4 minute read

EL LEÓN RUGIENTE

“Sed templados, y velad; porque vuestro adversario el diablo, cual león rugiente, anda alrededor buscando a quien devore”.

EN LAS Sagradas Escrituras al diablo, el adversario, se le adjudican muchos nombres y adjetivos, todos ellos negativos, hostiles y repugnantes. Entre estos: “león rugiente y devorador”.

Advertisement

Sin duda, que contra los verdaderos hijos de Dios que son sobrios, que velan, que no ignoran sus maquinaciones (2 Co. 2:11), que le resisten firmes en la fe, los zarpazos, las tentaciones, las maquinaciones del león rugiente, que de hecho están limitadas por la permisión divina (Job 1:1-12; Mt. 4:1-11), y los mismos resultan fallidos intentos del diablo.

En el año 1943, su servidor junto a mi amada esposa, hicimos un recorrido misionero por la República Dominicana. Llegamos a un cruce de caminos cañeros, y el carretero nos llevó hasta cierto trecho. Seguimos a pie, como siete kilómetros más, y llegamos al poblado de Guaymate, donde vivía con su familia el pastor de la iglesia. Allí predicamos y pernoctamos. Al día siguiente continuamos nuestro recorrido misionero en un auto desbaratado, con las llantas rellenas de yerba seca y paja de caña.

Llegamos a la ciudad de La Romana, donde habríamos de celebrar la convención de la Obra (Asambleas de Dios). Después de la Convención en La Romana, salimos de esa ciudad en un carro lechero tirado por caballos hasta llegar a otro poblado cañero llamado La Cacata, donde vivía, trabajaba y predicaba un mayordomo cristiano puertorriqueño de apellido Ramos. Esa noche celebramos un glorioso culto en la enramada que él tenía.

Al día siguiente otros obreros dominicanos se unieron con nosotros en la caravana. El viaje era largo. Éramos nueve, y el hermano Ramos nos proveyó nueve caballos, y salimos a las dos de la tarde. El camino se hacía interminable. Cruzábamos ríos, quebradas, pantanos; subíamos y bajábamos lomas; sol, lluvia, frío, hambre; hasta que al fin llegamos al poblado de La Enea a las nueve de la noche. Nos estaban esperando, y a esa hora comenzó el culto. La Enea en ese tiempo era un poblado que casi la totalidad de su población eran pentecostales. Un hermano en su hogar decía ¡Aleluya!, ese ¡Aleluya! lo oía el vecino y lo repetía, y así iban los vecinos inmediatos alabando a Dios, y aquel ¡Aleluya! inicial recorría todo el pueblo. Imagínese el glorioso culto que tuvimos aquella noche, el cual comenzó a las nueve de la noche y terminó a las dos de la madrugada. ¡Gloria a Dios!

Al día siguiente proseguimos con nuestro recorrido misionero y llegamos al pueblo de El Seibo, en un quejoso y ruidoso automóvil. Dios nos dio otro precioso culto y al siguiente día proseguimos a San Pedro de Macoris. En esta ciudad tuvimos que permanecer algunos días por falta de medios para proseguir. Desde San Pedro de Macoris regresamos a la capital, concluyendo nuestra jornada misionera, en la cual Dios salvó almas, sanó enfermos, obró milagros, libertó cautivos, bautizó en el Espíritu Santo.

Esa noche de octubre de 1943, en Santo Domingo (entonces ciudad Trujillo), República Dominicana, después de predicar y almas venir al Señor, entre estos un hombre tan borracho, que no podía pasar con sus pies, pero se arrastraba por el piso como un gusano, y se ayudaba con las patas de las bancas, hasta llegar al altar. Oré por las almas que estaban en pie. Bajé de la plataforma, le hablé al oído del borracho, le invité a aceptar al Señor como su Salvador y Libertador, y respondió afirmativamente moviendo la cabeza. Al instante desapareció la borrachera, y aun su peste a borrachera desapareció. Se puso en pie, testificó, y siguió sirviendo al Señor.

Después del culto y de haber orado y glorificado al Señor, me retiré al descanso. Mi amada esposa yacía en cama. En la tarde, de ese día, había perdido nuestro primer hijito varón a causa de los viajes misioneros en la República Dominicana; kilómetros a pie, subiendo y bajando en vagones cargados de caña aun en movimiento, en carretas de bueyes, dando tumbos y saltos de lado a lado por causa del camino accidentado.

Y ya que estábamos acostados para el sueño reparador, comenzaron a lanzar pedradas contra la puerta que daba a la acera de la calle. Me levanté, abrí una pequeña ventana que la puerta tenía, y al hacerlo me lanzaron un enorme sapo en mi rostro, pero no me tocó. Abrí la puerta, salí a la acera, y el cabecilla de una turba comenzó a tirarme golpes con sus puños, pero nunca pudo tocarme, aunque nunca he boxeado ni peleado con nadie.

Le dije: “Mira, yo no voy a descender al lugar donde tú estás; quisiera que Dios te levantara al lugar donde Dios me ha puesto”. Pero él no entendía esto, y seguía tirando golpes. En ese momento veo que del parque oscuro al otro lado de la calle salió una turba, como de diez hombres, para unirse al cabecilla, y todos impulsados por Satanás. Cuando vi la turba que se aproximaba y noté sus intenciones, le dije al cabecilla que seguía lanzándome golpes: “Hijo del diablo, el Señor te reprenda”. Al instante el hombre perdió sus fuerzas, se le doblaron las rodillas y logró agarrarse a un poste de energía eléctrica, y allí quedó.

Cuando el resto de la turba vio a su líder agarrado al poste, cambiaron de rumbo y caminaron calle abajo. Yo les seguí a paso más rápido que el de ellos. Cuando notaron que yo iba detrás de ellos, arrancaron a correr, y también arranqué a correr detrás de ellos. En la próxima esquina de calle se perdieron en la oscuridad, y yo regresé tranquilamente. Cuando llegué, el hombre todavía estaba agarrado, pegado al poste. Yo no lo golpeé, ni lo toqué, pues lo hizo Dios, o un ángel enviado por Él; dejé que el Señor lo despegara del poste cuando Él quisiera, y entré a descansar.

En Su Santa Palabra, el Dios Todopoderoso, me ha dicho, y lo he hecho mío: “A sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden en todos tus caminos. En las manos te llevarán, para que tu pie no tropiece en piedra. Sobre el león y el áspid pisarás; hollarás al cachorro del león y al dragón. Por cuanto en mí ha puesto su amor, yo también lo libraré. Le pondré en alto, por cuanto ha conocido mi nombre”. (Sal. 91:11-14).

This article is from: