asiento, y tomando del brazo derecho del hombre, finalizó el diálogo diciendo – Vámonos, padre, hemos llegado...-. Se acercó a su rostro, sin afeitar desde hacía varios días, y le otorgó un ósculo en la frente, permitiendo que las lágrimas que fluían por sus mejillas murieran en el mentón de ese perplejo hombre que la miraba con ojos grises y vacíos.

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Un viaje al silencio Benjamín Charro Morán Una vieja foto en blanco y negro con una panorámica de pueblo pendulea enmarcada en un marco carcomido y renegrido. Un cuadro inundado de telarañas, polvo viejo y salitre, sobre una pared de barro encalada y ribeteada en sus bajos de azulete. Una vieja cuerda de pita retorcida la sostiene colgada de un clavo ya oxidado por el orín del tiempo. El cristal, resquebrajado, apenas si deja ya ver aquella su entrañable hermosura donde un día yo nací. Él es el referente que un día ya lejano me llevó desnudo y sin riquezas materiales por el camino de la vida. Desnudo como la noche oscura de tinieblas y un pasado de pueblo pegado a las entrañas. Pueblo ahora vacío; oasis de olvidos y silencios que se esconden entre ruinas y zarzales espinosos. Sólo sueños de esperanza cargué en mi mochila para viajar por espacios inciertos del vacío. Hoy aquel viaje de la vida me ha llevado de vuelta al pueblo. Todo parece vacío; todo son sombras y tinieblas. Soledad y barro desparramado me reciben. Sólo las cruces del cementerio han crecido; y las piedras que se amontonan sin sentido. Ya no deambulan aquellas gentes valientes y sufridas recorriendo sus calles. Ya no me parece el mismo cuadro de ayer. Aquel negro de las sombras en el cuadro parece haberse hecho luto eterno; como si

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alguien se hubiera empeñado en crucificarlo. Hoy lloro frente a esa foto que vuelvo a ver tras los cuarterones de una ventana en un cuarto derruido y abandonado entre zarzales. Panorámica de pueblo que un día me nació y me arropó la esperanza. Tras los visillos, desgajados a capricho del viento que hace tiempo los maltrata, todos aquellos enseres de ayer aparecen desparramados y desordenados por el suelo acompañados de un rosal bravío que ocupa hoy el espacio encaramándose hacia el cuadro. Y es que me parece que los pueblos de hoy, también el mío, tienen alma de mártir. En ellos parece ya todo vivido y todo andado. Ya sé que todo está dicho y que el pueblo ya no parece pueblo. Me despido. Vuelo sobre mis recuerdos y olvidos prestados, pero antes de regresar a lo monótono y aún me quede por caminar, quiero dejarte aquí, a la entrada, a tus pies pueblo, una corona que tal vez ya nadie mirará porque apenas si quedan ya ojos para ver. Espero que nadie la tape un día con silencios porque te mereces seguir en el viaje.

El viaje de otro sueño

Laura Galindo Ramírez Mi vista se embriaga con la melancolía de un adiós en busca de un próximo reencuentro, nuestros caminos se distorsionan y nuestras presencias se

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aúnan en un silencio. Como el vuelo migratorio que dispersan los pájaros a lugares desconocidos, el viento se despide tras una suave brisa revolcada por las estaciones de los trenes, los transeúntes vagan por las urbanizaciones de la ciudad y mis sentidos permanecen entretenidos en cualquier momento, el latido de mi corazón da un vuelco y mis recuerdos se asemejan a la ceniza esparcida por el caudal de un severo río. El viaje de otro sueño comenzó; todo estaba tan aislado y sombrío como las silenciosas noches nocturnas que alberga una ciudad abandonada, mis pasos se amontonan de angustia y el paso del tiempo se vuelve eterno. Mis sentimientos son sosegados por caricias lamentadas de añoranza, aunque se caracterizan como pasajeros de un tren hacia un viaje sin destino, sin prosperidad ni apreciación. Encarcelada en un viaje que no tiene fin, abandonada pero acompañada con mi sinfonía amarga, me percato de un silbido refugiado en un ahogo profundizado de llanto y de dolor; los gritos y los llantos provenían de una envejecida y agotada señora, aflorada por una alborotada cabellera de raíces castañas y un color grisáceo asomado en la parte central de su recogido cabello, consigue que me desplace hacia ella y presentarme como salvadora de su posible trágica vida; y así fue, me presenté delante de ella pero encontrada de forma arrodillada en el húmedo pasto que habitó la lluvia, se cubría la cara con sus desgastadas manos

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y su pelo entristecido parecía desaparecer en cuanto me acercaba cada vez más a su desconocido estado. No hubo diálogo de conversación, pero conectamos miradas soñolientas, tan intensas que modificaron mi alma desorientada, mi mente era un regocijo de recuerdos atónitos, y mi corazón se volvió a transformar en un laberinto sin sentido. Eso es, volví a viajar al lugar del principio; estabas ahí, ilustrado como la última proporción de luz antes de que evada la oscuridad, estabas ahí esperando mi último regreso con rosas perfiladas en tus graves manos rodeado de un ambiente monocromático para ti, estabas ahí, pero todo lucía blanco y negro para mí, estabas ahí, pero yo no estaba ahí; aquella fue la gran y notoria diferencia por la cual tus lágrimas empezaron a expandirse por tu bello rostro junto con la lluvia que recaía con fuerza voraz en todas las aceras de cualquier calle que se avecinaban. Sin embargo, mi viaje había comenzado contigo, pero acabó terminando sin ti, aunque, sin rumbo establecido y monótono vago en otra vida intentando escapar de la infinita jaula que me encarceló el pasado, viajando a otras realidades, deambulando en otras para poder ser finalmente feliz en alguna de ellas y así sucesivamente. Al fin y al cabo, eres una simple silueta que me hace embocar hacia lo cohibido formando cuchillos gélidos en mis manos, pero receptoras del delicado rostro que hace ser rechazado, mientras que tu dulce sinfonía y tu infinita paciencia hará

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siempre que permanezca a tu lado. Finalmente, prometimos perdurar, pero nuestra mente y alma se oxidan al unísono con la esperanza de compartir un nuevo viaje.

El viaje de Sayago Lucas del Río de la Fuente

Los fines de semana de verano Íbamos a mi pueblo de Sayago Iba con mis padres y mi hermano Y en el coche con música viajábamos Mientras íbamos por la vieja carretera Yo observaba las maravillosas praderas Mientras pastaban las vacas y ovejas Entre verjas y extensos muros de piedra Al llegar, mi hermano y yo teníamos tareas Ir a regar la huerta que plantamos en la era Es un trabajo duro y no es para cualquiera Llenando cubos y manchándome de tierra Tras el trabajo me tumbaba en la ladera Y en silencio me pasaba la tarde entera Junto a los pájaros y el fluir de la ribera Es una sensación que merece la pena

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Cierras los ojos y desconectas Con el sonido de la naturaleza Sientes el reseteo en la cabeza Pasa el tiempo y no te das ni cuenta Al despertar eres una persona nueva A preguntas de tu vida ves respuestas Una nueva época comienzas Es un viaje que difícilmente encuentras Al día siguiente amanecía contento Pero poco a poco llegaba el momento En el coche me subía con lamentos Era hora de volver a la jungla de cemento.

El viaje

Luis Carlos Gejo Fernández Carlitos, un niño que vivía en un pueblo pequeño y pasaba las horas jugando al balón, montando en bicicleta y esperando que llegara el fin de semana para ver a sus amigos, soñaba con poder viajar en avión algún día y así poder cumplir su sueño de visitar a su familia y en especial de conocer a su prima Lucía, la que tanto le habían hablado sus padres y que vivía en un país lejano y así poder descubrir tan maravilloso lugar. Una mañana de

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primavera sus padres y él tomaron rumbo al aeropuerto para viajar en avión. Cuando el avión despegó Carlitos se sintió libre y feliz al verse volando rodeado de estrellas, como las golondrinas en primavera que lanzan sus cánticos al aire. El viaje en avión fue largo, sin embargo con la primera luz del nuevo día al mirar por la ventana del avión, por fin atisbaron el agua y vieron los primeros trozos de aquella tierra lejana. Ya en aquel lugar son bien acogidos por su familia pero se dan cuenta de algo inusual, las personas de este nuevo lugar hablan de otra manera, incluso observan que la gente camina más deprisa y casi todas las personas son desconocidas, no se saludan ni siquiera sonríen y Carlitos empieza a darse cuenta de que el sueño por descubrir otros horizontes, más allá de las cálidas gentes de su pueblo y el rocío de sus campos, empieza a desdibujarse en un rostro más frío. Al llegar a casa de su familia por fin se encuentran con Lucía, una niña de pálido rostro e innumerables pecas, largos cabellos negros y ojos marrones. Carlitos al verla se sonroja y la saluda tímidamente pues es la primera vez que ve una niña tan bella, asombrado al oír su voz este le sonríe. Lucía y Carlitos salen a jugar al patio de la casa, donde se encuentran con dos niños que se mofan de Carlitos pero él no les hace caso, Lucía le apoya y juntos se pierden por las calles de la gran ciudad y van tocando los timbres de las puertas de todos los vecinos y cantando

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desmesuradamente. Fueron unos días estupendos, Carlitos a pesar de su mala impresión inicial, estuvo rodeado de amigos y de su estimada Lucía, la cual nunca olvidará. Ya en casa, Carlitos y Lucía se envían cartas por correo y sueñan con volver a encontrarse de mayores y poder así Carlitos revivir aquel maravilloso viaje que nunca olvidará.

El viaje Francisco Hermoso de Mendoza González Me pides que te hable de un viaje y a mi mente afluyen mares: el Tirreno, el Jónico, el Mediterráneo, el Cantábrico y también islas: Cerdeña, Lanzarote, Mallorca, Sicilia... Levantan la mano, pidiendo la palabra, en esta ágora del recuerdo, aquellos países que he hollado y en mi paladar siento ahora el aroma de las comidas: los chipirones a la plancha en Gernika, las pizzas margarita en Nápoles, el panetoncino en el Alto Adige, la tibieza del alcohol: el marsala, la grappa, un crianza de Rioja, las sidras en Llanes, las cervezas de trigo en Trier; bebidas espiritosas que daban alas a la alegría del momento. Muchos son los kilómetros recorridos en trenes, autobuses, los cielos surcados en aviones. Viajaba solo, o acompañado: en pareja, con amigos, con la familia,

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y cada viaje era luego, al regreso, una fábrica de recuerdos, lugares e instantes que rememorar y a los que aferrarse cuando venían las cosas mal dadas y encontraba amparo y consuelo en aquellos tiempos nómadas de vagabundeo despreocupado y errancia gozosa. No me importaba tanto el lugar, sino el ahora de entonces, aquel tiempo consumido como un fósforo entre risas y celebraciones de una vida que era todo presente y un porvenir que se nos antojaba eterno. Los preparativos llenaban los cuadernos de apuntes, trajinábamos con las guías de viaje, consultábamos revistas, pero dejábamos siempre abierta la puerta a la sorpresa, así, el anfiteatro, el templo, la iglesia románica, el eremitorio o el pinar frente al mar, nos abofeteaban con toda su belleza indómita, pétrea, natural y caíamos al suelo rodando entre agujas y más tarde, al caer la noche, exhaustos, nos revolvíamos entre las sábanas, en pensiones, hostales, tiendas de campaña, en donde apurábamos nuestros cuerpos entre risas y gemidos, cuando la vida se derramaba en nosotros, ánforas vivarachas que celebrábamos cada amanecer, ora frente al Duero -repartiendo la mirada entre las bodegas- ora frente al Darro. Subíamos las empinadas cuestas a la Alhambra, y el horizonte entraba por nuestras pupilas y tomaba posesión de nosotros que no dejábamos de reír, agarradas nuestras manos. Bebíamos té de menta en los cafés, tu rostro se azoraba y no distinguía ya tus mejillas del rosicler con el que día se despedía

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ante nuestros ojos. Me pides que te hable de un viaje, pero un viaje son todos los viajes, las ciudades, los caminos, los ríos y mares, los paisajes y paisanajes, cristalizados en unos recuerdos a los que ni quiero ni puedo renunciar, recuerdos y memoria que son mi vida misma.

El sueño del millón en Alemania

Daniel Garrote Lorenzo Esta historia da comienzo en los años 60. Eran tiempos difíciles de posguerra, con hambre, represión y trabajos rurales de supervivencia. En el año 69 se casaron mis abuelos. Los padres de él sobrevivían con una pequeña tienda y vendiendo por los pueblos con carro con zapatos, vino, comestibles y telas. Dando fiado muchas veces por la pobreza de su gente. Ella vivía en un pueblo vecino con unas pocas vacas y una mula. A los 40 años murió su padre cuando ella tenía solo 18 años. Un tiempo vivieron de ese ganado, pero luego tuvieron que salir del pueblo a trabajar en Bilbao, y después en Madrid, para colocarse de sirvienta y cocinera. Él siempre tuvo un sueño, comprar una furgoneta para dar servicio ambulante a los pueblos de alrededor. En su casa no había mucho dinero y sus padres no

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podían permitírselo. En 1969 se casaron y decidieron emigrar a Alemania. Muchos vecinos y amigos habían hecho ese camino y tuvieron la gran suerte de que uno de ellos les consiguió unos contratos de trabajo para los dos. Reunieron un poco de dinero y cogieron un autobús hasta Alemania. Con una pequeña maleta y muchos sueños en su cabeza. Había una zona española en Remscheid, el pueblo alemán al que llegaron. Una malagueña los acogió en una pequeña estancia con un salón y una habitación que se convirtió en su casa. Ellos no sabían ni una gota de alemán, pero se dirigieron a la fábrica en la que su amigo les había conseguido trabajo. Una fábrica que hacia piezas de barcos. Fue difícil adaptarse al modo de trabajo, al idioma, a su nueva vida. Madrugaban mucho y trabajaban a destajo, sin apenas pausas, pero en una semana ganaban mucho dinero. Su sueño era conseguir un millón de pesetas para iniciar su negocio y su vida en España. Nunca pensaron en quedarse, su sueño era conseguir ese dinero y volverse. Él, poco a poco, fue aprendiendo alemán para defenderse en el trabajo, saber comprar y moverse. Era ambicioso y trabajaba por la mañana en una fábrica y por la tarde en otra. Su mujer lo acompañaba, hasta que quedó embarazada. En 1972 nace su hijo y se llevaron a su suegra para cuidarlo, aunque en algunos momentos se lo cuidaba su casera malagueña. Su vida era dura, pero podían comprar

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buenos alimentos, una televisión, electrodomésticos… que nunca hubieran podido comprar en España. Fueron seis años de madrugadas, esfuerzos y sacrificios para ahorrar lo posible y volver. Lo consiguió, llego al millón, contrató una furgoneta y se trajo todo lo que había conseguido. Con ese millón compró una casa vieja pero con mucho potencial, en la que luego puso su negocio, e hizo aparte otra casa nueva. Compró una furgoneta y empezó a recorrer los pueblos cercanos llenos de gente que le compraban mucho, y así veía cómo crecía su patrimonio y su economía. Aquí también fueron años muy duros, pero era muy negociante y supo entender a la gente: comprar barato y vender razonablemente, con lo que se hizo una fama y un nombre por Sayago. Su vida fue lucha y negocio día a día, hasta que cedió a su hijo su sueño, su negocio y sus pertenencias.

Esperanza Rubén Santamaría Cabanas Los días cautivos quedaron atrás, sin salir de este desvencijado garaje, de este país del nunca jamás, hoy emprendo un nuevo viaje

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a ninguna parte, a ningún lugar. Mi piel no ha mudado de traje pero vuela mi mente al imaginar. Camino raudo, ligero de equipaje, brotan fuentes con mi caminar, arroyos que entre riscos hacen encaje de bolillos, brincando camino de ese mar en el que vagan botellas con mensajes de esperanza, poemas sin terminar. Hoy regreso a esa España salvaje, indómita, tierra ignota por explorar. Hoy he roto todos mis anclajes y ya no ha puertos donde amarrar mi alma, a la que le nace el plumaje de las aves que buscan la libertad. Es mi voz el ataviado carruaje, mi corazón embravecido alazán, mezcla de sangres de abencerrajes, de castellanos viejos y judíos de Sefarad, de ricos caballeros de rancio linaje y paupérrimos mendigos sin un real; sublimación del hispano mestizaje, de culturas enfrentadas tiempo ha. Hoy se abren mil caminos, mil paisajes se funden en mis pupilas al avanzar, dibujan mis pasos nuevos parajes,

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surgen montañas con mi caminar. Piel de toro de cumbres y estiajes, de buen beber y mejor yantar: ¡Ojalá te vuelva a escribir sin ambages! ¡Ojalá me vuelvas a enamorar!

Guripa Raúl Garrido Marcos Mi nombre es Tomas Pérez Cotorruelo y vengo a contaros mi historia. Comienza en un pequeño pueblo de Zamora, llamado Pinilla de Fermoselle. Nací el seis de noviembre de 1919. Tenía una vida tranquila pero dura, ya que disfrutaba de la paz del campo, pero muchas veces no nos la ponía fácil. Mi familia y yo, como la mayoría del pueblo, nos dedicábamos a labrar las tierras, cuidar de nuestros animales y hacer trueques con los demás pueblos para poder ganarnos la vida; todavía recuerdo ir a Fermoselle con la mula cargada de fardos de leña para conseguir pan; eran tiempos difíciles, pero apreciábamos lo que teníamos. La vida cotidiana proseguía tranquila en el pueblo. Sin embargo, una mañana de abril de 1938, estando yo labrando las tierras, presencié cómo se acercaba un camión de aspecto militar. Todos en el pueblo sabíamos que había estallado la guerra civil

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en España, pero hasta ese momento no había cambiado mucho nuestras vidas. Con todo, muchos jóvenes nos sorprendimos al ver que nos iban a reclutar a todos los que teníamos edad para ir al combate. Casi no pudimos despedirnos de nuestras familias y además sabíamos que no teníamos otra opción, ya que de no haberlo hecho, nos habrían obligado. Pasamos de ser simples labradores a calzar un uniforme desconocido para la mayoría y a portar armas para luchar contra nuestros propios hermanos. Al principio la mayoría pensábamos que esto sería algo corto o pasajero, pero nos vimos envueltos en una historia más grande que nuestras propias vidas. Primeramente, nos trasladaron a todos a la Caja de reclutas de Zamora y posteriormente fui en tren hasta Valladolid al Regimiento de Infantería Toledo nº 26. Recibí instrucción durante unos 15 días y me incorporaron a la Compañía de Depósito, de donde a los cuatro o cinco días fui destinado a un batallón que se encontraba en la Ciudad Universitaria frente a Madrid. Nunca me habría imaginado que lucharía contra gente de mi propio país y, menos aún, que España se iba a convertir en un campo de batalla. He de confesar que la mayoría de nosotros estábamos asustados ya que, como yo, la mayoría solo habíamos empleado un arma para cazar y sabía que aquello era muy distinto. Matar a mis iguales o morir. No había elección.

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Estuve prestando servicio en este regimiento seis meses y a finales de diciembre de 1938 fui destinado al 144 Batallón de Infantería Castilla nº 3. Con este batallón fui trasladado a primeros de 1939, al frente de Córdoba, el sector Peñarroya – Pueblonuevo. Acabada ya la guerra organizaron un campo de concentración de prisioneros en Higuera de Calatrava en el cual me tocó prestar servicio hasta julio de 1939. Ver tanto sufrimiento en las personas y la destrucción de nuestro país arrasado

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por ambos bandos es algo que nunca se debería olvidar, para solo recordar que todos somos hermanos. Posteriormente pedí a petición propia el traslado a la Yeguada Militar de Córdoba, en este destino podría sentirme algo más cerca de casa dado que siempre había convivido con los animales y desde niño me enseñaron a cuidarlos y respetarlos. Todo esto cambio cuando en julio de 1941 volvieron a sonar los tambores de guerra, pero esta vez no era el joven de antes, aquellos duros años me habían hecho cambiar, madurar y convertirme en alguien capaz de sacrificar su vida por causas que creía justas. Marché voluntario a la División Española de Voluntarios al frente de Leningrado con la primera batería del primer grupo de artillería, pero eso es otro viaje…

La mesa

Raúl Julián Carpintero O siempre huía de la ciudad con idéntico objetivo: alcanzar aquel bosque situado a escasos dos kilómetros de su casa. Cuando olía la serena mezcla de vegetación, arena seca y corteza, sabía que el bullicio del centro urbano había quedado definitivamente atrás. O visitaba aquel lugar para reencontrarse con las mesas de madera que

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salpicaban todo el bosque sin orden aparente, y por las que tiempo atrás había sentido atracción instantánea. Las mesas, que arraigaban sobre hierba alta y descuidada, eran de madera basta y sin tratar, como extensiones de esos mismos árboles que las acogían en su base. Entre ellas, O tenía su favorita: una mesa más oscura que el resto, disimulada entre tres enormes pinos que la custodiaban con celo y permitían que un halo de luz cayese verticalmente sobre ella. La estampa motivaba una solemnidad casi religiosa, y a O le gustaba pasar la mano por las vetas de esos tablones imperfectos, sin prisa, hasta sentir la calidez que transmitía aquel trozo de madera. Cuando el calor acumulando pasaba a su mano, una sensación de bienestar invadía todo su cuerpo. Entonces se tumbaba perfectamente horizontal y con las palmas hacia abajo, intentando captar toda la fuerza orgánica que desprendía aquel objeto de apariencia común. La evasión se tornó adictiva el día en el que O puso en marcha una nueva práctica. Echada en la mesa como otras tantas veces, O se descubrió mirando al cielo a través del hueco lindado por las copas de los pinos. Fue entonces cuando focalizó un avión que, a su paso constante, dibujaba una estela blanca sobre intenso fondo azul. Empezó entonces a conjeturar, casi sin darse cuenta, en torno a las posibilidades de ese viaje. De dónde vendría el avión; cuál sería su destino; con qué fin habría cogido el aparato cada

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uno de sus pasajeros: negocios, vacaciones y hasta huidas desesperadas de la justicia pasaron por su cabeza. Pensó también en cómo sería la vida de las azafatas, y se entristeció un momento al admitir que las empleadas estarían siempre de un lado a otro sin llegar a conocer aquellos lugares en los que aterrizaban. Ante la avalancha de posibilidades que la práctica proporcionaba, O comenzó a coleccionar hipótesis de manera compulsiva, ingeniando y entrelazando escenas cada vez más detalladas en su cuaderno de pasta negra. Al cabo de un tiempo, la práctica se había tornado tan intensa que la protagonista de cada viaje era ya ella misma. Mirando al cielo, O había importado vivencias desconocidas hasta hacerlas propias, lo que le permitía disfrutar de innumerables rutas y destinos. Acumuló experiencias en su libreta durante meses, hasta que un día, a punto de cumplirse dos años desde la suplantación inicial, la magia sencillamente desapareció. Las trayectorias de los aviones, otrora inspiradoras, ya no sugerían nada. O entendió entonces que no le quedaba nada por imaginar, y decidió que no volvería a aquel lugar. Ese mismo día eligió un destino al azar y compró un billete. Una semana después estaba en el aeropuerto, a punto de subir a un avión por primera vez en su vida.

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Olor a jazmín

Virginia Bollo Alejandre Vestida de blanco caminas cogida de su brazo, Invitados que esperan tu llegada, Azul el cielo que te abre paso, Jazmines que adornan la calle por la que pasas Empieza el viaje de tu vida.

Un extraño viaje. Capítulo I Ángela Pérez Domínguez De hoy no pasa. Las ramas del sauce arañan mi ventana y salto de la cama. Tengo medio hecha la maleta, sólo me falta guardar el valor y un par de chaquetas por si refresca. Miro fuera, mis pupilas se pierden entre los

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narcisos, los geranios y las bocas de dragón que están empezando a emerger en tropel. Todo está precioso, lo regué ayer y quité las hojas, secas, muertas. Voy a echar de menos el ciprés, lo sé. Siempre pienso que a los cipreses hay que darles una oportunidad, demasiado elegantes para los muertos. Salgo. Miro y remiro todo otra vez. Intuyo que corro el riesgo de echarme atrás. ¡Está todo tan bonito! Veo una baldosa fuera de sitio, todo está fuera de sitio últimamente. La coloco con el pie, aunque sé que volverá a moverse, a desencajar. Me encuentro dando vueltas por el jardín. Casi sin sentido. Sin rumbo, sin utilidad. Me río de mí misma. Parezco tonta, como un perrillo persiguiendo su cola. Mi risa es estrambótica. Tremo. Son las dudas, me digo. Las bocas de dragón, desde que las descubrí las planto compulsivamente. Me pierdo, me fascinan. Paso horas intentando inventar historias sobre ellas. Agradezco su floración desordenada y espléndida. Veo al fondo de mi pequeño campo de césped la regadera azul. Azul como…azul como… ¡ah, sí! Azul como aquel día donde todo salió perfecto y me pareció un día azul. Me estoy dispersando. Sé que conscientemente estoy perdiendo tiempo. Recojo la regadera y la deposito con cuidado en la caja del jardín. La regadera. Me vuelvo hacia la verja. Está algo desvaída. Debería haberla pintado el verano pasado, pero no

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tuve ganas. Me siento en la hamaca frente a la mesa de madera. De repente me apetece té del que mi hermana me trajo de Londres. Pero ya tengo todo recogido en la casa. Desisto del té y me acuerdo de que en otra vida me gustaría tener un jardín inglés, desordenado, exuberante. Lleno de rosas Graham Thomas. O un jardín ecuatorial, desordenado, exuberante. Con heliconias e hibiscos. Y rosas de porcelana como las que vi en Micondó. Al fondo, sobre el borde del estanque dos caracoles pasean su parsimonia. Me río otra vez. ¡Los caracoles! Entro en casa. Reviso todo de nuevo. Dejo orientados los gastos y todas las obligaciones que puedan surgir. No quiero que mi madre tenga preocupaciones extras, y no sé si volveré. Cuando no me encuentre en casa se va a extrañar… y quizá hasta se enfade. Dejo mi despedida, escrita en índigo, sobre el frutero, para que la encuentre fácilmente. No quiero que se angustie. Doy una última vuelta por la casa. Ya sólo se oyen mis huellas. Huele a ausencia. Tu ausencia. Cierro la puerta, echo la llave. Lontananza.

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Vagamundo Rocío Ferrero Prieto Y un día tornas la mirada. Y te das cuenta de que el camino, ese largo camino que tú creías sempiterno, toca su fin. Los recuerdos, inmarcesibles, fotogramas fugaces que sirven de telón de fondo a esa travesía llamada [VIDA. Los errores, las sonrisas, los desvelos, los guiños inesperados, las limerencias incontroladas, los latidos agitados, los porqués que nunca encontraron respuesta. tus compañeros de VIDA. Y ellos… Y tú, vagamundo, te preparas para otro viaje, incierto, que está a punto de comenzar. Y ahí, serenamente, frente a esa puerta a lo desconocido.

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Cierras los ojos. Abres tu alma. Expiras. Comienza el VIAJE.

Un viaje de locos Victoria Alaia Raindo Ribeiro - (Voz en off) Narradora Almudena: En mi vida había hecho un viaje tan impresionante como este, en el que me sintiera así, libre y feliz. Estoy en una isla, con mi marido y mi niño. No sé cuánto tiempo estaremos aquí, porque mi esposo no quiso decírmelo. Es un hombre muy atento y le gusta mucho hacerme todo tipo de sorpresas para no apagar la llama de nuestra relación. Ya que, con la llegada del niño, solo estoy pendiente de él. A veces creo que se pone algo celoso. Por eso estamos aquí. Estábamos muy estresados porque el bebé nos ocupaba todo nuestro tiempo, entre cuidarlo y trabajar para mantenerlo. Para mí era un poco difícil, pero él siempre estaba ahí para mí y por eso pudimos salir adelante. Gracias a él pudimos hacer este viaje. Por su buen rendimiento, le dieron vacaciones extra en el trabajo y él las ha utilizado para traernos y pasar un buen rato en familia.

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En estos días, la mayor parte del tiempo hemos estado paseando, conociendo la isla y haciendo turismo. Hay bastante gente, pero suelen estar dentro de sus cabañas, nosotros en cambio solo la utilizamos para dormir porque a comer siempre vamos a un restaurante. Solemos ir a la playa y meternos al mar, aunque entro yo sola porque el bebé es muy pequeño y a mi esposo le gusta más quedarse en la orilla, mirándome y cuidando a nuestro niño. Ayer también fuimos, pero yo volví más tarde para bucear a escondidas de mi marido, aunque no terminó bien, se enfadó bastante. Dijo que me haría daño y me sacó de allí, porque es muy protector. Hoy iré a tirarme en paracaídas con mi bebé sin que se entere, siempre ha sido mi sueño, y lo haré, aunque mi esposo se enfade. Pero le dejaré una carta, por si acaso, así no le parecerá tan mal. No me gusta que se enfade conmigo, pero no puedo evitar hacerlo, me calma tanto la adrenalina en mi cuerpo… Siento como si volviera a nacer y estuviera totalmente en paz. -Policía: Esto es lo único que hemos encontrado, además del peluche que estaba junto al cuerpo. Parece ser una carta que le escribió a su esposo, sorprendentemente, contándole que iba a tirarse en paracaídas con su hijo. -Psiquiatra: Eso explica que se haya tirado por la ventana con el peluche. Ya que, en el tiempo que lleva aquí, he

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conseguido entender que ese peluche lo relacionaba con su hijo muerto. Mientras que, a mí, por ser el hombre que más trataba, me confundía con su difunto marido. -Policía: ¿Cómo murió su familia? No estoy enterado del caso. -Psiquiatra: Su esposo llegó una noche de trabajar y como el bebé estaba llorando y ella no se despertó a tiempo para callarlo, lo mató. Ella al ver a su hijo muerto no pudo soportar el dolor y la rabia y cogió un cuchillo de la cocina con el que lo apuñaló tantas veces que se desangró y murió también. Desde ese día no se acuerda de nada que no haya pasado antes del asesinato y padece un extraño caso de lo que parece ensoñación extrema y esquizofrenia. Estoy casi seguro de que ni siquiera era consciente de estar internada en el manicomio y mucho menos de haberse quitado la vida. A pesar de haberlo intentado más veces, inconscientemente según mi teoría. Ayer mismo se metió a la bañera sin supervisión y estaba ahogándose, pero la saqué a tiempo. Después me dijo que solo quería bucear, porque le gustan los animales marinos, por eso estoy seguro de mi diagnóstico. -Policía: No tenía idea de esa situación, es normal que haya acabado así, yo también me habría vuelto loco. Al menos murió pensando que era libre.

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-Psiquiatra: Aunque aún amedrentada por el marido, dentro de su propia mente.

Volar o no volar

Antonia Tárraga Giménez Me da miedo volar. Me da miedo volar en avión. Me da miedo volar en avión grande, comercial, en avioneta, en ala delta o parapente. He volado, pocas veces, pero lo he hecho. Volé y lo pasé fatal, yo sola allá arriba, sin nadie conocido a mi lado, el avión zarandeándose y yo sin entender nada de lo que decía la tripulación. No entendía su lengua. Pregunté a la azafata, que me vio tan angustiada que se quedó un rato conmigo, en el asiento de al lado, intentando tranquilizarme con una mezcla de lenguas incomprensibles pero cálidas. No veía la hora de aterrizar, de tocar tierra, de pisar el suelo, de caminar sobre el asfalto de la pista terminal. Mucho tiempo después tuve que volver a volar y lo hice de nuevo. Aplacando mi ansiedad a base de respiraciones, de valerianas y de pintar mandalas. No quería hacerlo. Pasé semanas sin poder dormir, sin poder pensar en otra cosa que no fuera en aviones. Pero lo hice, con poco entusiasmo, sin que nadie me acompañara al aeropuerto y se despidiera de mí y me diera ánimos y un abrazo, yo sola,

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conmigo misma, subí al avión, tenía que hacerlo, por mí, por Iris, por nuestra amistad, por su boda. Siempre he volado sola. Incluso cuando estaba acompañada, pero han sido vuelos cortos, de un par de horas o tres, sin escalas o con sólo una. No he hecho viajes largos, ni transoceánicos. Sólo de pensar estar encerrada a más de mil pies de altura durante 13 horas, se me encoge el estómago y se me acelera el corazón. Pienso que el avión se va a caer, que nos vamos a estrellar, que los motores van a dejar de funcionar, que un ave estropeará su fuselaje, que caeremos al mar o chocaremos con las montañas y que no quedará nada, nada, nada de mí. Prefiero trenear, viajar en tren. Yo soy persona terrenal, con los pies en la tierra, y me gusta no separarme mucho de ella y sacar raíces. Por eso siempre que es posible elijo el tren como compañero de viaje. Me encanta viajar en tren, con su aire romántico, su ritmo pausado, su traqueteo que te mece y adormila, saboreando la visión de ríos, pueblos, campos, bosques, montañas, ciudades, personas…, imaginando mil y una historias a través del cristal de la ventana, paseando por él hasta el vagón-restaurante y observando a la gente. Como aquella vez que para celebrar la mayoría de edad de mi hija le regalé un viaje en interrail juntas durante un mes por Europa. Una experiencia inolvidable que recuerda con emoción, con entusiasmo, con placer, nada, nada com-

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parable a viajar en avión, con su inmediatez que nos hace perder el sentido mismo del viaje, porque si alguna cosa tengo claro es que yo, ante todo, soy viajera, no turista.

El viaje José Antonio Muñoz Matilla La primera vez que crucé la avenida tenía menos de tres años y lo hice montado a hombros de mi padre. Tenía el capricho de ver bailar a los gigantes en la plaza mayor. Bueno, el capricho era suyo porque con mi edad no tenía aún la capacidad de entender lo que aquel acto podía significar. Para quienes vivíamos en la calle Colón cruzar la frontera imaginaria que separaba dos realidades de una misma ciudad era un hecho que no pasaba todos los días. Y ver el espectáculo desde tan alta atalaya era un privilegio solo reservado para los momentos en los que mi padre no trabajaba y me llevaba con él enseñándome rincones y regalándome historias con las que llenar mi cabeza de fantasía. A lomos de aquel majestuoso corcel bajamos hasta el río. Los patos llegaban a la orilla alentados por el pan que les lanzaba. Aguas abajo me contó la leyenda del anillo encontrado en un pez; un poco más adelante el desafío entre infantes castellanos y zamoranos y la puerta por donde no pudo pasar el

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Cid; aún tuvo tiempo para enseñarme una cabeza atrapada en piedra antes de llegar a la plaza donde ya se movían a ritmo de flauta y tamboril los gigantes y los cabezudos rodeados de una caterva de niños y mayores danzando alegres entre ellos. Mi padre me posó en el suelo suavemente cogiendo mi mano para no perderme entre la multitud. Ahora la visión era distinta. Si antes contemplaba el mundo desde lo alto ahora tenía que hacerlo mirando hacia arriba. En ambos caso disfrutaba de la seguridad y la protección de aquel hombre maravilloso que me obsequiaba con viajes de misterio los días de fiesta. El mundo cambia pero los actos importantes se repiten. El niño que viajaba en aquel caballo fuerte y suave se ha convertido en otro corcel. Por sus venas corre la misma sangre y la misma vida. He levantado a mi hijo y lo he colocado sobre mis hombros. De nuevo vamos a salir al mundo, vamos a conocer las piedras que forman la muralla que nos ha defendido durante siglos, el agua de un río que nos une con otros pueblos y otros países, las plazas y calles donde la gente se para a conversar sin prisa, los recodos silenciosos y las explanadas con árboles en las que los pájaros nos dedican sus melodías. No es este un viaje cualquiera, es el viaje que inaugura una relación. Es el viaje en el que un niño entiende lo que es la protección y la seguridad, la mirada desde lo alto y el trajín a ras de suelo. Es el

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viaje a través del que va a descubrir personajes que también vivieron en esta tierra, que la defendieron, la cuidaron y amaron. Nos acercamos a Viriato, le enseño la Madre y el niño, el monumento al escultor Ramón Álvarez, el homenaje al Maestro, los versos de Claudio Rodríguez y el parque de León Felipe. Y nos paramos en la Plaza Mayor donde ya se mueven a ritmo de flauta y tamboril los gigantes y los cabezudos...

Huida a Oporto

Luis Carlos López Arribas El atardecer extingue transeúntes y acomoda temprano a los indigentes en los recovecos de la ciudad, desplegando cartones y mantas mugrientas bajo el rigor del raso nocturno. El atardecer aviva reyertas latentes por un espacio sórdido en el suelo de las plazas para adormecer a la intemperie. La quietud destila olores acres cuando los orines áureos de los gatos pardos se descuelgan por los bordillos,

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empapando el polvo negro embutido en las grietas de la calzada empinada y empapada. En la huida resuelta embarcamos con equipaje liviano hacia la finita dicha, alejada de la rutina, del infeliz mercadeo y de la cotidianidad. En una lancha enorme que nos tortura con su hedor a gasóleo y con el terrible estrépito de las irritantes y melindrosas canciones italianas, partimos. Es el último tormento antes de la complacencia. En la huida serena atrapamos la noche en un tarro de cristal que transparenta estrellas de cobalto y brillo, sustraídas al verano en los barrios bajos, junto al río. Al mismo río más veterano y dócil, el del elegante discurrir

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labrando arribes. Al mismo río que acoge en sus remansos reflejos cerúleos de luna menguante, afligida y onírica. Al mismo río duradero de Claudio, rebasando la ciudad, acunándose en un lecho de jaras, entre meandros de tomillo y retama. Como una estampa rancia es inerte el paisaje embotado tras el vidrio opalino, exánime. En la huida extraña abrazamos la última madrugada en un campo de álamos escuálidos, inquietos por el viento que extiende licuado el frescor de la llanura.

Volver sin haberse ido Sonia Sánchez Ballestero Me aflojé la corbata al salir de la oficina y cogí todo el aire que pude, sin siquiera saborearlo. "El atasco no se diferencia mucho de cualquier otro viernes", pensé mientras repasaba la larga lista de la compra que había escrito Rosa, que a estas horas

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estaría recogiendo a los niños del colegio. Tuve la suerte de encontrarlo todo, o casi todo, esperando tener suficiente para los próximos días. Dediqué más de veinte minutos a encontrar un buen aparcamiento, donde me despedí silenciosamente del coche. Al entrar en casa, cerré la puerta con llave, con la ignorancia de que tardaría semanas en deshacer aquel gesto. Los gritos lejanos de mis hijos colocando las bolsas de la compra rompían el silencio aterrador de una habitación que me pareció absolutamente desconocida. Cuando cambié mi traje por un chándal apenas desgastado, comprendí la vulnerable desnudez de los árboles en otoño. Caminé descalzo hasta la ventana para aliviar mi falta de aire, me sentía extranjero en mi propia casa. Al girarme, tropecé con un viejo tocadiscos que descansaba arropado por una fina capa de polvo. Coloqué el primer disco que encontré, con cuidado de no molestar a aquellas motas de polvo, que bailaron un instante antes de reposar de nuevo. Al fin y al cabo, aquella casa era más suya que mía. Yo la había pagado, pero ellas la habían habitado. Cuando escuché el sonido arenoso del vinilo, mi cuerpo empezó a moverse torpemente, con miedo de partir en pedazos aquel organismo entumecido por años de silla y escritorio. Recordando bailes de otra época, el oxígeno volvió a entrar en mis pulmones. Para cuando reparé en la presencia de Hugo, que me miraba atónito desde el umbral de

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la puerta, yo ya me sentía preparado para aquel viaje sin carreteras, sin transportes y sin maletas, al que me habían arrojado, y estaba a punto de emprender con mi familia. Al principio solo fueron quince días. A los que siguieron otros quince y otros quince algunas veces más. El tiempo perdió su sentido, lo que al principio parecía una eternidad, luego se agotaba rapidísimo. El espacio perdió su lógica, y donde solo veíamos una casa pequeña, agobiante y extraña, encontramos decenas de mundos. Hasta la habitación más pequeña se convertía en un despacho, en un colegio o en un gimnasio. O todo a la vez. Cada mañana, mientras desayunábamos juntos, trazábamos la ruta a seguir ese día. No dejamos un solo rincón sin explorar. Y por las noches, antes de dormir, nos comunicábamos con otros viajeros para dar parte de nuestro estado. Los abuelos, los tíos y los amigos estaban recorriendo otros lugares que, según nos explicaban, eran tan extraordinarios como los nuestros. Así fue cómo, después de dos meses de recorrido, vislumbramos a lo lejos el final de nuestro viaje. En nuestro pasaporte no apareció un nuevo sello, nuestros pies no se cansaron, y nuestras cámaras no se llenaron de fotos de las ciudades más grandes ni de los monumentos más antiguos. Y por eso, algunos dirán que en realidad aquello no fue un viaje. Y no me importa porque:

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aunque me fui sin haberme ido y volví sin haber vuelto, ellos no saben que me fui habiendo sido, pero volví... siendo.

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Viaje al centro de la mesa María Mateos Gallego Ganadora Luz. Por fin veo luz. Empiezo a distinguir sombras, intuyo siluetas. Cada vez veo con más claridad. Soy la primera en nacer, pero no debe faltar mucho para que lo haga el resto. Ya consigo enfocar lo que hay a mi alrededor, una viña se extiende hasta donde acaba la vista. Noto los rayos de sol rozándome, ya ha empezado la primavera. De vez en cuando, se levanta un viento que agita las hojas de la vid, haciéndome así cosquillas. Antes de caer la primera noche, me doy cuenta de que ya no estoy sola, ha nacido una nueva flor en una vid cercana. Los días pasan y somos cada vez más. Una tras otra, vamos llenando las ramas. Somos cientos. Poco a poco las noches se hacen más cortas y los días más calurosos. Abejas y demás insectos van de unas a otras, facilitándonos el proceso de polinización. Ya entrado el verano, empezamos a crecer, empezamos a cambiar de color. Nos sienta mejor el morado que el verde. Ya

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tenemos forma de jugosos racimos, vamos viendo el final de los días encadenadas en las vides. El verano está acabando, hemos madurado y estamos listas para salir de aquí, para ver mundo; al menos, la mayoría. Por fin llega el día. La vendimia. Cuidadosas manos nos ayudan a desprendernos de nuestra vid y nos juntan en cajas para colocarnos en una furgoneta. Me ha tocado ventanilla, ¡genial! Nos ponemos en marcha y veo alejarse la viña que ha sido nuestra casa los últimos meses. Después veo cómo se alejan también a nuestro paso numerosos campos de trigo, cebada, centeno maíz o remolacha, todos ellos segados. Salimos del camino de tierra y entramos en la carretera. Parece que por fin llegamos a la civilización. Un cartel: Moraleja del Vino. La furgoneta se detiene. Empieza la aventura. Como quien antes de una boda va al sastre, pasa por la máquina de rayos UVA, va al peluquero y contrata un maquillador, nosotras también necesitamos un cambio de look antes de aparecer en ningún evento. Primera parada: el despalillado. Quedamos completamente limpias, sin nada que nos pueda amargar. De ahí pasamos al estrujado, nos hacen un pequeño peeling y soltamos todo el jugo (¡con esto nos quedamos en las semillas!). Siguiente parada: maceración y fermentación. Nos quedamos en un depósito durante unos días a una temperatura ideal donde además de transformar el azúcar en alcohol, vamos cogiendo color y estructura. De ahí nos

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llevan al prensado, y vuelta a la fermentación, a ver si conseguimos eliminar la acidez. Llega uno de los pasos más importantes, el proceso de crianza, para aromatizarnos. Creo que ya casi hemos acabado, Nos falta el trasiego, para eliminar todas las impurezas y estamos listas para, por fin, meternos en la botella. Como quien se prueba por primera vez el vestido de sus sueños. La botella nos sienta de lujo. Después de un tiempo en ella para conseguir estabilizarnos, estamos a punto para triunfar en cualquier evento. Y llega el momento, ¡qué nervios! Nos sirven en una copa de un cristal finísimo. Tras dar un par de vueltas en la copa, nos levantan, nos inclinan y llegamos a la boca. Destino final. Se acabó el viaje. Parece que vuelve a beber, le hemos gustado. Misión cumplida.

Disfrutar para viajar Lucía Puente Ruiz Viajar, que curiosa palabra ¿no?, Ahora viajamos, pero en los recuerdos. En esos recuerdos que nos cambian por completo el ánimo y hacen que se dibuje una enorme sonrisa en nuestra cara, Como esos paseos cualquier día a las seis de la tarde por Moraleja del Vino con tus amigos, después de haberos recorrido todo el pueblo para

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acabar sentados en los bancos de la plaza viendo embelesados como el agua cae de la fuente, en ese momento se te olvidaban todos tus problemas, O en el Cristo de Morales cuando comes con toda la familia y recuerdas que eras inmensamente feliz, Felicidad es la palabra. Recurrimos a los recuerdos porque nos hacen viajar en la felicidad, y sólo después de vivirlos, es cuando aprendemos a valorarlos. Ahora más que nunca hay que aprender a disfrutar los pequeños momentos. Recorrerte todo Sanzoles en busca de la peña de tus amigos, o sentarte a comer pipas a la orilla del rio en Villaralbo junto a tus primos, contándoos historias que os habéis contado mil y una veces, pero que recordáis cada verano y que vivís como si no os las hubieseis contado nunca. Saber realmente vivir el momento, para que así después, en situaciones como las que estamos viviendo ahora, puedas viajar en tus recuerdos, en tu felicidad. Quizás la palabra no sea viajar, y sea disfrutar, quizás dé igual el “dónde” e importe el “con quién”.

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Viaje al Teso Blanco Mª Eugenia Martín Honorato Este periplo comienza con una reflexión, por eso me pregunto: ¿Dónde me apetece ir? ¿Lejos o cerca? Mi amigo Tomás siempre me ha recomendado ir lejos -cuando se pueda, y, sobre todo, si se es joveny dejar lo próximo y/o cercano para cuando la energía y la vitalidad ya escaseen. Y yo voy a seguir su consejo.

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Pero… ¡son tantos los sitios y lugares que me apetecerían conocer, sentir, y vivir antes de dejar este mundo! ¿Brasil? Me ha atraído tanto y desde hace tanto tiempo… Lo recorrería de norte a sur, todo me apetece disfrutar. Pero no podrá ser, la pandemia me lo sigue impidiendo, por ahora. Necesito una alternativa. ¿Islas Açores? ¿Madeira? Más cercana, tienen en común el idioma, portugués (comunicación que me une en el entendimiento). ¿Cómo sería el aterrizaje en ese famoso aeropuerto, que pone los pelos de punta? ¡Otra experiencia que no voy a poder, disfrutar por el momento! ¿Y Granada? «Tierra soñada por mí…» dice la copla. Donde se habla andaluz profundo, no poder disfrutar de su barrio del Albaicín, el Palacio de Carlos V, la Alhambra, jardines, ni sus callecitas estrechas y empinadas o sus puestos callejeros de papas. Sus “Cármenes”, sus cuevas de cante hondo, flamenco y guitarra española. Pero no, nada, el cierre perimetral me lo impide. No es legal, no se puede, no se debe, no es el momento… Entonces, ¿qué? ¿Dónde ir? ¿Adónde viajar? Por las mismas razones no podré ir y ya tengo que decidir. Pero, como aconseja mi sabio amigo, será cerca, (pues ya escasean la energía, la vitalidad y el tiempo disponible). Y lo haré: este viaje lo voy a hacer cerca. Tenía razón mi amigo Tomás, no voy a salir del perímetro de la provincia, nada más allá de los 30 km a la

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redonda: Moraleja del vino, Gema… en fin… la Ruta del vino de Zamora, en su totalidad me reclama, pero voy a seleccionar aún más: Cabañas de Sayago será mi deseo y mi próximo destino. Ese es el lugar elegido y en especial la visita a la serenidad que ofrece en su cata la Bodega del Teso Blanco. Por su enclave, sus viñedos, los aromas… pues rebosa la tranquilidad y el recogimiento que necesito para refugiarme La duda vuelve y surge porque son tantos los sitios y lugares que me apetecería conocer o vivir y sentir antes terminar esta pandemia… Pero, como dice la publicidad: “Queremos dejar de ser diferentes… para empezar a ser únicos”.

El Viaje del Autillo Ramiro Morán Ya sé que no os lo creeréis, pero a pesar del bullicio caluroso de una plaza muy concurrida durante el día, duermo muy plácidamente y es el fresquito silencioso del atardecer quien consigue despertarme. Estoy muy “agustico” y no me quiero levantar. Escucho a mis colegas, esos que pueden pasarse hasta diez meses sin pisar tierra, que van como locos chillando y haciendo acrobacias impo-

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sibles para no chocarse con todo lo que a su paso se presenta. Y también oigo esos pasos tranquilos cómo se acercan y al final uno o dos arrastres sobre el suelo para coger el sitio y colocar la silla. Pero yo estoy tan agustico, a la vez que siento que van llegando más vecinos y cada vez me da más pereza, porque pronto llegarán una pareja especial, cada uno por su lado y cuando se encuentran en la plaza, ella le saluda así en voz alta “mira quién viene por ahí, ese bobo, anda, bobo, siéntate y calla, que estás bobo”, y él le contesta: “yo no he dicho nada, cállate tú, mira quién fue a hablar”. En la plaza se concentran cada noche aquellos llegados de Valencia, de Barcelona, de Zamora... Nosotros somos los que venimos de más lejos… Pero la llegada de esa pareja dando voces es nuestro despertador. Y, sin pensarlo, saltamos, y nuestra primera tarea nada más despertar es cantar, bueno, más bien silbar unos instantes desde nuestro cable observando a los vecinos al fresco mientras nos desperezamos. Estos dos años parece que se sientan más separados y queremos intuir las conversaciones sobre la incertidumbre de si podrán o no venir sus hijos y nietos a pasar unos días con ellos al pueblo. Nuestra casa es muy pequeña de apenas cinco centímetros de fachada, eso si toda ella de piedra de sillería. Nos quedamos un poco más escuchando, porque, quizás, cuando volvamos después de desayunar, ellos ya se hayan recogido. Las veladas se han reducido muchos este año.

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Pasan un grupo de muchachos por la calle abajo, como con linternas en las manos que se enseñan unos a otros. Parece que van con prisa, y allí en la plaza se separan cada uno por una calle .Cuesta entenderlos, porque llevan también la nariz y la boca tapadas. Hoy hace fresquito y el círculo que suelen hacer en el centro de la plaza lo han cambiado por la abrigada de la casa. Incluso veo mantitas cubriendo las piernas. Tras unos minutos “silbando” en el cable, oímos ruidos que llegan desde el fondo de la casa. Son nuestros hijos que también quieren desayunar. ¡Pues a volar todos se ha dicho! Tenemos mucho trabajo por delante y queremos regresar a dormir pronto, justo cuando los vendimiadores inicien su jornada. Sí, los vendimiadores. ¡Ah, que no os lo he dicho! Estamos en Corrales del Vino y estamos en época de vendimia. Aquí nacimos y aquí venimos año tras año. El bullicio en las calles empieza antes de lo normal, las jornadas de vendimia son interminables y comienzan muy temprano. Nosotros hemos de descansar hoy mucho porque nos espera un largo viaje de regreso a nuestro segundo hogar, en busca del calorcito. Aquí ya refresca demasiado. Después de un verano fantástico, esta noche emprendemos el viaje de vuelta deseando por el camino ver luces sin sirenas, y luces que, aunque nos asusten un poco, sean luces de aviones o luces que anuncien la alegría de las fiestas y que, en nuestro último tramo del

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viaje, al cruzar el charco, veamos menos embarcaciones llenas de ilusiones jugando con las olas. “Bueno, Autillico mío, mira que eres, el último día siempre te pasa lo mismo, te pones muy sensible. Hemos podido disfrutar de nuestra vida en el pueblo como siempre lo hemos hecho. Y parece que ahora están cambiando las tornas, y están deseando vivir en un lugar tan tranquilo como éste rodeados de campo y trato cercano. Anda, vamos dentro, que tenemos que dejar todo recogido. Y no hagas ruido, no vayas a despertar a los niños. Ya verás como la próxima primavera todo habrá vuelto a la normalidad.

El viaje

Rebeca Martín Jáñez -Permítame que le diga: Si se figura que diciéndome que hay un fantasma en esta casa aumentará mi interés por ella, se equivoca. El propietario de la casa sonrió. -Simplemente trataba de avisarle. -Gracias, pero no creo en esas cosas. -Yo tengo motivos para creer que sí. -Me gustaría conocer esos motivos. -Nací un viernes de febrero en Inglaterra, se cree que quienes nacen ese día tendrán dotes para ver espíritus y cosas similares.

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-No quiero sonar grosero, pero le había tomado por un hombre serio. -Soy parapsicólogo, estoy acostumbrado al escepticismo. -Un parapsicólogo habitando una casa con fantasmas, muy apropiado. -Cuando me instalé aquí no había ningún fantasma, no lo ha habido nunca Zamora siempre ha estado muy tranquila en este aspecto, hasta ahora. -Bueno si no desea vender la casa me iré, pero usted me ha obligado a este desplazamiento para nada, incluso he estado a punto de tener un accidente, casi caigo por el Duero -Lo sé. - ¿También tiene dotes adivinatorios? -En realidad no ha estado a punto de ocurrir, sí que ha tenido un accidente. Mortal.

Saloma Mª Elena Sánchez Alonso Viernes. Saco la mano por la ventanilla fingiendo que acaricio la tierra. Tierra trabajada que grita. Terrones de sangre. Surcos de venas. Las viñas a lo lejos parecen raíces que suplican al cielo. Aparco. Tiemblan las piernas. Uno, dos, siete. Diez. Veintiún escalones. Lloro. Vuelvo a casa. Reímos.

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Abrimos una botella. Viernes. Brilla la colza verde esmeralda bajo el sol. Aparco. Uno, dos. Veintiún escalones. Me enveneno. Vuelvo a casa. Apoyados en la botella una nota y un corazón. Viernes. Océanos de campos amarillos; desde el coche parecen narcisos. Dulzor de miel. Aparco. Veintiún escalones. Me enveneno. Vuelvo a casa. Botellas con colza en cada rincón. Otra nota y otra flor. Viernes. La analítica no es buena. Descansamos. Queso, melocotones, y un poco de vino. Tachamos los días con una cruz. Viernes. Baila el viento con las vainas secas. Semillas musicales. Aparco. Veintiún escalones. Me enveneno. Vuelvo a casa. Más vino. Hoy no hay nota. Hoy tocan besos. Viernes. Rugen las cosechadoras. Rugen. Aparco. Veintiún escalones. Me enveneno. Vuelvo a casa. Abrimos botellas. Muchas para muchos. Celebramos mi último viernes. Viernes. Viernes. Viernes. Se acabaron los viernes. Los escalones. Los viajes al veneno. Que brille el sol, nazca la colza, se poden las viñas en verde y en seco. Que se descorche. Que se baile. Lunes. Martes. Jueves llenos de flores, de música y de besos.

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Viaje al Corrales del Vino de mi infancia Diana Álvarez Esteban Es este el relato de un viaje al Corrales del Vino de mi infancia, un viaje al paraíso, que hacíamos cada verano, allá por el final de los años 60. Se trataba de un viaje larguísimo, o eso me parecía a mí, de Asturias a Zamora, atravesando el escabroso Puerto de Pajares por una carretera estrecha y gris, que dibujaba curvas y garabatos entre las montañas. Una vez pasado el puerto, el paisaje se aplanaba, en la carretera ya solo rectas y un sol radiante, y entrando por la ventanilla, el aire seco y perfumado de tomillo de mi querida Castilla. Alguna vez nos sorprendía una tormenta de verano que dejaba el aire oliendo a hinojo y a tierra mojada. Era Corrales, y es, un pueblo típico castellano, con sus casas de piedra y sus tejados rojizos, con una preciosa iglesia cargada de historia, la de la Magdalena, con su nido de cigüeña en la torre del campanario. Tenía Corrales una estación de tren, ayuntamiento, una plaza que llamábamos “del caño”, una bellísima ermita y, a su lado, un pequeño y soleado cementerio. Llegábamos al pueblo al atardecer y daba mi corazón brincos al entrar por la calle Mosquetas, doblar la esquina y ver la casa de mis abuelos, con su fachada de piedra dorada y sus balcones de

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forja. ¡Por fin en casa! Besos, abrazos, alegría... En cuanto podía, me iba corriendo al corral a ver si, en las conejeras, descubría alguna camada de conejos recién nacidos, o a ver si las cerdas tenían tostones. Me asomaba a la cuadra de las vacas que, rumiando, me miraban con curiosidad con sus dulces ojazos, y me metía en el gallinero en busca de pollitos o de huevos. Enfrente de la cuadra de las vacas estaba la entrada a la bodega centenaria, fresquísima, misteriosa y oscura, donde reposaba el vino que hacía mi abuelo y que, a veces, tomábamos los niños en la comida, mezclado con gaseosa. Al final de la tarde salíamos con mi madre a dar un paseo por el pueblo, bajo un cielo infinito de golondrinas y vencejos. Las vecinas, sentadas a la puerta al fresco, nos daban la bienvenida. De vuelta a casa la tarde se desvanecía pasando del azul a un negro profundo y la noche castellana, cuajada de estrellas, hacía entonces su aparición. Silencio y quietud. “Buenos días nos dé Dios”, decía mi abuelo por las mañanas, mañanas frescas, inundadas de luz y piar de gorriones. Íbamos a comprar el pan a la panadería de mi amiga Merce, un lugar maravilloso donde olía a anises, a horno de leña y pan candeal. Después del desayuno, ¡a la huerta! Era para mí una fiesta, que empezaba recorriendo aquél camino con sus bordes llenos de flores: malvas, hinojos

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perfumados, flores de achicoria de un azul sublime, amapolas, enormes cardos cargados de cañamones, flores de manzanilla, tomillo... Y entre las flores un sinfín de insectos: abejorros de lento y pesado vuelo, ligeras mariposas de colores, mariquitas, alguna libélula, saltamontes del color de la hierba seca... Por el camino, a veces, cruzaba algún pastor con sus ovejas polvorientas. A ambos lados del camino se extendían campos bien cuidados, de secano y de regadío. En las huertas, la abundancia era visible: trigo y cebada, alfalfa para el ganado, girasoles, legumbres, alcachofas, hermosos pimientos verdes y colorados, cebollas, ajos, lechugas... Y gran variedad de frutales: ciruelos, cerezos cargados de fruta, guindos, perales, alguna higuera, nogales, almendros...Y viñedos, ¡cómo no, siendo esta la tierra del vino! Un verdadero Edén al que numerosos tordos y gorriones acudían para darse un buen festín. Al medio día el calor insoportable nos devolvía a casa, al rico olor de los guisos de mi abuela, a los sabores rotundos de la cocina castellana: los cocidos de garbanzos, las lentejas con oreja, las alubias con chorizo, las carnes adobadas, los riquísimos embutidos de la matanza. Así, entre el corral, la huerta, los juegos en la plaza del caño llena de chiquillos, el ir de merienda en bicicleta, o a bañarnos en algún depósito de agua,

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los sábados al cine y al baile, y los domingos a misa, iban pasando los deliciosos días de verano de mi niñez.

Las horas del Duero

Concha Castaño Cabezas Las horas del Duero pasan, a veces deprisa y otras más lentas El ritmo del tiempo queda impreso en el paisaje del valle, testimonio sosegado de cambios, fruto del esfuerzo y capacidad de su gente para seducir a propios y extraños. Su belleza y encanto se extiende a lo largo de los días y las horas del año. La magia de esta maravilla palpita en cualquier lugar e instante. Casas de labor, bancales, pagos, bodegas, veredas y caminos acompañan al río en su continuo descenso hasta La Raya. El Duero y el tiempo pasan. Cuando los brumosos y grises días llegan la tierra se adormece. Las vides se desnudan bajo la niebla y la escarcha. Después de un prolongado sueño, el viento agita el valle y la cuenca del río despierta. El viaje continúa, los días se alargan y el paisaje se despereza. Se podan las vides, se reparan las

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veredas, los vientos traen nuevas lluvias y la vida comienza. Se limpian las barricas, los lagares se preparan, los primeros racimos tímidamente apuntan… El reloj del tiempo no tiene pausa. El sol del estío calienta bancales y pagos y cuando la vendimia llega una actividad febril invade el campo con un ir y venir de cuadrillas, nostalgia de otros tiempos, cuando los temporeros trabajaban a un ritmo más lento... Ya mudó el tiempo. Se llenan las barricas y el mosto da paso a los vinos... afrutados algunos, maduros, redondos otros, seductores todos. Vinos que conservan los aromas vegetales y los colores del paisaje: violeta, rubí, granate, rubí retinto, casi negro, amarillo, rosa claro, vino del Duero, tesoro tangible que se inició hace mucho tiempo. Las nieblas empiezan a ocultar pagos y bancales en las frías mañanas antes de la llegada del invierno. Al mediodía el sol reaparece y la cálida mezcla de amarillos y ocres anuncia la noche cuando a la luz de la luna la cuenca del rio se duerme... pero el viaje y el tiempo no cesan...

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El Duero prosigue su marcha y el valle retoma su ritmo lento.

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El viaje Ángela Sofía Jiménez Asensio Zamora, ¿Dónde está tu melodía sonora que el Duero crea al bajar por el río agua para hacer crecer las amapolas? Esa agua que ha viajado por montañas, laderas y ríos. Que pasa y no vuelve. Que se olvida y nadie se sorprende. Pero llega a esta ciudad por el puente de piedra o por las aceñas quizá dejando a su paso una melodía de la cual Zamora nunca se olvida.

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Epílogo Leer es viajar

Andrés Sánchez Palacios Una vez leí en alguna parte que para viajar lejos no había mejor nave que un libro. Estoy por asegurar que al que lo escribió no le faltaba razón. ¿Por qué? Es sencillo: quién después de leer una novela, un cuento e, incluso, un cómic no ha intimado con personajes que nunca hubo imaginado conocer, se ha impregnado de olores y sabores extraños, ha contemplado paisajes inimaginables o ha explorado lugares a cientos de kilómetros de aquí. Seguro que habéis oído hablar de Tintín y de su

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fiel fox terrier Milú. ¿Y si os cuento que va para más de cuarenta años cuando entablé con ellos una gran amistad? Sí, es cierto. De aquel sofocante verano, de siestas plácidas e interminables, en el que los conocí, me viene a la memoria un fantástico viaje a Chicago en el que tuvimos que enfrentarnos a unos gánsteres; otro a Egipto en busca de la tumba del faraón Kih-Oskh; uno al desierto del Sáhara en el que desarticulamos a la organización del Cangrejo de las Pinzas de Oro; otro más al Gosainthān en el Himalaya en busca de un avión perdido; y, no sin dificultad, el último, a la luna en misión espacial. Viaje tras viaje, libro tras libro, iba allí donde me llevaba la imaginación. Pero no creáis que mis correrías viajeras acabaron aquí, pues, poco después, yo, como habéis podido comprobar, muy dado a no parar quieto, a conocer gente interesante y a entablar con facilidad amistad, en compañía de un tal Phileas Fogg di la vuelta al mundo en ochenta días; con Dick Sand, un chico que apenas me sacaba dos o tres años, me embarqué en un bergantín, el Pilgrim, rumbo a Valparaíso; con el profesor Lidenbrock, su sobrino Axel y un guía llamado Hans viajé al interior de la Tierra; con el capitán Nemo, a bordo de la nave Nautilus, surqué la Atlántida, las islas de la Polinesia, el mar Rojo, las costas del Lejano Oriente y el Mediterráneo; y con el doctor Samuel Fergusson, su criado Joe y su amigo Dick Kennedy atravesé el continente africano encima de la cesta

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de un globo hinchado con hidrógeno. Y para organizar tan interesantes aventuras no creáis que fueron necesarias muchas cosas: un poco de ilusión y frecuentar siempre la misma agencia de viajes. Una en la que a la entrada en letras grandes y en mayúsculas se leía «BIBLIOTECA». Tras aquella primera etapa, os diré que mis viajes posteriores resultaron menos arriesgados, más épicos y, si me apuráis, más románticos. De esos años recuerdo, entre otras, mis aventuras con Horacio Oliveira, un hombre con una exquisita educación al que ayudé por los puentes de París a buscar a su amante, una mujer uruguaya a la que todos conocían como la Maga; con Jean Valjean, un tipo sentenciado a diecinueve años de cárcel en la Provenza que me enseñó que esta sociedad sobrevive necesitada de amor, de ética y de justicia; con Martín Zalacaín, un muchacho de muy mal carácter que vivía con su madre y su hermana en la villa vasca de Urbía; con Daniel, el Mochuelo, Roque, el Moñigo, y Germán, el Tiñoso, tres chavales, vecinos de uno de esos pueblos pajizos de Castilla, que le hablaban de «tú» a las estrellas y de «usted» a la luna; con Nancy, una joven estudiante norteamericana a la que ayudé en Sevilla a terminar su tesis sobre antropología y literatura española; con Cordelia, la hija menor de Lear, un legendario soberano que decidió repartir su reino en la Bretaña entre sus tres hijas; y con don Alonso Quijano, el más casto enamorado y el más valiente

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caballero que se recuerda desde hace mucho tiempo por el Campo de Montiel. Os puedo asegurar que de aquellas aventuras aprendí que nada era más libre que la imaginación, que leer era una forma de crear otros mundos y que cada historia me hacía más sabio y me hacía ver la vida de otra forma. Por eso, porque yo por aquel entonces, estoy convencido, no era tan diferente a lo que hoy sois vosotros, porque Hergé, Julio Verne, Cortázar, Víctor Hugo, Pío Baroja, Delibes, Ramón J. Sender, Shakespeare y Cervantes se convirtieron en mis maestros y amigos, y porque rara vez me decepcionaron, con el deseo de que también vosotros encontréis en cada libro un compañero y sus páginas os resulten demasiado pocas, desde estas líneas quiero animaros a cerrar los ojos, a llenar el depósito de vuestra imaginación, a meter la primera marcha, a arrancar, a leer; porque, no lo dudéis: leer es viajar.

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