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¿Pasa algo en Haití?

Hay un país en el Caribe —todo el mundo lo sabe porque los medios lo dicen todos los días— donde un régimen corrupto impone el hambre y la miseria sobre las mayorías. Las calles arden en fuego y la gente, mientras tanto, come de la basura. Ajeno a todo eso, el presidente del país sigue en el cargo, diciendo en cadena nacional de radio y televisión que todo va bien y que su régimen es democrático por haber resultado de elecciones libres y sin posibilidad de fraude.

La anterior es la descripción que hacen de Venezuela los medios de difusión occidentales y sus repetidores aquí en las colonias, pero dicha descripción le corresponde mejor a Haití, un país del que nadie habla jamás, salvo cuando hay terremoto o la catástrofe social se agudiza cobrándose vida por cientos y miles. Lo que la “prensa libre” de Occidente y colonial dice de Venezuela es la descripción de lo que es Haití.

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Haití es un total desastre, la desgracia de los haitianos es mucha y no empezó ayer. En realidad, Haití es un país signado por el odio de las potencias del mundo y arrojado en consecuencia a un estado de calamidad permanente. En la historia, Haití se abraza con el Paraguay para el análisis y la conclusión de por qué entre los condenados de la tierra, en el decir de Frantz Fanon, existen algunos que son más condenados que otros.

Cuando Jean-Jacques Dessalines tomó la bandera del general insurrecto Toussaint Louverture y declaró la independencia en 1804, Haití se convirtió en el primer país de América Latina en liberarse del yugo colonial europeo y eso, por supuesto, no cayó bien en Francia ni en las demás potencias occidentales. Haití fue el primer atrevido y el atrevimiento frente al poderoso se suele pagar muy caro.

En la tabla de los países más pobres del continente americano, Haití pelea hace mucho el descenso con Paraguay, país que ya a mediados del siglo XIX empezó a hablar de independencia efectiva, esto es, la que va mucho más allá de la declarada y tiene que ver con la cuestión de pesos y centavos. De la mano de Francisco Solano López, el Paraguay se industrializó mientras el resto del continente se estaba acomodando

en la posición de factoría de la industrialización de otros. Los paraguayos con Solano López tuvieron ferrocarril, telégrafo, altos hornos, siderúrgica y astillero. Fabricaron sus propias armas, su propia ropa y su propio todo, sin depender de las manufacturas que antes llegaban de Manchester. Paraguay no estuvo cerca de ser lo que hoy llamamos un país de primer mundo: lo fue efectivamente con Solano López, con exactamente cero de deuda externa, además.

Eso desató la ira de los ingleses, que tejieron una paciente trama con los cipayos de Brasil, Argentina y Uruguay —colonias que no se atrevieron a liberarse— para llevar a cabo la infamia y el fratricidio. Eso fue la Guerra de la Triple Alianza, que destruyó el Paraguay y lo redujo a la condición de miseria en la que se encuentra actualmente. Arturo Jauretche y Raúl Scalabrini Ortiz hacen el relato de esa infamia, la que recogemos en nuestra obra Los cracks de lo nacional-popular para reivindicar a Solano López, un patriota americano como pocos.

Por su atrevimiento, al Paraguay y a Haití les hicieron la cruz las potencias occidentales. Así es como mataron el ejemplo de que aquí es posible hacer algo distinto, tener soberanía política, independencia económica y, por supuesto, como resultado de ambas, justicia social efectiva.

Es por eso que los medios del imperialismo occidental y sus repetidores en estas latitudes no hablan del Paraguay y tampoco hablan de Haití. Hablan, eso sí y mucho, de Venezuela. Mienten sobre Venezuela para preparar el escenario de cara a otra Guerra de la Triple Alianza, queriendo que Brasil, Colombia, Argentina y todos los demás lacayos del llamado Grupo de Lima vayan y hagan el trabajo sucio, que es el fratricidio entre americanos para defender los intereses de otros.

El verdadero problema de América Latina es un problema de soberanía, la que quisieron alcanzar Haití y Paraguay en su momento, la misma que intenta lograr Venezuela hoy. Nuestros países no figuran entre las primeras potencias mundiales porque no somos libres para hacer lo que mejor nos convenga: todo lo que hacemos es para satisfacer los intereses de los mismos que hace ya cinco siglos andan por aquí saqueando. El imperialismo económico del que hablaban Scalabrini

Ortiz y Jauretche en los escritos de FORJA no es ninguna entelequia, es el instrumento por el que en otras latitudes viven en medio al lujo a costa de la desgracia de los nuestros.

En las elecciones de Haití que instalaron el actual régimen cipayo votó tan solo el 21% de la ciudadanía y hay claras evidencias de todo tipo de fraude. No obstante, esas elecciones fueron reconocidas por la Organización de los Estados Americanos (OEA) y por la Unión Europea, los mismos que hoy desconocen las elecciones en Venezuela y declaran que un piojo surgido de la nada como Juan Guaidó es el presidente legítimo del país. Maduro ganó con participación masiva del pueblo en las urnas, pero no es legítimo; Jovenel Moïse ganó en Haití con el voto de nadie, pero lo siguen sosteniendo. Y la conclusión es lógica: lo que reconocen ellos no son las elecciones, sino los resultados. Cuando gana el que ellos quieren, entonces está bien. Pero si eso no pasa, hay problema.

Haití y Paraguay sirven para que entendamos lo que está pasando realmente en Venezuela. Desde el punto de vista de las potencias occidentales, Nicolás Maduro es hoy Toussaint Louverture, es Jean-Jacques Dessalines y es Francisco Solano López. Maduro para ellos es Rosas, es Perón, es Fidel Castro. Es el “tirano sangriento” como lo fueron todos los anteriores, es un atrevido que pretende cortar con la sumisión al imperialismo, quiere que Venezuela sea un país soberano para que los venezolanos puedan hacer lo que más les convenga con la primera reserva mundial de petróleo y la tercera de oro, con el coltán, con el agua, con el turismo, con el inmenso territorio de país.

Lo que Occidente quiere para Venezuela es el destino de Haití y el destino del Paraguay. Venezuela debe ser castigada por su atrevimiento, no vaya a ser cosa que en las demás colonias cunda el ejemplo y nos demos cuenta de que, en realidad, los ricos del mundo somos nosotros. Con una década sin explotación de nuestras riquezas por otros, Venezuela sería Bélgica, Bolivia sería Suecia y Argentina sería Francia. Es solo una cuestión de ver adónde va la riqueza real y quiénes se van a beneficiar de ella, si los vivos de siempre o los condenados de la tierra, que durante cinco siglos hemos sido los tontos. Cinco siglos igual, decía León Gieco, y ahí estamos.