Ilíada, CANTO XXII1
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El anciano Príamo fue el primero en verlo con sus ojos lanzado por la llanura, resplandeciente como el astro que sale en otoño y cuyos deslumbrantes destellos resultan patentes entre las muchas estrellas en la oscuridad de la noche y al que denominan con el nombre de Perro de Orión. Es el más brillante, pero resulta un siniestro signo y trae muchas fiebres a los míseros mortales; así brillaba el bronce alrededor de su pecho al correr. El anciano exhaló un suspiro, se golpeó la cabeza con las manos, tras extenderlas a lo alto, y con un profundo gemido gritó, suplicando a su hijo. Mas éste estaba quieto ante las puertas, lleno de un ansia incontenible de luchar contra Aquiles. El anciano abrió los brazos y le dirigió palabras lastimeras: «¡Héctor! Te lo pido, hijo mío, no aguardes a ese hombre solo y lejos de los demás. Si no, pronto alcanzarás el destino, doblegado por el Pelida, pues en verdad él es muy superior, ¡el cruel! ¡Ojalá fuese igual de querido para los dioses que para mí! Pronto lo devorarían los perros y los buitres en el suelo, y esta atroz aflicción se iría de mis entrañas. Me ha dejado privado de muchos y valerosos hijos, que ha matado o vendido en remotas islas. También ahora hay dos hijos míos, Licaón y Polidoro, que no consigo ver entre los troyanos refugiados en la ciudad y que Laótoe, poderosa entre las mujeres, dio a luz para mí. Mas si están vivos en el campamento, seguro que pronto los rescataremos con bronce y oro, pues hay en casa, ya que el viejo Altes, de ilustre nombre, dio una gran dote a su hija. Pero si ya están muertos y en las moradas de Hades, ¡qué dolor tendremos su madre y yo, que los engendramos! Para el resto de las huestes el dolor no será tan duradero, a no ser que tú también mueras doblegado por Aquiles. No te quedes y entra en la muralla, hijo mío; así salvarás a los troyanos y troyanas y evitarás otorgar una gran gloria al Pelida y además privarte tú mismo de la propia vida. Y apiádate de este desdichado de mí aún en sus cabales, del infeliz a quien el padre Crónida en el umbral de la vejez consumirá con un sino cruel después de ver muchas desgracias: a mis hijos pereciendo, a mis hijas arrastradas a la esclavitud, las habitaciones destruidas, los tiernos hijos estrellados contra el suelo en la atroz lid 1
Conocido tradicionalmente como La muerte de Héctor
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Jacinto Haro
Lengua y Literatura
y a mis nueras tiradas bajo las malditas manos de los aqueos. A mí mismo, por fin, en la primera de las puertas los perros carniceros me despedazarán, cuando alguien con el agudo bronce me golpee o dispare y me quite el aliento vital de los miembros: ¡los perros guardianes de la puerta criados a la mesa de palacio, que, después de beberme la sangre, con ánimo desvariado se tenderán en el vestíbulo! Al joven todo le sienta bien, aun muerto por obra de Ares y desgarrado por el agudo bronce, cuando yace: aun muerto, todo lo que de él aparece es bello. Pero cuando los perros mancillan la cabeza canosa, el canoso mentón y las vergüenzas de un anciano asesinado, eso es lo más lamentable para los míseros mortales.» Dijo el anciano, y con las manos se mesaba el canoso cabello y se lo arrancaba de la cabeza; mas no convencía a Héctor. Al otro lado, su madre se lamentaba y vertía lágrimas, mientras con una mano se abría el vestido y con otra se alzaba el pecho. Y entre las lágrimas que vertía le dijo estas aladas palabras: «¡Héctor, hijo mío! Respeta esto y compadécete de mí, si te puse en los labios el pecho, que acalla los llantos. ¡Acuérdate de eso, hijo mío, y protégete del enemigo metiéndote en la muralla! ¡No te enfrentes a ése en duelo! ¡El cruel! Pues si te mata, yo ya no te podré llorar en el lecho, querido retoño a quien yo di a luz, ni tampoco tu esposa, de rica dote; y muy lejos de las dos, junto a las naves argivas, te devorarán los rápidos perros.» Así lloraban los dos y se dirigían a su hijo con insistentes ruegos; mas no convencían el ánimo de Héctor, que aguardaba firme al monstruoso Aquiles, que ya se acercaba. Como una montaraz serpiente acecha a un hombre sobre su cubil, ahíta de pérfidos venenos; una atroz ira la invade y su mirada es pavorosa al enroscarse alrededor de su cueva, con el mismo incombustible furor resistía Héctor sin ceder, con el resplandeciente broquel apoyado en el prominente zócalo. Y he aquí que apesadumbrado dijo a su magnánimo corazón: «¡Ay de mí! Si me meto en las puertas y en las murallas, Polidamante será el primero en cubrirme de oprobios pues me ha ordenado guiar a los troyanos hacia la ciudad esta noche maldita en que el divino Aquiles ha dejado la calma. Mas yo no le he hecho caso, y ¡cuánto mejor habría sido! Ahora que ha perecido la tropa por culpa de mis necedades, vergüenza me dan los troyanos y troyanas, de rozagantes mantos, no sea que alguna vez alguien vil y distinto de mí diga: “Héctor, por fiarse de su fuerza, hizo perecer la hueste” IES Zurbarán