Incendiar la ciudad - Julio Duran

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un marco hermoso de marginalidad, igual que yo lo hacía. Más tarde cargaría con ella, la recordaría en otros momentos similares y más tarde, al relatar a alguien ese momento, la posesionaría esa voz, esa forma. Luego de cantar y mirar la calle, vino hacía las frazadas y se tumbó a mirar alguna mancha del techo, mientras yo me hacía el dormido. Ante mí estaba esa Irene, la misma de mis cuentos, la que se encerraba en sus dramas y los transportaba a la realidad, la que no quería vivir en este mundo, sino en las historias o talvez en las manchas del techo. -¿No crees que son unos idiotas? -decía-. Nunca se expresan, no tienen ningún criterio político, no saben de literatura, no tienen una postura frente a la realidad, se dejan llevar por el consumo y no tienen identidad, se aferran a cuestiones materiales... Bueno, a pesar de todo, siento que algo se debe hacer por ellos, por la realidad, total, para eso estamos aquí... Aquella vez sentí que me poseía una paz y una paciencia ultraterrenales. Yo no lo esperaba. Así como no se espera nada de la vida, en ese bar, esa tarde, con la mujer que alguna vez amé y que estuvo involucrada en la muerte de un amigo, encontré mi pureza perdida en alguna historia, un pensamiento o un capricho. Me vi oponiéndome a la vida y comprendí que ese es el único sufrimiento sobre la tierra. Agradecí mis llantos y mis ausencias, mis reniegos, mis risas de alegrías desesperadas y mis melancolías, mis caminatas de madrugada por una ciudad que devoraba mi sueño, que lo extinguía. Sentí que el odio de ayer se ponía en mi contra, haciéndome dirigir mis energías hacia mi mismo sin ningún resultado y comprendí que se amparaba en el pensamiento morboso creado por el ego. Comprendí mi ropa sucia y mis zapatos rotos, mi cabello sucio, asqueroso. Comprendí mis tardes borracho a la luz de una calle desconocida con “amigos del alma” que había conocido minutos atrás y que nunca más vería en mi vida. Comprendí mis despertares en frazadas sucias, envuelto en la amnesia de la resaca. Comprendí cada canción que escuchaba en ese tiempo, cada palabra, cada nota y grito. Comprendí el caos que alberga la vida y cada intento de escribir que tuve en mi adolescencia, el fuego que envolvía al papel reduciéndolo a cenizas, comprendí el humo y la mancha negra que cada ritual dejaba. Comprendí la muerte del Chusko, los disparos y los himnos de los sacos. Comprendí el tiempo, el sudor de mis sábanas y el sabor del Valium, el aroma de la grifa y el vano intento de las palabras. Comprendí a los viejos que me esperaban en la casa y mis intentos por dejarlos atrás. Todo ello desfiló por mi mente y lo comprendí en un instante, sin formularme ningún pensamiento. Supe que era el momento que había esperado durante esos años de búsqueda, el suceso que me llevaría a vivir una vida mágica. Frente a la mujer que una vez amé, comprendí mi silencio.


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